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When Forests Run Amok: War and Its Afterlives in Indigenous and Afro-Colombian Territories
Diego Cagüeñas Rozo
Diego Cagüeñas Rozo
When Forests Run Amok: War and Its Afterlives in Indigenous and Afro-Colombian Territories
Revista Colombiana de Antropología, vol. 60, no. 3, e2876, 2024
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH
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Reseña

When Forests Run Amok: War and Its Afterlives in Indigenous and Afro-Colombian Territories

Diego Cagüeñas Rozo
University of Amsterdam, Netherlands
Revista Colombiana de Antropología, vol. 60, no. 3, e2876, 2024
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH
Ruiz-Serna Daniel. When Forests Run Amok: War and Its Afterlives in Indigenous and Afro-Colombian Territories. 2023. Durham. Duke University Press. 268pp.

Received: 18 July 2024

Accepted: 19 July 2024

Published: 01 September 2024

Este notable libro enseña cómo el daño forja cosmos. Enseña mucho más; me concentro en la cuestión del daño cósmico, pues en ella encuentro su lección más poderosa. Frente al argot rutinario e institucionalizado del conflicto armado interno, los derechos humanos, la memoria histórica, las víctimas y la reparación (simbólica o no), el Chocó que Ruiz-Serna escribe nos obliga a considerar que las verdaderas dimensiones del daño causado por la violencia en Colombia exceden, con mucho, la reducida esfera de las preocupaciones y deseos individuales, así como las burocratizadas operaciones del aparato jurídico-estatal que aspira a “implementar” la paz. Aprendemos, en la lectura de este libro, que estas operaciones son insuficientes. Vistas desde el Chocó, son magras, cuando no violentas en sí mismas. Lo que está en juego no es poco: es el futuro común. De ahí que la política exija su expansión, que la ciencia política solo pueda ser saber cósmico.

El título mismo nos alerta acerca de la personalidad del libro: es la selva su protagonista. Y a esa selva algo le ha pasado, un daño le ha sido infligido; se ha salido de quicio. Así las cosas, el ejercicio etnográfico debe replantearse para que la selva sea más que el lugar donde sucede la violencia que se escribe. Desde las primeras páginas de la introducción, la intención es clara: el daño no debe confinarse a las “representaciones culturales de la naturaleza propias de determinados pueblos”, puesto que es posible localizarlo “en el mundo mismo” (2)1. A pesar de que el autor no lo exprese en tantas palabras, la apuesta es asomarse detrás de la cárcel del lenguaje (o de las representaciones) para sorprender la realidad desplegándose, independiente, autónoma, impasible. Se rompe con la correlación entre lenguaje (humano) y mundo que legó el llamado giro hermenéutico. Hay vida y vidas que hablan otras lenguas, intercambian otros signos y siguen otros sentidos. Algunas de ellas datan de antes de lo humano. Cuando se encuentran, el cosmos se hace. En el Chocó, en los pozos que se forman en los cráteres dejados atrás por bombardeos ya no tan recientes, peces pueden nacer de ranas.

Una etnografía del daño causado por la violencia armada en los territorios indígenas y afrocolombianos que obedezca este mandato de pluralidad implica una radical redistribución de lo que el autor llama agencia (específicamente, en relación con los ríos), y una consiguiente, generosa, multiplicación de lo animado. Una de las apuestas cruciales del libro es la de proponer una comprensión de la violencia armada que signa la historia colombiana en la cual se hagan evidentes aquellas fuerzas destructivas que no solo afectan a las gentes y sus culturas, sino también al cosmos mismo. Una vez asumida esta perspectiva, el daño de dicha violencia alcanza dimensiones, medidas y escalas escasamente estudiadas por las ciencias sociales al uso.

Considérese la mancha de la conciencia culpable que recorre Caño Claro de la mano de los muertos sin sepultura digna. Este acecho de los muertos es un daño que no solo sufren los deudos, sino que aflige al territorio y atormenta a los espíritus insepultos. Las ondas expansivas de la violencia dañan también los mundos de los espíritus; los han sacado de quicio. Por rebasar sus límites antrópicos, este daño queda fuera del alcance de la ley y el Estado colombianos. Los espíritus, las fieras, la madre de agua no comparecen ante esta ley que carece de mecanismos de registro de sus voces. De ahí la relevancia del meticuloso trabajo que le permite a Ruiz-Serna reconstruir para el lector los incansables esfuerzos de diversas organizaciones sociales dirigidos a ampliar el alcance inicial de la Ley de Víctimas, principalmente a través del reconocimiento del territorio como víctima. Como bien lo ilustra el autor, se trata de algo más que de una simple ficción legal; por el contrario, estamos ante una operación más compleja y productiva, pues, al registrar el daño padecido por los guardianes espirituales de los árboles y las rocas, por ejemplo, se cuestiona las prácticas modernas relacionadas con la justicia y la reparación.

La comprensión del territorio como persona susceptible de padecer daños permite llevar la discusión más allá de los alcances de los derechos culturales (que incluyen el derecho a la tenencia de la tierra), para dar paso a la valoración de las prácticas de creación cósmica que comparten humanos y no humanos en relaciones que no obedecen a distinciones modernas como las que separan lo animado de lo inanimado o lo sacro de lo secular. Ruiz-Serna aborda este asunto vital al tiempo que se esmera en hacer justicia a la lucha de líderes sociales como Petronio y Pontus, que exigen formas de sanación no previstas en la fundación del aparato de justicia transicional y la Ley de Víctimas. Como mencioné, de manera paulatina esos liderazgos locales han logrado que los espíritus y los lugares que estos acechan comiencen a ser reconocidos como sujetos y objetos de cuidado. A este respecto, el autor se detiene en la nueva inscripción del territorio en el aparato jurídico. En efecto, el artículo 345 del Decreto Ley 4633 de 2011 reconoce al territorio como una entidad viva, fundamento de la identidad y armonía de los pueblos originarios, y susceptible de daño cuando es violentado o profanado en el marco del conflicto armado interno. En consecuencia, el territorio puede ser una víctima más. Hallo acá una distorsión que podría haber sido explorada en más detalle, ya que sus consecuencias no son pocas ni banales. Lograr reconocimiento por medio de la figura de la víctima puede ser problemático. La agencia es erosionada en el mismo acto que la reconoce. Los alcances de esta distorsión se pueden intuir en el hecho de que la figura de la víctima acecha todo intento de comprensión actual de la singularidad colombiana y este libro no es la excepción.

Sin embargo, concuerdo con Ruiz-Serna en que el territorio como víctima ha abierto el paso a nuevas comprensiones del daño y de las formas de justicia que serían apropiadas para enmendarlo. El autor encuentra que la paz a la que aspiran las gentes del Atrato, y que reivindica el libro, es ecuménica, es decir, se cimienta en un entendimiento, un acuerdo entre vivos y muertos, en aras de la prosperidad de los territorios habitados y cuidados. La justicia, transicional o no, siempre ha estado rezagada frente a estas exigencias que plantea el lenguaje de algunos humanos en nombre de vidas sin número. Esta es una fortaleza del análisis que propone el libro, porque permite comprender la operación de la justicia y el aparato estatal encargado de los esfuerzos de pacificación de manera más acotada y atenta, evitando así los lugares comunes que oponen a la población civil, las comunidades étnicas o los movimientos sociales al monolito imperturbable y violento del Estado. En cambio, el autor describe una variedad de ejercicios de imaginación y negociación políticas a través de los cuales surgen prácticas y procedimientos de búsqueda de paz que no son ni puramente vernáculos ni enteramente estatales. Se dan, más bien, en un enmarañamiento de vidas e instituciones en el que no hay un único centro rector.

Acerca de esta cuestión de primera urgencia, Ruiz-Serna sostiene que, si se aspira a proteger de manera efectiva las vidas que habitan la cuenca del Atrato, el solo reconocimiento de derechos será insuficiente mientras no cambie la ontología del sistema legal. Destaco este argumento porque está en directa relación con lo que señalé como la lección más poderosa de este bello libro, esto es, que el daño forja cosmos. He aquí una ampliación de la mirada y la escucha etnográficas que me parece la expresión madura de una cierta forma de hacer antropología que, con frecuencia, se ha encasillado bajo los remoquetes del giro ontológico, de las ontologías planas o del materialismo especulativo. Si bien detrás de estos rótulos suele agazaparse un reproche, creo, por el contrario, que el autor nos dona un ejemplo de etnografía cuya potencia apenas estamos comenzando a entrever.

Me explico. El libro se concentra en “la emergencia de nuevos tipos de agencia y de seres”, y en el “surgimiento de nuevas relaciones y transacciones ontológicas” (29). Dicho de otro modo, no se trata de definir esencias e individuos que pertenecerían a regiones estancas de la realidad, algunas de las cuales corresponderían a la lógica de “lo cultural”, sino de seguir los procesos a través de los cuales el mundo se hace real, la vida se hace animada, y se generan modos de ser en constante flujo y transformación. En esta medida, el estudio de Ruiz-Serna hace parte de una serie de publicaciones que se reseñan de manera diligente en la inevitable sección dedicada a los antecedentes. Apellidos como Stengers, Haraway, Kohn, Blaser o De la Cadena evocan aires de familia que delimitan el espacio analítico en el que se atiende a los múltiples ensamblajes de seres que “participan en la generación de vida social en los territorios del Bajo Atrato” (18).

Nutriéndose de estos debates que ya han comenzado a formar una suerte de tradición, Ruiz-Serna nos convida a un ejercicio de atenta escritura etnográfica en el que se hacen lugar vidas humanas, no humanas y más que humanas, en el proceso incesante de creación del cosmos. La ambición del proyecto es innegable (¿cómo hacer del cosmos [o de un cosmos] un objeto etnográfico?), mas no sucumbe a ella por anclarse firmemente en un territorio vivido y compartido en fraternidad. Un puntero sumerge una palanca en un río y agita las aguas para abrirse camino a través de una isla de arracacho porque quiere llegar a una palizada que requiere limpieza. Cuerpos insepultos han quedado atrapados en la hojarasca que flota en el río y entorpece la navegación al tiempo que esparce el daño de la violencia armada. Al abrigo de una selva poblada por jaguares que siempre pueden ser mojanos disfrazados, dispuestos a atacar y hacer presa de los bajoatrateños, el cosmos se va haciendo. Estas “labores cosmopolíticas” (210) del día a día suelen pasar desapercibidas, a pesar de que la sanación cósmica y la reparación de los territorios dependen de ellas. Las antropologías ontológicas nos han provisto con las herramientas necesarias para aprehender y sopesar estas labores en su talante político, y no simplemente cultural. No se trata de usos o costumbres, sino de intervenciones en lo real para hacer la vida posible.

Como el autor reconoce desde el inicio, las antropologías ontológicas han sido criticadas por su tendencia a reificar identidades étnicas y socioculturales, por exacerbar la supuesta inconmensurabilidad entre gentes de distintas culturas, por descontextualizar conceptos como los de agencia y personalidad, o por hacer demasiado énfasis en las preocupaciones ontoepistémicas nativas en detrimento de los problemas políticos y socioeconómicos que esas mismas gentes enfrentan a diario. No dudo de que algunas de estas críticas sean justas y de que los apellidos antes citados puedan caer en estos vicios. Se sabe que, en la academia, la búsqueda incesante de la originalidad lleva a proclamas demasiado unilaterales, del tipo “el autor ha muerto” o “no hay nada fuera del texto”. Pienso que el momento de novedad de la pregunta etnográfica por la ontología ha pasado ya y es posible comenzar a tasar sus aportes. El libro de Ruiz-Serna está en la columna de activos. Las fieras, las madres de agua, los encantos, las ánimas en pena, las champas, los chinangos, los jaibanás, las palizadas no desfilan por sus páginas como partes de una cosmovisión estática, exótica, fuera del tiempo de la historia y la política, sino como miembros activos de una ecología de seres en perenne fluir de un modo de ser a otro. En esta labor de creación cósmica, la historia y la política lo son todo, y la muerte no se opone a la vida. Por lo tanto, cualquier intento por subsanar el daño de la violencia armada debería desear, no solo la restauración del estado de cosas previo a la injuria, sino la reparación de la red de relaciones que hace posible la llegada a la existencia del territorio y las vidas que lo habitan, cuidan, generan y, en ocasiones, destruyen. Nada podría ser más político, pues esta labor de creación, destrucción y sanación no es dialéctica, no es sucesiva y no está garantizada por ninguna lógica o cosmovisión. El cosmos debe rehacerse a cada instante.

Dos anotaciones a manera de cierre. Echo de menos en el libro los escritos de Aurora Vergara sobre Bojayá. No es una cuestión de completitud, de referenciar todo lo que hay por referenciar. Los echo de menos porque pienso que Vergara ha reconstruido una genealogía de las violencias del Pacífico colombiano que no es necesariamente incompatible con el punto de vista de Ruiz-Serna y que podría hacer aún más tupida la red de seres involucrados en la reparación cósmica. Al incorporar la experiencia de la diáspora a la violencia del desarraigo padecido por las comunidades afrocolombianas que hallaron refugio en las selvas del Pacífico, la historia de racismo que está en el corazón del daño a los territorios adquiere un relieve más urgente y cuestiona de manera vigorosa los mecanismos de reconocimiento y reparación de los sujetos étnicos. Acá hay un diálogo que puede ahondarse.

La segunda anotación se refiere a la dificultad del reto que se han propuesto Ruiz-Serna en particular y la antropología ontológica en general. Qué difícil es pensar a contrapelo de hábitos milenarios. Cuán insidiosas son las oposiciones binarias en las que nos hemos criado. Al referirse a una palizada especialmente grande que entorpece la navegación en el río, el autor menciona que, si bien la formación de estos entramados de madera en descomposición suele estar vinculada a las condiciones tropicales del Atrato, “no son enteramente naturales, porque la acción humana suele estar detrás de su expansión” (69). Pero el punto es justamente que todas las palizadas son igualmente naturales o artificiales, ya que son producto de las fuerzas humanas y no humanas que crean todo lo existente. Las palizadas, como cualquier otro ser, son compuestos que resultan del encuentro y desencuentro de fuerzas, que, así como son creadoras, pueden tornarse destructoras. Nada hay sino naturaleza y en ella nada está destinado a perdurar. Vida y muerte se reclaman una a otra. Por eso, es solo la política en escala cósmica la que podrá volver a poner la selva en su quicio. Por un tiempo, pues el daño es cósmico también. Gracias a este libro por ayudarnos a entenderlo.

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1 Todas las traducciones son propias.
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