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El pensamiento latinoamericano ante sus desafíos históricos: aportes para el derecho a la educación*
Latin American Thought Before its Historical Challenges: Contributions to the Right to Education
Revista Latinoamericana de Estudios Educativos (México), vol. XLVIII, núm. 2, pp. 7-44, 2018
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Mirada Latinoamericana

La Revista Latinoamericana de Estudios Educativos está editada y dispuesta en forma gratuita en un micrositio específico de la página WEB de la Universidad Iberoamericana, y en los índices y hemerotecas virtuales donde se aloja y logre ubicarse en adelante, pues se encuentra adherida al movimiento mundial de acceso abierto que descansa en las declaraciones BBB: Budapest (BOAI, 2002), Berlín (2003) y Bethesda (2003), en conformidad con lo cual es signataria de DORA.

Recepción: 11 Octubre 2018

Aprobación: 28 Noviembre 2018

Resumen: Esta investigación se plantea indagar en los aportes del pensamiento latinoamericano al derecho a la educación, a partir de la reflexión surgida de los desafíos históricos que la región comparte. En ese sentido, se recupera la labor de tres autores que, situados ante ciertos nudos clave de la historia latinoamericana, elaboraron propuestas que se constituyen en un referente para el ejercicio del derecho a la educación: la emancipación y la fundación de sociedades republicanas en Simón Rodríguez; la lucha contra el colonialismo y el problema de la modernización en José Martí, y la lucha de clases y la segregación socioeconómica en José Carlos Mariátegui. Asimismo, en estos autores se observó una problematización común en torno a conceptos clave del derecho a la educación, tales como la libertad de enseñanza, la obligatoriedad de la educación y la democratización en el acceso a la misma. Para elaborar dicha articulación se tomaron en cuenta las condiciones de producción en las que realizaron su obra, en diálogo y tensión con los paradigmas vigentes sobre la educación. Finalmente, se sugiere cómo algunas de sus contribuciones pueden ser recuperadas en cuanto instrumental analítico para las políticas educativas contemporáneas.

Palabras clave: América Latina, derecho a la educación, historia de las ideas, historia intelectual, historia de la educación.

Abstract: This research aims to explore the contributions of Latin American thought on the right to education, based on the reflection that emerged from the historical challenges shared by the region. In this sense, it recovers the work of three authors who –faced to certain key knots of Latin American history– elaborated proposals that constitute in a reference for the exercise of the right to education: the emancipation and founding of republican societies in Simón Rodríguez; the fight against colonialism and the problem of modernization in José Martí, and class struggle and socio-economic segregation in José Carlos Mariátegui. Likewise, it was found a common problematization in their work on key concepts of right to education, such as academic freedom, compulsory education and democratization in its access. In order to build this articulation, the production conditions in which they developed their work were taken into account, in dialogue and tension with the current paradigms about education. Finally, it is suggested how some of their contributions can be recovered as analytical resources for contemporary educational policies.

Keywords: Latin America, right to education, history of ideas, intellectual history, education history.

Introducción

El presente texto busca mostrar cómo el ejercicio del derecho a la educación, en América Latina, encuentra un bagaje analítico que se ha forjado a través de la obra de autores que abordaron una serie de nudos problemáticos de la historia latinoamericana, que de acuerdo con (Santana, 2006, p. 3), se aglutinan en cuatro tópicos: “identidad, integración, utopía y la contradicción civilización-barbarie”, a partir de los cuales identificamos tres momentos coyunturales: la emancipación y la fundación de sociedades republicanas en Simón Rodríguez; la lucha contra el colonialismo y el problema de la modernización en José Martí, y la lucha de clases y contra la segregación socioeconómica en José Carlos Mariátegui . Además, en la obra de estos autores se identificó una problematización común de conceptos clave en el derecho a la educación como su obligatoriedad, la libertad de enseñanza y la democratización en el acceso a la misma. A partir de la articulación de estas propuestas, se busca resaltar cómo el derecho a la educación se sitúa como un referente desde el cual es posible abordar algunos de los nudos problemáticos que atañen a la región, en función de sus condiciones sociohistóricas.

En vista de lo anterior, planteamos que el derecho a la educación, como un discurso que se institucionaliza en 1948 con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 26 (Ruiz, 2012, p. 44), no sigue una trayectoria unívoca, sino que también se conforma de las aportaciones que desde el pensamiento latinoamericano han contribuido a moldearlo y a hacer del mismo una exigencia presente en los sujetos a quienes interpela. El texto se organiza en cuatro apartados, en el primero se presenta el debate historiográfico en que se enmarca el enfoque latinoamericanista del que partimos. Enseguida se presentan tres secciones dedicadas a explorar el pensamiento de los autores citados ante su coyuntura histórica. Finalmente, se ofrece un meta-análisis que muestra las sucesivas problematizaciones desde las que el pensamiento latinoamericano ha reflexionado en torno al derecho a la educación.

La episteme moderna y el enfoque latinoamericanista en la historia de la educación

Para abordar la producción y circulación del “discurso educativo de la modernidad” (Jiménez, 2002, p. 136), en el que se inscribe el derecho a la educación, y con el cual dialogan las propuestas de los autores examinados, nos situamos en la discusión abierta por la episteme de Foucault (1968). De acuerdo con Téllez (1998), Foucault se refiere a la episteme como un orden general del saber que, en determinada época y cultura, establece una red de disposiciones donde los conceptos y prácticas adquieren sentido. Un campo epistemológico en el cual los conocimientos encuentran sus condiciones de posibilidad, más allá de su valor racional (Foucault, 1968). La episteme alude a condiciones de discontinuidad y ruptura, en las que emergen nuevos sentidos. Así, Foucault desarrolló tres epistemes: la renacentista, la clásica y la moderna, cada una con sus propias regularidades. La irrupción de la episteme moderna, a finales del siglo XVIII, que se prolonga hasta el siglo XX, representó un momento de cambio en el que se afincó la noción antropocéntrica de la historia, a partir del surgimiento de campos disciplinarios del saber. Con la episteme moderna, la humanidad se coloca como sujeto trascendental de saber y, a la vez, como “realidad empírica a ser conocida” (Téllez, 1998, p. 99).

Según Jiménez (2002), el discurso educativo de la modernidad situó entre sus principales objetivos inculcar el cuidado y el gobierno de sí; en este marco, la obligatoriedad de la educación experimentó un giro, al adquirir importancia el deseo mismo de concurrir a la educación, más allá de una obligación impuesta. No obstante, la habilitación de este sentido de la educación en América Latina ocurrió a un ritmo asincrónico al de la episteme moderna, en particular por el excesivo carácter disciplinario que permeó a la región con el modelo lancasteriano de la enseñanza mutua. De ahí que el propio Jiménez advierta sobre los riesgos de aplicar las herramientas foucaultianas al análisis educativo y, en particular, para América Latina. Sin embargo, la noción de episteme como el campo en el que emerge el discurso educativo moderno, frente a las condiciones contrastantes que en América Latina dificultan su circulación, lejos de forzar el pensamiento de los autores examinados con un molde preestablecido de lo moderno, exige reconocer el lugar que se otorga a la educación en su obra, como práctica mediadora, y cómo ésta puede ser reconocida y recuperada en cuanto aportación para el ejercicio del derecho a la educación.

Metodológicamente, nos situamos en el enfoque latinoamericanista de la historia de la educación, corriente trabajada, entre otros, por Puiggrós (1990; 2005), Weinberg (1993), Puiggrós y Lozano (1995), Streck et al. (2010), por mencionar algunos. Esta corriente se caracteriza por partir de la unidad de América Latina como hipótesis de trabajo, y en particular, según la línea abierta por Puiggrós, por situar los procesos pedagógicos con una relativa autonomía de los procesos sociales. En relación con la unidad del objeto de estudio, Rodríguez (2018, p. 12) señala que, en el caso de América Latina, “la situación colonial [es] el elemento común que permite construir la unidad del objeto”, mientras que la relativa autonomía del ámbito pedagógico y sus procesos históricos es una propuesta elaborada por Puiggrós, a partir de la sobredeterminación, que se refiere a la “compleja articulación de múltiples factores”. De ahí que, sin abstraerse del conjunto de procesos sociales que marcan sus condiciones de producción, los “discursos pedagógicos” conserven su propia “lógica y organización” (1990, p. 25).

Entre los principales objetivos de esta corriente se encuentra el de reconstituir “la trama pedagógica de los procesos regionales” (Puiggrós y Lozano, 1995, p. 12), trazar la “herencia político-educativa” (Puiggrós, 2005, p. 48) de las experiencias de educación popular, búsqueda sustentada en una cierta inmanencia de la contradicción civilización-barbarie, cuya recurrencia sería palpable en los procesos de exclusión presentes desde la fundación de las repúblicas, hasta las políticas de ajuste estructural (Puiggrós, 2005, p. 54). Tales fines colocan esta corriente dentro de la órbita de los estudios comparativos pues, como señala Acosta (2011), la configuración histórica de los sistemas educativos latinoamericanos en el marco de la formación de las nuevas repúblicas, le confiere una serie de rasgos compartidos, que destacan su relación conflictiva dentro de la modernidad occidental. Así, la fundación del Estado docente, que buscó dotar de homogeneidad cultural a las naciones fundadas en el canon liberal, se enfrentó, al mismo tiempo, con la diversidad y la desigual expansión del sistema educativo (Acosta, 2011). De ahí que la configuración histórica de los sistemas educativos a través de diversas variables, así como el contraste entre proyectos de sociedad y sus autores, se constituyeran entre los principales tópicos dentro de la educación comparada para la perspectiva latinoamericanista

Por otro lado, el horizonte de un objeto de estudio como unidad de análisis que busca integrar las diversas dinámicas nacionales bajo un mirador regional, obliga a esta corriente a encarar algunos de los desafíos comunes a la historia de las ideas latinoamericanas, fundada en una visión teleológica de unidad, lo que implica sostener la idea de un origen y un destino compartidos. De acuerdo con García (2013), uno de los principales dilemas en los que incurre este abordaje es el de elaborar una narrativa más mitológica que histórica, pues parte de tipos ideales antitéticos considerados autosuficientes y pretende “descubrir” el itinerario en el que se ubicarían los autores considerados fundadores de temas perennes, con la intención de delinear “genealogías de pensamiento” y, en consecuencia, sus “modelos” y “desviaciones”, dentro de una dialéctica permanente entre pensamiento occidental y periférico. De acuerdo con ésta, un presupuesto nodal en esta corriente sería identificar las “refracciones locales” que las teorías occidentales habrían experimentado al ser sacadas de su contexto original (Palti, 2003). Según este sesgo, apunta García, los trabajos que siguen esta línea se caracterizarían por armar un relato selectivo, conformado por las “influencias” y “estadios” en la obra de los autores que integrarían un corpus de temas perennes, dejando de lado aquellos temas que no encajarían en esa narrativa, en aras a conservar una pretendida unicidad y coherencia.

La crítica a esta corriente, enfocada en preservar las continuidades de ciertos temas perennes o autores clásicos, ha sido encabezada por la nueva historia intelectual, en particular por los exponentes de la escuela de Cambridge, adscrita al giro lingüístico. Esta corriente cuestionó el supuesto isomorfismo entre las ideas y su contexto; entre autores seminales y temas perennes y su proyección en el tiempo, enfatizando las “modalidades de enunciación” en que determinadas ideas fueron elaboradas y cómo son reproducidas a través del lenguaje (Di Pasquale, 2011) pues, en última instancia, la asociación apriorística entre un texto y su contexto corre el riesgo de devenir tautológica (Palti, 2003). En defensa de la historia de las ideas, que se caracterizaría por su sesgo mitológico, pues construye un continuum de unicidad de lo latinoamericano a través del tiempo, Biagini (2016) ha ponderado el aporte de esta línea al sostener el devenir de un “sujeto histórico latinoamericano”, marcado por una dialéctica entre opresores y oprimidos, desde el exterminio denunciado por fray Bartolomé de las Casas, hasta la resistencia contra las dictaduras enmarcadas en la doctrina de seguridad nacional y la Escuela de las Américas. A su vez, el eje lingüístico en que se encuentra la producción de ideas, según la historia intelectual ha sido relativizado; Di Pasquale (2011) advierte que el lenguaje, como tal, se encuadra en una determinada cultura material y simbólica, en la que adquiere sentido dentro de una “comunidad interpretativa”.

El presente texto se ubica en un ámbito más cercano a esta historia de las ideas, fincada en un horizonte de unicidad de lo latinoamericano, en función de la proyección continental del pensamiento de los autores seleccionados. Cabe señalar que retomamos el corpus más amplio de pensadores que proponen Streck et al. (2010), quienes sostienen que los autores que conforman su antología configuran un pensamiento pedagógico latinoamericano transversal. En esta recopilación, se enfatiza que la obra de dichos pensadores se inscribe en las condiciones de producción de su tiempo, respondiendo a demandas particulares por la educación, entre las cuales el derecho a participar, en y de ella, es parte de un itinerario delimitado históricamente. La selección que elaboramos responde, más que a una “antología de clásicos”, a la relación entre los nudos problemáticos comunes a los países latinoamericanos y a las propuestas elaboradas por dichos autores. Partimos de la obra del caraqueño Simón Rodríguez (1771-1854), para quien la instrucción pública se debía fundar en la heterogénea y diversa población latinoamericana, como requisito para la emancipación y la fundación de sociedades republicanas, y de José Martí (1853-1895), quien sostenía la importancia de la educación ética y científica, como condición para la formación de una patria soberana y de una ciudadanía crítica frente a la modernización utilitarista.

Para complementar este horizonte de educación democratizadora y científica, se recuperan los aportes del uruguayo José Pedro Varela (1845-1879). Varela promovió la consolidación de un sistema educativo laico, gratuito y obligatorio como condición para el progreso y para una sociedad democrática y pacífica, puesto que las leyes son estériles, si no se procura una educación digna para el grueso del pueblo. Ésta fue la base de su proyecto de “escuela común”, antecedente del proyecto de escuela única de José Carlos Mariátegui (1894-1930), quien planteó la superación de la reproducción de la división de clases que ocurre en el sistema educativo. Además, en la obra del peruano se halla una lúcida crítica a la expansión del sistema de educación gratuita, laica y obligatoria, como modelo a reproducir, según el del Estado liberal en América Latina. Sostenemos que, a partir de la problematización de la educación como mediación para la democratización en la obra de estos tres autores –Rodríguez, Martí y Mariátegui–, se ha generado un ejercicio de reflexión que busca ejercer, en las condiciones históricas de América Latina, el horizonte del derecho a la educación.

Progreso, revolución y educación: la reelaboración del iluminismo en la obra de Simón Rodríguez

La circulación de las teorías políticas que conforman el heterogéneo entramado del iluminismo, como movimiento político-intelectual contra el régimen monárquico, eventualmente hegemonizado por la emergente clase burguesa, llegó a Hispanoamérica por vías disímbolas que fueron asumidas con distinto ánimo. Para autores emblemáticos de la clase criolla, como Francisco de Miranda en Venezuela o Fray Servando Teresa de Mier en la Nueva España, la idea de igualdad resultaba peligrosa y proclive a la anarquía. Otros, en cambio, la abrazaron con mayor entusiasmo; tal fue el caso del neogranadino Antonio Nariño, que, en 1794, tradujo y publicó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que inspiró a su vez a una serie de movimientos revolucionarios tanto en España, con la conspiración de San Blas, como en Venezuela, donde se le dio amplia difusión.

Las nacientes repúblicas, herederas del ímpetu destructivo y refundador de los proyectos independentistas de raigambre popular, pusieron especial atención al potencial educador de instituciones culturales, tales como las bibliotecas o los centros de instrucción de las Sociedades de Amigos e incluso a los periódicos, como instrumentos para la divulgación de la cultura. La ilustración, esto es, la educación de los ciudadanos, era sinónimo de dignificación y progreso material (Romero, 2010). A su vez, Mariano Moreno y Bernardo de Monteagudo, en Buenos Aires, así como Dámaso Larrañaga en Uruguay, por citar algunos casos emblemáticos, dieron este impulso a la educación para las repúblicas, a través de la abolición de la servidumbre indígena y la esclavitud de los afroamericanos, en el caso de los primeros, y con la fundación de bibliotecas y universidades públicas, en el caso de los segundos, proyectos de educación para las clases populares que Rodríguez vendría a radicalizar. Larrañaga, por ejemplo, promovió uno de los proyectos de educación popular que Rodríguez consideraba conservadores, por basarse en la caridad, como la Casa Cuna de Niños Abandonados.

En su proyecto de educación popular, Rodríguez revolucionaría el papel asignado a estos sujetos para situarlos como artífices de su transformación y de las repúblicas. Un posible referente iluminista de esta idea se encuentra la traducción de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de Nariño: “la instrucción es necesaria a todos: la sociedad debe proteger con todas sus fuerzas los progresos del entendimiento humano, y proporcionar la educación conveniente a todos sus individuos” (Grasses, 2010, p. 34). Principios como éste fueron difundidos en la Declaración… que arropó movimientos precursores de la independencia hispanoamericana con un fuerte acento venezolano, tales como la Conspiración de Manuel Gual y José María España, en 1797, junto con las Máximas Republicanas. En éstas, en particular, se encuentran nociones clave que forman parte del pensamiento de Rodríguez y de su generación: “El republicano, en fin, es económico, sobrio y frugal: amigo del pobre, de la viuda y del huérfano, es con ellos liberal y generoso” (Grasses, 2010, p. 39).

Son ideas que forman parte de las condiciones de producción en las que Rodríguez irá desarrollando su proyecto popular de educación. Sin que esto implique una asimilación automática, se trata de un marco de inteligibilidad compartido, enmarcado en la episteme moderna. La influencia de las Máximas Republicanas se observa en ciertos pasajes clave de su obra, tales como Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana, de 1849. Mientras que en las primeras se decía: “El buen patriota trabaja para el bien general, siempre une su propio interés al de todos sus conciudadanos” (Grasses, 2010, p. 37), Rodríguez (1990, p. 281) señalaba: “Sólo la educación impone obligaciones a la voluntad. Estas obligaciones son las que llamamos hábitos. Si queremos hacer república, debemos emplear medios tan nuevos como es nueva la idea de ver por el bien de todos” (énfasis nuestro). En ambos casos, la educación es clave para forjar hábitos republicanos.

Como señalan Hurtado y Ruiz, una de las aportaciones más originales de Rodríguez fue su reelaboración de la noción, entonces en boga, de la instrucción pública, acuñada por los principales pedagogos de la época, el Marqués de Condorcet y Joseph Lancaster. Ambos fundaron la noción de instrucción pública como “la dirección que el Estado exige de sus ciudadanos”. En ese sentido, era un modelo regulador de las subjetividades. Rodríguez (2015) reelabora este papel directivo y regulador del Estado con respecto a la instrucción pública para otorgarle el sentido autonómico de la educación, del cual se prescinde en el dispositivo moderno de la instrucción pública. Esto se aprecia en sus ideas del Estado como “padre común en la educación”, el cual debe generalizar la instrucción con ese sentido autonómico y formador de voluntades de la educación.

La sintonía del pensamiento ilustrado en la obra de Rodríguez sobre la importancia de sostener un régimen republicano basado en este principio del bien común es reiterativa en su obra, según las Máximas Republicanas: “En una República, el hombre no se pertenece a sí mismo: pertenece todo entero a la causa pública, da cuenta a su patria de todas sus acciones, del empleo de su tiempo y de sus modos de existir” (Grasses, 2010, p. 37). Por su parte, Rodríguez (1990, p. 281) enfatizaba: “La misión de un gobierno liberal es cuidar de todos, sin excepción, para que… cuiden de sí mismos después, y cuiden de su gobierno”.

Si bien estos referentes iluministas y republicanos forman parte del ideario de Rodríguez, éste, a su vez, las reelaboró y radicalizó. En 1824, al regresar de su exilio a una Hispanoamérica ya independizada, trabaja estrechamente con Bolívar, para poner en práctica su idea de una revolución que, para ser efectiva, necesariamente tiene que ser tripartita, es decir: política, económica y cultural. Además, esta revolución debía ser permanente. Esto le valió entrar en franca contradicción con la oligarquía criolla, de ahí que adquiriera el epíteto de “Quijote americano”. Como señala Rozitchner (2011), Rodríguez esbozó una pedagogía política orientada a evitar que en América Latina se repitiera el bonapartismo que siguió a la revolución francesa, mediante la fundación de las repúblicas sobre el poder popular. En este periodo lleva a la práctica su concepción de educación popular, la cual deja como un registro para el derecho a la educación desde el pensamiento latinoamericano.

Educación popular sin distinción: medio para la emancipación y una sociedad republicana

Notas sobre el proyecto de educación popular es un texto que ofrece pistas clave para entender el carácter específico y revolucionario de lo que Rodríguez fue concatenando como “educación popular”. Cuando señala que hay experiencias que se precian de ser tales, es enfático en aclarar que están en oposición a su ideario, porque se enmarcan en un tipo de sociedad que promueve y consiente una lógica de caridad, en vez de procurar el bien común, noción iluminista, clave en su pensamiento. En cambio, la experiencia que promovió en la “Escuela Modelo de Chuquisaca” alrededor de 1826, en Bolivia, se caracterizó por ser un proyecto “social” en el sentido de ser una educación orientada a la formación de la República.

Esta distinción clave arroja una huella importante para considerar el concepto de sujeto popular al que se dirigía esta experiencia de educación popular. En ambas experiencias se toma como educandos a sujetos marginales, subalternos o residuales en la sociedad: huérfanos, expósitos, desvalidos... Sin embargo, la manera de entablar el vínculo pedagógico con ellos es diametralmente opuesta a la de las escuelas fundadas en una lógica de caridad y, por tanto, asimétrica. En el proyecto republicano de educación popular de Rodríguez se habilita a estos sujetos para desempeñar oficios que les permitan subsistir en el corto plazo, y que a largo plazo les inculcarán el hábito del trabajo, por lo que éste implica un medio para una vida independiente. A esta diferencia clave en la manera de entablar el vínculo pedagógico es a lo que Puiggrós (1990) se refiere con que Simón Rodríguez otorgaba a los sujetos populares el papel de educadores, porque se les habilitaba a ser sujetos autónomos. Esto implicaba “colonizar al continente con sus propios habitantes” (Ramírez, 1994, p. 45).

Por otro lado, el fin último de la educación popular concebida por Rodríguez era contribuir a la formación de ciudadanos, de alumbrar una nueva generación que, paulatinamente, dejara el hábito del súbdito, para asumir la investidura de ciudadano, de ahí que pusiera énfasis en que el objetivo de este proyecto sería producir “gente nueva”. El “bajo pueblo” dejaría de estar condenado a una vida de miseria y sería “gente decente”, que subsiste gracias a su propio trabajo, que ejerce sus “deberes morales y sociales”. Por consiguiente, “los campos estarían cultivados y los labradores tendrían casas bien construidas, mobladas y limpias” ... Los “labradores … estarían decentemente vestidos”; por lo tanto, “al entrar en las ciudades no se dejarían agarrar por el pescuezo (a falta de camisa) para ir por orden de los asistentes a limpiar las caballerizas de los oficiales”. En cambio, “se divertirían con moderación y entenderían de sociedad… en una palabra, serían ciudadanos (Rodríguez, 1990, pp. 258-259).

De la misma manera en que Rodríguez es enfático en señalar el papel clave que el “bajo pueblo” tiene en la reproducción de una sociedad desigual, también señala el papel que todo tipo de jerarquías juegan en legitimar una sociedad inequitativa, mostrando la importancia y la necesidad de que su proyecto esté orientado a formar una amplia capa de ciudadanos. En particular, hace alusión a las jerarquías del saber. Quienes se formaron como “doctores”, quienes pasaron años aprendiendo como estudiantes, lo pudieron hacer gracias al esfuerzo de un sector de la sociedad dedicado a labores productivas. En función de esta situación desigual, Rodríguez piensa en una forma recíproca de subsanarla. Señala que el trabajo de estos sectores merece una retribución consecuente:

El que piense en esto reconocerá que lo que sabe lo debe al pobre que lo mantuvo, por una porción de años, de estudiante –y que no hizo aquel sacrificio sino con la esperanza de tener quien lo enseñase–. Si los Señores Doctores hubieran tenido que arar, sembrar, recoger, cargar y confeccionar lo que han comido, vestido y jugado durante su vida inútil… no sabrían tanto: … estarían en los campos y serían tan brutos como sus esclavos (Rodríguez, 1990, p. 255).

Con estos argumentos, Rodríguez expone el carácter jerárquico de una educación que reproduce los roles asignados de acuerdo con una sociedad estamentaria. Una sociedad en la que una minoría se educa a costa del trabajo a perpetuidad de otros, no puede ser republicana y no puede ser libre. Rodríguez piensa en romper con esas jerarquías y la única manera posible de hacerlo es produciendo una generación nueva, “gente nueva”, que reemplace a esa sociedad dividida y construya una amplia capa de ciudadanos. Esta propuesta ofrece dos principales contribuciones para pensar el derecho a la educación. Rodríguez observa que hay una clase trabajadora que sacrifica, en labores productivas, el tiempo que pudo haber invertido en su educación, para que otros tengan la oportunidad de educarse. De manera que tales labores productivas no sólo cumplen con la función de sustentar sus propias necesidades, sino que además satisficieron las de otros, quienes al verse liberados de dicho esfuerzo, pudieron dedicarse al estudio. Aquí Rodríguez observa un despojo, una brecha de inequidad que se prolonga en función de la posición que cada quien ocupa dentro de una sociedad estamentaria. Por lo tanto, propone que sean estos “doctores” quienes devuelvan el beneficio del que gozaron, a la clase que sacrificó el tiempo que no pudo invertir en su educación, ya que debió dedicarlo a labores productivas. Esta visión de reciprocidad resulta sugerente a la luz del desplazamiento experimentado en el derecho a la educación en el contexto del neoliberalismo como una libertad de consumo, más que de igual acceso a un bien social (Salcedo, 2013).

Además, Rodríguez denuncia que el estado de ignorancia en el que se mantiene indefinidamente a las clases sujetas a un trabajo servil, impide materializar el tránsito del antiguo régimen a la república (Fernández, 2006). Esta propuesta se articula con su proyecto de construir “gente nueva” pues, quienes ocupan un lugar como vasallos en la sociedad estamentaria, pasarían de hecho, a ser propietarios, ya sea de una porción de tierra, de medios de producción o de ganado: “los campos estarían cultivados, los labradores tendrían casas bien construidas … los bueyes, las ovejas y las gallinas pertenecerían a sus dueños” (Rodríguez, 1990, p. 257). En suma, Rodríguez está pensando en crear una amplia capa de propietarios, como medio para romper con el vasallaje y con la estratificación que condena a una mayoría a trabajar en condiciones serviles, para el beneficio de una minoría que se puede educar, gracias a una estructura de trabajo desigual. Se trata de una propiedad basada en el trabajo individual, no heredable, en función de una lógica cooperativa, influida por el asociacionismo liberal europeo de su época (Puiggrós, 2005).

El segundo aspecto en el que su crítica a las jerarquías del saber resulta productiva, radica en su referencia a las cualidades del buen educador, la de ser comunicativo en términos de establecer un vínculo pedagógico democrático y desde una relación horizontal: “para enseñar todo lo que sabe, y en esta cualidad poner su amor propio; no en alucinar con sentencias propias o ajenas, y hacerse respetar por una ventaja que todos pueden tener, si emplean su tiempo en estudiar” (Rodríguez, 1990, p. 256). A este respecto, Hurtado y Muñoz (2015) observan en el tipo de maestro que Rodríguez configura, a un sujeto que enseña con su ejemplo, lo que denota el ejercicio del principio del autocuidado y el autoconocimiento.

En relación con los sujetos que integrarían su proyecto de educación popular, la escuela modelo de Chuquisaca dejó un ilustrativo referente empírico. Por otro lado, este proyecto tiene una clara orientación programática, pensada para transformar la sociedad semifeudal en una república. Al mismo tiempo, plantea referentes ineludibles en relación con el derecho a la educación, tales como la concepción recíproca del tiempo invertido en educación, como un mecanismo para equilibrar las desigualdades de origen socioeconómico. En suma, es el pensamiento emblemático de una generación arrojada al imperativo de inventar o errar, el cual seguiría presente como “mandato” de una contradicción no resuelta en la fundación de sociedades democráticas (Puiggrós, 2005).

El influjo revolucionario y humanista en la concepción de la educación popular en la obra de José Martí

El contexto en el que Martí desarrolló su obra tuvo de trasfondo la primera de las tres guerras independentistas de Cuba, la Guerra de los Diez Años (1868-1878 ) , encabezada por Carlos Manuel de Céspedes, quien era profundamente consciente del papel emancipador de la educación popular dentro de la lucha anticolonial. De acuerdo con Pérez (2011), este movimiento independentista se destacó por la aglutinación, bajo el liderazgo de la clase oligárquica nacionalista, de sectores subalternos, como los esclavos liberados, y los sectores urbanos medios. En este crisol de clases, la alfabetización masiva se incorporó como un elemento activo de la lucha. Otro hito consecuente con este movimiento fue la redacción, en 1869, de la Ley de Instrucción Pública. Como señala Pérez (2011), ésta fue la primera ley del continente en la que se plasmaron los principios emancipadores de la educación popular, como la transformación del esclavo en ciudadano, y de la colonia en nación, la apertura de escuelas anexas a los talleres y fábricas, así como la difusión de la cartilla de alfabetización (pp. 206-207). Como se ve, la transformación de vasallos en ciudadanos, presente en la obra de Rodríguez, es un nudo problemático clave en el panorama latinoamericano y fue abordado desde distintos ángulos por los autores aquí examinados.

La pedagogía revolucionaria mambisa pervivió tras el Pacto de Zanjón, que puso fin a la Guerra de los Diez Años, pero no a la firme convicción arraigada en los veteranos y fecundada en las generaciones formadas en los liceos, sociedades educativas y organizaciones obreras, de la necesidad de sacudirse el yugo colonial para consolidar el proyecto emancipador de educación popular. Martí es heredero de estas luchas, las cuales asimila y potencia, principalmente, en su labor docente, iniciada desde muy joven en Cuba, y que no dejó de ejercer a su paso por México, Guatemala, Venezuela y Estados Unidos. Este legado revolucionario y la propia experiencia de Martí en torno a ese proyecto de educación popular como un derecho sin distinción y como un arma emancipadora es uno de los pilares en el pensamiento pedagógico de Martí.

Al mismo tiempo, Martí no fue ajeno a la influencia de la educación popular marcada por el pensamiento krausista vigente en su época, en particular, sobre la importancia de la obligatoriedad de la educación, principio fundamental del derecho a la educación, postulado por el filósofo krausista de origen belga, Guillaume Tiberghien, autor de La enseñanza obligatoria, traducido en España en 1874. El krausismo como doctrina filosófica tuvo una amplia aceptación en España, particularmente en el periodo en que Martí se encontraba exiliado, y durante el cual se tituló en Derecho Civil y Canónico y en Filosofía y Letras, de manera que dicho pensamiento, y algunas de sus obras emblemáticas, no le resultaban ajenas (Vega, 2011). Uno de los principales traductores de la obra de Tiberghien en España, Hermenegildo Giner de los Ríos, puso, además, en práctica, el ejemplo del belga, al impulsar la educación pública como instrumento del progreso social desde la actividad política (Marín, 2008). Por ello no resulta extraño que Martí se imbuyera de estas ideas para dar forma a su proyecto de educación popular.

Una de las reflexiones prácticas en las que Martí expuso la influencia de estas ideas, en particular, de la enseñanza obligatoria, se encuentra en el boletín que escribió en México para la Revista Universal, “El proyecto de instrucción pública”, en 1875. En este texto elogia la iniciativa de Ley de Instrucción Pública propuesta por los entonces diputados Juan Palacios y Guillermo Prieto en 1874. El eje central de esta iniciativa de ley era apuntalar la libertad de enseñanza, consignada en el artículo 3° constitucional, frente a la reforma de 1867, que pretendía imponer un sólo plan de enseñanza, guiado bajo una doctrina única: el positivismo. El eje clave de esta disputa giraba en torno a la interpretación del artículo 3°, acerca de las facultades del Estado para regular la enseñanza, en el marco de la secularización, lo cual implicaba problematizar los límites de la libertad de enseñanza (Robledo, 2001)

Martí se sitúa frente a esta problemática y reconoce que dicha iniciativa de ley aún es perfectible. Sin embargo, en su disertación destaca más la importancia de la obligatoriedad que la libertad de enseñanza: “porque aquella tiranía saludable vale más que esta libertad”, y es ahí donde resalta la referencia de Tiberghien como principio de autoridad: “¿Cabe aducir una razón en pro de la enseñanza obligatoria? No, no cabe aducir más que un pueblo: Alemania. Y un propagador: Tiberghien” (Martí, 2016a, p. 148). Y es desde este referente que explica por qué la libertad de enseñanza se subordina a la obligatoriedad. Martí explica que dicha libertad no se limita, o no se refiere sólo a la libre exposición de doctrinas, sino que, principalmente, implica el libre desarrollo de las facultades y ésta es una libertad que, si no es respaldada por la obligatoriedad de la enseñanza, no se podrá ejercer:

Toda idea se sanciona por sus buenos resultados. Cuando todos los hombres sepan leer, todos los hombres sabrán votar, y, como la ignorancia es la garantía de los extravíos políticos, la conciencia propia y el orgullo de la independencia garantizan el buen ejercicio de la libertad... Hasta estas palabras me parecen inútiles: tan invulnerable y tan útil es para mí la enseñanza obligatoria (Martí, 2016a, p. 148, énfasis nuestro).

Es decir, una vez asegurada la educación por el principio de obligatoriedad, el libre desarrollo de las facultades y de las ideas está asegurado. En otras palabras, la obligatoriedad de la educación no sólo es garantía de dicha formación, sino que es la misma válvula que regula la libertad de enseñanza, porque es la condición que garantiza un debate de ideas en condiciones de equidad. Por otro lado, Martí no era ajeno a las ambigüedades en torno a la libertad de enseñanza. De acuerdo con el Diccionario de Derecho Canónico de 1848, la libertad de enseñanza no puede ser indiscriminadamente arbitraria, porque entonces no habría un parámetro para definir qué se debe enseñar: “la libertad de la enseñanza es un mal por sí misma, porque nunca es lícito enseñar el error, porque si no es lícito esparcir por este medio malas doctrinas, tampoco lo es enseñarlas de viva voz” (Pastora y Nieto, 2008, p. 261). No obstante, el argumento desde el Derecho Canónico apuntaba a garantizar la injerencia de la Iglesia en la educación pública:

Pero si la libertad de enseñanza ha llegado a ser en ciertos Estados, y especialmente en Francia, una necesidad como la misma libertad de imprenta, entonces es de derecho común, y los católicos deben disfrutar de ella como todos los demás miembros de los cultos disidentes: así que la Iglesia está obligada a reclamar al menos su parte en la enseñanza (Pastora y Nieto, 2008, p. 261).

Consciente de estas ambigüedades en la libertad de enseñanza, Martí hace un apunte acerca del debate de la secularización en el que se enmarca esta iniciativa de ley. En relación con los dogmas que el principio de laicidad busca limitar, pero que, al mismo tiempo, podrían tener un margen de acción gracias a la libertad de enseñanza, Martí destaca el momento histórico en el que se ubica el proceso de secularización y lo equipara a un nuevo dogma, pero sujeto a la razón. Esto es, la obligatoriedad de la educación es ahora “un artículo de fe del nuevo dogma”. Siguiendo con esta metáfora, si la educación obligatoria es un eje central del dogma de la razón, el trabajo es “el Mesías de nuestro siglo libre” (Martí, 2016a, pp. 148-149). Con estas ideas, Martí reelabora y fundamenta uno de los principios básicos del derecho a la educación, la obligatoriedad, que ya se intuía en la propia experiencia revolucionaria cubana con la Ley de Instrucción Pública de 1869, en la que se establecía el deber del Estado de impartir educación gratuita.

El consenso acerca del deber del Estado de impartir educación como condición para construir una ciudadanía democrática se encontraba ampliamente respaldado en la generación liberal de fines de siglo XIX: “Conviene, sin duda, no hacerse ilusiones y analizar fríamente el entusiasmo ardiente de nuestra época por todo cuanto atañe a la instrucción pública(Sierra, 2016; énfasis nuestro). Si bien para Justo Sierra la obligatoriedad de la educación no es una panacea, en cambio sí es una condición que garantiza el acceso a mejores condiciones de vida:

Verdad es que las adquisiciones intelectuales no tienen la influencia que se les concede sobre la moralidad; si, sin embargo, las reglas prácticas de la vida fluyen de la experiencia acumulada de las generaciones, ¿quién está en mayor aptitud de proporcionarse el conocimiento de esta experiencia: quien puede conocerla en los libros o quien para ello está imposibilitado? (Sierra, 2016).

Una vez asentada la importancia de la educación obligatoria para Martí, que ya se perfilaba como un consenso en la generación liberal del siglo XIX, le otorga su propio acento y pone énfasis en señalar qué tipo de educación se debe generalizar y es a la que llama “enseñanza elemental científica”, la cual propone en oposición tajante a la “instrucción elemental literaria inútil” (Martí, 2016b, pp. 119, 127). Ésta es una oposición que elabora pensando en mantener un desarrollo equilibrado entre el campo y la ciudad:

Se está cometiendo en el sistema de educación en la América Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente a los hombres para la vida urbana, y no se les prepara para la vida campesina. Y como la vida urbana sólo existe a expensas y por virtud de la campestre, y de traficar en sus productos, resulta que con el actual sistema de educación se está creando un gran ejército de desocupados y desesperados (Martí, 2016b, p. 111).

Es decir, hay un modelo de enseñanza incompatible con el desarrollo armónico de la sociedad: una enseñanza libresca hecha para un ciudadano urbano e inaccesible para el campesino, de ahí la importancia de generalizar la enseñanza elemental científica:

en campos como en ciudades urge sustituir el conocimiento indirecto y estéril de los libros, [con] el conocimiento directo y fecundo de la naturaleza… Se pierde el tiempo en la enseñanza elemental literaria, y se crean pueblos de aspiradores perniciosos y vacíos. El sol no es más necesario que el establecimiento de la enseñanza elemental científica (Martí, 2016b, p. 127, énfasis nuestro).

Cómo planea lograr no sólo la extensión de la enseñanza elemental científica, sino el equilibrio entre campo y ciudad aparece delineado en su proyecto de maestros ambulantes. En éste retoma la analogía de la razón como nuevo dogma y equipara la formación de estos maestros ambulantes con un apostolado, como los nuevos misioneros. En este esbozo de perfil de educadores también resalta la importancia de las Escuelas Normales de “maestros prácticos”, habiendo sido él mismo docente en la Normal de Guatemala:

En suma, se necesita abrir una campaña de ternura y de ciencia, y crear para ella un cuerpo, que no existe, de maestros misioneros. La escuela ambulante es la única que puede remediar la ignorancia campesina … urge abrir escuelas normales de maestros prácticos, para regarlos luego por valles, montes y rincones (Martí, 2016b, p. 127, énfasis nuestro).

Si bien este proyecto está pensado desde el paradigma de la enseñanza elemental científica, no se limita a un pragmatismo que vaya en demérito de un enfoque humanista. Por el contrario, en el perfil del maestro ambulante se observa una fuerte orientación dialógica que, sin demérito del rigor en los contenidos que impartirá, enseña con una particular empatía, que él llama “ternura”:

He ahí, pues, lo que han de llevar los maestros por los campos. No sólo explicaciones agrícolas e instrumentos mecánicos; sino la ternura, que hace tanta falta y tanto bien a los hombres … ¡Qué júbilo el de los campesinos, cuando viesen llegar, de tiempo en tiempo, al hombre bueno que les enseña lo que no saben ! … ¡Con qué alegría no irían todos a guarecerse, dejando palas y azadones, a la tienda de campaña, llena de curiosidades, del maestro! (Martí, 2016b, pp. 125-126, énfasis nuestro).

Según Hernández (2015), una posible influencia se encuentra en la obra de Herbert Spencer, en particular, en su tratado Educación, muy en boga en Estados Unidos para cuando Martí se encontraba ahí, realizando su labor revolucionaria y educativa. Para Spencer, la educación debe ser, primordialmente, práctica, más que teórica, por lo que el laboratorio debía primar sobre la enseñanza libresca. En ambos se encuentra el énfasis asignado a la educación científica por su potencial transformador. Otra influencia, más directa , sobre la importancia de la educación científica experimental, se encuentra en las observaciones de Martí acerca del trabajo manual en los Colegios de Agricultura de los Estados Unidos. En este tipo de escuelas, en particular, Martí observa la insuperable ventaja que da aprender, mediante la enseñanza experimental, los métodos de cultivo, pues con una “amenidad inimitable” se adquieren claramente lecciones que, si sólo dependieran de los libros y de lecciones orales, resultarían sumamente confusas.

No obstante, la articulación de este eje científico y experimental con el apostolado que ejercerían los maestros ambulantes, ya es una reelaboración propia de Martí y es lo que lo distingue de reproducir un pensamiento meramente instrumental. De hecho, el carácter dialógico y empático con el que delinea el perfil del educador es un sello distintivo en el pensamiento de Martí, como señala en el Decálogo de la educación: “educación y cariño son sinónimos, pues quien dice enseñar, ya dice querer”. No obstante, la ternura en el docente, “un verdadero maestro es aquel hombre a quien aman tiernamente los alumnos”, no es sinónimo de un trato laxo o condescendiente, sino una ética de la enseñanza donde la disciplina y la rigidez también se emplean cuando sea necesario: “les mata los vicios, con la mano suave o enérgica que sea menester, en las mismas raíces” (Martí, 2000, p. 108, énfasis nuestro). Este principio, que combina la disciplina en la enseñanza, con la empatía o la ternura, puede tener sus antecedentes en las observaciones críticas de Martí acerca del sistema de educación estadounidense.

En su texto, “Las escuelas en los Estados Unidos”, Martí observa que, a pesar de “ser tan patente el cuidado con que aquí se mira a la instrucción pública”, salen niños “torpes y fríos” que a lo mucho aprenden a: “leer a derechas, escribir vulgarmente, calcular en aritmética elemental, y copiar mapas”. Sin embargo, carecen de una formación humanista y, principalmente, de la curiosidad y el gusto por el conocimiento: “después de seis años de escuela dejan los bancos sin haber contraído gustos cultos, sin la gracia de la niñez, sin el entusiasmo de la juventud, sin afición a los conocimientos” (Martí, 2016c, p. 22). Martí explica esta contradicción en el hecho de que toda la sociedad norteamericana está imbuida de ese pragmatismo radical e individualista, del cual no se escapan ni las maestras “ni aun con ser mujeres”, ni mucho menos los alumnos, que desde temprana edad asumen el código de competir sin miramientos y sin viso alguno de fraternidad: “ni en los niños siquiera se notan generalmente más deseos que los de satisfacer sus apetitos, y vencer a los demás en los medios de gozarlos” (Martí, 2016c, p. 23).

De manera que la educación pública en Estados Unidos está irremediablemente invadida del ethos utilitarista y pragmático que permea a toda la sociedad norteamericana, pero ésa no es la única razón por la que se producen sujetos indiferentes y maquinales. Martí también indica que un sistema de escolarización, por más perfeccionado que se encuentre en sus métodos y en sus recursos materiales, lo cual se refiere a “ordenar reglas, graduar cursos, repartir textos, levantar edificios, acumular estadística”, si está desprovisto del sentido que lo debe orientar y que consiste en “una obra de ternura apasionada”, pues se estarán formando sujetos estériles, caracterizados por una “uniformidad repugnante” (2016c, p. 25), ya que lejos de despertar el interés por el conocimiento, se somete a las mentes de los niños al rastrillo de la memorización, que termina por anular esa curiosidad innata. Así, desde este registro basado en una ética de la ternura, Martí hace una crítica contundente al reduccionismo de la educación basada en un pragmatismo orientado a resultados que pueden ser cuantificables, pero estériles en la formación de sujetos virtuosos:

Con una instrucción meramente verbal y representativa, ¿podrá siquiera afrontarse la existencia, la existencia difícil en este pueblo egoísta, que es toda de actos y de hechos? No en vano andan canijos y desorientados por las calles, reducidos a mandaderos de comercio, la mayor parte de los niños que, sin más dote que una mala letra y un poco de lectura y aritmética, salen a los trece o catorce años de las escuelas públicas (Martí, 2016c, p. 24).

En ese sentido, Martí retoma su distinción primordial entre instrucción y educación: “Instrucción no es lo mismo que educación: aquélla se refiere al pensamiento, y ésta principalmente a los sentimientos. Sin embargo, no hay buena educación sin instrucción. Las cualidades morales suben de precio cuando están realzadas por las cualidades inteligentes” (Martí, 2000, p.107). Es decir, se puede instruir en la lectura o en la aritmética, como meras herramientas para conseguir un objetivo, pero por sí misma, esta instrucción no genera conocimiento, mucho menos la pasión por el mismo. La razón por la que Martí observa que se reduce la educación a mera instrucción se debe a un miedo guiado por un pragmatismo reducido a obtener medios de satisfacción material como fin último. Este miedo permea a todos los actores del sistema educativo, por lo que se trata de una anomalía sistémica:

Ésa es la preocupación de todos, el miedo, la fatiga. De eso han padecido sin cesar, de eso padecen, el legislador que dispone los cursos, el experto que los aconseja, la maestra que ha de enseñarlos. A eso proveen: a evitar la angustia que ellos han sentido: a dar al niño los medios rudimentarios de pelear por la vida con algún éxito … Leer, escribir, contar: eso es todo lo que les parece que los niños necesitan saber. Pero, ¿a qué leer, si no se les infiltra la afición a la lectura … a qué escribir, si no se nutre la mente de ideas?” (Martí, 2016c, p. 24).

Se trata de una original interpretación de la lógica de las políticas educativas como un sistema con ramificaciones interconectadas y, al mismo tiempo, no deja de ser una advertencia a la valoración de la educación centrada excesivamente en la medición de aptitudes como medios para subsistir, una lógica cuya política contemporánea más palpable y hegemónica es la prueba del Programa Internacional para la Evaluación de Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés), cuya premisa parte, precisamente, de ese miedo que instiga compulsivamente a obtener los medios para “pelear en la vida con algún éxito” lo que, de acuerdo con la misma prueba, se traduce en la necesidad de establecer: “hasta qué punto los alumnos cercanos al final de la educación obligatoria han adquirido algunos de los conocimientos y habilidades necesarios para la participación plena en la sociedad del saber” (OCDE, 2018, énfasis nuestro). Si bien se pretende la inserción plena a la sociedad del saber, dicha prueba se basa en la lógica del rendimiento.

Retomando la lógica crítica de Martí, se pueden reconocer algunos objetivos valiosos de esta prueba, tales como “la motivación de los alumnos por aprender, la concepción que éstos tienen sobre sí mismos y sus estrategias de aprendizaje” (OCDE, 2018) pero, al mismo tiempo, se puede observar cómo opera ese sistema ramificado de políticas educativas que él observó, pues ese miedo que permea a toda la sociedad por conseguir los medios para subsistir, se interconecta desde los decisores de políticas educativas, hasta los actores escolares, pero ahora a una escala global. Es decir, ¿qué implica obtener determinado puntaje en lectura y matemáticas en una prueba internacional, si no se está inculcando el gusto por la lectura, por las puertas que abren al conocimiento, sino reducir éste a un medio para conseguir un objetivo en términos pragmáticos? En ese sentido, en Martí se encuentra un aparato crítico para abordar las políticas orientadas a las lógicas de rendimiento y que, estructuralmente, se sustentan en un miedo esencialista fincado en la premisa de que el único mundo posible es cruel y competitivo, y que a él hay que subordinarse, contando con lo mínimo para, como dijo Martí, “pelear en la vida con algún éxito”. Sin embargo, este temor puede ser erradicado desde una concepción de educación como Martí la entendía: como una “obra de ternura apasionada”.

Consecuente con esta crítica, en 1889 elabora un proyecto específicamente dirigido a la niñez: La Edad de Oro. Debido a lo variado de sus temas “literarios, históricos, antropológicos, científicos” (Garralón, 2004), se le puede considerar un ejemplo fehaciente de la pedagogía martiana basada en la autonomía, al mostrar al niño una obra casi enciclopédica pero que, al mismo tiempo, brinda la flexibilidad de abordarla de manera libre. También es una muestra del principio de enseñar de manera lúdica, adquiriendo, al final de cada relato –en que los niños y las niñas son protagonistas–, una moraleja. De manera que, sin desconocer el imprescindible papel del Estado en garantizar la obligatoriedad de la educación, que no se limitaba a una enseñanza libresca, sino experimental, científica e incluso misionera, dejó marcado un camino orientado al libre pensamiento y al acceso irrestricto al conocimiento en los más variados temas y desde una temprana edad. El legado de Martí al respecto deja una profunda huella y un derrotero de referencia para la educación de las generaciones de nuestra América.

Refundación de la educación gratuita, laica y obligatoria de la escuela “demoliberal-burguesa” en clave revolucionaria

En sus reflexiones sobre la educación gratuita, laica y obligatoria, a la que Mariátegui (2014, p. 20) consideraba un “anciano principio sin ningún contenido renovador”, que lo mismo utilizan los “radicaloides” que los “liberaloides”, está dialogando con el movimiento reformista universitario surgido de Córdoba, Argentina, en 1918, y cuya proyección regional tuvo un momento clave con el discurso que el educador José Ingenieros dictó el 11 de octubre de 1922 “Por la Unión Latinoamericana”, en el banquete que los Escritores Argentinos ofrecieron en honor de José Vasconcelos. A partir de este ánimo de integración regional antiimperialista y revolucionaria, el mismo Ingenieros, junto con Gabriel Moreau y Aníbal Ponce, fundan, en 1923, el grupo Renovación , que antecedió a la formación, en 1925, de aquel otro denominado Unión Latinoamericana (ULA), cuyo manifiesto, “Unión Latinoamericana: Fundación y Propósitos”, destacaba la solidaridad latinoamericana y la reforma universitaria integral (Parot, 2015).

En el debate entre la ULA y Mariátegui se observa la trascendencia de la reforma universitaria de Córdoba en el movimiento de integración latinoamericano de la década de los veinte. Uno de los pilares de la reforma de Córdoba, la extensión universitaria, fue reelaborada por la ULA como “extensión de la educación laica, gratuita y obligatoria” (Parot, 2015, p. 54). Si bien la extensión universitaria, como tal, se refiere a llevar la función social de la universidad más allá de sus aulas, mediante la “proyección al pueblo de la cultura universitaria y preocupación por los problemas nacionales” (Tünnerman, 1998, p. 119), en el manifiesto de la ULA el principio de extensión se aplica a la educación gratuita, laica y obligatoria como la expansión de dicho modelo, y es con esta interpretación con la que Mariátegui debate:

Estos núcleos [la ULA], hablan de “extensión de la enseñanza laica”. Es decir, suponen a la enseñanza laica una reforma adquirida ya por nuestra América … La entienden como un sistema que, establecido incompletamente, necesita adquirir todo su desarrollo … la cuestión de la enseñanza laica no se plantea en los mismos términos en todos los pueblos hispanoamericanos. En varios, este método o este principio, como prefiera calificársele, no ha sido ensayado todavía … Y, por consiguiente, ahí no se trata de extender la enseñanza laica, sino de adoptarla (Mariátegui, 2014, p. 21, énfasis nuestro).

Mariátegui también se plantea la pertinencia de asimilar este modelo, como tal, en nuestras repúblicas pues, en particular, desestima la laicidad al considerarla un principio que forma una humanidad “laboriosa, mediocre y ovejuna”. Además, junto con los otros cimientos del Estado liberal, el “cuartel y la burocracia” forman una sociedad uniforme que anula la individualidad y la autonomía: “Es sobre todo en la escuela donde el Estado posee el más fuerte e irresistible rodillo compresor, con el cual aplana y nivela toda individualidad que se sienta autónoma e independiente” (2014, pp. 25-26). Como se ve, aquí hay una preocupación compartida con el pensamiento martiano de concebir la educación como una “apasionada obra de ternura” (Martí, 2016c, p. 25) con el fin de superar su carácter utilitario y uniforme.

Mariátegui radicaliza la educación laica hacia un principio transformador y revolucionario. Tiene como referentes las revoluciones mexicana y rusa, pero también una versión secularizada de misticismo, característica que comparte con Martí: “la virtud renovadora y creadora de la escuela no reside en su carácter laico, sino en su espíritu revolucionario. La revolución da ahí a la escuela su mito, su emoción, su misticismo, su religiosidad(2014, p. 27, énfasis nuestro). En estas reflexiones también se observa la influencia de Sorel, quien elevaba la movilización social, en particular la huelga, al estatus de “mito”, como una potente forma del imaginario colectivo que lleva al proletariado a la lucha contra sus opresores (Cisneros, 2012). En alusión a Sorel, Mariátegui (2007, p. 160) señalaba: “la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos”.

Este análisis también es una muestra de cómo aplicó los recursos del materialismo histórico al análisis de los proyectos y políticas educativas en América Latina, pero desde su propia reelaboración, al insertar al enfoque revolucionario un carácter de misticismo, de apostolado. Por otro lado, su crítica al paradigma de la laicidad resulta una peculiaridad histórica, si se le contrasta con el pensamiento de otro de sus contemporáneos, el educador originario de Puno, José Antonio Encinas, quien es considerado el máximo exponente del pensamiento pedagógico en Perú. El propio Mariátegui llegó a elogiarlo y a reconocer sus aportes al señalar que Encinas fue de los primeros en advertir la correlación entre el sometimiento de los pueblos indígenas y el régimen gamonal o terrateniente en la posesión de la tierra (Gonzáles, 2015).

Dadas las condiciones que animaban no sólo a Encinas, sino a la ya mencionada ULA, a asimilar el paradigma de la laicidad, la crítica de Mariátegui a este principio resulta sumamente original y atípica, pues no sólo se plantea el ritmo asincrónico en que éste se ha implantado, sino que se interroga por las implicaciones que conlleva una secularización que, al mismo tiempo, “desencanta” al mundo, en términos weberianos. En ese sentido, Mariátegui también resultó ser un crítico de la modernidad. Lejos de minar los esfuerzos de integración y democratización de la educación pública de la ULA con la que Mariátegui debate, sus argumentos se dirigen a radicalizar su ánimo popular y es ahí donde se pronuncia por el proyecto de la “escuela única”.

Como señalamos anteriormente, un antecedente clave de este proyecto de escuela única se encuentra en la idea de escuela común, del uruguayo José Pedro Varela, en particular, en su obra de 1874, La Educación del Pueblo. Ahí expresó la importancia de que las distintas clases sociales se educaran en las instituciones públicas por igual, para borrar la segregación de clase: “Pobres y ricos, los niños que se eduquen juntos en los mismos bancos de la escuela, no tendrán desprecio ni antipatía los unos por los otros” (Demarchi y Rodríguez, 1993, p. 7). En ese sentido, Varela veía en la educación un potencial para romper con la reproducción de las desigualdades estructurales. Éstas son ideas presentes desde el pensamiento de Rodríguez y que, más tarde, Martí retomará en sus ideas sobre la educación popular:

Educación popular no quiere decir exclusivamente educación de la clase pobre; sino que todas las clases de la nación, que es lo mismo que el pueblo, sean bien educadas. Así como no hay ninguna razón para que el rico se eduque y el pobre no, ¿qué razón hay para que se eduque el pobre, y no el rico? Todos son iguales (Martí, 2000, p.107).

Pero en la obra de Mariátegui esta idea de educación común se complejiza. Para él, la distinción entre la escuela basada en el principio de laicidad y la escuela única yace en que la primera obedece a los intereses de la burguesía que controla al Estado y, por lo tanto, crea una educación clasista, en la que se limita a las masas proletarias y campesinas a los rudimentos de la instrucción pública y, en cambio, a las élites de la burguesía se les concede el privilegio de acceder a la educación de nivel superior. El proyecto de la escuela única, lejos de ello, busca romper con esta segregación desde la raíz:

La idea de la escuela única no es, como la idea de la escuela laica, de inspiración esencialmente política. Sus raíces, sus orígenes son absolutamente sociales. Es una idea que ha germinado en el suelo de la democracia; pero que se ha nutrido de la energía y del pensamiento de las capas pobres y de sus reivindicaciones. La enseñanza, en el régimen demo-burgués, se caracteriza, sobre todo, como una enseñanza de clase(Mariátegui, 2014, p. 49, énfasis nuestro).

En el análisis de Mariátegui, el proyecto de la escuela única se articuló a una crítica directamente relacionada con el acceso a la educación como derecho. Su crítica a la Ley Orgánica de Enseñanza, promulgada durante la reforma de 1920, en el Oncenio de Leguía, es un buen ejemplo de cómo un régimen demo-burgués, para usar los términos de Mariátegui, reproduce una educación clasista, ya que esta ley mantiene la segregación entre los niños de clase proletaria y los de clase burguesa desde la primaria. Por otro lado, aunque se garantiza el derecho a la gratuidad de la educación, éste se restringe a la primera enseñanza y no garantiza el acceso a la educación secundaria. Es más, establece un mecanismo de selección basado en el mérito que permite al Estado deslindarse de garantizar la gratuidad del acceso sin distinción:

Establece [la Ley Orgánica] únicamente la gratuidad de la primera enseñanza, sin sentar, por lo menos, el principio de que el acceso a la instrucción secundaria, que el Estado ofrece a un pequeño porcentaje con su antiguo sistema de becas, está reservado expresamente a los mejores …además de que no reconoce prácticamente el derecho de ser sostenidos por el Estado sino a los estudiantes que han ingresado ya a los colegios de segunda enseñanza (Mariátegui, 2007, p. 100).

Éste es un fino ejemplo de análisis de políticas educativas en clave materialista. Mariátegui observa cómo el Estado justifica un acceso restringido a la educación de nivel secundario a los “jóvenes pobres”, que demuestren “capacidad, moralidad y dedicación al estudio”, según lo establecía dicha ley. Esta condición meritoria aparenta congruencia entre las capacidades demostradas por los jóvenes pobres y el consecuente apoyo del Estado para acceder a la educación secundaria; entonces, ¿por qué para Mariátegui es un acceso restringido?

Resulta ilustrativo el caso de la escuela unitaria alemana que Mariátegui analizó. En dicha experiencia reconoce una meritocracia igualitaria, que se ejerce sobre una base equitativa y es lo que determina el tipo de educación de nivel superior que cada alumno escogerá, mas no el acceso en sí. Ésta es una alternativa a una meritocracia restrictiva, en la que la segregación de clase está legitimada por la ley, la cual garantiza a las clases populares un acceso limitado a la instrucción de nivel básico que, además, ya se encuentra segregada a priori:

Confina a los niños de la clase proletaria en la instrucción primaria dividida, sin ningún fin selectivo, en común y profesional, y conserva a la escuela primaria privada, que separa desde la niñez, con rígida barrera, a las clases sociales y hasta a sus categorías (Mariátegui, 2007, p. 100, énfasis nuestro).

Bajo estas condiciones de segregación, se pone en operación una lógica de mérito subordinada a la condición de clase, mas no a las capacidades y aptitudes que se demostrarían en la lógica meritocrática en condiciones igualitarias. Cabe señalar que la Ley Orgánica de Enseñanza de 1920 estableció dos orientaciones de primaria y secundaria, la común y la profesional, siendo la primera una instrucción elemental para los estratos populares, y la segunda, orientada a las clases dirigentes. Por eso Mariátegui enfatiza que con esta educación dividida, no hay ningún fin selectivo con base en las capacidades, porque el acceso o la restricción ya están asignados de antemano. Por esta razón, cuando en la Ley Orgánica que Mariátegui analiza se otorgan becas a los jóvenes pobres como premio a su capacidad, moralidad y dedicación al estudio, se trata de un mérito construido sobre bases desiguales de capital cultural y social: “Tantas limitaciones impiden considerar la reforma de 1920 aún como la reforma democrática, propugnada por Villarán en nombre de principios demoburgueses” (Mariátegui, 2007, p. 100).

Al cabo de casi un siglo de la reforma leguiísta en Perú, el análisis de Mariátegui resulta sugerente para problematizar algunas políticas actuales de diferenciación. Los Colegios de Alto Rendimiento (COAR) peruanos muestran una orientación similar a la división entre secundaria común y profesional de la reforma de 1920. Estas instituciones están, como su nombre lo indica, orientadas a seleccionar alumnos que presenten un alto rendimiento en la Educación Básica Regular (1° y 2° de secundaria), para matricularlos en internados, con una mayor carga académica, actividades extracurriculares y bachillerato internacional. El objetivo es dotar a los seleccionados que cursarán 3° y 5° grados de secundaria de una educación con los más altos estándares de calidad, con la finalidad de formar una comunidad de líderes capaces de contribuir al desarrollo nacional (Minedu, 2018).

En ese sentido, algunos analistas han observado que el énfasis puesto en un programa focalizado, como éste, termina generando una estratificación, pues de los tres mil soles que se invierten en cada uno de los más de dos millones de alumnos que componen la matrícula regular de nivel medio superior, en los COAR se invierte nueve veces más, cuando su matrícula es de aproximadamente 6 700 estudiantes (“ECE 2015: Crecen...”, 2016; Minedu, 2018). A su vez, el sindicato magisterial ha denunciado que la cualidad de alto rendimiento debería ser extensiva a toda la matrícula, no a un grupo selecto (“Minedu: En 2018...”, 2017). En consecuencia, esta política fomenta una estratificación fundada en un mérito restrictivo como el analizado por Mariátegui, lo que da cuenta de la actualidad y pertinencia de su enfoque analítico para el derecho a la educación y el estudio de las políticas educativas.

Conclusiones

Si bien los autores revisados pertenecieron a contextos y periodos distantes entre sí y recibieron la influencia de distintas corrientes de pensamiento, su obra dialogó con las narrativas del discurso educativo enmarcado en la episteme moderna de Foucault (1968), en particular con aquélla orientada a inculcar la voluntad misma de educarse, lo que necesariamente implicaba eliminar las barreras de acceso. De ahí que compartieran un interés por hacer de la educación una herramienta transformadora para los sujetos populares, ya que ello implicaba romper con el monopolio de la cultura en manos de las clases dominantes y, por lo tanto, democratizar el acceso a la misma para todos, sin distinción. En este objetivo se advierte el mismo horizonte emancipador compartido, pues la educación como un derecho común y sin distinciones equivale a construir una ciudadanía autónoma y crítica, así como un desarrollo nacional equitativo.

No obstante, estos pensadores fueron conscientes de las limitaciones de la educación, por sí sola, para transformar relaciones de opresión, por lo que también dejaron un itinerario para los actores inmersos en la lucha por consolidar el derecho a la educación. En los tres se advierte una particular atención hacia los docentes como agentes de cambio y sujetos con un papel histórico en la reivindicación de la educación como un derecho común. De ahí que su obra estuviera marcada, al mismo tiempo, por la militancia, pues comprendían la educación como un acto político que requería de sujetos organizados para generar un cambio. En su propia trayectoria biográfica comparten algunos aspectos clave que serían determinantes para forjar su posicionamiento, entre ellos:

Ejercieron la docencia a temprana edad y desde una concepción popular, impartiendo clases a los sectores subalternos y acomodados por igual.

Desde su propia experiencia docente, elaboraron un modelo de maestro comprometido con las causas de los sectores subalternos y excluidos del progreso urbano, y lo dotaron de un sentido transformador y, en ocasiones, apostólico.

Escribieron desde el exilio por razones de índole política, padeciendo la persecución, lo cual los dotó de una mirada panorámica y de prospección.

Los tres se enfrentaron a diferentes aristas del coloniaje Rodríguez y Mariátegui a la continuidad del colonialismo interno y Martí al colonialismo extranjero.

Por su parte, los puntos donde se encuentra un bagaje analítico para el derecho a la educación a través de su obra son:

La elaboración de un proyecto de educación popular a través de la influencia y el diálogo con las corrientes intelectuales de su tiempo (ilustración, krausismo, materialismo histórico) y reelaboración de su significado.

Articulación entre instrucción y educación en torno a un sentido ético.

Articulación entre educación y trabajo como un medio de empoderamiento, lo que implica poner el conocimiento y el desarrollo científico al alcance de las clases populares, para que éstas lo asimilen y sea un medio de emancipación de la servidumbre.

La educación como un medio para romper las desigualdades sociales que se reproducen entre las clases dominantes y las populares, pues: “¿qué razón hay para que se eduque el pobre, y no el rico? Todos son iguales” (Martí, 2000).

Dignificación de las clases populares a través de la educación: “… el niño puede hacerse hermoso, aunque sea feo; un niño bueno, inteligente y aseado es siempre hermoso” (Martí, 2017, p. 4).

Para Hernández hay una continuidad y una dialéctica en particular entre el pensamiento de Rodríguez y el de Martí, no sólo por la posibilidad de que Martí haya sido cercano a los textos de Rodríguez, sino por compartir un ideal de educación popular en torno a una “capacidad social igualitaria” (2015, p. 59). Por otro lado, encontramos una preocupación común entre el pensamiento de Rodríguez y el de Martí, que se relaciona con una reflexión en torno al costo de oportunidad, visto desde una lógica de reciprocidad: “El que piense en esto reconocerá que lo que sabe lo debe al pobre que lo mantuvo, por una porción de años, de estudiante –y que no hizo aquel sacrificio sino con la esperanza de tener quien lo enseñase–” (Rodríguez, 1990, p. 255); “Al venir a la tierra, todo hombre tiene el derecho a que se le eduque, y después, en pago, el deber de contribuir a la educación de los demás” (Martí, 2000, p. 107).

Además, a lo largo de su obra, estos tres pensadores aludieron a la politización inherente de la educación. En su crítica a la instrucción pública, Rodríguez advirtió sobre la tendencia a que la enseñanza en estos establecimientos se sujete a la arbitrariedad de alguna autoridad o, aún más, a la autoridad del poder económico de las clases dominantes: “los discípulos no se han de distinguir por lo que pagan ni por lo que sus padres valen” (Rodríguez, 1990, p. 181). En ese sentido, Mariátegui advirtió de la ilusión de considerar la libertad de enseñanza como una educación neutral o apolítica, ya que de por medio se encuentra la hegemonía de la clase dominante. Por ello resulta indispensable que haya transformaciones en el equilibrio de fuerzas políticas, para propiciar un cambio en la dirección de la educación: “Vano es todo esfuerzo mental por concebir la escuela apolítica, la escuela neutral. La escuela del orden burgués seguirá siendo escuela burguesa. La escuela nueva vendrá con el orden nuevo ... La crisis de la enseñanza coincide universalmente con una crisis política” (Mariátegui, 2014, pp. 29, 38).

La insistencia en torno a la politización de la educación, a través de la obra de estos autores, da cuenta de la pertinencia de los estudios orientados a la comparación y a la articulación de corrientes intelectuales. En particular, de aquellos autores que reflexionaron en torno a coyunturas clave del contexto histórico latinoamericano, como la construcción de sociedades republicanas, la lucha contra el colonialismo o la segregación de clases, las cuales son emblemáticas de los autores examinados. Esto con el fin de identificar las problemáticas compartidas y recurrentes, como la formación de ciudadanos libres, presente en Rodríguez y Martí, o la necesidad de trascender el sentido utilitario de la educación, en Martí y Mariátegui. Sin suponer, a priori, que esto los coloca en un mismo “espectro” de pensamiento, resulta fructífero observar cómo ciertas problemáticas recurrentes han sido abordadas desde distintos ángulos, tal como Puiggrós (2005) ha insistido.

En relación con el debate por la historia de las ideas y la historia intelectual, se pone de relieve la importancia de ponderar las condiciones de producción en las que se enmarca la obra de autores que han realizado aportaciones a la discusión sobre el derecho a la educación. Sin pretender hallar un isomorfismo entre tales condiciones y su obra, dicho contexto ofrece las coordenadas para ubicar las herramientas analíticas a su alcance, a través de las cuales realizaron propuestas tendientes a vincular el papel democratizador de la educación con las condiciones sociales en las que se insertaron. Como se señaló, en Rodríguez y Martí aparece reiteradamente una propuesta por equilibrar las diferencias en el acceso a la educación desde una lógica de reciprocidad, mientras que el análisis materialista de Mariátegui lleva a considerar la vigencia de problemáticas estructurales, como la división clasista en el acceso a la educación, y los mecanismos por los que se legitiman tales políticas, como se observó en la estrecha coincidencia entre los colegios comunes y profesionales de 1920 y los actuales Colegios de Alto Rendimiento. En suma, la recuperación y articulación del pensamiento de estos autores ofrecen un bagaje para problematizar el discurso del derecho a la educación y visualizar las relaciones que se establecen a partir de la educación como una institución mediadora de la sociedad.

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Notas

* El presente texto contó con financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), a través del convenio 609 en función del Artículo 13 de su Ley Orgánica.


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