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Determinantes de la precariedad del trabajo jornalero agrícola en México: un análisis histórico-institucional
Determinants of the Precarious Work Conditions of Agricultural Day-Labour in Mexico: An Historic-Institutional Analysis
Determinantes de la precariedad del trabajo jornalero agrícola en México: un análisis histórico-institucional
Región y sociedad, vol. 33, e1487, 2021
El Colegio de Sonora
Recepción: 01 Mayo 2021
Recibido del documento revisado: 16 Agosto 2021
Aprobación: 09 Septiembre 2021
Resumen: Objetivo: examinar las causas estructurales de la precariedad laboral de los trabajadores jornaleros agrícolas de México. Metodología: investigación cualitativa, histórico-sociológica a partir de la cual se identifican inercias históricas, institucionales y sociales que se convierten en condiciones determinantes de la estructura que produce la precariedad laboral de los jornaleros a pesar de las normas que deberían protegerlos. Resultados: se afirma que la desposesión agraria derivada de los procesos de colonización, la persistencia de una cultura económica de la explotación de los trabajadores, la marginalización política y la débil sindicalización de los jornaleros durante el periodo posrevolucionario en México, crearon las condiciones de precariedad de la ocupación. Valor: se subraya la importancia de descubrir herencias históricas como determinantes de las estructuras institucionales vigentes que afectan la calidad de vida de los trabajadores precarizados. Conclusiones: la revisión histórica sustenta el argumento de que para mejorar las condiciones laborales de los jornaleros agrícolas deben cambiarse ciertas instituciones políticas para que éstos obtengan representación política y normativas laborales específicas que modifiquen la concepción del trabajo agrícola manual, de forma tal que no sea considerado un segmento de disminución de costos de producción en detrimento de dichos trabajadores.
Palabras clave: jornaleros agrícolas, seguridad social, historia, México.
Abstract: Objective: to examine the structural causes of the labor precariousness conditions of agricultural day-laborers in Mexico. Methodology: qualitative, historic, and sociological research to identify historical, institutional, and social inertias that turn into determining conditions of the structure which produces laborers’ precariousness despite of labor laws and standards that should protect them. Results: it is affirmed that the agrarian dispossession derived from colonization processes, the economic culture of exploitation of workers persistence, historic political marginalization, and the low rates of unionization of agricultural day-laborers during the post-revolutionary period in Mexico are the causes for the precarious conditions of the occupation. Value: emphasizing the importance of historical inheritances discovery as determinants of the current institutional structures that affect the quality of life of precarious workers. Conclusion: the historical review sustains the argument that in order to improve the working conditions of agricultural day-laborers, some political institutions must be changed to obtain day-laborers representation and to draft specific labor legislation to modify the conception of manual agricultural work, in such a way that it is not considered a way to reduce production costs through the precariousness of workers.
Keywords: agricultural day-laborers, social security, history, México.
Introducción
El contexto de la pandemia de COVID-19 ha obligado a la agenda pública a reconocer la importancia de los trabajos que no pueden suspenderse durante la contingencia, y que éstos corresponden a trabajos precarizados, como limpia pública, los servicios de limpieza y mantenimiento en instalaciones productivas y aquellos relacionados con la producción y distribución de alimentos (Flores-Mariscal, 2020a; Velasco, Coubès y Contreras, 2020). A este grupo pertenecen los trabajadores agrícolas eventuales, también llamados jornaleros. Si además éstos son inmigrantes, no sólo tienen que enfrentar la precariedad y los riesgos, ya de por sí presentes en su empleo (Hurst, 2007), sino que también deben soportar la discriminación y el rechazo de los habitantes del nuevo lugar de trabajo y, en general, inadecuadas medidas sanitarias y de prevención de contagios.1
Las condiciones que ponen en riesgo la salud de los jornaleros ya están previstas en la normatividad laboral, pero los empleadores no la respetan ni las autoridades competentes fiscalizan a éstos. Desde el momento de la contratación, se vulneran sus derechos porque los patrones se niegan a entregarles contratos laborales por escrito, como exige la ley.
La violación de este derecho es el punto de partida de una serie de abusos que provocan altos riesgos sociales a largo plazo y que afectan también a los integrantes de las familias del trabajador. Las violaciones a sus derechos han sido descritas en detalle y denunciadas reiteradamente, por ejemplo, en los reportes de las organizaciones no gubernamentales (Nemecio, Blanco y Cruickshank, 2019), en los estudios que han auspiciado organismos internacionales (Batanou, 2009; Gómez y Klein, 1993; Hernández, 2012; Hurst, 2007; Vanackere, 1984; Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2000) y en la bibliografía académica sobre el tema (Aguirre y Carton, 1982; Barrón, 2004; Carton, 1984a y 1986; Cosío y Cosío, 2004; Guzmán, 2015; Hernández y Barrón, 2016; Lara, 1998; Macías, 2012; Pacheco, 2010; Rubio, 2002).
En el mismo sentido, sobresalen los reportes de instancias gubernamentales, como la Encuesta Nacional Jornalera de la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL) (2009a), el diagnóstico posterior realizado en 2010 con base en ésta, los estudios de Gamboa (2015), y de González (2019). Los de la Cámara de Diputados (2019) provienen de los centros de investigación parlamentaria, y el reporte de Ramírez (2016) corresponde al Senado de la República. También está el estudio extenso que forma parte de la Recomendación General de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) (2019), en el que se insta al Estado a garantizar los derechos fundamentales y a vigilar el cumplimiento de la normatividad laboral aplicable al trabajo jornalero agrícola.
No es el objetivo del presente artículo2 abundar en la descripción de dichas violaciones ni profundizar en casos concretos, sino más bien explorar las causas estructurales de que esa ocupación sea tan precaria. En el artículo se desarrolla de manera simultánea una revisión de la literatura cuyas premisas teóricas permiten identificar procesos históricos, económicos e institucionales que han dado como resultado la precarización tan aguda que presenta el trabajo jornalero agrícola, al tiempo que argumenta la manera en la que se enlazan los procesos históricos que determinan las características de la precarización del trabajo jornalero agrícola, con sus consecuencias institucionales actuales.
El texto está estructurado en tres partes. En primer lugar, se exponen algunas premisas teóricas relevantes para el análisis histórico-institucional del problema. Después se establecen dos condiciones históricas que se consideran las causas estructurales de la precarización del trabajo jornalero agrícola: por un lado, la histórica desposesión agraria y la herencia de un modelo de explotación laboral y, por otro lado, la marginación política y bajas tasas de sindicalización, lo que durante el siglo XX impidió la defensa de los derechos laborales y en consecuencia, los trabajadores quedaron en una situación más precaria que la de los otros sectores laborales, como el industrial y el de servicios. En tercer lugar, se intenta explicar cómo esas dos causas históricas y estructurales han provocado la realidad contemporánea de precarización laboral y social de los jornaleros.
Desde un punto de vista teórico, de acuerdo con Acosta y Tonche (2017) y Sánchez, Ramírez y Suárez (2019), se destacan tres perspectivas en las investigaciones académicas sobre el trabajo agrícola: los estudios de caso o regionales; las investigaciones en las que convergen elementos económicos y jurídicos; y las que analizan el problema desde la economía política, identificando las causas económicas y políticas estructurales de la sobreexplotación y la precariedad de los trabajadores. La última perspectiva es la que se empleará en el presente texto. Comenzó a utilizarse con fuerza desde la década de 1970 y ha permanecido hasta la fecha, ya sea como argumento central o complementario sobre las causas estructurales de la precariedad del trabajo jornalero.
Los primeros estudios de sociología rural y agraria en México aparecieron a finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Éstas se caracterizaban por una tónica racista que justificaba el despojo agrario y la explotación de la población rural, que era casi siempre de mayoría indígena, con el argumento de que ello suponía el aumento de la producción y que era, además, “civilizatorio” (Lutz, 2014). Esa visión empezó a cambiar hasta las décadas de 1960 y 1970. Desde entonces, Aguirre y Carton (1982), Bartra (1974), Carton (1984a y 1986), Fuentes (1981), Pozas (1971), Rubio (1987) y Paré (1977) han tomado en cuenta el despojo agrario y la dinámica de explotación como parte de sus diagnósticos. Cabe destacar que ése es el primer grupo de obras consideradas seminales, y otros más recientes como Acosta (2006 y 2009), Hernández (2014), Hernández y Barrón (2016) y Lara (1998), por ejemplo, continúan usando esas premisas.
A esta clasificación deben agregarse los estudios de Astorga (1985), Barrón (1993), Barrón y Sifuentes (1997), Klein (2012), Lara (2001), Posadas (2018) y Rau (2006) sobre el trabajo agrícola desde la perspectiva de los mercados de trabajo, los cuales son especialmente descriptivos respecto a la problemática de los trabajadores y han coincidido con varias de las lecturas desde la economía política que señalan que la precarización laboral de los trabajadores asalariados agrícolas -jornaleros-- es producto de condiciones institucionales específicas como: el abaratamiento deliberado del costo de la mano de obra; la existencia de las desigualdades regionales dentro de los países o a nivel internacional; el objetivo de reducción de costos mediante la falta de condiciones laborales y sanitarias adecuadas en el sitio de trabajo; la carencia de certificaciones laborales, la falta de entrega de contratos por escrito para evadir la prestación de seguridad social a los trabajadores, y la escasa sindicalización que se traduce en muchos contextos en la falta de representación y defensa de los trabajadores (Astorga, 1985; Barrón, 1993; Barrón y Sifuentes, 1997; Klein, 2012; Lara, 2001; Posadas, 2018; Rau, 2006). Sin embargo, aunque valiosa, esta perspectiva no profundiza en la indagación de las causas históricas de las desigualdades estructurales de las relaciones laborales entre patrones y trabajadores, por lo que, coincidiendo con Irma Acosta (2011) en el presente trabajo se considera que la crítica desde la economía política es la más útil para explicar las causalidades del fenómeno.
Además de dicho registro histórico, el presente artículo propone recuperar la tesis de la literatura que critica el trabajo agropecuario en México en el sentido de que la problemática actual que enfrentan los trabajadores, y particularmente los jornaleros, es resultado de inercias histórico-institucionales sobre la concepción de la naturaleza misma de esta ocupación, concepción que normaliza la sobreexplotación y, a la vez, promueve la continuación de la desposesión agraria de las poblaciones rurales. Problemas que no fueron resueltos con la Revolución mexicana ni con los gobiernos posrevolucionarios, durante los cuales, a pesar del esquema corporativista del sistema político, se mantuvo en la marginalidad política a los jornaleros no sólo respecto a su propia agenda de política laboral y de seguridad social, sino también en cuanto a su organización y participación en las centrales sindicales que surgieron después de la segunda mitad del siglo XX.
La débil presencia política de organizaciones o actores políticos representando el interés de los jornaleros en el seno del estado posrevolucionario en México fue un factor fundamental para que, ante la desprotección política y partidista, el trabajo jornalero mantuviera su condición de precarización, la cual ahora está basada en tres fundamentos institucionales:
a) Discriminación de derechos en la Ley Federal del Trabajo vigente (que data de 1970) la cual les da a los jornaleros menores prestaciones que a los trabajadores de otras ramas de la economía.
b) La desarticulación del trabajo jornalero dentro del proceso productivo y su carácter de trabajadores eventuales, ambas condiciones sostenidas por la tradición histórica cultural, por prácticas productivas y reforzadas mediante el diseño de la norma laboral mexicana.
c) Dinámicas sociales e institucionales de discriminación, maltrato y la violación de derechos que sufren de forma sistemática, por un lado, por parte de las autoridades gubernamentales, de forma indirecta al omitir sus obligaciones de supervisión, y de forma directa por la omisión deliberada de sus responsabilidades y por la violación de derechos humanos; y por el otro, de parte de los empleadores en una dinámica de abusos donde convergen racionalidades económicas por lo que respecta a la explotación y discriminación social basada en la condición de vulnerabilidad de los trabajadores con la discriminación por racismo y clasismo (Lutz, 2014).
Estos factores, en conjunto conducen a las condiciones precarias y peligrosas del trabajo jornalero, y a la construcción de un problema social: la desprotección aguda de un grupo de personas dentro de la sociedad mexicana cuya consecuencia es la pobreza y la inmovilidad social generacional. La Figura 1 esquematiza este argumento.

Inercias históricas del trabajo manual agrícola
Desposesión agraria, exclusión y modelos de explotación
El trabajo jornalero agrícola tiene como origen histórico la servidumbre feudal y la esclavitud en contextos coloniales. Ambas tienen la premisa básica de ser un esquema de producción basado en la explotación de trabajadores desposeídos de sus tierras. En Europa, con el paso de las revoluciones burguesas y los procesos de modernización de los Estados nacionales, fue surgiendo una clase campesina basada en la pequeña propiedad, es decir, en la creación de granjas familiares que, además mantenían a lo largo de varios momentos del año dinámicas de trabajo comunitario, razón por la que disminuyó la necesidad de buscar el trabajo de jornaleros a gran escala (Hobsbawm, 1973). Si bien el trabajo jornalero siguió existiendo, menguó en cantidad, ya fuera porque éstos cambiaban pronto a otras ocupaciones con mejores condiciones, o en algunos casos, porque paralelamente al surgimiento del modelo de estado de bienestar europeo tuvieron procesos de profesionalización y sindicalización que les brindaron seguridad social y mayores estándares de vida.3
En lo que respecta a América Latina y México, durante la colonización se prohibió muy tempranamente la esclavitud de los indígenas. Por esa razón los colonizadores y sus descendientes se procuraron mano de obra semiesclava para sus plantaciones y minas, utilizando formas de trabajo forzado mediante dos esquemas. El primero de ellos fue el régimen de las encomiendas que consistía en que tras la invasión de los reinos mesoamericanos indígenas los españoles se daban a sí mismos -con aprobación de la Corona- la dotación de las mejores tierras de las comarcas o regiones que irían formando con el tiempo el virreinato de la Nueva España, especialmente valles fértiles y zonas más adecuadas para la agricultura y ganadería. En esas regiones, la población indígena que radicaba allí no era formalmente esclavizada, sino que se convertía en sujeto de tutela del encomendero y con base en ello era obligada a hacer trabajo forzado. Existen muchos registros de esta dinámica de paulatino despojo de tierras y de trabajo forzado. Por ejemplo, muchas comunidades indígenas no dejaron de presentar quejas directamente ante autoridades de la Corona española.4
Posteriormente, una vez abolidas las encomiendas, con la prohibición formal de la esclavitud y tras los procesos de independencia, en el continente apareció un segundo esquema. Con apoyo de las autoridades locales, los terratenientes usaron la noción de pago de deuda con trabajo forzado con apoyo de las autoridades locales. Era una forma de explotación, con características parecidas a las de la esclavitud sin serlo de jure: sólo era necesario que las personas tuvieran alguna deuda para justificar que supuestamente tuvieran que pagarla con su mano de obra y en tal caso los terratenientes los privaran de su libertad (Washbrook, 2006, p. 367).
Una de las formas más comunes para endeudar a las personas era la promesa de trabajo agrícola acompañada de pagos adelantados. Una vez establecidos en el lugar de trabajo, la deuda aumentaba porque el patrón les daba créditos adicionales para el pago de alimentos y por el costo del arrendamiento de viviendas dentro de la misma plantación (Howe, 1904, pp. 279-286). Esta especie de esclavitud pasó a ser el sistema de explotación y de encierro dentro de las fincas, conocido como peonaje, que por sus características es compartido en contextos más allá de América Latina.5 Por ejemplo, el esquema se dio también en Estados Unidos para continuar explotando a los trabajadores afroamericanos tras prohibirse la esclavitud en el marco de la guerra civil estadounidense en el siglo XIX.
Los terratenientes que habían sido esclavistas se valieron del régimen de peonaje en las plantaciones del sur del país. Una forma usual de hacerse de peones era que las personas -por lo general afroamericanos- recibieran multas elevadas por parte de la policía por faltas menores, de modo que se vieran obligadas a trabajar para empleadores locales a cambio de que éstos las pagaran. Así mismo, a menudo los engañaban con ofertas de empleo que luego resultaban abusivas (Blackmon, 2008).
En América Latina, las independencias no cambiaron de forma radical las estructuras económicas ni sociales de los países. Las desigualdades sociales y las diferencias entre los criollos, los mestizos y las poblaciones indígenas sobrevivientes no sólo persistieron, sino que, en algunos casos, como el mexicano, la construcción del nuevo Estado nacional agudizó los procesos de despojo de tierras y la explotación de los indígenas y de sus descendientes en contextos rurales y urbanos, lo que provocó una situación incluso peor que en la colonia, sobre todo para los peones de origen indígena (Buve, 1984; Guerra, 1988; Wobeser, 2019).
A las injusticias de la colonización original, se sumaron el colonialismo interno y una nueva fase del colonialismo internacional imperialista, en la cual los países, aunque independientes de forma nominal, entraban de nuevo en circuitos de dependencia económica, política y cultural con las antiguas metrópolis europeas (Bhambra, 2020; Grosfoguel, 2007; Harding, 2016; Mignolo, 2011; Quijano, 2000 y 2007; Torres, 2017). Se trata de una dinámica que sucedió en México antes de que se dieran los excesos del porfirismo y que llegó a ser bastante penosa debido a su normalización como parte de una economía nacional que incluso empezaba a abrirse al comercio internacional en el siglo XIX. En ese momento se observó la tremenda crueldad que padecían los jornaleros. Ignacio Ramírez (El Nigromante), por ejemplo, describió las penurias de los trabajadores a mediados del siglo XIX, y reprochaba al Congreso Constituyente de 1856 que no se previera protección para ellos:
El más grave de los cargos que hago a la comisión es de haber conservado la servidumbre de los jornaleros […]. Esta operación exigida imperiosamente por la justicia asegurará al jornalero no solamente el salario que conviene a su subsistencia, sino un derecho a dividir proporcionalmente las ganancias con el empresario. (Ramírez, 1857, p. 470)
En esa realidad, por una parte, los campesinos que poseían una pequeña propiedad en su mayoría producían para el autoconsumo, lo cual les daba cierta autosuficiencia alimentaria. Y en el contexto de las grandes plantaciones, además de los peones acasillados los trabajadores agrícolas asalariados de temporal dependían también en gran medida de sus empleadores, quienes, para aumentar la dependencia, les prestaban dinero que luego descontaban del salario. A lo anterior se agrega el débil, o casi inexistente, estado de derecho en esas poblaciones, lo que ha llevado a varios autores a afirmar que el régimen económico en ese contexto era prácticamente semifeudal (Bonfil, 1987, p. 54; Standing, 1981, p. 173). Es importante analizar la precariedad crónica del trabajo jornalero agrícola partiendo del origen del mismo. El primer gran proceso de despojo de tierras en América Latina ocurrió durante las invasiones coloniales. Bonfil (1987) lo explica de manera clara:
Las enormes extensiones de tierra que fueron acumulando las haciendas se tomaron, por supuesto, de las primitivas tierras indias. Ante la voracidad de los latifundios se delimitaron las tierras de las comunidades […] cuando, a mediados del siglo XVII comenzó a recuperarse la población india, nacían peones de hacienda más que campesinos comuneros. Aun las tierras formalmente adjudicadas a las comunidades eran codiciadas por los hacendados y frecuentemente usurpadas por la violencia […]. La tierra cambió de dueños y también de destino. (p. 103)
Por lo tanto, la ocupación de trabajador jornalero agrícola -antes llamado peón- es producto de la desposesión agraria en el ámbito rural, de la historia de la explotación esclavista y de la visión de los terratenientes que considera que el trabajo del jornalero es uno de los factores de la producción que debe ser de bajo costo y por ello procuran que se mantenga la idea de que esta labor es: “mano de obra no calificada” lo cual impacta en el salario prestación y bajo prestigio social, además se suma al hecho de que la normatividad laboral, económica y sanitaria para ese personal es la que menos se respeta, y lleva a la precarización y vulnerabilidad social.
Así mismo, en todo esto cabe insistir en la importancia de las inercias históricas colonialistas como causa de esta condición. La población indígena y sus descendientes no fueron exterminados del todo debido a que en los lugares alejados de los caminos reales el proceso fue más lento y fragmentado. El establecimiento de las encomiendas, haciendas y estancias ganaderas de españoles y criollos se dio sobre todo en las tierras más favorables para la producción. Y durante el virreinato y hasta el siglo XIX hubo una escasa población del territorio. Todo ello aunado al lento crecimiento de los núcleos urbanos dejó lugar para que muchos pueblos de indios y comunidades alejadas de los centros urbanos conservaran superficies cultivables suficientes para el autoconsumo. Esas regiones en la actualidad coinciden con las zonas de mayor pobreza y marginación social del país. Por eso, hoy en día los jornaleros en su mayoría son personas indígenas, o descendientes de indígenas (en la actualidad muchos de ellos han perdido la lengua original o ya no se autoadscriben como indígenas) y que provienen de comunidades y regiones del país con altos niveles de exclusión, pobreza y discriminación.
La economía agraria basada en las haciendas y el latifundio mantuvo una relativa estabilidad hasta el siglo XIX. Tras la independencia, el despojo agrario y la gran propiedad no desaparecieron, sino que terminó por consolidarse como institución como resultado de las leyes de desamortización de la tierra, puestas en marcha tras la llamada Guerra de Reforma, momento en el que comenzaron a proliferar las compañías de deslinde para las supuestas tierras ociosas (Gilly, 1989). Esta dinámica de despojo alcanzó su punto de mayor brutalidad durante el régimen porfirista (1884-1911), cuando las plantaciones de alta productividad agrícola tuvieron un importante crecimiento, como las de henequén en la península de Yucatán y las de las zonas hortícolas del noroeste del país, cuya demanda de mano de obra aumentaba cada vez más y por lo tanto había competencia por el reclutamiento de personal con las haciendas tradicionales (Beckford, 1972). En México, la situación de los peones acasillados ―prisioneros― se caracterizó por ser implementada por los hacendados y mineros con apoyo de ejércitos irregulares ―o rurales― a la orden de caciques locales que respondían ante gobernadores; también por el hecho de que eran indígenas o descendientes de ellos.
Todavía hasta inicios del siglo XX, el trabajo jornalero agrícola en México se desarrollaba en condiciones infames para los peones acasillados en las haciendas porfirianas que ya han descrito Turner (1982), Molina (1982) y Katz (1980), entre otros. A pesar de que la Constitución de 1857 proscribía la esclavitud, los hacendados de las zonas de producción agropecuaria intensiva necesitaban garantizar mano de obra para la cosecha, por lo que recurrían a diferentes tipos de enganche, incluida la leva por la fuerza. Como estrategia de retención, obligaban al trabajador a endeudarse en las tiendas de raya y le cobraban su alimentación y estancia dentro de las haciendas.
En ese contexto se ubica el antecedente de la estructura actual de los intermediarios reclutadores y capataces responsables directos de la violación sistemática de los derechos de los trabajadores. La acentuada diferenciación racista estratificaba los trabajos y a los trabajadores, lo que también se observaba en la vida política nacional (Canudas, 2005, pp. 1644 y 1647). No se trataba de un abuso aislado, sino de una forma de estructuración del poder en la sociedad y en las instituciones de gobierno de facto:
El hacendado mexicano al interior de su latifundio se conducía como verdadero señor feudal […] poseía cárceles privadas y a los jueces locales los designaba con la venia de los jefes o autoridades locales, en muchas haciendas no se manejaba la moneda sino se usaba un sistema de vales, expedidos por las mismas haciendas […] además de que había impunidad ante delitos comunes de los dueños o de personas a quienes protegieran los hacendados. (Díaz, 2002, p. 537)
A través de la historia y hasta la actualidad, la relación entre los jornaleros y los intermediarios, que continúa después del enganche en el trabajo diario en el campo, va más allá del proceso productivo o de las relaciones de naturaleza económica. Se trata de una relación de poder y de delegación de la organización social que permiten o incluso exacerban los abusos y la discriminación. Los intermediarios resultan de mucha utilidad para los empleadores, porque, aunque éstos organizan el trabajo, aquéllos son quienes mantienen contacto con los trabajadores (Sánchez, 2012).
La historia jurídica y los diagnósticos gubernamentales no suelen considerar la importancia de estos antecedentes históricos, aunque de facto el diseño institucional y las normas informales los validan de modo tácito. Existen muchos tipos de trabajo precario en el ámbito rural, en particular en la producción agropecuaria. Los jornaleros agrícolas que son eventuales y a la vez migrantes -la condición de migrante es muy importante porque son más vulnerables- representan un tipo de empleo que merece atención urgente debido a la gravedad de sus problemas y precariedad históricos, comenzando por la falta de cobertura de la seguridad social.
Marginación política y baja sindicalización
Una de las causas centrales de la Revolución mexicana fue el despojo de tierras a muchas comunidades rurales y a pueblos indígenas, aun cuando muchos de ellos contaban con documentos de propiedad que databan de la Colonia. Esa historia ha sido muy estudiada. No obstante, vale la pena referir este proceso porque resulta un factor determinante de las condiciones históricas y actuales del trabajo jornalero.
Una vez que estalló el proceso revolucionario, la demanda de la reforma agraria fue central, pero nunca atendida adecuadamente. Ante la insuficiente acción para restituir las tierras y para el reparto agrario durante el gobierno de Francisco I. Madero, y después durante el de Venustiano Carranza, el zapatismo expresó con claridad que “al país no satisfacían las tímidas reformas esbozadas por Isidro Fabela, ministro de Relaciones de Carranza (abolición de las tiendas de raya, libertad municipal, etc.), deseaba romper con la época feudal” (Magaña, 1935, p. 17).
Si bien hubo protagonismo militar de los revolucionarios agraristas, representados por Francisco Villa y Emiliano Zapata, y después por muchos otros líderes locales en gran parte del país, dominaron la agenda los oficialismos obregonista y callista, que fueron hostiles a los movimientos independientes, como la Liga Nacional Campesina que dirigía el veracruzano Úrsulo Galván, “la primera organización agrarista después de la derrota de Villa y Zapata, que mantenía cierta autonomía frente al Estado, reclamando el reparto agrario masivo a los campesinos” (Carton, 1991a, p. 38).
El callismo respondió con dureza a las presiones de la liga, al mismo tiempo que buscó cooptar parte de ella para incorporarla al Partido Nacional Revolucionario en 1929. A quienes permanecieron independientes o simpatizaban con el Partido Comunista, el ejército y las llamadas guardias blancas de los latifundistas locales los persiguieron hasta llegar al asesinato de varios dirigentes agrarios en esos años, incluido Úrsulo Galván. La persecución fue selectiva, pues se mantuvo a muchas organizaciones afectas al gobierno como parte importante de la fuerza política y militar. Ejemplo de ello fue el papel que éstas tuvieron contra la rebelión escobarista apoyada por terratenientes en 1929. “Calles buscó establecer una alianza con ellos sobre la base de terminar pronto el reparto agrario, pero dejando al gobierno la prerrogativa exclusiva de aplicar la ley agraria, haciéndoles concesiones fiscales y arancelarias” (Carton, 1991a, pp. 29-42).
La Revolución nunca concretó reformas legales profundas para mejorar el trabajo de los jornaleros y de los peones sin tierra, como lo hizo con el trabajo fabril mediante la Ley del 6 enero de 1914 y las leyes laborales posteriores. Y aunque sí se abolió la esclavitud de facto que se estilaba en el porfiriato, relegó a un segundo plano la idea de reivindicar derechos laborales y de seguridad social a los jornaleros agrícolas.
Las políticas laborales se enfocaron en el sector obrero, en los empleados del gobierno y en los del sector servicios, dejando desprotegidos a los trabajadores del campo. Es cierto que hubo un par de intentos de reglamentación en materia de trabajo agrícola en algunos estados, como la Ley sobre Jornaleros y Arrendatarios del Campo de Zacatecas, del 21 de noviembre de 1915. No obstante, cuando se federalizó la materia en 1929, al modificarse el artículo 123 constitucional y promulgarse después el Código Federal del Trabajo el 27 de agosto de 1931 en la administración de Pascual Ortiz Rubio, incluso esos avances quedaron sin efecto y los jornaleros sin protección específica.
En 1930 la población mexicana era de 16 552 722 personas (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2019), la población económicamente activa la constituían 5 165 803 individuos, y más de la mitad de ésta, 3 638 504 se dedicaba al trabajo agropecuario, y poco menos de tres millones eran trabajadores jornaleros sin tierra (Meyer, 1978, p. 157). En términos de ocupación económica, la cantidad de los jornaleros en la década de 1930 no había cambiado mucho respecto a la situación que primaba durante el porfiriato.
El reparto agrario, a pesar de haber sido la promesa central de la Revolución, en los hechos sólo empezó hasta el gobierno de Lázaro Cárdenas, entre 1936 y 1940. También tuvo dos momentos complementarios: uno durante el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964) y el otro en la administración de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976). Gracias a estos repartos muchas comunidades a lo largo del país tuvieron acceso a parcelas por medio de la propiedad ejidal, comunal y pequeña propiedad.
Así se originó el grupo social conocido como campesinado, que a diferencia de los jornaleros pudo tener un papel político y social de mayor protagonismo en movimientos sociales importantes en el país durante la segunda mitad del siglo XX. Esta dotación de tierras tuvo como otra consecuencia la disminución de la población que se dedicaba al trabajo de jornalero, puesto que los ejidatarios y los campesinos a quienes se había dotado de parcelas, se hacían cargo de la producción de sus tierras de forma familiar y comunitaria, de modo que casi nunca empleaban peones o buscaban ellos mismos trabajo como tales.
No obstante, el reparto no fue total. En muchas regiones de alta productividad sólo se realizaron fragmentaciones agrarias parciales, lo cual no fue una repartición de la propiedad propiamente dicha. Los terratenientes de las llamadas pequeña propiedad y gran propiedad, así como los productores de las regiones donde se concentraban los auténticos pequeños propietarios, necesitaban cubrir sus necesidades de mano de obra para las épocas de cosecha. Allí fue donde persistió el trabajo jornalero (Moguel y Azpeitia, 1970; Díaz, 2002, p. 646).
La literatura sobre derecho laboral y sobre seguridad social, ha documentado que el modelo de sustitución de importaciones aplicado en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, en general favoreció la urbanización, el crecimiento económico, la sindicalización y el aumento de la demanda interna, lo que a su vez ha ampliado la base fiscal y ha dado a los estados mayor capacidad para el gasto social en los países latinoamericanos.
Sin embargo, ello no impidió que se crearan desbalances socioeconómicos nacionales considerables, ya que los centros urbanos no han podido absorber a toda la población desocupada y se han generado economías informales. Además de que continúan los atrasos en la cobertura de servicios básicos en las zonas rurales. Puede entonces afirmarse que, para el caso de los jornaleros, se consolidó un estado de discriminación que ya se venía gestando desde el periodo posrevolucionario.
El trabajo de jornalero agrícola quedó entonces orientado a servir a regiones de alta productividad donde hay preponderancia de mediana y gran propiedad agraria, por lo que desde una perspectiva histórico-económica puede afirmarse que la persistencia de este trabajo precarizado también se explica como resultado de la continuidad -y en algunos casos del crecimiento- de la gran propiedad agrícola privada en México (Canudas, 2005).
Entre las décadas de 1940 y 1950, los sindicatos obreros y de servicios fueron cooptados o reprimidos por el Estado, lo cual los neutralizó en cuanto que actores vigilantes de la formalización de las contrataciones y del aumento de los beneficios y prestaciones de los trabajadores en el ámbito industrial y de servicios. Esta actuación del Estado ocasionó que más de la mitad de la economía quedara en la informalidad y que hubiera una baja tasa de cobertura de la seguridad social entre los trabajadores. Y las pocas organizaciones sindicales de los jornaleros que surgieron entre las décadas de 1970 y 1980, no han sido independientes o no han tenido la fuerza necesaria para negociar a escala nacional con el Estado, como sí lo han hecho los obreros y los campesinos que, recordemos, a diferencia de los jornaleros, sí tienen la posibilidad de trabajar sus propias parcelas.
Las distintas agrupaciones y sindicatos de jornaleros en México, por lo general, han tenido un bajo grado de autonomía y presencia dentro de las corporaciones obreras tradicionales de México. En la Confederación de Trabajadores de México (CTM), la Confederación Nacional Campesina (CNC) y la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) las agendas que cobraron relevancia fueron las agrarias y no las de temas jornaleros, a pesar de que, en ocasiones, el número de jornaleros que podían ser organizados era mayor que el de campesinos (Flores, 1988, p. 192). Una de las formas de “gestión” -intermediación- más utilizada ha sido incorporar a los jornaleros a espacios de economía informal tolerados, como comercio y transporte público en diversas zonas metropolitanas del país, un ejemplo de ello es lo ocurrido en San Quintín (Zeta, 2017). La negligencia del corporativismo tradicional en el caso de las organizaciones es tal, que se sabe de organizaciones dentro de la CTM y de la CNC que operan sindicatos de protección patronal y amedrantan a los trabajadores jornaleros para evitar que formen sindicatos reales. Por estas razones el número de sindicatos de jornaleros es muy bajo en el país (Canabal, 1988, p. 435). La continua carencia de organización sindical es un factor que por su persistencia se ha convertido en una de las características del trabajo jornalero y en una de las causas de su precarización (Carton, 1986).
En un reporte reciente de la Conferencia Interamericana de Seguridad Social (CISS) sobre seguridad social para trabajadores migrantes (Cabello y Castillo, 2019), se destaca la importancia de la organización sindical para la protección de derechos laborales, sociales y humanos de los trabajadores migrantes, ya que éstas pueden ser significativas para mejorar no sólo la paga, sino también las condiciones de vida de sus agremiados. Esa importancia se corroboró con la formación de una organización sindical de jornaleros en San Quintín, Baja California, donde tras años de quejas en material laboral que no eran atendidas, su movilización logró una respuesta efectiva por parte de las autoridades federales y estatales para atender sus demandas, en especial con respecto a su formalización y a la eliminación de múltiples abusos laborales (Bensusan y Jaloma, 2019).
Estructura institucional contemporánea
Derechos laborales diferenciados
La Ley Federal del Trabajo en México agrupa a los artículos 279 al 284 como un capítulo propio, dedicado a los trabajadores agrícolas, a quienes llama “trabajadores del campo”. Éstos según la definición de la ley tienen como característica no participar en actividades distintas de las agrícolas manuales; es decir, no deben usar maquinaria ni tomar parte en otras fases del proceso productivo, como el empaque o el procesamiento de los productos, ni tampoco en las producciones forestales pues se consideran de naturaleza industrial. De este modo, se los excluye de la posibilidad de realizar actividades con mayor tecnificación o que den valor agregado. La misma norma laboral ha fundamentado y tácitamente fomentado la desarticulación de su labor.
Aunque la existencia de derechos diferenciados supondría ser una medida para resguardar al jornalero por hacer un trabajo riesgoso, en zonas remotas y alejadas de los centros de población, pero en realidad, la diferenciación se convirtió en discriminación. Los derechos de los jornaleros son desfavorables en comparación con los del resto de los trabajadores, porque a éstos se los considera permanentes después de tres meses de trabajo y a los jornaleros se les pide que trabajen durante 27 semanas para poder adquirir esta condición y tener mayores derechos (LFT, 1970, art. 280). Esta situación incide en otras tres condiciones determinantes de la precariedad de los trabajadores: a) la desarticulación laboral, b) el fomento del trabajo eventual y c) las bajas tasas de sindicalización. Es necesario adentrarse en las razones que llevaron a la situación que los jornaleros viven en la actualidad. La iniciativa de la Ley Federal del Trabajo estuvo precedida por un amplio proceso de consulta y debate ―en el cual él mismo participó― durante el gobierno de López Mateos (Marquet, 2014). El 12 de diciembre de 1968, Gustavo Díaz Ordaz envió la iniciativa de ley al secretario del Trabajo, Fernando del Solar, quien la presentó ante la Cámara de Diputados y expuso ante el pleno que:
El artículo 280 se propone asegurar la estabilidad de los trabajadores del campo. A ese fin dispone que los que tengan una permanencia continua de tres meses o más a los servicios de la empresa, tienen a su favor la presunción de ser trabajadores de planta. Los problemas de la aparcería y del arrendamiento agrícola se han usado frecuentemente para burlar la aplicación de la ley. Para evitar este mal, dispone el artículo 281 que el propietario de la hacienda es solidariamente responsable con el aparcero, y que lo es también con el arrendatario cuando éste no dispone de elementos propios suficientes para cumplir las obligaciones que deriven de las relaciones con los trabajadores, disposición esta última que concuerda con las normas generales que se dictaron para los intermediarios. (Cámara de Diputados, 1968)
Como se dijo arriba, al final, la redacción de la ley estableció un apartado de “trabajadores del campo” que implica dificultar el acceso directo de los jornaleros a los mismos derechos que otros trabajadores de los sectores secundario y terciario de la economía, e incluso dentro del mismo sector de la producción agropecuaria, se los separa de las labores de empaquetado, procesamiento y comercialización. El artículo 279 de la LFT señala que se extienden los derechos señalados “en las disposiciones generales de la ley” a aquellos trabajadores en explotaciones forestales industriales o a aquellos trabajadores que participen en otras etapas del proceso de producción, como “actividades de empaque, reempaque, exposición, venta o para su transformación a través de algún proceso que modifique su estado natural” (LFT, art 279 Ter). Por lo tanto, la norma parece asumir como premisa normalizar la condición de precariedad del trabajo jornalero.
La Ley ha quedado desfasada con respecto a las dinámicas de la producción agrícola contemporánea, en las cuales es posible enlazar todas las etapas de la producción, ello podría posibilitar que, tras ser capacitados, los jornaleros se mantuvieran empleados en fases posteriores como el empacamiento, procesamiento, logística o comercialización. Por ejemplo, se sabe de la experiencia en algunas plantaciones de Uruguay donde hay la posibilidad de que algunos jornaleros se capaciten para operar maquinaria y así emplearse en diversas etapas de la producción a lo largo del año (Flores-Mariscal, 2020b, p. 60).
En suma, los principales problemas que supone ese diseño son, en primer lugar, creer que el trabajo jornalero no agrega valor al proceso productivo, argumento con el cual se justifica el abaratamiento de la mano de obra, por ello, en contraste, la norma sí protege a los trabajadores que realizan actividades adicionales de transformación que incrementan el valor del producto, pero los jornaleros están excluidos de ellas. Así, la lógica de la normalización de la explotación capitalista transfiere el valor a los productos a partir del intercambio desigual entre empleadores respecto al valor del trabajo en la producción (Carton y Moguel, 1984; Carton, 1985; Lastra, 2014). Y la explotación laboral sumada a las inercias colonialistas es aún más grave en el caso de los trabajadores estacionales (Rubio, 2002, p. 169).
Si bien podría aceptarse que todavía hasta los años setenta en México muchos productores agrarios dependían de los intermediarios comercializadores de productos frescos y de aquellos que los industrializaban, entonces era comprensible la necesidad de reducir el costo de la mano de obra y el fomento del trabajo estacional,6 esa situación cambió con la reestructuración económica nacional, producto del liberalismo económico que se instauró a partir de 1990, y con la concentración de tierras para grandes industrias nacionales y trasnacionales. Así, se desarrolló un sistema de producción agroindustrial integrado, capaz de posicionar de forma directa sus productos en muchos puntos de venta del mercado nacional y de exportación (Carton, 1991; Rubio, 1995).
De 1990 a 2010 la productividad agrícola de México creció a un ritmo de 1.5% promedio anual y dio un giro importante hacia la exportación, mientras que los productos orientados al consumo interno mostraban una tendencia decreciente. En algunos productos ha habido un crecimiento de la producción acelerado, como frutas (5.6%) y hortalizas (4.3%) (Carton, 2007; SAGARPA, 2014).
En segundo lugar, al momento de su redacción se consideraba que las salvaguardas particulares de la LFT para los jornaleros paliaba su histórico bajo nivel salarial y sus pocos derechos a través de ciertas compensaciones que señalan los artículos citados de la Ley Federal del Trabajo, como la obligación de los empleadores a proporcionarles gratuidad de los alojamientos, darles permisos de caza y tenencia de animales dentro de las plantaciones, la obligación del patrón a proporcionarles la atención médica gratuita inmediata en caso de emergencias, y el compromiso del Estado a garantizar servicios educativos para los hijos de los jornaleros, entre otros. Sin embargo, como se ha comprobado, estas concesiones ni se implementaron a cabalidad ni ayudaron a disminuir la precariedad laboral de los jornaleros (Nemecio, Blanco y Cruickshank, 2019; Flores-Mariscal, 2020b).
Y en tercer lugar, como se dijo, durante el siglo XX hubo poca sindicalización y reconocimiento a los trabajadores jornaleros. En consecuencia, no tuvieron adecuada representación política en el ámbito legislativo, hecho que puede suponerse relacionado con los errores en el diseño del instrumento normativo no sólo en el momento de la creación de la Ley Federal del Trabajo, sino incluso en tiempos recientes. Por ejemplo, en 2012 se aprobó que los patrones registren los días de trabajo de los jornaleros agrícolas eventuales y así éstos acumulen antigüedad y, con base en ello, calcularles prestaciones (art. 279 Quáter), pero al mismo tiempo la propia ley neutraliza la aplicabilidad de su registro de antigüedad laboral, ya que en el artículo 279 Ter se limita a mencionar que los trabajadores estacionales son aquellos contratados sólo en determinadas épocas del año hasta por un periodo de 27 semanas y no especifica la antigüedad necesaria para que un trabajador eventual pase a ser estacional. Por separado, el artículo 280 indica que después de 27 semanas de trabajo continuo pasan a ser considerados como trabajadores permanentes (art. 280). O sea, la ley supondría que hay tres tipos de trabajadores del campo manuales: eventuales, que son aquellos que pueden trabajar por uno o pocos días y tienen muy escasos derechos laborales; estacionales, que son aquellos que sin ser permanentes podrían ir acumulando antigüedad y ciertas prestaciones; y los permanentes que deberían tener seguridad social plena, pero en realidad la categoría de estacionalidad y la de permanente no se presentan casi nunca en la vida real, puesto que los empleadores nunca registran a sus trabajadores y los empleos, en promedio, son por temporadas que no llegan a los tres meses continuos.
Debido a eso, la Ley del Seguro Social no contiene la noción de trabajadores estacionales y sólo contempla la categoría de trabajadores eventuales del campo, y la posibilidad de que éstos pasen a ser considerados trabajadores permanentes después de rebasar las 27 semanas laborando continuamente con un mismo patrón (art. 5, fracción XIX y art. 237). Dado que los trabajadores eventuales tienen menos prestaciones que los trabajadores permanentes, esta diferencia incentiva que los patrones prefieran tener ciclos de contratación eventual en lugar de procurar la permanencia de sus trabajadores, así evitan la capacitación o el uso de esa mano de obra en otras etapas del proceso productivo.
Breña (2012) comenta que la distinción entre trabajadores del campo, eventuales y estacionales significaba reconocer que “un trabajo aparentemente eventual se convierte en una relación de trabajo indeterminada cuando constituya una necesidad permanente de la empresa” (p. 280), lo que llevó al establecimiento de una nueva categoría: el “trabajador de planta de temporada”. Empero, recuérdese que para tal efecto el jornalero debe tener 27 semanas continuas de trabajo, lo cual hace prácticamente inaplicable esta posibilidad, pues los periodos de trabajo temporal son, en promedio, de quince días a menos de tres meses (Nemecio, Blanco y Cruickshank, 2019; SEDESOL, 2009a).
En efecto, se trata de una necesidad permanente del proceso productivo, por lo que las autoridades en materia laboral y de seguridad social deberían exigir la responsabilidad permanente de la empresa para con el jornalero y no ver la situación como un asunto de individuos que tienen trabajos “informales” y que por tanto no acumulan temporadas de trabajo. Incluso en el mejor de los casos, si un jornalero llegara a trabajar de forma continua en un lugar, es poco probable que el otro medio año esté con un solo patrón, de modo que sólo acumula al año la mitad de la antigüedad y de las prestaciones laborales, situación que implica la imposibilidad de que pueda jubilarse con ese oficio. Y aun suponiendo que tuviera salarios altos ―que nunca los tiene―, y se esforzara por realizar aportaciones voluntarias a su cuenta de ahorro para el retiro, no podría acumular las semanas de trabajo que requiere la norma vigente.
Segmentación del proceso productivo y fomento a la eventualidad laboral
Una característica que afecta la situación del trabajo jornalero es que, si la norma requiere o no actividad exclusiva, es decir, establecer el trabajo manual agrícola que no tiene participación en los procesos de transformación, ya que ello puede significar el fomento a la fragmentación de labores. Es comprensible que, tanto en México como en otras partes del mundo, haya trabajadores eventuales, adicionales a los permanentes, durante las temporadas de cosecha, pero el problema es que la norma no sólo describe, sino que sugiere la eventualidad como indispensable para la organización productiva, con lo que se procura y fomenta la segmentación en lugar de facilitar la estabilidad a través de la posibilidad de rotación del personal. La consecuencia es el abaratamiento del costo del trabajo jornalero, y se vuelve una condición normalizada el hecho de que las ofertas de empleo se ofrezcan en condiciones de informalidad.
Relacionado con esta situación de abaratamiento es que se genera propensión al trabajo manual directo, falta de capacitación, equipamiento e inexistencia de esquemas de certificación y/o escalafón profesional similares a los que se dan en el trabajo en la construcción, donde se distingue entre peón o trabajador general, maestro albañil, y capataz o jefe de cuadrilla, entre otros. En ambos casos hay precariedad, pero en este último las posibilidades de cierto ascenso, de reubicación y de acumular antigüedad son mayores.
Es importante revisar y hacer correcciones a los criterios para considerar el trabajo eventual en el marco normativo, pues las condiciones actuales se traducen en menos derechos y prestaciones para los trabajadores, pues la situación actual subsume la estacionalidad de las etapas de cultivo en las personas, en lugar de en una adecuada planeación del proceso productivo. En México, anteriormente se necesitaban tres meses de trabajo continuo para que el trabajador eventual se considerara permanente. Después se modificó la norma y el requisito aumentó a 27 semanas. La regulación laboral es desfavorable para los trabajadores. Al respecto de la eventualidad, la OIT (2015a, p. 27) señala que ésta es, por sí misma, un factor que no favorece la extensión de la seguridad social y fomenta la migración.
Cabe comentar que la reconversión industrial en algunos sectores del campo mexicano, sobre todo después del cambio de siglo, se ha dado de forma diferente en cada región de alta productividad agrícola, sobre todo en la fronteriza México-Estados Unidos. En las zonas de alta productividad, ni siquiera la tecnificación ha impedido que se siga utilizando el modelo de trabajo precarizado para los migrantes, aunque en algunos casos los procesos de producción se acercan a lo industrial (Lara, 1998). Sin embargo, ni la tractorización e incorporación de otras técnicas y tecnologías ni la flexibilización de los procesos han homologado los derechos laborales ni han mejorado de forma sustancial las condiciones de los jornaleros. De hecho, a menudo los cambios acentúan la explotación.
La exclusión y precarización del empleo van de la mano con la aplicación de las nuevas modalidades productivas y se hacen extensivas al conjunto de la clase trabajadora […] la mano de obra indígena e infantil que participa en las cosechas y labores de campo de los productos hortícolas ofrece una gran flexibilidad cuantitativa en términos contractuales y salariales, ya que es empleada en las peores condiciones laborales. (Lara, 2001, p. 376)
No obstante, el cambio productivo también ha provocado modificaciones significativas en la dinámica social de las regiones; por ejemplo, las economías regionales derivadas de los procesos de urbanización y el asentamiento permanente de los trabajadores migrantes (Velasco, Zlolniski y Coubès, 2014, p. 29). Pero no hay transformación institucional, pues esas modificaciones no son el resultado de políticas orientadas al desarrollo social. “Las mejorías observadas en la vida de las familias trabajadoras han sido más el resultado de sus estrategias cotidianas de reproducción y su activa movilización, y de la sinergia con programas y ayudas sociales, que fruto de una planeación de los gobiernos” (p. 346).
Los aspectos revisados, relacionados con el marco normativo son sólo el punto de partida. En la realidad social hay factores adicionales que se suman como determinantes de los problemas que enfrentan los jornaleros y que deben integrarse a la definición descriptiva de la ocupación. Para encontrar más causas de la precariedad del trabajo jornalero, hay que compararlo con otros trabajos que compartan la estacionalidad y sin embargo no presentan los mismos problemas. De esta manera, se situaría la cuestión no en las necesidades del proceso productivo, sino en la forma de regulación del trabajo formal e informal y sus efectos que refuerzan la estacionalidad. La definición del trabajo jornalero entonces está dada no sólo por la actividad que se realiza, sino también por la categorización histórica y el deliberado diseño institucional formal e informal que lo precariza y lo sumerge en prácticas informales.
Violación de derechos laborales como producto de la discriminación y racismo
La falta de respeto a los derechos laborales de los jornaleros es más que un asunto administrativo: implica la falta de supervisión y de vigilancia de las autoridades competentes en materia laboral, sanitaria, de desarrollo social y de seguridad pública de los tres órdenes de gobierno. Está muy relacionada con la condición de marginación de los trabajadores. Las omisiones de las autoridades se conocen desde hace mucho y han sido señaladas por académicos y organismos internacionales (Batanou, 2009; Hurst, 2007). El incumplimiento generalizado de la supervisión por parte de las autoridades competentes para ello en lo laboral y en aspectos de estado de derecho en general muestra un problema social más profundo: discriminación y racismo en contra de los jornaleros, combinando el abuso a su vulnerabilidad social con racismo, puesto que en su mayoría son indígenas o descendientes de ellos (Flores-Mariscal, 2020b; SEDESOL, 2010).
Tanto los empleadores como los servidores públicos perfilan a los jornaleros étnicamente, y aprovechan el desconocimiento o incapacidad económica de éstos para hacer lo necesario para exigir el respeto a sus derechos, todo ello junto a un manifiesto maltrato y no pocas veces el uso de comentarios racistas. En México, la Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) ha señalado desde hace tiempo el problema de la discriminación en el país y en particular la que se da en contra de los indígenas y personas racializadas en contextos laborales (CONAPRED, 2011; Vela, 2017).
La situación es muy lesiva cuando se trata de trabajadores migrantes. Los casos documentados en detalle en la literatura sobre trabajadores agrícolas en México y América Latina han demostrado que el tema no es sólo laboral, de abusos en casi todas las fases del trabajo y de agresividad por parte de las personas que abusan de su autoridad con los jornaleros, sino también de violencia por parte de terceros actores para con las personas -generalmente familiares- que los acompañan. Vistas en conjunto, estas acciones sistemáticas hablan de discriminación y racismo, que no empiezan con el aspecto laboral o económico, sino que el abuso en lo laboral resulta síntoma de una dinámica estructural de larga data.
Así lo han entendido Hernández (2015), Macip (2007) y Rojas (2017) en investigaciones recientes que contrastan las dinámicas y las prácticas diferenciadas en los perfiles étnicos de los jornaleros agrícolas a partir de sus regiones de origen. La Recomendación General Número 3 de la Comisión Estatal de Derechos Humanos del Estado de Sinaloa (CEDHS, 2010) enfatiza la gravedad y la naturaleza discriminatoria cuando los servidores públicos aprovechan, para abusar, el desconocimiento que tienen los jornaleros de sus derechos o de su condición de migrantes.
Entre los escenarios más frecuentes de abuso está la negación de servicios médicos, de seguridad y especialmente el educativo.7 Otro de los más oprobiosos es negar un traductor, porque los trabajadores quedan desprotegidos al no poder expresarse o entender lo que se les dice. Uno de los pretextos para negarles servicios es el tema de la documentación de identidad: el IMSS u otras instituciones gubernamentales solicitan el acta de nacimiento, la credencial de elector o la Clave Única de Registro de Población para realizar trámites, pero la mayoría de las veces los trabajadores no las tienen a la mano o no las tienen en absoluto. En ese sentido, dado que la posibilidad de derechos laborales y antigüedad está prácticamente descartada por su contratación como eventuales el servicio más importante que requieren pasa a ser el médico por enfermedad o accidentes, por lo tanto, un paso para atemperar los problemas más urgentes de los jornaleros sería un programa de alta temporal en las instituciones de seguridad social dándoles la oportunidad de presentar documentación posteriormente, en caso de realizar trámites adicionales a la prestación del servicio médico (Nemecio, Blanco y Cruickshank, 2019, p. 60).
Recientemente, la problemática que enfrentan los jornaleros agrícolas ha llamado la atención por el hecho de que su trabajo ha sido esencial para la producción de alimentos, durante la cuarentena debida a la epidemia de COVID-19. Pero, a diferencia de los pequeños comerciantes y autoempleados, que gozan de los programas de microcréditos federales y estatales, los trabajadores agrícolas no tuvieron el privilegio de conservar sus empleos ni la paga durante la cuarentena nacional, ni siquiera el beneficio de que, aun sin paga, se les asegurara la recontratación.
El trabajo en grupos o cuadrillas propio de la agricultura aumenta la proximidad personal, lo que hace a los jornaleros muy susceptibles de contagiarse de COVID 19 (Red Nacional de Jornaleras y Jornaleros Agrícolas, 2020). No se les garantiza indumentaria ni protocolos de trabajo ni servicios sanitarios apropiados. Estas carencias son peligrosas para ellos y también para los integrantes de su familia, sobre todo para los que tienen alto riesgo o comorbilidades, como edad avanzada, las mujeres embarazadas o las personas con enfermedades crónicas.
Otro elemento que agudiza la situación es que la mayoría de los jornaleros y sus familias suelen habitar en lugares cercanos a los campos agrícolas, que a su vez se ubican distantes de instituciones de salud y otros servicios públicos. E incluso cuando hay a corta distancia entidades que deberían ofrecer servicios de salud, éstas no tienen los recursos necesarios para atender las complicaciones de las enfermedades.
A esto se suma que con frecuencia los jornaleros y sus familias no tienen acceso a servicios educativos, de salud, urbanos y de seguridad social en el estado donde se encuentran laborando ni en sus localidades de origen. En ambos casos, el común denominador es que viven en zonas con altos niveles de marginación8 que coinciden con el hecho de ser regiones del país con un significativo componente de población indígena. De acuerdo con la Encuesta Nacional Jornalera Agrícola (ENJA, 2009), los principales idiomas indígenas hablados por jornaleros agrícolas son: náhuatl (25%), mixteco (9.9%), maya (7.8%), zapoteco (7%) y tzotzil (5.47%).
Los patrones, los intermediarios y los reclutadores explotan esa situación, pues para abaratar el costo de la mano de obra que requieren, deliberadamente buscan a población con ciertas características socioeconómicas que la hacen dispuesta a aceptar empleos precarios. Esa dinámica es cuestionable en términos éticos y porque la voluntad de actuar así explica, en buena medida, los abusos y riesgos que a menudo sufren los jornaleros (Zatz y Smith, 2012). En las regiones pobres hay menos servicios públicos de todo tipo, lo cual incide de manera importante en bajos niveles educativos y en la falta de acceso a mejores empleos de la población de esas regiones.
Consideraciones finales
Los problemas que enfrentan los jornaleros agrícolas son producto de arreglos institucionales de la economía y la sociedad mexicana. Sin embargo, el asunto va más allá de la mera confección de las normas formales, se refiere a una estructuración que se ha conformado a través de procesos de carácter histórico. Por lo tanto, es necesario que las propuestas para mejorar las condiciones de los jornaleros consideren los determinantes sociológicos, porque éstos se convierten en nodales respecto del problema fundamental: que los empleadores deciden violar las normas laborales y que las autoridades gubernamentales también deciden ser omisas o negligentes a la hora de vigilar el cumplimiento de ellas.
Por su raíz colonial, porque los regímenes revolucionarios y posrevolucionarios no han atendido a los jornaleros y porque en la actualidad el valor y la importancia social de su trabajo no son compensados de manera justa, el Estado mexicano tiene una deuda histórica con las personas que se dedican a este trabajo.
Derivado de lo anterior, la conclusión general del artículo es que se requieren propuestas de mejora que tengan una doble perspectiva: por un lado, que contribuyan de manera cultural e institucional a eliminar el modelo de explotación del jornalero y, por el otro lado, que procuren incidir de manera focalizada y prioritaria en que esos trabajadores tengan acceso a la seguridad social. Así mismo se debe tener claridad en el objetivo de corregir la herencia histórica que ha dejado que los jornaleros representen a la porción de la población rural dedicada al trabajo agrícola asalariado por su carencia de propiedad agraria y que además han tenido falta de representación política. Inercias que se manifiestan en la actualidad en la precariedad laboral y en la discriminación.
El desdoblamiento de las dimensiones problemáticas es una guía para desarrollar propuestas específicas para homologar los derechos de los trabajadores de todos los sectores y reformar la norma laboral para suprimir la segmentación laboral y la eventualidad. Es necesario diseñar programas y llevar a cabo acciones específicas para alcanzar esas metas y para disminuir la condición de vulnerabilidad que provoca la discriminación a los jornaleros, que es, quizás, el reto más difícil, pero a la vez el inicio para proteger al subconjunto de los jornaleros más vulnerables: aquellos migrantes.
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Notas
Y Cortés (2006) la define así: “la marginación en su versión más abstracta intenta dar cuenta del acceso diferencial de la población al disfrute de los beneficios del desarrollo. La medición se concentra en las carencias de la población de las localidades en el acceso a los bienes y servicios básicos, captados en tres dimensiones: educación, vivienda e ingresos” (p. 11).