Artículos

Solidaridad, política social asistencial y bien común1

Solidarity, Social Welfare Policy and Common Good

Édgar Antonio Guarín Ramírez
Universidad Católica de Colombia, Colombia
Armando Rojas Claros
Universidad Católica de Colombia, Colombia

Solidaridad, política social asistencial y bien común1

Reflexión Política, vol. 19, núm. 38, 2017

Universidad Autónoma de Bucaramanga

Recepción: 08 Marzo 2017

Aprobación: 20 Septiembre 2017

Resumen: El artículo busca contribuir a la reflexión actual en torno a la solución de la problemática que ha surgido en Colombia por la implementación de un modelo que, tributario del welfare state, identifica a personas en situación de vulnerabilidad y les hace entrega de bienes, servicios y subsidios, exigiendo de ellas muy poca –o ninguna– contraprestación. Esta manera de proceder, si bien tiene aspectos positivos relacionados con la atención solidaria que reciben personas que se encuentran en estado de necesidad, también ha causado otros efectos, como la limitada efectividad de los programas y la perpetuación de la pobreza –entre otros–, que demandan un análisis respecto del sentido y alcance de la responsabilidad que se exige al Estado en virtud del derecho a la solidaridad que tienen los asociados. Dicho análisis se hace desde el baremo que ofrece el bien común desde el ámbito político.

Palabras clave: Solidaridad, política social, derecho, bien común.

Abstract: The article seeks to contribute to the current reflection on the solution of the problems that have arisen in Colombia, by the implementation of a model that, tributary of the welfare state, identifies vulnerable people and provides them with goods, services and subsidies, demanding little or no compensation from them. This way of proceeding, although it has positive aspects related to caring for people in need, has also generated other effects, such as the limited effectiveness of programs and the perpetuation of poverty, among others, which demand an analysis regarding the meaning and scope of the responsibility that is required to the State by virtue of the right to the solidarity that the associates have. This analysis is done from the scale offered by the common good in the political sphere.

Keywords: Solidarity, social policy, law, common good.

Sumario

Introducción. Algunos efectos de la política social focalizada. La solidaridad como responsabilidad del Estado y derecho de los asociados. Política social asistencial y bien común. Conclusión.

Introducción

En el curso de la historia ha habido diversas maneras de concebir la forma en que el Estado debe proceder en materia de política social. Una de ellas ha propugnado por la independencia de los asociados respecto de las ayudas que les pueda brindar la comunidad políticamente organizada, de manera que se deja al individuo la responsabilidad de enfrentar sus propias necesidades, lo cual es considerado un signo de su autosuficiencia. Producto de esta mentalidad, hasta hace algunas décadas, en el ámbito de lo privado la dependencia de los otros fue reconocida como una realidad dignificante, mientras que, en el espacio de lo público, fue vista como una especie de incapacidad para ejercer la autonomía personal.

Sin embargo, esta manera de censurar lo que podría llamarse “dependencia pública”, ha sido objeto de cuestionamiento. El fenómeno de la globalización y su impacto en las comunicaciones, permite constatar que en muchos lugares del mundo –como sucede en Japón– las personas adultas no se sienten humilladas por solicitar ayuda cuando se encuentran en estado de indigencia, o cuando son ancianos solitarios; en esas circunstancias, lo que hacen es entregase a los otros, esperando que les cuiden, sin que eso sea para ellos causa de vergüenza (Sennet, 2009, p. 121 y 126).

La idea de la autonomía y el mérito que pretende ciudadanos adultos, ha tenido el riesgo de conducir a la ruptura de la relación que existe entre el ciudadano y el Estado, y entre el ámbito del bien privado y el bien del todo social. Los bienes públicos son recursos que están al servicio de la comunidad y el Estado está llamado a administrarlos de la mejor manera, a fin de que todos sus miembros tengan lo suficiente para vivir en condiciones dignas, mediante la justa distribución. Esta forma de justicia es especialmente importante en las circunstancias actuales por las que atraviesan muchos países del mundo, en donde han ocurrido desigualdades estructurales, siendo el dinero el que determina la posibilidad de acceso a elementos esenciales de la vida como los mínimos vitales, la educación o la salud.

En el caso de América latina, tal como lo describe Kliksberg (2011), hay actualmente cerca de 170 millones de pobres que viven en “trampas de pobreza” producto de sociedades muy desiguales en donde las personas tienden a conformarse con el “accidente de nacimiento”. Factores como el estrato social y las condiciones del hogar donde se nace, determinan la posibilidad de recibir buena educación y satisfacción de las necesidades básicas. Quienes no tengan dicha posibilidad se ven impelidos a vivir en la marginalidad y la informalidad, con trabajos precarios y sin protección. Por eso, las políticas públicas-sociales deben ser capaces de romper estas “trampas de pobreza”.

En razón de lo anterior, actualmente, es lugar común el reconocimiento de que la asistencia social hace parte del ser y es la razón de ser de la comunidad políticamente organizada en el Estado. Por eso, la política social asistencial constituye un mecanismo necesario para hacer frente, por ejemplo, a situaciones de emergencia social causadas por fenómenos de diversa índole. Los Estados necesitan prever y adelantar políticas solidarias a este nivel, por cuanto van dirigidas a personas en condición de necesidad o desprotección física, mental o social, a fin de que éstas se puedan reincorporar a la vida social y productiva.

Empero, no es menos cierto que cuando ese “hacer propia la suerte del otro”, elemento característico de la solidaridad, se materializa en una asistencia ejercida de manera focalizada, sin planificación, mediante procesos administrativos poco eficientes y sobre la base de criterios de medida poco claros, se torna en una especie de “providencialismo o asistencialismo estatal” –entendido este sufijo como extremo– que, en lugar de ayudar a mejorar la situación de los ciudadanos menos favorecidos, termina por fortalecer la injusticia, lo que afecta, tanto el bien personal, como el bien de toda la sociedad política.

Las líneas que siguen buscan aportar algunas ideas que puedan contribuir a la respuesta de algunas de estas cuestiones que surgen de la relación existente entre la solidaridad y la política social asistencial. Metodológicamente se ha procedido de manera analítica-sintética, por lo que se parte de la descripción de algunos de los efectos que genera la política social de foco, se juzgan a partir del análisis del concepto de solidaridad en cuanto responsabilidad del Estado y en cuanto derecho de los asociados, y se plantean algunas alternativas de solución, a partir del concepto de bien común.

1. Algunos efectos de la política social focalizada

En Colombia, como sucede en varios países de América Latina, en las últimas décadas el modus operandi en materia de política social se ha caracterizado más por su focalización que por su universalidad, lo que ha llevado al Estado a movilizar recursos públicos con la finalidad de brindar asistencia social a algunos grupos considerados socialmente marginados. Como afirma Ocampo (2008), este esquema tiene una estructura de “capas geológicas”, en la que los gobiernos nuevos introducen varios planes a manera de innovaciones, que en realidad son superposiciones parciales de programas antiguos que no desaparecen, sin que exista una visión estratégica de la política social (p. 40).

La implementación de una política social de estas características lleva al Estado a asumir la responsabilidad de la injusticia estructural que afecta a sectores vulnerables, y a tratar de remediarla mediante la entrega de bienes y servicios, sin que exista una planeación bien estructurada que permita superar la inmediatez y se constituya, a largo plazo, en una verdadera solución a la problemática de injusticia social (Chacín, 2003, p. 434). En el Estado colombiano la tendencia hacia la política social focalizada, ha sido un tópico de los últimos gobiernos. En razón de ello, se entregan subsidios directos en dinero o en especie a los grupos considerados más vulnerables, poniendo en marcha una actividad social carente de límites bien establecidos, que genera dependencia y subordinación (Franco, 2011, p. 40).

Si bien la política social de este tenor tiene ventajas en la medida en que atiende directamente a algunos sectores marginados de la sociedad víctimas de la marginación social y, por tanto, cualquier exclusión de estos beneficios pone en riesgo su bienestar ya que no cuentan con otras alternativas para su sustento, no lo es menos que “[…] una estrategia basada en la universalidad y la solidaridad es la más adecuada para atacar la desigualdad y la pobreza. La evidencia estadística demuestra que los efectos redistributivos del gasto público social son más importantes cuanto mayor es la cobertura; en otras palabras, que la mejor focalización es una política universal” (Ocampo, 2008, p. 37). Los programas focalizados implementados en Colombia presentan, actualmente, serias dificultades y producen efectos negativos en materia de justicia social, objetivo que, paradójicamente, en principio pretenden alcanzar.

Ejemplos de este tipo de política se encuentran en programas como el de familias en acción, el del mínimo vital de agua para los estratos más bajos de las ciudades, el de viviendas gratuitas, entre otros, todos considerados por los últimos gobiernos como pilares del desarrollo sostenible. Empero, cada uno de estos programas, que brindan asistencia social, ha sido objeto de censura por diversas razones. El programa familias en acción, por ejemplo, ha sido censurado por no tener un sistema claro de graduación, toda vez que cuenta con criterios de entrada, pero no de salida. La política del mínimo vital de agua en la capital del país, según un informe de la Superintendencia de Servicios Públicos, ha superado los límites de subsidio, generando sobrecostos que lo hacen insostenible, lo que pone en riesgo, incluso, el suministro de agua toda la ciudad (Superservicios, 2015). Respecto de las viviendas entregadas a título gratuito, Rafael Obregón, director de la Unidad de Planeación Regional y Urbana del Departamento Nacional de Planeación en la década de los 70, ha puesto de presente la ausencia de planeación efectiva, lo que se ha traducido en lo que él denomina una especie de “caos social” (Correa, Cuevas, Silva, & Baena, 2014).

La falta de planeación estructural y la inversión de cuantiosas sumas de dinero del Estado para suministrar bienes y servicios, sin que concomitantemente se trabaje en la superación de las causas que han generado la problemática social, hace que estas políticas, adelantadas en nombre de la solidaridad social, se conviertan en políticas asistencialistas más que asistenciales, que, no pocas veces, hunden a las personas sin recursos económicos en su pobreza imposibilitándoles salir de ella, por la situación de dependencia que generan.

Como afirman Lumi, Golbert y Tenti (1993), el asistencialismo “no es el resultado exclusivo de quienes tienen el poder de 'definir la oferta' de política social. La dinámica del asistencialismo supone cierta 'complicidad' entre la oferta y la demanda. De hecho existe una causalidad recíproca entre ambos polos” (pp. 10-11). Esta sobredemanda y sobreoferta termina limitando la efectividad de los programas y facilitando el desvío de recursos, toda vez que, a medida que crece el programa, a la par que se complejiza la delimitación precisa de la población objeto, se destinan más recursos, con lo que se favorece el clientelismo y la corrupción. La razón de la pobreza en un país no obedece a algo coyuntural sino estructural. Las políticas asistencialistas atienden a lo coyuntural y, por eso, en ellas hay más preocupación por el corto plazo, por la inmediatez, dejando de lado una política social que, de la mano con la política económica, propenda por una inversión social que, en verdad, conduzca a la superación de dicha pobreza2.

El modus operandi del asistencialismo hace que el bien que trae consigo la justicia distributiva, que obliga al Estado a velar para que todos sus miembros tengan lo suficiente para vivir con dignidad, tanto a nivel material como espiritual, con lo cual se favorecen los sectores sociales más vulnerables haciéndose efectivos sus derechos en materia de salud, educación, vivienda, seguridad social, alimentación, etc., termine convirtiéndose en algo nocivo, en razón de que también existe una obligación de justicia general, que demanda de todos los miembros de la colectividad el contribuir al bien común (Pieper, 1978, p. 151).

Uno de los aspectos que es más cuestionable de esta manera de proceder en materia de política social, es que con ella se perpetúa la pobreza. En efecto, los programas asistencialistas hacen que la pobreza sea más atractiva, pues algunas personas que la tienen, saben que encuentran fácil solución a sus necesidades básicas con poco esfuerzo o, incluso, sin necesidad de él. De esta manera, el asistencialismo se convierte, en ocasiones, en un medio de desestimular el esfuerzo, de manera que, quien tiene carencia de bienes, ya no ve la necesidad de emprender acciones que le permitan superar su situación. Es por ello que las políticas asistencialistas se caracterizan por su progresividad: cada vez se necesitan más, y con mayor cobertura, ya que se orientan hacia sectores que, en su mayoría, no tienen capacidad y condiciones que les permitan organizarse para exigir políticas estructurales y supraindividuales que les ayuden, en verdad, a superar su situación de pobreza, a la cual terminan acomodados, dado que se suplen sus deficiencias materiales individuales.

Aunado a lo anterior, está el hecho de que se reduce el sentido de pobreza a esa carencia de bienes materiales que son aportados por el Estado. Salvo algunos de los programas asistencialistas, la mayoría de ellos parte del supuesto de que la pobreza consiste en la carencia de bienes materiales, lo que es apenas una forma de pobreza, pero no la única, ni la más grave. Es pobreza también aquella en la que se consume el ser humano que pierde ese horizonte de comprensión que jalona la existencia y que mueve a crecer y realizarse. Antropológicamente, gracias a que la persona puede ir más allá de la instancia meramente biológica y material, puede construir su propia historia en ejercicio de su libertad, sin lo cual no puede hablarse de auténtica vida humana. Por ello deviene agraviante para los destinatarios de algunas de estas políticas el que ellas busquen, exclusivamente, proporcionarles bienes materiales como comida, ropa, techo. “Una acción de tal naturaleza es, o falsa compasión, o falsa justica porque el hombre no es solo biología, es decir, animal, sino que es también biografía, es decir, persona” (Horta, 1988, p. 50).

Finalmente, no puede dejar de mencionarse la problemática relacionada con el oportunismo político que surge por cuenta de aquellos que se valen de estas prácticas para emerger como caudillos y hacerse ver comprometidos con unos “derechos” a los que, una vez conseguidos, no se está dispuesto a renunciar. Por eso, las prácticas de tenor asistencialista se vuelven bandera política para muchos candidatos que aspiran a cargos en el gobierno. Con ello, surge el clientelismo político en el que se hacen intercambios de favores: el político se compromete con mantener y ampliar la política asistencialista a cambio del voto de esos sectores que, en el caso colombiano, es un amplio sector de la población. De esta manera, estas políticas sociales se convierten en un medio de control social por parte de quienes detentan el poder, rigiendo los destinos de la nación sin justicia y a la medida de su voluntad.

2. La solidaridad: responsabilidad del Estado y derecho de los asociados

En los seres humanos existe una dimensión social que hace que cada uno tenga que desplegar su actividad vital teniendo que contar, de alguna forma, con los demás. Desde el momento mismo del nacimiento, hasta el de la muerte, el ser humano necesita de los otros para suplir sus necesidades, tanto en el orden material como espiritual (Puelles, 1973). En razón de este principio de operación, la convivencia se inserta en la misma conciencia humana, de manera que el hombre no solamente coexiste con otros, sino que convive con ellos y puede formar una comunidad a partir de valores compartidos, lo cual supone una reflexión sobre la manera como se relaciona con los otros.

La inclinación propia de la persona hacia los otros, se realiza en una comunicación caracterizada por el conocimiento y el amor. La manera en que la persona está en el mundo con el otro y para el otro, exige una convivencia ordenada y justa, dotada de valor, en la que todos se ayuden para la mejor adquisición de los bienes que cada integrante de la comunidad necesita. Es, por tanto, una convivencia permeada por la solidaridad. Por eso, la ayuda mutua que se deriva del hacer propia la suerte del otro, se inserta en la misma condición humana: todos los seres humanos necesitan convivir y, como una exigencia de esa convivencia, deben prestarse servicios de manera solidaria. Esto constituye para el Estado, en cuanto comunidad políticamente organizada y en virtud de la custodia del bien de todos los asociados que se le confía, una responsabilidad especial, por lo que está llamado a actuar solidariamente con sus asociados cuando ellos lo requieran; a la vez, los asociados tienen un derecho, debido y exigible, a recibir solidaridad cuando lo necesiten.

Este hecho se halla en estrecha relación con la dignidad humana. Las diferencias existentes entre todas las personas, en razón de su individualidad, están, de cierta manera, subordinadas a la dignidad o especial excelencia del ser humano, cuyo respeto y consideración exige que todos los que integran una comunidad satisfagan sus necesidades materiales y espirituales, siendo ello una especial responsabilidad del Estado.

Ahora bien, en la medida en que los seres humanos tienen algo en común, el bien de los otros no resulta ajeno, sino propio a la persona (Cardona, 1966, p. 72). De allí que, políticamente, la solidaridad haga parte de la constitución misma del Estado no simplemente porque, con base en ella, las personas puedan tener acopio de bienes materiales, sino porque esos bienes adquieren un valor instrumental respecto de lo que la solidaridad significa en materia de despliegue de la bondad y felicidad humanas: se trata de un bien mayor a los meramente exteriores, que ha sido históricamente asociado con el respeto que exige el otro en cuanto otro, como un imperativo de razón práctica –ético, político y jurídico–, que lleva a asumir un compromiso para con él.

Este compromiso se manifiesta de manera especial en la sensibilidad frente a las necesidades de quien sufre, y lleva a desplegar un orden de la conducta humana –un ethos– que implica “tomar a los demás seres humanos en serio y no tomarse ninguna otra cosa tan en serio como a ellos” (Rorty, 2000, p. 114). El interés por los males que otros padecen se traduce en una invitación a la solidaridad. Las decisiones políticas no pueden configurarse haciendo abstracción del sufrimiento que otros padecen; antes bien, éste conlleva la exigencia de responder a sus necesidades y reclamos de ayuda. Las diferencias propias de la condición personal de cada ser humano, o aquellas que surgen en razón de la raza, el sexo o la condición social, carecen de importancia cuando se les compara con el dolor y la humillación. La solidaridad obedece al reconocimiento de la condición de fragilidad o de humillación que todos los seres humanos comparten (Rorty, 1991, p. 15).

El reclamo y exigencia del actuar solidario se emparenta, por tanto, con la condición vulnerable e histórica de la vida humana, con la caducidad de la vida, su finitud (Mèlich, 2010, pp.15-53). La solidaridad es inseparable de la dimensión corporal, que hace de los seres humanos frágiles y de continúo enfrentados a una gran cantidad de aflicciones en el transcurso de su vida, en distintos grados de intensidad (Camps, 2011, pp. 13-40). Esta condición de vulnerabilidad del hombre no siempre se puede controlar cabalmente, lo que también da cuenta de la dependencia del ser humano respecto de los otros (Nussbaum, 2008, pp. 41-46).

El “entusiasmo en la razón”, propio del pensamiento moderno, que puso el acento en la autonomía del individuo, descuidó las ataduras comunitarias, fortaleciendo un patrón de pensamiento caracterizado por el concepto de autosuficiencia y la comprensión del ser humano como alguien que no t iene carencias, obstaculizando con ello el desarrollo de las virtudes sociales; la recuperación de estas virtudes ha de ser del interés de la sociedad política entera (MacIntyre, 2001, p. 154). Es por ello que el Estado está llamado a coordinar esfuerzos en pro del beneficio del conjunto social al que pertenecen sus asociados y, por lo tanto, la solidaridad hace parte de sus responsabilidades, en cuanto él es el custodio de la justicia social.

El deber solidario se desprende de la propia condición humana, como se ha señalado ut supra. Es por ello que la solidaridad hace parte de la vida del ser humano como un ser social y como un ser abierto a la realidad, que puede darse cuenta de sí mismo, de su propia condición, de la existencia del otro y de la llamada a ayudarle cuando se encuentra en estado de necesidad. No se trata solamente de un imperativo normativo externo al hombre, sino que es un deber ser que surge de manera necesaria del ser como algo intrínseco. Por eso se precisa superar la ruptura histórica que se hizo del ser y el deber ser, ubicando este último en el campo normativo producido por el hombre, allende, incluso de la propia condición humana.

La solidaridad comporta, por lo tanto, una llamada y una tarea que tiene razón de deber, porque la responsabilidad para con los otros es un imperativo ético; un orden de la conducta que no destruye la integridad del hombre, sino que la preserva (Jonas, 1995, p. 40). Este ethos político que está llamado a realizar el Estado respecto de la solidaridad, encuadra dentro de la denominada “ética de la responsabilidad” en donde la acción se evalúa, no solamente a partir de principios, sino de las consecuencias (Fernández, 2004, p. 147).

El cumplimiento del deber de solidaridad del Estado para con sus miembros significa, para estos, la realización efectiva de un derecho. Si la solidaridad es un derecho, entonces, tiene, a la vez que una naturaleza política, una naturaleza jurídica (Fernández-Galeano, 1961,p. 125). Para conocer esta última es conveniente acudir al sentido original del término derecho. Desde sus orígenes greco-romanos, el término derecho aludió a la ipsa res iusta, esto es, a “la misma cosa justa”. A partir de la reflexión sobre la realidad del derecho, los griegos le dieron el nombre de to dikaion, término neutro quein dicaba una relación entre un hombre y algo a lo que llamaba suyo, cuya garantía se confiaba aljuez o “dicasta”, el “experto en el derecho”, cuya tarea al interior de la sociedad siempre ha sido considerada fundamental por lo que aporta alorden social el que las cosas estén en poder de sudueño (Guarín, 2016, p. 82).

El derecho a la solidaridad es, pues, una “cosa justa”, exigida por las personas en cuanto representa un “algo” que es “suyo” (Cárdenas & Guarín, 2006, p. 49). Empero, por ser una cosa intangible, este derecho se caracteriza por tener cierta complejidad al momento de determinarlo, dada su especial “densidad” (Putman, 2004, p. 50). Por eso, es vía obligada para determinar su contenido, acudir a la realidad a la que ha hecho referencia a lo largo de su devenir histórico. Francisco de Vitoria (1974) recoge dicha realidad en el texto sobre la potestad civil, al escribir que: “[…] habiéndose, pues, constituido las sociedades humanas para este fin, esto es, para que los unos lleven las cargas de los otros […] síguese que la sociedad es, como si dijéramos, una naturalísima comunicación y muy conveniente a la naturaleza” (p. 5).

Por tanto, la convivencia humana exige que los unos lleven la carga de los otros; finalidad que se soporta en la natural comunicación que tienen los seres humanos (Vitoria, 1974). Así pues, aquella cosa a la que se refiere el derecho sobre la solidaridad consiste en hacer propia la suerte del otro, lo cual se traduce, como consecuencia de ello, en la ayuda que se le brinda. Dada su importancia para la vida social, el alto tribunal de lo constitucional en Colombia se ha referido a este derecho, diciendo que se configura como “eje estructurador del principio de igualdad consagrado en su artículo 13 de la Carta de 1991, y el fundamento de todo el régimen de derechos sociales y económicos” (Sentencia C-259, 2010, p. 20)3.

El derecho a la solidaridad hunde sus raíces en la apertura del hombre a los demás hombres, lo que es parte de su perfección y, por ende, una exigencia de su propia dignidad, excelencia o bondad personal (Herrera, 2016, p. 371). Por eso, la solidaridad en cuanto derecho, en los términos referidos, no es una norma o ideal sin referente real; al contrario, es algo que se desprende de la propia condición humana, como una especie de “conspiratio armónica de los hombres concretos al fin de la especie humana” (Hervada, 2014, p. 65). “Conspiratio” es un término latino que significa “acción que propende por la unión”; allí se inserta la solidaridad, que no anula ni agota la identidad y fines propios de cada individuo, sino que se complementa armónicamente con ellos, por cuanto el bien de todos incide en el bien de cada uno, así como la perfección de cada individuo repercute en la perfección del todo social. No es una relación basada en el equilibrio que anula fuerzas, sino en la armonía en la que lo diferente confluye de manera sinérgica para la realización de un fin y un bien, que son mayores (Thibon, 1978, p. 118).

Otro aspecto esencial de la consideración de la solidaridad en cuanto derecho es que ella, vista bajo la forma jurídica, no despierta interés respecto de lo que es en sí misma, sino en tanto es de alguien, es decir, bajo la perspectiva de una relación en donde hay algo que es debido y, por lo tanto, exigible. La solidaridad como derecho es, por tanto, algo exigible por parte del titular como algo suyo. Como afirma Rodolfo Arango (2013): “La persona en situación desfavorecida tiene un derecho a la subsistencia exigible frente al Estado. Ya no está abandonada a la buena voluntad de personas privadas o a la caridad pública” (p. 46).

En materia de derechos como el de la solidaridad, que se enraíza en la propia condición personal del ser humano y por lo tanto está relacionado con el mundo del ser y de la naturaleza humana, su exigibilidad es reforzada. Carlos Ignacio Massini (1994), se refiere a este tipo de derechos diciendo que ellos “se presentan como exigencias “anteriores” o superiores a los ordenamientos jurídico-positivos ya que plantea a éstos ciertas exigencias que, si no son respetadas, pueden justificar que se considere a ese ordenamiento como injusto y opresor (p. 18).

Por las razones expuestas, históricamente la ayuda a las personas que se encuentran en estado de especial vulnerabilidad ha sido asociada con la solidaridad como obligación de los Estados y como derecho de los individuos. La responsabilidad de la comunidad política de hacer suya la suerte de sus asociados, y la ayuda en lo que esto se traduce, se asocia a un concepto de humanidad, en virtud del cual, todos tenemos el mismo valor en cuanto seres humanos y no se puede ser indiferente frente al que se encuentra en una situación de necesidad. La expresión positiva de ese comportamiento se inspira en las tradiciones filosóficas y religiosas que invitan a las personas a comportarse con los otros tal como les gustaría que los demás se comportarán con ellos.

La fragilidad o finitud de la vida humana, por un lado, y la presencia necesaria de los otros que se impone, justifican el actuar solidario. Como lo señala MacIntyre (2001), siempre será posible preguntarse ante la aflicción de otro ser humano: ¿podría haber sido yo? (p.121). Como se ha indicado en líneas precedentes, la solidaridad aparece como una respuesta que surge del reconocimiento de la vulnerabilidad personal y de la ajena; vulnerabilidad que se ha hecho más sentida, en razón de una sociedad en donde “hay injusticias en nuestro entorno que quisiéramos suprimir”, tal como lo afirma Amartya Sen (2011, p. 11).

Recapitulando lo afirmado en este apartado, al Estado le asiste la responsabilidad de atenderlas situaciones que marginan a las personas y que suceden, bien por fenómenos naturales cuya ocurrencia deja a muchas personas en estado de especial indigencia, o bien por la injusticia estructural. Para ello, ha de formular su política de asistencia social, con una finalidad de progreso y desarrollo humano (Malagón, 2000,p. 15). Con la denominación de desarrollo humano se alude a las oportunidades que debe crear el Estado para que los individuos logren el despliegue de sus capacidades. Por eso, la categoría desarrollo humano, al que debe apuntar la acción solidaria, supera a la debienestar social en donde el criterio de medidadel bien social es más cuantitativo quecualitativo.

La política social constituye, probablemente, el dispositivo de ayuda social en el que la solidaridad institucional y la consecución del referido desarrollo humano se hacen más palmarias. Por eso, como se ha indicado a lo largo de este apartado, la solidaridad es una verdadera responsabilidad política, a la vez que un derecho de los asociados en un Estado. Empero, surge la pregunta: ¿cómo responder a ese deber de la humanidad como especie solidaria, sin que esa respuesta se convierta en una forma de subvención a partir de políticas sociales que, en vez de mejorar la situación de los ciudadanos más desfavorecidos, termine por fortalecer la injusticia mediante la perpetuación de la pobreza? Una posible respuesta puede intentarse a partir de la noción de bien común, que fue desarrollada con especial profundidad en el pensamiento filosófico-político clásico, tal como se plantea en el apartado que sigue.

3. Política social asistencial y bien común político

El bien que alcanza cada individuo mediante el actuar solidario de la comunidad política es esencial para garantizar la convivencia ordenada y pacífica con las otras personas; el responsable de garantizar la consecución de ese orden, de ese bien que es de todos y para todos, tal como se ha dicho, es el Estado, que tiene que orientar el obrar de los individuos que lo integran a fin de que todos trabajen en orden a un fin común. Este fin de todos ha sido denominado en la economía del pensamiento filosófico-político, bien común. Dicho bien se concreta en la unidad de orden que existe en la sociedad, y no se opone a los fines particulares de quienes se unen en torno a ese bien superior, sino que, por el contrario, los potencia, por cuanto constituye un “conjunto de condiciones y posibilidades compartibles, que aseguran la subsistencia del todo social y favorecen el desarrollo de la vida personal” (Cárdenas & Guarín., 2010, p. 51).

Ahora bien, si las personas que integran el todo social quieren lograr algo que les convenga, lo lógico es que no vayan en contravía del fin común, sino que se adapten a él por los beneficios que ello les da. Por ende, el fin particular no puede oponerse a la realización del fin común porque ese sería un principio de desintegración del orden social. El bien común es, por tanto, ese fin al que la comunidad política tiende y exige que cada integrante de dicha comunidad, desde su individualidad, ayude a conseguir aquello que es conveniente para todos (Millán, 1973, p. 42). Lógicamente, hay situaciones especialmente calamitosas –como las que se dan como producto de desastres naturales– que impiden a las personas hacer esa contribución al todo social, especialmente en lo que refiere al aporte económico. La naturaleza de tal circunstancia debe tomarse en cuenta por aquel a quien se le ha confiado el cuidado de la comunidad. Empero, estas personas que están en especial situación de vulnerabilidad, pueden contribuir al fin de toda la comunidad política mediante su ayuda, por ejemplo, a la preservación del orden y la paz, lo que tiene especial valor e importancia a nivel social. Sin estas premisas, que son de orden antropológico, la política social asistencial y la solidaridad que está en su base, corren el riesgo de ser desviadas hacia extremos que las desvirtúan, algunos de los cuales fueron puestos de presente en los apartados anteriores de este artículo.

Como se ha indicado, la solidaridad se materializa en la garantía que da el Estado para que cada uno de sus asociados tenga su propio y suficiente bien privado, esto es, que cada uno tenga lo que precisa para su vida, pudiendo disponer personalmente de ello, lo que constituye una situación conveniente y de provecho para todos los que integran la sociedad políticamente organizada. Sin ese bien particular no hay un efectivo bien común. Es por eso que el cumplimiento de la responsabilidad y obligación de solidaridad que tiene el Estado no es algo heroico; es, simplemente, un acto de justicia. Allí, la sociedad políticamente organizada cumple un deber que es inseparable de su ser y finalidad: una comunidad que tiende al bien común. Pero, a la vez, dicho bien de todos exige que cada miembro del Estado, a la par que recibe lo necesario por el concurso de los otros, le aporte a la comunidad desde sus propias posibilidades. Este aspecto debe estar en la base de cualquier política asistencial que no quiera ser desvirtuada por tender hacia algún extremo.

Lo anterior significa que la solidaridad, en cuanto responsabilidad del Estado, no puede pensarse separada del bien común, por lo que políticamente ella implica el dar y el exigir. Este es un criterio básico para determinar la delimitación de la solidaridad en cuanto obligación de la comunidad política para con sus miembros. La justicia social reclama de los miembros de un Estado su contribución al bien común, a la vez que les da los medios que les falta para que cumplan su función social propia, lo que, lejos de disminuir el valor intrínseco del ser humano, su dignidad, la sublima en razón del aporte de cada uno a la vida social, que constituye también un bien para la propia persona al ser un bien para todos. “Es, pues, el bien común lo que la justicia social pretende y busca, tanto en lo que exige a las personas como en lo que les da” (Millán, 1973, p. 65).

El concepto de bien común también permite acercarse a la delimitación de la solidaridad como derecho. En razón de él, tal como lo ha afirmado la Corte Constitucional colombiana, “es necesario que se preste asistencia y protección a quienes se encuentren en situaciones de inferioridad bien de manera indirecta a través de la inversión en el gasto social, o bien de manera directa adoptando medidas en favor de aquellas personas” (Sentencia T-470 , 2010, p. 1). Sin embargo, la solidaridad, en su concreción, se extiende más allá de esas prestaciones materiales y del valor de utilidad que estas representan. El criterio de satisfacción de la solidaridad en cuanto derecho, expresada en la ayuda que se presta a un ciudadano necesitado, no puede ser únicamente cuantitativo, sino que ha de ser cualitativo, entre otras cosas, porque el dar cosas materiales “útiles” a los miembros de un Estado, en ocasiones, consume en la indigencia en lugar de ayudar a salir de ella, y el derecho a la solidaridad, no puede – legítimamente – ser invocado para ello.

A la luz del bien común, la exigibilidad reforzada de la solidaridad a la que se aludía ut supra, no significa, en modo alguno, que ella pueda ser forzada al Estado (Pieper, 1978, p. 143). Esto es así por cuanto el Estado, deudor del derecho a la solidaridad es al mismo tiempo – y por naturaleza –, guardián y realizador del bien común que está integrado, además de la solidaridad, por otros derechos como la seguridad, el orden, la paz, autoridad, etc., que deben ponderarse al momento de buscar su realización como fin de la sociedad políticamente organizada. Esta obligatoriedad “no forzosa” ha sido reconocida por la Corte Constitucional, la cual, al hablar del deber de solidaridad refiere que éste, en algunas circunstancias, puede ceder si no se tiene la capacidad de proporcionar la atención y cuidado requerido, por factores de orden económico, emocional, físico o sociológico (Sentencia T-413, 2013, p. 12).

Aunado a lo anterior está el hecho de que la satisfacción del derecho a la solidaridad demanda de la autoridad estatal, a la que se le ha confiado el cuidado de la comunidad, que mire y atienda las circunstancias concretas de quienes exigen el derecho, lo cual hace parte del juicio prudencial que exige la realización de cualquier derecho. Quien gobierna prudentemente, tendrá que estar atento para que el bien que representa el dar de comer a quien tiene hambre, o techo a quien necesita abrigo, no se convierta en un malpara él, lo cual acontece cuando, quien es sujeto del beneficio, se acostumbra a recibirlo y, de esa manera, en lugar de mejorar su condición personal, termina consumiéndose en la pobreza al no propender por salir de ella, lo queconstituye una forma de injusticia por elperjuicio que ello causa al todo social.

La relación existente entre solidaridad, política social de asistencia y bien común, pone de presente responsabilidad que tiene el Estado frente a este valor de coexistencia social, así como su naturaleza jurídica; pero, a la vez, señala la importancia que tiene la aportación que cada ciudadano está obligado a hacer a la comunidad. En este punto confluyen las reflexiones hechas a lo largo de estas líneas. La obtención del bien común depende de la contribución de todos: cada ciudadano tiene la obligación de aportar a la comunidad, desde sus propias posibilidades, para que el Estado cumpla con sus fines y pueda desarrollarse correctamente.

Esa aportación hace parte de esa “esperanza de potencial reciprocidad” que está presente en todo actuar solidario (Arango, 2013, p. 45). Por ende, convertir la solidaridad en providencialismo se convierte en una desnaturalización y abuso del derecho y, por lo tanto, en una forma de injusticia. Como se ha insistido a lo largo de estas líneas, la solidaridad se aviene con la propia condición humana, la cual tiene una dimensión teleológica que posibilita a la persona, haciendo uso de su libertad, dotar su vida de sentido y atender a unos fines, tanto personales, como sociales; entre unos y otros hay distinción, pero no solución de continuidad (Guarín, 2010, p. 51).

El énfasis que se hace actualmente en la solidaridad como camino para alcanzar la justicia social, al estar particularmente referido a la entrega de bienes materiales, respecto de los cuales se habla de una justa y equitativa distribución, restando valor a otros aspectos de particular importancia, como lo atinente a los bienes del espíritu, que constituyen un camino seguro para la superación de la pobreza, tiene importantes limitaciones. Ante una organización social deficiente que ha generado la injusticia social estructural, la justicia social y la aplicación del principio de solidaridad obligan a adelantar acciones que procuren su superación, como una exigencia del bien común; de ello no hay duda. Sin embargo, estas acciones no pueden ser producto de una política social no estructural, focalizada y desordenada, porque eso, en lugar de contribuir con el bien común, termina afectándolo negativamente. Conviene tener presente que uno de los principales criterios de medida de la solidaridad en cuanto responsabilidad del Estado para con sus miembros es el orden, que es exigencia intrínseca del bien común. Con dicho orden ha de corresponderse la política social asistencial, si no quiere trocarse en asistencialista.

El adherir a una causa común, lo cual es propio de la solidaridad, si bien como principio es inmutable, no lo es en su contenido. Por eso, el principio de circunstanciación, que hace parte del obrar prudente que se exige a quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad, es esencial en materia de solidaridad. No se puede perder de vista que los principios son mandatos de optimización de la conducta, que han de realizarse en la mayor medida posible, tienen vocación de permanencia y se constituyen en criterio de acción que ha seguir el Estado en la búsqueda de la justicia social (Alexy, 2004). Por eso, si la ayuda que se da por parte del Estado, como producto de la aplicación del principio de solidaridad, es tal que compromete la dignidad humana de los asociados dándoles cosas materiales, pero menguando su sentido de responsabilidad con el todo social, y truncando, incluso, su iniciativa personal, entonces, la solidaridad deja de ser un medio para la consecución del bien común, y se convierte en injusticia, aún en caso de que el Estado tenga suficiente riqueza para ser distribuida entre sus miembros. Y como el bien común exige el mantenimiento del respeto por la dignidad de la persona humana, se estaría frente a una falsa solidaridad que pretermite el bien de la comunidad a la que se pertenece (Habermas, 2000).

Conclusión

Corolario de las ideas desarrolladas en este artículo, es que la solidaridad, en cuanto a la responsabilidad del Estado y en cuanto al derecho de los asociados, exige una reflexión de carácter filosófico sobre la persona, su dignidad, la relación de justicia y el bien del todo social. La solidaridad hace parte de un tipo de bien que es de un orden distinto y más elevado que el bien individual, en virtud del cual todos y cada uno de los miembros del Estado se perfeccionan y benefician: el bien común. Por ende, en la solidaridad se conjuga el valor de la persona y el reconocimiento de sus derechos irrevocables, especialmente cuando se halla en situación de debilidad o indefensión, con la soberanía del Estado y con la necesidad de contribuir a sus tareas y fines.

El bien común, del que hace parte la solidaridad en cuanto valor de coexistencia social, exige la existencia de alguien que, con autoridad y poder, guíe a la sociedad política hacia la prosperidad de todos sus miembros, buscando que todos tengan lo suficiente para vivir, tanto en lo material como lo inmaterial. La solidaridad ha de ser analizada, por ende, en el marco de la relación individuo-comunidad, en donde la persona es considerada en su dimensión de alteridad, de encuentro con el otro, de ser parte de un todo, en donde lo justo corresponde a la proporción o participación de los bienes, servicios y deberes que le corresponde a cada uno de los miembros de una comunidad, en tanto es partícipe de la misma (Herrera, 2016, p. 536).

La comunidad política es tal en tanto no es un mero agregado de individuos, sino que, en ella, cada uno, a la par que contribuye a la creación de un acervo de bienes, tiene la posibilidad de acceder a ellos cuando los necesite, con lo cual se favorece su perfección en la medida en que posee lo suficiente para vivir bien. Ese reparto constituye una forma de justicia. Un criterio esencial según el cual se establece la medida de la solidaridad, viene dado por el hecho de que cada miembro de la comunidad está en distinta posición respecto de los bienes comunes: algunos necesitan más de ellos, otros menos y el ciudadano tiene derecho a ser tratado como corresponde a su condición de destinatario de los bienes de la colectividad (Hervada, 2000, p. 43). Por ende, hay diferencia en la cantidad y en las cosas asignadas, lo cual atiende a la finalidad colectiva y posición de cada uno respecto de la misma: condición, capacidad, necesidad y, también, aportación al bien común; esto último, en razón de que, por justicia, existen obligaciones del individuo para con el todo social. Es por ello que la solidaridad es inseparable de la reciprocidad: cada uno, a la par que tiene el derecho de recibir la acción solidaria del Estado, que es responsable de ello, tiene la obligación de contribuir, en cuanto pueda, con su trabajo y su actividad al beneficio de la comunidad política.

Los gobiernos desviados no propenden por el bien común, sino por el bien personal de los pocos que detentan el poder. Por el contrario, el buen gobernante determina rectamente la meta y el fin de las acciones y halla los mejores medios que lleven a tal propósito; dicho fin, para la comunidad políticamente organizada, es el bien común; y el medio es la educación en las virtudes (Aristóteles, 2000, p. 321). El mal gobernante, dirá siglos más tarde Tomás de Aquino, se esfuerza por impedir que los ciudadanos sean virtuosos, que tengan espíritu grande, porque, de otra manera, se levantarían contra su dominio injusto (Aquino, 2000, p. 337).

El hombre magnánimo, el del espíritu grande al que refiere el Aquinate, sabe recibir solidaridad del otro cuando la necesita, pero no se deja consumir en la pobreza, sino que busca salir de ella; además, sabe aportar al bien del todo social desde su condición particular, porque es consciente de que ese bien de todos, es al mismo tiempo su propio bien. Todo esto es así, por cuanto la relación individuo-Estado no es ficticia sino real: una relación con otros con quienes se vive y con quienes se conforma una comunidad, en donde se exige la participación de todos.

Finalmente, conviene advertir que el modelo de desarrollo neoliberal que se ha adoptado en Colombia y en otros países del continente en las últimas décadas, riñe con la noción de bien común que ha sido puesto a lo largo de estas líneas como criterio orientador para superar el asistencialismo y entrar en la vivencia de una solidaridad más auténtica. En efecto, el bien de todos los que integran la comunidad política no se aviene con las ideas individualistas y de competencia que propaga la ideología neoliberal y que dificulta la aplicación de políticas públicas más universales y menos focalizadas. Del mismo modo, el bien común es incompatible con toda forma de colectivismo en donde el individuo, y su capacidad de ser autónomo y gestor de su propia vida, sucumben frente al todo social. La interdependencia que implica la solidaridad se apoya en la diferencia, en lo plural, en lo propio de cada uno y se constituye en un elemento de integración en donde se supera el individualismo y el colectivismo (Lucas, 1998, p. 43).

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Notas

1 Este es un artículo de reflexión producto de la investigación realizada dentro del proyecto intitulado: “La medida de lasolidaridad en cuanto responsabilidad del Estado y en cuanto derecho de los individuos”, financiado por la UniversidadCatólica de Colombia y finalizado en el mes de noviembre del año 2016. El proyecto fue adelantado dentro de la línea deinvestigación de Educación, ética y política, del grupo Philosophia Personae. Investigador principal: Édgar Antonio GuarínRamírez; coinvestigador: Armando Rojas Claros.
2 “América latina expresa nítidamente la paradoja de potencialidades alimentarias versus realidades. Según estimados de CEPAL-OPS, por suscondiciones naturales favorables la región, una de las mayores productoras de alimentos del planeta, puede generar alimentos para una población tresveces mayor que la que tiene. Sin embargo, tiene 53 millones de desnutridos, y un 16% de desnutrición crónica infantil” (Kliksbergs, 2011).
3 Ya en el Derecho romano se hablaba de la obligatio in solidum como una forma de responsabilidad por la que cada miembro del grupo veía por lasdeudas de todo el grupo, y, a la inversa, todo el grupo veía por las deudas de cada uno de los miembros (Arango, 2013, p. 46), lo cual muestra que laconcepción de la solidaridad como un derecho, no solamente es muy antigua, sino que se inserta en la propia naturaleza social del ser humano, tal comoafirmó Francisco de Vitoria en el texto citado. Por eso, en cuanto cosa justa, esto es, en cuanto derecho, la solidaridad pertenece a todos los sereshumanos, es debida a ellos y es exigible a todos.
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