El voto en México: ayer y hoy
The vote in Mexico: yesterday and today
El voto en México: ayer y hoy
Espacios Públicos, vol. 20, núm. 48, pp. 27-44, 2017
Universidad Autónoma del Estado de México
Recepción: 10 Febrero 2016
Aprobación: 10 Octubre 2016
Resumen: El presente artículo intenta proporcionar una perspectiva en cuanto al significado, alcances y limitaciones del voto en la democracia representativa, particularmente en el caso mexicano. Para ello, el artículo revisa en términos generales lo que se ha dicho desde la teoría respecto al voto y la representación. El artículo describe y analiza los efectos que el voto, a partir de la transición democrática y de las reformas políticoelectorales, pudo haber tenido sobre el funcionamiento del régimen político mexicano. Finalmente, el texto presenta cómo el significado e importancia del voto ha ido perdiendo fuerza en México desde el 2000, por dos razones esenciales: 1) el avance de la pobreza y la desigualdad; y 2) el mal desempeño de los partidos políticos y de los gobiernos, lo que ha generado un creciente distanciamiento entre estos y gran parte de los votantes, ocasionando la aparición creciente de nuevas formas de expresión ciudadana, como el abstencionismo y el voto nulo.
Palabras clave: México, democracia, voto, representación, voto nulo y abstencionismo.
Abstract: This paper attempts to provide a perspective on the meaning, scope and limitations of voting in representative democracy, particularly in the Mexican case. To this end, paper reviews in general terms what has been said with regard to voting and representation theory. Next, the paper describes and analyses the effects that the vote, from the democratic transition and electoral reforms, it may have had on the operation of the Mexican political regime. Finally, the text presents how the meaning and importance of the vote has been losing strength since the year 2000, for two essential reasons: 1) the advance of poverty and inequality; and 2) the bad performance of the political parties and Governments, which has generated a growing estrangement between them and large part of the voters, causing the appearance of growing new expression forms of citizen as abstentionism and the null voting.
Keywords: Mexico, democracy, voting, representation, null voting and abstentionism.
VOTAR: VALOR Y SIGNIFICADO
A partir del siglo XIX, las sociedades occidentales han buscado avanzar por la vía democrática, lo cual ha sido uno de los máximos anhelos y, al mismo tiempo, de los rasgos distintivos en cuanto al desarrollo político se refiere. Dentro de la diversidad de tipos de democracia (aunque ciertamente son dos los que destacan en la historia: la republicana y la liberal),1 la que se ha impuesto es la liberal y, más específicamente aún, la liberal representativa, la procedimental, la que ve en los partidos políticos, las elecciones y el voto, los elementos constitutivos y definitorios del progreso político, del avance democrático de una sociedad. De este modo, lo que ha de transformarse para que una sociedad sea considerada democrática –piensan los liberales–, es el régimen político.2
Así, uno de los componentes esenciales de este modelo hegemónico es el voto. En la actualidad, desconocer o negar su importancia para el mejor funcionamiento de una democracia, sería una posición insostenible. Dar la posibilidad a los ciudadanos de que elijan pacíficamente entre distintas alternativas políticas es, sin duda, un signo de madurez política, de fortaleza institucional y legal. No olvidemos que las sociedades occidentales han luchado denodadamente en los dos últimos siglos por conquistar y expandir el sufragio como sinónimo de civilización, de extirpar toda célula de autoritarismo en una sociedad y evitar que pequeños grupos se apropien del poder político de la comunidad y tomen decisiones a contrapelo de la voluntad popular.
Es posible sostener que la democracia política, la que han impulsado las potencias de Occidente (Inglaterra, Estados Unidos y Francia), es y ha sido la lucha por universalizar el voto, por propagarlo y otorgarlo más allá de la raza, el género, el oficio, la condición social o incluso el grado de cultura o instrucción de la gente. Según Bobbio (1999: 25), cuando se habla de que un país ha experimentado “…un proceso de democratización se quiere decir que el número de quienes tienen derecho al voto aumentó progresivamente”. Occidente ha intentado universalizar el voto, en efecto, hacerlo directo, secreto e igual en su valor para todas y todos los ciudadanos, el siglo XX fue la constatación de ello. Al respecto, Rosanvallon (2012:55) nos dice que “esta figura de la igualdad (el voto) es a la vez del orden de una medida y de una relación. Esto es lo que constituye la especificidad y la centralidad del sufragio universal: es reconocimiento del individuo-igualdad (un hombre, un voto) y al mismo tiempo manifestación del individuo-comunidad (al participar en el cuerpo político)”.
De este modo, hacer posible la célebre 29 consigna “un hombre, un voto”, es vital para el cumplimiento de uno de los dos pilares fundamentales de la democracia: la igualdad, más específicamente, la igualdad política. Esto nos refiere a que en ningún momento debe haber diferencias ni distingos en cuanto a la calidad o cantidad del sufragio emitido por cualquier elector. Todo voto emitido por un ciudadano vale y cuenta lo mismo que cualquier otro voto, sin importar quién lo haya formulado y cuáles sean sus condiciones de vida o el lugar que ocupa en el escalafón social. “No hay formulación más simple y más universalmente aceptada de la noción de igualdad”, reflexiona y argumenta Rosanvallon que “mientras que la igualación de los individuos sigue siendo en todos los campos problemática, en el orden político parece encontrar una expresión evidente” (2012: 55).
No obstante que Rosanvallon tiene razón en lo que sostiene, creo pertinente considerar que el hecho de votar, aunque sea, en efecto, un derecho político universal en buena parte de las sociedades contemporáneas (por lo menos de Occidente o bajo su influencia), y que iguala políticamente a los individuos, puede encontrar enormes asimetrías al momento mismo en que el sujeto poseedor de derechos políticos sufraga, esto es, las condiciones de vida de un individuo cuando asiste a las urnas para depositar su voto, y las presiones que pudiesen eventualmente existir para que lo haga en un sentido u otro, pueden distorsionar el significado del voto y vulnerar otras dos dimensiones igualmente importantes: su secrecía y su libertad. Así, la democracia liberal representativa se ve fuertemente afectada, dado que el voto es, quizá, el principal componente de ese modelo.
Las sociedades caracterizadas por grandes desigualdades económicas y sociales, con una acentuada pobreza o con una clase política corrupta que comete injusticias e ilegalidades recurrentes, o en donde como parte consustancial del funcionamiento del sistema político se cometen abusos de autoridad, se cooptan o se compran los sufragios de los más desfavorecidos, son sociedades en las que aunque el voto formal sea de acceso generalizado, éste pierde su fuerza y significado, y ante semejante contexto, aleja de la esfera electoral –o puede hacerlo– a un buen número de ciudadanos desencantados y desilusionados de la utilidad de la democracia, de su funcionamiento, incluso de su pertinencia.
Una sociedad caracterizada por grandes desigualdades entre los diferentes sectores que la componen, es una sociedad que difícilmente puede llegar a ser democrática. Seres humanos empobrecidos, sometidos a condiciones materiales y económicas que afectan su dignidad, son seres humanos que pueden, eventualmente, ser más fácilmente cooptados. Si hablamos de los derechos políticos, es claro que la desigualdad y la polarización sociales imposibilitan, en los hechos, su pleno ejercicio dado que “…la pobreza conduce a la pérdida de autoestima y a la necesidad de vender la lealtad política a cambio de pequeños beneficios económicos que son esenciales para la sobrevivencia” (Ramírez, 2003:162).
En esta misma línea, el sociólogo Bauman, que ha reflexionado ampliamente sobre estos temas, menciona:
Sin derechos sociales para todos, un inmenso y seguramente creciente número de personas hallará que sus derechos políticos son de escasa utilidad o indignos de su atención. Si los derechos políticos son necesarios para establecer los derechos sociales, los derechos sociales son indispensables para que los derechos políticos sean “reales” y se mantengan vigentes. Ambas clases de derechos se necesitan mutuamente para su supervivencia, y esa supervivencia sólo puede emanar de su realización conjunta (2011: 24).
En palabras de Przeworski, los liberales que propusieron el modelo representativo, no pensaban cuando lo hicieron, en una igualdad social, más bien pensaban en la igualdad del sufragio, pero no consideraron que, en efecto, la desigualdad social genera desigualdad política.
Aun cuando los fundadores de las instituciones representativas hablaban el lenguaje de la igualdad, en realidad lo que querían decir era otra cosa, se referían más bien al anonimato, a la negación política de las diferencias sociales. A pesar de todos los discursos grandilocuentes sobre ser todos iguales, la igualdad en que pensaban era una igualdad política formal, imaginaban procedimientos que dieran a todos iguales oportunidades de influir en los resultados colectivos y también en la igualdad frente a la ley. No era igualdad social ni económica. Pero la desigualdad económica, en efecto, mina la igualdad política (Przeworski, 2010: 49).
Ahora bien, uno de los valores del voto no sólo es –hechas las salvedades–, que iguala a los individuos de una comunidad política, sino que alcanzarlo significó en varias y distintas sociedades del mundo (incluido México, desde luego), enormes esfuerzos ciudadanos, vidas perdidas, represiones brutales y, por supuesto, grandes resistencias desde palacio. La conquista del sufragio se debe, normalmente, a luchas y movilizaciones sociales. Es un derecho conquistado y ello, en sí mismo, entraña un gran valor. La importancia y significado de esta conquista salta a la vista cuando uno hace las comparaciones obligadas con otras formas de gobierno como las monarquías, las dictaduras, en fin, con aquellos regímenes autocráticos donde los ciudadanos poco o nada pueden decir y hacer. Donde no se exponen los distintos proyectos de país (de haberlos) al escrutinio popular.
Contar con el derecho al voto cambia las sociedades, las hace más democráticas, más plurales, más abiertas a los deseos y aspiraciones de los distintos grupos que componen una comunidad política. Da la posibilidad de alternancias, de cambios en la conducción de las sociedades, de que los distintos proyectos políticos se contrasten y se pongan a prueba en el ejercicio del poder político, lo que permite a los ciudadanos discernir, discutir y decidir en torno a distintas ofertas y posibilidades de gobierno. El voto es un mecanismo indispensable y sumamente significativo para que los individuos expresen sus intereses, necesidades y demandas y, en busca de ellas, otorguen su respaldo a los grupos políticos que las abanderarán. Sin el voto garantizado para toda la ciudadanía –en condiciones de equidad– no puede haber democracia alguna. El Estado y sus instituciones tienen la obligación de garantizarlo y protegerlo en todo momento.
En efecto, el voto es un medio de expresión política de la voluntad individual. El hecho de que en una sociedad sea posible votar tiene el propósito de permitir e impulsar la participación de la ciudadanía en la selección y designación de quienes habrán de tomar las decisiones de afectación general: los representantes populares. En este punto conviene señalar algo que ya he dicho, pero que vale la pena subrayar. En las democracias actuales, las instituciones son –mayoritariamente– representativas. “Los ciudadanos no gobiernan; son gobernados por otros, quizá otros que cambian en forma regular, pero siempre otros” (Przeworski, 2010: 51). Esto no quiere decir que las sociedades que adoptan la democracia como forma de gobierno únicamente tenga que ser representativas, podrían transitar hacia modelos más participativos y/o deliberativos; pero en la actualidad el modelo que prevalece es el representativo.
Un gobierno representativo, según lo establece Manin (1998), debe contar con cuatro principios esenciales:
1) Quienes gobiernan son nombrados por elección con intervalos regulares.
2) La toma de decisiones por los que gobiernan conserva un grado de independencia respecto de los deseos del electorado.
3) Los que son gobernados pueden expresar sus opiniones y deseos políticos sin estar sujetos al control de los que gobiernan, y
4) Las decisiones públicas se someten a un proceso de debate (Manin, 1998: 17).
De manera que los representantes tienen un grado importante de independencia frente a sus electores, esto es así debido a que “los sistemas representativos no autorizan (de hecho, lo prohíben expresamente) dos prácticas que privarían a los representantes de toda independencia: el mandato imperativo y la revocabilidad discrecional de los representantes (revocación)” (Manin, 1998: 201) (Las cursivas son mías). Habría que reflexionar y discutir ampliamente sobre el segundo aspecto, acerca de la necesidad de considerar en la actualidad la revocación para superar, en parte, la actual crisis que se vive en torno a la representación. Más complejo es pensar en sustituir el mandato representativo por el imperativo, porque ello implica que el elegido no puede sustraerse o modificar la acción que el elector ha definido con antelación y para lo cual le ha delegado poder a su representante. Este tipo de mandato (el imperativo) constriñe, o de plano anula, la autonomía eindependencia del representante. Pero pensar en la revocación de mandato (no discrecional) puede ser una alternativa de seguimiento y control de las labores desempeñadas por los representantes. No discutiré más este asunto por no ser aquí el lugar para ello.
Sólo quiero agregar respecto al cuarto principio propuesto por Manin que, en realidad, no se cumple en la mayoría de los casos en las sociedades contemporáneas. Los representantes, por lo general, no discuten públicamente sus decisiones. Tampoco rinden cuentas de su representación, ni están sometidos a mecanismos ciudadanos que podrían, eventualmente, servir para controlarlos, para contener o limitar los posibles abusos de poder o la ineficacia, ineficiencia e ineptitud para gobernar; pienso en mecanismos como la propia rendición de cuentas, revocación de mandato (ya referido), la reelección, o el derecho de petición. En las legislaciones de algunos países estos mecanismos están contemplados. En México, dichos mecanismos, aunque algunos de ellos se contemplan en las legislaciones, la verdad es que casi brillan por su ausencia en la práctica. La representación indirecta despunta e impera, y se despliega casi con total discrecionalidad. Como ha sostenido Rubio Carracedo (2007:57), “la representación indirecta… se asienta meramente en una vaporosa apelación al interés nacional y a la condición especializada o profesional del representante, a una responsabilidad abstracta”.
Recuperemos la discusión en torno a las bondades del sufragio. Éste es, igualmente, una herramienta muy valiosa de cambio y transformación. Si lo que se quiere es llevar a cabo procesos de cambio político y social, el voto adquiere particular relevancia; toma un valor enorme porque puede cambiar el estado de las cosas, puede contribuir a mejorar la vida en sociedad. Los derechos políticos básicos: votar y ser votado, pueden –y de hecho así ha ocurrido en incontables ocasiones– ser palancas para el movimiento y transformación de las sociedades.
Esto es así, entre otras cosas, porque votar es la facultad con la que cuenta una persona para apoyar a un candidato o a una lista de candidatos y, por supuesto, respaldar las propuestas por ellos formuladas, que una vez en los espacios de decisión pondrán en práctica mediante leyes, políticas públicas, programas, asignación presupuestal, etc., transformando por esas vías el estado de las cosas. Es, como decíamos, la posibilidad de los ciudadanos individuales de apoyar, entre distintos programas de gobierno, a uno en específico, aquel que más le conviene, el que en efecto considera podría favorecer a solucionar sus problemas y los de la sociedad en la que vive, el que resuelve sus demandas, el que está más cercano a sus intereses y necesidades, con el que se identifica normativa e ideológicamente. Por lo tanto, votar no es un acto ciudadano más, adquiere un valor considerable porque representa un posicionamiento frente a preferencias heterogéneas y ayuda a modelar una sociedad, impulsando a un grupo político en específico a hacerse cargo de las instituciones estatales y conducir a la comunidad política en cierta dirección, bajo un determinado modelo de país.
Como establece Przeworski (2010: 51), “…nadie puede, en forma individual, hacer que una alternativa en particular sea la elegida… tampoco sus votos individuales tienen un efecto causal sobre el resultado, (pero) las decisiones colectivas que surgen de ese proceso reflejan distribuciones de las preferencias individuales”.
Pues bien, votar implica que la ciudadanía cuenta con el recurso, si así lo decide, de influir en la definición del camino que una determinada sociedad habrá de seguir (en distintos niveles: local, estatal o nacional). Visto así –como ya mencioné–, el voto adquiere un valor inmenso. Me parece que es pertinente insistir en que el voto es una vía muy significativa para transformar cualquier país.
De manera que hablar de democracia es hablar de representación de intereses, de votos y elecciones, de partidos políticos, de la libertad y derecho de los ciudadanos para elegir entre distintas opciones programáticas (aunque también es cierto que éstas cada vez se parecen más, por lo que las opciones de elección con las que cuentan los ciudadanos se ven fuertemente restringidas). La lucha por el poder en democracia es sinónimo de competencia, de contraste de ideas, de perspectivas divergentes de hacia dónde debe dirigirse una comunidad humana; pero esta competencia debe darse, en todo momento, mediante los cauces institucionales y legales encargados de regular el voto y la competencia entre partidos políticos, que son, no lo olvidemos, instituciones que representan diversos intereses sociales, cuya finalidad primordial es la de fungir como instancias de mediación entre Estado y sociedad.
La democracia es, entonces, representación de intereses diversos; pero ciertamente este tipo de gobierno no tiene por qué agotarse en la representación, y también es importante considerar que “la existencia de partidos políticos y de elecciones no es suficiente para caracterizar una democracia” (Antaki, 2014: 7). La democracia puede tener, y de hecho es deseable que así ocurra en la actualidad, otras formas de expresión de la voluntad popular. En las sociedades contemporáneas se requiere que los ciudadanos se expresen y movilicen por otras vías distintas a la representación, que hasta el momento ha tomado cauce, esencialmente, a través de los partidos políticos.
De manera que la democracia es, y debe ser, una forma de gobierno capaz de reconocer el sufragio directo, universal, libre y secreto como principio legal para elegir a los representantes del Estado. El soberano se expresa (no sólo, pero de manera importante) mediante el sufragio y, por eso mismo, éste debe ser reconocido como componente central de la democracia. Esta idea de la expresión de la soberanía popular a través del voto, es determinante y, creo, un postulado irrenunciable para las sociedades de nuestros días, por su extensión y complejidad. El voto es una parte esencial de los sistemas democráticos. Sin él no hay democracia posible. Lo que no implica, como ya señalé, que no se contemplen otras formas de participación política de los ciudadanos. De hecho, “…en las sociedades democráticas la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos es indispensable, se requiere de ella, no para suplantar la democracia representativa, sino para complementarla… Participación y representación se necesitan mutuamente para darle viabilidad y sentido a la democracia” (Torres-Ruiz, 2014b). El voto es una de las formas para ejercer nuestra ciudadanía, una forma valiosísima, pero no la única.
Para cerrar este apartado, sólo decir que otra condición más del voto (además de ser universal y libre), es la de ser secreto. Cuando un individuo asiste a las urnas a depositar su voto, está realizando un acto público, sí, pero en donde la acción responde, fundamentalmente, a un ejercicio de introspección, de intimidad del votante consigo mismo. Así, para que esta acción se desarrolle en total libertad, requiere de secrecía, lo cual es esencial para evitar las presiones que, eventualmente, podrían provenir de factores externos al sujeto como represalias por parte de un grupo político, la represión estatal o prebendas políticas.
EFECTOS DEL VOTO EN EL CASO MEXICANO, UN POCO DE HISTORIA
Desde hace varios años México ha experimentado un proceso muy significativo de transformación institucional y legal en el ámbito electoral y de partidos que, paulatinamente, le cambió el rostro al país, lo hizo un poco más democrático, más abierto a las diferentes tendencias políticas. Durante largo tiempo, México fue un país caracterizado por un sistema político autoritario, vertical y excluyente, en donde regía un partido hegemónico (Sartori, 2000b: 276-277), el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que tenía un dominio total en lo referente a la competencia electoral. Los demás partidos, los pocos que tenían presencia en el ámbito nacional, y que verdaderamente representaban una oposición, competían siempre en los comicios en condiciones de desventaja, sabiendo de antemano que serían derrotados por la maquinaria priista. Durante la época del partido dominante lo que prevaleció fue el voto corporativo mediante el control de amplios sectores sociales a través del PRI.
Paulatinamente se fue quedando atrás ese régimen de partido hegemónico y se fue edificando con grandes esfuerzos un sistema de partidos plural, una democracia electoral más o menos estable, que dio la posibilidad a la ciudadanía de participar y contar con distintas opciones de partidos en cada ciclo electoral. Como se ha dicho hasta la saciedad, de un México monocolor, monopartidista, se transitó a un país más plural, a un país pluripartidista. En todo esto, el voto de los mexicanos jugó un papel determinante, ayudó sin duda, a transformar el país.
Las distintas reformas electorales instrumentadas en México constituyeron una inercia gradual de transformación del marco jurídico electoral. La lógica impuesta en ese impulso transformador fue reformista, acumulativa, no se trataba de imponer un nuevo marco electoral de manera radical, sino de experimentar nuevas alternativas y posibilidades para ir dando lugar a una nueva arena de competencia partidista electoral. Se trataba de ir modelando el sistema electoral y de partidos más convenientes para el país. Dicho en otras palabras, imperaban las intenciones progresivas, escalonadas, se buscaba construir, no sin resistencias por parte del statu quo, un sistema electoral y de partidos más plural y democrático, en donde no ganaran los impulsos de los diferentes actores políticos involucrados, sino la búsqueda e implementación de las mejores fórmulas, de los más óptimos mecanismos y procedimientos que hicieran posible una competencia por el poder más equilibrada, más justa, además de favorecer que los ciudadanos tuvieran la posibilidad de elegir libremente (y en secreto) a sus representantes dentro de un marco jurídico institucional sólido y confiable. Para ello sirvieron –y así fueron concebidas e implementadas– las distintas reformas electorales que tuvieron lugar en los años setenta, ochenta y noventa, inclusive la reforma de 2007-2008, no así la del 2014 (Torres-Ruiz, 2014a).
En todo este proceso reformador intervinieron varios actores políticos y sociales, la oposición de izquierda y de derecha, y el gobierno mismo. Durante ese periodo se invirtieron grandes recursos con la finalidad de ir construyendo gradualmente instituciones y mecanismos que hicieran creíbles y confiables las elecciones. Así, en diferentes momentos y en distintos niveles se reformó la Constitución y se creó una nueva ley reglamentaria en materia electoral, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE), se estableció la institución encargada de organizar y vigilar las elecciones, el Instituto Federal Electoral (IFE) y se instituyó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TFPJF), organismo encargado de sancionar los comicios. Este nuevo marco jurídico institucional permitió la creación de nuevos partidos políticos y la participación efectiva de éstos en las elecciones, favoreciendo, como ya decíamos, el arribo del pluralismo político y la clausura definitiva del sistema de partido casi único.
No obstante, dada la desconfianza crónica y pronunciada que históricamente ha campeado entre los mexicanos frente al tema electoral, el costo económico para construir este nuevo marco jurídico institucional resultó muy elevado. Podríamos decir que la confianza, –tal como nos lo recuerda Aguilar Rivera (2006:103- 104)– reduce los costos de transacción de las interacciones políticas, como las elecciones. Si la ciudadanía y los actores políticos confían en la imparcialidad y en la limpieza de los procesos electorales no será necesario gastar grandes sumas de dinero en asegurarle a todos los actores políticos que su voto cuenta.
Pero si la desconfianza es un problema endémico como ocurre en nuestro país, para tratar de eliminarla o aminorarla será necesario invertir mucho dinero para ofrecer garantías a los distintos actores de que las instituciones –en este caso comiciales– funcionarán adecuadamente. En todo esto, el IFE se convirtió en una “institución guardián” de nuestra incipiente democracia, un símbolo de la transición mexicana. El IFE fue, a la par, la institución encargada de organizar y conducir los distintos procesos electorales que se vivieron en México desde su creación (Torres-Ruiz, 2014a). En términos generales, el IFE cumplió con sus funciones, permitió una competencia más equilibrada, equitativa y justa entre partidos, y protegió los derechos políticos fundamentales de los ciudadanos. Hizo posible la instauración de la democracia mínima. Aunque también pueden señalarse descuidos y yerros –varios de ellos graves– por parte del IFE, como lo ocurrido, por ejemplo, en las controvertidas elecciones de 2006 y 2012 (Torres-Ruiz, 2014a).
A pesar de sus limitaciones, a partir de la reforma de 1989-90, se comenzó a dar en México una mayor participación ciudadana en los comicios. Los años ochenta se habían caracterizado por una acentuada apatía del electorado y un pronunciado abstencionismo electoral. Durante esa década menos de la mitad de los ciudadanos empadronados concurrían a las urnas. De hecho, en 1991 la participación aumentó 15% en relación con 1988, lo cual arrojaba un dato que permanecería vigente durante los años noventa: “…la aparición masiva de ciudadanos dispuestos a votar, ciudadanos que hicieron de las urnas un instrumento privilegiado para su inserción en la modernización política” (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000: 281-282). Estos mismos autores señalan que,
Como consecuencia de esta decisión tomada por millones, vimos aparecer otro fenómeno político no menos importante: la distancia entre el sistema de partidos en su conjunto y la sociedad –cuando menos en el proceso comicial– se estaba cerrando. Los partidos políticos mexicanos no eran organismos que le resultaran indiferentes al “México de ciudadanos” … sino que, por el contrario, había la disposición de escucharlos, apoyarlos y votar millonariamente por ellos. Era un buen signo, una condición indispensable para la construcción del “Estado de partidos” (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000: 282).
La enorme y justificada desconfianza histórica de los mexicanos en los comicios comenzó a disminuir a raíz de la democratización del régimen político, gracias a la serie de reformas políticoelectorales que iniciaron en 1977 y concluyeron, en una primera fase, en 1996. Posteriormente, y debido al agotamiento de estas reformas, o de sus limitaciones para enfrentar una realidad política distinta, se llevaron a cabo otras dos: la de 2007 y 2014. Pues bien, a partir de las primeras reformas, la tendencia de triunfos electorales de la oposición crecía, obteniendo triunfos muy sonados en distintos gobiernos estatales y municipales. No obstante, en las elecciones presidenciales de 1994 –un año particularmente convulso para México–,3 el PRI se impuso nuevamente con una alta participación ciudadana en las elecciones. En aquel año, 77.8% de la población empadronada con credencial para votar asistió a las urnas. Además, se realizaron las
…primeras elecciones nacionales más o menos honestas y competidas desde la Revolución de 1910; de hecho, probablemente las primeras de su historia.
Obteniendo apenas más de 50 por ciento de los votos válidos en contra de una oposición dividida, el PRI logró asegurarse la presidencia y una mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso. Al otorgársele una opción libre, el electorado votó claramente por la continuidad (Whitehead, 2006:119).
Pero sin duda, julio de 1997 es un momento significativo en el crecimiento de la oposición, dado que el Partido de la Revolución Democrática (PRD) obtuvo una arrolladora victoria en la capital del país, ganado la jefatura de Gobierno del Distrito Federal. Aquélla fue una elección donde por primera vez los ciudadanos de esa demarcación pudieron elegir por la vía del voto universal, libre, directo y secreto al jefe de gobierno y a los diputados locales. Al mismo tiempo, en 1997 el Partido Acción Nacional (pan) obtuvo importantes triunfos en algunos estados del país. Ese mismo año, y por primera ocasión en la historia del país, el pri perdía la mayoría en la Cámara de Diputados.
Otra de las consecuencias más visibles y valiosas de este viraje político e institucional, en donde el voto tomó gran fuerza, se dio el 2 de julio de 2000, donde se registró un 64% de participación ciudadana. En aquella ocasión México vivió uno de los días más memorables de su historia reciente: un partido político de oposición ganaba la Presidencia de la República y, con ello, el otrora partido “casi único”, el PRI, era derrotado, viéndose obligado a dejar Los Pinos después de detentar el poder ininterrumpidamente durante décadas. La mayoría de los mexicanos vieron la elección de 2000 como un referéndum, en donde la pregunta era: ¿continuidad del pri, o cambio de rumbo? Finalmente, la idea del cambio a través del “voto útil” se impuso a favor de Vicente Fox4 (el candidato opositor mejor posicionado en las encuestas), teniendo un atractivo nada menor sobre un sector amplio de la ciudadanía manifiestamente opositora al régimen (incluso sobre una franja considerable de la izquierda), dado que ofrecía la alternativa de ver derrotado, por fin, al partido hegemónico.
En aquella ocasión el voto se ejerció –en términos generales– con libertad, expresándose mayoritariamente a favor del cambio, de la alternancia en la Presidencia de la República. Sin embargo, en este punto hay que decir que el cambio de la mayoría de los ciudadanos respecto a sus preferencias políticas no se dio en el 2000 de manera espontánea y aislada, fue, más bien, producto de “…un fenómeno sociopolítico en evolución que se había evidenciado al menos desde 1988” (Moreno, 2003:164).
Con el resultado de las elecciones presidenciales de 2000 se demostró que las instituciones electorales funcionaban apropiadamente y que la voluntad popular podía expresarse con mayor libertad que en el pasado y en un ambiente de respeto y legalidad. La democracia representativa logró dar un paso determinante. Los resultados obtenidos bajo este nuevo escenario permitieron que los distintos actores políticos confiaran en la imparcialidad, equidad y limpieza de los procesos electorales.
En esas históricas elecciones, la ciudadanía decidió salir a las calles a depositar su voto con la confianza de que éste contaría y sería respetado. La gente ejerció su derecho a votar y desplegó, en todo momento de la jornada electoral, un encomiable civismo y una gran responsabilidad democrática. Conforme el proceso electoral transcurría fue diluyéndose el escepticismo ciudadano frente a la posibilidad de derrotar al PRI. Las premisas que acompañaban tradicionalmente a los mexicanos como: “¿qué sentido tiene votar si al final el PRI siempre gana?”, o “¿para qué votar si el PRI-gobierno invariablemente se roba la elección?”, se fueron transformando en una certeza: el triunfo opositor era posible, en buena medida, porque las instituciones electorales parecían más sólidas que antaño, y de hecho lo eran.
En aquellas elecciones históricas no hubo la posibilidad de instrumentar fraude alguno. El triunfo opositor era inobjetable y las instituciones electorales demostraban que gracias a su mayor autonomía y profesionalización estaban listas para procesar debidamente elecciones competidas; garantizando su limpieza y autenticidad.5 Finalmente, la democracia electoral demostraba que podía funcionar en el país.
EL MÉXICO DE NUESTROS DÍAS
Al ganar Fox la presidencia, se abrieron nuevas expectativas para la solución de algunos de los más ingentes y complejos problemas del país. La alternancia en el ejecutivo federal implicaba elementos diferentes y novedosos, además de cambios que podrían ocurrir e impactar en el avance o retroceso de la vida política del país.
A partir de entonces, las expectativas ciudadanas respecto a la democracia fueron muy elevadas. Muchos creyeron que la democracia resolvería todos los problemas, no sólo políticos, sino también económicos y sociales. La ciudadanía confió y depositó sus más altas esperanzas en la democracia y en las instituciones, actores y procedimientos que la representan: elecciones, partidos políticos, clase política, leyes, instituciones encargadas de organizar, vigilar y sancionar los comicios, congreso, etc. Esa confianza tenía que ver con la creencia de que la democracia sería el medio para generar crecimiento económico, más empleo y mejor remunerado, para educarse y tener acceso a buenos servicios de salud, en suma, para alcanzar mejores y más dignos niveles de vida.
El resultado de esas expectativas lo tenemos a la vista. Después de 12 años de gobiernos panistas en el ámbito federal, con Vicente Fox (2000- 2006) y Felipe Calderón (2006-2012); y de 3 años del “nuevo PRI”, con Enrique Peña Nieto (2012-2018)6 como presidente, lo que impera es la decepción, desconcierto, insatisfacción, desafección política y fuerte desconfianza en las instituciones de la democracia representativa.
Pero como dice José Antonio Crespo (2011), ya sabíamos, “…aun antes de la alternancia de 2000, que un fenómeno propio de las transiciones políticas es la llamada decepción democrática”.
El mismo Crespo apunta que la decepción con la democracia se debe al menos a dos razones: 1) a las expectativas desbordadas generadas durante la etapa autoritaria sobre lo que la democracia podría ofrecer en materia socio-económica; y 2) a:
…que la democracia sí puede brindar, casi de inmediato… un cambio en materia de corrupción e impunidad, pero eso exige la voluntad política de la nueva clase gobernante. Si por cualquier motivo no lo hace (compromisos con la antigua élite política, considerar que no era urgente ni necesario, o la decisión de también incurrir en corrupción y abuso de poder), entonces la decepción sobreviene, pero a partir del carácter antidemocrático de la nueva élite en el poder, que no logra distinguirse demasiado (o nada) del autoritarismo. La ciudadanía podría seguir pensando que la democracia, en términos genéricos, es el menos malo de los regímenes políticos, pero fácilmente puede concluir que en su país no tiene posibilidades de arraigo. Puede convencerse de que México no tiene condiciones para la democracia, que ésta será siempre desvirtuada por su clase política, que incluso puede ser contraproducente respecto de alguna forma de autoritarismo. Esa era la enorme responsabilidad histórica de los primeros gobiernos panistas federales; su buen o mal desempeño se atribuiría no sólo al pan, sino a la democracia misma como forma de gobierno (Crespo, 2011).
En este sentido, creo que los gobiernos panistas no abonaron al crecimiento y fortalecimiento de la confianza ciudadana respecto a las bondades de la democracia. Quedaron a deber porque no hicieron lo necesario para transformar ese contexto político y social de impunidad, de corrupción. Tampoco actuaron para construir una sociedad más equitativa, en donde la pobreza y la desigualdad disminuyeran. De haber sido más responsables y de haberse apegado a las propuestas que hicieron en las campañas presidenciales, los panistas hubiesen abonado al fortalecimiento de la democracia representativa. Ocurrió justamente lo contrario.
Así, el panorama político alentador que se vivía en el país en el 2000, se descompuso rápidamente. El gobierno de Vicente Fox no tuvo la suficiente habilidad política para leer adecuadamente el momento histórico crucial que le estaba tocando vivir al frente del gobierno. No pudo llevar a cabo las reformas necesarias, sobre todo en materia económica y social, para transformar el país y llevarlo a una situación de mayor justicia, equidad, libertad y democracia. Tampoco lo hizo el gobierno de Felipe Calderón; ni lo ha hecho el gobierno de Peña Nieto en los tres años que lleva.
EL VOTO EN EL MÉXICO DE HOY: CRISIS DE REPRESENTACIÓN Y DESCONFIANZA
Actualmente prevalece entre los mexicanos una marcada desconfianza en relación con ciertas instituciones de la democracia representativa. Si consideramos los datos de la Encuesta Nacional sobre Calidad de la Ciudadanía de 2013, tenemos que la confianza en los partidos políticos y los diputados se ubica por debajo de 20%, mientras que la confianza en el IFE (esta institución se transformó en el Instituto Nacional Electoral-ine a partir de mayo de 2014), es de 34% (Informe País, 2014: 127).
La desconfianza ciudadana en los partidos y legisladores es palpable y pone en serio riesgo el principio de representación. Los llamados “humores públicos” respecto a la democracia representativa son negativos. Existe en el ambiente ciudadano la idea de que los representantes y las instancias de intermediación entre el Estado y la sociedad, los intermediarios de la acción política, no están haciendo bien su trabajo, que es el de retomar y representar los intereses de las personas, las agendas ciudadanas, las demandas de los distintos sectores sociales. Hay, efectivamente, una crisis de la representación.
De manera que mayoritariamente los ciudadanos se sienten en los tiempos actuales poco, mal o nada representados por aquellos personajes que acceden a los puestos de elección popular. Si bien es cierto que los candidatos prometen durante sus campañas cambiar las condiciones de vida de la población, una vez que ganan el voto popular y gobiernan, se olvidan de ello. No cumplen lo prometido y, de ese modo, van minando la confianza ciudadana en la efectividad de las instituciones y procedimientos electorales. El ciudadano se pregunta –con razón– si realmente tiene algún sentido votar por alguien que finalmente no representará ni velará por sus intereses.
El amplio descrédito de la democracia representativa y la enorme desconfianza de la ciudadanía en ella, también se desprende de las prácticas corruptas de muchos de los políticos “profesionales”, quienes se sirven del poder político que la comunidad les ha conferido para satisfacer sus intereses e inclinaciones personales o de grupo, utilizando la ley, las instituciones y los diversos mecanismos y procedimientos estatales para obtener beneficios. La actual crisis de representatividad responde, al mismo tiempo, a los magros resultados que los políticos entregan a los gobernados, a la clausura de los espacios para que éstos participen y se involucren en los procesos donde se toman las decisiones. La distancia entre la clase política y la sociedad es cada vez mayor.
Los datos respecto a este asunto, nos dicen que un sector amplio de la población mexicana tiene la percepción de que a los funcionarios públicos no les preocupa lo que piensa la gente, este porcentaje alcanza el 73.9% (ENCUP, 2012). En un sentido similar encontramos que únicamente el 22% de la población considera que en México se gobierna para el bien de todo el pueblo (Latinobarómetro, 2013). Quizá por eso, por no sentirse bien representados y tomados en cuenta, los ciudadanos no confían ampliamente en algunas de las instituciones clave de la democracia representativa. Quizá por eso deciden abstenerse o votar nulo. Un dato revelador en este sentido, es el incremento del abstencionismo en las elecciones presidenciales en México a partir de 1994: 22.84% (1994), 36.03% (2000), 41.45% (2006); aunque en 2012 esta tendencia cambia, registrándose un abstencionismo de 36.92%.
Ahora bien, la crisis de los partidos políticos es evidente y se extiende con celeridad. Éstos han perdido en los últimos años su capacidad de ser mediadores entre la sociedad y el Estado, de incidir de manera relevante en las decisiones gubernamentales a favor de los ciudadanos. Sus ofertas programáticas son endebles, cuando no inexistentes. Los partidos debieran contar con la capacidad de realizar diagnósticos, establecer objetivos y prioridades, y proponer medios para lograrlos. Esto es, debieran ser capaces de generar programas y políticas públicas sólidas, claras, confiables, efectivas; para resolver las problemáticas sociales, para atraer a los votantes, para generar lazos de identidad con ellos.
Hoy por hoy, la mayoría de los programas partidarios son precarios y expresan objetivos demasiado amplios, tan amplios que se pierden en generalizaciones, lo cual difícilmente puede llevar a que los ciudadanos se sientan conectados con los partidos. Todos dicen lo mismo (o casi), no parecen haber distinciones en cuanto a los objetivos ni a los mecanismos requeridos para alcanzarlos. Los partidos deben trabajar arduamente para recuperar su capacidad de plantear programas, planes de gobierno y compromisos explícitos con la finalidad de plantear un proyecto de país, sólo así se podrá superar la crisis de partidos y de su representación.
La precariedad actual de los partidos lleva a los individuos a alejarse de la vida partidaria, de la esfera electoral. O, en el mejor de los casos, a votar por candidatos respaldados por una fuerte campaña de marketing político, que los convierte en las estrellas del momento, como ocurrió en 2012 con Peña Nieto. Pero también puede llevar a los ciudadanos al abstencionismo, a anular su voto. Al final de cuentas, si las contiendas electorales carecen de contenido, de propuestas serias, de debates de ideas entre los contendientes, el votante se queda sin la posibilidad de elegir entre opciones sustantivas, y los candidatos que finalmente resultan beneficiados por el voto únicamente pueden ser considerados representantes de manera formal. No representan, en efecto, los intereses de un cierto sector social, ni promueven un modelo específico de sociedad.
Ante esta realidad muy actual, el votante parece verse obligado a elegir “…entre unas pocas recetas, frecuentemente siguiendo la lógica del mal menor y, en todo caso, la fórmula de ‘lo tomas o lo dejas’” (Rubio Carracedo, 2007: 58). Y así, muchos ciudadanos deciden dejarlo, y moverse hacia otras alternativas de acción política, de participación, como es anular el voto, por ejemplo.
En las pasadas elecciones del 7 de junio de 2015, en México se discutió ampliamente la importancia, pertinencia y significado de anular el voto. Un segmento de la población, el 4.76% de la votación emitida a nivel nacional –equivalente a un millón 901 mil votos–,7 decidió recurrir a esta práctica. En estas elecciones, un sector de la izquierda intelectual, implementó una campaña para llamar a la población a anular el voto. El argumento consistía en deslegitimar al sistema de partidos que, como ya he dicho, no está dando resultados para resolver los problemas del país, ni está cumpliendo con representar intereses, procesar diferencias y mediar entre sociedad y Estado.
Ahora bien, este tipo de voto representa algo radicalmente distinto al abstencionismo, que puede ser interpretado únicamente como indiferencia o apatía de los ciudadanos. El anulismo es en realidad otra cosa. Representa, a mi modo de ver, un acto propiamente político, implica una toma de posición frente al funcionamiento de un sistema político o a un sistema de partidos. El ciudadano que opta por esta vía rechaza explícitamente estos dos componentes. Decide movilizarse, participar, acudir a las urnas el día de la elección, lo cual constituye una forma de defender las elecciones y rechazar a los partidos (Trejo, 2015). Es un mensaje claro en el sentido de que ninguna de las ofertas partidistas representa sus intereses, ni le convencen por sus malas actuaciones al momento de gobernar. Los que recurren a esta práctica intencionalmente por lo general son ciudadanos informados, que consultan las plataformas de los partidos en época electoral y dan seguimiento a las gestiones de los distintos gobiernos. Aunque también es cierto que puede haber votos nulos por error, cuando “el votante no cumple con los parámetros que muestren claramente por quién quería votar” (Parametría, 2015).
Hay que decirlo, en una democracia representativa tampoco se trata de votar a toda costa por un partido; si ninguna opción partidista representa al ciudadano, si éste no está de acuerdo en cómo gobiernan los partidos que compiten en unos comicios o no han defendido sus intereses, o no le parece bien cómo toman las decisiones o qué decisiones toman, ni las políticas que impulsan, por qué habría de darles su respaldo, el cual se traduce en poder, en dinero, en canonjías, ¿así nada más? Estar obligados a ello, parecería una violación o un constreñimiento a la libertad de elegir con la que cuentan los individuos, sobre todo si a ésta la entendemos como una capacidad de los seres humanos para reflexionar, discernir, contrastar, y así, “escoger o preferir”, entre distintas opciones, en este caso, frente a una baraja de partidos.
“Anular también es votar, no por un partido, sino en contra de un sistema que no representa a la gente”.8 Lo que ocurre con esta forma de expresión ciudadana –por lo menos en México– es que no tiene traducción en cuanto a la conformación de los órganos del Estado. Además, si el número de votos nulos es pequeño, mediano o grande, o hay un amplio abstencionismo, no tiene ninguna relevancia en el México de nuestros días desde el punto de vista legal, en tanto la legislación electoral no contempla penalización alguna para los partidos políticos ante ese escenario.
Pero sí puede tener un efecto político, dado que posicionados desde la ética, los ciudadanos que recurren a esta práctica, lo que hacen es denunciar la profunda crisis de legitimidad presente en el sistema político y, eventualmente, esa denuncia individual y colectiva a la vez, puede desembocar en una discusión pública sobre dicho fenómeno, contribuyendo a transformar el marco legal en materia electoral, es decir, incorporando a la legislación sanciones para los partidos políticos por haber sido incapaces de convencer a un sector de la ciudadanía de votar por ellos, como producto de sus propuestas de campaña o de sus buenos resultados al momento de gobernar.
Por otro lado, estas elecciones también registraron un alto abstencionismo, ubicándose éste en el 52% del padrón electoral. Esta problemática amerita una reflexión. El abstencionismo se puede interpretar de muy distintas maneras. Sobre él se puede decir que simplemente es apatía e indiferencia por parte de los ciudadanos en relación con el sistema político; pero también puede ser considerado como una señal de desaprobación por parte de la ciudadanía al sistema político, a su funcionamiento. Una forma de rechazarlo abiertamente, de revelarse frente a él. Los intérpretes del comportamiento electoral ciudadano, suelen esgrimir estos argumentos.
Ahora bien, así como ocurre con el voto nulo, el abstencionismo, aunque pueda ser un rechazo abierto al sistema político, si no está considerado en la legislación electoral no tiene ningún efecto transformador sobre el mismo. En todo caso, lo que puede ocurrir, creen algunos, es que los partidos con un voto duro mayoritario se beneficien tanto del abstencionismo como del anulismo. Pero esto no es necesariamente así, Trejo Delarbre escribe elocuentemente sobre este tema, refiriéndose particularmente al voto nulo:
Los más insistentes adversarios del voto nulo son simpatizantes de algún partido. Les parece que entre quienes se proponen anular hay votantes que podrían ser reclutados. De allí su obstinación para advertirnos que invalidar la boleta termina beneficiando a los partidos con más votos. Ese argumento es falso. Los partidos con clientelas electorales más numerosas de cualquier manera tendrán votaciones altas… Aquellos que dicen que la anulación les conviene a los partidos grandes (sobre todo piensan en el PRI) suponen que, si no anularan, los ciudadanos que se plantean esa opción votarían por alguno de los partidos de la oposición… El voto de quienes anulan no se le resta a ninguno de los partidos porque no estaba comprometido con alguno de ellos. Luego, entonces, no era un voto anti-priista, ni antipanista, ni contra ningún otro (Trejo, 2015).
CONCLUSIONES
El sentido del voto en el México de ayer y hoy ha cambiado. Durante el periodo de transición una gran mayoría de ciudadanos confiaba en la democracia representativa que se estaba construyendo, en sus instituciones y en los actores que en ella participan. Los ciudadanos respaldaban abiertamente con su voto a los partidos; pero con el correr de los años se ha modificado. La falta de capacidad de los partidos de representar los intereses sociales, de ser intermediarios entre sociedad y Estado, más el alejamiento de la clase política de los ciudadanos; aunado a la dudosa y deficiente gestión de las autoridades electorales con posterioridad a la alternancia en el poder presidencial, ha abierto la puerta a nuevas formas de expresión ciudadana, como el abstencionismo o el voto nulo. Los ciudadanos están desencantados, insatisfechos.
Desde mi perspectiva, votar nulo, y las consecuencias derivadas de ello, tienen sentido. Es una práctica política que puede ayudar a transformar la sociedad, denunciando en un primer momento la distancia y el divorcio entre representantes y representados, como resultado de que los primeros no cumplieron con sus promesas de campaña, ni llevaron a cabo el proyecto político ofrecido, y tampoco atendieron las demandas ciudadanas o respondieron satisfactoriamente ante las necesidades de la gente. Por lo tanto, el poder que se les confirió no fue adecuadamente empleado y, ese hecho, viola flagrantemente el principio de representación.
Ciertamente en una democracia representativa se requiere que los ciudadanos salgan y voten, es imprescindible la participación ciudadana para que este tipo de democracia tenga sentido. Y los mexicanos lo hicieron durante los primeros años dos mil, y de hecho podemos decir que lo siguen haciendo, aunque la participación electoral ha disminuido en los últimos años. No así, en las elecciones del pasado 7 de junio, donde a pesar de ser elecciones intermedias, la participación se ubicó en el 48%, siendo éste el porcentaje más alto en México en elecciones intermedias desde que hay alternancia en el poder presidencial.
Por último, quiero señalar que plantearse la posibilidad de no asistir a las urnas, o de votar nulo, puede parecer contradictorio después de exponer las bondades del voto. No obstante, esto es posible en México porque actualmente existe una fuerte crisis de representatividad. Los 43 intereses, demandas y necesidades de la gente son ignorados por quienes gobiernan. La desconfianza y el hartazgo ciudadanos se manifiestan, en parte, mediante estas dos prácticas –abstencionismo y voto nulo– que pueden poner en riesgo la sustentabilidad democrática, la legitimidad misma de esta forma de gobierno. Por eso hay que prestarles atención y considerar la posibilidad de traducir ese malestar ciudadano en leyes electorales, para que puedan tener un benéfico efecto transformador sobre el sistema político, de partidos y electoral, para que la democracia mexicana tenga viabilidad.
Referencias
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Notas