Resumen: El régimen libio fue intervenido en el 2011 por la OTAN, luego de haber sido acusado de estar preparando una "masacre" contra su propia población. Esa intervención, liderada por Francia y Estados Unidos, se hizo en nombre de la responsabilidad de proteger, de acuerdo con un mandato de la ONU que instaba a sus miembros a usar "todos los medios necesarios" para evitar "ataques generalizados y sistemáticos contra la población civil". ¿Estuvo en realidad esa intervención impulsada por valores morales y la responsabilidad de proteger a la población libia? El propósito de este artículo es demostrar que la intervención de la OTAN se asemeja a una clásica operación de "cambio de régimen" mediada por consideradones "materiales" y que poco tuvo que ver con consideraciones humanitarias. La intervención de la OTAN, asimismo, desestructuraría las propuestas para implementar un cambio pacífico, arrasando consigo a centenares de miles de personas, convirtiendo a Libia en un Estado fallido y provocando la aparición de múltiples facciones armadas islamistas.
Palabras clave: LibiaLibia,responsabilidad de protegerresponsabilidad de proteger,intervencionismointervencionismo,OTANOTAN,realismorealismo.
Abstract: The Libyan regime was intervened in 2011 by NATO, after being accused of preparing a "massacre" against its own population. This intervention, led by France and the United States, was made in the name of Responsibility to protect, according to a UN mandate urging its members to use "all necessary means" to avoid "widespread and systematic attacks on the civilian population". Was this intervention, in fact, driven by moral values and the responsibility to protect the Libyan population? The purpose of this article is to demonstrate that NATO's intervention resembles a classical "regime change" operation mediated by "material" considerations, and that has little to do with humanitarian considerations. The intervention of NATO would also disrupt the proposals to implement a peaceful change, sweeping away hundreds of thousands of people, making Libya a failed state and provoking the emergence of multiple Islamist armed factions.
Key words: Libya, Responsibility to Protect, Interventionism, NATO, Realism.
Artículos
Responsabilidad de proteger (los intereses): el caso de la intervención de la OTAN en Libia 1 .
Responsibility to Protect (interests). The Case of NATO Intervention in Libya.
Recepción: 26 Octubre 2017
Aprobación: 03 Abril 2018
Siguiendo el ejemplo de la «primavera árabe», la primavera libia se presentó como una revolución democrática relativamente pacífica. Sin embargo, después de varias semanas de represión, surgiría una endeble coalición de fuerzas seculares e islamistas bajo la bandera del Consejo Nacional de Transición (CNT)2, dando paso a una guerra civil que terminaría pocos meses después, en octubre de 2011, con el asesinato de Gadafi. Los rebeldes, a su vez, recibieron el apoyo decidido de la "comunidad internacional", un conjunto de países árabes y occidentales que sirvieron como su "brazo armado aéreo" durante los primeros meses de la rebelión. Al tomarse el poder, los rebeldes terminaron desestructurando por completo las instituciones estatales existentes, aunque el experimento democrático que le siguió sería rápidamente abortado. Fracasado el proceso de transición, Libia se sumergió, a mediados de 2014, en una segunda guerra civil.
El gobierno de transición, apoyado principalmente por Francia y Gran Bretaña, se mostró incapaz de controlar los centenares de grupos armados que siguieron operando en Libia después de la guerra civil. Todos ellos tenían una agenda política que buscaban imponer, no solo en sus áreas de operación locales, sino a nivel nacional. Aunque muchas de esas milicias operaban, virtualmente, con independencia entre sí, es posible establecer cuatro grandes centros de poder político-territorial: en primer lugar, la llamada Casa de representantes, que opera al este de Libia, en la ciudad de Tobruk y cuenta con el apoyo de los reductos de las Fuerzas Militares leales al gobierno de transición y de la "comunidad internacional"; en segundo lugar, otro movimiento es el llamado Nuevo Congreso General Nacional, cuya sede es Trípoli y cuenta con el apoyo militar de la Operación Amanecer Libio, la base ideológica de este movimiento es el Islam "moderado" inspirado por los Hermanos Musulmanes libios; luego están los grupos yihadistas, que si bien son de base local, hacen parte de una red transnacional más amplia inspirados en la ideología de Al-Qaeda o que han jurado fidelidad al Estado Islámico de Irak y Siria; finalmente, los grupos tribales que operan en el sur y este de Libia.
Libia, desestructurada política y territorialmente, se convirtió en un Estado fallido3. Diversos analistas sostienen que el caos en Libia es producto de una lucha encarnizada entre islamistas y fuerzas seculares que compiten por obtener legitimidad en un país que carece de instituciones viables (Chorin, 2016; Wehrey y Lacher, 2014). La conversión de Libia en un Estado fallido, sin duda, está relacionada con el derrumbe de las instituciones estatales y la incapacidad del gobierno de transición de mantener el monopolio de la fuerza y suplir las demandas de justicia y democratización exigidas durante la «primavera». Sin embargo, ese resultado no se puede entender si no se toma en consideración una segunda variable: el intervencionismo de la OTAN.
La intervención de la OTAN, llevada a cabo entre abril y octubre de 2011, estuvo auspiciada por una resolución de la ONU que instaba a sus miembros a usar "todos los medios necesarios" para evitar que la población civil sufriera "ataques generalizados y sistemáticos" por parte del régimen de Gadafi. La resolución que autorizaba esa intervención estuvo amparada bajo la doctrina conocida como responsabilidad de proteger. Si bien en la actualidad esta doctrina no cuenta con base legal para emprender una intervención, las potencias que recurren a ella "legitiman" sus acciones amparándose en el ideal humanitario de proteger vidas. En el caso libio, además, la responsabilidad de proteger ha sido pregonada y defendida por los más prominentes partidarios de esa doctrina, que, a su vez, son miembros de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados (Evans, 2011)4.
El propósito de este artículo es doble. En primer lugar, busca evaluar críticamente las razones que llevaron a las potencias occidentales a intervenir en Libia, demostrando específicamente que la responsabilidad de proteger aparece como un mecanismo retórico que esconde otros motivos de fondo que poco o nada tienen que ver con consideraciones humanitarias. En ese sentido, el presente artículo parte del supuesto «realista», según el cual las intervenciones internacionales en los conflictos internos obedecen a una lógica materialista o a intereses egoístas y no a una moral humanitaria o democratizadora (Aliyev, 2011). Esta premisa aplica al caso libio. Como se demostrará, la intervención de la OTAN en Libia se concibió como una clásica operación de "cambio de régimen", mediada por consideraciones "materiales", que en lugar de prevenir una catástrofe mayor, provocó una crisis humanitaria sin precedentes: treinta veces más muertes que las que había provocado la represión del régimen y centenares de miles de desplazados que intentan huir hacia Europa5.
Por otra parte, este artículo pretende aportar mayor evidencia empírica a la hipótesis según la cual un "cambio de régimen" impuesto violentamente por potencias extranjeras aumenta la probabilidad de una guerra civil o hace más inestable la transición política del Estado intervenido, más aún donde las condiciones previas para establecer una democracia están ausentes, como la pobreza o la existencia de estructuras sociales o étnicas heterogéneas (Cederman, Hug y Krebs, 2010), (Downes y Monten, 2012), (Peic y Reiter, 2011). En el caso libio, por cierto, la intervención de la OTAN desestructuró las propuestas para llevar a cabo un cambio pacífico sin la mediación de potencias extranjeras, llevando, por el contrario, a la aparición de múltiples facciones islamistas que han deslegitimado al gobierno de transición apoyado por las potencias occidentales.
Esta última conclusión ya ha sido planteada por diversos autores (ver, por ejemplo, Kuperman, 2015). En este artículo, por tanto, se pretende retomar esa idea recurriendo al uso de nuevas y diversas fuentes que han salido a la luz recientemente. La más importante de ellas son los cables de inteligencia recibidos por Hillary Clinton en su correo personal, revelados en el 2016 por el Departamento de Estado, en los que aparecen los informes de inteligencia norteamericanos transmitidos desde diversas partes del mundo, incluyendo Libia. También se usarán diversas fuentes primarias publicadas en internet, en las que los principales actores políticos libios consignan sus acciones y discursos, además de informes de organizaciones internacionales, artículos de prensa y académicos.
Antes de abordar las consecuencias de la intervención de la OTAN, se procederá a hacer una breve evaluación de la «primavera libia» y las guerras civiles de 2011 y 2014.
Al igual que en el resto del mundo árabe, en el caso libio la revuelta que estallaría en febrero de 2011 fue el reflejo de décadas de frustración ante la corrupción y el autoritarismo. En Libia, como en el resto de los países árabes, la población exigía la puesta en marcha de instituciones democráticas y, sobre todo, una distribución de la riqueza más justa, que recaía en una reducida élite dominante (Boduszypnski & Pickard, 2014). Sin embargo, en Libia se presentaron también otras especificidades.
La dictadura de Gadafi duró 42 años. Si bien oficialmente el régimen se presentaba a sí mismo como una especie de democracia popular, durante ese período no existieron en Libia instituciones efectivas de gobierno que satisficieran las demandas de Tripolitania, Cirenaica y Fezzan, tres regiones con identidades tribales distintas e intereses encontrados. El sistema político establecido estaba estructurado en lealtades tribales. En Libia existen unas 2000 tribus y es la de Gadafi (llamada Gadafiya) la más poderosa de ellas. Gadafi creó una compleja red de alianzas con casi un centenar de ellas, especialmente con las tribus Warfalla y Magharha del oeste del país. Esta red estaba estructurada de forma tal que las otras tribus, subordinadas al poder personal de Gadafi y su tribu, tenían algún nivel de autonomía en áreas como la recolección de impuestos y la aplicación de leyes tribales (Aghayev, 2013; Boduszypnski & Pickard, 2014; Brahimi, 2011). Esa estructura fue estable durante décadas, a pesar de algunas disidencias islamistas que fueron duramente reprimidas. Tal estabilidad, sin duda, estuvo relacionada con un nivel relativamente alto de desarrollo y educación frente a sus pares africanos, pero sobre todo con las enormes fuentes de ingresos derivados del petróleo.
Sin embargo, esa riqueza era solo usufructuada por las tribus dominantes, fuente invariable de lealtad al líder supremo. A inicios de 2011, impulsados por el ejemplo de las revueltas en Túnez y Egipto, los libios salieron a protestar. Las manifestaciones estuvieron concentradas en la región oriental de Cirenaica, cuyo descontento era el reflejo de una marginación histórica. Cirenaica, de hecho, era un bastión de la oposición secular e islamista desde mediados del siglo XX. Las tribus de esa región, además, relativamente excluidas de las redes de poder, impulsaron las manifestaciones. Todos estos actores veían en el Islam/islamismo una fuente de unión y resistencia contra el poder unipersonal de Gadafi que, por el contrario, racionalizaba su política a través del discurso arabista (nacionalista) y socialista, aunque también del Islam (Brahimi, 2011).
Con ese trasfondo, la rebelión estalló en Bengazi el 17 de febrero de 2011, tras el arresto del joven abogado y activista Fathi Terbil. Las protestas se expandieron luego y de manera muy rápida a otras ciudades (Brahimi, 2011; Lesch, 2014; Salih, 2013). Gadafi intentó revertir la situación a través de la oferta de subsidios y del aumento salarial a los funcionarios públicos. Sin embargo, tales medidas no fueron efectivas, por lo que el Gobierno se concentró en la usual represión. Por su parte, la población, un conjunto variopinto de estudiantes y líderes tribales descontentos, respondió con una rebelión armada.
La primera manifestación organizada de los manifestantes fueron el Ejército de Liberación Nacional Libio y el Consejo Nacional de Transición (CNT), creados en febrero de 2011. Estas organizaciones obtuvieron rápidamente el reconocimiento de Francia, Estados Unidos y algunos miembros de la Liga Árabe (Sawani, 2012). El CNT emergió como un gobierno provisional que se autoafirmó con una declaración constitucional en agosto de 2011. En ese Consejo existían diversas fuerzas políticas agrupadas bajo la dirección de antiguos funcionarios o exiliados, como Mahmoud Jibril (secretario de Asuntos Ejecutivos y Exteriores), Mustafa Abdel Jalil (un ex ministro de Gadafi) y el general Abdul Fatah Younis (ex ministro del Interior) (Brahimi, 2011).
Junto al CNT estaba también la rama libia de la Hermandad Musulmana, que dio paso a la Coalición de Brigadas Revolucionarias del Este de Libia y, posteriormente, fundaría el partido Justicia y Desarrollo (Ashour, 2015, p.3). La Brigada Trípoli también se creó en Bengazi con el fin de trasladarse al oeste y tomar la capital, reclutando en su camino tropas de élite que habían pertenecido al Grupo Islámico de Combate Libio6. Todas estas brigadas, bajo el amparo del Ejército de Liberación Nacional, funcionaban como una amalgama de milicias independientes donde participaban ex funcionarios, desertores y distintas agrupaciones políticas seculares e islamistas (Salem y Kadlec, 2012, p.7).
Tras ocho meses de batallas, con el apoyo aéreo de la OTAN, los rebeldes derrotaron a las tropas leales al régimen y asesinaron a Gadafi en octubre de 2011. Sin embargo, una vez que tomaron la capital, las brigadas y milicias, que se contaban en más de 500, tuvieron muchas dificultades para conciliar sus intereses, muchas de ellas incluso recurriendo a las armas7.
Inicialmente, el CNT obtuvo la legitimidad para crear una nueva administración estatal. El 24 de noviembre de 2011, de hecho, estableció un gobierno provisional bajo el mando de un primer ministro, Abdul Raheem Al-Keeb. Tras emitir la "declaración constitucional", que consagraba las aspiraciones democráticas y proscribía la concentración del poder en un solo individuo, el primer ministro impulsó una transición que, al cabo de 18 meses, debía concluir con la convocatoria a elecciones y la conformación de un Parlamento que debía redactar la nueva Constitución (Sawani, 2012, p.10).
El CNT también se dio a la tarea de concentrar la fuerza militar (Lesch, 2014). Abdel Hakim Belhadj, líder del Consejo de Trípoli, tenía la tarea de desarmar las brigadas. Sin embargo, en la práctica los miembros del CNT no contaban con la legitimación de los jefes rebeldes que operaban en el centro y el este de Libia. De hecho, estos escogieron y enviaron a sus representantes a Trípoli (Salem y Kadlec, 2012, p.5). Además, en Trípoli comenzaron a surgir infinidades de demandas por parte de los líderes tribales que exigían una representación proporcional para sus regiones. Unas de esas brigadas fueron la Fuerza Escudo de Libia, así como el Consejo Militar Revolucionario de al-Zintan, la Brigada Misrata y el Consejo Revolucionario de Trípoli. Otra brigada, la Sadoon Swayhil de Misrata, merece ser nombrada por haber sacrificado miles de combatientes y haber sido la que capturó y asesinó a Gadafi (Salem y Kadlec, 2012, p.7).
Aunque el CNT logró integrar a más de un centenar de esas brigadas a través de la designación de sus miembros en puestos clave de la administración, el resto no completó el proceso de desarme. El CNT y el órgano político que lo relevaría, el Congreso General Nacional, tuvieron que aceptar este hecho con el fin de preservar un mínimo de estabilidad y la seguridad en las ciudades, las instalaciones petroleras y las fronteras. En contrapartida, para evitar también la confrontación, los líderes de las brigadas establecieron acuerdos tácitos o coaliciones. Mientras tanto, al este de Libia, donde comenzó la rebelión, surgieron nuevas coaliciones, como el Consejo Militar de Barqa y la Unión de Brigadas Revolucionarias, que vigilaban celosamente la instauración de un sistema democrático y, al mismo tiempo, reivindicaban la descentralización del país. Allí también se crearon coaliciones que, durante algún tiempo, produjeron un precario equilibrio (Salem y Kadlec, 2012).
El CNT se disolvió luego de las elecciones del Parlamento en julio de 2012. El nuevo Parlamento pasó a denominarse Congreso General Nacional (CGN), que no solo funcionaba como un gobierno interino, sino que tenía la potestad para formar el comité que redactaría la nueva constitución y convocaría a otras elecciones para refrendar el nuevo orden político, en mayo de 2013.
El nuevo Parlamento estaba dominado por un movimiento denominado Alianza de Fuerzas Nacionales, una coalición secular de 60 partidos que, sin embargo, era partidaria de considerar al Islam como la fuente de la legislación en Libia. Luego estaba el Partido Justicia y Desarrollo, el brazo político de la Hermandad Musulmana, liderado por Mohammed Sawan8. La Alianza de Fuerzas Nacionales, con el apoyo de otras fuerzas seculares e independientes, conformó un gobierno de unidad semi-presidencialista y parlamentaria, eligiendo a Ali Zeidan como primer ministro (Bruce St John, 2012)9.
Los partidos islamistas, sin embargo, controlaron el gobierno (Lesch, 2014). Estos también fueron permisivos con las milicias islamistas, como Ansar al-Sharia y la Fuerza Escudo de Libia, y, de hecho, crearon otras como la denominada Sala de Operaciones de los Revolucionarios Libios. Turquía y Qatar apoyaron directa o indirectamente a los islamistas, como a Abdel Hakim Belhadj, el líder del Consejo de Trípoli, en lugar de propiciar una transición que incluyera a todos los partidos y fomentara un gobierno de unidad (Chorin, 2016).
El Parlamento debía expirar en sus funciones legales en diciembre de 2013, pero decidió extenderlas un año más. La población reaccionó con diversas y masivas protestas. Asimismo, uno de los generales del incipiente Ejército nacional, Khalifa Haftar, ordenó en febrero de 2014 la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones. El Parlamento se negó y, en mayo, Haftar inició la Operación Dignidad, una acción militar que haría estallar una nueva guerra civil en Libia.
Bajo presión militar sobre Bengazi y Trípoli, los partidos islamistas que controlaban el gobierno se vieron obligados a convocar las elecciones, celebradas finalmente en junio de 2014. Las fuerzas seculares vencieron, dando paso a un nuevo gobierno con la denominación de Consejo de Diputados o Casa de Representantes. Sin embargo, los islamistas del antiguo Parlamento, con el respaldo de milicias islamistas, bloquearon al nuevo gobierno y se tomaron el poder bajo la denominación de Nuevo Congreso General Nacional (NCGN), colocando a Nuri Abu Sahmain como presidente y a Omar al-Hasi como primer ministro. Tras duros combates, el Consejo de Diputados se trasladó al este del país, a Tobruk.
El Consejo de Diputados fue apoyado por las potencias occidentales y algunos Estados árabes, como Egipto y Emiratos Árabes Unidos (Eljarh, 2014; Fitzgerald, 2014; Kadlec, 2015). El NGCN, establecido en Trípoli, contó con el apoyo de Turquía y Qatar, además de la Hermandad Musulmana y de una coalición de milicias islamistas denominada Amanecer Libio. Esta, a su vez, está conformada por las brigadas de Misrata y el Consejo de la Shura de los Revolucionarios de Bengazi. El Consejo de la Shura, al mismo tiempo, cuenta con el respaldo de Ansar al-Sharia; de un grupo vinculado a Al-Qaeda, la Fuerza Escudo de Libia; y de otras brigadas islamistas que, a diferencia de la coalición Amanecer Libio (de base tribal-nacional), quieren instaurar un estado islámico en el Magreb y el Sahel (Wehrey y Lacher, 2014).
Tras una empantanada guerra entre agosto de 2014 y enero de 2015, el Consejo de Diputados y el NCGN acordaron un cese al fuego. No obstante, este simplemente dejaría a cada bando ejerciendo un gobierno de Jacto en sus respectivas regiones de control10 (ver Figura 1).
La caída violenta del régimen debilitó unas instituciones ya de por sí frágiles, cuyo reflejo más evidente es la imposibilidad de monopolizar la fuerza, de crear e imponer instituciones estables y de condenar a los responsables de los crímenes cometidos (Eljarh, 2014; Salem y Kadlec, 2012; Sawani, 2012). Libia, en otras palabras, se convirtió en un Estado fallido. Ahora bien, a esa condición llegaría no solo por los factores internos enumerados, sino por la intervención de la OTAN. Como se verá, esa intervención no solo alentó una actitud más radical por parte de los rebeldes, sino que echaría al traste las iniciativas de cambio pacíficas que se venían gestando desde múltiples esferas.
La intervención de la OTAN, que tuvo lugar pocas semanas después de haber comenzado la rebelión, daba cumplimiento a la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU del 17 de marzo de 2011. En esta, se instaba a usar "todos los medios necesarios" para evitar ataques generalizados y sistemáticos contra la población civil. La resolución fue presentada por Francia, el primer país en reconocer al CNT y en responder al clamor de los rebeldes libios (con el auspicio de Arabia Saudita) que imploraban a Occidente que creara una zona de exclusión aérea destinada a prevenir que la aviación militar libia aniquilara a la población. Esa resolución también ordenaba el embargo de armamento y la congelación de activos libios. Estados Unidos y Gran Bretaña apoyaron la iniciativa, mientras que China y Rusia se abstuvieron11.
La Resolución 1973 se emitió con una premura que contrasta con el caso de Siria (donde ha habido un estancamiento de varios años). Un numeroso grupo de intelectuales y políticos occidentales defendieron esta resolución porque estuvo enfocada en un fin humanitario, esto es, la "responsabilidad de proteger" a la población libia de la masacre de la que estaban siendo objeto. De hecho, una resolución anterior, la 1970, adoptada por el Consejo de Seguridad el 26 de febrero, exhortaba explícitamente al gobierno a que cumpliera con la responsabilidad de "proteger a su población" (Adams, 2012). Por su parte, Evans (2011) menciona que el caso libio encajaba exactamente en el modo en que se suponía que debía funcionar la norma de la responsabilidad de proteger. Por otra parte, Axworthy (2011) señala que la intervención contra el régimen libio es indicativa de un movimiento internacional hacia un "mundo más humano". Las palabras de Ban Ki Moon, entonces Secretario General de la ONU, recogen con claridad el discurso oficial de las potencias involucradas: la resolución, afirmaba, refleja "de manera clara e inequívoca la determinación de la comunidad internacional de cumplir con su responsabilidad de proteger a los civiles contra la violencia perpetrada por su propio gobierno" (2011).
Los defensores de la intervención sostienen que la Resolución 1973 no debe ser vista como una justificación de las grandes potencias para implementar la doctrina del "cambio de régimen". En primer lugar, porque si bien el texto hacía referencia a "todas las medidas necesarias", incluida una acción militar, esta excluyó la ocupación extranjera; también porque las acciones militares estaban destinadas a la protección de "civiles y zonas pobladas civiles bajo amenaza de ataque"; y, finalmente, por la imposición de una prohibición de todos los vuelos en el espacio aéreo de Libia "con el fin de ayudar a proteger a los civiles". Según los defensores de la intervención, al profundizar los ataques y al incrementar el uso de la fuerza militar, los miembros de la OTAN se vieron obligados a usar medidas más coercitivas debido a que la rebelión se estaba volviendo una "guerra de desgaste" que "hizo menos claro, en consonancia con el espíritu, si no la letra, el mandato de la ONU" (Adams, 2012, p.12; cfr. Evans, 2011). Incluso, sus defensores creen acríticamente que el envío de armas a los rebeldes libios del CNT por parte de Francia no contradice al espíritu de la resolución (Adams, 2012, p.12). Nada más, nada menos.
En el caso libio, en realidad, ocurrió lo contrario. La intervención se hizo con un fin distinto al de salvar vidas, produciendo una situación humanitaria catastrófica y una turbulencia política que Libia sigue experimentando. Los países que encabezaron la intervención, esto es, Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña, aprovecharon la oportunidad que les dio la revuelta en Libia para implementar el "cambio de régimen".
Es preciso centrarse, primero, en la situación humanitaria. Tanto las potencias mencionadas como algunos miembros de la Liga Árabe que apoyaron la intervención se basaron en rumores de prensa que hablaban de un supuesto genocidio de 10.000 libios ordenado por Gadafi. Como reconoció el propio secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert Gates, se trataba de informes no corroborados (citado en Aghayev, 2013). Como la idea era, supuestamente, evitar una nueva masacre, Obama se expresaba en estos términos: "sabíamos que si esperábamos un día más, Bengazi [...] podría sufrir una masacre que hubiera resonado en toda la región y manchado la conciencia del mundo" (Harris, 2011).
Gadafi, sin duda, ordenó una dura represión contra los civiles (sobre todo los "armados"), pero con el paso de los días se cuidó de atacar a los manifestantes desarmados y ordenó una amnistía para todos los que depusieran las armas (Kirkpatrick & Fahim, 2011). Antes de la intervención de la OTAN, de hecho, distintas ONG de derechos humanos, como Human Right Watch, no registraron masacres o expulsiones generalizadas de civiles. De acuerdo con Human Right Watch, se presentaron 233 muertes al inicio de la represión y 1000 antes de la intervención de la OTAN (Kuperman, 2015).
La intervención, en lugar de prevenir una mayor catástrofe humanitaria, terminaría produciendo por efecto directo de sus bombardeos la muerte de unas 30.000 personas hasta el fin de su mandato, en octubre de 2011. A la larga, una crisis de refugiados que se cuenta en casi medio millón de personas (ACNUR, 2014; Kuperman, 2015).
La intervención de la OTAN alentó a los rebeldes a tomar las armas y proseguir con la guerra civil12. Gadafi reconocía que su poder se estaba desvaneciendo. De hecho, antes de la rebelión, manifestó su intención de rehacer la Constitución y abrir más el sistema político libio. Una de las señales en ese sentido fue su intención de legar el poder a su hijo reformista, Saif el-Islam (Zoubir y Rózsa, 2012). Futuros líderes del CNT, como Mahmoud Jibril, apoyaban ese plan de modernización política. A pesar de las dilaciones, o de que la transición que propugnaba Gadafi simplemente estaba destinada a darle un poco más de vida, este proceso estaba sin duda expuesto a una menor violencia (Salem y Kadlec, 2012). Al estallar la revuelta, quizás el régimen hubiera podido acelerar las reformas, pero la intervención de la OTAN detuvo el proceso, más bien alentando a los rebeldes a rechazar una salida negociada auspiciada por la Unión Africana, salida que Gadafi aceptó sin reparos (Zoubir y Rózsa, 2012).
Violando las disposiciones de la Resolución 1973, las potencias occidentales se constituirían, de hecho, en el brazo armado aéreo de los rebeldes del CNT, otorgándoles legitimación a través de su respaldo diplomático y político. Además, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos enviaron asesores militares o fuerzas especiales al terreno, con el fin de armar, entrenar, organizar la logística, planificar y dirigir a los rebeldes (Mazzetti y Schmitt, 2011).
Aunque Estados Unidos participó solo de forma limitada, vale la pena analizar su rol en la intervención. El presidente Obama autorizó simplemente acciones de recopilación y difusión de datos de inteligencia, identificación de objetivos, repostaje de aviones de la OTAN y el suministro de capacidades militares, supeditando, además, la intervención al mandato de la ONU y de una coalición de fuerzas con sus aliados de la OTAN
(Daalder y Stavridis, 2012; Haass, 2013). Inicialmente, el presidente consideró respaldar una salida diplomática auspiciada por la Liga Árabe. Estados Unidos no tenía grandes intereses que sostener en Libia y los que tenía ya estaban virtualmente asegurados tras la aproximación que se dio entre Bush y Gadafi en el 2004. Entre ellos se encontraban la eliminación del programa nuclear, la colaboración en la lucha global contra el terrorismo y acceso al petróleo (Chorin, 2016).
Por su parte, Obama no quería repetir una experiencia similar a las de Afganistán e Irak (Haass, 2013). Sin embargo, después de promover duras sanciones y exigir a Gadafi que dejara el poder, quiso aprovechar la coyuntura para eliminar a un dictador molesto: en los meses previos a la "primavera árabe", las relaciones entre Estados Unidos y Libia comenzaron a deteriorarse. Ello se vio reflejado en la diatriba incendiaria de Gadafi ante la ONU contra la política exterior estadounidense, en el anuncio de la re-nacionalización de la industria petrolera libia y en las amenazas contra diplomáticos estadounidenses en Trípoli (Chorin, 2016). Obama también quería recuperar su prestigio y el de Estados Unidos, luego de no haber apoyado los levantamientos de Túnez y Egipto. Finalmente, quiso reforzar la percepción de liderazgo entre sus aliados occidentales.
Sería sobre todo Francia quien mayor presión ejercería para conformar la coalición. El entonces presidente Sarkozy decidió, de un momento a otro, transformar a Gadafi, antes "socio", en "canalla". Debe recordarse que, en 2007, para financiar su campaña presidencial, Sarkozy recibió unos 50 millones de euros por parte de Gadafi; a cambio, Sarkozy debía apoyar la rehabilitación de Gadafi ante la comunidad internacional (Doctorow, 2018). Este es un caso típico de oportunismo político: Gadafi, al caer en desgracia, sería abandonado por algunos de sus viejos "amigos". En los cables de inteligencia recibidos por Hillary Clinton en su correo personal, revelados en el 2016 por el Departamento de Estado, a raíz de una demanda amparada en la Ley de Libertad de Información, se puede ver una lista completa de los objetivos que Sarkozy tenía en mente en el 2011: de hecho, buscaba aumentar su popularidad y credibilidad en el plano interno, apostando a que los franceses apreciaran sus esfuerzos democratizadores y humanitarios en Libia. Con esto último, acallaría las críticas de la derecha ultranacionalista, que había usado como bandera electoral la incapacidad de Sarkozy para frenar la inmigración musulmana proveniente del norte de África. Aparte de esas consideraciones de política interna, Sarkozy buscaba acceder al petróleo de Libia, garantizar la influencia francesa y evitar la de Gadafi en la "África francófona", además de reafirmar el poderío militar francés en esa región13. Como se puede notar, no aparece ninguna referencia a las consideraciones humanitarias. Por el contrario, estas son razones puramente oportunistas. Usando un discurso humanitario, entonces, las potencias occidentales expandieron sus intereses en Libia.
La caída de Gadafi, en octubre de 2011, fue seguida de una transición inestable, cuya estocada final la darían los grupos yihadistas. Estos, desde el inicio, deslegitimaron al gobierno de transición apoyado por Occidente.
En el 2004, la primera aproximación entre Gadafi y Bush, que desembocó en una especie de acuerdo tácito entre ambos países, contribuyó en buena medida a reducir a los islamistas radicales en Libia. Para Gadafi, ello ofrecía la oportunidad de levantar el largo embargo impuesto contra ese país y, para Estados Unidos, la oportunidad de acceder a información de inteligencia sobre los movimientos radicales que operan en el norte de África (Chorin, 2016). A través de Saif al-Islam, Estados Unidos también ayudó al gobierno libio a liderar la reconciliación con los movimientos opositores y, especialmente, con la Hermandad Musulmana.
En ese ambiente, Saif al-Islam logró una tregua con el Grupo Islámico de Combate Libio que, como se vio en la sección anterior, pasaría a la vida legal en el 2009 bajo la denominación de Movimiento Islámico Libio por el Cambio. A pesar de la oposición de los círculos leales a Gadafi y de algunos líderes islamistas exiliados, este acuerdo siguió adelante, augurando el inicio de una nueva era de estabilidad en el país. Sin embargo, el estallido de la «primavera» y la intervención de la OTAN interrumpieron tal proceso. La desestructuración de las instituciones, el vacío de poder y la violencia generalizada proporcionaron una gran ventaja a los islamistas libios que estaban combatiendo en el extranjero (Afganistán, Iraq, Siria, el Sahel), quienes decidieron volver a Libia en busca de refugio o expandir su idea-rio14 (cfr. Gambhir, 2016; Chorin, 2016).
Libia alberga varios grupos yihadis-tas transnacionales, que no iniciaron la revolución, pero, al ser los movimientos de mayor experiencia y organización, adquirieron un ascenso notorio entre los islamistas de base local. Los yihadistas libios están afiliados o son aliados de Al-Qaeda y del Estado Islámico. Entre los grupos afiliados al Estado Islámico, por ejemplo, sobresale el Consejo de la Shura de la Juventud Islámica14. Este Consejo está conformado por unos 5.000 milicianos (muchos de los cuales retornaron de Siria e Irak) y controla Sirte, partes de Bengazi, Trípoli, Barqa y el sur de Libia (Ashour, 2015; Kuperman, 2015). Derna, al este del país, también está bajo su control15. La filial del Estado Islámico en Libia combate frontalmente al Ejército de Tobruk (es decir, a las fuerzas leales al general Haftar) y pretende conformar un califato en el norte de África (cfr. Engel, 2015; Gambhir, 2016).
Los yihadistas ligados a Al-Qaeda, principalmente, son disidentes del desmovilizado Grupo Islámico de Combate Libio. El caos resultante de la intervención de la OTAN les dio un nuevo impulso para reorganizarse bajo una compleja red de varias decenas de milicias, presumiblemente bajo la protección de Ansar al-Sharia16. Entre las brigadas más importantes se encuentra Escudo de Libia17. En conjunto, estas brigadas acusan al gobierno de transición y a la coalición secular de la Casa de Representantes de reproducir la agenda de intereses occidentales18.
La «primavera libia», a pesar de dar paso a un primer experimento democrático, terminó con la conversión del país en un Estado fallido. El gobierno de transición fue incapaz de controlar los centenares de grupos armados que surgieron después de la guerra civil, cada uno de ellos con una agenda política y milicias que operaban virtualmente independientes el uno del otro. Libia entró en una fase de desestructuración política y territorial de la que aún no ha salido. ¿Qué factores influyeron en ese proceso? Sin duda, dos factores internos: la ausencia de instituciones sólidas legadas de la era Gadafi y la poca capacidad del nuevo gobierno para controlar los centenares de brigadas que ejercían como un Estado paralelo en sus respectivas regiones.
Pero el solo factor interno no es suficiente para entender la evolución de la «primavera libia». En ello contribuyó de manera decisiva la intervención de la OTAN. En primer lugar, porque esa intervención desestructuró las instituciones del -endeble- Estado libio y, sobre todo, porque echaría al traste los diversos intentos de transiciones pacíficas auspiciados tanto por el régimen de Gadafi como por la Unión Africana. De hecho, la intervención alentó a los rebeldes a deslegitimar aún más al régimen y mantenerse en armas, provocando una nueva guerra civil, el (re)surgimiento de decenas de grupos islamistas armados y una crisis humanitaria sin precedentes.
La experiencia libia apoya la hipótesis según la cual las intervenciones internacionales en conflictos armados internos no están impulsadas por consideraciones humanitarias o por un sentido de justicia internacional sino que, por el contrario, confirma la noción realista de que las intervenciones que se hacen bajo el ideal democrático y humanitario, evocando el derecho a intervenir bajo la doctrina de la responsabilidad de proteger, esconden una agenda definida por intereses materiales. La «primavera libia» también apoya la hipótesis según la cual las intervenciones militares internacionales en conflictos armados internos terminan generando más caos e inestabilidad. Desde el punto de vista estratégico, esta experiencia debería ser tomada como una referencia no solo para remover los factores que generan ese nivel de inestabilidad en Libia, sino para otros casos similares que puedan ser respondidos con una intervención. La "comunidad internacional", en ese sentido, debería auspiciar o promover los mecanismos pacíficos de resolución de disputas o adoptar una posición de neutralidad, sin por ello abandonar otros mecanismos de presión sobre regímenes que violan los derechos de su propia población.