Resumen: Con el presente artículo se propone reflexionar, desde una perspectiva Psicoanalítica, en torno a la educación y al imperativo de evaluar que funciona como práctica y modo de vida de lo que se ha dado en llamar “Cultura de la Evaluación”. Analiza la incursión de la amalgama entre ciencia y economía que ha creado funcionarios a los que llama expertos evaluadores y sus estrategias retóricas con las que pretende hacer de la evaluación una necesidad para la vida en sociedad. Toma posición por no hacer parte de la creciente exclusión de la subjetividad en nombre de la transparencia objetiva que no es otra cosa que la manía de negar lo que existe y explicar lo que no existe.
Palabras clave:EvaluaciónEvaluación,subjetividadsubjetividad,furor evaluadorfuror evaluador,cienciaciencia,economíaeconomía,política.política..
Abstract: This article intends to reflect, from a psychoanalytic perspective, around education and the imperative to assess which functions as a practical and lifestyle of what has been called "culture of evaluation" Examines incursions amalgam between science and economy that has created officials who called expert evaluators and rhetorical strategies that aims to make the assessment a necessity for life in society Takes position by not being part of the growing exclusion of subjectivity in the name of objective transparency is nothing but a habit of denying what exists and explain what does not exist.
Keywords: Evaluation, subjectivity, evaluator furor, science, economics, politics..
Educar sin subjetividad o la manía de negar lo que existe y explicar lo que no existe. Sobre el imperativo político de evaluar.
To educate without subjectivity or the mania of denying what exist and explaining what does not exist. About the political imperative to evaluate.
Recepción: 02 Septiembre 2015
Aprobación: 10 Febrero 2016
Antes de comenzar resulta necesario aclarar algunas cuestiones sobre el título de la reflexión que se propone y el modo en que servirá de orientador a lo largo del presente trabajo. En abril de 1841 Edgar Allan Poe escribió un relato policial que la crítica considera la base de este género, se trata de “Los crímenes de la calle Morgue”. Allí cuenta la historia de un homicidio sucedido en extrañas condiciones, y el interés de un detective privado que al notar la ineficacia de los procedimientos de la investigación policial, dedicados a reducir las pistas a la simplicidad de la evidencia empírica, con el fin de ajustar su explicación a causas comunes como el robo, decide emprender la tarea de fijarse en los rastros que los expertos forenses han desechado. Así, restaban importancia a detalles de gran valor revelador pero que exigían otra manera de pensar, método que finalmente condujo al detective Dupin a formular arriesgadas hipótesis y conjeturas que fue contrastando hasta ingeniar la forma en que el mayor sospechoso, ignorado por la policía, llegara a su puerta para declarar voluntariamente. Una vez esclarecidos los hechos en el despacho del prefecto policial, quien no vaciló en expresar su incomodidad por el novedoso razonamiento e intromisión de Dupin, le sugirió, no sin cierta ironía, que se mantuviera ocupado en sus asuntos y dejara a la autoridad ejercer a su manera los oficios legales. El detective no se pronunció al respecto y sólo cuando se retiró del lugar confesó a su amigo, quien le acompañaba, lo comprensible de la reacción del prefecto pues su ciencia, su manera de pensar, lo hacían tan listo que le resultaba imposible reflexionar con profundidad. La causa de su fracaso reside en que su ciencia es cabeza sin cuerpo, y su prestigio es solo la astucia de sostener la fama que lo hace ver como un hombre inteligente. El truco es su forma de negar lo que existe para explicar lo que no existe.
A partir de Poe es posible entender que “negar lo que existe para explicar lo que no existe” hace parte de una astucia cuya pretensión es sostener el prestigio de la evidencia. Si bien puede decirse que se trata de una ficción, también se trata de un relato que da cuenta de procesos de investigación que hacia el siglo XIX empezaron a juntar fuerzas para producir un efecto de eficacia y control. Así pues la investigación científica y la policial resultan artificios para hacer existir una certeza de la que no se puede dudar. Sin embargo, el relato también muestra que la verdad se desliza sutilmente y que en el error científico, en la falla del instrumento, se expresa un corte que permite acercarse a lo que la ciencia desecha, a saber, la subjetividad. En este sentido, se intentará ensayar una reflexión que permita interrogar la manera en que la educación se postula como una práctica atravesada
por el discurso de la ciencia, que pretende la legitimidad y objetividad de sus procesos mediante la adopción creciente de mecanismos evaluativos cada vez más sutiles que se empeñan en negar ese resto subjetivo in-evaluable y en su lugar hacer existir etiquetas explicativas que se ofrecen como seguras generalizaciones de lo humano.
Es necesario recordar que la educación constituye un efecto social y político que funciona como un medio de transmitir a cada generación lo que se considera fundamental para su vida en la cultura. En este sentido, es comprensible que cada época piense y perfile el conocimiento que afirme y también, aunque de manera paradójica, rompa los límites de su subsistencia. Por ejemplo, en las primeras comunidades humanas saber distinguir las huellas de un animal salvaje de uno que podría ser comestible, o diferenciar entre frutos venenosos, alimenticios o curativos y asegurar la conservación de ese conocimiento constituía no solo una práctica social sino también educativa. En este sentido, la idea de hombre que cada época se construye va cambiando, de acuerdo con las exigencias sociales que correspondan a lo que se impone como ideal de vida civilizada. Sin embargo, resulta importante no perder de vista que el aprendizaje humano no se limita a la adquisición de lo que resulta fundamental y útil para la vida en sociedad, sino que en su estructura hay una dimensión del orden del exceso, configurada por un modo singular de satisfacción que no se inscribe fácilmente en la idea de lo que es bueno para todos.
En esta perspectiva, dar un lugar a ese modo de satisfacción propio del sujeto y que parece seguir un programa de oposición al ideal cultural, implica reconocer una tendencia que se rige, no precisamente por un principio pacificador, “sino por una ley insensata”, caprichosa, que funciona con la efectividad de un imperativo incuestionable. Se trata entonces de una disposición estructural, un irremediable con el que es necesario contar y no soslayar mediante ideales fundados en simulacros de objetividad, que asignan el deber ser de lo que una ideología determina es conveniente para todos. El descubrimiento de Freud sobre “ Lo inconsciente” aportó las bases fundamentales para analizar en qué consiste, pues se constituye como un saber del que el sujeto nada quiere saber. De ahí que las formas en que se manifiesta sean del orden del deslizamiento, como un resbalón doloroso y sorpresivo que revela la ineficacia del control sobre los pensamientos y las acciones, y que se muestran como contradicciones carentes de sentido. No obstante, aquello que “Lo inconsciente” indica es una lógica regida por una constancia pulsional que busca satisfacerse a como dé lugar. En esta vía la educación constituye un valioso recurso para civilizar la pulsión, pero esa misma constancia insatisfecha señala el fracaso de los ideales, a partir del malestar cultural que en cada época adquiere sus propias formas y estrategias.
En la vida contemporánea la estrategia con que se intenta contrarrestar el malestar, se ha esforzado en imponer, de un modo más bien seductor, una “Cultura de la evaluación”1, a fin de sostener el control sobre la vida del sujeto y acentuar la negación de que hay un resto pulsional, un inevaluable que se le escapa. Esa insistencia ha tomado la forma de un furor evaluador que también tiene su lado pulsional, pues en su posición clasificadora resulta un promotor de la exclusión. Esto significa un modo de legitimar la existencia útil del hombre en nombre de cierta idea corporativa de la productividad. Y aunque parezca un asunto propio de este siglo es posible rastrear el proceso “Biopolítico” que ha conducido al imperativo evaluador que ordena “Educar sin subjetividad”. La práctica de la evaluación se sirve de instrumentos cada vez más objetivos y veraces que se presentan como un efecto de la ciencia, lo que dibuja sobre ellos un aura de legitimidad y eficacia que les ha permitido filtrarse en lo más íntimo de la vida humana.
En este caso la subjetividad a la que se hace referencia significa la posibilidad de resistir ante la creciente manía tecno-científica que insiste en negar su existencia. Resulta entonces que se trata de aquello de lo que la evaluación no quiere saber, puesto que es la marca del error humano, el fallo que pone en peligro el artificio mecánico que sostiene la escena teatral del instrumento por sobre el sujeto. El sujeto del que se trata es aquel cuya división impide que sea homologado por un dato, por una cifra, una etiqueta diagnóstica, o una categoría como síntesis que enmarca todo su ser. Eso que no se inscribe, lo interroga y le otorga un lugar como ser que se realiza en el mal entendido, sello que deja la palabra en el ser hablante.
La idea de subjetividad que se convoca en esta reflexión se sitúa en la cuestión del sujeto propuesta por el psicoanálisis de orientación lacaniana. En este sentido, el sujeto del que se trata no es otro, que aquel que la objetividad de la ciencia ha reducido a la condición de objeto. Sin embargo, decir “(…) sujeto no es equivalente a la persona ni al individuo” (Miller, 1998, p. 67), se trata más bien de entenderlo como una discontinuidad, un lapsus, una división como efecto de lo que dice. Entonces el ser hablante no es sólo lo que dice, sino la manera en que se posiciona y se relaciona respecto a la incertidumbre en que lo deja su decir. De ahí que “Lo inconsciente” signifique un saber, pero del que el sujeto no quiere enterarse, porque lo enfrenta a la discontinuidad, a la caída de los ideales, a la ruptura, a la desilusión. Lo anterior permite entender por qué el ser humano se debate entre la demanda de satisfacción inmediata que le ordena su tendencia pulsional y el esfuerzo por regular esa satisfacción. Esa regulación que en principio es tomada como frustrante es la condición que impone la cultura para poder participar de la vida civilizada. Curiosamente el sector educativo, que cada vez hace más espacio a los imperativos de la e v a l u a c i ón ob j e t i v a , p a r e c e i g n or a r intencionalmente esta particularidad de la condición humana. Y esto tiene como consecuencia que en la práctica educativa, lo impersonal y aséptico de la evaluación se oponga a la transmisión de un deseo de saber. Deseo que deviene fundamental en la relación que el estudiante puede construir con el conocimiento, y que es sumamente influyente en su desempeño académico. Así pues, se vislumbra que la orden de “educar sin subjetividad” produce personas privadas del entusiasmo y la curiosidad propia del no saber, para arrojar al mundo seres desencantados por los formatos, las plantillas y las limitadas opciones que les señalan respuestas prefabricadas, dicotómicas, ante las que solo pueden marcar una “x” que no los representa.
La creciente tendencia del furor evaluador impide que al estudiante, incluso al docente, le sea reconocida su subjetividad, su división e inconformidad. Cuestiones que son tomadas como enemigas de la educación que se propone generar entes adaptados al sistema productivo, artefactos humanos que no se impliquen en lo que hacen, materia disponible para cualquier oficio que no sea el efecto de una vocación o de una pregunta por el deseo. Así, en lugar de conducir su inquietud por vías que le permitan construir un modo de satisfacción más responsable y mejor inscrito en la ley, se le aplica un cuestionario que elimina su singularidad y lo suma a una masa de datos. Allí pierde el nombre propio y a cambio obtiene una categoría, una etiqueta, que toma el lugar de su palabra para, con base en generalizaciones, explicar y hacer desaparecer la causa de su inquietud. Aspecto que en la mayoría de ocasiones lleva al estudiante a no encontrar otra salida que una rebeldía inconciliable, que lo aprisiona en las demandas de su propio cuerpo, y hace de su permanencia en la institución educativa un sinsentido insoportable.
Ahora bien, si se habla de “la manía de negar lo que existe” es porque resulta casi una insistencia pulsional, terca y obscena, el esfuerzo que en nombre de la ciencia se hace al producir artefactos evaluativos que cada vez ambicionan apoderarse de lo inevaluable del sujeto. Es decir, de ese modo singular de gozar y de sufrir con el que cada quien en lo más íntimo de su falta en ser tendría que asumir como responsabilidad. Esta división se expresa cuando el sujeto se siente prisionero de un impulso que toma las riendas de su vida y lo empuja a gozar por medio de la transgresión de lo que en otro momento consideraba un límite necesario e importante. Tal situación lo divide, el goce lo fragmenta y le otorga las condiciones que le permitan hacerse a un saber acerca del desacuerdo con su impulso transgresor. Para el Psicoanálisis “La importancia clínica de esto radica en que el sujeto se da cuenta que en lugar de hacer valer para sí un principio del bien, hace valer un malestar” (Gallo, 2013, p. 122). Es decir, que a través de su palabra tiene la posibilidad de reconocer que ha emprendido la campaña de trabajar por su propio mal, movilizado por un impulso inconsciente y mortífero, con la misma potencia como si se tratara de su propio bien. Posibilidad que se hará cada vez más escasa entre más fuerza tome el estándar y la imposición de negar que no todo lo que un orden considere bueno o conveniente pueda serlo en la misma medida para todos.
La vida social contemporánea ha sido permeada por el carácter líquido de los lenguajes corporativos que se proponen hacer que cada agrupación humana funcione como una organización. Es decir, que un derecho humano como el de la libre asociación contribuya al aparato productivo y se inserte en sus lógicas de competitividad, calidad y por tanto de medición y evaluación. Así pues la evaluación ha dejado de ser un recurso científico utilizado por epistemólogos, que constituía “(…) un gesto metodológico sofisticado, interno al saber teórico y que pone en juego conceptos nada triviales” (Milner, 2007, p. 12); ahora, se trata de promover una cuantificación generalizada de la vida para hacer de su dispersión una cosa que sea fácilmente gobernable. Controlar por medio de la evaluación la dispersión que es propia de la vida social, su diversidad e incertidumbre, tiene el efecto de que las cosas existen a condición de estar conectadas.
Estar conectado implica una obligación de disponibilidad a cambio de la ilusión de seguridad que ofrece hacer parte de los evaluados; esto es, de la élite de los que cumplen con las condiciones para ser tomados por veraces, dignos de credibilidad, de crédito, acreditados, aceptados en la lógica de la razón del más fuerte. En este sentido, la evaluación se va convirtiendo en el proceso que condiciona la pertenencia a la cultura global, negarse a ella es quedar sumido en una voluntaria y horrorosa marginalidad. Todo este proceso apunta a lo que el filósofo francés Jean Claude Milner llama “La política de las cosas y la política de los hombres”. Consiste en una expansión política de la evaluación a fin de que las cosas puedan gobernarse a sí mismas y gobernar a los seres humanos. Parece que es la realización generalizada del artificio de la objetividad bajo la forma de la evaluación, que se presenta como necesidad anclada en la historia de la democracia y produce nuevas modalidades de gobierno.
Si se acepta que la democracia ha sido el esfuerzo por legitimar la igualdad, es posible notar la manera en que la introducción de la economía del mercado se refina en el gobierno de las cosas que en tanto, tales son todas iguales. Foucault (2010) en sus lecciones sobre “El nacimiento de la Biopolítica (1978-1979)” muestra un recorrido por las formas de gobierno y la manera en que se deslizan prácticas de control, que en nombre del progreso toman posesión de la vida humana. En este sentido, destaca que en tiempos del soberano medieval el arte de gobernar consistía en el conocimiento de la ley de Dios y de las propias limitaciones, esto con el fin de no restringir el poder. Aquí la función de los sabios consejeros era poner límite a los excesos de gobierno del príncipe. Más tarde, en los siglos XVII y XVIII con el surgimiento del estado emerge una forma de gobierno basada en la economía política que determina la “Razón de estado”; la cual, consiste en el aumento de la riqueza, el fortalecimiento a partir del incremento de la población y la posibilidad de mantenerse fuerte ante otros estados a fin de no dejarse absorber. Para tal efecto, fue necesario un modo de organización que favoreciera el control de todo lo que sucedía en su interior. En ese momento surge una formación urbana de carácter policial encargada de la reglamentación sistemática de las actividades que tenían lugar entre personas y grupos, esforzándose por penetrar hasta en los más finos detalles y de un modo casi infinito. En la razón de estado regida por los principios de la economía política ya no es necesario un sabio por consejero, aquí aparece una figura que hoy se actualiza con más prestigio, se trata del experto quien tenía por función informar sobre lo más conveniente respecto a la economía. De este modo, sugería prácticas de recaudo que debían ser ejecutadas de tal manera por la policía que impidieran cualquier asomo de rebeldía por parte de la población. En este orden, cabe destacar que al experto no le interesaba el carácter de legitimidad de dichas acciones sino, y aquí se introduce otro término frecuente en la jerga corporativa contemporánea, el éxito. La capacidad de sustituir la legitimidad por el éxito da cuenta de la filosofía utilitarista que se encuentra en la base de la razón de estado y del nuevo régimen de lo verdadero y de lo falso que desplazó el arte de gobernar.
Resulta interesante el rodeo por ese corte de la historia en que la economía política se convierte en la estructura de la razón de estado. Y no es casualidad que Foucault las analice en su estatuto de ordenador racional de las prácticas sociales de la época, y más cuando capta en la expresión “Economía política” un cierto equívoco respecto a lo que esa racionalidad se propone hacer existir. En esta vía, afirma que el término Economía da cuenta de un cierto análisis de la producción y de la circulación de riqueza, y la Política se entiende como una reflexión sobre la distribución de los poderes en la sociedad. Pero en la unidad “Economía política” se hace aparecer, diríamos, como manía de explicar lo que no existe, un método de gobierno para asegurar la prosperidad de una nación mediante la autolimitación de la razón gubernamental. Si bien afirma nuestro autor “economía y política” son cosas que no existen; sin embargo, su inscripción en lo real marca un régimen de la verdad, y el tipo de racionalidad que inaugura y que toma el lugar del arte de gobernar, ese producto de la economía, le permite preguntar “¿Qué es ese nuevo tipo de racionalidad en el arte de gobernar ese nuevo tipo de cálculo consistente en decir y hacer decir al gobierno: Acepto todo eso, lo quiero, lo proyecto, calculo que no hay que tocarlo? (Foucault, 2010) Y agrega Foucault, a grandes rasgos, a eso es lo que llamamos Liberalismo [39].
Con base en Milner (2007) se entiende que en los fundamentos de ese liberalismo haya surgido la evaluación, que viene de la democracia históricamente inscrita en el mundo anglosajón de la economía de mercado. En este sentido, parece que la unión entre democracia y evaluación realiza el ideal de igualdad, que si se piensa en la singularidad del ser hablante es irrealizable. Pero si se piensa en hacerlo “cosa” es conveniente. La operación consiste en homologar la singularidad a perfiles, estándares o cualquier clase de equivalencias, de este modo “la evaluación ceba la transformación de los hombres (…) en cosas (…) la anuncia, (…) la instala” (Milner, 2007, p. 25). Así, se hace comprensible la definición de hombre que propone la cultura de la evaluación, “Ser plenamente un hombre es obedecer ciegamente a las cosas” (Milner, 2007, p. 25). Ser un hombre evaluado es ser más asimilable a las cosas sustancialmente iguales entre sí, lo cual tiene el efecto de abolir las libertades. Entre más iguales sean los hombres más se confunden con las cosas y entre más se confunden se hace más débil la línea entre las cosas que gobiernan y las cosas gobernadas. Esta forma de igualdad consolida la democracia contemporánea y hace que la evaluación se presente como un “humanismo democrático (…)” (Milner, 2007, p. 26).
Sin embargo, esta operación no sería posible sin la figura del experto cuya retórica mentirosa es hacer pretender que las cosas hablan, que los hechos hablan por sí mismos, que las cifras no mienten. Lo cierto, es que las cosas están habitadas por un silencio que les es propio y si hay alguna palabra es porque alguien por conveniencia la pronuncia. Los expertos son los portavoces de las cosas, funcionarios del régimen de la verdad, hombres y mujeres que hablan en nombre de la objetividad. Esa es la coartada de las encuestas, tratar la opinión como si fueran cosas que hablan por sí mismas, que expresan la “opinión pública”, otra contradicción como “Economía política”, que se expresa en el lenguaje de las cosas, en el informe, “(…) esa mezcla (…) de administración con tecno- estructura” (Milner, 2007, p. 32), estadística y términos en inglés. Esa estrategia de que las cosas hablan por sí mismas constituye el fundamento de la evidencia, un término que actualmente está muy en boga en medicina pero que tiene sus orígenes entre el razonamiento científico y la prueba policial. La evaluación funciona entonces para poner en evidencia las prácticas humanas más íntimas, su legitimidad es ese deslizamiento policial que se va filtrando de tal manera que favorece al control, y que no se trata de otra cosa que de una promoción de la infantilización, la vigilancia y la servil dependencia de aprobación para no sentirse castigado, excluido.
Bauman (2010) en su obra “Miedo líquido” señala que es propio del humano el miedo a la muerte, y que cada invento de la ciencia y la cultura intentan lidiar con su inevitable carácter definitivo. No obstante, esta época ha dado lugar a lo que podría llamarse una muerte en vida, un horror todavía mayor porque se está obligado a ser testigo del propio desahucio, de la pérdida de toda esperanza, se trata de la exclusión. La estandarización progresiva de la vida va creando categorías que son modos de inclusión a una clase, para hacer parte de esta clasificación es necesario haber pasado por la evaluación, proceso que se ha convertido en el modo de hacer parte de la cultura, “(…) en el bautizo burocrático” (Miller, 2007, p. 37). Los nuevos sacerdotes son entonces los expertos burócratas que se presentan en nombre de la ciencia porque tienen métodos para extraer y manipular información, que sostiene el poder científico de su impostura y en el apoyo de un aparato económico.
Los evaluadores no son científicos y la estadística no es una ciencia. La evaluación pone en juego la igualdad por encontrarse en el paradigma de la medida y del cálculo, en este sentido se entiende por qué se sirve de la democracia como justificación. Los evaluadores son más bien expertos gerentes que hacen comparaciones y calculan para decidir sobre lo que es más conveniente a quien contrata. Y la estadística se limita a ser una herramienta derivada del cálculo matemático que sirve para reducir una población, de cualquier cosa, a datos. Es el recurso fundamental del control, del inventario del estado. En este sentido, y de acuerdo con Milner (2007, p. 33) “(…) no hay ciencia de la evaluación”, todo lo que hay son sólo algunas técnicas que son pequeñas prácticas burocráticas.
Lo que mejor define la evaluación es entenderla como una retórica, un discurso seductor que se presenta como necesario, revestido de cientificidad y que consiste en un método para obtener el consentimiento del otro
En este sentido, dice Miller, que el evaluador es el sofista de esta época porque no sabe de nada, sólo aporta un procedimiento, parte de su sofistica es no tener criterios sino pactar un contrato que dice “Elaboremos juntos el método de tu evaluación” (Miller, 2004, p. 45). Esto es seductor, pues cómo oponerse al evaluador que dice “No tengo nada contra ti, sólo te pido me comuniques el texto –el informe- de lo que puedes decir de ti mismo (…) te vamos a medir según los criterios que tú mismo hayas definido (…)” (Miller, 2004, p. 46). Esto sin duda es vincular al sujeto a lo que será su propio proceso de exclusión, con la promesa de que una vez evaluado hará parte de un grupo selecto y podrá ser evaluador. Será acreditado. De este modo, se le hace pedir la evaluación, cede a la intimidación motivado por el deseo de ser reconocido y el horror a la exclusión; entonces, no es azar que se le llame “solicitante”. A pesar de tanta amalgama entre ciencia, administración y transparencia objetiva se dice, resuena, en el silencio sordo de las instituciones, que “(…) para ser acreditado nada mejor que el amiguismo” (Miller, 2004, p. 40).
Educar sin subjetividad es la orden que a diario se reafirma con la “Cultura de la evaluación”. Infortunadamente la educación de este nuestro siglo de las corporaciones, no está hecha para formar en la solidaridad ni en la ciudadanía sino para ser competentes, para fabricar funcionarios al servicio de la competitividad y el éxito. La evaluación como esa poderosa alquimia contemporánea, productora de consentimientos y confesiones que al excluir la subjetividad, lo que escapa al estándar, se ofrece como maquinaria de impostura para reducir las libertades y fortalecer el poder solapado del control, termina siendo promotora de la cosificación y legitimando la exclusión. Vale la pena entonces preguntarse si la retórica contemporánea, de los expertos y las acreditaciones, ha logrado confundir educar con evaluar, si se mantiene en su empeño de negar lo existe para explicar lo que no existe, y si acaso la educación resulta un asunto tan demasiado serio como para ser confiado a humanos.