Editorial
Ciencia y crisis
En lo tocante a la ciencia, la autoridad de un millar no es superior al humilde razonamiento[correcto] de una sola persona
Fuente: Galileo Galilei
El año 2020, de la rata en el horóscopo chino –que auguraba el inicio de nuevas energías y dejaría atrás una época de energías negativas–, quedará grabado por siempre en la memoria de quienes somos testigos de la actual crisis multimodal mundial que apenas comienza y que a su paso arrasa con la actividad económica con una velocidad no vista por lo menos desde 1929.
La crisis derivada del encierro ocasionado por la propagación de la enfermedad COVID-19 representará un parteaguas en la historia moderna de la humanidad, a tal grado que por su capacidad destructiva se hablará de AC y DC como Antes y Después del Coronavirus.
Hasta este momento, las ciencias médicas aún no han dado las respuestas para controlar esta pandemia, y aún es muy temprano para dimensionar cabalmente las muchas y complejas consecuencias de una crisis que comenzó por ser sanitaria, pero que ha adquirido con rapidez múltiples tintes que además se yuxtaponen y se retroalimentan.
La crisis no sólo ha afectado aspectos eminentemente económicos, sino que ha destruido las expectativas vitales de cientos de millones de personas en todo el mundo, particularmente las de los jóvenes. Este grupo sociodemográfico se convierte en el más vulnerable de la sociedad por su mayor propensión a incorporarse a las filas de la delincuencia, a las adicciones y a cometer suicidios, lo cual se explica por la caída de esas expectativas. Es de dominio público escuchar frases como “prefiero vivir diez años como rey a vivir cincuenta como esclavo”.
Por la complejidad de los problemas acumulados tan rápidamente hasta este punto, es una tarea muy difícil esperar a que los gobernantes ofrezcan respuestas “óptimas” capaces de reducir al mínimo el número de contagios y muertes, a la vez que también minimicen los costos económicos de enclaustrar por largo tiempo a la población.
Para evaluar qué tan “óptima” puede ser una política, una respuesta o una elección, en economía se usa el concepto costo de oportunidad, el cual refiere a la utilidad o satisfacción obtenida o perdida por elegir o no elegir algo. También puede verse como el costo y/o el beneficio que reporta la opción elegida en relación con las demás posibles.
En economía, como en la vida, no hay nada gratis. Tanto el amor como la obtención del mayor de los placeres exige un costo previo y/o posterior. Respirar aire puro cuesta, beber agua fresca y limpia también cuesta. Vivir en el paraíso terrenal tenía un precio enorme (para nuestros fines académicos y de pertenencia al SNI); renunciar al árbol del conocimiento y de la ciencia y adquirir el don del conocimiento tuvo un resultado fatal que sigue afectando a muchos:[1] ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente y sentir pudor de nuestros cuerpos.
Para que la elección (decisión) sea “óptima” su costo debe ser inferior al de las demás o, visto desde la satisfacción, la primera decisión debe ser más gratificante que la segunda. A manera de ejemplo, si al comprar un helado elegimos el de vainilla y no el de chocolate, es porque la vainilla nos gusta más —nos reporta mayor satisfacción—, por ende, su costo de oportunidad es menor; es decir, el costo (beneficio o satisfacción perdidos) de no haber elegido el helado de vainilla respecto al helado de chocolate —lo que nos hubiéramos perdido— sería mayor.
En el caso de esta pandemia, implica elegir entre dos opciones: salvar vidas a partir de largos y costosos confinamientos o preponderar la economía a pesar de colapsar los servicios de salud. En cualquier caso, el dilema se reduce a morir de hambre o a morir de enfermedad. ¿Cuál es más caro y cuál es más tolerable?
Ante la gravedad del problema, y del dilema de los costos de oportunidad, en muchos países la ignorancia, como en el famoso juego “maratón”, va ganando la partida. Lastimosamente, el desconocimiento y el inmediatismo en muchas ocasiones determinan las decisiones. Los gobiernos encabezados por líderes populistas son una muestra de lo costoso que puede ser manejar una pandemia utilizando una particular mezcla entre negar la importancia de la ciencia y tener iniciativa y mucha, pero mucha, ignorancia.
Los líderes populistas les hablan directamente y sin tecnicismos a amplios sectores marginados y resentidos y apelan al entendimiento de esos vastos grupos sociales utilizando el vox populi, vox Dei[2] (y viceversa). Ese ardid les dio los votos necesarios para llevarlos al poder.
Los líderes populistas aprovechan el descontento social, pero también —y de manera no menos importante— el lenguaje simple y limitado de la sociedad, del pueblo. A primera vista, podríamos pensar que eso ocurre en los países más atrasados; sin embargo, esto también pasa en países altamente desarrollados.
Como ejemplo, en Estados Unidos, que es la mayor potencia económica, militar y científica del mundo,[3] basta con decir que 16 millones de sus ciudadanos creen que la leche con chocolate proviene de vacas color marrón y 1 de cada 4 cree que el sol gira alrededor de la tierra, sólo por mencionar algunas de las creencias más bochornosas.[4]
El abuso de estas condiciones por parte de su gobernante ha conducido a prácticas no sólo aberrantes, sino que han tenido consecuencias fatales al sugerir que la población se inyecte o tome cloro para “curarse o inmunizarse” del COVID-19.[5] Pensar lo que podría suceder en países como México, que tiene graves limitaciones culturales y educativas en esos campos, es un asunto de terror, así lo reportan las estadísticas que demuestran que tiene resultados marginalmente superiores a los de Colombia[6] y al promedio de América Latina, pero inferiores a los de Chile, Costa Rica y Uruguay.[7]
México ocupa deshonrosos (últimos) lugares en indicadores básicos de cultura, conocimientos generales y capacidades (incluso para seguir instrucciones básicas). En lectura general se registran 3.8 libros leídos per cápita al año, y con la salvedad de que dos de cada diez entienden lo que leen; asimismo, ocupa el lugar 53 de 71 en el programa para la Evaluación Internacional de Alumnos de la OCDE (PISA, por sus siglas en inglés) y registra una bajísima tasa de investigadores por cada 100 000 habitantes (sólo 23).[8]
Esto hace poco sorpresivo que personajes públicos emitan lances temerarios y afirmaciones como “el caldo de pollo y el chile picado son la receta para aquellos que ya se han contagiado de coronavirus” (sic), que “los pobres somos inmunes” (sic), que “la vacuna contra el coronavirus es un plato de mole de guajolote” (sic) y, más recientemente, negarse en público a usar cubrebocas debido a que existe un blindaje al tomar gotas con “nanomoléculas de cítricos”.[9]
Con estas consideraciones nos debemos preguntar lo siguiente: ¿Qué tan importante es la ciencia y su adecuada divulgación para actuar asertivamente en momentos de confusión generados por las múltiples crisis que estamos viviendo? ¿Qué y cómo debería pensar y tomar decisiones un jefe de Estado ante una crisis de tan enormes y múltiples dimensiones?
Propongo que existen dos posibilidades extremas. La primera es elaborar planes resultantes de consensos de los académicos y científicos más destacados para así definir las mejores políticas y reducir los costos totales y los costos de oportunidad. De ser el caso, lo más probable es que se lograrían paliar los efectos y se facilitaría retomar de mejor manera la senda de nuestras vidas. El margen de error —que sin duda habría— tendría que ser menor. Por el contrario, la segunda opción estaría fundamentada en lanzar recomendaciones y acciones basadas en el salario mínimo de la inteligencia generando resultados opuestos.
Lo más peligroso es que en los momentos de crisis, cuando lo urgente se confunde con lo necesario, y más aún con lo pertinente, se puede dar una combinación explosiva con grandes alcances destructivos, la cual estaría motivada por la conjunción del miedo, la irracionalidad, la ignorancia, el sentido común, el desprecio por la ciencia y la manipulación de las masas.
Con terror hemos visto que en localidades marginadas de México turbas de iletrados han incendiado alcaldías y han agredido a brigadas fumigadoras y de desinfección con el argumento de que el gobierno y la OMS inoculan intencionalmente el virus para reducir la población del país y para recibir fondos de ese organismo al reportar una cuota necesaria de muertos.
En la retórica oficial, dedicarse hoy en día a las actividades académicas y científicas es formar parte de una minoría (élite) “privilegiada” que vive entre sábanas de seda que habita en inalcanzables e irreales torres de marfil totalmente alejadas de la realidad y de las necesidades inmediatas del grueso de la población. Este discurso ha abierto discusiones sobre ciencia útil, ciencia inútil y ciencia inmediatista, donde esta última es la que resuelve problemas legítimos del pueblo.
Además, este pequeño grupo tiene en sus manos una bolsa de 25 000 millones de pesos.[10] Con esto, cualquiera se podría preguntar: ¿Por qué no expropiarla o darle un mejor uso al dársela a los más pobres?
Desde el discurso oficial, la mejor manera de acabar con la pobreza es reasignando presupuestos en favor de políticas públicas inmediatistas que repartan dinero directamente sin existir ninguna obligación a cambio, una hipótesis contraria a lo que dirían estadistas de la talla de Abraham Lincoln, quien afirmaba que no se puede ayudar a las personas de forma permanente haciendo por ellos lo que no quieren y deben hacer por sí mismos, menos aún descapitalizando actividades que son cruciales para seguir generando conocimiento y riqueza.
En términos modernos, y de acuerdo con los premios Nobel de economía 2019 Banerjee y Duflo,[11] las políticas sociales adecuadas para reducir efectivamente la pobreza deben empoderar a sus beneficiarios con acciones que les permitan independizarse de esos recursos, postura muy lejana a la visión asistencialista y clientelar de moda.
En México existen alrededor de 34 millones de hogares.[12]De expropiar los escasos recursos que se destinan al Conacyt y reasignarlos al gasto directo inmediatista para atenderla de esta forma, alcanzaría para darle alrededor de $735 pesos a cada familia con lo que podrían comprar 20 kilos de huevo y con ello comer solamente un mes.
En este escenario, y empleando de nuevo el concepto de costo de oportunidad, “resolveríamos” momentáneamente un problema ancestral de 22% de la población nacional que hasta 2019 vivía en pobreza alimentaria afectando de manera definitiva el presupuesto de ciencia y tecnología de un año.
¿Cuál sería el costo de oportunidad de reasignar así los escasos recursos públicos? ¿Cuál sería el verdadero costo total y de oportunidad de repartir huevos en lugar de apostarle aún más a la ciencia?
Esperemos que publicaciones como CIENCIA ergo-sum sigan dando la respuesta adecuada.
Agradezco la gran colaboración de Emmanuel Salas.