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IMAGINARIOS DE ESPACIO EN LA NARRATIVA DE DOS MIL: FIGURACIONES DEL DESIERTO EN RELATOS DE LA POSTDICTADURA1

IMAGINARY OF SPACE IN 2000’S NARRATIVE: FIGURATIONS OF DESERT IN POST-DICTATORSHIP STORIES

Macarena Luz Areco Morales
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile

IMAGINARIOS DE ESPACIO EN LA NARRATIVA DE DOS MIL: FIGURACIONES DEL DESIERTO EN RELATOS DE LA POSTDICTADURA1

Revista de Humanidades, núm. 33, pp. 39-56, 2016

Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 27 Junio 2015

Aprobación: 18 Octubre 2015

Resumen: En el presente artículo propongo que el desierto es una figuración imaginaria espacial recurrente y relevante en la narrativa argentina y chilena reciente, a la que se le atribuye una gama de sentidos diversos, como son el infierno, lo salvaje, el osario y el espesor cultural. Con este fin analizo su representación en algunos relatos publicados en los últimos años, entre ellos Los detectives salvajes y 2666 de Roberto Bolaño, El desierto de Carlos Franz y El año del desierto de Pedro Mairal.

Palabras clave: Imaginario social, espacio, desierto, narrativa argentina y chilena reciente, Roberto Bolaño.

Abstract: In this paper I propose that the desert is a recurring and relevant spatial imaginary theme in the recent Argentinian and Chilean narrative, which is assigned with a range of different meanings, such as hell, the wild, the cemetery and cultural depth. For this purpose I analyze its representation in some stories published in recent years, including Los detectives salvajes y 2666 de Roberto Bolaño, El desierto de Carlos Franz y El año del desierto de Pedro Mairal.

Keywords: Social Imaginary, Spaces, Desert, Narrative Argentinian and Chilean Recent, Roberto Bolaño.

A continuación, pretendo realizar un trabajo exploratorio sobre algunos de los significados asociados al desierto en la narrativa chilena de los últimos años y también en un número menor de textos argentinos, significados que van desde el infierno y lo salvaje, a la identidad y el espesor cultural, pasando por el osario y la indeterminación, pero también por algo así como una posibilidad de iluminación, una suerte de lucidez. El objetivo principal es establecer una gradación preliminar desde los espejeos de las imaginaciones decimonónicas sobre la barbarie en el presente hasta las aperturas de los dos mil.2

El concepto de imaginario social desarrollado por Cornelius Castoriadis —quien lo define como una “creación incesante y esencialmente indeterminada… de figuras/formas/imágenes” (12), que va más allá de lo funcional o del orden de la necesidad, y que instituye lo real y lo racional— es el sustento teórico de esta investigación, en la cual analizaré la representación del desierto como una figuración espacial significativa dentro del imaginario social de la postdictadura. En este marco utilizo el concepto de figuración imaginaria, como una posibilidad amplia, que puede incluir el uso de formas retóricas específicas, por ejemplo, la metáfora o la alegoría,3 pero sobre todo porque mi propósito con esta conceptualización es destacar el carácter de creación social o de “fábrica de la realidad” (Ludmer 2001), intentando expresar con ello que estas figuraciones son parte de un proceso de construcción colectivo, sujeto al paso del tiempo y a la historia, idea que no necesariamente consideran las definiciones de la retórica.

1. Barbarie, infierno y cementerio

La geografía argentina, aquejada por el “mal de la extensión” —“el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa por las entrañas”, dice Sarmiento en el inicio del primer capítulo de Facundo— engendra “hábitos e ideas” (23), entre ellos el aislamiento, la falta de sociabilidad y de educación, y la violencia, los cuales se resumen en la barbarie de los habitantes de la pampa, los gauchos y los caudillos a quienes aquellos obedecen. Frente al triunfo de este espacio salvaje, al intelectual civilizado no le queda otra posibilidad que huir hacia el exilio, como lo hará Sarmiento a fines del 1840,4 si no quiere terminar como el Unitario del cuento de Esteban Echeverría “El matadero” (1871), quien revienta de rabia frente al acoso de los bárbaros seguidores de Rosas.

Cercano a este mapa imaginario sarmientino, que, según Piglia, funda el campo metafórico de las clases dominantes en Argentina (Crítica y ficción 67), la barbarie es una idea que suele ir asociada al desierto en la obra de Bolaño, generalmente mezclada con representaciones del infierno. El punto de partida para pensar en estas figuraciones es la geografía imaginaria que Jaime Concha entrevé infrapuesta en Amuleto:

la novela nos propone una visión del paisaje americano que se enlaza, antitéticamente, con las fuerzas de creatividad y destrucción que parecen habitarlo. Lo que empieza en las pampas y en el polvo del sur de la América del Sur [recordemos que la narradora Auxilio Lacouture es uruguaya] se dilata y extiende, haciéndose convulso y sombrío, en las zonas urbanas de la capital de México. (201)

El 68 de Tlatelolco y el 73 chileno son, en esta lectura, parte de un “ímpetu destructor que recorre el continente”, de una “diástole del polvo y de la muerte”, “cimas cronológicas de una misma barbarie destructora” (202). Este eje horizontal, según Concha, está cruzado por uno vertical, el de los abismos a los que se enfrenta Auxilio, sea el del florero de Pedro Garfias, la habitación del hotel El Trébol del Rey de los putos —“remake de los sacrificios humanos” (202), dice el crítico— o el de la casa abisal de Carlos Coffeen, agrego yo. Si nos detenemos en el modo en que estos espacios se describen, descubrimos que todos ellos son variaciones del infierno: puerta de entrada el primero, rodeado por el río del averno, el segundo y fosa marina paupérrima, la última.5 Del punto más infernal de la ciudad, el reino del rey de los putos, la narradora dice que “estaba enclavado en el desierto de la colonia Guerrero” (75). Poco antes, se ha dicho que la cama en la que yace un joven moribundo, esclavizado por el monarca, “poseía las características de un pantano y de un desierto al mismo tiempo” (73). Esta adjetivación sólo se comprende y es pertinente si consideramos que en el imaginario espacial bolañano, desierto e infierno son casi sinónimos, pues el tercer término de la barbarie media entre ellos y los iguala.6

En dos obras póstumas, Los sinsabores del verdadero policía y 2666, la barbarie que en la nouvelle de 1999 aparece asociada a Ciudad de México, pasa a situarse en el desierto mexicano, en particular en Santa Teresa, como se sabe, ficcionalización de Ciudad Juárez. A este abismo llegan primero el profesor chileno de filosofía o de literatura, según de cuál novela se trate, Amalfitano, luego el famoso escritor alemán Hans Reiter, Archimboldi, y a su siga los tres críticos europeos, Manuel Espinoza, Jean-Claude Pelletier y Liz Norton, que quieren conocerlo antes de que muera y, si es posible, convencerlo de regresar a Europa.

En la primera de estas obras —lo que se describe al inicio, después de la llegada a Santa Teresa del profesor chileno— es una barbacoa con evidentes asociaciones con el infierno: “Amalfitano creía que en Méxic [la barbacoa] consistía más bien en un hoyo, un hoyo cavado en el campo, preferiblemente, en donde metían brasas ardiendo, luego una capa de tierra, luego trozos de chivo, luego otra capa de tierra, y finalmente, más brasas ardiendo” (52). El hoyo en el campo, las brasas ardientes, el chivo, las capas de tierra, son todas imágenes que se asocian al averno. Santa Teresa, el lugar donde esto ocurre, es, en sentido propio, un infierno cultural y económico, pues en ella se enseñorean la pobreza, el machismo y la explotación, y las obreras de las maquiladoras son asesinadas como en un genocidio de las más pobres entre los pobres, de las subalternas entre los subalternos. Esta caracterización infernal se refuerza en las visiones de Florita Almada que recuerdan a la ciudad dantesca del llanto y el eterno dolor: “En sueños veo los crímenes y es como si un aparato de televisión explotara y siguiera viendo, en los trocitos de la pantalla esparcidos por mi dormitorio, escenas horribles, llantos que no acaban nunca” (575). Si nos situamos en lo extradiegético, esta descripción coincide con lo que Bolaño sostuvo en la última entrevista que concedió, en la cual, frente a la pregunta de cómo se imagina el infierno, respondió: “Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos” (339).

En 2666, Santa Teresa, adjetivada como “la extensa ciudad en el desierto” (152), es el territorio por excelencia de la barbarie, donde todo el tiempo, como en una película de David Lynch, se vislumbran, al modo del paralaje, la violencia, el mal, lo perverso. Por ejemplo, en lo que piensa Liz Norton sobre la taza del wáter rota de Pelletier en el hotel de la ciudad: “El trozo que faltaba tenía forma de medialuna. Parecía como si lo hubieran arrancado con un martillo. O como si alguien hubiera levantado a otra persona que ya estaba en el suelo y hubiera estampado su cabeza contra la taza del baño” (149). Como parte de estas imaginaciones, Amalfitano se le aparece a los tres críticos europeos la primera vez que lo ven como un náufrago y un fracasado, “como un [parriano] profesor inexistente de una universidad inexistente”,7 pero también “como el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie” (148).

Hacia el final de Amuleto, Auxilio Lacouture imagina una escena funeraria en que miles de jóvenes latinoamericanos se dirigen cantando al abismo en el cual perecen. Se empieza aquí a percibir la visión de la meseta mexicana, desierto que metaforiza a Latinoamérica, como un cementerio, representación que se desarrollará en las ya mencionadas obras póstumas de Bolaño.

El infierno y el desierto asimilados por la barbarie se transforman en osario. Como resultado de un salvajismo, a veces político y a veces económico, a veces una mezcla de ambos, al modo de un mapa de la violencia a la que nos hemos entregado, lo que queda es un reguero de huesos.

El desierto aparece así representado en Bolaño como un cementerio en el que los asesinados impunemente claman a los vivos, quienes los perciben entre pesadillas y alucinaciones. Una muestra de esto es 2666, donde el crítico español Espinoza, frente a cuya cama de hotel en Santa Teresa hay un cuadro del descampado, sueña con “el desierto estático y luminoso”, en el que se escuchan “[v]oces apenas audibles… cortos gemidos lanzados como meteoritos sobre el desierto y sobre el espacio armado de la habitación del hotel y del sueño”. Entre ellos reconoce algunas palabras sueltas “Rapidez, premura, velocidad, ligereza… Nuestra cultura, decía una voz. Nuestra libertad” (154).

En un campo imaginario semejante, en el inicio de El desierto de Carlos Franz, Laura, una jueza chilena que regresa a un pueblo del norte del país luego de un largo exilio, lo primero que percibe es un “horizonte de aire líquido” y una “muralla del espejismo [que] temblaba en el horizonte del desierto… una catarata de aire hirviente manando del cielo quemado”, en la que cree “ver enormes rostros, siluetas humanas gigantescas, bocas distorsionadas que gritaban en su dirección, que apelaban a ella, pidiéndole o enrostrándole algo inaudible… Era como si el propio paredón del horizonte líquido aullara” (11).

Como sabemos, Sergio González Rodríguez en Huesos en el desierto (2002) da cuenta de una investigación periodística sobre los asesinatos de cientos de mujeres en Ciudad Juárez que todavía no han sido resueltos. En 2010, en el documental Nostalgia de la luz, el cineasta Patricio Guzmán relaciona el calcio que compone las estrellas que observan los astrónomos desde enormes telescopios ubicados en el desierto de Atacama con el de los huesos de los detenidos desaparecidos diseminados durante la dictadura en el norte de Chile, restos que todavía están siendo buscados por sus deudos. En septiembre de 2013, en el marco de un ejercicio de memoria colectiva que involucró a los chilenos con motivo de los cuarenta años del golpe militar, la televisión abierta transmitió el documental ficcionalizado del cineasta Andrés Wood Ecos del desierto, sobre un comando del ejército, conocido como “la caravana de la muerte”, enviado por el generalPinochet al norte del país en octubre de 1973 a fusilar a los presos políticos que habían sido apresados.

Los detenidos desaparecidos en Chile, las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez… El desierto como cementerio es, seguramente por un imperativo histórico, una de las figuraciones más recurrentes en el imaginario colectivo de los chilenos en la actualidad y también en el del México que Bolaño representa en su novela póstuma; un producto de la violencia política y económica.

La cercanía de Bolaño con la literatura argentina (recordemos, entre muchos ejemplos, su admiración por Borges, su amistad con Fresán y su ensayo “Derivas de la pesada”), sumada a la experiencia del exilio o de la extraterritorialidad y a su larga estadía en México me parece permiten pensar en una explicación de la amalgama desierto-barbarie-muerte que atraviesa gran parte de su obra.

Pero estas no son las únicas figuraciones del desierto en la obra de Bolaño. En El gaucho insufrible lo que se representa es una parodia del imaginario tradicional, a través de una pampa en que pacíficos gauchos se desplazan en jeeps y juegan metrópoli, y las vacas han sido reemplazadas por conejos carnívoros, que parecen ser los únicos salvajes del territorio y sirven como alimento principal de sus habitantes. El relato narra la historia de un juez jubilado de Buenos Aires quien pierde su dinero a causa del “corralito” y viaja al sur a instalarse en su estancia, con la inconfesada expectativa de repetir el destino de Juan Dalhmann, pero en realidad dando cuenta del sinsentido de la dicotomía, pues poco de barbarie queda en el campo y, en cambio, bastante hay en la ciudad neoliberal.

En la novela del argentino Pedro Mairal El año del desierto es también la figuración de la barbarie del capitalismo la que se representa. La obra relata el proceso de regresión histórica que experimenta Argentina luego de la gran crisis de 2001, a causa de una brumosa “intemperie” inexplicada, en que se rebobinan las distintas etapas de la historia argentina —la dictadura de los setenta, el peronismo, las migraciones, el rosismo, la colonia y la prehistoria—, a través de las peripecias de la joven María Valdés Neylan, una suerte de neopícara, que vive el retroceso social en su identidad, pues pasa desde secretaria de una importante corporación a esclava sexual de un líder indígena. Casi al final del texto, los grandes empresarios sobrevivientes recluidos en una torre de cristal se comen entre ellos. Después de su “año en el desierto”, a la protagonista no le queda otra posibilidad que el retorno a Europa, desde donde provenían sus antepasados, repitiendo la opción elegida por Sarmiento, y otros muchos intelectuales argentinos, frente a la barbarie. En su libro sobre narrativa argentina de la postdictadura, Los prisioneros de la torre, Elsa Drucaroff ha señalado que lo que aquí se representa es la civilibarbarie, en la cual es imposible distinguirlas; a mí me parece que la intemperie es nuevamente la barbarie, pero una que ahora se impone gracias al espacio vacío que ha dejado el Estado como consecuencia de la entronización del capitalismo. Más que civilibarbarie, entonces, un agenciamiento de dos formas de salvajismo que operan unidas: la pampa y la economía posmoderna sintonizando sus capacidades destructoras.

2. Espesor cultural e identidad pampina

En otra dimensión de este imaginario espacial, el desierto aparece representado como una suerte de sitio arqueológico, un entramado de estratos en el que se yuxtaponen, al modo de capas geológicas, las huellas de las incontables culturas que antes han estado allí. El descampado se transforma, en este nuevo significado, en un devenir de la historia, en espesor cultural. Esta figuración aparece en El desierto de Franz, en cuyo inicio Laura ve en los miles de peregrinos y turistas que viajan a la fiesta religiosa que se realiza en Pampa Hundida (una especie de Andacollo), a “prisioneros de guerra” y, a continuación, a

conquistadores españoles, indios disfrazados de animales totémicos, de jaguares y cóndores, negros pintados, guerreros emplumados originarios de las selvas más allá de las sierras, cortesanos con pelucas blancas, gitanos, demonios mitológicos que descendían de las alturas altiplánicas . . . Una muchedumbre dispar y confusa y arbitraria; seres que venían no de otras provincias o países, sino de un tiempo y un mundo previos, desde una necesidad anterior a ellos mismos. (14)

Este imaginario se precisa y desarrolla en la escena, en el último tercio de la novela, en la que Mamani, el alcalde mestizo del pueblo, le explica a Laura, mientras es vestido con el traje de caporal mayor de la Diablada, su sincretismo, que

se remontaba, por el lado europeo, al diablo medieval, el de los auto sacramentales y las hogueras, y más atrás a los sátiros que en las bacanales honraban a Dionisio. Y por el lado andino a los dioses derrotados pero no vencidos, al culto de los ídolos de Tiawanaku, a las aves rapaces y los leones que se retiraron a sus cumbres, se enmascararon, pero no desaparecieron. (330)

El traje, heredado de generación en generación por el hijo mayor de la familia, “[m]utando, cambiando, aumentando en prendas y detalles, enriqueciéndose… pero siempre el mismo”, “no era solo un vestido sino una historia, un registro, un archivo viviente de los hechos de su estirpe, de sus dioses muertos y renacidos al enmascararse en otros dioses” (331). Se caracteriza por una “armonía”, “una rima secreta”, de cada pieza “negando y recordando, tapando y dejando aflorar, algo del anterior, como su propia piel mestiza” (336). El traje representa así una trama cultural tejida con hilos múltiples y diversos que expresa la historia de Mamani y de su pueblo. Historia, sincretismo, mestizaje son las palabras que emplea Franz para referirse a este traje que metaforiza la identidad del caporal-alcalde Mamami, el antiguo y nuevo señor del desierto. Pero este espesor cultural tiene como sustento un palimpsesto de violencia y de dolor: “Una herida sobre otra herida sobre otra herida, goteando todas sobre la madre de todas las heridas” (25).

La historización y la complejidad cultural como atributos del desierto pueden entenderse en el marco de un imaginario desarrollado por la narrativa chilena del siglo XX, cuyas manifestaciones encontramos en obras como Norte Grande de Andrés Sabella (1944), Hijo del salitre (1952) de Volodia Teitelboim y La reina Isabel cantaba rancheras (1994) de Hernán Rivera Letelier, entre otras, en las que el desierto no solo aparece asociado a un cúmulo de negatividades —la barbarie, el infierno, las matanzas—, sino que es sobre todo una cultura, una identidad. Mauricio Ostria sintetiza así esta cultura:

A pesar de su efímera existencia, surgió en la pampa, un espacio cultural nuevo, inédito, que tuvo su expresión en formas de comportamiento, organización del trabajo, normas valóricas y en los diversos códigos que organizaron sus formas de vida y sus sistemas de comunicación…

La cultura pampina fue una cultura básicamente urbana: las oficinas (emplazamiento de las instalaciones industriales y habitacionales) y campamentos (conjunto de viviendas) fueron pueblos habitados por los trabajadores y sus familias. Los pobladores se organizaron en clubes, cofradías, conjuntos teatrales y musicales, filarmónicas, mutuales, sindicatos. Los espacios que ocupaban las casas de jefes, administrativos y obreros estaban rígidamente demarcados y vedados sus accesos a quienes no pertenecieran por oficio o condición a cada sector. (69-70)

Esta sociedad con una férrea organización de clases, se conformó como un espacio pluricultural, en el que convivían las costumbres de distintos sectores del país, con las de indígenas, bolivianos, peruanos y europeos. “La pampa es un cosmos —concluye Ostria en el trabajo todavía inédito “Visión literaria del desierto nortino”,—8 horizonte de complejas y múltiples relaciones que resultan de la interacción del hombre y la naturaleza”.9

3. Fuga e indeterminación

En obras de escritores más jóvenes, como en la novela Camanchaca de Diego Zúñiga y el cuento “En la estepa” de Samanta Schweblin, el desierto aparece como escenario central de la historia, pero tanto su carácter ominoso como su espesor cultural se han perdido. La niebla nortina que da nombre al primero de estos relatos parece haber confundido y difuminado los significados anteriores, siendo reemplazados por una indeterminación que todo lo abarca y lo borra.

En Camanchaca, un veinteañero estudiante de periodismo obeso, viaja con su padre a Iquique desde Santiago, cruzando el desierto, para arreglarse los dientes en la ciudad fronteriza de Tacna. Desde hace años, a partir de la separación de sus padres, el joven vive en la capital con su madre, con quien mantiene una relación enclaustrada e incestuosa. Por otra parte, en la familia paterna, existen temas tabúes de los que no se habla, y que el joven recuerda durante el viaje, como la muerte de un tío en la que podría estar involucrado el padre y la desaparición de una prima. Al final de la novela, en el viaje de regreso desde Tacna, el personaje ve varios cuerpos de ancianos y niños tendidos en la carretera, sin que se den mayores explicaciones, y el padre “acelera y los esquiva”. Para el protagonista de Camanchaca, el desierto representa inicialmente una línea de fuga, una posibilidad de escape de la intimidad cerrada con la madre y de los secretos familiares: “Miro por la ventana derecha. Un hombre caminando en el desierto… Lo veo y me imagino siendo él, recorriendo el desierto, perdiéndome. Como un empampado” (21).10

El desierto es un espacio considerado como liso por Deleuze y Guattari, entendiendo por esto un territorio sin jerarquías, que se opone al estratificado. Mientras este último es un espacio homogéneo, ordenado y métrico, el espacio liso es heterogéneo, vectorial y no métrico: “en un caso ‘se ocupa el espacio sin medirlo’, en el otro ‘se mide para ocuparlo’” (Mil mesetas 368). El espacio liso está conformado por multiplicidades, las cuales “sólo se pueden ‘explorar caminando sobre ellas’” (368). Se trata de un espacio nómada, en oposición al liso, que es estacionario: “el espacio sedentario es estriado, por muros, lindes y caminos entre las lindes, mientras que el espacio nómada es liso, sólo está marcado por ‘trazos’ que se borran y se desplazan con el trayecto… El nómada se distribuye en un espacio liso, ocupa, habita, posee ese espacio” (386). La ciudad es el espacio estriado por excelencia y el mar, el cielo, el desierto y la estepa son lisos. Sin embargo, la oposición no es estricta, porque las ciudades tienen puntos de fuga —los suburbios cambiantes, la “miseria explosiva” (490)— y se puede estriar el mar, como ocurre cuando se trazan las líneas de navegación.

El desierto como espacio liso, vector de desterritorialización y línea de fuga es interpretado junto al nomadismo, por Deleuze y Guattari, como parte de una lucha contra la constitución del Estado y la ciudad organizados, en que se establecen las relaciones de poder. El desierto es, en este sentido, utópico.11 En esta línea, lo que termina primando al final en la novela de Zúñiga es una imagen de borramiento e indistinción, en que no es posible establecer ni ordenamientos ni jerarquías ni proyectos de vida: “Cruzamos el desierto entre sombra y neblina. Me acerco a la ventana. Veo mi reflejo. Veo a mi papá. Intento observar las estrellas, pero no veo nada. Es la camanchaca, dice mi papa” (120).12 El desierto así descrito parece ser una variación de la bruma, tal como aparece en La última niebla de María Luisa Bombal, la cual puede entenderse como una expresión de los efectos de la subalternidad femenina en la primera mitad del siglo XX y, en la narrativa chilena actual, de la de los jóvenes de la postdictadura, incapaces de recuperar una memoria, de elaborar y manejar distinciones éticas y de actuar. Jóvenes inmovilizados como “esos atletas mexicanos que tienen prohibido correr” (Zambra 68), a quienes el niño de la segunda novela de Zambra, La vida privada de los árboles, en la cual el imaginario de la subalternidad es muy relevante, observaba en la televisión.13 Otro modo de expresar esta falta de agencia es la amenaza de caída de dientes que afecta al protagonista de Camanchaca.

En “En la estepa” de Samanta Schweblin vuelve a aparecer esta indeterminación. Una pareja que se ha instalado en una zona apartada por razones de fertilidad que no quedan demasiado claras, va a cenar con otra pareja que se encuentra en una situación similar, pero que ya ha conseguido lo que buscaba, algo así como un animal o un bebé, que parece ser una criatura salvaje, puesto que el marido sale de su cuarto manchado de sangre. La pareja protagonista termina huyendo del lugar, frente a ese siniestro que no se explica y que vagamente podemos relacionar con la barbarie.

También en Los detectives salvajes aparece una visión indeterminada del desierto, en el último recorrido que realizan los jóvenes poetas Lima y Belano por el norte de México que se relata en la tercera parte, donde el desierto de Sonora se desagrega en infinidad de pueblos que recorren en búsqueda de la poetisa vanguardista perdida Cesárea Tinajero. Si uno bosqueja un trazado de este trayecto, lo que aparece es un laberinto rizomático,14 con idas y regresos, curvas y proliferaciones que no conducen a ninguna parte, que es lo que les ocurre a los personajes que, si bien logran encontrar a la mujer, se involucran sin querer en su muerte, lo que genera su dispersión y la del grupo que crearon —los real visceralistas— por el mundo.

Finalmente, una visión diferente, que apenas se vislumbra en 2666, es el desierto como lugar de iluminación, de lucidez, donde algo así como la cifra de la Latinoamérica del siglo XXI, de su verdad, parece estar en trance de revelación. En efecto, cuando los críticos ingresan al estado de Sonora, se dice que “Era como si la luz se sumergiera en el océano Pacífico produciendo una enorme curvatura en el espacio” (148). Entonces Santa Teresa se les aparece como “un enorme campamento de refugiados o de gitanos” (149). Algo así como un estado de guerra o de excepción permanente que afecta a la gran mayoría de los latinoamericanos, y que, dicho en la visión alucinada de Auxilio Lacouture,15 se resume en lo siguiente:

ha visto muchas cosas malas, la ascensión del diablo, el inacabable cortejo de termitas por el Árbol de la Vida, la contienda entre la Ilustración y la Sombra o el Imperio o el Reino del Orden, que de todas esas maneras puede y debe ser llamada la mancha irracional que pretende convertirnos en bestias o en robots y que lucha contra la Ilustración desde el principio de los tiempos. (79)

Una mancha que en su caracterización como irracional, en su oposición a la Ilustración y en su denominación como imperio puede ser entendida, pienso, como la expansión del capitalismo central, ahora globalizado, hacia Latinoamérica.

Desierto como infierno, cementerio, espesor cultural, identidad, utopía, indeterminación, iluminación, barbarie; estas representaciones diversas dan cuenta de parte de la historia latinoamericanas de las matanzas, del desarrollo de formas de vida específica, de la violencia económica. Dentro de estas figuraciones, uno podría preguntarse por qué ya avanzado el siglo XXI, en Bolaño o en Mairal, o incluso en Zúñiga y en Schweblin, aunque de manera adelgazada, reaparece el imaginario decimonónico de la barbarie en algunas de sus imaginaciones sobre el desierto. La respuesta tiene que ver con la problemática postmoderna, según lo plantea Jameson, de la imposibilidad de visualizar el capitalismo multinacional y la posición que cada cual ocupa en él en la actualidad, debido a la difuminación de la red de control a través de la informática. En este sentido el arte intentaría “devolver a los sujetos concretos una representación… de su lugar en el sistema global” (115). Frente a la complejidad rizomática y “sublime”, en el sentido de ininteligible, que componen las redes, los medios y las tecnologías, la dicotomía, ahora desplazada hacia nuevos significados, puede ser un mapa ordenador todavía en el nuevo siglo; de ahí quizás su productividad en la narrativa actual.

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Notas

1 Este trabajo se enmarca dentro del Proyecto Fondecyt N°1130489 “Imaginarios de espacio y de sujeto en la narrativa de dos mil: Chile, Argentina y México”.
2 En la narrativa argentina reciente existe un importante conjunto de relatos sobre la pampa que pueden considerase como parte del imaginario del desierto, entre ellos El sueño del señor juez (2000) de Carlos Gamerro, La tierra plana (2007) de Horacio Beascochea, La cicatriz (2008) de Daila Prado y La veranada del chachai Calfucurá (2011) de Omar Lobos. Dado que varias de estas obras tienen como referente histórico la llamada Campaña del desierto, es posible establecer relaciones entre ellas y algunas novelas chilenas de los últimos años que, si bien debido a la diferencia geográfica, poseen como escenario un espacio completamente diverso, el sur de Chile, tienen un ámbito de referencia comparable, la denominada Pacificación de la Araucanía. Es posible mencionar aquí obras como Butamalón (1997) de Eduardo Labarca, El lento silbido de los sables de Patricio Manns (2010) e incluso, aunque de una manera más ambigua, La calma (2005) de Sergio Missana. No obstante, por ser este un trabajo exploratorio en el que se trata de analizar solo algunas de las figuraciones imaginarias referidas al desierto, he dejado fuera este corpus, cuya importancia y complejidad representacional (entre otras cosas, porque en él son centrales las relaciones entre el estado nacional y los habitantes originarios del territorio) amerita una reflexión aparte, que supera los alcances de este artículo.
3 Y también otro tipo de figuraciones como la heterotopía foucoultiana o el rizoma deleuziano. La elección de uno u otro concepto depende de su potencialidad heurística en relación con el texto literario en particular y en relación con el corpus en que está siendo considerado.
4 Ver “Argentina en pedazos” de Ricardo Piglia.
5 “Sólo que esta pobreza poseía una característica abisal, como si penetrar en la casa de Lilian equivaliese a sumergirse en las profundidades de una fosa atlántica. Allí, en una quietud que no era tal, observaban al intruso los restos carbonizados y recubiertos de musgo o plancton de lo que había sido una vida, una familia, una madre y un hijo reales” (99).
6 En un artículo todavía inédito “¿Civilización o barbarie?: imaginaciones espaciales de Europa y Latinoamérica en la obra de Roberto Bolaño”, profundizo en la presencia de la dicotomía en el autor chileno.
7 El poema de Nicanor Parra se inicia: “El hombre imaginario/ vive en una mansión imaginaria/ rodeada de árboles imaginarios/ a la orilla de un río imaginario”.
8 Fue presentado en la Universidad de Playa Ancha, en las Segundas Jornadas “Tendencias actuales en creación y crítica literarias en Chile”, el 24 y 25 de octubre de 2013.
9 Ostria cita a González Miranda: “En los campamentos, pueblos, caletas y puertos salitreros era posible encontrar en un periódico, avisos comerciales en inglés (o en otros idiomas) y avisos de enganches en quechua. Así como se podía comprar revólveres, libros y ternos de casimir inglés, era posible comprar harina de muchko, fajas de cordillate para cargadores, polainas de lana de alpaca, etc. El mundo del salitre estaba inserto en el mercado internacional de la época, pero también lo estaba en los valles interiores de Tarapacá y Antofagasta y los países vecinos (González Miranda 2002, 37).
10 El Empampado Riquelme, investigación periodística de Francisco Mouat que relata la historia de uno de estos empanpados: un chileno desaparecido en el desierto en 1956.
11 Ver “1227. Tratado de nomadología: la máquina de guerra”, el capítulo 12 de Mil mesetas.
12 Ver con la siguiente cita de los teóricos franceses: “El desierto de arena y el desierto de hielo se describen en los mismos términos: en ellos ninguna línea separa la tierra y el cielo; no existe distancia intermedia, perspectiva ni contorno; la visibilidad es limitada y, sin embargo hay una topología extraordinariamente fina, que no se basa en puntos u objetos, sino en haecceidades, en conjuntos de relaciones (vientos, ondulaciones de la nieve, o de la arena, canto de la arena o chasquido del hielo, cualidades táctiles de ambos); es un espacio táctil, o más bien ‘háptico’, y un espacio sonoro, mucho más que visual. La variabilidad, la polivocidad de las direcciones es un rasgo esencial de los espacios lisos, del tipo rizoma, y que modifica su cartografía” (386).
13 En el artículo publicado en Hispamérica que aparece en la bibliografía desarrollo este tema.
14 Ver el texto de Eco incluido en la bibliografía.
15 Tomada, creo, del Dick de La invasión divina y desplazada a Remedios Varo.
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