Sarmiento y sus precursores[1]
Sarmiento y sus precursores[1]
Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, núm. 44, pp. 180-193, 2016
Universidad de Buenos Aires

Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.
Redactada en el siglo diecisiete por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de Williams James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió.
Jorge Luis Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”.
Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte, más bien que en reproche, en muestra clara de mérito.
Sarmiento, Recuerdos de provincia.
Pasar de la lectura a la crítica es cambiar de deseo, es desear, no ya la obra, sino su propio lenguaje. Pero por ello mismo es remitir la obra al deseo de la escritura, de la cual había salido. Así da vueltas la palabra en torno del libro: leer, escribir: de un deseo al otro va toda la literatura. ¿Cuántos escritores no han escrito solo por haber leído? ¿Cuántos críticos no han leído solo por escribir?
Roland Barthes, Crítica y verdad.
Hay sobre todo ofuscación en el artículo de Ariel de la Fuente, que recuerda muchas veces el encono o la amargura con que Alberdi descargaba sus competencias con Sarmiento. Es cierto que no es inhabitual que algunas indagaciones críticas encuentren su motor en el enojo, lo que no siempre implica un espíritu polémico; este, al menos, puede llegar a reconocerle al otro alguna virtud, aun si tan solo fuera para ponerlo a la par y considerarlo un interlocutor digno en un debate intelectual.
Me gustan los textos pendencieros aunque no los crispados, pero a quién podrían importarle mis gustos personales. Y me complace encontrar en el trabajo de los otros el hallazgo que me abre las perspectivas de lectura de los textos que me interesan o que incluso ocupan el centro de las preocupaciones de mi trabajo, pero tampoco creo que eso sea demasiado relevante. No obstante, es esa posición personal la que me permite celebrar el aporte de Ariel de la Fuente, que proporciona materiales no suficientemente considerados antes por los estudios sobre el Facundo y que están a la base de la formulación sarmientina que pone en relación la civilización con la barbarie, y que amplía la cronología del origen de la dicotomía de la década de 1840 a la de 1830 y a la de 1820. Y festejo también que con este apéndice a la edición de 2014 de su libro, se complete un faltante por cierto inexplicable de la primera edición en español de 2007: ¿cómo hablar de “los hijos de Facundo” sin sentir la necesidad (incluso la tentación) de dedicarle algunas páginas al ineludible texto de Sarmiento?
El nuevo texto de De la Fuente es disciplinado y quiere ser metódico: plantea el problema, se explaya en la demostración y recupera, al final, la suma de ideas y logros como pasándole en limpio a su lector lo que considera fundamental que retenga para mejor valorar su contribución. Plantearé ciertas diferencias con respecto a su concepción general del problema, a su forma de abordaje y al modo en que analiza y procesa los procedimientos de la escritura de Sarmiento.
La hipótesis central constituye un aporte: sostiene que la puesta en relación de los conceptos de civilización y de barbarie, convertida en clave de comprensión del funcionamiento del sistema federal, puede hallarse –antes que en la propia producción de Sarmiento, incluso si es la anterior al Facundo y más que en cierta bibliografía europea– fundamentalmente en dos “fuentes”: el periódico La Aurora Nacional (1830-1831), de Córdoba, y el artículo de Theodore de Lacordaire titulado “Une Estancia”, publicado en la Revue des Deux Mondes en 1833. De la Fuente despliega su argumento, con el que en términos generales acuerdo. Intenta señalar, con este hallazgo, que el origen intelectual de las ideas que sustentan el planteo de la dicotomía no es indefectiblemente europeo ni creado por Sarmiento, adjudicación que él se empecina en echarle en cara a la mayoría de los estudios que se han ocupado del escritor, lo que es erróneo, por cierto, porque el indicar, ante todo, que no es Sarmiento su inventor sino el que le dio el desarrollo más sistemático y eficaz es ya un lugar común de la crítica sarmientina. El centro del planteo de De la Fuente es que Sarmiento comparte el “vocabulario” y los “conceptos” con las “fuentes” identificadas, lo que probaría que es sobre ellos que construye su sistema, cuestión que se dedica a demostrar con mucho celo pero –considero– equivocado sistema de interpretación.
De la Fuente procede por comparación de párrafos en los que Sarmiento habría seguido un original escamoteado y, al enfrentarlos, trata de mostrar el remedo, que llega al extremo del plagio. Son varios los ejemplos que da, y en la mayoría trata de comprobar que las ideas son las mismas e incluso con las mismas formulaciones, punto que considero de particular importancia justamente porque me parece que De la Fuente simplifica demasiado los procedimientos y los procesos de conceptualización de la escritura.
En la confrontación de fragmentos, De la Fuente detecta la repetición y la enfatiza. Como en un “Pierre Menard” a la inversa, en vez de buscar la diferencia en la igualdad, busca la igualdad anulando de plano toda posibilidad de diferencia. Porque lo que no tiene en cuenta es que la frase es una unidad fundamental en la concepción de una idea y no el mero transporte formal –en el sentido de decorativo– de su contenido. Las ideas y los temas de interés pueden compartirse, pero las diferencias que se dan en la reescritura, pueden ser determinantes de la nueva conceptualización de la idea que ya entonces no volverá a ser la misma.
No quiero empecinarme en los detalles, pero si en La Aurora Nacional se enuncia un estado de situación acerca de la lejanía entre las escuelas y las poblaciones, en el texto de Sarmiento, en cambio –como se advierte en “Pierre Menard”– se lee una pregunta que deja ver su diagnóstico como programa: es el interrogante del que piensa a qué problema se enfrenta y cómo hacer para resolverlo. Diferencia sutil, pero que hace del de Sarmiento un pensamiento que se articula no solo por lo que leyó o por lo que sabe, sino también por los recursos variados de su prosa, que determinan o le dan forma y entidad a lo que se le ocurre e incluso a lo que copia. Porque no es lo mismo señalar que a mayor distancia de Buenos Aires mayor barbarie, como sintetiza De la Fuente uno de los artículos de La Aurora Nacional (“Si esto sucedía a tan corta distancia de la capital, juzguese de [sic] las manos a que estaría encomendada la egecución [sic] de esta medida atroz y bárbara en los demás partidos de la campaña”), que enunciar –como hace Sarmiento– que “los progresos de la civilización se acumulan en Buenos Aires solo: la pampa es un malísimo conductor para llevarla y distribuirla”. No es el señalamiento de la distancia sino la acuñación de la imagen la que marca la diferencia, al diseñar una ideologización de la pampa que, por potencia estética, se impondrá en el imaginario argentino como una certeza.
Como no creo que haya sido una mera cuestión de premura y falta de revisión la que pudo llevar a Sarmiento a una repetición del adverbio de lugar “allí” para “ensamblar” forzadamente dos oraciones del original copiado, como afirma De la Fuente. Lo cito:
Para empezar, comparemos brevemente un pasaje de la fuente francesa con uno del primer capítulo del Facundo, lo que nos va a permitir establecer e ilustrar la relación entre los dos textos. Por ejemplo, el viajero [se refiere a Lacordaire] describe la tarea de marcar el ganado de la siguiente manera:
la hierra, amène une suite de fêtes dans les estancias, comme, chez nous, les vendanges. L’estanciero invite ses amis à y asister, et les gauchos accourent de tous côtés …les gauchos, qui, dans ces occasions, déploient toute leur adresse à lancer le lazo et les bolas, deux armes favorites que ne le quitent jamais” (”Estancia”, 587).
Sarmiento, por su parte, escribe:
La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda; allí, la ostentación de la increíble destreza en el lazo. (Facundo, 34).
El pasaje del Facundo es, entonces, una traducción cuya construcción sugiere que, tal vez apremiado por el tiempo, Sarmiento no la revisó (desdobla el adverbio de lugar “y” en dos “allí…; allí…”, repetición que resulta en dos oraciones forzadamente ensambladas). No obstante, la traslación es bastante fiel y la secuencia de la enunciación es la misma: la hierra como fiesta/ la comparación con la vendimia/ los gauchos que vienen de los alrededores/ su habilidad con el lazo.[3]
Donde De la Fuente sólo ve una repetición digamos torpe, hay en cambio un recurso anafórico habitual en la escritura de Sarmiento que, si no particularmente en el fragmento que él recorta, ha dado en el Facundo algunas memorables iluminaciones (“Allí la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos […]”[4]), combinado con un uso no infrecuente en su obra de la predicación adverbial. Ser Sarmiento después de Lacordaire, como ser Menard después de Cervantes, es más desafiante que ser Lacordaire.
Lo mismo podríamos plantear respecto de los episodios de la vida de Quiroga que Sarmiento recupera. Para De la Fuente, el solo hecho de que ya circularan es lo que habría obligado al escritor a tomarlos. Sin embargo, lo importante no es que Sarmiento se los apropie porque circulen, sino que cuando Sarmiento los escribe –maestro del biografema avant la lettre–, hace la diferencia. Beatriz Sarlo ha sabido explicar con brillante precisión cómo, en el párrafo en que recupera la historia de la Severa Villafañe, Sarmiento ha podido “hacer tanto con tan poco”. Ahí está la originalidad. Ese es el “en cambio” de Menard. Porque allí donde De la Fuente ve empecinadamente lo mismo, literal, otros vemos (no solo pero también) el plus; una escritura que le da al material un nuevo agenciamiento, que vuelve a escribir ¿lo mismo?, que ahora ya es otra cosa.
Entonces aquí sí se revelaría importante discurrir un poco acerca de cuál es la idea de discurso que necesitamos manejar en relación con el sistema de Sarmiento, pese a que De la Fuente desestima la necesidad de definir el concepto para descansar en un acuerdo que estaría basado en “el sentido común académico”. En un abordaje crítico, incluso lo (que parece) obvio debe ser atendido o puesto en juego, y muchas veces es en su indagación donde radica lo más productivo de la “especulación” teórica (recurro a un término que De la Fuente usa despectivamente para referirse a una abultada cantidad de estudios sobre Sarmiento que están entre los más relevantes desde la segunda mitad del siglo XX hasta lo que va del XXI, producidos fundamentalmente por críticos literarios e historiadores).
La indagación crítica (a la que prefiero considerar cultural, porque la expertise central puede radicar en los procedimientos específicos de la literatura, del pensamiento o de la historia, pero cuyos más destacados representantes no departamentalizan y abrevan en otras disciplinas para potenciar la propia) sabe que el texto objeto no es documento o, en los casos en los que cabe, que no es solo documento; así como considera que la producción escrituraria de Sarmiento no es ideología en estado puro (si eso fuera postulable): también es procedimiento, estrategia discursiva, énfasis, filípica, error-corrección, apóstrofe, obsesión, cambio de posición, lectura, experimentación verbal, anáfora, organización de sistemas, elipsis, desplazamientos. Y eso construye ideología. De ahí que el abordaje literario o cultural no persiga necesariamente la verdad (aunque, claro, no esté reñida con su búsqueda y exploración), sino –a veces casi exclusivamente– la trama, la urdimbre, que son formas de articular verdades. Y, como se ve en casos como los de Piglia (a quien De la Fuente desestima rápidamente), Molloy (a quien le recomiendo leer), Sarlo (a quien objeta con pobre fundamento) o Jitrik (cuyos –según De la Fuente– “equivocados supuestos” son, en todo caso, los de Orgaz), la crítica literaria puede sumar al trabajo serio y fundamentado con sus hipótesis cierta osadía creativa que suele proporcionar aproximaciones inteligentes, que no son necesariamente rebuscadas aunque a De la Fuente puedan parecerle superficiales e incluso insensatas. Pueden, sí, ser conjeturales; porque los abordajes críticos más interesantes son los que se permiten dudar: la duda y la conjetura fundamentadas los determina más que el carácter asertivo que De la Fuente parece otorgarle como objetivo principal a su modo de ejercicio de la historia. Digo a su modo, porque otros abordajes desde la historia ponen de manifiesto que el rigor no implica necesariamente rigidez, lo que podría demostrarse con un solo ejemplo: el lúcido análisis del estilo de Sarmiento que Tulio Halperin Donghi (a quien, dicho sea de paso, también se lo carga) hace en el prólogo a Campaña en el Ejército Grande. En su indagación, la prosa de Halperin avanza, sondea, busca, encuentra, retrocede, retoma, se completa, para captar y analizar los modos discursivos y la retórica oratoria del escritor con amplitud de registro, términos certeros, refinamiento y sutileza envidiables.[5]
Y, a propósito, tampoco creo que el término “comentarista” sea el más adecuado para referirse a los autores de los artículos o libros que De la Fuente objeta, porque el vocablo –en el uso administrativo que él le da y no en el que le asigna, por ejemplo, Roland Barthes–[6] supone una idea claramente subalterna, casi residual, sin autonomía, de la actividad crítica e intelectual y de su relación con sus objetos de estudio.[7] Entre los 32 ensayos críticos que se incluyen en el volumen IV de la Historia crítica de la literatura argentina, una buena muestra de articulación entre osadía y rigor para el análisis del material es el texto de Julio Schvartzman, pieza maestra de la combinación entre precisión, creatividad y goce, cuya (re)lectura recomiendo a De la Fuente porque podría encontrar allí un abordaje de la dicotomía civilización-barbarie que no fatiga exclusiva o principalmente la ideología explícitamente argumentada por Sarmiento, y que –ese es el centro de la indagación del artículo– se constituye en y por medio de procedimientos discursivos e incluso focalizadamente frásticos; allí es donde radica la originalidad del estilo (que De la Fuente festeja, pero sin desarrollo de argumento), pero también del pensamiento de Sarmiento (que De la Fuente desestima, reconviniendo a Carlos Altamirano porque, para él, el hallazgo de las “fuentes” de sus ideas la anularía). Pero haber descubierto una “fuente” más directa, y por lo tanto altamente significativa, no obliga a inducir que sea la única inspiradora de la idea y de su sistematización. De ahí que, pese al empeño puesto por De la Fuente en ese punto, el descubrimiento de “la fuente” (aclaremos, por lo demás, que las pistas para el hallazgo se las da un texto de Félix Weinberg) no la vuelve excluyente, porque Sarmiento articula todo lo que ha leído, sí: incluso hasta el plagio.[8]
En el mismo sentido, De la Fuente denuncia (me parece que ese es el tono, por eso empleo el término) que Sarmiento conoce materiales de segunda mano y de manera superficial, y niega que haya tenido un conocimiento profundo de algunos de los historiadores, filósofos, viajeros científicos o pensadores que menciona, aun si los cita. En efecto: la lectura de segunda mano, fragmentaria, e incluso mala o errada es el modo habitual de lectura de Sarmiento.[9] Pero, ¿qué sería, en todo caso, una lectura profunda? ¿Una lectura completa, ordenada, sistemática, de obra completa, de –vuelvo a la palabra que tanto le gusta a De la Fuente– “fuente primaria”? Sarmiento lee aleatoria y sesgadamente, obsesionada y también distraídamente. Y así construye conocimiento y guía sus intuiciones o propuestas. Si De la Fuente se hiciera eco del excelente artículo de Sarlo y Altamirano sobre la cadena de lecturas de Sarmiento quizás podría flexibilizar un poco la idea del modo en que se forma una enciclopedia[10] y eso le permitiría repensar las maneras en que esos saberes se activan para la escritura: se escribe porque se ha leído, se escribe lo que se ha leído, se lee para poder seguir escribiendo.
Así funciona el saber de Sarmiento. Y es así tanto con respecto a Guizot o Michelet como con respecto al propio Lacordaire. Y que las “fuentes” de Sarmiento sean muchas veces artículos (o sea: no necesariamente obras orgánicas, para usar una expresión problemática de Ricardo Rojas, y mucho menos obras completas) muestra, antes que la superficialidad del abordaje, aun si también fuera admisible, su modus operandi. Uso adrede un sintagma que refiere al delito porque la práctica de la escritura de Sarmiento no evita la comisión de algunos “crímenes de escritura”, para decirlo con palabras de Susan Stewart,[11] que –a mi criterio– antes que condenarlo lo potencian. También Borges leerá material de segunda mano, como reconoce el mismo De la Fuente en una ligera aproximación al escritor del siglo XX–, y agrego: incluso de segunda a secas, y es precisamente ese material el que pone en funcionamiento su capacidad de crear, de inventar y su modo de ejercicio de una forma de la originalidad. Este es el núcleo de lo que creo que De la Fuente no logra captar: como puede verse en “El Aleph”, la originalidad no radica solo en la invención de una idea ex nihilo: también puede estar en la puesta en relación de ideas preexistentes, en el modo en que se las vincula y en las articulaciones que se montan.[12]
Los catecismos laicos publicados por Rudolph Ackerman en la década de 1820 para Hispanoamérica que Sarmiento tanto valoró son la síntesis conceptual de su acceso inicial a la cultura porque, en un sistema de preguntas y respuestas adecuadísimas fundamentalmente para la educación de los niños o para el autodidacta, difunden saberes de segunda mano. Ciertamente: Sarmiento conocía muchas veces al bulto la producción o el sistema de un pensador o de un escritor, y hasta magnificaba su conocimiento de la obra (Molloy, aunque no fue la única, ha contado cómo no habría sido posible que tradujera –incluso si, como ella propone, al decir traducir solo quiso decir leer para sí – un tomo por noche de la obra de Walter Scott); pero eso no le impedía entender el procedimiento, el sentido, el cogollo y el concepto global de los sistemas literarios, históricos o filosóficos que le interesaban.
Difícilmente pueda abarcarse todo lo que Sarmiento cita, recupera, divulga, plagia, sabe por boca de otro, aprendió por lectura directa, o lo que conoce por lectura profunda o por acceso superficial o rápido, porque es demasiado. Su método de acceso a la cultura no es ni ordenado ni completo. ¿Pero por qué esas lecturas deberían ser profundas, completas y ordenadas para poder ponerlas en funcionamiento en la escritura? ¿Cuál es la idea –e incluso la ideología– de la cultura o del conocimiento que está a la base de la posición que adopta De la Fuente cuando sostiene (como quien mensura, valora y amonesta), entonces, que no podría haber influencia allí donde no habría conocimiento directo, profundo y completo del material al que se hace referencia?[13]
“Sarmiento sólo era un adivino de epígrafes.” Esa demoledora sentencia de Lucio V. Mansilla, fruto de una larga y amarga competencia, da en el clavo.[14] Sí: Sarmiento era un adivino de epígrafes. Pero lo que Mansilla le señala como una mácula, no digamos que deba ser necesariamente la vanagloria de Sarmiento, pero es sí su modo de operar con la cultura letrada. Sarmiento entresacaba, leía al bies, hasta podríamos plantear que de soslayo. Muchos de los textos a los que accedía, aun cuando profundos, eran usualmente difundidos por empresas editoriales o periodísticas de magnitud que divulgaban conocimientos incluso de manera parcial y fragmentaria, como la Revue des Deux Mondes, o la Revue Encyclopédique. De esta salió, a las apuradas y con errónea adjudicación, la frase que Sarmiento no inventó, claro, pero que moldeó del modo más particular la cultura argentina desde que se la apropió (llámese como se quiera a esta apropiación: traducción, reescritura o robo): “A los ombres [sic] se degüella: a las ideas no” (la traducción de una cita de una cita de una frase). Ya Raúl Orgaz detecta la implementación temprana del plagio como sistema de escritura y de pensamiento que Sarmiento habilita para sí cuando encuentra que un artículo del último número de El Zonda no es sino “una glosa y compendio” de un trabajo de Leroux.[15]Glosa y compendio, dos articulaciones del saber que no suelen ser muy valorados pero que son, sin dudas, una forma de acceso al conocimiento y –¿por qué no?– a la idea y a la articulación original de un pensamiento. Ahí sí que la noción de “comentador”, pero aplicada al propio Sarmiento y no a quienes lo estudian, me parece más adecuada. Sarmiento, como señala Roland Barthes respecto de los comentadores de la Edad media, “se introduce sin duda en el texto recopiado, […] para hacerlo inteligible”.[16] Esa es la plataforma de despegue para el ejercicio de su originalidad.
Pese a lo que cree y erradamente sostiene De la Fuente, Sarlo ha demostrado que, en el caso de Sarmiento, el estado de urgencia para escribir no es solo una circunstancia marcada por las demandas del contexto. No dice que no lo sea, sino que no es solo eso. Lo que plantea es que la urgencia es constitutiva de su modo de ejercicio de la escritura (es una “velocidad subjetiva”, “interna”) y que las demandas y premuras de la política le sirven como coartada.[17] Me apropio, a lo Sarmiento, de esa idea para trasladársela a su ejercicio de la lectura: también su modo de leer está marcado por la urgencia; no solo por la compulsión a leer todo lo que se pueda, sino por hacer lecturas ad hoc solo para encontrar lo que necesita para pensar o por pensar a partir de lo que acaba de leer. Si alguna vez escribió dormido –como él mismo cuenta, encantado con su gracia–, y su mano continuó haciendo mecánicamente lo que su conciencia ya no podía controlar, no solo no es impensable sino que hasta resulta estimulante conjeturar que puede haber sucedido algo similar con algunas lecturas.[18] A pesar de que a De la Fuente no le gusten las especulaciones, creo que no sería improbable suponer que muchas de las lecturas de Sarmiento se interrumpieran, además de por la falta de sistema del lector, por falta de tiempo o incluso por cansancio o sueño, como acabo de plantear, o sobre todo por haber generado una idea productiva que podía llevarlo a continuar la lectura por otros medios, o sea, por la escritura. Sarmiento escribe a partir de lo que lee, escribe porque lee, escribe lo que lee (y, por qué no, incluso lo que no ha llegado a leer), y lee para (poder) escribir.
Y sí: lee, escucha y escribe hasta el plagio; y a veces bordea incluso la falsificación. La falsificación, que es una copia que se juega en la materialidad del objeto, duplicándolo, como sucede con los billetes o los documentos falsos. Esa es la acusación que ronda lo que podríamos llamar el affaire Vida de Nuestro Señor Jesucristo, libro publicado por Sarmiento en 1844, que llevó como introducción una “relación sucinta de la Palestina”, en la que ensayó el procedimiento conceptual que acentuaría decididamente en el Facundo: “Antes de leer la vida de Jesucristo, es necesario conocer el país donde nació y murió para redención del género humano”, ya que lo consideraba “indispensable para mejor inteligencia del texto sagrado”.[19]
Es justamente en torno a Vida de Nuestro Señor Jesucristo, que tuvo muchas reediciones porque circuló con mucho éxito, que se juegan algunas cuestiones fundamentales en relación con la autoría. El libro que, como dice el propio escritor, “lleva mi nombre como traductor y editor” es obra del alemán P. Schmidt y el argentino lo traduce de la versión en francés para editarlo en castellano y difundirlo. Cuando en 1884 Sarmiento reclame ante las autoridades eclesiásticas de Cuyo que ese libro suyo ha sido objeto de plagio por parte de un editor español que le ha cambiado el título para “darse por autor”, pondrá en evidencia que su idea de la autoría es más amplia que la que se desprende del texto de Ariel de la Fuente. Para Sarmiento, ser autor es ejecutar, y eso puede abarcar escribir una obra original (aun si regida por los procedimientos de reescritura de textos leídos, como venimos trabajando), traducir o –atención– editar. Así, la idea de originalidad se torna más compleja. ¿Idea de autor como creador o inventor? No necesaria o no exclusivamente. Por eso, no vendría mal recuperar también las otras funciones que trabaja Barthes en relación con la escritura en la Edad Media, como las de “scriptor”, que “recopia pura y simplemente”; “compilator”, que “agrega a lo que copia, pero nunca algo que provenga de él mismo”; “commentator” cuya función –como ya anticipé– es volver inteligible el texto recopiado; “auctor”, que “da sus propias ideas pero siempre apoyándose en otras autoridades”.[20] Todas esas nociones son constitutivas del ejercicio de la escritura en Sarmiento.
Pero por supuesto que Sarmiento es un escritor moderno y la noción de copyright también lo rige. Digo “también” porque, como en otros casos, sus planteos ideológicos no son necesariamente absolutos sino muchas veces ad hoc, porque allí donde cambien las condiciones pueden cambiar asimismo las posiciones.[21] Y si es verdad que muchas veces silencia lo leído cuando escribe, otras lo sirve en bandeja. Y defiende la posibilidad de apropiarse de una idea cuando cree que es buena, no importándole si recuerda quién la dijo o de dónde proviene. Eso sí: siempre y cuando no sea una idea suya, como se ve claramente en la turbación que le produce que Urquiza, que le sabe bien el lado flaco, le comente propuestas o razonamientos que Sarmiento reconoce como propios pero que el jefe del Ejército Grande prodiga en su conversación no reconociendo la autoría, quizás tal vez ocultándola adrede, y hasta atribuyéndosela a sí mismo. Ese es el límite de Sarmiento, porque lo que practica con su escritura no es necesariamente lo que admite en los demás cuando está en juego su derecho pero sobre todo su reputación como autor.[22]
Los supuestos crímenes de escritura del sanjuanino son los que encabritarán a Alberdi cuando aparezca la cuarta edición del Facundo en 1874 y cargará sus furias y envidias contra la fama adquirida por Sarmiento como escritor, recordando que las ideas centrales del libro eran las de todos los amigos de la emigración, y que el libro entonces no sería más que el compte-rendu de lo que le contaron acerca de lo que él no podía saber, por su temprana emigración y su condición provinciana, o –certera imagen para caracterizar un objeto que cruza escritura y sociabilidad– un “álbum” en el que varios amigos “dictaron una o varias páginas por vía de conversación”.[23]
Así es, Sarmiento habla por lo aprendido; escribe lo que otros también piensan o han pensado; pero lo pone en una estructura, en un plan de obra y en un proyecto estético y político que les da al material, a los elementos y a la figura de autor una dimensión cuya originalidad no radica en la creatio ex nihilo, sino en los nuevos agenciamientos. Sarmiento no es Funes el memorioso. No solo porque su memoria no puede retener todo lo leído al pie de la letra y en su totalidad; tampoco porque su percepción o su memoria lo condenen a duplicar el mundo, sino porque –por suerte– Sarmiento puede hacer lo que Funes no: puede pensar.
Notas
El de la batalla de La Tablada es un buen contraejemplo: basar su descripción de la batalla de La Tablada en el artículo de Lacordaire, más que un plagio (estoy tratando de afinar el funcionamiento del procedimiento) es una forma de la enciclopedia de su época y de su medio. No esconde “la fuente”, pese a que no menciona al autor, y no es un plagio en un sentido estricto dado que no oculta que está basándose en otro material; es más: de algún modo remite al lector al texto francés también como un ahorro de tiempo y de energía, para poder avanzar con lo que él particularmente quiere señalar.
Notas de autor