Artículo de reflexión
La doctrina de las dos ciudades en Agustín de Hipona
The doctrine of the two cities in Augustine of Hippo
La doctrina de las dos ciudades en Agustín de Hipona
Revista interamericana de investigación, educación y pedagogía, vol. 12, núm. 1, pp. 73-85, 2019
Universidad Santo Tomás
Recepción: 19 Enero 2018
Aprobación: 15 Mayo 2018
Resumen: El presente artículo quiere iluminar la famosa sentencia atribuida al obispo tomista Josep Torras i Bages "Cataluña será cristiana o no será" mediante una reflexión de la doctrina agustiniana acerca de las dos ciudades; la lectura contemporánea de Agustín que se propone tendrá especialmente en cuenta las aportaciones de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II.
Palabras clave: Agustín de Hipona, Torras i Bages, De civitate Dei.
Abstract: This article aims to illuminate the famous sentence attributed to the Thomistic bishop Josep Torras i Bages "Catalonia will be Christian or will not be" through a reflection of the Augustinian doctrine about the two cities; the contemporary reading of Augustine that is proposed will take special account of the contributions of the Constitution Lumen Gentium of the Second Vatican Council.
Keywords: Augustine of Hippo, Torras i Bages, De civitate Dei.
1. A raíz de una anécdota
En el año 2007 al cumplirse el centenario del nacimiento del obispo de la diócesis de Vic, Dr. Ramon Masnou i Boixeda (1907-2004), obispo que fue desde 1955 hasta su jubilación canónica en 1983, se promovió la edición de una miscelánea de reconocimiento a su figura y a su obra. Para ella me pidieron una aportación que era cuanto menos especial. Se trataba de reflexionar sobre la célebre frase del obispo Josep Torras i Bages (1846-1916), considerado como patriarca espiritual de Cataluña, muy admirado por el Dr. Masnou, frase que figura además en la fachada del Monasterio de Montserrat: «Cataluña será cristiana o no será»1. No podía negarme de ninguna forma. El Dr. Masnou fue el obispo que me confirió la ordenación sacerdotal y con él habíamos departido muchas veces sobre el significado de esta expresión que guiaba también su forma de entender el servicio eclesial a la comunidad política. Mi reflexión partía indefectiblemente de la reflexión de Agustín de Hipona. No podía ser de otra forma: formaba parte de mi estudio especializado en los Padres de la Iglesia. Pero, además creo que la visión agustiniana estaba en la base de la reflexión torrasiana y en consecuencia del obispo Masnou.
Aquella reflexión se ha visto ampliada y profundizada mucho más debido a las actuales circunstancias políticas que está viviendo Cataluña recientemente. Así, por ejemplo, en octubre del pasado 2017, se organizó en Vic un ciclo de conferencias y mesas redondas bajo el título general de «política y verdad». Mi participación (no publicada) me obligó a retomar aquel estudio para situarlo en el contexto actual de forma que la reflexión, salida del genio de Agustín, continuara iluminando las situaciones sociales actuales, puesto que tengo el convencimiento que su reflexión es de estudio imprescindible para cualquiera que desee dedicarse a la función pública. Además, añade la reflexión sobre qué papel debe tener la iglesia en este concierto, algo, evidentemente, muy importante para mí.
Todo ello es lo que me dispongo a ofrecer ahora desde aquella sublime aportación agustiniana sobre las dos ciudades.
2. Sobre la Ciudad de Dios
El genio de Agustín y su imponente formación retórica consigue sintetizar en pocas palabras, en discursos breves, los razonamientos que paulatinamente ha ido desarrollando en sus obras a menudo muy extensas. Esto ocurre en una de sus obras culmen, La Ciudad de Dios, un monumento de la historia de la humanidad. Me remito directamente al fragmento clave de esta obra, muy conocido y que debe ser leído y releído con la calma suficiente para comprenderlo en todo su contenido. Este es el texto.
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, tú mantienes alta mi cabeza (Salmo 3,4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Salmo 17,2).
Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre, han buscado los bienes de su cuerpo o de su espíritu o los de ambos; y pudiendo conocer a Dios, no le honraron ni le dieron gracias como a Dios, sino que se desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció. Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por la soberbia que los dominaba, resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles (pues llevaron a los pueblos a adorar a semejantes simulacros, o se fueron tras ellos), venerando y dando culto a la criatura en vez de al Creador, que es bendito por siempre (Carta a los Romanos 1,21-25).
En la segunda, en cambio, no hay otra sabiduría en el hombre que una vida religiosa, con la que se honra justamente al verdadero Dios, esperando como premio en la sociedad de los santos, hombres y ángeles, que Dios sea todo en todas las cosas (Primera Carta a los Corintios 15,28) (De Civitate Dei XIV,28)2.
Agustín de Hipona se había visto perturbado en sus más profundos sentimientos, los que le hacían ser romano -latino- de corazón, cuando en el año 410 conoció desde su diócesis africana la noticia de que Roma había sido saqueada por los pueblos llamados bárbaros que normalmente permanecían mas allá de las fronteras imperiales. El Norte de África se encontró con un alud de personas que huían de aquella ciudad capital que hasta aquel momento se había visto como inmortal, personas muchas de ellas de gran cultura, romanas de corazón como Agustín y cristianas de raíz, convertidas a aquella nueva fe universal que, desde Constantino, y especialmente desde Teodosio, se había identificado con la semilla de universalidad que también tenía el imperio en su corazón y que se había mantenido durante siglos y siglos.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo podía ser que mientras Roma estaba bajo la protección y amparo de los dioses, ahora descubiertos como paganos, se había mantenido firme e invicta, y cuando el imperio se había convertido a la nueva religión cristiana su capital eterna, Roma, símbolo de este imperio, se había visto saqueada? ¿Cristo no había sido lo suficientemente "poderoso" como para defender Roma de la barbarie pagana? ¿Qué habían hecho mal? ¿Cómo es que no se podía mantener firme un imperio al que debíamos llamar cristiano?
Era normal que fuese a Agustín a quien se dirigiesen este cúmulo de preguntas de la gente que se había convertido en refugiada, formuladas allí en el exilio africano; desde hacía ya mucho tiempo que Agustín se había convertido en el referente no sólo para la iglesia sino para toda la sociedad norteafricana e incluso más allá. Era lógico también que las preguntas llegasen tanto desde la buena fe cristiana, como, de manera inquisitorial e incluso resentida, desde las filas del paganismo, muy vivo todavía, con quien compartían la romanidad.
Agustín tuvo que responder. Para hacerlo necesitó él mismo una muy profunda reflexión puesto que estos acontecimientos también habían tocado el núcleo del pensamiento en el cual había sido educado y en el que se había mantenido amablemente toda la vida. Sus preguntas eran además de cariz teológico o cuanto menos pastoral, puesto que él era obispo de la iglesia. Y sus respuestas tendrían inevitablemente unas consecuencias políticas. ¿Qué era el reino de Dios? ¿Debía tener una plasmación, llamémosla, política, histórica? ¿Tenía que reducirse a la interioridad del corazón? ¿Se podían identificar el reino de Dios y el imperio? Quizás formulado en términos de hoy en día, se planteaba por primera vez temáticamente la relación que tiene que haber entre la iglesia y el estado, entre la fe y la política, entre el reino y la misma iglesia. Tendremos que esperar hasta el concilio Vaticano II, sobre todo a la constitución Gaudium et Spes, para encontrar una respuesta madura a estos interrogantes. El obispo Masnou participó en este concilio, dejémoslo apuntado.
Sin embargo, de momento Agustín reflexionó sobre esta novedad que se producía en su vida y en la historia y, sin poder ir a buscar precedentes que lo pudiesen orientar3, escribió su monumental obra, La Ciudad de Dios, sobre estas cuestiones. Una más de sus genialidades en la historia humana, como decíamos. Sigo creyendo que es una obra de lectura obligada cuando se abordan estos temas. Allí, de momento, tuvo que admitir que el imperio romano, convertido en cristiano, en el cual vivía y que amaba de todo corazón, no podía ser de ninguna forma la plasmación histórica del reino que Jesús había predicado. Lo tuvo que admitir a pesar de que sentía un amor profundo por el imperio en sí que, por otra parte, era el mismo en el que Jesús había vivido. Este imperio con su estructura, con su educación, con su cultura, es el que lo había fascinado y le había robado el corazón. Era de esta cultura, estaba profundamente enraizado -encarnado- en ella4.
Se habían producido, hacía bien poco, los acontecimientos que manifestaban cómo este imperio en su globalidad había transitado de la persecución -muy viva todavía en el recuerdo y la cultura romana y cristiana del pueblo- a ser vencido por la cruz de Jesucristo y a manifestar que el evangelio hacía, no tan solo una aportación más a la historia de este imperio, sino que culminaba esta historia llevándola a plenitud. ¡Vete a saber! ¡Quizás el retorno esperado del Señor estaba así mucho más cercano!
Este principio de encarnación del evangelio en la vida, en la cultura, en el pensamiento, en la gente, fue una constante en toda la vida y en todo el pensamiento agustiniano. Tampoco en este momento quiso renunciar a ello. Cualquier respuesta que diera al problema planteado debía incluir este principio de encarnación, porque el evangelio forzosamente se debía encarnar en la vida de los hombres. Así lo había manifestado el mismo Dios: encarnándose en Jesucristo, lo había hecho en la cultura del pueblo de Israel. Lo que estaba pasando no podía, pues, ser culpa -de ninguna manera- de la encarnación del evangelio en la cultura, en el pueblo. Al mismo tiempo, como decíamos, el evangelio aportaba a esta cultura algo que por sí misma no habría podido alcanzar jamás.
3. La ciudad de los hombres
Es aquí donde Agustín disecciona la aportación del evangelio encarnado, a partir de hacer un verdadero análisis de la realidad, tal como diríamos en lenguaje hoy en día, análisis en dos vertientes. La primera estaba sintetizada en el primer texto que hemos aportado. Lo que es determinante para la vida de los hombres y, por tanto, para la vida de los pueblos, es la caridad, el amor. Para la segunda me es necesario citar otro texto determinante de esta misma obra, cuando se pregunta por el origen de la ciudad, es decir, del estado tal como diríamos hoy.
Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se la van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere, no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: «¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?» «Lo mismo que a ti -respondió- el tener el mundo entero. Sólo que, a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, como lo haces con toda una flota, te llaman emperador (De Civitate Dei IV,4).
¡Es la justicia! A los gobiernos les corresponde la justicia. Es la injusticia la que les deslegitima. Ahora bien, con la sola justicia no es suficiente. Es necesario que haya la aportación de la caridad que pueda completar la obra de la justicia5. No basta con el ejercicio de la ley. Al imperio romano, que había acuñado el derecho como nadie y que vivía bajo el imperio de la ley, le hacía falta la aportación de la caridad. Sin ella, el ejercicio de la sola justicia podía convertirse en un ejercicio realizado desde el poder (a pesar de ser hecho desde la ley) y del poder Jesús había hablado con mucha dureza:
Sabéis que, entre los paganos, los jefes gobiernan con tiranía a sus súbditos y los grandes descargan sobre ellos el peso de su autoridad. Pero entre vosotros no debe ser así. Al contrario, el que entre vosotros quiera ser grande, que sirva a los demás; y el que entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en pago de la libertad de todos (Evangelio de san Mateo 20,25-28).
¿No sería esto precisamente lo que le había pasado al imperio, a pesar de ser aparentemente cristiano? ¿No habría actuado desde el poder y no desde el servicio? ¿No se habría reducido al cumplimiento de la ley y, por tanto, a la simple justicia legal y habría olvidado la caridad? De hecho, la verdadera Ciudad de Dios sólo es la celestial, aquella que se da en la Jerusalén del cielo, cuando Dios será «todo en todos» (Primera Carta a los Corintios 15,28). Mientras aquí en la tierra no se da nunca la ciudad celestial; ¡ay del momento en que la hemos querido ver o la hemos querido construir por fuerza! Si el imperio ha caído ha sido porque no era, ni antes en el paganismo, ni ahora en la época cristiana, aquella ciudad de Dios que sólo puede darse en el cielo, en la sociedad de los santos.
4. La Iglesia
Las personas, que de hecho constituyen el imperio, y sobre todo aquellas que están en el poder, también se mueven entre los mismos dos amores. Cada persona vive en sí misma, en su interioridad, esta situación de aspirar al amor de Dios y de vivir todavía demasiado arraigada en el amor a sí misma y al poder propio. ¡Nadie es santo! La plenitud de la santidad se dará sólo en la definitiva ciudad de Dios.
No es posible, pues, la ciudad de Dios aquí en la tierra. No hay, ni puede haber, ningún reino que pueda autoproclamarse como la plasmación histórica del reino de Dios. La prueba evidente de que el imperio romano tampoco lo era, es el hecho de que ha sido invadido y dominado, y su capital, Roma, saqueada. No es por obra y gracia de los invasores, sino que se debe, también y, sobre todo, a que los gobernantes, ellos mismos como personas y en el ejercicio del poder, no han sido capaces de dejar que fuera la caridad la que informara y completara la justicia puramente humana. ¡Vivían aún en el pecado!
¿Y la iglesia? ¿Se puede considerar ella misma la encarnación terrenal de esta ciudad de Dios? No sólo la experiencia del saqueo de Roma, sino la propia experiencia africana de Agustín le mueven a confesar que nunca la iglesia podrá ser tampoco esta ciudad soñada. Más bien esta ciudad será en el mismo momento en que termine el periplo mundano e histórico de la iglesia. Agustín lo sabía bien por su experiencia de lucha contra el donatismo que dividía sangrientamente la iglesia en la que estaba tan encarnado. El año 411, en la conferencia de Cartago, oficialmente terminaba este cisma tan doloroso; pero sólo era un final aparente. A pesar de haber terminado desde la perspectiva de la justicia, no terminó desde la perspectiva de la caridad. La prueba flagrante y evidente de que no fue así, fue que poco tiempo después de su muerte, el cristianismo, la iglesia entera, desaparecía del Norte de África, donde había sido floreciente y brillante, informando hasta el fondo el corazón de aquel pueblo, de la gran mayoría de personas que lo formaban. Había fallado la verdadera encarnación. Y eclesialmente, la comunión.
Doloroso es también saber que Agustín murió el 430, cuando aquellos pueblos bárbaros estaban asediando su ciudad, Hipona. Tampoco él no había conseguido hacer llegar la caridad a todas las estructuras del derecho y la justicia de su mundo, aquel que él amaba tanto. ¡No era posible la ciudad de Dios aquí! Cuánto daño no le ha hecho a Agustín, la mala interpretación que en la historia se ha hecho de este profundo pensamiento suyo; así arrancaron los llamados agustinismos políticos en la historia que llevaron a cabo exactamente lo contrario de lo que el obispo de Hipona había reflexionado.
A la iglesia le corresponde, si acaso, ser el signo, el sacramento, que anuncia y hace presente anticipadamente esta ciudad esperada, a pesar de no serlo ella misma. También ella sufrirá a lo largo de la historia los mismos problemas que afectan a la sociedad y al estado. También tendrá la tentación del ejercicio del poder en su interior y en su acción exterior cuando buscará demasiado a menudo su implantación por el camino poderoso y no por el del servicio en la caridad. También ella sufrirá la falta de vida en la caridad en su propio interior, con desgarros de la comunión, suscitados y provocados tanto por los jefes como por los subordinados, y se reducirá ella misma al estricto cumplimiento de la ley y del derecho. También ella sufrirá la falta de encarnación que no la dejará llegar en profundidad al corazón de las personas con el fin de ayudar a su conversión, con la excusa de que ella está arraigada en el cielo y no en la mundanidad, sin darse cuenta que entonces no toca el corazón de la gente.
En el fondo la mejor definición de lo que le corresponde hacer a la iglesia en relación a la realidad social y política en la que constantemente le toca vivir, es la de ser sacramento, signo, tan claro como sea posible, de esta ciudad de Dios definitiva. Qué bien lo dice la Constitución Lumen gentium sobre la Iglesia del Vaticano II, con un sabor bastante agustiniano.
«Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo» (LG 1).
Aunque sea simplificando los términos, tal vez habría que concluir que a la iglesia corresponde continuamente la aportación a la sociedad de la caridad que va más allá de la justicia que los gobiernos deben llevar a cabo. La estructura social, por sí sola, no puede llegar a construir una verdadera ciudad divina; se quedaría en una estructura humana y ésta siempre es deficiente, porque es portadora de pecado. La iglesia deberá ser portadora de caridad en su propio interior, es evidente; para eso es signo. Pero debe ser al mismo tiempo aportadora de caridad en la ciudad de los hombres en que vive. Por eso tiene que vivir bien encarnada. Es el camino que tiene Dios, movido por su profundo amor por el mundo y por cada uno de los hombres a los que quiere salvar (cf. Evangelio de san Juan 3,16-17), para llegar a hacer que la salvación sea verdaderamente universal (cf. Primera Carta a Timoteo 2,1-4).
5. "Cataluña será..."
Ésta era la pregunta inicial que había provocado esta reflexión. Sin embargo, ya se entiende que todo lo que digamos para este sujeto histórico tiene que poder ser aplicable a cualquier otra situación social y política porque estamos en una reflexión que lo es todo menos simplemente circunstancial.
Seguro que habría que profundizarlo más, pero tengo el convencimiento de que en el trasfondo de la frase torrasiana relacionando la fe cristiana y Cataluña, tenemos que ver estos elementos que nos aportaba Agustín. Seguro que formaban parte de su formación intelectual. Y lo mismo se tiene que decir para el obispo Ramon Masnou.
El profundo amor por Cataluña, por su cultura, su lengua, su gente, responde al ineludible principio de encarnación, personal -cristiano- y eclesial. La universalidad -la catolicidad- de la fe cristiana, no puede comportar en modo alguno un desarraigo; ¡al contrario! La encarnación reclama el amor profundo y sincero por el propio pueblo con todo lo que ello representa. La catolicidad de la iglesia tiene que llevar a la más profunda encarnación allá donde viva; es la condición de posibilidad de la universalidad.
En la historia de Cataluña esto se ha dado de tal manera que la misma cultura catalana hunde sus raíces en esta fe cristiana hasta hacerse, a momentos, inseparables entre sí sencillamente porque se han configurado la una a la otra. No hay que repetir ahora todo el profundo y bello análisis hecho en el documento de la Conferencia Episcopal Catalana, Raíces cristianas de Cataluña6. El documento está elaborado aún durante el ejercicio episcopal del obispo Masnou.
La historia milenaria del pueblo catalán se puede escribir como una historia de la encarnación de la justicia, con más o menos fortuna para cada momento histórico. La aportación de la fe cristiana a lo largo de esta historia ha sido importante porque ha aportado la caridad, aquel complemento necesario para hacer que la justicia no quede cerrada en sí misma. Y en muchos momentos históricos -lo sabemos bien- ha sido necesario que la iglesia aportara también la posibilidad de vivir la cultura catalana cuando esto no era posible de una manera normal en las circunstancias políticas. Ha sido el principio de encarnación llevado a sus últimas consecuencias.
¿Qué será Cataluña? No lo sabemos, como no lo podemos saber de ninguna entidad social, política; el futuro pertenece a Dios. Lo que sí podemos saber es que Cataluña será en la misma medida en que sea capaz de vivir en la justicia y sea tratada con esta misma justicia. Si pierde esta categoría y se deja reducir a ser una entidad simplemente administrativa, sin personalidad, sin el cultivo de la lengua y la cultura que la hacen ser, corre el peligro de dejar de ser lo que ha sido en la historia y hoy todavía es. Es aquello para lo cual el obispo Torras i Bages y el obispo Ramon Masnou emplearon tantos esfuerzos fruto de la encarnación que los llevaba a trabajar por la justicia.
¿Y la iglesia en Cataluña? ¿Podría desaparecer la fe cristiana de Cataluña, tal como desapareció en el África de Agustín? No han faltado voces que han vaticinado la posibilidad, tanto de esta desaparición de la iglesia en nuestro país (o reducción a ser un hecho marginal), como la desaparición de la misma entidad catalana (reducida a algo folclórico) en virtud de una universalidad, en un caso y en el otro, vendida como más beneficiosa.
Para que esto no sea así, será necesario que los gobiernos velen para asegurar la justicia -siguiendo con las terminologías agustinianas-. Es decir, será necesario que haya un cuidado especial por todo lo que hace referencia a la lengua y a la cultura que modelan el corazón de la gente y que no se sacrifiquen en el altar del progreso consagrado al dios económico de turno, que proporciona el poder fácil y directo para un hoy muy -demasiado- inmediato.
Será necesario también que la iglesia sepa aportar aquella caridad que proviene del evangelio, en el ejercicio normal de su actividad, tanto interna como de cara al exterior de sus propias fronteras. Porque el evangelio es una fuerza de sentido para la vida de las personas, que las sitúa en la órbita del servicio y no del poder. De ello, la misma iglesia deberá ser signo -sacramento- en su interior y no caer en la tentación de los recursos fáciles del ejercicio del poder.
Será necesario que ambas entidades, gobierno e iglesia, sepan reconocerse mutuamente y aprendan a vivir en la sociedad nueva que se está presentando. La iglesia deberá reencontrar su rol público, lejos de los roles que desgraciadamente ha llevado a cabo en épocas pasadas muy diversas y que no han sido precisamente modélicos. Y los gobiernos, la sociedad, tendrán que aprender a ver que la iglesia, y en general, los hechos religiosos tan diversos que hoy conviven ya en nuestra sociedad catalana y europea, son aportaciones preciosas al pueblo con algo que siempre sobrepasa lo que las estructuras del poder y la justicia no pueden dar: el amor y la paz.
¿Tiene futuro, pues, la iglesia en Cataluña? ¡Ha quedado claro que creemos firmemente que sí! Lo que le da futuro es el ser una iglesia encarnada, pobre, reconciliadora, corresponsable y que sabe estar en diálogo, interno y externo, con todo y con todos, en especial en el diálogo inter-religioso, y que sabe mantenerse lejos de cualquier tipo de funda-mentalismo.
Podremos hacerlo más o menos difícil, pondremos más o menos obstáculos, haremos más rodeos o iremos más directos, pero no haremos perder el futuro de la fe porque ésta responde a la inquietud del corazón de la persona humana. Será -seguro- una iglesia distinta de la que hemos conocido, probablemente menos numérica pero seguramente más auténtica porque responderá a las opciones firmes de sus miembros.
La iglesia catalana estará al servicio de nuestro pueblo para hacerlo crecer, para continuar diciéndole que el horizonte no se agota en el aquí y ahora, sino que llega a la plenitud del reino. Si no es así, ¡no será! Algo parecido se debe tener que decir para Cataluña; si no es capaz de seguir pensándose a sí misma y de admitir las aportaciones que desde tantos ámbitos, como el de la iglesia, se le hacen para hacerla ir más allá de ella misma, podría quedar reducida a ser algo marginal. La justicia y la caridad, sin embargo, se deben encarnar en este, nuestro querido pueblo.
¡O no será!
Referencias bibliográficas
Concilio Provincial Tarraconense. (1996). Documentos y resoluciones, Barcelona: Claret 1996.
Fitzgerald, A. (Ed). (2001). Diccionario de San Agustín. San Agustín a través del tiempo. Burgos: Monte Carmelo.
Marrou, H. (1987). S. Agostino e la fine della cultura antica, Milano: Jaca Book
Santos & Fuertes, (Ed.). (1988). Obras completas de san Agustín. La Ciudad de Dios. Madrid, España: BAC.
Torrá, J. (2007). «Catalunya serà...» Què será Catalunya, GENÍS SAMPER (coord.), Doctor Ramon Masnou. Miscellània de reconeixement, Barcelona: Publicacions de l'Abadia de Montserrat.
Notas