Artículos
“Ingratos hijos de Sonora”. Conflicto entre la Iglesia y el Estado en una entidad del noroeste mexicano, 1926-1929
"Sonora's Ungrateful Children". A Church State Conflict in a Mexican Northwest State, 1926-1929
“Ingratos hijos de Sonora”. Conflicto entre la Iglesia y el Estado en una entidad del noroeste mexicano, 1926-1929
Región y sociedad, vol. 33, e1506, 2021
El Colegio de Sonora
Recepción: 03 Junio 2021
Aprobación: 08 Noviembre 2021
Resumen: Objetivo: analizar la experiencia sonorense en el marco del conflicto entre la Iglesia y el Estado que ocurrió en México entre 1926 y 1929. Metodología: análisis de documentación contenida en acervos históricos locales, nacionales e internacionales con el fin de reconstruir el proceso sonorense a través de la identificación de actores, estrategias y circunstancias sociopolíticas en el periodo de estudio. Resultados: la investigación permitió caracterizar de pasiva la resistencia de la comunidad católica, expresada a través de cartas a las autoridades, contrabando de propaganda religiosa, distribución de volantes en defensa de la libertad religiosa y apoyo al boicot económico promovido por la Liga Nacional de la Defensa Religiosa. También se aborda el exilio del obispo Juan Navarrete y Guerrero en Estados Unidos y su participación en los arreglos firmados entre el Estado mexicano y la Santa Sede. Valor: el artículo reconstruye la expresión local de un conflicto heterogéneo que se manifestó de forma desigual en el país y presenta al laicado como actor central en el proceso. Así mismo aborda diferentes estrategias de resistencia por parte de la comunidad católica, definidas por la dinámica nacional y las especificidades de la región. Conclusiones: el conflicto religioso en Sonora entre 1926 y 1929 se caracterizó por la centralidad del activismo femenino en la movilización del laicado y por la elección de vías pacíficas para expresar inconformidades, lo cual estuvo enmarcado por la notable influencia del obispo y por el aprovechamiento de la frontera con Estados Unidos como espacio estratégico para la resistencia católica.
Palabras clave: conflicto Iglesia-Estado, posrevolución mexicana, anticlericalismo, resistencia católica, Sonora.
Abstract: Objective: to analyze the Sonoran experience in the frame of the church-state conflict that took place in Mexico between 1926 and 1929. Methodology: analysis of documents contained in local, national and international historical archives with the purpose of reconstructing the Sonoran process through the identification of players, strategies, and sociopolitical circumstances in the studied period. Results: research allowed characterizing the resistance displayed by the Catholic Church as passive, expressed through letters to the authorities, religious propaganda contraband, distribution of flyers in defense of religious liberty and supporting the economic boycott promoted by the Religious Defense National League. Additionally it addresses the exile of Bishop Juan Navarrete y Guerrero in the United States and his participation within the process of agreements signed between the Mexican State and the Holy See. Value: the article reconstructs the local expression of a variegated conflict that manifested unequally throughout the country, featuring the laity as a central player of the process; furthermore it addresses the different strategies of resistance presented by the catholic community, mostly defined by the national dynamics and the specifications of the region. Conclusions: the religious conflict in Sonora between 1926 and 1929 was characterized by the centralism of the feminist movement in the mobilization of the laity and by choosing pacifist ways to express their disagreements marked by the r notably bishop´s influence and by the use of the United States border as a strategic space for the Catholic resistance.
Keywords: church-state conflict, post-revolutionary México, anticlericalism, Catholic resistance, Sonora.
Introducción
La Revolución mexicana de 1910 supuso un trastrocamiento del orden político, social y cultural del país. La reconfiguración de los poderes y la conformación del Estado-Nación revolucionario ocurrieron mediante la inclusión y exclusión de diversos actores e instituciones y procesos de negociación. Como consecuencia del apoyo económico al régimen huertista por parte de la jerarquía eclesiástica católica, la Iglesia y sus integrantes se convirtieron en la reacción, en enemigos de la Revolución, y debían ser excluidos de la nueva sociedad que se conformaba en México en los primeros años del siglo XX.
La llamada revolución constitucionalista, que llegó con la Carta Magna publicada en 1917, inauguró una de las corrientes más importantes dentro del pensamiento de los hombres de la Revolución: el anticlericalismo, que si bien sentó sus bases legales en la Constitución, tuvo sus inicios en 1914 con acciones violentas contra el clero y diversos actos iconoclastas. El conflicto entre la Iglesia y el Estado que se desarrolló en México a partir de las políticas anticlericales emanadas de los gobiernos revolucionarios, tuvo uno de sus momentos más complejos a partir de 1926 con las medidas del presidente Plutarco Elías Calles que produjeron gran inconformidad entre la comunidad católica, al punto de provocar un levantamiento armado en la zona del Bajío que finalizó con la firma de los arreglos entre la jerarquía eclesiástica y el Estado mexicano en 1929.
El acontecimiento, conocido en la memoria popular como la Guerra Cristera, ha ocupado en la actualidad un lugar central en la historiografía sobre el periodo, la cual, hasta hace pocos años, había tocado de forma marginal otras estrategias de resistencia por parte de la comunidad católica. Según Butler (2002, p. 9), la literatura sobre el conflicto armado de 1926 y las persecuciones en la década de 1930 ha concentrado su interés en los enfrentamientos violentos y en las negociaciones entre los miembros del Estado revolucionario y la jerarquía católica, pero ha dejado fuera otras respuestas, métodos menos visibles y alternativos de resistencia. Los trabajos de Butler (2002, 2007 y 2018), Bantjes (2002 y 2007), Meyer (2007), Boylan (2007 y 2008), Curley (2007 y 2015), Fallaw (2001 y 2007), Álvarez (2017), Cejudo (2021) y Schell (2007) han dado cuenta de diversos mecanismos de resistencia encabezados por la comunidad católica para enfrentar las medidas de las tres olas anticlericales desarrolladas entre 1914 y 1938. Así mismo han puesto sobre la mesa diferentes actores, entre los cuales destacan las mujeres, y la cambiante relación entre el laicado y la jerarquía eclesiástica ante la crisis que supuso la Revolución mexicana para la Iglesia católica.
Otro elemento que han subrayado los autores y autoras citados con anterioridad es el reconocimiento de las expresiones locales de un conflicto que tomó dimensiones nacionales e internacionales. En 2002, Bantjes hizo un llamado a realizar “un estudio amplio que trascienda las generalizaciones basadas en el caso ciertamente excepcional del Bajío y regiones aledañas” (p. 204). Por eso en los últimos años se han llevado a cabo investigaciones que exploran el conflicto desde diversos espacios. El objetivo de este artículo es presentar un acercamiento a las particularidades de la experiencia sonorense.
La expresión del conflicto en Sonora tuvo sus especificidades, definidas por las dinámicas regionales en constante interacción con las políticas emanadas desde la capital del país, por la construcción del espacio fronterizo con el estado de Arizona y por la feminización de la Iglesia católica desde el periodo porfirista. En un estudio sobre el activismo de los laicos católicos en el este de Michoacán, Guerra (2008) identificó dos formas de resistencia, nombradas por los propios católicos: acción activa, que implicaba el uso de la violencia, y acción pasiva, que advocaba por el uso de estrategias pacíficas (p. 124), evitando el involucramiento en luchas políticas o armadas (Guerra, 2005, p. 537). El presente artículo propone que el repertorio de acción que utilizaron el laicado, el clero y la jerarquía eclesiástica en Sonora durante el conflicto desarrollado entre 1926 y 1929, se puede clasificar en la dimensión pasiva, expresada a través de cartas a autoridades, discursos públicos, apoyo al boicot económico promovido por la Liga Nacional de la Defensa Religiosa (LNDR) y, para el caso de los municipios más cercanos a la frontera con Estados Unidos, la asistencia a ceremonias religiosas en el vecino estado de Arizona y contrabando de propaganda religiosa.
El ejercicio se propone abundar en la resistencia pasiva de la jerarquía eclesiástica y de la feligresía católica durante el conflicto, a través del análisis de cartas pastorales y otros documentos que publicó el obispo de la diócesis de Sonora, Juan Navarrete y Guerrero, del intercambio epistolar con la jerarquía católica y de informes sobre el conflicto depositados en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (AHAM) y en el acervo de la Dirección General de Información Política y Social (DGIPS) del Archivo General de la Nación (AGN).
La propuesta se desarrolla en cinco apartados: el primero ofrece antecedentes del programa pastoral que realizó el obispo; el segundo aborda la configuración del conflicto desarrollado entre 1926 y 1929; el tercero detalla las características de la experiencia en Sonora; en el cuarto se analiza la actividad del obispo durante su exilio en Estados Unidos y su participación en las negociaciones con el Estado mexicano, así como las condiciones de su regreso a Sonora; el quinto apartado está dedicado a algunas consideraciones finales.
La acción católica de Juan Navarrete y Guerrero en Sonora
Según Padilla (2015), el anticlericalismo no había sido una característica de los grupos revolucionarios antes de 1914 (p. 40). La razón fue el apoyo que la jerarquía católica dio al gobierno de Victoriano Huerta, a través de un préstamo, además de la presencia de ciertos elementos del Partido Católico Nacional en el gabinete huertista. Venustiano Carranza lo dijo con claridad: sus enemigos eran el ejército (huertista), los terratenientes y el clero. De acuerdo con Bantjes (2007), sin mayor estructura legal y simbólica, en 1914 los carrancistas dieron inicio a una primera ola anticlerical que abarcó todo el país (p. 112). Dicha movilización incluyó el vandalismo y cierre de templos, confiscación de propiedades del clero, encarcelamiento, extorsión y expulsión de sacerdotes, exclaustración de religiosas, intentos por cerrar escuelas católicas, así como la prohibición de ritos y sacramentos. Este anticlericalismo constitucionalista tuvo sus expresiones más fuertes en Guanajuato, Jalisco, Nuevo León, Querétaro y Yucatán.
En Sonora, el general Manuel M. Diéguez confiscó el edificio del Seminario Conciliar en Hermosillo para convertirlo en cuartel y hospital militar (Enríquez, 2010, p. 252). El gobernador Plutarco Elías Calles expulsó a todos los sacerdotes de Sonora en marzo de 1916, debido a su “participación criminal […] en labor antipatriótica desarrollada por los enemigos del constitucionalismo (y apoyar) la intervención norteamericana” (p. 253).
Las peticiones de la sociedad solicitando el regreso de los ministros de culto se hicieron presentes. Sin embargo, el gobierno respondió que se les permitiría volver una vez restablecida por completo la paz en el estado (Enríquez, 2010, pp. 254-255). El propio Venustiano Carranza recomendó al gobernador permitir el regreso de algunos sacerdotes que no se hubieran visto involucrados en cuestiones políticas, a lo cual se respondió que se iniciaría una averiguación para deslindar responsabilidades en cada caso. Elías Calles permitió el paso de algunos sacerdotes en situaciones extraordinarias, siempre y cuando salieran del estado al terminar su labor.
La promulgación de la Constitución de 1917 representó la estructura legal para la total regulación de las actividades de la Iglesia por parte del Estado. A pesar de las restricciones señaladas, la Carta Magna contempló la libertad de culto, que fue citada por un grupo de ciudadanos que solicitó al gobierno del estado el regreso de los sacerdotes. Dicho grupo recibió por respuesta que era necesario definir por ley cuántos ministros podían permanecer en el estado según el número de habitantes (Enríquez, 2010, p. 257). El 4 de mayo de 1919 se publicó en el Diario Oficial la ley que fijaba el número de ministros de cultos religiosos que podían ejercer su ministerio en el estado, la cual estipuló que sería uno por cada veinte mil habitantes, tomando como base el último censo de la población (Cejudo, 2021, p. 58). A escala nacional, los templos se reabrieron en junio de 1919. Ese mes arribó a Nogales el nuevo obispo de Sonora: Juan Navarrete y Guerrero.
En 1919, la diócesis de Sonora cumplía cinco años bajo la dirección de un vicario en sede vacante tras la partida de Ignacio Valdespino, quien abandonó el estado para asumir el obispado de Aguascalientes. Ese mismo año, el papa Benedicto XV preconizó a Juan Navarrete y Guerrero, nacido en Oaxaca el 12 de agosto de 1886, como obispo de Sonora. El joven de 33 años ingresó en 1904 al Colegio Pío Latino Americano en Roma y desarrolló sus estudios en la Universidad Gregoriana, donde obtuvo el título de Doctor en Teología. En 1909 recibió ordenación sacerdotal y a los pocos meses regresó a México.1
El proyecto pastoral del obispo Juan Navarrete y Guerrero fue concebido en un panorama casi desastroso para la Iglesia católica de Sonora. En ese contexto, el combate a la indiferencia religiosa se convirtió en el estandarte de su programa. Además de dicho problema, que era un tema constante en los discursos de los prelados establecidos en Sonora desde la fundación de la diócesis en 1779, a Navarrete le preocupaba el estado de los templos, que “debían reconstruirse o construirse de nuevo” en su mayoría. Pero la diócesis contaba con pocos sacerdotes, la mayoría de edad avanzada, con pocas energías para asumir la difícil empresa del obispo y con problemas de credibilidad, pues, según explicaba Navarrete en su primera carta pastoral, “la persecución de la que ha sido objeto en los últimos años la Santa Iglesia” (Cejudo, 2021, p. 65) había destruido casi por completo el prestigio de los sacerdotes.
Entre sus estrategias para combatir el estado de cosas que encontró a su llegada, el obispo promovió la reapertura del seminario. Sin embargo, inició la formación de sacerdotes enviando jóvenes sonorenses a seminarios ubicados en otras diócesis del país, dirigidas en buena parte por sus compañeros del Colegio Pío Latino Americano. Por otra parte, Navarrete inició la construcción de escuelas confesionales, la capacitación de catequistas, la edición de periódicos, la distribución de propaganda religiosa y la formación de casas mutualistas, entre otras actividades relacionadas con la doctrina del catolicismo social que, según sus palabras, inició desde su regreso a México en 1909 (Cejudo, 2021, p. 58).
La consolidación de tales actividades requirió la participación activa del laicado sonorense. Juan Navarrete y Guerrero propició y organizó dicha participación a través de la fundación de la Liga Diocesana de Sonora (LDS), que nació con tres objetivos: combatir la indiferencia religiosa, consolidar la educación cristiana y hacerse de recursos para realizar su labor (Cejudo, 2021, p. 74).
La LDS inició actividades en 1921 a partir de una organización territorial que tenía como cabeza la diócesis de Sonora, bajo la responsabilidad del obispo Navarrete. Cada parroquia contaba con una estructura compuesta por mujeres que se coordinaban a través de un organigrama vertical que iniciaba con una presidenta y finalizaba con la jefa de manzana, quien se encargaba de recolectar la cuota semanal que donaban quienes formaban parte de la Liga.
El éxito de la LDS, que Navarrete concebía como la forma que había tomado la acción católica en Sonora (Cejudo, 2021, p. 77), se materializó en el financiamiento y la puesta en marcha de los programas mencionados con anterioridad. Según lo dijo el propio obispo en 1936, la campaña desfanatizadora que encabezaba el gobernador Rodolfo Elías Calles por esos años, buscaba contrarrestar la exitosa intervención de la Iglesia católica en el ámbito educativo, la beneficencia y demás obras que promovía la LDS (Cejudo, 2021, p. 92). Esta percepción sobre la LDS también la anota el agente número 9 del Departamento Confidencial de la Secretaría de Gobernación, quien en un reporte sobre las actividades del obispo Navarrete en 1926 expresó que:
La organización católica más grande en el estado es la Liga Diocesana, que tiene ramificaciones en todos los lugares del Estado, siendo sus miembros hombres y mujeres, los que pagan a razón de 10 centavos por persona cada mes, aunque la cantidad de dinero parece insignificante, en cambio los socios son muchos miles, pues sé que son raras las familias donde no haya un socio, dando por resultado que las entradas eran cuando menos de 1 300 pesos al mes, siendo este dinero exclusivo para el Obispo, a más de otras fuentes de ingreso que él tenía; dando por resultado que en estos siete años de estar frente a obispado, quedara con un bonito capital, que ahora lo está empleando en construir un colegio católico en Nogales, Arizona. (Cejudo, 2021, p. 78)
Así, luego de siete años del inicio del programa pastoral del obispo Navarrete, la situación de la Iglesia católica de Sonora parecía encontrarse en un estable crecimiento gracias a la participación del laicado, femenino en su mayoría, que no fue interrumpido por las autoridades y, aunque la indiferencia religiosa seguía constante en los discursos del prelado, el estado de las cosas parecía distante de la realidad que halló a su llegada a territorio sonorense.
La Ley Calles y el conflicto entre la Iglesia y el Estado en México
Luego de la tensión vivida entre la Iglesia católica y el Estado mexicano durante la ola anticlerical iniciada en 1914 y sus implicaciones plasmadas en la Carta Magna de 1917, en general, el gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924) evitó la confrontación con la jerarquía católica, pues no le preocupaban las manifestaciones católicas, por considerarlas producto de “beatos o mujeres” (García, 2009, p. 215), y su atención estaba puesta en mantener el control político de su partido ante las próximas elecciones presidenciales. Sin embargo, en 1923 la situación cambió: el clero católico organizó un homenaje a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, en Guanajuato. Según García (2012), la expresión “Cristo Rey” no se refería sólo a un tópico religioso; también “concentraba las aspiraciones políticas y sociales de la catolicidad” (p. 215). Dicha actividad multitudinaria mostró el poder de convocatoria de la Iglesia católica y fue una llamada de atención con respecto a su poder.
Según explica García (2012), el asunto “había dejado de ser una cuestión de exaltados y fanáticos y se había convertido en una amenaza política al régimen y al Estado” (p. 215). La respuesta del ejecutivo nacional fue expulsar al delegado papal, Ernesto Filippi, lo cual provocó protestas silenciosas en todo el país.
Tras un proceso violento, que incluyó el asesinato de Francisco Villa y el rompimiento con Adolfo de la Huerta, expresidente del país y exgobernador de Sonora, así como su posterior levantamiento, el triunfo electoral de Plutarco Elías Calles en 1924 causó fricciones entre el régimen y los católicos que habían apoyado a otro candidato, el general Ángel Flores, pues éstos consideraban que habían obtenido la mayoría de los votos y que el sonorense había ganado mediante un fraude electoral (García, 1995, p. 132).
El general Calles tenía razones políticas para imponer la ley y el orden revolucionario, pues México se consideraba un país laico y republicano. Esa definición, de acuerdo con la Carta Magna de 1917, era contraria a la ideología de “la reacción”, que era como el régimen llamaba a los católicos y a todos los grupos sociales contrarios a su programa (García, 1995, p. 133).
El año en que Plutarco Elías Calles asumió la presidencia de México, la Iglesia católica llevó a cabo el Congreso Eucarístico en el mes de octubre, en el cual fue transmitido un mensaje del papa Pío XI. Se refrendó el “grito de guerra de los católicos: ¡Cristo, Rey de México!” (García, 1995, p. 216). Lo anterior dio pie a que la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), uno de los brazos políticos más importantes del régimen callista, pidiera al presidente restricciones en cuanto a la cantidad de templos católicos en el país (García, 1995, p. 216).
En 1925, según el estudio de Lisbona, el dirigente de la CROM, Luis N. Morones, apoyó, junto con el presidente Calles, la creación de una Iglesia Católica Apostólica Mexicana, cuya premisa era el rompimiento con Roma y el seguimiento a lo establecido en la Constitución de 1917. El cura José Joaquín Pérez Budar se posesionó de la iglesia de La Soledad en la capital del país el 22 de febrero de 1925, junto con otros ocho sacerdotes (Lisbona, 2009, p. 264), y fue defendida por el presbítero romano Alejandro Silva y por los fieles que se congregaron en el templo (García, 1995, p. 217).
Ante este enfrentamiento, el secretario de gobierno, Gilberto Valenzuela, indicó que el gobierno era ajeno al conflicto. Sin embargo, no podía permitir la toma violenta de los templos y mucho menos que el pueblo católico “exaltado por la propaganda subversiva de los Caballeros de Colón, intente otorgarse por su misma mano garantías” (García, 1995, p. 217).
Aun cuando en Sonora no se presentaron manifestaciones de esta nueva Iglesia Católica Apostólica Mexicana, el obispo Juan Navarrete definió con claridad su postura de apoyo a la Iglesia romana en su segunda carta pastoral, en la cual emitió una protesta ante los “desaconsejados” que intentaban separar la Iglesia católica mexicana de la unión con Roma, puesto que la
historia de veinte siglos de catolicismo nos demuestra que el romano pontífice ha sido para el mundo, no sólo la luz en materia de fe y la dirección en asuntos de moral sino una influencia determinante en la preservación de las naciones, en la solución de problemas sociales, en el mantenimiento de los ideales levantados, de los esplendores de la ciencia, de las bellezas del arte, de los fueros de la verdadera libertad, de la vida feliz de los hogares, de la paz y tranquilidad de las conciencias.2
A partir del episodio de La Soledad, el arzobispo de Michoacán, Leopoldo Ruíz y Flores, convocó a los mexicanos a una cruzada nacional de desagravio, ante la amenaza del grupo cismático y la indolencia por parte de las autoridades gubernamentales con respecto a sus acciones. Esto ocasionó una oposición firme y tenaz de los católicos frente al gobierno; también llevó a retomar la idea de formar una liga para la defensa religiosa, de la que se hablaba desde 1917, la cual debía ser una asociación cívica independiente de la jerarquía católica y de cualquier partido político (García, 1995, p. 218).
La Liga Nacional de la Defensa Religiosa (LNDR) se conformó de integrantes de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y por Los Caballeros de Colón. Exhortaban, mediante un comunicado nacional, a “defender la religión y la patria”. Además, apuntaban a la necesidad de derogar los artículos constitucionales que atentaban contra los derechos de los católicos, acciones que fueron consideradas actos de sedición (García, 1995, p. 219). La Liga recibió el respaldo del comité episcopal a través de una carta pastoral, en la cual se instaba a los católicos a luchar por la libertad religiosa (García, 1995, p. 220). En 1925 la estructura legal para responder a los atentados del régimen se había instalado. Los seglares, apoyados por su jerarquía, estaban dispuestos a dar la batalla en defensa de sus derechos políticos, las libertades de los ciudadanos mexicanos y, sobre todo, de la Iglesia católica en el país.
En 1926 se anunciaba que el Congreso de la Unión discutiría el contenido del artículo 130 constitucional, por lo cual los arzobispos de Guadalajara, México, Michoacán y Monterrey se dirigieron al presidente Calles para expresar su preocupación y molestia al respecto. A este contexto se sumó la sospecha del gobierno de Calles de la intervención de la Iglesia católica de Estados Unidos a favor de Adolfo de la Huerta, quien declaró ante la prensa estadounidense que buscaba regresar al país y asumir el poder político (García, 1995, p. 222).
En ese ambiente, el arzobispo de México, José Mora y del Río, declaró que ni el episcopado ni el clero reconocían lo contenido en los artículos 3, 5, 27 y 130 constitucionales, lo que recibió el apoyo del papa Pío XI en su encíclica Pater Sane Sollicitude el 2 de febrero de 1926. Ante el desafío que eso representaba para el gobierno federal, el presidente Calles decidió poner mayor énfasis en el seguimiento de lo establecido en la Carta Magna en referencia a los cultos, lo cual se vio representado en diferentes acciones a escala local. Mientras tanto la Liga se esforzaba por tener representación en todos los lugares del país (García, 1995, pp. 225-226).
Aunque la Liga no tuvo presencia en Sonora, las noticias sobre las acciones del gobierno federal tuvieron resonancia a escala local. Prueba de ello es la carta que envió Ricardo Monge, presidente de la Unión Diocesana de la Acción Católica Juvenil Mexicana (ACJM) en Sonora, a José Mora y del Río, en la cual expresaba su molestia por las medidas que había ordenado Calles y la solidaridad para con el prelado:
Los infrascritos, al considerar los procedimientos indignos e ilegales, con que S.S. Ilma. Rvma. ha sido tratado por parte de las autoridades de esa capital. En nombre de la Unión Diocesana de la ACJM, que nos honramos en presidir, con el mayor afecto y devoción filial, profesamos a S.S. Ilma. Rvma. nuestra fiel e inquebrantable adhesión, manifestándonos que estaremos por siempre con Vos en cualquier transe y circunstancia.3
El 19 de junio de 1926 se publicó la llamada Ley Calles, que reformó “el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales sobre delitos de fuero común y delitos contra la federación en materia de culto religioso y disciplina externa” (Mutolo, 2005, p. 121). Dicha ley entró en vigor el 31 de julio de 1926 y sus artículos prohibían la enseñanza religiosa en las escuelas, los cultos católicos fuera de los templos, cualquier intervención de los curas en la vida política y la vestimenta sacerdotal fuera de los templos (Quesada, 2011, p. 32). Quien faltara a estas disposiciones podría terminar en prisión.
En protesta, la Liga convocó a un boicot económico nacional, pero sus dirigentes fueron apresados y su archivo confiscado (García, 2009, p. 226). Con el respaldo de la Santa Sede, el episcopado mexicano reaccionó decretando la suspensión de culto el mismo día que entró en vigor el decreto presidencial (Mutolo, 2005, p. 122). En agosto de 1926, el conflicto tomó tintes violentos cuando se presentaron los primeros levantamientos armados al grito de ¡Viva la Religión!, en el Estado de México y Oaxaca. En noviembre, gavillas comenzaron a asaltar trenes al grito de ¡Viva Cristo Rey!, lo que ocasionó que la Secretaría de Guerra emitiera un boletín en el cual responsabilizaba al clero de los hechos violentos, acusación que negó el episcopado mexicano (García, 2009, pp. 230-233).
La experiencia en Sonora
Durante el desarrollo del conflicto entre la Iglesia y el Estado en México entre 1926 y 1929, fueron gobernadores de Sonora Alejo Bay (1923-1927) y Fausto Topete (1927-1929), ambos con vínculos familiares y políticos con el general Álvaro Obregón, cuyo grupo mantuvo el dominio del estado hasta su asesinato, pues luego de participar de forma activa durante la rebelión escobarista, perdió el control a manos de la facción callista. En 1929 se erigió a Francisco S. Elías, que tenía vínculos familiares con Plutarco Elías Calles, gobernador del estado.
Como se ha señalado con anterioridad, el obregonismo no manifestó interés explícito en afectar a la Iglesia católica. Quizás por eso el gobierno estatal, vinculado a dicha facción, no impulsó políticas anticlericales durante el periodo. Según Enríquez (2010), a diferencia de los mandatarios de otros estados del país, el gobernador Alejo Bay “no mostró apremio para regular católicos, sacerdotes y obispos” (p. 267), pero tampoco se opuso a las medidas impuestas por el gobierno federal.
En agosto de 1926 se registró el cierre de varias iglesias, como las de Guaymas y Nogales, que fueron entregadas a un comité vecinal, previa realización de un inventario. A pesar de no estar posibilitados para mantenerse en sus templos u oficiar misa, los sacerdotes debían quedarse en sus poblaciones por instrucciones del obispo Navarrete,4 quien explicó al periódico El Universal el 8 de agosto de 1926 que la situación que se vivía no sería tan grave si tanto fieles como el clero se mantenían unidos y con un criterio uniforme con respecto a la actuación del gobierno y del episcopado.
Agregó que los había tomado por sorpresa la decisión del episcopado y que eso había provocado cierta confusión en algunos miembros de la clase dirigente. Era sorpresivo que éste no hubiera aceptado las leyes, por un lado y, por otro, que hubieran suspendido los cultos. El prelado indicó que las leyes no podrían aceptarse sin lesionar los principios y derechos de la Iglesia y que la decisión del episcopado de suspender el culto fue prudente, puesto que se veían en la disyuntiva de abandonar sus deberes o sus templos, y optaron por lo segundo.5
A los pocos días, una denuncia del subsecretario de Guerra y Marina, Miguel Piña, puso en aviso al secretario de Gobernación, Adalberto Tejeda, al acusar al obispo de Sonora. Piña señaló que el obispo “sigue con sus sermones sediciosos sin que la mano de la autoridad le prevenga, se abstenga de provocar el escándalo que pretende, pues dijo anoche que había que hacer resistencia a las leyes de nuestro gobierno, aunque encontrara la muerte por la fe de Cristo”.6
En tanto se desarrollaba la investigación ―que entregó el agente número 9 a finales de septiembre―, el obispo Juan Navarrete y Guerrero recibió la orden del presidente de la república de abandonar el país, a través de un representante del gobernador Alejo Bay, mientras se encontraba en Nogales, Sonora, para participar de los festejos de aniversario de la Independencia. La orden fue calificada por el obispo como “atentatoria en su origen, ilegal en el fondo y más en el procedimiento”.7 En consecuencia, emitió una enérgica protesta y dijo que volvería al estado de ser necesario, pero debió refugiarse en Nogales, Arizona, y luego en El Paso, Texas, hasta 1929.
En su comunicado, el obispo desconocía la validez de la orden en su contra y explicó que en ningún momento había faltado a la ley:
Os consta, venerables hermanos y amados hijos, que nuestra actuación en medio de vosotros ha estado absolutamente restringida al desempeño de nuestros deberes religiosos y al esfuerzo por ayudaros tanto intelectual como moral y materialmente a llevar una vida pacífica, eficiente y digna por todos los conceptos de una sociedad civilizada; pero por si os pudiera caber duda acerca de nuestra completa falta de méritos para el tratamiento de que hemos sido objeto por parte de la autoridad, PONEMOS A DIOS POR TESTIGO de que nuestra conciencia no nos acusa de la más insignificante causa en contra de las leyes que nos rigen tiránicas e injustas como son ellas. Por tanto, nos complacemos en pensar que la única razón que se ha tenido para tratarnos en forma tan inocua es el sagrado carácter en que estamos investidos y la misión de paz y amor que nos gloriamos en desempeñar.8
También instruyó al clero y a los fieles de la diócesis a resistir pero evitando los actos de violencia:
Conservaos en caridad, amados hijos, haced el bien a los que nos hacen huir de todo procedimiento de defensa que pueda redundar en derramamiento de sangre o en fomento de odio fratricida; pero conservaos fieles a la vida cristiana, a la Santa Iglesia Católica y a la pureza de costumbres que Dios ha impuesto para merecer la felicidad en este mundo y otro.9
La expulsión del obispo y su comunicado provocaron reacciones en la sociedad católica sonorense, que inició una campaña de resistencia pasiva a través de varios canales. Un ejemplo de ello es la carta de protesta dirigida al presidente de la república y al gobernador del estado por la salida forzada de Navarrete. Damas y señoritas firmaron la misiva. Según el agente número 9, la redactó el licenciado Agustín Aguilar, quien se hacía cargo de recibir la correspondencia de Navarrete en Hermosillo. También asentó que quien recopiló las firmas fue la señora Luisa Montijo.10
La carta, fechada el 28 de septiembre de 1926, representó una enérgica protesta ante la expulsión del obispo, así como una dura crítica al régimen posrevolucionario y sus políticas en materia de cultos, puesto que “tanta ignominia que se han cometido y están cometiendo contra nuestra desgraciada patria nos llena de rubor y el pensar que los males que se ciernen sobre ella, se debe a unos hijos ingratos de Sonora en su mayor parte, por no decir que en su totalidad, nos avergüenza”.11
La misiva dejó claro que se desconocían los supuestos actos ilegales del obispo Navarrete y se cuestionaba con dureza el actuar de las autoridades estatales y federales:
hacer ver a nuestros gobernantes, los C. C. Presidente de la República y Gobernador del Estado, que no han procedido conforme a ningún derecho expulsando del país a nuestro Obispo; que tal proceder es ilegal y antipatriótico; que han abusado del poder que el pueblo les confiara al ungirlos con su voto; que su actuación en este, como en muchos otros casos, no es de hombres, sino de seres carcomidos por las paciones [sic] bastardas y QUE LO QUE NO HICIERON LOS BÁRBAROS LO HICIERON LOS BARBARINES […].
PROTESTAMOS enérgicamente y en alta voz por la expulsión del Ilmo. Señor Obispo de esta diócesis; protestamos por la expulsión del país del Obispo que sólo ha hecho bien a Sonora, y protestamos una y mil veces por haberse arrojado del seno de nuestro estado a un Obispo que en las actuales circunstancias, juzgamos y proclamamos que es el hombre necesario para Sonora.12
La carta finaliza con un mensaje claro de los católicos de Sonora a las autoridades: “si por esta protesta merecemos cárceles y tormentos, y hasta la misma muerte, que vengan por nosotros y por nuestro Cristo, antes que ver las ruinas de nuestra nación”.13A pesar de las sentidas palabras expresadas en la misiva, no se registraron levantamientos armados u otros actos violentos en el periodo de estudio.
Otra forma de resistencia pasiva fue la elaboración de discursos públicos. El comité diocesano de la Acción Católica Juvenil Mexicana en Sonora presentó protestas. Estaba conformado por los jóvenes estudiantes del seminario, los cuales distribuyeron impresos entre la ciudadanía en los que se señalaba la ilegalidad de la expulsión del obispo Navarrete, así como su adhesión a la causa del prelado. Ante el pueblo mexicano acusaban que con la detención del obispo se habían violado los artículos 16, 21 y 24 de la Constitución, puesto que lo habían detenido sin orden de aprehensión o motivo aparente. Así mismo señalaban que el presidente no estaba facultado para dar la orden de expulsión, pues ello correspondía al Poder Judicial. Por último, aludieron a la libertad de culto señalada en el artículo 24 constitucional.14
Una vez expuestos los argumentos legales contra la expulsión de Juan Navarrete, repertorio de acción recurrente en la comunidad católica para expresar su inconformidad, sus estudiantes ratificaron la adhesión a su causa e hicieron explícito que no recurrirían a actos violentos, por instrucción de la propia jerarquía católica:
Y no es el temor a la cárcel ni a la muerte lo que nos impide empuñar la espada vengadora para conquistar nuestras libertades, OÍGANLO BIEN NUESTROS VERDUGOS, son las palabras de CRISTO que a cada momento nos repiten los OBISPOS, esos mismos Obispos perseguidos; AMAD A LOS QUE OS ABORRECEN, ROGAD POR LOS QUE OS PERSIGUEN Y CALUMNIAN.
Y del mismo Cristo, que libró la tierra de las tiranías de los Nerones, de los Dioclecianos y las Isabeles, esperamos nosotros el triunfo completo de la Iglesia, el tan deseado día de la Libertad de la Patria Mexicana.15
La Liga Diocesana de Sonora se unió a la protesta en contra de las políticas anticlericales, alertando a la población sobre dichas medidas y exhortando a la sociedad católica a tomar acciones precisas para no permanecer indiferentes y resolver la situación. En concordancia con el boicot económico que proponía la LNDR, se instaba a los católicos a abstenerse de diversiones públicas y privadas; a los padres de familia de enviar a sus hijos a escuelas donde peligrara su fe; a suprimir lo que no fuera necesario para el sustento; a limitar el consumo de energía eléctrica; a cancelar la compra de billetes de lotería; a evitar el uso de coches o transportes públicos; y a hacer propaganda eficaz de la conducta esperada. El volante cerraba con el lema “Libertad como hombres. Libertad como católicos. Libertad como mexicanos”.16
El obispo Navarrete publicó en septiembre de 1926 una instrucción pastoral para el clero y los fieles de su diócesis, en la cual expresó con claridad que “la Iglesia Católica no puede ni debe tener otro jefe supremo que Jesucristo y su legítimo representante, el sucesor de San Pedro, el Sumo Pontífice Romano […]. Por eso los católicos no podemos reconocer como legítima ninguna intervención de las potestades civiles en los negocios puramente eclesiásticos”.17
El prelado escribió una serie de indicaciones para el clero y la sociedad católica con el objetivo de sostener la Iglesia en Sonora durante su ausencia, a saber:
1) Instó a la feligresía a cuidar los templos abandonados y a asistir al menos cada domingo para hacer oración.
2) Pidió a los padres de familia aumentar la enseñanza católica a sus hijos a través de la educación en casa y enviarlos al catecismo. Así mismo urgió a quienes se hacían cargo de impartir la doctrina a redoblar esfuerzos para asistir a toda la población.
3) Pidió acudir a los respectivos sacerdotes para la recepción de los santos sacramentos en artículo o en peligro de muerte. En caso de ser imposible acudir al sacerdote, el obispo recomendó hacer sinceros actos de contrición.
4) Puesto que ya no había curas al frente de los templos, el obispo manifestó que no asumía responsabilidad alguna por el uso que se diera a las limosnas recibidas.
5) A los miembros de asociaciones piadosas recomendó mantenerse trabajando y en constante comunicación con sus jefes y recalcó que los recursos que se obtuvieran de sus actividades debían dirigirse a la manutención de sus respectivos párrocos.
6) Solicitó a los católicos de Sonora adherirse a la acción cívica que se había recomendado como manifestación de luto: abstenerse de asistir a diversiones y prescindir de todo lo que no fuera necesario para la vida, mientras no cesara la persecución religiosa de la que eran objeto.
Un elemento que influyó en buena medida en las estrategias de resistencia que había sugerido la comunidad católica, fue la construcción de un espacio de frontera con el estado de Arizona, cuya diócesis cobijó al obispo Navarrete durante su exilio. La cercanía con el estado ofrecía la posibilidad de asistir a misa, visitar a sacerdotes y obispos, además de regresar a Sonora con propaganda religiosa, actividades que por lo general hacían las mujeres. De acuerdo con una denuncia anónima que recibió el ministro de Gobernación, Adalberto Tejeda, la profesora Felícitas Zermeño, miembro de la Sociedad de Señoritas Auxiliares,18 asociación ligada a la Diócesis de Sonora, viajaba de manera constante a Nogales, Arizona, donde se sospechaba que tenía conferencias con el obispo Navarrete, pues a su regreso “hay más actividad entre los mochos de este lugar”. También el agente número 9 informó en uno de sus reportes que con frecuencia había familias que cruzaban la frontera para “oír misa”, lo cual era riesgoso “por creer que las mujeres puedan pasar propaganda”.19
A pesar de que en sus discursos públicos, tanto el obispo Navarrete como la feligresía emplearon una retórica beligerante, que en algunos casos apuntaba a fines violentos, en la práctica las acciones que las autoridades reportaron eran siempre pacíficas y no se registraron movilizaciones ni enfrentamientos con las fuerzas públicas. Las estrategias utilizadas apuntaban a ejercer presión para construir un espacio de negociación que al final no se consolidó; también a mantener viva la religiosidad de la comunidad católica y su lealtad para con la diócesis.
Un obispo en el exilio
El levantamiento armado de noviembre de 1926, el boicot económico que promovió la Liga, así como la considerada beligerancia de la jerarquía católica contra las acciones anticlericales de los gobiernos federal y estatal, llevaron al país a sumirse en un conflicto armado que se extendería por tres años y cuya solución requirió la intervención de diversos actores nacionales y extranjeros.
El largo proceso para entablar las negociaciones que llevaron al establecimiento de un modus vivendi, temporal al menos, incluyó la participación activa de los obispos mexicanos que se encontraban exiliados en Estados Unidos, entre ellos el de Sonora, Juan Navarrete y Guerrero, quien estuvo al tanto de todo el proceso y formó parte, aunque en menor medida, de la toma de decisiones.
Durante el tiempo de su exilio en Nogales, Arizona, el obispo compró un terreno que había desechado el ejército estadounidense e instaló en él el seminario que había dirigido en Magdalena. El lugar fue llamado La Casa Verde. A la par de su labor en Nogales, Arizona, el obispo hacía visitas recurrentes a El Paso, Texas, como lo indicó en una carta al señor Pascual Díaz, fechada el 14 de julio de 192820 para apoyar en la circulación del periódico católico El Diario del Paso, pues consideraba que con la publicación podía “darse a conocer la verdadera situación de nuestra atribulada Iglesia”. Navarrete fue insistente en la necesidad de inyectar recursos económicos a dicha publicación y buscó poner al tanto a las autoridades eclesiásticas sobre las vicisitudes que pasaba su director, el ilustrísimo señor Schiller, para sacar a flote cada edición.
Mientras el obispo se encontraba en Estados Unidos, junto a otros prelados que fueron expulsados o eligieron el autoexilio, en México la escalada de violencia entre ambos bandos aumentaba y la solución al conflicto parecía poco probable. En 1926 el arzobispo de México y el Comité Episcopal decidieron nombrar a tres obispos para que se dirigieran a Roma y pusieran al papa al tanto de lo que ocurría en México. Los elegidos fueron el obispo de Durango, José María González Valencia, el obispo de León, Emeterio Valverde Téllez, y Genaro Méndez del Río, obispo de Tehuantepec. Dichos obispos se mantuvieron en Roma hasta finales de 1927 y conformaron un subcomité episcopal en la capital de Italia (García, 2009, p. 231).
La encíclica Iniquis afflictisque, publicada por el papa Pío XI el 3 de diciembre de 1926, en la cual se desconocían los artículos constitucionales que afectaban a la Iglesia, contribuyó a la llamada beligerancia católica que enfrentó con decisión el régimen callista. A los pocos meses, el 18 de enero de 1927, el Comité Episcopal mexicano escribió una carta al Estado Mayor Presidencial negando estar inmiscuido en el movimiento armado, pero dejando claro que seguiría luchando para reformar las leyes atentatorias contra la Iglesia en México (García, 2009, p. 236).
En febrero de 1927 el gobierno publicó la Ley Reglamentaria del artículo 130 constitucional, la cual sostenía que el Estado mexicano no reconocía personalidad alguna a las Iglesias y que la profesión del sacerdocio debía estar bajo su supervisión. Además, negaba la validación de estudios religiosos, prohibía que en las publicaciones religiosas se comentaran asuntos políticos y no permitía la formación de asociaciones vinculadas con algún credo (García, 2009, p. 236). Ese mismo mes, la prensa internacional comentaba la posibilidad de unos arreglos, pero no se presentó ningún avance en concreto y había una notable división entre la jerarquía y el clero de la Iglesia católica con respecto a la visión que tenían del movimiento armado.
Las elecciones presidenciales de 1927 fueron una oportunidad para quienes buscaban llegar a un arreglo con el gobierno federal, pues a todas luces no era conveniente llevar a cabo este proceso en un ambiente de inestabilidad. Aunque hubo intentos de negociación con el candidato Álvaro Obregón, no fue posible consolidar los esfuerzos. En tanto, ese mismo año, la mayoría de los obispos mexicanos residían en Estados Unidos y la LNDR manifestaba que los recursos escaseaban, lo cual repercutía de manera directa en la efectividad del movimiento armado (García, 2009, pp. 242-244).
A finales de 1927, el obispo Pascual Díaz y Barreto fue nombrado intermediario entre la delegación apostólica de Estados Unidos y México y los obispos mexicanos, lo cual dejaba claro que la Santa Sede confiaba en el criterio de Díaz para seguir los acuerdos. El obispo preparó una circular para sus compañeros en la cual expresaba la postura que debían tener con la Liga, la cual debía sujetarse a la dirección de los obispos, con el fin de evitar la relación con alguna postura política y desarrollarse en el marco de “la acción pura y netamente católica” (García, 2009, p. 247). Lo anterior representó un golpe para la Liga, que ya se encontraba de por sí debilitada.
Según García (2009), a pesar de que cada vez más obispos se convencían de que lo mejor era regresar al país, aunque no se tuviera la garantía de algún cambio sustancial, durante meses no fue posible avanzar en la búsqueda de los arreglos y la división entre los prelados se hacía más evidente, pues algunos manifestaron con firmeza su deseo de resistir para lograr una mejor negociación.
En ese contexto, en los inicios de 1928, Navarrete estableció contacto con Pascual Díaz para hablarle de la posibilidad de ver a Luis M. Salazar, sonorense radicado en San Diego, California, para que éste hiciera de intermediario en el conflicto entre la Iglesia y el Estado. Navarrete detalló que conoció a Salazar por la madre de éste, doña Beatriz S. de Salazar, “uno de los pocos santos de mi rebaño”, quien le había hablado de la vida ejemplar de su hijo, que se asumía como católico y cumplía con la Iglesia, lo cual “para un sonorense es casi un título de canonización”.21 En ese momento Salazar no tenía un puesto público. No obstante, se sabía de su intervención en 1920 en el conflicto entre el gobierno federal de Adolfo de la Huerta y el gobernador de Baja California, cuando asumió provisionalmente el gobierno estatal y expresó al obispo que tenía una relación amistosa con el presidente.
Díaz pidió a Navarrete viajar a San Diego para establecer comunicación personal con Salazar y aprovechar la oportunidad que pudiera representar su intervención, buscando la posibilidad de que Calles lo nombrara representante de su gobierno para negociar con la jerarquía católica. A finales de febrero, Salazar se reunió con Navarrete en Phoenix, Arizona, donde el prelado le explicó en detalle la postura de la Iglesia y aquél se comprometió a buscar una cita con Plutarco Elías Calles para contribuir a solucionar el problema. En mayo recibieron noticias de Salazar, quien lamentaba no haber podido ayudar en el asunto por “causas ajenas a su voluntad”. Sin embargo, advirtió que si la oportunidad de apoyar surgía de nuevo, no dudaría en tomarla.22
En el marco de la citada división entre obispos con respecto a los arreglos entre la Iglesia y el Estado, la postura del obispo de Sonora, Juan Navarrete y Guerrero, fue siempre de respeto a las decisiones tomadas desde la Santa Sede, pero tenía una opinión clara en cuanto a la naturaleza que deberían seguir las negociaciones, la cual expuso en sus comunicaciones con Luis M. Salazar y con el propio Pascual Díaz.
Lo que a nuestro modo de entender es el único arreglo posible de la situación: que retiren las leyes, añadiendo que todo nuestro deseo es que se nos deje en paz como en estos Estados Unidos dejan a todas las religiones, que no tenemos nosotros ni la Santa Iglesia empeño ninguno en figurar en la política y que si de acuerdo con el principio liberal de “Iglesia libre en Estado Libre” nos consideran a nosotros como profesionistas y la Iglesia como una institución comercial cualquiera con la personalidad moral las responsabilidades y derechos civiles que de ella se originan, no tendríamos nosotros inconveniente en aceptar la situación.23
El obispo Navarrete participó, además, en la redacción de una carta que los obispos mexicanos hicieron llegar al sumo pontífice el 16 de junio de 1928.24 Dicho documento fue elaborado tras una reunión que congregó a todos los obispos domiciliados en Estados Unidos y que se llevó a cabo en San Antonio, Texas (García, 2009, p. 253). En el comunicado éstos indicaron que había tres alternativas posibles para entablar el diálogo con el gobierno, aunque se inclinaban por la más radical, es decir, la derogación de las leyes impuestas por Calles, dado que no había confianza de su buena voluntad (García, 2009, p. 253).
Pocos días después, Pío XI envió un mensaje a los mexicanos a través del subcomité episcopal para acallar los rumores infundados que hablaban de la posibilidad de llegar a un acuerdo incompleto y pedía que confiaran en su juicio (García, 2009, p. 254). Por su parte, la dirigencia de la Liga se comunicó con dicho pontífice para recalcarle la necesidad de no rendirse hasta que se lograra el triunfo total. A Pascual Díaz le preocupaba que los avances no fluyeran, pues cada vez que había la posibilidad de un arreglo, “ciertas voces airadas clamaban ¡Todo o nada!” (García, 2009, p. 255).
Al fin fue dado un primer paso hacia los arreglos después del asesinato de Álvaro Obregón, pues el nuevo secretario de gobernación, Emilio Portes Gil, autorizó la apertura de algunos templos en el país en septiembre de 1928. Dicha acción permitió que se vieran mayores posibilidades de un arreglo y enseguida, en enero de 1929, comenzó la rendición de rebeldes. Ya como presidente de la república, Emilio Portes Gil nombró a dos senadores como voceros para entablar conversaciones con el obispo De la Mora, pero no lograron grandes resultados (García, 2009, pp. 256-258).
Las pláticas se reiniciaron en mayo de 1929 y participaron el presidente Portes Gil, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores y el obispo Pascual Díaz Barreto (García, 2009, p. 258). El 21 de junio de 1929, tuvo lugar una reunión a puerta cerrada entre el presidente y el delegado apostólico Leopoldo Ruiz y Flores, en la cual se negoció el fin al conflicto armado, conocido como “los acuerdos” (Aspe, 2015, p. 144). En dicho convenio, la Iglesia obtenía el derecho de reanudar los servicios religiosos y negociar los términos de la rendición de las fuerzas católicas en armas. Por su parte, el Estado se comprometía a terminar con las hostilidades contra las personas que se habían levantado en armas, las cuales debían volver a sus hogares sin ser molestadas o perseguidas a causa de la cuestión religiosa (García, 2015, p. 73).
A pesar de lograr una paz momentánea, los arreglos molestaron a los católicos, que incluso se sentían traicionados por no haber sido tomados en cuenta para el establecimiento de éstos. La jerarquía católica sabía que no se había ganado batalla alguna, pues la situación jurídica y legal de la Iglesia no había variado, pero no podía permitir que el pueblo católico y los curas rechazaran el arreglo (p. 75).
Aunque Navarrete participó en algunos momentos del proceso para llegar al acuerdo y en su momento Díaz lo consultó para conocer su opinión con respecto a las negociaciones con el Estado, declaró en una entrevista para uno de sus biógrafos que su parecer no fue considerado para los arreglos de 1929:
Estábamos en Nogales, Arizona, Monseñor Aguirre, Obispo de Sinaloa y yo, cuando recibimos un telegrama del Comité Episcopal: ¿están de acuerdo en que se busquen unos arreglos con el gobierno mexicano? Nosotros respondimos: estamos de acuerdo siempre y cuando se nos manden los acuerdos para estudiarlos.
El dichoso Comité Episcopal no nos mandó los arreglos para que los estudiáramos, sino que su siguiente telegrama fue: ya pueden regresar a sus diócesis. Nosotros nos quedamos sorprendidos, ¿por qué? ¿En qué condiciones? (Acuña, 1970, p. 31).
Navarrete regresó a Sonora en septiembre de 1929 y procuró reiniciar las actividades que había realizado hasta el día de su destierro. Justo a su regreso, José B. Encinas, párroco de Guaymas, le informó que la escuela de monjas estaba trabajando sin obstáculos.25 En la misma ciudad, la señora Dolores Pacheco le dio detalles sobre la operación de un nuevo hospital,26 y en un comunicado posterior, de 1931, le indica que “todo volvió a la normalidad”.27 El obispo retomó la relación con el entonces arzobispo de México, Pascual Díaz, para la organización de la colecta a favor de la basílica de Guadalupe,28 entre otros temas.
Navarrete continuó trabajando sin mayor dificultad hasta los primeros años de la década de 1930. Según Bantjes (1998), en 1931 muchos estados de la república, incluyendo Sonora, hicieron un segundo intento, más sofisticado, de efectuar una revolución cultural en el país. La coerción fue suplantada por una mezcla de persuasión y persecución, a fin de emprender una guerra contra el fanatismo (pp. 9-10). Ese año asumió el gobierno de Sonora Rodolfo Elías Calles, hijo de Plutarco, quien inició una nueva batalla contra las actividades y obra del obispo Navarrete a través de la campaña desfanatizadora, que se convirtió en uno de los ejes más importantes de su administración.
Consideraciones finales
En concordancia con el resto del país, luego del verano de 1926, todos los templos católicos de Sonora cerraron y fue suspendido el culto. Sumado a ello el obispo fue expulsado del país acusado de sedición. Los sacerdotes se mantuvieron en el estado por órdenes de Juan Navarrete, aunque se registraron casos como el de Ramón Miranda, cuyo servicio estaba asignado en Cananea y decidió residir en Naco, Arizona, desde donde el agente número 9 reportaba lo siguiente: “Hace propaganda antigobiernista”.29
Si bien es posible identificar ciertas actividades realizadas por los sacerdotes y un discurso que puede considerarse beligerante por parte del obispo, durante el periodo se observan estrategias no violentas del laicado, como contrabando de propaganda religiosa, asistencia al culto del otro lado de la frontera, contribución al boicot económico de la LNDR, distribución de volantes con mensajes de protesta y envío de correspondencia a las autoridades para exigir el regreso del obispo y la libertad religiosa. Dichas estrategias seguían la directriz de no violencia de Navarrete, pues, según una de sus publicaciones, el objetivo único era “desagraviar a Dios y el presentar una resistencia pasiva”.30
La actividad de la comunidad sonorense para manifestarse en contra de las medidas anticlericales puede explicarse en buena medida mediante la estrategia de organización que puso en marcha Navarrete durante los primeros años de su administración eclesiástica, que requirió la participación de la feligresía organizada a través de la acción católica, una suerte de apostolado del laicado para contribuir a los proyectos de la Iglesia.
Aunque esta organización se concibió con una intervención mínima de la jerarquía eclesiástica, en el caso sonorense el obispo creó una adaptación, pues al no encontrar “laicos capaces a la cabeza de un movimiento de la reconstrucción del reinado del Nuestro Señor Jesucristo”, los sacerdotes entraron en ella para dirigir los esfuerzos de la acción católica (Cejudo, 2021, p. 81). Este trabajo de cercanía entre obispo, sacerdotes y laicado sonorense permitió no sólo consolidar los proyectos de la pastoral social de Navarrete; también construyó un sentido de pertenencia a la diócesis y de lealtad hacia su obispo.
Durante el periodo es posible ver lo que Butler (2018) llama la “maduración del laico como actor religioso” (p. 1289), pues, aunque su presencia se fue configurando desde finales del siglo XIX, es durante este conflicto que se aprecia con mayor fuerza, sobre todo en el sector femenino. La participación activa de las mujeres en la resistencia pasiva que proponía la comunidad católica en el marco del conflicto entre Iglesia y Estado entre 1926 y 1929, es notable y cuenta con antecedentes, aunque de menor peso, que pueden ubicarse durante el episodio anticlerical que promovió la facción constitucionalista.
Se puede inferir que la organización de la diócesis que llevó a cabo el obispo Juan Navarrete y Guerrero, así como la participación de las mujeres en la estructura jerárquica de la Liga Diocesana de Sonora, permitió que la resistencia pasiva entre 1926 y 1929 se presentara de forma aún más ordenada y constante. Los repertorios de acción observados durante el periodo suponen un antecedente importante para la actuación de la comunidad católica durante la campaña desfanatizadora de 1931 que creó en Sonora el gobernador Rodolfo Elías Calles para acabar con la injerencia de la Iglesia en el terreno social y eliminar la religiosidad de la cultura sonorense. Las medidas anticlericales se extendieron hasta 1937 y las mujeres se consolidaron en el terreno público como representantes de la Iglesia católica no sólo a través de la resistencia pasiva que permitió mantener la práctica religiosa; también como interlocutoras válidas ante los tres niveles de gobierno a fin de revertir los efectos de la campaña (Cejudo, 2021, p. 240).
Una de las particularidades de la experiencia sonorense está marcada por el espacio. Compartir frontera con Estados Unidos definió en cierta medida las estrategias de los católicos, por lo menos de los habitantes de los municipios que se encontraban a poca distancia de Arizona. El obispo trasladó su seminario a Nogales, Arizona, y una vez que ocurrió su expulsión del país, fue recibido en esa ciudad, adonde llegó el 16 de septiembre por la mañana, y a las pocas horas “predicó dos sermones en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús”.31
La posibilidad para los católicos de asistir a misa y a los colegios religiosos del otro lado de la frontera les permitió mantener un enlace con su Iglesia y con el obispo. Además, tuvieron la oportunidad de trasladar textos católicos y propaganda para hacer pública su inconformidad frente a las medidas anticlericales. Se puede apuntar que una frontera con seguridad aún débil, que permitía a la comunidad sonorense mantener ciertos vínculos con el catolicismo, sumado a un gobierno estatal que no tenía entre sus prioridades el asunto religioso, pueden considerarse factores que confluyeron para que la resistencia católica en el estado se haya manifestado sólo de forma pasiva. Por supuesto, es una idea que deberá desarrollarse en investigaciones posteriores.
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Notas