Estrategias de las mujeres ante los efectos del neoliberalismo
Mujeres en defensa de la vida contra la violencia extractivista en México
Women defending life against extractivist violence in Mexico
Mujeres en defensa de la vida contra la violencia extractivista en México
Política y Cultura, núm. 51, pp. 11-29, 2019
Universidad Autónoma Metropolitana
Recepción: 03 Septiembre 2018
Aprobación: 03 Julio 2019
Resumen: El rol de las mujeres en la defensa de los territorios amenazados y afectados por el extractivismo ha cobrado mayor protagonismo y visibilidad en los últimos años. Para reflexionar en este proceso, presento algunas claves para comprender la actual ofensiva extractivista en América Latina y en México que, de manera contundente, se ha relanzado con grave violencia contra los medios de vida de comunidades indígenas, campesinas y poblaciones urbanas. En segundo lugar, en la emergencia de una intensa conflictividad socioecológica por el avance de esta ofensiva, rastreo y analizo los contenidos y alcances de una politicidad protagonizada por mujeres que persisten en reproducir cotidianamente la vida ante la violencia extractivista.
Palabras clave: mujeres, defensa de la vida, extractivismo, violencia, México.
Abstract: In recent years, the role of women defending territories threatened and affected by extractivism has gained greater prominence and visibility. I will present some key elements to explain the extractivist offensive taking place in Latin America and Mexico against the livelihoods of indigenous, peasants and urban populations. It is in the emergence of these socioecological conflicts, furthermore, that I will analize the contents and scopes of a policity protagonized by women pushing back to reproduce and boost their daily life against extractivist violence.
Keywords: women, struggles for life, extractivism, violence, Mexico.
Introducción
Este artículo surge de la preocupación por comprender los impactos que el extractivismo produce en los territorios en disputa; la conflictividad socioecológica que emerge ante la oposición y respuesta organizada de comunidades indígenas, campesinas y poblaciones urbanas que ven amenazados y afectados sus medios de vida, y las dinámicas organizativas de las tramas comunitarias que organizan sus capacidades políticas para defender la vida en sus territorios.1
En este contexto, ha sido notorio el rol protagónico y cada vez más visible que desempeñan las mujeres en la defensa de los territorios amenazados y afectados, haciendo audibles las afectaciones y violencias con las que el extractivismo las impacta de manera diferenciada y empujando esfuerzos colectivos para persistir en el sostenimiento, defensa y cuidado de la vida.2
Por ello, en este artículo analizo la relación entre extractivismo y violencia, o dicho de otra manera, me pregunto cómo la lógica de la violencia se impone y se reitera sobre los territorios amenazados y afectados por el extrac-tivismo y, de manera particular, cómo las mujeres experimentan y enfrentan estos impactos. En ese terreno, exploro los contenidos y alcances de una politicidad protagonizada por mujeres que persisten en reproducir y re-lanzar cotidianamente la vida ante la violencia extractivista.
ofensiva extractivista: violencia y despojo sobre el tejido de la vida
La actual ofensiva extractivista3 que hoy asedia los territorios y medios de vida, tiene profundas raíces históricas, en tanto es una modalidad de la acumulación capitalista4 que se remonta a los tiempos de la Conquista y al saqueo de Abya Yala,5 pero que claramente en las últimas dos décadas se ha intensificado en todos los países de América Latina, con el llamado Consenso de los Commodities,6 profundizando aún más la posición colonial, periférica, dependiente y subordinada del continente en el sistema mundo.7
Por extractivismo entendemos aquel patrón de desarrollo que reordena y ocupa los territorios, removiendo intensivamente y a gran escala grandes volúmenes de bienes primarios (petróleo, gas, minerales, monocultivos) para ser exportados al mercado internacional, sin procesamientos previos significativos. Este régimen, tendiente a la monoproducción y a la expansión de las fronteras extractivas hacia nuevos territorios, no sólo no responde a las necesidades locales, sino que compite y desarticula las economías de sustento y formas autónomas de apropiación y gestión de la riqueza social. Lo que es peor, generalmente, impone economías de enclave, que no son otra cosa que “islas” con escasas relaciones y vinculaciones con las cadenas industriales nacionales, ya que buena parte de sus insumos y tecnologías son importados y el personal técnico requerido es extranjero. Esta dinámica, supeditada a cubrir los requerimientos y demandas de otras regiones del planeta, enriquece como fin último, con limitadísimas derramas locales y nacionales, a las casas matrices de los capitales nacionales y trasnacionales beneficiados.8
La violencia y el despojo son los mecanismos que aceitan esta modalidad de acumulación, es decir, no hay extractivismo sin violencia, ni despojo. A pesar de que estos métodos aparezcan como colaterales, excepcionales, anómalos, accidentales o, como señala la economía neoclásica, fallos del mercado o del Estado, el capitalismo históricamente ha respondido a una dinámica de separación y apropiación constante del trabajo y energía de las mujeres, de los hombres y de la naturaleza más que humana para convertirla en valor y garantizar su propia reproducción. En diálogo con Maria Mies, diríamos que “la violencia como secreto del patriarcado capitalista”,9 es necesaria para “civilizar”, para imponer jerarquías y nuevas formas de explotación y opresión.
Cuando hablo de separación, recupero una de las categorías más importantes de Marx en la Crítica de la economía política. En “La llamada acumulación originaria”,10 Marx propone interpretar el proceso histórico de escisión entre productores y medios de producción como la “primera” separación de hombres y mujeres de sus medios de producción, gestándose –con ello– la condición de posibilidad de la reproducción del capital. De acuerdo con Massimo de Angelis,11 desde esa perspectiva, la acumulación del capital es la continuación, reiteración y consumación de la separación forzada y violenta de las personas de sus medios de existencia, pero ahora bajo las reglas naturalizadas del mercado. De manera que, habiéndose producido esa primera separación, el capital buscará reiterar y ampliar las distancias producidas a escalas e intensidades cada vez mayores, incrementando con ello la masa de trabajo y energía explotada y no pagada bajo la premisa de la valorización del valor.
Inspirada en el planteamiento anterior, propongo entender la separación como una condición necesaria para la intervención del flujo del capital a través del tejido de la vida, siempre acompañado de los rasgos patriarcales y coloniales de la dominación. Esta intervención avanza negando, subsumiendo, reconfigurando los vínculos y la red de relaciones de interconexión e interdependencia entre todas las formas de vida humana y no humana que, en conjunto, habitamos el planeta.12 Recupero la noción del tejido de la vida de Jason Moore como “una forma de situar todo lo que hacemos los humanos dentro de una totalidad mayor en la que somos una poderosa especie de producción de medio ambiente”.13 En ese tejido, la naturaleza es un todo, es decir, la naturaleza somos nosotros, está dentro de nosotros y alrededor de nosotros. Los humanos hacemos al medio ambiente y el medio ambiente nos hace a los humanos.14
Identificamos que, en los últimos cinco siglos, el complejo capitalista-patriarcal y colonial ha fracturado y reconfigurado una serie de ámbitos del tejido de la vida, a partir de imponer las siguientes separaciones:15i) la separación de las y los desposeídos de sus medios de existencia y territorios originarios y su consecuente explotación como trabajadores formalmente libres;16ii) la separación sociedad y naturaleza, promovida por una racionalidad contra natura, en la que la naturaleza se convierte en objeto de dominio de las ciencias y materia prima del proceso productivo, desconociéndose su orden complejo y su organización ecosistémica;17iii) la separación entre la racionalidad-mente y la afectividad-cuerpo para la organización de una episteme moderna como fundamento del patriarcado y el colonialismo junto con el despliegue de un conjunto de estrategias de jerarquización e inferiorización y, por tanto, de dominación de “lo otro”, lo salvaje, lo premoderno;18iv) la separación de las mujeres del conjunto de los varones y la consecuente apropiación –invisibilizada, casi automática– de una parte relevante de su trabajo para la reproducción del capital, que impone la mediación patriarcal como trasfondo y cimiento de otras relaciones sociales y del edificio institucional que las estabiliza y hace perdurables.19
De este modo, hablar de las interrelaciones entre capitalismo, patriarcarcado y colonialismo, implica proponer una mirada preocupada en analizar los modos en los que las separaciones antes señaladas se cruzan, articulan entre sí, producen y retroalimentan determinadas relaciones de dominación, control, jerarquía y poder entre hombres, mujeres y demás especies que habitan la Tierra. En otras palabras, la historia del capital, del patriarcado y del colonialismo es una historia de separaciones en la que la violencia ha sido clave para intervenir e imponer modos heterónomos de reorganización de las relaciones sociales y las tramas de la vida.20
En este devenir, América Latina ha sido sometida a un proceso de separaciones y violencia que hasta nuestros días continúa. Basta ver cómo durante los últimos 20 años, los gobiernos latinoamericanos, más allá de su signo político, han seguido el supuesto de que el extractivismo es necesario para que las naciones abandonen su condición de subdesarrollo y se integren a la modernización en marcha. La exportación de bienes primarios es la ventaja comparativa que hay que aprovechar, reza la consigna, aun cuando ésta conlleve a la desposesión de las poblaciones y la degradación irreversible de territorios enteros.21
El correlato de esta tendencia, envuelta en una narrativa que promueve y enaltece la magia de un desarrollo sin consecuencias, es la emergencia de un tejido de luchas contra el extractivismo que visibilizan y denuncian los costos e impacto socioecológicos de este patrón productivo sobre sus territorios y modos de vida.
La ofensiva extractivista a la que nos referimos, contra las comunidades indígenas, campesinas y amplios segmentos de la población urbana en América Latina y en México, está compuesta de los siguientes procesos: 1) un nuevo y ampliado énfasis en las políticas extractivas para el control, extracción, explotación y mercantilización de la naturaleza (petróleo, gas, minerales, agua, tierra fértil, playas, semillas, recursos genéticos, conocimiento tradicional), de la mano del desarrollo de megaproyectos turísticos e infraestructura hidráulica, carretera, ferroviaria, portuaria y aeroportuaria; 2) el impulso de un nuevo sistema industrial agroalimentario, controlado por grandes trasnacionales, a costa de la exclusión masiva de los pequeños productores rurales y la desarticulación de las economías campesinas; 3) el reordenamiento de territorios orientado por la lógica del valor, desarrollo de infraestructura y expansión de procesos de urbanización, desarticulando el tejido social-natural y avanzando sobre zonas de cultivo y de conservación; 4) un acelerado y destructivo impacto de la industria y las empresas con efectos irreversibles sobre la salud humana-natural y en general de los ecosistemas y tejido de la vida.22
En la estela de impactos y afectaciones socioambientales que esta modalidad de acumulación ha dejado a su paso, se consolida la relación directamente proporcional entre extractivismo y violencia, lo cual se expresa en las dinámicas de desestructuración del tejido social e instancias comunitarias para decidir y normar la vida colectiva, el despojo de medios de vida para garantizar la subsistencia, la polarización y división al interior de los entramados comunitarios, el endurecimiento de los contextos de criminalización, el incremento de los asesinatos a activistas ambientales, la violencia contra las mujeres y el recrudecimiento de formas patriarcales de dominación y opresión.23
En este contexto, la guerra ha operado como un importante mecanismo de dominio. Sólo que, a diferencia de otros momentos de la historia del capital, actualmente se enfrentan nuevas formas de guerra que, según Ana Esther Ceceña, podrían entenderse como guerras difusas en tanto no tienen fronteras espaciales ni temporales claras, “son como manchas de aceite que se expanden”. Esto es, se combinan de diferentes maneras y aparecen como si fueran situaciones anómalas, desarticuladas y excepcionales, pero en realidad, son piezas de una política general del capitalismo. Y es que la condición depredadora del capitalismo genera impactos tan graves en las poblaciones, que debe ir acompañada por un recurso de fuerza. “Y, mientras más excluyente es el capitalismo, más violencia necesita”.24
En México, la violencia se ha intensificado de sobremanera con la llamada “Guerra contra el narcotráfico” iniciada por Felipe Calderón y continuada –con algunos matices y variaciones–, por Enrique Peña Nieto, dejando como saldo casi 30 mil casos de desaparición forzada. En el informe The War Report 2017 se documenta que la violencia que padece México corresponde con la de un “conflicto armado no internacional”, en el que la cantidad de víctimas sobrepasa la de guerras anteriores y podría exceder la de los principales conflictos armados actuales.25 Ciertamente, más allá del discurso oficial que justifica esta guerra como una lucha contra el crimen organizado, Dawn Paley sostiene que se trata de una guerra neoliberal para garantizar la acumulación del capital mediante una estrategia de contrainsurgencia ampliada para legitimar y normalizar la militarización, la violencia y el terror, como estrategias de dominación y sumisión de la población.26
En este contexto, se ubica la alarmante escalada de violencia estatal y paraestatal contra las y los defensores de aquellos territorios o medios de vida asediados. En su más reciente informe, Global Witness da cuenta en 2016 de, por lo menos, 200 personas defensoras asesinadas, mayoritariamente indígenas de América Latina, por conflictos ligados al sector de la minería. Esta misma organización señala que lamentablemente no se produce suficiente información desagregada sobre el número de mujeres defensoras de los territorios, víctimas de ataques por su labor, pero que, sin embargo, es claro que sufren impactos diferenciados y que el escarmiento comunitario que se experimenta con ocasión de dichos ataques, requiere de una mayor atención.27 En el Informe del relator especial sobre la situación de los defensores de los derechos humanos, presentado en 2016 a la Asamblea General de las Naciones Unidas, se señala que las defensoras:
[...] se enfrentan a una serie de desafíos, incluidos los relacionados con la exclusión de la participación en los procesos de negociación y adopción de decisiones; la criminalización, que se utiliza como estrategia política para impedir la resistencia y deslegitimar su labor; las campañas de desprestigio contra ellas en los medios de comunicación; y la discriminación y violencia que sufren en el seno de sus familias, sus comunidades y en los movimientos en favor de los derechos humanos.28
Dentro de los casos de violencia más extrema contra mujeres defensoras de sus territorios en América Latina, se encuentra el brutal asesinato de Berta Cáceres, mujer indígena lenca, asesinada el 3 de marzo de 2016, en el contexto de la resistencia de su pueblo y del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh) a la implementación del proyecto hidroeléctrico Agua Zarca. Nilce de Souza, del Movimiento de las Personas Afectadas por las Represas (MAB), de Brasil, quien desapareció el 7 de enero de 2016 en Paraná, y su cuerpo fue encontrado con signos de violencia cinco meses después en el lago construido por la presa. El feminicidio ocurre en el contexto de resistencia a los impactos de la Hidroeléctrica Jirau. Macarena Valdés, asesinada el 22 de agosto de 2016, aunque las autoridades policiales se precipitaron en presentar el caso como un suicidio, su asesinato se trató de un feminicidio ocurrido por su liderazgo en la resistencia comunitaria a la instalación de redes eléctricas de la empresa austro-chilena RP Global Chile Energías Renovables.29 Maricela Tombé, asesinada en 2016, secretaria de la Junta de Acción Comunal de la vereda Brisas, y presidenta de la Asociación Campesina Ambiental de Playa Rica (Ascap), de El Tambo, Colombia. Yaneth Alejandra Calvache Viveros, integrante de la Asociación de Trabajadores Campesinos de Balboa, Cauca Colombia, fue asesinada en 2016 por desconocidos en su casa. Bernicia Dixon Peralta, de la comunidad indígena Miskitu, asesinada en 2016 en medio de un conflicto por el desconocimiento oficial de la propiedad indígena sobre sus tierras ancestrales en Nicaragua.30
En México, entre los casos más conocidos de violencia extrema hacia mujeres vinculadas con alguna lucha en defensa del territorio, se encuentra el de Alberta “Bety” Cariño, asesinada en 2010, cuando los paramilitares emboscaron la caravana en la que ella participaba junto con Jyri Antero Jaakkola, también acaecido en su camino a la comunidad indígena autónoma de San Juan Copala, que estuvo bajo un bloqueo de los paramilitares aliados con el gobierno del estado de Oaxaca.31
En 2012, Fabiola Osorio Bernáldez, integrante de la organización Guerreros Verdes, fue asesinada por un grupo de hombres armados que llegó a su domicilio y la acribilló junto con una vecina que se encontraba con ella. Fabiola había participado férreamente contra la construcción del proyecto turístico, Muelle de Pie de la Cuesta, a desarrolarse en un manglar de la Laguna de Coyuca, bello refugio natural a 22 km del Puerto de Acapulco.32
En 2012, Juventina Villa Mojica, dirigente de la Organización de Campesinos Ecologistas de Petatlán y Coyuca de Catalán del estado de Guerrero, fue asesinada junto con su hijo de 17 años por un grupo de 30 a 40 hombres armados. Su asesinato ocurrió cuando pretendía encabezar el éxodo de 45 familias de La Laguna que se desplazarían a la comunidad de Puerto de las Ollas a fin de refugiarse del acoso al que habían estado sometidas por paramilitares y talamontes.33
Recientemente, en enero de 2018, el feminicidio de María Gudalupe Campanur Tapia, comunera de Cherán y participante activa en la seguridad y reconstitución del territorio de la comunidad purépecha, que desde 2011 ha ganado su autonomía política para regirse por usos y costumbre. Fue desaparecida y hallada sin vida con señales de tortura y violencia sexual en la carretera Carapan-Cherán, en Michoacán.34
A partir del análisis y visibilización de la violencia que enfrentan las mujeres y defensoras de los territorios, en distintas investigaciones e informes se ha denunciado su contenido contrainsurgente.35 Se trata de una violencia que busca agredir, disciplinar, estigmatizar, atacar y hasta asesinar, no sólo como respuesta contra la insubordinación, indisciplina o incumplimiento del rol de género que socialmente se espera de ellas (amas de casa-madres), sino que también puede tratarse de un mensaje para demostrar fuerza y ejercer una forma de control sobre el territorio, a partir del dominio sobre el cuerpo de las mujeres.36
mujeres en defensa y cuidado de la vida
En medio de los crecientes impactos del extractivismo en los territorios amenazados y afectados, se encuentran centenas de resistencias en toda la geografía nacional, que persisten en la díficil tarea de defender la vida, protagonizadas principalmente por comunidades indígenas y campesinas, y otros procesos de autoorganización de habitantes o afectados ambientales en las ciudades. Un grupo de investigadores del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha identificado, al menos, 560 conflictos socioecológicos en el periodo 2012-2017. Estos conflictos fueron mapeados, georreferenciados y clasificados en diez categorías según la problemática. La lista la encabezan los conflictos generados por la minería (173 conflictos), seguidos por los del agua (86), de energía (74), los causados por los proyectos megaturísticos (49), los provocados por la expansión urbana (38), forestales (37), de carácter agrícola (35), por residuos tóxicos y peligrosos (34), por la construcción de carreteras (16), pesqueros (10) y biotecnológicos, básicamente por la introducción de maíz y soya transgénicos (8). Cada conflicto supone la afectación de núcleos humanos y de sus recursos locales, tales como problemas de salud, invasión o desposesión de territorios y propiedades, destrucción de bosques y selvas, contaminación de aire, suelo o agua, disrupción de cuencas y sus sistemas hidrológicos, afectación de mantos freáticos, lagunas, ríos o lagos, destrucción de fauna y flora y daños a los sistemas agrícolas, ganaderos y pesqueros.37
Una tendencia a analizar en estas experiencias de resistencia, es que la llegada de un proyecto de despojo a alguna comunidad se enfrenta como un proceso que pone en peligro la vida como hasta ese momento se reproducía. El sentido de emergencia y afectación que se activa puede retejer formas de enlace y acuerpamiento al interior de la comunidad, al tiempo que abre procesos profundos de reflexión, cuestionamiento y alteración de las formas anteriores de relacionamiento.38
A continuación, en el marco de tales procesos de organización y recomposición comunitaria, me interesa indagar en la emergencia de una politicidad protagonizada por las mujeres, ligada al cuidado y reproducción de la vida en la resistencia a los despojos y violencias extractivistas.
En México, como en América Latina, las mujeres no han sido reconocidas como titulares de la tierra por derecho propio.39 De acuerdo con los datos del Registro Agrario Nacional, de cada 10 personas con derechos sobre la tierra, ni siquiera tres son mujeres.40 La estructura agraria en nuestro país está diseñada para que los varones concentren el derecho al uso, usufructo y sucesión de las tierras. Sólo en limitados casos las mujeres pueden tener este acceso: mediante la herencia de un varón, ya sea el padre o el marido; por vía contractual, o por la constitución de nuevos ejidos, pero siempre con previo reconocimiento de la asamblea ejidal o de comuneros, integrada en su mayoría por hombres.41 Pese a estas limitaciones, hay una tendencia significativa en los últimos 17 años que apunta al aumento de mujeres con derechos agrarios.42
Si bien este pequeño porcentaje de mujeres, en relación con los hombres, logra el acceso legal a la tierra, eso no significa que la gran mayoría de ellas no intervenga sustancial y cotidianamente en los ámbitos productivos. Por el contrario, es creciente y cada vez más importante su participación en el desarrollo de toda clase de actividad agropecuaria para garantizar el sustento de sus familias y comunidades.
La desigualdad que las mujeres enfrentan en el acceso formal a la tierra y a los espacios de decisión en las estructuras comunitarias de las que son parte, se explica por la división sexual del trabajo que el capitalismo patriarcal ha impuesto.43 Bajo esta configuración histórica, aparece el mandato “natural y obligatorio” en el que las mujeres deben cumplir un rol de género relacionado con las labores domésticas y de reproducción de la vida, sin que se les reconozca, en ello, la realización de un trabajo productivo y la percepción de una remuneración.44
En los últimos años, la carga de trabajo que las mujeres tienen en estos ámbitos se intensificó; en la medida en que se retiraron los apoyos gubernamentales al campo, se incrementó la migración de los hombres hacia las ciudades y hacia Estados Unidos, se engrosaron las filas de hombres integrados al crimen organizado, se multiplicó el número de desaparecidos y asesinados por la mal llamada “Guerra contra el narcotráfico”, aumentaron los despojos de los medios de vida y la criminalización de los defensores de los territorios, encarcelando a algunos de ellos por su oposición a los megaproyectos.
En tales contextos de criminalización de la lucha social, las mujeres generalmente sostienen el trabajo de seguimiento de la estrategia legal, política, así como el acompañamiento a sus familiares para conseguir su liberación o cuando se trata de algún caso de desaparición, exigir su aparición. Un ejemplo de ello es la lucha de las mujeres del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la Presa La Parota (CECOP) por la liberación de sus 35 familiares, quienes fueron injustamente encarcelados y torturados en junio de 2018. Esta situación las ha hecho asumir jornadas de hasta tres turnos de trabajo para sostener a sus familias y cubrir los gastos legales y de sus traslados al Centro de Reinserción Social (Cereso) de Las Cruces, en Acapulco, donde sus familiares se encuentran.45
En diálogo con Silvia Federici, diríamos que lo que se enfrenta es una crisis de la reproducción, en tanto este conjunto de ataques contra las bases materiales y formas de subsistencia de las comunidades, pone en entredicho las condiciones básicas para reproducir la vida de manera digna y autónoma.46
Se encuentra ampliamente documentado que los impactos de esta crisis, son experimentados por las mujeres de manera diferenciada y desigual. Como diversas luchas ecofeministas han denunciado desde la década de 1970 hasta la actualidad, esto sucede porque son las mujeres quienes sustancialmente organizan las economías de sustento, la mayoría de las veces sin acceso a un ingreso y porque están situadas en la primera línea de defensa de la vida, por su relación más próxima a los medios de subsistencia.47
Esto lo podemos ver claramente en las comunidades que han sido despojadas o limitadas de sus fuentes de agua, por el desarrollo de alguna represa, proyecto privatizador o contaminación que producen las descargas residuales de la industria o de los desechos de las ciudades. De modo que, como generalmente ocurre, las mujeres y las niñas al ser las responsables de abastecer el agua a sus hogares, tienen que recorrer distancias más largas o administrar con enormes apuros los ingresos monetarios, en caso de tenerlos, para comprar y hacer rendir el agua embotellada adquirida para satisfacer las necesidades más acuciantes.48
Las afectaciones a la salud humana y del ecosistema son otro síntoma del avance destructivo que provoca el extractivismo, de ahí que muchas mujeres enfrenten no sólo mayor carga de trabajo para cuidar y ayudar a sanar a los enfermos, muchas veces a costa de ellas mismas. En los contextos donde ya se enfrenta un grado de afectación mayor o de sufrimiento ambiental, se han comenzado procesos de trabajo preventivo y de epidemiología popular, a partir de la apropiación y generación de datos e información científica para comprender las enfermedades que se padecen. Al respecto, un caso sobresaliente es la investigación sobre contaminación atmosférica de micropartículas de metales pesados y pesticidas y la propuesta de salud preventiva de la Agrupación Un Salto de Vida, y en particular Graciela González, en la zona conurbada de Guadalajara, en el contexto del desastre socioambiental que la industria genera en su territorio.49
Al respecto, algunas mujeres en defensa de la vida en Centroamérica hablan del cuerpo-territorio50 para impulsar una mirada que parte de reconocer el cuerpo propio, conectándolo y concibiéndolo como interdependiente al territorio que se habita. En este proceso, las mujeres no sólo han identificado los despojos, explotaciones y afectaciones al territorio-tierra del que son parte, sino también aquellas lógicas de dominio sobre sus propios cuerpos en su dimensión física, emocional y espiritual, encontrando que nada está separado. El cuerpo no está aislado o deambulando en el vacío, sino que está situado e interconectado con la trama de la vida. De este modo, se entiende que la defensa de la vida es también una lucha por cuidar, sanar, recuperar y reapropiarse del cuerpo-territorio al tiempo que se reconocen las marcas del hecho colonial, pero también del patriarcado y el capitalismo.
Aun sin hablar del cuerpo-territorio, en otras experiencias de lucha contra el extractivismo en México podemos ver que las mujeres ponen en juego una expresividad sensible para sacar la voz y nombrar los dolores, las violencias, las enfermedades, conectar las afectaciones en el cuerpo que, al mismo tiempo, son las del territorio que se habita, de los temores, pero también del gozo y la alegría necesaria para mantenerse de pie.51
El contacto con esta dimensión emocional habilita una forma de cono-cimiento de lo que experimentan los cuerpos y su relación con el medio en el que están situados. Para aproximarse a esta cuestión, Poma y Gravante hablan de un trabajo emocional que las colectividades cotidianamente realizan para manejar sus propias emociones, conservar el grupo y realizar las tareas propias de la organización.52 En el caso de las luchas en defensa de la vida, el trabajo emocional generalmente es realizado por las mujeres y está orientado a gestionar el dolor, el agravio, la desesperanza, la impotencia, la represión y la relación con la muerte que los proyectos extractivistas imponen.53
A este respecto, llama la atención la experiencia espiritual que, en muchos espacios de lucha contra el extractivismo, se habilitan mediante la realización de rituales para reunir fuerza para defender los territorios, honrar y proteger la vida. Asimismo, ha crecido la creación de espacios autónomos de mujeres para conversar sobre lo que se enfrenta.54 Un ejemplo son los espacios de sanación, como es la Iniciativa Mesoamericana de Defensoras y Consorcio Oaxaca para el autocuidado, cuidado y bienestar que atiende a defensoras y activistas integrantes de las redes y articulaciones nacionales en El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y México.
Ciertamente los impactos de la violencia del complejo capitalista-patriarcal-colonial actuales, hacen insostenible una política que se separa de las cuestiones vitales, como la salud, el cuerpo, los afectos, los cuidados. Esta politicidad ligada a la vida y a su cuidado, históricamente está más vinculada a las mujeres porque, como sostiene Almudena Hernando, ante la histórica separación entre razón y emoción –eje del orden patriarcal–, las mujeres se especializaron, a diferencia de los hombres, en el sostenimiento de los vínculos de la comunidad y en el trabajo emocional, como mecanismo de seguridad imprescindible para la conservación del grupo.55
Hasta aquí queda claro que la intervención de las mujeres no sólo se remite al sostenimiento de los ámbitos productivos y reproductivos, sino también a una participación ampliada en los tiempos y dinámicas de la política comunitaria, en tanto varían o se presentan modos inéditos de su participación en espacios que tradicionalmente estaban dominados por los hombres. Por ejemplo, las mujeres del Consejo de Pueblos en Defensa del Río Verde (Copudever), en Oaxaca, a raíz de la lucha contra la hidroeléctrica Paso de la Reina, comenzaron a participar de manera abierta en las asambleas comunales, en la toma de decisiones o, incluso, ocupando cargos comunitarios y en las tareas relacionadas con la defensa del territorio.56
En suma, cuando hablo del rol protagónico y sustantivo de las mujeres en defensa de la vida, me refiero a la ingente y creciente cantidad de tareas que, en condiciones de profunda precariedad y vulnerabilidad, realizan, pero también a la impronta de reconocer estas intervenciones ya no como residuales, sino como trabajos de los que no se puede prescindir ni política, ni existencialmente.
En ese sentido, comprender la defensa de la vida incluye coligar las intervenciones de las mujeres en los tiempos extraordinarios y ordinarios de la lucha. Me refiero a sus esfuerzos por poner el cuerpo ante la amenaza inminente del asedio al territorio del que son parte, tal y como nos lo recuerdan las imágenes de las mujeres zapatistas de Chenalhó, en Chiapas, saliendo a detener el avance del ejército mexicano sobre sus comunidades en 1998, y las mujeres de Cherán en 2011, quienes organizaron el levantamiento de sus comunidades, cansadas de las extorsiones, secuestros y asesinatos en manos del crimen organizado y los talamontes. Pero también a las cotidianas e innumerables actividades para alimentar, cocinar, sanar, curar, reparar, criar, sembrar, cosechar, informar, organizar, administrar, tejer, comunicar y cuidar una existencia que se sabe frágil y al mismo tiempo interdependiente.
El proceso de antagonismo social que en distintos territorios se extiende contra los extractivismos, puede generar, en algunas geografías, condiciones para visibilizar el conjunto de trabajos que las mujeres realizan para el sostenimiento de la vida. Pero también la crisis de reproducción que se enfrenta, empuja a la alteración de los términos tradicionales de relacionamiento al interior de las tramas comunitarias. Estos empujes se orientan hacia aperturas y posibilidades para alcanzar nuevas formas de relación en las que las intervenciones de las mujeres son reconocidas, pero también se dirigen hacia cierres temerosos y violentos de los hombres quienes, generalmente, añoran un regreso a la “normalidad” que brindaba el orden anterior.
Lo cierto es que, en medio de estas tensiones, las mujeres producen y experimentan ciertos desplazamientos subjetivos y desbordes de los mandatos y lugares históricamente asignados. Tomar la palabra en una asamblea, dar una entrevista a algún medio de comunicación, asumir nuevas tareas, intervenir de manera inédita en espacios que tradicionalmente no habían habitado, sin duda son prácticas que crean otras posibilidades políticas y existenciales para variar y relanzar los términos de la vida en interdependencia.
a modo de cierre
Como hemos visto, los impactos del extractivismo en los territorios no son iguales para todos. De manera particular, he querido presentar cómo las violencias extractivistas impactan la vida de las mujeres y sus tramas comunitarias. Queda pendiente analizar cómo estas violencias agravan formas previas de dominación y explotación contra las mujeres e inhiben o desactivan su protagonismo y participación en las decisiones relacionadas con la vida en sus territorios.
Lo cierto es que, en medio de esta crisis de la reproducción, las mujeres organizan una serie de estrategias y esfuerzos para defender sus territorios y tramas comunitarias. Es en ese sentido que confirmo el despliegue de una politicidad ligada a la defensa y lucha por la vida, que pasa por el reconocimiento y la valoración del conjunto de tareas que las mujeres realizan en los ámbitos organizativos, productivos y reproductivos a nivel comunitario; pero también por la emergencia de una pléyade de saberes y capacidades políticas, espirituales, físicas y emocionales que las mujeres ponen en juego para reconstruir las condiciones de vida digna en sus ecosistemas.
Referencias
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“La llamada acumulación originaria” es el nombre del capítulo 24 del tomo I de El capital. Karl Marx, El capital I, Crítica de la economía política, México, Fondo de Cultura Económica, 2008 [1867]
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Notas