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LA IMPLEMENTACIÓN DEL “SISTEMA LIBERAL Y DE LUCES”: DERECHOS DE PROPIEDAD E INSTITUCIONES DE GOBIERNO EN BUENOS AIRES ENTRE RIVADAVIA Y ROSAS
IMPLEMENTATION OF THE “LIBERAL AND ENLIGHTENMENT SYSTEM”: PROPERTY RIGHTS AND GOVERNMENT INSTITUTIONS IN BUENOS AIRES, BETWEEN RIVADAVIA AND ROSAS
LA IMPLEMENTACIÓN DEL “SISTEMA LIBERAL Y DE LUCES”: DERECHOS DE PROPIEDAD E INSTITUCIONES DE GOBIERNO EN BUENOS AIRES ENTRE RIVADAVIA Y ROSAS
Andes, vol. 30, núm. 1, 2019
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades
Recepción: 20 Diciembre 2017
Aprobación: 31 Enero 2019
Resumen: La reforma legislativa y de la justicia fue una preocupación permanente durante la primera parte del siglo XIX en Buenos Aires. Dos brújulas del gobierno revolucionario de 1810 fueron la declaración de la independencia del poder judiciario y la defensa de la seguridad individual. El nuevo orden era denominado como un “sistema liberal y de luces”, y la declaración de la inviolabilidad de la propiedad era reiterada por los primeros gobiernos. Nos proponemos identificar el modo en que los gobernadores expresaban la política de gobierno y las acciones que llevaban adelante en materia de defensa de la propiedad rural, buscando la interacción entre la agenda de gobierno, las reformas en la administración de justicia y los proyectos que se barajaron. Tras un recorrido historiográfico relativo a la historia del derecho y un panorama de la administración de justicia desde 1810, nos enfocaremos en el período que inicia con la supresión de los Cabildos y finaliza hacia 1838, momento de la gran crisis del orden rosista. Trabajaremos con los proyectos de reforma de Manuel Antonio de Castro de 1821 y de Guret de Bellemare de 1829, el Manual de Práctica Forense del primero, de 1834, y los mensajes de los gobernadores a la Sala.
Palabras clave: Derechos de propiedad, Justicia, Liberalismo, Código, Seguridad individual.
Abstract: The legislative and justice reforms were a permanent concern in Buenos Aires during the early 19th century. The revolutionary government of 1810 had two main objectives, namely, the declaration of independence of the judiciary power, and the defense of individual security. The new order was called “a liberal and enlightenment system”, and early governments constantly defended the principle of property inviolability. This article aims to identify how governors expressed their governmental policy and the actions carried out in the defense of rural property. In order to accomplish this goal, I will analyze the interaction among the government agenda, the reforms in the administration of justice and the projects under consideration about it. After a historiographical analysis of the history of law, and an overview of the administration of justice since 1810, this work focuses on the period that starts with the abolition of town councils (Cabildos) and ends by 1838 with the major crisis of Rosas regime. I analyze the following documents: the reform projects by Manuel Antonio Castro (1821), and by Guret de Bellemare (1829), the Manual of Forensic Practice by Manuel Antonio Castro (1834) and the messages of the governors to the House of Representatives (Sala de Representantes).
Keywords: Property rights, Justice, Liberalism, Codification, Individual security.
Introducción[1]
Si compulsamos cada legislación del mundo para obtener un modelo que seguir,
ninguna hallaremos que no nos presente algunos defectos esenciales,
siempre que se trate de introducirla entera en otra nación que para quien ha sido formada; puesto que es verdadero decir que las costumbres de los pueblos de nuestro globo son
tan varias como los climas, y que las leyes deben aproximarse en cuanto fuese posible,
a las costumbres de estos pueblos, y a los usos ya existentes[2].
La reforma legislativa y de la justicia fue una preocupación permanente durante la primera parte del siglo XIX en la provincia de Buenos Aires. La revolución iniciada en 1810 encaró una serie de cambios que, lentamente y aún a pesar de las continuidades que la historiografía reciente ha destacado, fueron asentando una nueva estructura judicial y otra concepción del rol de la justicia[3]. Una piedra fundamental en ese proceso fue la declaración de la independencia del poder judiciario a través del Reglamento del 24 de Mayo de 1810, que no tuvo un efectivo cumplimiento, dado que aún se lo referenciaba de dos maneras, como una “rama de gobierno” y como un “poder del Estado”[4]. Esta tensión en términos doctrinarios se vio reflejada en su desarrollo institucional durante el siglo XIX.
Luego del punto final del Directorio, en octubre de 1820, el Estado de Buenos Aires, surgido bajo el sello de la Junta de Representantes, transitó un proceso de reformas políticas y sociales de gran envergadura, denominadas generalmente como las “reformas rivadavianas”. En este marco, el 25 de marzo de 1822 el Gobierno decretó la entrega de premios a quienes se desenvolviesen mejor en dos problemas acuciantes: a) las causas que detenían los progresos de la agricultura en la provincia y los medios para removerlas, y b) la forma que debían adoptar los Tribunales de Justicia y su administración[5]. Un año después seguía siendo primordial efectuar cambios en la justicia[6].
Las iniciativas efectuadas durante esos años muestran la mencionada inquietud referida a la administración de la justicia, que se tradujo en una serie de reformas[7]. A ellas, se sumaron los proyectos que finalmente no fueron llevados a cabo, aunque fueron tenidos parcialmente en cuenta[8]. También deben agregarse las opiniones en periódicos de la primera mitad de 1820, como Gaceta de Buenos Aires o La Abeja Argentina, El Argos de Buenos Aires y los manuales de práctica forense, como la Circular de Jueces de Paz de 1825 y el curso de la Academia Teórico-Práctica de Jurisprudencia de 1834[9]. Si bien algunos documentos fueron trabajados anteriormente, proponemos una lectura enfocada sustancialmente en reflexionar en torno a la centralidad de los derechos de propiedad en el nuevo orden político y social que comenzaría a delinearse.
Al respecto, la historiografía de la justicia ha renovado sustancialmente sus estudios. Desde la noción restrictiva del “Derecho Indiano” y nacionalista del “Derecho Patrio” surgido como un quiebre temporal radical en la Revolución de 1810, se demostró que “la emancipación modificó parcialmente el Derecho existente pero también subsistió una importante parte de la normativa y sobre todo hubo una continuidad sustancial de la cultura jurídica”[10]. Una vez realzados los usos y costumbres, el derecho local, la moral y la religión como fuentes creadoras del derecho, el concepto de Estado moderno y su aplicabilidad durante los siglos anteriores al XIX fue puesto en jaque por una corriente de la historia crítica o cultural del Derecho[11]. En una operación historiográfica similar a la ocurrida en la historia política –que trasladó los estudios de la política a lo político-, junto a la historia social de la justicia profundizaron la conceptualización de lo judicial a través de las nociones de cultura jurídica, lega y judiciaria[12].
Sin embargo, aún no se ha ahondado en la relación entre este paradigma crítico iustoriográfico con los “brazos institucionales” que tenían injerencia en los temas relativos a los derechos de propiedad de la tierra, a la luz del abigarrado entramado legislativo que operaba en un estado provincial en construcción que buscaba implementar un “sistema liberal y de luces”[13]. De modo que nos proponemos hacer una lectura de las reformas del período, visualizando cómo se concebía el despliegue de las instituciones de gobierno, justicia y policía –expresadas a través del departamento topográfico, las comisarías de campaña, los jueces de paz, entre otros– que debían intervenir en la implementación de derechos individuales de propiedad sintetizados en el concepto de la “seguridad individual”. Especialmente, buscamos identificar la interacción entre la agenda política, las reformas, los proyectos que se barajaron y los cambios relativos a los derechos de propiedad. Intentamos captar las concepciones de una elite gobernante y jurista, aquella que pretendió y tuvo injerencia en la redefinición de unos derechos de propiedad que tendió a excluir otras concepciones. Como decía Tau Anzoátegui, cuando un nuevo andamiaje de gobierno tendía a marginar otras concepciones del derecho, es posible observar un “Derecho informal… [que yace] escondidos en la caudalosa corriente crítica que se forma en contra de letrados, abogados y jueces… en parte como actitud de resistencia al formal, pero también como sustituto o complemento del mismo”[14].
El esquema de trabajo será, primero, realizar un recorrido historiográfico relativo a la historia del derecho y un panorama de la administración de justicia desde 1810, aunque nos enfocaremos en el período que inicia con la supresión de los Cabildos y finaliza hacia 1838, momento de inicio de la gran crisis del orden rosista[15]. Posteriormente, buscaremos cumplir nuestro objetivo a través de, fundamentalmente, los mensajes que los gobernadores trasmitían a la Sala de Representantes en ocasión de la apertura de las sesiones. Junto a ellos, agregamos una variedad de documentos, como los proyectos de reforma de Manuel Antonio de Castro de 1821 y de Guret de Bellemare de 1829, el Manual de Práctica Forense del primer autor, de 1834, que nos permitirán ampliar el margen de las concepciones del orden que estaban forjando[16]. Hemos complementado con periódicos y con fondos del Archivo General de la Nación (en adelante AGN), como el Tribunal Civil (en adelante TC), los Juzgados de Paz y de Policía de Campaña.
Los derechos de propiedad de la tierra y la historia del Derecho: la relación entre lo jurídico, lo económico y lo político
En 1973, Pierre Vilar se refería a la relación entre la economía, el derecho y la historia, y analizaba los debates en torno a la conversión de un derecho –el acceso a la leña– en un delito, que daría lugar a la persecución de las clases subalternas. El autor apostaba a una historia del derecho que fuera coherente, dinámica y “total”[17]. Un año más tarde, Bartolomé Clavero destacaba que la historia social no tenía un objeto específico y que se planteaba como una especialidad superadora del resto. Señalaba su origen, en parte, como resultado de la incapacidad de la historia institucional y del derecho de establecer una explicación que diese cuenta de la dinámica social y económica[18].
En este sentido, Tau Anzoátegui bregaba en pos de que el giro programático de carácter jurídico que brindó Alfonso García-Gallo en 1966 no debía ser comprendido como contrario sino acumulativo a la perspectiva histórica y sociológica. Si bien en la actualidad hubo una nueva confluencia entre historia y derecho[19], anteriormente había una “relación bipolar entre Derecho e Historia, tensa y casi contrapuesta… especialmente en una época en que la Dogmática se mostraba vigorosa en el campo del Derecho y en que la dimensión jurídica era relegada por los historiadores”[20]. En esta clave, Paolo Grossi destacaba la codificación del siglo XIX como “la más colosal operación política del derecho en todo el arco de la historia jurídica occidental”, donde el viejo derecho era reconfigurado a partir de un método que pretendía sistematizar, nacionalizar, secularizar y positivizar el derecho[21].
En cierto modo y bajo distintas perspectivas teórico-metodológicas, la renovación de la historia crítica o cultural del derecho retomó la tradición contestataria al proceso de mistificación racionalista del derecho del siglo XIX[22]. Advirtió con audacia y con un corpus doctrinario y documental abrumador sobre los anacronismos conceptuales de la dogmática jurídica. Esta perspectiva sirvió para marcar las continuidades y evitar el estatalismo que embadurnaba al siglo XVIII y XIX.
Ahora bien, el problema de este “catecismo iustoriográfico crítico” reside, como dijo Lorente Sariñena, en la imposibilidad de esta metodología para explicar las rupturas[23]. Por ello la necesaria relación con la nueva historia política. Por ejemplo, Beatriz Dávilo sugirió que la transición entre en el iusnaturalismo racionalista -que fundamentó la ruptura con el orden colonial-, a un discurso anclado en la “necesidad” y la “utilidad pública” para la consecución de la “felicidad pública”, donde sólo la ley promulgada por el gobierno era creadora de derechos –que caracterizó a las reformas rivadavianas y a la cátedra de derecho civil de Pedro Somellera–, fue el resultado de la obstaculización que generaba el primero para la construcción de un nuevo orden social y político[24].
Por otra parte, la pervivencia de la dogmática del derecho en el análisis de la propiedad es perceptible en las investigaciones del “neoinstitucionalismo”[25]. Al analizar el desempeño económico de las instituciones, establecen una relación axiomática entre seguridad jurídica –en referencia a la defensa de la propiedad privada–, y las condiciones para el crecimiento económico. El problema es la utilización de una concepción abstracta de la propiedad que deviene de una sacralización que es más el resultado de una construcción política e ideológica que un dato histórico, expresando un desarrollo evolutivo y teleológico del derecho de propiedad. Así, supone formas de propiedad más perfectas que otras, ahistorizando y cosificando una relación social en vez de comprenderla en un marco sociojurídico particular. Asimismo, estas concepciones se entrelazan con el concepto de Estado mínimo, que resulta trasladado desde la filosofía política a una premisa para estudiar los procesos históricos[26].
Por ello, Rosa Congost consideró que la voz de la propiedad no resultaba transparente ni existían tampoco “Estados” que funcionen como ente monolítico que convaliden un derecho de propiedad feudal o liberal. Así, no existirían derechos más perfectos que otros, sino formas históricas de los derechos de propiedad –en plural–, donde hay que comprender el significante a partir de una metodología que denominó como el “test de los propietarios prácticos”, que refiere a la lectura de la legislación –escrita o no- en función de los usos prácticos e históricos para lograr aprehender correctamente el modo de funcionamiento de una sociedad pretérita[27]. Entonces, para escribir una historia de la propiedad de la tierra en Buenos Aires durante el siglo XIX resulta fundamental recobrar la dimensión de las tensiones entre las ideas de las élites bonaerenses en relación a la administración de gobierno y la construcción del nuevo orden político. Esto conlleva observar las pujas políticas, la agencia de los actores, los cambios de gobierno y el andamiaje institucional creado. Pero para poder comprender las modificaciones en la noción de los derechos que marginaba otras concepciones, es necesario estar atento a las relaciones sociales y a la dinámica propietaria de los actores rurales.
En el período analizado, tras la fragmentación del espacio político y de la desarticulación del camino de la plata[28], Buenos Aires atravesaría un crecimiento económico en un contexto de movimientos “divergentes” entre los nuevos estados autónomos[29]. La ciudad se había transformado en un polo de arrastre donde la jerarquización de la ganadería opacaba el peso que tenía la agricultura campesina en la campaña bonaerense[30]. La creciente valorización de los bienes en la campaña de cercanías, la presión demográfica y la subdivisión de terrenos producto especialmente de las leyes de herencia castellanas, darían lugar a una conflictividad creciente por la tierra[31]. Buenos Aires continuaría funcionando como atracción de población expulsada de otras regiones del antiguo espacio virreinal durante el largo siglo XIX, y el gobierno del Partido del Orden iniciaría la denominada “expansión ganadera”[32]. Así, al menos hasta los años 40, el vacuno asumiría un peso fundamental en las exportaciones agropecuarias[33], momento en que comenzaría a desplegarse la producción lanar, junto a la cual se intensificaría la explotación de los recursos[34].
Esta valorización se vislumbra en un aspecto técnico y jurídico fundamental: la creación de la Comisión Topográfica en 1824, que posteriormente se convertirá en el Departamento General de Topografía y Estadística. Esta institución tuvo una directa relación con los cambios en la forma de medición de la tierra, en el despliegue del estado bonaerense durante el siglo XIX y en la creación de un instrumento que supuestamente garantizaría la seguridad de la propiedad de la tierra: el catastro o Registro Gráfico de las tierras. Así, la implementación del teodolito, la estandarización de las prácticas de mensuras y la conformación de un mosaico catastral[35], son expresión de la inserción del espacio bonaerense en el mercado mundial como exportadora de productos pecuarios. Pero también señala que es uno de los ejes vertebrales del cambio de la concepción de los derechos sobre la tierra, tendientes a condensarse en una noción moderna de “títulos de propiedad”. Como explicaba D’Agostino, las diferentes disposiciones emanadas para los territorios de la campaña de Buenos Aires contemplaban a la autoridad topográfica como la base de la pirámide del orden propietario jurídico que se construía[36].
Retomando la necesaria relación entre campos historiográficos, mencionemos un ejemplo sobre esto. Los estudios relativos a la costumbre y la propiedad señalaron al Código Civil de 1869, en vigencia desde el 1º de enero de 1871, y no al Código Rural de la provincia de Buenos Aires de 1865, como el momento de ruptura más drástico de las concepciones de la propiedad[37]. La exégesis posterior devino en una “cultura del Código”, donde el derecho de propiedad cristaliza su deificación convirtiéndose en trascendental, logrando “un discurso fundado en la ley y los principios de la propiedad como individual y absoluta, haciendo desaparecer otras formas, ahora ilegítimas que pudieran incluir el ‘derecho de uso’ como la ‘posesión’”[38]. Este proceso, sin embargo, comenzó décadas antes. Las continuas declaraciones de inviolabilidad de la propiedad son una muestra de ello[39], e incluso es factible observar indicios del cambio en la legislación que buscaba fortalecer derechos de unos en detrimento de otros –un ejemplo en la ciudad es la Ley de Inquilinato de 1825 que excluye el derecho de preferencia de los arrendatarios y elimina de cuajo la plausibilidad del arrendamiento sin término[40]–, como en determinaciones de los jueces en causas por la propiedad o por desalojo[41].
Pero contemplar esto sin una dimensión social y económica podría derivar en mirar el problema desde una faz institucionalista y legalista sin actores sociales. Un reciente trabajo demostró la importancia de la introducción desde 1860 y la masificación desde 1870 de los cercos de alambre en las unidades productivas de Pergamino, que derivó en un cambio de facto de las condiciones de explotación y uso de los recursos, marginando de cuajo otras prácticas propietarias “tradicionales” y contribuyendo a una valorización acelerada de la tierra[42]. Reformas legislativas y de administración de justicia, cambios en las mensuras y fijación de los linderos, valorización de los recursos y agencia de los grupos sociales son una miríada de ejes que hacen a la comprensión de un cambio en las pautas de apropiación de los recursos, que no es más que la configuración de unas relaciones jurídicas sobre las tierras diferentes a las que predominaban en el antiguo régimen.
Retomando nuestra apuesta por observar aquí el problema de la propiedad de la tierra desde las concepciones de las elites a través de las fuentes mencionadas anteriormente, al considerar los múltiples órdenes normativos, la dinámica de los derechos de propiedad no surgiría sólo de la normativa escrita. Los usos y las costumbres, los antiguos derechos locales y reales, como la memoria histórica, la disputa política y económica por la distribución de la renta y la capacidad efectiva de imposición de un andamiaje liberal, son temas a considerar para comprender el proceso de la “gran obra de la propiedad”[43]. Esta dimensión puede captarse a partir de los expedientes civiles que refieran a los conflictos por la tierra[44].
Por ello es importante incorporar en el quehacer historiográfico las contribuciones de varias corrientes para que sea posible captar la multidimensionalidad de la cuestión de la propiedad. Aprehender la dinámica de las instituciones de la administración de la Justicia, como las intenciones, las nociones y los objetivos que tenían en sus reglamentos, sin relegar aquellas que los impulsores tenían al crear cada institución, es una tarea necesaria para poder dimensionar los fondos relativos a los conflictos por la propiedad.
La administración de justicia entre el Antiguo Régimen y el “sistema liberal y de luces”
En la cultura jurisdiccional, el gobierno estaba intrínsecamente asociado a la administración de Justicia. Tener iuris dictio significaba poseer atribución para declarar lo que era derecho y establecer equidad. Esto abría múltiples instancias de apelación, en las cuales la casuística era la norma. La superposición espacial de las diferentes instituciones de gobierno y justicia, resultado de un orden corporativo basado en el estado de las personas que daba lugar a una multiplicidad de fueros personales, fue el antecedente que las reformas rivadavianas tenderían a cambiar hacia una simplificación y concentración de funciones[45].
La política desplegada durante el período Borbónico y la década revolucionaria se basaba en incrementar el control urbano sobre el mundo rural, que se tradujo en una multiplicación de las alcaldías de santa hermandad[46]. Un pastor, labrador, estanciero o hacendado de la campaña tenía en los alcaldes mencionados a la figura judicial más cercana que podía remediar un conflicto. Las partes podían apelar y acudir a los alcaldes ordinarios, que residían y ejercían desde las salas capitulares. A esto se agregaba la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, que se componía de varios Oidores y estaba presidida por el Virrey. Todos ellos podían intervenir en causas civiles y criminales. Además, existía una instancia más a la que no era común acceder por sus costos: el Consejo de Indias que residía en la metrópoli[47].
También existía una estructura miliciana y militar que tenía atribuciones de justicia. Eran los Comandante de milicias, los Comandantes del cuerpo de Blandengues y el Comandante General de Armas. En los pueblos y guardias de frontera su presencia se reforzaba, y hacia la década revolucionaria acrecentarían su poder por la extensión del fuero militar[48]. A estos, debemos agregar la eclesiástica con los párrocos rurales[49]. Finalmente, un cambio a destacar de la Revolución fue el que introdujo el Estatuto de 1815, dado que los alcaldes electos anualmente dejaban de ser definidos por los salientes, para serlo por el nuevo sujeto que se construía: los ciudadanos[50].
Las tensiones que atravesaban los posicionamientos de las elites políticas en el momento revolucionario retomaron los problemas de la soberanía, la representación y la administración de la justicia. Las disputas en los dos primeros dieron lugar a las formas políticas que atravesaron el espacio rioplatense al menos hasta la asunción del presidente Bartolomé Mitre en 1862[51]. En la administración de justicia, el patriotismo será una constante en la cual –tras el impase de la década del 20 que pretendió construir un orden judiciario que bebía de la ilustración, el racionalismo y el utilitarismo de Jeremy Benthan y Benjamin Constant[52]–, el cambio resultará ser la transición de la lealtad a la revolución y la independencia a la de un régimen político. A pesar que la política rivadaviana fracasó en la campaña, la configuración institucional de la justicia y la tendencia a la profesionalización se mantendrá, creando paulatinamente una carrera judicial[53].
Los principios que constituían el nuevo orden eran sintetizados como “sistema liberal y de luces”. A la independencia del poder judiciario, se agregaban la seguridad individual, la libertad, la igualdad y la inviolabilidad de la propiedad. Desde sus orígenes, la Revolución declaró al primero de ellos como una hoja de ruta[54]. La sacralización de los derechos de propiedad se inició inmediatamente con el Decreto de Seguridad Individual del 23 de noviembre de 1811:
Todo ciudadano tiene un derecho sagrado a la protección de su vida, de su honor, de su libertad y de sus propiedades. La posesión de este derecho, centro de la libertad civil y principio de todas las instituciones sociales, es lo que se llama seguridad individual. Una vez que se haya violado esta posesión ya no hay seguridad.
La defensa de ambas nociones será la columna vertebral del nuevo orden.
El desplome del Directorio marcó el inicio de los Estados provinciales autónomos. Tras la derrota del Cabildo de Buenos Aires, la “gente decente” se alineó al Partido del Orden[55]. La Junta de Representantes, surgida para elegir Gobernador, se constituyó como Legislatura y asumió la representación. Ya el 1° de mayo de 1822, el Presidente de la Junta brindó por primera vez la voz al Ejecutivo para que informase el devenir de la “administración pública” a la Sala, dado que el origen del gobierno era la “voluntad general” y la representación[56].
La transformación que promueve el triunvirato de Gobierno encarnado por Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia y Manuel García sentará un esqueleto institucional para los gobiernos posteriores. La Ley de Elecciones fue la piedra angular que brindaba legitimidad al orden político y la reforma eclesiástica dio por tierra la superposición entre los tribunales eclesiásticos y civiles. En julio de 1823, la Sala de Representantes suprimió los fueros personales. ¿Cómo defender la seguridad individual si aún existían fueros que propiciaban una desigualdad notoria? En este sentido, Rivadavia afirmaba que el problema de los fueros retrasaba la civilización y tornaban en un caos a la legislación, confundiendo a la administración de justicia junto a la “imperfección de los códigos, leyes y resoluciones no compiladas que han regido hasta el presente”[57].
La reforma de la justicia era esperada y demandada. El periódico El Argos de Buenos Aires destacaba que el motivo de la lentitud “sea efecto de la mayor meditación que exigen, porque es imposible… olvidar que la justicia administrada pura é imparcialmente, es tal vez el más firme vinculo para asegurar la sumisión voluntaria de un pueblo”[58]. La supresión de los Cabildos precipitó la agenda[59]. Sin embargo, la motivación de la medida fue más política que judicial: el problema era el deslinde de las atribuciones y la disputa del poder y la representación. La justicia capitular era reemplazada por la justicia de primera instancia con tres jueces letrados en la campaña, cada uno con un departamento judicial, y dos en la ciudad con atribuciones en lo civil y criminal. Se reemplazaron los alcaldes de la santa hermandad por los Jueces de Paz, y se crearon ocho Comisarías de campaña. Especialmente la justicia de paz fue introducida en la Ley en dos artículos que no fueron debatidos en el organismo legislativo[60].
La burocracia y la división de poderes poseían límites porosos al menos hasta la segunda mitad del XIX. Los jueces de primera instancia eran miembros del poder judiciario y reconocían como autoridad al Tribunal Superior de Justicia, pero también funcionaban como órganos de gobierno. Esto puede observarse en dos instancias relativas a los derechos de propiedad de la tierra. Por un lado, a pocos días de asumir, los jueces de campaña recibieron la orden de hacer una relación sobre los productores no propietarios de sus Departamentos Judiciales[61]. Por el otro, fueron un engranaje más de la aplicación de la Ley de Terrenos de Enfiteusis. Según María Elena Infesta, en 1822 “el juez de primera instancia era el encargado de la ejecución” de los expedientes aceptados para la entrega de enfiteusis, llevando a cabo los actos de posesión. Con el decreto de Las Heras y García del 27 de setiembre de 1824, quien solicitaba la enfiteusis debía presentarse ante el juez y argumentar el baldío, quien remitiría un informe al gobierno[62].
Por su parte, los jueces de paz de campaña respondían a los requerimientos de los jueces de primera instancia, de la Cámara de Apelaciones, del Departamento de Gobierno, y del Jefe de Policía cuando asumieron las funciones de las Comisarías de Campaña. Al momento de su creación, se indicaba que sus atribuciones iban a publicarse en un próximo “Código”, que podríamos decir que llegaría con el Manual para los Jueces de Campaña. Mientras tanto, debían juzgar verbalmente según “leyes y práctica vigente” y “arbitrar las diferencias”, asumiendo en la campaña las funciones de la santa hermandad.
La reforma de la administración de la justicia continuó estableciendo un escribano en la campaña[63] e instaurando dos Oficiales de Justicia que debían ejecutar las sentencias. También se asignó presupuesto para que los jueces de paz tuviesen asistentes, aunque luego se transformó en la contratación de un alguacil[64].
Someter a la campaña a un nuevo orden y a la autoridad del gobierno instalado en la ciudad requería el cumplimiento de las asignaciones distribuidas. Por ello, el Jefe de Policía obligó a los Comisarios a emitir un parte diario de los hechos que se cometían contra la propiedad en la campaña y la ciudad, en pos de la búsqueda por el control de la criminalidad y la garantía de la seguridad individual[65].
La autoridad del juez de paz se enaltecería cuando se suprimió la justicia letrada de campaña a fines de 1824 y se establecieron cuatro juzgados letrados en la capital[66]. Sólo tres años de experiencia bastaron para comprobar su fracaso y recién retornaría una primera instancia letrada en la campaña en 1853. Las causas de la supresión fueron varias. La presión de la opinión pública hizo mella: “Esta ley que protege el derecho inviolable de nuestra seguridad se halla sancionada en el Reglamento Provisorio, sección séptima, capítulo primero; y ha sido infringida por el Juez de primera Instancia del departamento del Norte”[67]. También existía la falta de jurisconsultos en la campaña. De hecho, unos años después, Guret Bellemare[68] destacaba que mientras la capital estaba en un proceso de “alumbramiento”, la campaña aún permanecía en el atraso al tener una dotación muy limitada de letrados, proponiendo la creación de jueces auxiliares de los jueces propietarios que funcionen como “semillero” (sic) de hombres letrados con experiencia en la profesión, y de jueces ambulantes que recorriesen las principales villas de la campaña, reuniéndose con honorables asesores o conciliadores o alcaldes para resolver casos civiles y comerciales[69].
El 28 de febrero de 1825, el gobierno de Las Heras decretó la abolición de los comisarios de policía de campaña, delegando esas funciones a los jueces de paz. A los 20 días, el ministro de Gobierno Manuel García remitió la Circular a los jueces de paz de campaña y un Manual de Instrucciones que desglosaba 37 puntos sobre la Jurisdicción Civil y Criminal, y una serie de formularios que uniformizaban las actas que labraban[70]. Se anexaba un “resumen de leyes, reglamentos y decretos”[71].
La Circular concebía una lucha sin fronteras por la protección de las leyes, “en el vacío de los campos y de la población”. Un paisaje desértico debía someterse al gobierno, y sólo era posible si los “funcionarios públicos” comprendían que su tarea era fundamental para la “sociedad que se está organizando”. Los vecinos se convertían en portadores de la civilización, y eran “el mejor correctivo de las costumbres”. Reforzaba una concepción de derechos y obligaciones del ciudadano, delegando en ellos la vigilancia de las garantías individuales consagradas por la legislación “patria”, y consideraba como delito no prestar cooperación[72]. La falta de convicción en la persecución de los “perjudiciales” de la campaña era la causa del atraso: vagos, mal entretenidos, labradores y arrimados. Las personas que sólo tenían una “choza” o habitaban tierras baldías del Estado o tierras particulares como arrimados, debían ser perseguidas. Sólo debían quedar aquellos con “calidad de propietarios” o contrato de arrendamiento, reduciendo el espectro a dos formas de comprender la diversidad de situaciones de derecho que existían en la campaña. Esta diatriba estaba en sintonía con lo expresado por El Espíritu de Buenos Aires en 1822: “Campos desiertos. Chozas miserables. Rutinas ignorantes y envejecidas. Productos miserables. Indigencia en los habitantes… Parece que ni la sombra de los conocimientos rurales han asomado á las campañas”[73].
En este sentido, el Gobierno decía planificar medidas para formalizarlos. De hecho, en el discurso de apertura de la Legislatura de 1824, Rodríguez resaltaba que estaban en búsqueda de sentar “las bases de distribución de las tierras del Estado”[74]. Además, la Circular observaba la intención de formar fondos con los aportes de los hacendados del partido que quisieran contribuir a la compra de instrumentos de labor que sirvieran como auxilio para estas poblaciones, apartándose de la práctica que construyeron los Cabildos de auxiliar a los labradores con fondos para la siega[75]. Mientras tanto, buscaba relocalizarlos en baldíos cercanos a “la autoridad territorial” para que observara su “conducta”. La atribución de ceder las tierras y la vigilancia quedaba en los jueces de paz.
Por otra parte, los jueces de paz debían intentar una conciliación entre las partes. En caso de no lograrlo, debían proceder como un juicio ordinario, y podían recibir “consejo de hombres de buena razón y probidad”[76]. Se agregaba que debían velar por la prohibición de portación de armas cortas como cuchillos, dagas o puñales[77], y en cuanto al “ejercicio de la policía judiciaria”, especificaba la actuación del juez de paz en el marco de los derechos de propiedad de menor cuantía, especialmente en el robo de ganado[78].
Por último, la nueva administración de la justicia pretendía ser autorreferencial, es decir, retomaba sólo la experiencia de la vida política iniciada en mayo de 1810. Por ello, incluía un resumen de los reglamentos, leyes y decretos, como la Ley de Supresión de los Cabildos y 16 referencias legislativas escritas “patrias”. Durante el gobierno del Partido del Orden, “la retórica legalista no hizo sino crecer junto a los intentos de plasmar institucionalmente esa necesaria preeminencia de la ley y la justicia como aplicación de ésta”. Si bien podríamos preguntarnos hasta qué punto estos discursos tuvieron un efecto en la práctica –por ejemplo, las referencias a la legislación escrita en los procesos civiles suelen ser muy pocas y puntuales–, el derecho positivo “transfiguró las formas de pensar las relaciones entre los ciudadanos y las autoridades”[79].
Esta práctica de “recordar” la legislación vigente que debía estar en observancia se profundizará durante los gobiernos de Rosas, de quien puede entenderse que la “codificación” consistía en una labor de copistas que realizaban los jueces de paz de la campaña. Estos debían reafirmar, cada dos o cuatros meses, las leyes y decretos que estaban en vigencia[80]. Dicha tarea era, tal vez, la más burocrática, que trasluce cuál era la responsabilidad cotidiana relativa a la “policía” de la legislación que, vale recordar, la acepción que predominaba según la Real Academia Española en la edición de 1780 y 1817 refería a “el buen orden que se observa y guarda en las ciudades y republicas, cumpliéndose las leyes ú ordenanzas establecidas para su mejor gobierno”.
Asimismo, esto refiere a las modificaciones introducidas por Rosas durante su gobierno, que tendía a difuminar más aún la división de poderes proclamada en la década del 20, a través de una serie de medidas y acciones. Además del control mencionado, se destaca la reformulación del máximo tribunal de justicia con el cambio de sus miembros, la designación del Presidente por parte del Gobernador –ya no por los propios miembros según antigüedad de nombramiento–, y la fama de “buen federal” y adepto al orden como requisito para ocupar cualquier función de justicia y gobierno[81].
La política de estado y los mensajes de Gobernadores: proyectos de reforma de la justicia y derechos de propiedad
La agricultura, base y primer origen de la felicidad general, demanda seguridad para las personas y propiedades, y fidelidad en los contratos y empeños de la gente de campaña con los propietarios… en un país cuyo suelo rico por la naturaleza, solo demanda brazos y la protección de las leyes[82].
Los mensajes que trasmitían los gobernadores y los ministros a la Junta de Representantes nos permiten observar la agenda y el clima político que envolvía a la élite bonaerense. A partir de ellos buscamos analizar la interacción de tres planos enlazados entre sí: la administración de la justicia, las reformas en torno a la policía entendida como “cuerpo encargado de vigilar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, á las órdenes de las autoridades políticas”[83], y la búsqueda por garantizar la seguridad individual y los derechos de propiedad.
Los primeros tres discursos brindados a la Sala fueron emanados por Martín Rodríguez[84]. En el primero de ellos, del 1° de mayo de 1822,
habló primero del [ramo] de justicia por ser de una influencia tan inmediata al interés individual, y aseguró estar notablemente mejorada por el celo de los encargados”. Agregaba que “con el auxilio de los jueces, presentaría en breve a la sanción del H. Cuerpo los trabajos que tenía preparados para su perfección; que la policía llenaba sus objetos… que alcanzaba no solamente a la ciudad, sino a todos los puntos de campaña[85].
La Sala respondió dicho mensaje inquiriendo sobre la necesidad de asegurar la frontera que era invadida por “bárbaros”[86]. La crítica fue respondida al año siguiente, cuando el gobierno destacó el avance sobre la frontera, que incorporó tierras a disposición del Estado y garantizó la propiedad del ganado -en peligro por el incremento de su valor[87]-. Por su parte, cuando el gobernador Las Heras se referiría a la propiedad del ganado[88], se diferenciaría de la gestión anterior en cuanto a las políticas contra el abigeato. El problema para él era la “ineficacia de las leyes existentes y los inconvenientes de la forma actual de proceder”. Por ello adoptó una reforma que permitió a los jueces de paz actuar con celeridad en los delitos de abigeato menores a seis cabezas de ganado, como vimos en el apartado anterior[89]. Sin embargo, continuó mostrando axiomáticamente la relación entre propiedad y seguridad de la frontera.
Las autoridades del primer gobierno bonaerense destacaban que la “industria rural crece rápidamente, y la corriente que los capitales llevan hacia los campos, es tan poderosa, que ofrece una progresión incalculable de riqueza”. Por ello el gobierno refería a garantizar la seguridad de la propiedad a partir de la labor policial en la persecución de los criminales, y el accionar del Departamento de Ingenieros y Arquitectos para el arreglo de los caminos públicos y las calles, que aumentarían la “seguridad común”[90].
Hacia 1823, la Sala de Representantes criticaba la falta de referencia a la “necesaria” reforma de la justicia[91]. Como pasó anteriormente, al año siguiente el gobierno la resaltaba como “una de las primeras necesidades de nuestra Patria”. Aunque señalaba que era la promulgación de los códigos la que tenía que “fundar” la nueva administración de la justicia.
Vale preguntarse a qué se estaban refiriendo con este concepto de “código”, dado que recién se promulgarían en la segunda mitad del siglo XIX. En este sentido, para Guret Bellemare, la codificación era “juntar sus fragmentos desparramados, y de hacerlos más claros mediante una redacción nueva, sencilla, sustancial y sólidamente discurrida”, para desterrar los “vicios” que habían adquirido las “leyes de Partidas e Indias” tras el “despotismo español”, ordenar en “armonía con la razón”, considerando “el modo de proceder del país” que “el buen sentido” debía observar porque la “razón es evidente”[92]. Bellemare resaltaba que de hecho existían leyes fundamentales que no estaban escritas:
á pesar de las imperfecciones de su situación política, vive y existe en república; que se ha constituido un poder ejecutivo y una cámara legislativa que tempera la fuerza de este poder… y están convencido de que es preciso organizar el poder judicial para equilibrarle… de modo que, si las instituciones no están grabadas sobre el bronce… ya lo están en los espíritus[93].
Entonces, puede entenderse al “código” que enunciaban como un compendio de leyes acorde al ideal republicano de Buenos Aires. A pesar de ello, el gobierno creía imprudente “darlos [los códigos] sin generalizar antes sus principios entre los mismos que han de explicar las leyes, aplicarlas y recibirlas”, función que debía desarrollar la Universidad y la Academia Teórico Práctica de Jurisprudencia, como la aplicación sistemática por los nuevos abogados y jueces de primera instancia[94].
La piedra angular de la reforma era la división de poderes, que promovía la libertad contra el despotismo que se nutría de la concentración del poder de justicia, y proyectaba al poder judicial como el “paladín” y contrapeso del ejecutivo. Sin embargo, estas abstracciones sobre el funcionamiento del nuevo orden entraban en fricción cuando se tomaba alguna medida en particular, vulnerase o no derechos. Aunque al mismo tiempo el propio debate era evidencia de la interiorización del espíritu que señalaba Bellemare. Por ejemplo, el conflicto relativo al resguardo de los derechos de propiedad fue el que se produjo tras la medida de gobierno que pretendía expulsar a las atahonas de la ciudad en septiembre de 1821. Esto provocó la petición del Gremio de Panaderos en la Sala, donde se denunciaba la vulneración de la propiedad. Sin embargo, allí se discutió si tenía la Sala atribuciones dado que el dictado de Reglamentos de Policía era una facultad del Ejecutivo[95].
Unos años más tarde, Bellemare reforzaría la noción de independencia del poder judiciario al plantear que el nombramiento de los jueces de paz debería estar en manos de la Alta Corte de Justicia. El de la Corte debía ser mediante un llamado a elecciones o por el poder legislativo a partir de una terna de tres individuos propuestos por el ejecutivo. Para los reemplazos futuros, cada tribunal debería escoger los miembros por mayoría o unanimidad de votos. Sólo volverían a tener injerencia los poderes ejecutivos y legislativos en caso de no haber consenso. Los magistrados salientes debían estar imposibilitados de ocupar cargos rentados en el ejecutivo por dos años[96].
Pero, tal vez, la crítica de la Sala de 1823 que mencionábamos refería a la falta de noticias relativa a la iniciativa que había tomado el gobierno de Martín Rodríguez, en agosto de 1821, cuando encargó a la Cámara de Apelaciones un proyecto de reforma de la justicia que fue entregado en dos partes, entre diciembre de 1821 -unos días antes de la supresión de los Cabildos-, y febrero de 1822. Prácticamente, era un proyecto que conformaba un código criminal o penal con más de 100 artículos. En palabras del autor, Manuel Antonio de Castro, el modelo propuesto y las fundamentaciones eran “confirmadas por el sistema judicial de los gobiernos más liberales de la Europa”. En ruptura con el antiguo régimen, reivindicaba los jueces letrados en contraposición de los legos y advertía que no bastaba con la buena voluntad porque obligaba a duplicar los empleos al contratar asesores letrados: “Los que han de conocer de todo genero de causas, ordenar con arreglo a derecho los procesos y determinarlos según las leyes, deben estar instruidos en el derecho, y en las leyes, porque el acierto en esta materia no es de librarse a la buena intención solamente”[97].
El presidente de la Cámara de Apelaciones y de la Academia Teórico-Práctico de Jurisprudencia quería “extirpar los abusos mas notables en el ejercicio del Poder Judicial sin dar el paso peligroso de alterar substancialmente el sistema de las leyes”[98]. Buscaba reformar la administración de la justicia sin revolucionarla y garantizar la cercanía entre los juzgados y la campaña era un ideal extendido. El problema radicaba en la cantidad como en la distribución de las magistraturas:
dos solos Alcaldes ordinarios, y estos con residencia continua en la capital deben juzgar en primera instancia de todas las causas civiles y criminales de la Provincia desde cuyos confines eran obligados los miserables labradores, y hacendados, á caminar setenta y ocho leguas en busca de Justicia fuera de su domicilio[99].
Por este motivo, proponía dividir al Estado de Buenos Aires en siete Departamentos Judiciales, uno para la Capital y seis para la Campaña. El Departamento Capital debía ser sede del “Superior Tribunal de la Cámara de Justicia” –“con absoluta independencia del Poder Ejecutivo, en el ejercicio de sus funciones y autoridad”-, y asumir las funciones que las “Leyes” le brindaban a las extinguidas Reales Audiencias y las adjudicadas por el Reglamento Provisorio de la década revolucionaria[100].
Pero como destacábamos, la noción de justicia como ente autónomo y como rama de gobierno también se encontraba aún vigente, dado que proponía que uno de sus miembros tenía que asumir el rol de juez de primera instancia civil y criminal en los conflictos “contenciosos”, en complementariedad con el Escribano de Gobierno y Hacienda[101]. En este sentido, cada Departamento Judicial de la campaña debía contar con un “Juez Mayor” letrado, sin distinción de fueros, que “serán además Delegados del Superior Gobierno de la Provincia en los ramos de Gobierno, Policía, y Hacienda sujetos á sus ordenes e instrucciones”[102]. Estarían a cargo de llevar los procesos civiles y criminales, tener un registro de las escrituras de los contratos y testamentos relativos a los vecinos de su jurisdicción y la obligación de contar con todas las órdenes y comunicaciones del Gobierno. Cada “Juez Mayor” debía contar con “jueces menores” acorde a la población de la jurisdicción, propuestos por el Gobierno de entre los vecinos más honrados y ser confirmados por el Juez Mayor. Debían actuar en juicios civiles verbales y poseer un Libro de registro de sus actuaciones. Como vemos, estamos describiendo el germen del rol que adquirirían los flamantes jueces de paz.
En los mensajes de gobierno, Martín Rodríguez y sus ministros destacaban el aumento del valor de la tierra y la “necesidad de adoptar medidas radicales que corten los pleitos de deslindes que arruinan las familias y ayerman los campos”, mientras que Las Heras reiteraba en 1825 que la labor de la Comisión Topográfica era “fijar bien los límites de cada posesión, sacándolos de la incertidumbre en que han flotado hasta aquí, sin las seguridades que sólo es capaz de ofrecer la ciencia en este país llano como el mar”. Para ello, debía reunir los “datos para la formación del plano Topográfico de la Provincia” y aprobar las mensuras que se practicasen en adelante[103]. Al año siguiente, el gobernador informaba que en el plano general de la provincia iba a ser posible observar los límites de cada propiedad de acuerdo al “título”.
Así, los lineamientos de gobierno estaban en sintonía con la máxima autoridad de la Cámara de Apelaciones. Manuel Antonio de Castro se refería a los derechos de propiedad bajo la forma de los juicios por despojo en la segunda parte del proyecto mencionado. Destacaba que este tipo de litigios tendían a ser resueltos restableciendo al despojado, pudiéndose encontrar pruebas producidas “con dos testigos inidóneos, o tachables”, lo cual sucedía ante la falta de escrituras de arrendamiento o compra-venta. Esto podía sorprender al juez y “conducirlo a causar un despojo judicial de consecuencias todavía más perniciosas”. Por este motivo, proponía “hacer una alteración a la Ley sin inmutar su forma y naturaleza”[104], la que radicaba en citar al despojante para que pueda construir la prueba correspondiente. De modo que el “sutil” cambio procesal podría estar fortaleciendo a una nueva camada de propietarios, dado que Castro ponía en duda los testigos que presentaban los despojados[105].
Asimismo, afirmaba que el objeto principal de la reforma consistía en reducir los tiempos de los juicios civiles, en donde “el uno posee la cosa litigada, el otro intenta adquirirla, ó recuperarla”. El problema era que el “poseedor trata siempre de eternizar el pleito, su contrario trata de abreviarlo”, y los artilugios era conocidos por los jueces letrados:
solicitar reiterados términos para contestar los escritos de sustanciación, y para producir sus pruebas; él dé retener cuanto tiempo pueda los procesos, inutilizando los apremios, o componiéndose con los ejecutores; él de promover artículos impertinentes, y multiplicar largos escritos, que aumentando fastidiosamente la actuación, eternicen las causas[106].
Por otra parte, el desvelo por los conflictos de la propiedad rural fue retomado por Castro en su Prontuario de Práctica Forense, publicado en 1834 tras su fallecimiento. Allí dedicaba un capítulo entero al “juicio de deslinde, apeo, y amojonamiento de tierras”. Destacaba que era “frecuentísimo este juicio, y sus resultados son de la mayor importancia… es muy conveniente el exacto deslinde de sus propiedades rústicas”. Asimismo, en una frase nos revela qué concepción de la propiedad de la tierra tenía y, en consecuencia, quiénes podían ser partes en este tipo de juicios: “Es fuera de duda, que este juicio de deslinde no puede tratarse sino entre los que tienen campos ò terrenos colindantes: que puede promoverle aquel, que poseyendo con justo título alguna suerte de tierras o heredad rural”[107]. Esta versión de propiedad como título puede observarse en juicios civiles, como es la demanda por cobro de arrendamientos entre Juan Pedro Almeyra y Gregorio Reynoso en 1821. Allí, el primero comprendía la propiedad desde el acto de denuncia de las tierras en 1795 y demandaba el pago de arrendamientos desde esa fecha. Pero el juez de primera instancia del 2º departamento de campaña, el Dr. Juan José Cernadas, consideró que el título se expidió efectivamente en 1824, desconociendo la denuncia como “justo título”[108].
De este modo, una concepción letrada de índole liberal de los derechos de propiedad se alejaba de otras voces como la del Coronel Pedro Andrés García, ex funcionario del Virreinato. Así, en la década revolucionaria éste aconsejaba a la Junta y luego al Directorio el otorgamiento de la propiedad a los pobres poseedores y labradores de la tierra desde una noción que no se reducía al título como escritura, sino a una dinámica propietaria que recogía la antigua ocupación y posesión como acto de posesión y propiedad. Asimismo, agregaba también el sesgo relativo a los despojos que quería cambiar el presidente del máximo tribunal de administración de justicia: “la falta de propiedad, aunque una posesión inmemorial se la haya dado, hace que anden errantes, porque se apareció un propietario por una reciente denuncia, que o los desaloja o hace feudales”[109].
Avanzando en el tiempo, los años de la gobernación de Manuel Dorrego estuvieron signados por una crisis generalizada[110]. Su discurso definía al año de 1826 como un “delirio de político” que quitó a los legisladores el gobierno, confundía los “negocios de la Provincia y del Estado” con la “administración nacional” y produjo el desfalco monetario. Señalaba su “interés por asegurar y de extender nuestras fronteras respecto de los indios salvajes”, iniciando una política de “paz y conciliación” que lograría una “inmensa propiedad territorial”[111] y doblaría la garantía sobre la deuda pública. Agregaba que los excesos de la leva atacaron a la seguridad individual.
En referencia a la administración de la justicia, Manuel Dorrego también explicitaba que requería una urgente reforma y que presentaría un proyecto a la Sala[112]. Éste era el que estaba redactando Bellemare tras un encuentro con el gobernador, y al que hicimos referencia antes. A diferencia de la propuesta que analizamos de Castro, era un proyecto revolucionario para el arreglo de la justicia, ajustado a un sistema federal y republicano. Si bien no llegó a presentarse ni el gobernador pudo poner en marcha su idea por los trágicos sucesos acaecidos, resulta interesante para la temática recorrer brevemente su propuesta, que se componía de 13 puntos. Sugería crear una “policía judicial”, los “porteros de estrados”, un “Ministerio Público”, una “Alta Corte de Justicia”, un Colegio de Abogados y un cuerpo de “Honorables Conciliadores” compuesto por negociantes, propietarios y letrados notables. Además, buscaba brindar un “tratamiento honorable” a los juzgados de paz[113], tener un tribunal de primera instancia dividido en tres cámaras: “civil”, “comercial y marítima” y de “información criminal”, y reformar el sistema de Escribanos.
El jurista francés sostuvo que, si bien era necesario analizar los ejemplos de Inglaterra, España, Francia y Estados Unidos de Norteamérica, debían tomarse sólo los rasgos que fuesen el resultado de puntos en común con la realidad local[114]. No debía trasplantarse un modelo de afuera ni inventar uno propio desde cero, si no que había que estudiar “el genio, las costumbres, las habitudes, las leyes ya existentes, la situación geográfica, la naturaleza de los gobiernos y la opinión general de las provincias de la Plata”[115]. En este sentido, su expresión era una ecléctica tradición de racionalismo codificador ilustrado y de un historicismo, que se expresaría con fuerza en un antagonismo a la razón desde la década de 1840[116].
En cuanto a los jueces de paz, rechazaba el formato no remunerado por no existir “propietarios o negociantes” capaces de distraerse de sus negocios. La labor exigía estar disponibles permanentemente y “entregarse exclusivamente al estudio de las leyes y al cuidado de hacer la justicia a sus conciudadanos, en cada día, en cada hora, en cada momento”. Por ello proponía una remuneración aun reconociendo los problemas del tesoro de la Provincia, advirtiendo que en la medida en que “estamos formando una sociedad política” no debería haber limitaciones presupuestarias. Agregaba que deberían ser inamovibles o al menos tener mandato de 4 o 5 años, lo cual daría lugar a que pudieran convertirse en letrados, porque si bien los jueces de paz tenían intenciones correctas, no poseían conocimiento alguno en materia de “derecho” (sic), y actuaban contrariamente a “la ley o riéndose de ella”. En este sentido, estimaba que la recolección de las multas sería un aporte financiero, y que las propiedades y la vida de los ciudadanos estarían mejor protegidas resultando en un beneficio para la sociedad que iría a producir más: “no hay economía que tenga cuando se trata de la seguridad de las personas y de las propiedades”. Finalmente, postulaba que estos jueces debían tener una función fundamental en cuanto a los derechos de propiedad. En sus manos caían “el conocimiento de todas las acciones posesorias, en mojones, y en reparaciones o refacciones, y, a mas, de todos los hechos de policía municipal cometidos en su distrito, y todas las acciones e injurias verbales”[117].
A poco del proyecto de Bellemare, el gobierno de la provincia había nombrado –el 26 de septiembre de 1829– una Comisión para que redactase un reglamento de policía rural. En su considerando, destacaba la falta de cooperación de los ciudadanos –refiriendo a una Comisión que se había creado en 1824–. Ahora, se nombraba a 15 hacendados para que funcionase en pos de restablecer la “quietud” en la campaña. Para el francés, esto iba a traer una solución temporal porque no se proponía una reforma integral, un “código de policía” complementario a un “proyecto de código penal”[118]. Sin embargo, elogiaba que el estado de Buenos Aires había construido un triple andamiaje mediante la obligatoriedad de circulación con la papeleta, la prohibición de portación de armas y el castigo a la mendicidad y vagancia, que servían de base al “código de delitos y penas”.
En este sentido, la policía de campaña, subordinada al jefe de policía y al juez de paz del distrito, no debía ser una “policía militar” sino civil actuando en “delitos contra las propiedades, los campos y las cosechas, y algunos asesinatos”, e informándose acerca de los propietarios y los vecinos más honrados[119]. La finalidad era garantizar “la seguridad de las personas, de las propiedades y del estado”. Debía estar en la órbita del poder ejecutivo, cumpliendo a la vez los dictámenes de los órganos del poder judiciario.
El fusilamiento de Manuel Dorrego derivó, tras el interregno de Juan Lavalle, en la llegada de Juan José Viamonte como gobernador[120], quien el 1º de diciembre de 1829 brindó su mensaje a la Legislatura en una coyuntura crítica. Se refirió al “movimiento militar” que suspendió las leyes de la Provincia y clausuró la institución de los representantes. El estado de la hacienda era calamitoso. El objetivo principal era restablecer el “imperio de las leyes”, y que los “departamentos de justicia, policía, enseñanza y beneficencia” funcionaran mejor, reivindicando la labor de los Comisarios como los mejores garantes del “orden social”. Nuevamente hacía referencia a la situación del resguardo de las fronteras, apelando tanto al empleo de las armas como a los convenios con los indios. Estimaba en más de ocho mil indígenas fronteras adentro, previendo que “todo anuncia que avanzan en civilización”[121]. Además, poblar la línea de frontera era el “fundamento sólido de la riqueza y prosperidad”, y enaltecía el avance de las estancias. Por último, reivindicaba la labor del Departamento Topográfico que había presentado la primera carta de la provincia[122].
En continuidad con los lineamientos de Viamonte, el 7 de mayo de 1832, Juan Manuel de Rosas[123] insistió en que la riqueza de Buenos Aires residía en la campaña, y afirmó que “el Gobierno cuida con particular esmero de garantir la seguridad y propiedad de sus habitantes”. Por ello reafirmó el registro de marcas “para evitar el fraude en la introducción de los frutos de ella a nuestro mercado”. En cuanto a la frontera, las “medidas de paz y de conciliación con los indígenas” eran beneficiosas, pero también resultaba necesario “expedicionar contra los indios enemigos; pues sólo así podrán éstos ser escarmentados, y los amigos regularizados, despejando los campos hasta el Río Negro de Patagones”. Así, felicitaba el avance de las estancias hacia el sudeste y suroeste que empujaba el reaseguro fronterizo, como el rol del Departamento de Policía, el de Topografía y el de Ingenieros[124]. En términos de estructuras de gobierno, hubo una división de los ministerios de Gobierno y de Relaciones Exteriores, “encomendando al de este departamento interinamente los negocios de tierra y los de gracia y justicia”. En la administración de justicia, no hubo cambios y los proyectos de reforma prometidos se retrasaron “por las enfermedades de algunos miembros del primer tribunal”, aunque el 17 de octubre de 1831 se creó por ley una Comisión para la redacción de un código mercantil, que finalmente no prosperó.
Por su parte, el gobernador Balcarce insistía en 1833 en las políticas contra los indios enemigos y los indios fieles al gobierno. El poblamiento de las nuevas guardias se llevaba adelante “designando el terreno que deba considerarse propio de los respectivos fuertes, y el local preferente para situar las poblaciones y distribuir los pobladores”. En cuanto a la justicia, refirió a estar trabajando en una ley general, habiendo recibido el proyecto que nombraba Rosas anteriormente[125]. La comisión que debía redactar un código comercial estaba terminando sus tareas, aunque la codificación se pospondría hasta la segunda mitad del siglo. Balcarce auguraba un reglamento de policía, mientras resaltaba que se había logrado contener el abigeato asegurando “las propiedades de los habitantes de la campaña; se han disminuido considerablemente los males que en ella se sentían a este respecto”[126].
Iniciado el segundo mandato de Rosas, el 31 de diciembre de 1835 frente a la Sala sentenciaba a la gestión anterior como de “gavilla” y sometido a “influencia de hombres extraños a este suelo” que humillaron a la Provincia e impidieron el “ensanche y seguridad de sus fronteras”. Destacaba que “en la campaña no estaban seguras las vidas y propiedades”. En este sentido, reivindicaba que desde su asunción, los “indios araucanos de pelea” fueron “desechos completamente, acuchillados y perseguidos”, mientras que los “indios amigos reducidos” seguían siendo leales[127]. Así, el control del gobierno se había extendido hacia el sur en más de 140 leguas de distancia de la capital, gracias a la expedición de 1833 y 1834.
En cuanto a la administración de justicia, en 1837, el diagnóstico era que los expedientes judiciales tenían “retardo muy perjudicial” y que se sentía un “justo clamor por la pronta represión de los delitos”. Destacaba que “los malhechores son perseguidos en toda la vasta extensión de la Provincia por las autoridades locales”, y que era el mismísimo gobernador quien generalmente “los juzga por sí mismo, a fin de que algunos ejemplares saludables aseguren el reposo de las familias y el respeto a la propiedad”. Afirmaba haber derogado las “leyes que imponían la pena de confiscación de bienes”, tanto por los pedidos de la opinión pública como por el “respeto que se debe a la propiedad de un país libre”. Además, explicaba que los nombramientos de los jueces de paz de campaña debían realizarse mediante una terna sugerida por el juez saliente y resaltaba que para conservar el orden era necesario tener aptitud, conocer las costumbres y “ser decididos, constantemente adictos, fieles y servidores de hecho a la Santa Causa de la Federación”[128].
Destacaba que el Departamento Topográfico estaba contribuyendo con “datos” para facilitar el “cobro de la contribución territorial”, lo cual implicaba un cambio en dicha institución: de tener un catastro para reducir la litigiosidad a enfocarse en el incremento del fisco[129]. De hecho, Rosas adelantaba que iba a extinguirse el lazo del canon enfitéutico y que iba a elevarse el precio “a fin de que no cause, como al presente, el envilecimiento de la propiedad territorial particular”. Para esto, la Colecturía debía realizar un informe de “todos los enfiteutas, con datos que deben suministrar el Departamento Topográfico y la Escribanía de Gobierno”.
En este sentido, el remate de tierras era una medida fiscal y de recolección de fondos para la Hacienda, “con el objeto de aligerar la deuda y enriquecer a sus mismos posesores” –aunque según el gobierno había muchos poseedores que se “conforman con la suerte precaria de enfiteuta”–. La decisión se relacionaba con un esbozo de registro de la propiedad de la tierra, dado que
con el objeto que los títulos jamás puedan extraviarse, o ser desconocidos, se hacen en forma de escritura pública por la Escribanía Mayor de Gobierno, quedando protocolados: archivándose además en ella el expediente original, y tomándose razón en el Departamento Topográfico, en la Colecturía y Contaduría General[130].
Permitiéndonos una cita extensa que desarrolla la orientación de la política relativa a los derechos de propiedad en la campaña del rosismo, el gobernador destacaba que habían existido “grandes abusos” sobre las enajenaciones de tierras anteriores:
[en] varios ejidos de los pueblos de campaña se han concedido terrenos sin orden en la ubicación. El sistema que se ha seguido de hacer mensuras aisladas y por diferentes métodos, ha confundido los límites de muchas propiedades, originando multitud de pleitos que perturban el sosiego de una porción de familias. Algunos propietarios linderos a tierras publicas, se hallan en el mismo caso. El Gobierno al grande objeto del remedio, ha empezado por hacer practicar mensuras generales con toda calma, por departamento, a presencia de todos los documentos y demás materiales que puedan servir de luz bastante al mejor acierto. Los planos deben designar la propiedad pública y particular (que es en mucha parte desconocida en el Departamento Topográfica), las vistas y relaciones, poblaciones y despoblados, con todo lo demás que corresponda: estableciendo los hechos tal cual existen, sin introducirse en las cuestiones de derecho. Esta siendo en tierras publicas, las cortará el gobierno, y en las que haya entre propietarios particulares, promover a su transacción hasta dejarlos en paz. De este modo se restablecerá la tranquilidad entre muchas familias: quedarán todos garantidos con títulos bien expresos, ciertos y seguros: se conocerá a fondo la topografía de la Provincia, y se habrá adelantado este paso grande, para fijarla después astronómicamente. Quedará echada la base para la perfeccion del establecimiento de la contribución territorial. Por último, un código rural vendrá a completar esta obra de beneficencia general[131].
El mensaje de gobierno de 1838 revela el complejo entramado de la propiedad. Si antes existían formulaciones en las cuales la propiedad era respaldada y existía a partir del título, Juan Manuel de Rosas recogió “con toda calma” las mensuras tanto de la propiedad particular como de la pública, para establecer “los hechos tal cual existen, sin introducirse en las cuestiones de derechos”. Es decir, se abocó a intentar no introducir estos temas en el ámbito estricto de la administración de justicia, y pretendía resolverlos desde el gobierno[132].
Entonces, buscó tender hacia una regularización del dominio territorial, teniendo como horizonte un respaldo de la propiedad garantizada “con títulos bien expresos”. Trasluce un acceso a la tierra y una dinámica propietaria que, para ser homogenizada y ordenada, debía primero reconocer una situación transicional. Observando los conflictos que existían en cada pueblo, establecía que sólo podían subsanarse a partir del acuerdo entre las partes, promoviendo la transacción entre ellos a través de la mediación del gobierno. Sólo cuando el catastro de la provincia estuviera consolidado, el impuesto a la riqueza que resultaba la Contribución Directa tendría un mejor resultado.
No resultaba menor, entonces, que en un momento donde languidecían los debates relativos a la imperiosa necesidad de la codificación, de la reforma legislativa y de la administración de la justicia[133], Rosas formulara un futuro en el cual se pudiese promulgar un código rural. Pero esta acción –que para muchos se vislumbraba como una instancia inicial para sentar las bases de la Nación y del Estado, con su consecuente crecimiento económico que se forjaría a partir de la consolidación de los derechos de propiedad–, para Rosas era corolario de una tarea que se componía de otras variables que se acercaban más bien a un lento proceso que debía calar en las dinámicas sociales.
Resulta sugerente que, tras veinte años de vaivenes políticos, Juan Manuel de Rosas pronosticara una agenda política que se seguiría después de su derrocamiento: un proceso de codificación que atravesaría primero al Código de Comercio, al Rural, al Civil y finalmente al Penal. La justicia y la policía habían dejado de tener modificaciones radicales durante la década de 1830, por lo que existiría una continuidad relativamente estable en la última década de gobierno tras la crisis que tuvo como corolario un proceso de confiscación de propiedades rurales donde el ganado y los montes de las quintas, más que la tierra propiamente dicha, fue objeto de la lucha política[134].
A modo de conclusión: la agenda del derecho de propiedad liberal
Los principios del pensamiento político occidental del liberalismo, como la libertad, la igualdad, la independencia de la justicia, la propiedad y la seguridad individual, impregnaron prácticamente a la totalidad de la elite bonaerense[135]. Desde el decreto de seguridad individual de 1811, se impuso una nueva definición del ciudadano-vecino[136]. La agenda para instaurar un “sistema liberal y de luces” estaba delineada y hemos visto cómo era expresada desde las esferas de la construcción política estatal. Para ello, los diferentes gobiernos coincidían en que la administración de la justicia y la policía, como la mejoría de las técnicas de agrimensura y el aseguro de la frontera mediante el ejército y la conciliación con los indios, eran las herramientas fundamentales para garantizar los derechos de propiedad. En la medida en que debían cimentar nuevos principios en la administración de la justicia, era necesario contar con un brazo de gobierno capaz de canalizar la conflictividad social a través de las instituciones de alcaldes, tenientes alcaldes y oficiales de justicia, e imponer las determinaciones que sentenciase el estado a través del poder judiciario. Así, nuestra lectura de los documentos delinea la siguiente conclusión: la dimensión estatal bonaerense en construcción tuvo el fin de la seguridad individual, entendida como el derecho a la vida y la propiedad como vimos más arriba. Más aún, en la campaña bonaerense prácticamente la totalidad del andamiaje institucional persiguió dicho objetivo, que atento a la doctrina liberal de Locke podría sintetizarse en garantizar el derecho al goce y a la conservación de la propiedad: “No sin razón el hombre busca y desea reunirse en sociedad con otros que ya están unidos o tienen intención de reunirse por la conservación reciproca de su vida, libertad y posesiones, cosa que yo llamo, con termino genérico, propiedad”[137].
Ahora bien, ¿de qué propiedad estamos hablando? ¿Cuáles eran las “cosas” a las que hacían referencia en Buenos Aires? ¿Solamente era el derecho de propiedad de la tierra? La renovación de la historia agraria nos ha demostrado que el “bien” de mayor valor desde fines de la colonia hasta mediados del siglo XIX, como mínimo, era el ganado[138]. Pero, ¿hablaban sólo del ganado como parece desprenderse de los documentos analizados? ¿Dónde quedaban otros bienes como la leña, las nutrias, los montes, la cal o las aguadas, algunas de las cuales aparecen señaladas en las famosas Instrucciones para mayordomos de estancias[139]? ¿Dónde quedaban las mejoras como las edificaciones, ranchos, poblaciones, los hornos de ladrillo o las atahonas, por ejemplo? Como surge de las diferentes disposiciones y los mensajes a la Sala de Representantes, los discursos relativos a los derechos de propiedad tendían a simplificar una noción que era extremadamente diversa. Así, existía una idealidad de la sacralidad de la propiedad y su inviolabilidad, y muchas leyes y decretos aún usaban el plural para referirse al tema –“las propiedades”–. De hecho, se producían confusiones entre las declaraciones universales y las medidas particulares, como cuando el 17 de abril de 1822 se prohibieron los desalojos y entrega de títulos de tierras hasta la promulgación de una “Ley de Tierras”, que a los seis meses tuvo que ser aclarada por un nuevo decreto dado que el anterior generó "siniestras interpretaciones" al ser usado como argumento para resistir desalojos en terrenos de propiedad particular, cuando el gobierno sólo pretendía referirse a los terrenos públicos.
Asimismo, consideramos que la sacralización de la propiedad entraba en tensión con las necesidades coyunturales que demandaba el propio proceso de construcción del nuevo orden social y político. La dinámica política obstaculizaba la instauración de la independencia del poder judiciario y de la salvaguarda de la inviolabilidad de la propiedad. La gobernabilidad necesaria para la configuración del mundo liberal requería las mediaciones tanto con los notables de cada partido como con los pastores y labradores de la campaña que tenían otros usos y costumbres que los emanados desde la ciudad. Por ello, el gobierno de Martín Rodríguez afirmaba en 1823 que “no han podido plantificarse las nuevas instituciones, sin romper y arrancar con violencia antiguos cimientos, sobre los que el curso de los años había amontonado memorias venerables”. De modo que había que “vencer grandes resistencias, y chocar con sentimientos personales y preocupaciones comunes”[140]. En este sentido, Walter Benjamin destacaba que la
fundación de derecho equivale a fundación de poder, y es, por ende, un acto de manifestación inmediata de la violencia… sobre la ruptura de este ciclo hechizado por las formas de derecho míticas, sobre la disolución del derecho y las violencias que subordina y está a la vez subordinado, y en última instancia encarnadas en la violencia de Estado, se fundamenta una nueva era histórica[141].
La creación de un derecho de propiedad deificado iba de la mano de una legislación de carácter cerrada y circular, que tendía a marginar otras fuentes del derecho y a la generalización a través de la homogenización de la diversidad social rural. La cultura jurídica de la campaña estaba cimentada sobre otras concepciones del derecho, y en gran medida, tal vez sea por ello que los proyectos de Manuel Antonio de Castro y de Guret de Bellemare, dos juristas de trayectorias marcadamente diferentes, focalizaran en los conflictos de propiedad por despojos y linderos.
Sin embargo, esta concepción de la propiedad y los modos de resolución no necesariamente era homogénea. Como observamos en el último discurso citado de Juan Manuel de Rosas, la miríada de conflictividades era tan amplia que refería a la necesidad de sostener una mediación a través de las ramas del gobierno antes de que fuesen una consideración de la administración de justicia. En cierto modo, concebía estar actuando de mediador en un marco de transición donde el derecho de propiedad de la tierra estaría garantizado por un título escriturado. Podemos decir entonces que el orden nuevo no sería forjado por una normativa, sino más bien por el ordenamiento de la campaña a partir de, prácticamente, una metodología casuística de resolución.
Esto se encuentra en sintonía con los últimos aportes de la historia social de la justicia, que a través del análisis de los litigios por la tierra evidenció otras concepciones del derecho a ras del suelo que revela la existencia de múltiples órdenes normativos, característicos de una cultura jurisdiccional. La simplificación y homogenización que estaba en proceso desde el período rivadaviano debía ser construida a partir de una cuota mayor de consenso con la población rural. De todas formas, el estudio cualitativo de las estrategias judiciales es una hoja de ruta para continuar trabajando, dado que es uno de los pocos medios a través del cual puede observarse el grado de éxito de la imposición de una determinada forma propietaria –que, como vimos, fue desplegada a través de los andamiajes institucionales que el estado de Buenos Aires fue creando–. Más aún si comprendemos que el título como evidencia primordial del derecho que se dice poseer fue una construcción histórica que puede ser rastreada a partir de la praxis de los jurisconsultos del racionalismo ilustrado. Sólo así puede estudiarse la cultura judicial, las normas jurídicas relativas a la propiedad, los núcleos prácticos que estaban en juego, y la influencia de las redes de poder en la resolución de los conflictos.
Finalmente, el órgano topográfico de gobierno se proyectaba como una herramienta fundamental del orden. Mensurar el territorio era una tarea urgente para un estado que pretendía ejercer soberanía sobre un determinado espacio. Monopolizar el saber y el arte de la mensura sería la base para el ordenamiento de la campaña. Mucho más en un contexto en el cual la orientación ganadera estaba asumida por sus gobiernos e incluso prevista ya desde la descripción rural de Félix de Azara. El reaseguro de la frontera y la relación con el ejército y el “negocio pacífico” con los indios contribuirían a aumentar el caudal de capitales que se dirigirían a la campaña, valorizando el precio de la tierra y del ganado. Afianzar la justicia, tanto a través de los jueces de paz y letrados como del rol de policía, era el mecanismo para imponer las decisiones del estado. Si bien se demandaba y se creaban comisiones para forjar nuevos códigos, estos parecían aún estar anclados en un marco de compilación, y recién se impondría un proceso sistemático tiempo después, cuando el orden político y una parte de los pleitos por la propiedad estuviesen resueltos no sólo por el poder judiciario que estaba en transición de ser una rama de gobierno a un poder autónomo, sino principalmente por la misma acción de gobierno e incluso del control de las fronteras.
Notas