Resumen: El presente estudio se centra en el análisis de las nociones memoria, duelo y olvido como elementos fundamentales para la construcción de paz, a partir de la pregunta por su dimensión política, desde una perspectiva metodológica orientada en el análisis conceptual, de carácter transdisciplinar, guiada por una interlocución entre el psicoanálisis, la filosofía y la política. Este entrecruzamiento de discursos propone una tensión entre la subjetividad y la colectividad como base de la intervención psicosocicd, que permite problematizar la importancia política de la utilización del pasado. En este sentido, resulta necesario indagar los usos de la memoria para interrogar sus excesos e insuficiencias, en especial cuando se pretende ponerla al servicio de intereses particulares y se soslaya su función en el proceso de duelo entendido como una dialéctica entre el olvido y el riesgo del perdón.
Palabras clave: memoriamemoria,dueloduelo,olvidoolvido,pazpaz,políticapolítica.
Abstract: The present study focuses on the analysis of thee notions of memory, mourning and forgetfulness as fundamental elements for thee construction of peace, based on the question of its political dimension. All of these from a transdisciplinary conceptual analysis, as well as a methodological perspective guided by a dialogue between psychoanalysis, philosophy and politics; This cross-linking of discourses makes it possible to propose a tension between subjectivity and collectivity as a basis for psychosocial intervention, which problematizes the political importance of using the past. In this sense, it is important to investigate the uses of memory, in order to interrogate its excesses and inadequacies, especially when it is intended to serve to special interests and its role in the grieving process is ignored, understanding the latter notion as a dialectic between forgetfulness and the risk of forgiveness.
Key Words: memory, mourning, forgetfulness, peace, politics.
Artículos
Sobre la dimensión política de la memoria, el duelo y el olvido. Una apuesta por la construcción de paz 1
On the political dimension of memory, mourning and forgetfulness. An approach to peace construction.
Cuando Aristóteles (1988) expresa la importancia de que quienes gobiernan reflexionen acerca de lo que resulta pertinente para el aprendizaje de los jóvenes, plantea una relación entre memoria y política, precisamente porque la memoria se refiere en buena medida a lo que ha pasado. En este sentido, es deber responsabilidad de los Estados seleccionar qué de esa experiencia ha de ser transmitida a quienes en el futuro estarán a cargo. La educación depende de la conformación misma de los sistemas políticos, pues "el carácter particular de cada régimen suele no solo preservarlo, sino también establecerlo en su origen" (p.455). Así, el carácter democrático de un estado será generador de una educación democrática; de igual manera si el régimen se caracteriza por la concentración del poder en unos pocos, pertenecientes a una clase social privilegiada, será la inequidad lo que se transmita.
A partir de lo anterior, es posible justificar este estudio en el sentido de que toma como punto de partida el de señalar la responsabilidad política del Estado en los procesos de construcción de memoria, pues de estos depende la emergencia de identidades y, en esta vía, la identificación a los proyectos que configuran los ideales de un país. La función de la memoria no es solo la de una acumulación de acontecimientos ni la reactivación del pasado, sino que está relacionada con la implicación en formular los propósitos que respondan por la manera en que se le dará uso. La importancia de reflexionar sobre el modo en que se dispondrá del pasado es precisamente porque no se trata solo de lo que ha sucedido, sino que en el recuerdo convergen tanto las marcas de lo que se ha podido realizar, como lo que, a causa de las frustraciones y las promesas no cumplidas, constituye motivo de deuda. Lo que hace memoria signa una discontinuidad; una ruptura entre un antes y un después; un hecho que irrumpe como inolvidable y por este carácter guarda una relación de contigüidad con lo traumático.
La relación entre memoria y trauma es íntima, pues lo que se incrusta como inolvidable configura la marca de un acontecimiento por el cual un sujeto ha sido sorprendido a causa del horror que significa no contar con elementos para responder. Entonces, lo traumático es precisamente aquello que sorprende al sujeto porque no cuenta con recursos para defenderse. Ahora bien, la huella de lo sucedido no queda arrojada al olvido sino que se actualiza cada vez que algo de lo pasado surge como repetición. Este proceso es el que hace posible la emergencia de la subjetividad, aunque tiene su contrapartida en las diversas formas en que se establece el vínculo social. Por lo anterior, resulta necesario indagar alrededor de la noción de trauma como resto que se actualiza y hace posible que la dialéctica entre memoria y duelo mantenga en tensión al sujeto con la colectividad. La noción de trauma está ligada al discurso de la medicina, pues tiene que ver con la lesión que afecta el funcionamiento anatómico y produce un signo ostensible que da cuenta de la afectación. Sin embargo, buena parte del descubrimiento de Freud (2008) consistió en elucidar que a nivel del psiquismo también se presentan traumas que, aunque no son evidentes a través de marcas corporales, quedan alojados en la psique como restos de vivencias cotidianas, situaciones, o incluso palabras venidas del otro, dejando una herida en el alma. “El afecto de terror, el trauma psíquico” (p. 33), si bien no es observable, se puede tratar a condición de ser llevado a la palabra y ser escuchado.
Es importante señalar que en esta investigación la dimensión política se asume como efecto de la relación del sujeto con el otro y con la civilización. De acuerdo con esto, metodológicamente se propone una indagación transdisciplinar sobre la memoria, el duelo y el olvido, en tanto conceptos que permitan, desde un análisis teórico, proponer una tensión entre el psiquismo y lo social; entre lo subjetivo y lo colectivo como cimiento de unas políticas de duelo que orienten la intervención o el trabajo con víctimas y actores del conflicto armado en Colombia. En términos de procedimiento, resulta necesario reconocer la función del trauma en el sostenimiento del conflicto y dilucidarlo tanto a nivel del sujeto como de la colectividad. Desde allí es importante mantener un contrapunto constante entre los conceptos de memoria, duelo y olvido, orientados en una perspectiva política, que implique la tensión entre lo subjetivo y lo colectivo. A partir de lo anterior, se propone una discusión de dichos conceptos desde las siguientes problemáticas, a saber, sobre una política de la memoria justa, de lo particular del duelo a lo singular de la pérdida y, finalmente, entre la imposición de olvidar y la posibilidad de perdonar.
La orientación teórica fundamental de este estudio, que entra en diálogo con la filosofía y la política, reconoce en la propuesta freudiana del psicoanálisis la hipótesis de que el sufrimiento humano se expresa a partir de síntomas cuya causa parece desconocida para quien la padece. Las pacientes de Freud estaban aquejadas por malestares que se escapaban al saber del médico y por eso eran llamadas simuladoras. Sin embargo, advirtió que cuando podían hablar de lo que padecían e hilvanaban algo de la significación subjetiva de su malestar, tenía lugar un alivio como efecto del sentido. En esta vía, señala que el síntoma es portador de un sentido que se presenta como enigmático para quien lo sufre y, mientras no se descifre, insistirá a modo de repetición. De ahí su propuesta de que el síntoma es una actualización de lo traumático que tuvo lugar en algún momento pasado de la vida del sujeto pero que ha sido olvidado y, por tanto, no ha sido tramitado. A ese olvido involuntario que sucede como defensa ante lo que causa horror y con el cual el sujeto se relaciona como si no hubiera sucedido porque no quiere saber de ello, Freud (2008) lo llamó represión.
Con el concepto de represión no se alude al uso general del término relacionado con contener o frenar una presión. Se trata más bien de “la represión de una verdad” (Lacan, 1957, párr. 13). En este orden, la represión a nivel del psiquismo tiene una connotación política respecto a la verdad. Por ejemplo, dice Lacan, la historia de la tiranía lo demuestra pues cuando se quiere reprimir una verdad “se expresa en otra parte, en otro registro, en lenguaje cifrado, clandestino” (Lacan, 1957, párr. 13). Eso mismo es lo que sucede con la conciencia, pues la verdad reprimida persiste a través de los síntomas o de las manifestaciones del malestar. Se trata de otro lenguaje, el lenguaje del conflicto, que es enigmático y parece incoherente hasta que es posible descifrarlo como una escritura a la espera de ser leída en sus propias coordenadas. Ahora bien, lo reprimido o la verdad del trauma, es de lo que no se quiere saber, y es lo que retorna por medio de la repetición. Sin embargo, el síntoma responde a una lógica que resulta necesario tratar a partir de la búsqueda de la causa que se elabora de manera retroactiva. Lo anterior es posible inscribirlo en una cronología que permitirá elucidar este proceso en el sujeto y luego hacer un contrapunto en la colectividad. Miller (2007) propone pensarlo en tres tiempos: en primer lugar, hay un hecho que no se integra (parece sin sentido, es lo traumático) y que solo en un segundo tiempo (al ser llevado a la palabra, al ser dicho), se le atribuye un sentido que es el alojado por el síntoma. Un tercer tiempo corresponde al efecto de desciframiento del que emergerá otro sentido. De este modo, hecho, dicho y sentido, son los elementos que configuran una historia que depende de la dialéctica entre el hecho y el dicho pues son cuestiones distintas. No obstante, por efecto del lenguaje y del discurso un hecho puede cambiar según el dicho.
Un ejemplo de lo anterior puede notarse cuando en el año 2013 los campesinos colombianos, a causa de los tratados de libre comercio, la caída del peso, el precio de los fertilizantes y diversas cuestiones relacionadas con el agro, decidieron hacer un paro agrario que duró cerca de un mes, con grandes manifestaciones en varias ciudades del país. Entre lo que reclamaban los huelguistas estaba el acceso a la propiedad de la tierra y el reconocimiento de la territorialidad campesina. Este asunto que alteró el orden público, el precio de los alimentos y que afectó la movilidad nacional, recibió como respuesta por parte del entonces presidente Juan Manuel Santos en un pronunciamiento oficial el domingo 25 de agosto del mismo año, el significante con el que calificó el hecho al decir: "El tal paro nacional agrario no existe" (Semana, 2013). Ahora bien, mientras el acontecer nacional se conmocionó con el paro, el hecho fue sumido en la represión a través del dicho del presidente, asunto que, si bien produjo un conjunto de pactos paliativos para disolverlo, lo que hizo fue retornarlo a la represión con una apariencia de normalidad. El asunto de la tierra en Colombia es uno de esos temas sustanciales de los que la clase dirigente no ha querido saber y es la causa que retorna y se repite en diversas manifestaciones del conflicto interno a través de los años. Este aspecto permite pensar que la problemática de la tierra es una de las heridas traumáticas a las que se le impone el olvido, que retorna en malestar y configura buena parte del síntoma social de este país.
Si se sigue a Miller (2007), cuando plantea que "el hecho cambia según el dicho" (p. 103), resulta importante indagar la manera en que se ha intentado definir la paz a través de una interpretación de los hechos que no pocas veces ha producido acuerdos de escasa sostenibilidad y duración que desembocan en nuevos conflictos. Por tal razón, se hace necesario entender la paz en términos del discurso y de la posición del agente que lo produce y a partir de allí, indagar el lugar que se le da a la memoria, el duelo y el olvido. Por paz se ha entendido la relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni conflictos, así como el estado de quien no es perturbado por ninguna inquietud (RAE, 2017). Es interesante notar que esta manera de entender la paz es solidaria de la noción de armonía con que se piensa la salud. Tal es el caso de la Organización Mundial de la Salud (2006) que la define como "un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades" (p. 1). En este caso salud y paz pensadas desde la armonía, la completitud y la ausencia de perturbación, reducen la posibilidad de entender que el conflicto cumple una función de carácter sintomático que no pocas veces resulta fundamental para el establecimiento del vínculo social. Lo anterior no pretende justificar el conflicto, sino, por el contrario, que el ideal de armonía parece ajeno al ser humano, quien de modo paradójico adeuda a la guerra algunos de los grandes avances de la civilización, por ejemplo en medicina, tecnología, comunicaciones y también en lo que ha podido configurar como desarrollo social. En este sentido, es importante que la paz cumpla la función de un orientador o una meta irrealizable hacia la que han de tender los esfuerzos de una colectividad para hacer posible la convivencia con el otro; con el que es radicalmente diferente y fácilmente causa de conflicto, porque la vida en sociedad es una constante dialéctica que tramita relaciones de poder y tendencias al exceso a través de formaciones sintomáticas que la hacen posible.
La guerra puede ser un síntoma que da cuenta de la imposibilidad de tramitar las diferencias y por eso accede al goce de la confrontación como recurso idealizado para acabar con lo que resulta causa de malestar: el enemigo. El síntoma tiene una doble función: por un lado, es una tentativa de solución ante un problema y, por otro, se erige como una defensa ante lo que sorprende de manera traumática. Por esto "el síntoma es simultáneamente una solución y una defensa" (Gallo, 2012, p. 190) que tanto a nivel del sujeto como del colectivo se incorpora para hacer parte de su identidad. Entender la guerra en Colombia en tanto síntoma permitiría una distancia del prejuicio de asumirla como algo que hay que acabar a todo costo; costo que sería también violento. Se trata de atribuirle una función al conflicto mismo, dado que hay sectores de la política, la economía e incluso de la sociedad en general que, en alguna medida, obtienen beneficios del sostenimiento del conflicto. Esto sin soslayar que inclusive hay quienes desde la posición de víctima aprenden a beneficiarse de su condición. Así mismo, la paz también puede funcionar como síntoma que es solución y defensa, y por ello es importante pensar en la relación entre memoria y política, a fin de problematizar la noción de justicia, que se requiere como condición de posibilidad para el encuentro entre distintos actores del conflicto. Indagar por lo particular del duelo, que en cada caso es distinto, implica la huella de lo singular de una pérdida que es necesario representar para hacer más viable la reparación en tanto efecto de la pertenencia al pacto social y, finalmente, analizar la posición del Estado que incluso puede llegar a imponer el olvido y el perdón sin prestar importancia a la inscripción del duelo como garante de la no repetición, tanto a nivel de la subjetividad como de la vida social.
Cuando se hace mención de una política de la memoria justa, puede caerse en la tentación de pensar en términos de políticas públicas cuya finalidad es diseñar una acción colectiva intencional. Estas surgen con el propósito de solucionar problemas concretos como efecto de una serie de decisiones tomadas por actores políticos y gubernamentales que en no pocas situaciones expresan la voluntad y el interés de corrientes políticas, en particular de quienes gobiernan (Aguilar y Lima, 2009). No obstante, la guerra, si bien puede parecer un problema concreto, está sostenida por una multiplicidad de factores tanto del presente como históricos que hacen imposible su resolución inmediata. Por tal razón, en este caso no tiene que ver con la administración de poder sino con la emergencia de un espacio que favorezca una “política de la gestión del pasado” (Ricoeur, 1999, p. 106). La importancia de este espacio radica en que hacer memoria convoca riesgos para el poder establecido y esto porque el velo de la ideología se sostiene en mostrar su favorabilidad, pero también en ocultar lo que no le resulta conveniente. En relación al recuerdo, el poder, a través de la ideología puede estar facultado, tanto de manera legal como legítima, para determinar qué podría ser traído del pasado y con qué propósito, esto con la intención de definir la manera de servirse de la memoria.
Una política de la memoria justa tiene que ver con que la dialéctica memoria-olvido, operacionalizada en el recuerdo, se encuentra afectada por el poder y por tanto inscrita plenamente en una dimensión política. Una de las funciones que se atribuye el poder ideológico dominante es la configuración de la identidad del colectivo representado e incluso del que difiere o al que somete. Así pues, es importante no perder de vista que lo propio del poder político es la jerarquía: por un lado, hay alguien que manda y por el otro, quien obedece o se subordina. Para Ricoeur (1999), la política de la memoria se centra en quién gobierna y sobre quién se ejerce, pues de ello depende tanto la identidad como la función de la memoria, dado que es “uno de los instrumentos pragmáticos del poder” (p. 107). El recuerdo no es una pieza intacta que se extrae de un lugar del pasado. Por su etimología puede entenderse como un volver a pasar por el corazón, es decir, corresponde menos a una extracción que a un esfuerzo de elaboración que se altera de acuerdo a la necesidad o se modifica según el exceso. Esta dialéctica entre la carencia y el exceso hace del recuerdo una elaboración dinámica que no se fija, sino que adquiere diversas maneras de ser representado, por este motivo, también configura un elemento fundamental del imaginario social.
El imaginario social puede entenderse como una síntesis de la experiencia colectiva que atraviesa lo simbólico y orienta las acciones de los miembros de una comunidad. El sentido comunitario es una forma de situarse en la historia, al mismo tiempo funge de guía respecto a las expectativas dirigidas al futuro, por medio de proyectos que surgen desde las tradiciones heredadas y van hacia las necesidades presentes, a las que se responde con iniciativas (Ricoeur, 2006). En esta vía, el imaginario social se estructura a partir de dos elementos fundamentales que dan cuenta de una tensión entre la unidad y la dispersión; aspectos que permitirán pensar el recuerdo como inscrito en una dialéctica productiva que también puede deslizarse hacia el exceso. Para Ricoeur (2006), el imaginario social está sostenido en dos pilares: por una parte, en la ideología, que funciona como un sistema de interpretación de la realidad con efectos tanto de legitimación como de integración. Esto es lo propio de quienes comparten un ideal que estructura un cierto modo de comprensión de los acontecimientos y a la vez resulta configurador de una identidad. Así, "la ideología fortalece, refuerza, preserva y, en este sentido, conserva al grupo social tal como es" (p. 357). El otro pilar del imaginario social es la utopía, cuya función es proyectar la imaginación hacia otro lugar. En la vida colectiva su tarea es figurarse otras maneras de imaginar lo social, es el sueño de que la vida familiar, política, económica, relacional, funcionen de manera armónica. La tensión dialéctica entre ideología y utopía tiene como corolario una mutua regulación sin que sea necesariamente un equilibrio. El no lugar de la utopía regulariza el ambicioso afán de preservación y de control de la ideología, a través de la ensoñación de otro lugar donde sea posible la realización de lo que la ideología dominante reprime. Así mismo, el empuje legitimador de la ideología tramita el exceso promotor e irreflexivo de lo imposible, expresado en proyectos contradictorios de ejecución inmediata.
A partir de lo anterior, pensar en una política de la memoria justa, tanto a nivel de la colectividad como del sujeto, implica introducir el trabajo del recuerdo como parte de los procesos del imaginario social y por tanto en tensión entre la ideología y la utopía. Sin embargo, la idea de lo justo se operacionaliza a partir de aprovechar su polisemia: por un lado, refiere a la justicia, es decir, a la distribución equitativa de lo que a cada uno corresponde; y por otro, a lo que se ajusta, a lo que logra un arreglo. En este sentido, refiere Ricoeur (1999), tiene que ver con una cuestión metodológica en el trato con la memoria cuya premisa es la de "mantener una justa distancia con respecto al pasado, no hay que estar muy apegado a él ni alejarse en exceso" (p. 111), entonces se trata de practicar la proximidad distante que es necesariamente justa para el trabajo de recordar. El ejercicio de la memoria, por la vía del trabajo de recuerdo, exige ubicar la posición de quien se ha facultado para hacer memoria, bien sea como sujeto o institución, y esto porque si se orienta solo por la ideología, la producción del recuerdo tendrá como función la distorsión del pasado y el disimulo de lo inconveniente, pues tratará de producir la versión que más se ajuste al sostenimiento de su lugar en el poder. Esta forma de hacer memoria le da utilidad como herramienta de legitimación del poder, que es también la capacidad de reprimir lo que se aleja o difiere de lo considerado la verdad rectora de su ideología. Dejar la configuración de la memoria al sesgo de la utopía puede producir dos variantes: por una parte, una exaltación del pasado como un tiempo de perfección en donde los ideales eran la vida misma y de lo que solo queda un resto de nostalgia; el otro aspecto es revivir los sueños aciagos de un pasado de sometimiento, que es necesario reivindicar para salir de la opresión por la vía del dominio. No obstante, el saldo que deja es el resentimiento.
Un recurso para regular la tentación de someter el recuerdo a los favores de la ideología o a los excesos de la utopía es aportado por Todorov (2000), cuando señala en Los abusos de la memoria que es necesario diferenciar la recuperación del pasado de su utilización, pues ninguna de estas acciones se hace de manera automática o simultánea. El acto de recordar no implica necesariamente, en su realización, un saber determinado respecto al uso que se le dará al recuerdo. En este sentido, aporta la importancia de reconocer a la memoria como una selección a partir de ciertos criterios que, sean o no conscientes, orientan la manera de dar uso al pasado. En términos de la legitimidad, que es lo propio de la ideología, es necesario reconocer la discontinuidad de la memoria y limitar el uso engañoso en nombre de la necesidad de recordar. El principio que rige la recuperación del pasado es que nada ha de impedir la producción del recuerdo, pues cuando los acontecimientos vividos por el sujeto o por el colectivo son de carácter traumático, producir un recuerdo es una premisa que se convierte en un deber, "el de acordarse, el de testimoniar" (p. 18); y respecto a la utilización, se impone la necesidad de indagar acerca del uso que se le dará, así como el lugar que desempeña en el presente.
Si anteriormente se hizo mención de que el recuerdo es más un proceso de producción que de extracción y por tanto expuesto a los excesos de los pilares del imaginario social como son la ideología y la utopía, en este punto es importante añadir que el recuerdo no tiene que ver únicamente con lo sucedido, pues esto sería como pensar que en el psiquismo humano solo hace trauma lo pasado. También hace marca y de manera igualmente dolorosa aquello que se ha dejado de hacer, los pactos quebrados o las promesas que se han quedado sin cumplir, que en el presente se actualizan a través del síntoma, del conflicto. Lo no realizado del pasado retorna en el síntoma bajo el modo de la deuda o de la culpa. Ahora bien, sobre el pasado se cree que es lo que ha quedado atrás en el tiempo y por tanto ya no puede ser cambiado, está determinado. De su contrario, el futuro, se dice que es incierto, indeterminado. Sin embargo, aunque pasado y futuro sean opuestos comparten una condición paradójica que los enlaza en el presente: se trata de reconocer que a pesar de que lo hecho no puede ser cambiado ni borrado, ni hacer de lo pasado como si no hubiera sucedido, el elemento que los emparenta es el sentido en tanto no está fijado; en este orden, lo que retorna como deuda puede entonces aumentar su demanda o ser devaluado. Así pues, los acontecimientos del pasado pueden ser reinterpretados, y de tal reinterpretación es posible el surgimiento de una nueva carga moral que depende de la tensión entre ideología y utopía. Del lado de la ideología es posible privilegiar la acusación que somete al culpable en lo irreversible, según su utilidad ideológica puede justificarlo como héroe o mártir; del lado de la utopía, no es muy diferente: el asunto es que puede servirse de esto para incentivar el rencor a causa de la dominación, excediendo un sentimiento de injusticia con fines de acciones inmediatas que le sirvan de reivindicación o justificación. La diferencia fundamental está en que del lado de la ideología los efectos se basan en la legitimidad del engaño, mientras que del lado de la utopía, las secuelas consisten en negar la contradicción sostenida por la incoincidencia dada entre lo deseable y lo realizable. De esta manera se quiere señalar que cada extremo muestra lo que Ricoeur (1999) denomina como “patologías de la memoria”, pues el exceso o el déficit de memoria se nutren de una adhesión irreflexiva del pasado en el presente que no deja operar lo que podría entenderse como “memoria justa”, pues se produce una exaltación, un asedio del pasado que no se deja pasar y termina por repetirse tanto en el síntoma como en el malestar colectivo.
Un ejemplo de lo anterior que fuerza el recuerdo como huella de los desaparecidos tiene que ver con El caso de Las madres de Soacha: un grupo de mujeres de un municipio pobre cercano a Bogotá a quienes con engañosas promesas de trabajo se les llevaron a sus jóvenes hijos. Estos fueron trasladados a Norte de Santander en donde los asesinaron y sepultaron en una fosa común y tiempo después fueron mostrados como guerrilleros de las FARC, muertos en combate por las fuerzas militares. Por la supuesta operación los militares obtuvieron reconocimientos. Este es un caso en el que el recuerdo ha sido afectado por el poder, que bajo el emblema identitario de la ideología dominante llamado “Seguridad democrática”, justificó el exceso utópico de inventar y eliminar al enemigo para mostrar resultados de la manera más inmediata posible. Las madres de Soacha son una representación de la memoria viva que reclama una política de la memoria justa en un país en que los excesos de la ideología y la utopía se debaten en un imaginario social en donde el miedo y el rencor imponen una paz como ilusión y no como trabajo (Ramírez, 2017). Aquí vale la pena volver sobre la importancia de indagar acerca de la recuperación del pasado, no solo para aproximarse a lo que aconteció sino para interrogarse sobre el uso que se le dará al recuerdo. En este sentido, tiene lugar un proceso que concierne tanto al sujeto como a la colectividad y que integra el recuerdo, la ideología, la utopía y la paz, a partir de una inscripción en el tiempo y por tanto en el trabajo que implica el orden simbólico, a saber, el duelo.
La palabra duelo enmarca un doble sentido que resulta importante no soslayar: por una parte, refiere a un combate entre dos o a un enfrentamiento como consecuencia de un desafío; su otra acepción contempla el dolor, la aflicción, el sentimiento que se suscita a causa de una pérdida o por la muerte de alguien (RAE, 2017). En el apartado anterior se mostraba la importancia de procurar condiciones para una política de la memoria justa. Para ello es necesario reconocer tensión entre la ideología y la utopía, y contar con los efectos que tienen los excesos de cada uno de estos elementos del imaginario social. El caso de las madres de Soacha permite pensar estas categorías conceptuales, ya que ellas han recibido versiones desde cada uno de los extremos. Por ejemplo, la ideología dominante llegó a decir, a través del expresidente Álvaro Uribe, que los jóvenes estaban vinculados en actividades delictivas (Semana, 2017), cuestión que se entendió como un intento de justificación de un acto atroz del que aún parece nebulosa la calificación como crimen de y se sigue nombrando como falso positivo. Del lado de la utopía, el señalamiento de que se cometen "crímenes de clase" (Restrepo, 2018), pues a los pobres y vulnerables siempre los toman como objeto para satisfacer las ambiciones de la clase dominante. Ninguno de estos extremos se enfoca en la subjetividad de las madres, quienes perdieron a un hijo, no un delincuente, ni un mártir de la pobreza. Lo anterior permite pensar en una dimensión necesaria para la paz que requiere del proceso de esclarecimiento de las condiciones en que se arrebata la vida a un ser humano y también de los efectos que esto tiene en la existencia de quienes los sobreviven; aquellos que ante la pérdida no tienen más que hacer memoria a través de los recuerdos, pues han de darse a la tarea de construir un proceso de duelo como recurso para elaborar una nueva relación con lo que se ha perdido para siempre.
El duelo es entendido como "la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc." (Freud, 2008, p. 241). Freud señala, a partir de esta definición, que si bien el duelo altera la vida del doliente no puede ser considerado como un estado patológico. Enfatiza en que el sufrimiento puede estar cargado de un intenso detrimento de interés por el mundo, sentimiento que amenaza con el sin sentido, respecto de lo que más se vinculaba al afecto invertido en el objeto de la pérdida. Con esta noción, Freud introduce un término que resulta importante para pensar, no solo el duelo, sino que puede permitir interrogar la concepción de paz a la que un país como Colombia aspira. Se trata de la noción de trabajo que implica una actividad netamente humana, un "esfuerzo (...) por regular sus relaciones con la naturaleza, de tal modo que, transformándola, se constituye a sí mismo" (Fraiman, 2015, p. 236). Puede decirse que el trabajo de duelo involucra una metamorfosis, un cambio que no sucede de manera inmediata sino inscrito en el tiempo, que da lugar a unos momentos lógicos en el que se operan las transformaciones necesarias para lograr una construcción cuya base es una pérdida.
En general se tiende a pensar el duelo como un fenómeno que sucede de manera exclusiva a nivel personal; sin embargo, esta investigación lo inscribe como un proceso que tiene lugar a nivel de la subjetividad y de la colectividad, pues el sentimiento de pérdida de un sujeto lo afecta tanto a él como a quienes lo rodean. La diferencia es de intensidad y de sentido, pero la experiencia de perder, como la de lo traumático, actualiza el sufrimiento que suscita lo inesperado del horror ante la muerte. Freud enseña que el trabajo de duelo inicia con la confrontación de la realidad ante la inminencia de que el objeto amado ya no está. A esto le sigue una dificultad para retirar el afecto, pues es propio del humano no renunciar con facilidad a un bien que le prodigaba estima, aunque pueda saberse cercana la posibilidad de sustituirlo. La dificultad de asumir que el objeto amado ya no está puede dar lugar a una alteración de la percepción de la realidad. Y aunque la realidad se imponga con la ausencia, en el psiquismo el objeto se resiste a desaparecer, cuestión que se hace presente en la insistencia del pensamiento, los sueños e incluso en la idea de conservar algunos rituales para no defraudar el afecto que representa el objeto amado. El núcleo del trabajo de duelo está en el desafío que implica enfrentar y recoger el afecto de "cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto" (Freud, 2008, p. 243). Es necesario acercar los afectos de manera retroactiva a través del recuerdo de lo sucedido, así como de la expectativa frustrada por lo que se quedó sin lograr y por ello resulta importante elaborar tanto la retirada como una nueva inversión de afecto que permita una relación distinta con lo que ya no está. Ese esfuerzo de elaborar cada uno de los afectos, los recuerdos y las expectativas es un trabajo que resulta sumamente doloroso porque el duelo no es solo sobre lo particular de lo que se perdió, sino que en ese objeto hay una singularidad que se pone en juego toda vez que el doliente "sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él" (Freud, 2008, p. 243).
En un ensayo anterior, titulado Recordar, repetir, elaborar, Freud (2007) da unas puntualizaciones que en este momento resultan pertinentes para ampliar en qué consiste el trabajo de duelo. Se trata de tres momentos que son a la vez procesos lógicos y orientadores. En primer lugar, señala que recordar no es solo el ejercicio del pensamiento que consiste en ir al pasado, sino que como efecto de la represión es un acto el que toma su lugar. Es decir, que lo reprimido se manifiesta a partir de un repetir del que desconoce su causa, solo que, en esa repetición, lo que una y otra vez sucumbe a la represión también se constituye una manera de recordar. Una vez es posible identificar lo que se recuerda como repetición, es decir, lo que insiste para mantener el malestar, es que resulta posible elaborar. Así pues, la elaboración consiste en empezar a producir un cambio ante lo que hace sufrir. Anteriormente, se hacía mención de que el término duelo implica un desafío, un enfrentamiento y una aflicción, y estas alusiones del carácter de la confrontación permiten acercarse al planteamiento de Freud (2008) cuando señala que ante el sufrimiento es necesario no eludirlo, despreciarlo en la represión o hacer de cuenta que no ha sucedido, sino por el contrario, es importante otorgarle la condición de “un digno oponente, un fragmento de su ser que se nutre de buenos motivos y del que deberá espigar algo valioso para su vida posterior” (p. 243).
El trabajo de duelo implica un trabajo sobre el recuerdo. Esto exige interrogar cuál es el uso que se hará del recuerdo y con ello la función que se le dará. Una de las virtudes del trabajo es su inscripción en el tiempo. Actualmente, de manera desafortunada, el time is money se ha convertido en el principio que rige los procesos humanos. Algunas perspectivas psicológicas y psiquiátricas que se presentan con semblante de cientificidad cuando en realidad están más al servicio del capital, y por tanto, de favorecer los intereses de la industria farmacéutica, han producido un discurso de la patologización del duelo al determinar que después de seis meses o incluso un año ya se trata de un duelo patológico (Echeburúa y Herrán, 2007). Y esto porque se entiende patología como la incapacidad de ser funcional, es decir, estar al servicio del aparato productivo. Este tipo de afirmaciones han servido de base para que en el Manual Diagnóstico Estadístico y (DSM-V), que es el instrumento con el que se estandariza la salud mental, sea desplazado el concepto de duelo y en su lugar se formulen una serie de trastornos como el de estrés postraumático y trastorno de duelo complejo persistente, entre otros (APA, 2014), que solo arrojan descripciones de manifestaciones sintomáticas sin interesarse por dar la posibilidad de una elaboración de la pérdida que sería, fundamentalmente, un trabajo de duelo. Estas perspectivas se autorizan en el estándar y por tanto en la exclusión de la subjetividad, en la que es precisamente, desde lo particular del caso, y de lo singular de la pérdida, que el trabajo de duelo se pone en juego. Ahora bien, a lo anterior podrían hacerse afirmaciones ya conocidas en defensa del DSM, como aludir que se trata de un instrumento para el diagnóstico pero que el tratamiento es otro asunto. Sin embargo, actualmente se profesa el furor por las técnicas basadas en la evidencia, lo cual es una estrategia que reafirma la reducción al estándar y aplica al caso lo mismo que ha dado resultados exitosos en otros casos similares (Moriana y Martínez, 2011). Esta cuestión reviste la falacia de inducir a la creencia de que existe el duelo como entidad, como si para todos fuera lo mismo, cuando es justamente lo singular de la pérdida lo que es necesario desalojar de la represión, de lo que insiste como malestar, aquello que a partir del objeto perdido se actualiza para ser tomado con la dignidad de un adversario al que es necesario tratar en su especificidad. A lo anterior se puede agregar que estas categorías diagnósticas basadas en la estadística no tienen en cuenta las diferencias culturales, que en el caso de Colombia representan manifestaciones inéditas, por lo incomparable del conflicto, y esto precisa empezar a conocerlas en sus propias “condiciones de emergencia” (Foucault, 2007, p. 147).
Las condiciones de emergencia tienen que ver con lo que hace posible que surja un enunciado, es decir, la manera en que se nombra para conferirle el estatuto de objeto y se incorpora en una colectividad como unidad de sentido en relación con otras. Ello implica reconocer que no es posible hablar en cualquier época de cualquier cosa, por eso es necesario rastrear no solo desde qué extremo de la ideología o la utopía se profiere, sino tener en cuenta las múltiples variantes desde las que pueda surgir un enunciado. Con base en lo anterior, ha resultado pertinente rastrear la noción de duelo e interrogarlo, en tanto concepto y proceso, en la tensión del sujeto con la colectividad, lo cual implica una dimensión política. Por ello es posible señalar que, desde la lógica de la inmediatez, propia del imperativo del espíritu contemporáneo, se pretende una obligación a la felicidad promotora de una exclusión del duelo. Uno de los esfuerzos de esta investigación, pese a los discursos que emergen desde la ideología, la ciencia, la economía, la utopía, etc. y que pretenden soslayar el trabajo del duelo, está constituido por la interrogación acerca de su lugar y pertinencia, aquello se configura como una acción política sobre la memoria que emerge desde la academia.
El trabajo de recuerdo tiene como condición que se distinga entre los usos y los abusos de la memoria. Es importante no perder de vista que el recuerdo no es solo una idea, sino que implica una impresión afectiva. Incluso luego del trabajo de duelo no viene el olvido porque la idea permanece; el saldo del recuerdo es una reelaboración de la interpretación y por tanto una disminución o una desactivación de la intensidad afectiva que resultaba dolorosa. Este proceso permite un paralelismo clarificador entre el sujeto y la colectividad porque, tanto el sujeto como el historiador, en relación al pasado, no se contentan con establecer unos hechos sino en seleccionarlos por ser unos más destacados que otros. Para Todorov (2000) dicho trabajo "está orientado necesariamente no por la búsqueda de la verdad sino del bien" (p. 49). Esto no se refiere en términos de valoración moral según la ideología, sino que la búsqueda de la verdad a la que hace referencia implica, tanto para el sujeto como para el colectivo, dar el paso desde la propia desdicha o la del semejante a la de otros, sin reclamar para sí el estatuto exclusivo de víctima. En diferentes procesos de paz se ha impuesto la política del olvido llamada amnistía, práctica que en nombre del bien de todos tiende a deslizarse al servicio de la utilidad ideológica, de la moral conveniente para el poder dominante. En este sentido, vale la pena interrogar si la paz como tentación de la inmediatez, al impedir el duelo y la inscripción en el tiempo, resulta el simulacro de la ausencia de conflicto, una ilusión que quiere eludir el tiempo y el trabajo que implica tomar uno a uno los afectos perdidos.
Existe otra manifestación del tiempo que en cierto modo funciona como opositor de la memoria y el duelo: se trata del olvido. Aristóteles (1995) afirma que el olvido da cuenta del avance destructor del tiempo, pues todo a su paso se disuelve. Sin embargo, la memoria consiste en afirmarse como permanencia. En este orden, resulta fácil pensar que la memoria es lo contrario del olvido, pues conservar es lo que evita la pérdida y con ella la entrada en el duelo. La experiencia del tiempo implica la comprensión de que el ser humano es afectado por la temporalidad (Aristóteles, 1995), y por eso se preocupa, da cuenta del envejecimiento, que son las marcas de la avanzada temporal en su cuerpo. Esto lo hace consciente de su finitud; en no pocas ocasiones, su vida transcurre en el olvido de la muerte, soslayando que un día no será, por eso decide hacer una apuesta por la memoria como jugada por la inmortalidad, e intenta que su vida no dependa de la vitalidad del organismo, sino que su nombre pueda ser recordado y transmitido de una generación a otra. Esto evoca el episodio de la Ilíada de Homero (2018) en el que Aquiles es interpelado por su madre y concernido por la idea de envejecer y ser recordado sólo hasta que muera el último de su copiosa descendencia, o salir a luchar, matar a Héctor y morir como héroe para que se siga hablando de sus hazañas y valentía hasta que sobreviva el último mortal:
Mi madre, la diosa Tetis, de argentados pies, dice que las parcas pueden llevarme al fin de la muerte de una de estas dos maneras: si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto (p.184).
A partir de lo anterior, se establece más un nexo que una oposición entre memoria, olvido y duelo, que confluyen en el hombre, a quien Heidegger (2006) llamaría el ser que "está vuelto hacia la muerte" (p. 274). Aquél cuya existencia depende del modo en que pueda responder a la pregunta por el ser; una pregunta que la modernidad ha eludido por la búsqueda de la certeza y la confianza en la técnica como garantía para dominar el mundo inventado por el hombre. A esto Heidegger (2006) lo llamó el olvido del ser, que ha sido sepultado por la objetividad; por ello resulta importante atender el llamado del ser y reintroducir al sujeto allí donde la tentación de la técnica reclama su dominio. La pregunta por el ser divide y puede quedar como saldo de la experiencia del desamparo, de saberse arrojado al mundo y tocado por la invención del sentido de la existencia. Esto es lo que se pone en juego en cada proceso de duelo, ante una pérdida primordial que resguardaba del desamparo, al hacer falta, deja a cada uno al abrigo desnudo de su orfandad fundamental. Si se sigue el planteamiento de Heidegger puede pensarse que el olvido del ser es el efecto del imperativo de la modernidad y el ideal de progreso, que hicieron de la muerte, ya no un proceso propio de la vida (Aries, 1986), sino un enemigo al que hay que derrotar o tratar como si no exstiera (Baudrillard, 2002), en suma, someterlo a la represión.
Sobre la imposición del olvido y el efecto represor que tiene en el hombre, también Freud hizo mención en su ensayo Nuestra actitud ante la muerte (2008), cuando señala que la muerte es aquello de lo que no se quiere saber. Ha sido característico del hombre el intento por eliminarla de la vida, matarla con el silencio, pues “la muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores” (p. 290). Tanto a nivel de la subjetividad como de la colectividad, el olvido se ejerce de modo paradójico, pues cuando alguien se empeña en olvidar ese contenido que de manera intencional se quiere prohibir a la realidad, insiste en ocupar el sitio que se le pretende arrebatar. Y esto no es muy distinto en las colectividades: a nivel político la orden del olvido se llama amnistía, se trata de un olvido imposible que obliga a ignorar ese contenido que una vez sucumbe a la represión retorna como acto para ser reconocido. Resulta interesante recordar que la amnistía, tan cercana a la amnesia, que es la falla de la memoria, se impuso por primera vez en Grecia a través de la Constitución de Atenas, cuando en el año 430 a. C. se formula un decreto para preservar la democracia de la Oligarquía de los treinta, en el que se hacía jurar a los ciudadanos que aceptarían la prohibición de recordar las desgracias y los perjuicios que se les había proferido (Nieto, 2006).
En este orden, la cuestión del olvido se encuentra vinculada con la memoria y la historia a través de lo selectivo de la evocación, que es la producción del recuerdo, pero no necesariamente la inscripción de aquello que ha de ser conservado, bien sea en la escritura o en diversos medios. La evocación también da cuenta de la experiencia humana del tiempo, dado que sucede en el presente. Allí el recuerdo se conjuga entre la ausencia y la presencia, aunque es importante precisar que la evocación puede estar sesgada por los componentes del imaginario social o por lo que en la subjetividad condiciona el recuerdo, a saber, la desfiguración o la falta de certeza sobre lo acontecido. No obstante, en el esfuerzo de recordar es necesario dar un lugar al resto que queda sometido al olvido, un indicio que asoma en la repetición, tímido o feroz en el acto, pero impulsado desde la sombra de lo reprimido. Lo que subyace a la sombra es lo inconsciente, lo falto de consciencia por excluido, por no ser tenido en cuenta, lo que no debe mostrarse, lo que ha sido pero de lo que es mejor no hablar.
Una forma de entender cómo funciona la imposición de olvidar bajo la forma de la represión, o la orden de que algo no ha de ser tomado en cuenta por la consciencia, cuyo funcionamiento sucede entre el vínculo del sujeto y el Otro de la colectividad, puede asumirse con lo que se denomina el secreto de familia. Al respecto, Miller (2007) afirma que la familia subsiste bajo la tensión del secreto, pues donde hay conflicto también tiene lugar la complicidad; aspectos característicos de vivir con el otro. Sobre la familia subsiste un velo de armonía del que incluso se espera sea el núcleo de la sociedad. Pensar que la familia es el lugar en donde todo funciona es una idealización. El velo de esta ilusión es utilizado como prioridad política con efectos en la popularidad a la hora de elegir un mandatario. Por ejemplo, el actual presidente de Colombia Iván Duque (2017), durante su campaña recurría a mensajes sobre los valores de la familia y su importancia. Dentro del imaginario social sobre la familia subsiste la idea de que descansa en una jerarquía establecida, de tal suerte que los miembros se acomodan a ese orden. Esta idea tiene lugar, bien como añoranza inscrita en el paradigma de La Sagrada Familia, en la nostalgia de cuando el padre funcionaba según el ideal; o bien como el anhelo de que en algún momento pueda retornar el orden. No obstante, esto ha venido cambiando: el orden se alteró y según Baudrillard (2002) se debe en buena medida a que el discurso de la ciencia desalojó la función esencial de la reproducción a otras posibilidades, y con ello desplazó la estructura familiar tradicional a una opción más entre otras.
En este punto se quiere destacar sobre la familia, con respecto a la represión en tanto imposición de olvido, y siguiendo la línea de análisis propuesta por Miller (2007), contraria a Levi´-Strauss quien la entendía como sustentada en el matrimonio en tanto regulador de la satisfacción sexual y condicionante de los vínculos, que lo descubierto por el psicoanálisis es precisamente que lo inconsciente es el efecto de la represión y por tanto aquello de lo que no se quiere saber. El motivo del olvido evasivo es que a la base de la familia está “el malentendido, el desencuentro, la decepción, el abuso sexual o el crimen” (Miller, 2007, p.341). En este sentido, la consistencia del lazo entre los miembros, el sostén de su unidad, es el secreto de familia. Se trata de algo que no se ha dicho, un dicho sofocado bajo la censura del “de eso no se habla”, y que en el fallo de la represión toma al sujeto por asalto, a través de un lapsus o un acting out. Así se entiende que el núcleo original de un colectivo difícilmente es la armonía fundacional que cantan los himnos o los símbolos de una gesta victoriosa relatada por la historia de los vencedores, sino que hay un contenido que se soslaya, se le impone el olvido y se actualiza de manera inconsciente en la violencia de la repetición.
Ahora bien, si es propio de los sujetos estar habitados por huellas de las que prefieren no saber, esto mismo sucede al interior de las familias sostenidas por su secreto; en este orden, las colectividades no son la excepción, pues se sustentan a partir de una historia no narrada, sometida a la represión y que retorna como acto. Es la parte no contada de la violencia fundacional que tejió la cohesión entre sus miembros, quienes compartían la complicidad de esa violencia. La necesidad de encubrir tiene que ver con una nostalgia de lo patriarcal, un anhelo de salvar al padre (o al representante del poder) de sus atrocidades, de justificarlo como el padre que tiene el derecho a gozar sin que el peso de la ley lo sancione. Esa satisfacción desmedida del padre se deja en la represión que sostiene la unidad familiar, la unidad nacional, una identidad soportada en un "de eso no se habla" pero que habita silenciosa en esa memoria que se actúa. Ahora bien, el riesgo de salvar al padre tiene el coste de prolongar la dependencia a su orden, y con ello lo que se logra es exceder su ley y sus consecuencias. Esta ley del padre nutrida por el exceso tiene que ver con esa versión perversa del padre que acomoda la ley a la medida de su goce. El perverso es el que impone su ley a la ley (Berenguer, 1999), y esto es precisamente lo que en este estudio se considera como el riesgo de perdonar, es decir, en hacer de la ley de ese padre sin ley el parámetro del perdón.
La palabra perdón tiene que ver con el Don, con donar. Es decir, quien es perdonado es beneficiario de una gracia especial, algo que no se obtiene por mérito sino como efecto de la gratuidad (RAE, 2017). Si se atiende en la palabra perdón a la homofonía de su primera silaba con la palabra francesa pére con la que se designa al padre, puede pensarse que el perdón es un regalo dado por el padre. Entonces, es una dádiva del padre que depende de su arbitrio. Este es un perdón fácil que deviene del poder "sin pasar la prueba de pedirlo y, peor aún la de que este sea rechazado" (Ricoeur, 1999, p. 64). El perdón fácil es complaciente y conduce a que se evada aquello de lo que hay que hacer memoria, es una modalidad del perdón que elude la justicia y se alimenta en la impunidad. Este tipo de perdón hace de la acción de perdonar una palabra vacía que se repite sin resonancia, como cuando alguien estornuda o realiza una acción cotidiana y pide perdón por ello. Es un perdón que favorece el olvido, dado que pretende aligerar las marcas y borrar las huellas. No obstante, el perdón como acto humano implica una dimensión de la imposibilidad, pues no todo es perdonable dado que hay actos contra la humanidad para los que el perdón no actúa como prescripción. En estos casos es necesaria la alianza entre la memoria y el perdón anudadas por el duelo en tanto trabajo y como intento de solventar, en la medida de lo posible, la disimetría instalada por la falta, por el agravio que dejó una víctima. En este orden, el perdón es difícil: es el efecto del duelo como trabajo que implica el reconocimiento del deudor como insolvente, cuestión que permitirá "una sutil frontera entre la amnesia y la deuda infinita" como posibilidad de liberar al pasado del peso tormentoso que ejerce en el presente de la víctima, que sufre por sentirse fijada al "pasado que no quiere pasar" (Ricoeur, 1999, p. 69). El perdón difícil que propone Ricoeur implica una inscripción en el tiempo, así como trabajo de duelo y de recuerdo; no obstante, es importante tener en cuenta lo que propone Derrida (2017): señala que hay imperdonables, lo cual no alude a lo imposible sino a la condición para que emerja el perdón, pues el perdón es verdaderamente sobre lo imperdonable, por ello no se puede delegar:
"El perdón nos parece no poder ser pedido o concedido sino «cara a cara», frente a frente, si puedo decir, sin mediación, entre aquel que ha cometido el mal irreparable o irreversible y aquel o aquella que lo ha sufrido, y que es el único o la única en poder escuchar la solicitud de perdón, concederlo o rechazarlo". (p. 30)
Una de las incitaciones principales de este estudio consistió en problematizar tanto las nociones como los procesos de memoria, duelo y olvido a partir de su introducción en una dimensión política, entendida como el efecto de la relación del sujeto con el otro y, por consiguiente, contando con la mediación de la ley. Con base en lo anterior, resulta importante señalar que la memoria y el olvido no son opuestos, sino que a nivel de la subjetividad y de la colectividad convergen en el trabajo de recuerdo. Es innegable que el imperativo de la época privilegia las acciones inmediatas que con semblante de efectividad solucionen las problemáticas emergentes; sin embargo, y a pesar de la tendencia de las instituciones tanto gubernamentales como de carácter privado, resulta importante señalar que la guerra en Colombia no es una de esas problemáticas y que, si bien exigen iniciativas eficaces, es fundamental no confundir esto con la inmediatez. En consecuencia, otro de los puntos problemáticos de este artículo es la cuestión del tiempo, sobre todo porque se quiere soslayar el proceso que implica atravesar cada uno de los momentos requeridos para lograr un resultado, y más si se trata de procesos que quedan como saldo del conflicto, a saber, el duelo. Con respecto al duelo se ha pensado que corresponde a una cuestión netamente subjetiva. Sin embargo, en esta investigación se ha tomado como premisa metodológica mantener una tensión constante entre la colectividad y el sujeto a partir de nociones que conciernen a uno y otro con sus especificidades. Así, el duelo, que es la reacción ante una pérdida, es el efecto de la actualización de una herida o un trauma anterior que el sujeto ha sometido a la represión. Dicho proceso también se ha explicado a nivel de la colectividad, en donde la represión, que es la relación con una verdad, en particular, del orden de aquello de lo que no se quiere saber, se actualiza en actos de violencia que comportan señales o síntomas de lo que insiste como malestar. En el caso de Colombia , a manera de hipótesis crítica, puede decirse que una de estas señales es la herida que se actualiza respecto a la distribución de la tierra, manifiesta en cada síntoma social; tema que ha insistido como repetición en los últimos procesos de paz y en cada uno ha quedado como promesa sin cumplir. Por ello no es descabellado reflexionar que se repite en cada paro agrario, en los cultivos ilícitos y en el éxodo de campesinos, entre otras manifestaciones.
A la relación entre tiempo y duelo se incorpora la de trabajo, la cual implica un esfuerzo por recordar. Sin embargo, la cuestión del recuerdo, que no es una operación extractiva pues la memoria no es un lugar del que sacar sino un recurso para producir, se inscribe en el imaginario social y allí puede estar sesgado, bien por la ideología que representa el interés del poder con su propuesta de una interpretación de la realidad; bien por la utopía, cuya función es imaginar en otro lugar la perfección inmediata de lo social. Cada uno de estos extremos en el recuerdo puede sumarse a lo que Ricoeur (1999) llamó las patologías del olvido, el exceso o el déficit y con ello se abre la posibilidad de regular esos extremos. Por lo anterior, se propone una tensión a través de la advertencia de Todorov (2000) sobre los abusos de la memoria; en este sentido, resulta un vector de método en el trabajo con la memoria y el recuerdo, y por supuesto en el duelo, orientarse por las preguntas sobre para qué recordar y qué se hará con el recuerdo, precisamente porque, tanto a nivel del sujeto como de las colectividades, puede ser utilizado para hacer que lo pesado del pasado no pase o para soslayar lo que reclama un lugar en la memoria, en el duelo, y se pretenda someter a la sombra de la represión.
En esta vía, fue posible problematizar la idea de paz que se pretende imponer. Aquella, pensada desde los pilares del imaginario social, se especula como ausencia de conflicto y se pide a los gobiernos su realización inmediata para el sosiego de la ideología que sería el mismo extremo de solución inmediata, peligrosa, de la utopía: terminan en la eliminación del otro en vez de inscribirse tanto en el tiempo como en la palabra; de ahí la necesidad de pensar la paz no como ilusión sino como trabajo. En este sentido, la paz sería un efecto del trabajo de duelo y de recuerdo, anudados a la posibilidad de una política de la memoria justa.
Además, problematizar la memoria y el duelo implica adentrarse en nociones como el olvido y el perdón en tanto pares propios del trabajo de recuerdo. Sin embargo, son parte de la tentación del imaginario social y de los procesos de construcción de paz, pues con mucha facilidad se presentan juntos, perdón y olvido como alternativa de solución de un conflicto. A nivel del sujeto, se trata de no pensar en lo que hace daño; a nivel de la familia, de no reconocer el secreto que los une en la complicidad de una violencia latente; en las colectividades, el componente político de la orden de olvido se llama amnistía. Hacerle frente al olvido a través de duelo, en el que se le pide a quien experimenta la pérdida tomar uno a uno los recuerdos y los afectos, a fin de elaborar no solo lo que se pierde sino en lo que pierde en ello, esto es fundamental para construir condiciones de perdón. En este sentido, se problematiza el perdón desde la vía del padre perverso que impone su satisfacción como ley a la ley, seduce con el perdón fácil como tentación de olvido. La apuesta por la paz, sustentada en una política de la memoria justa, y en el trabajo de recuerdo que implica el duelo advertido sobre los abusos de la memoria, opta por el perdón difícil, la inscripción en el tiempo y el lenguaje, a fin de dar un lugar a lo que ha sucumbido a la represión. Así, pues se marcan trazos acerca de la dificultad humana del perdón, reconociendo que es precisamente lo imperdonable, lo que constituye un acto contra la vida del hombre mismo, aquello que se configura en una invocación para que los actores del conflicto, y quienes han quedado como resto de la traumática disimetría que arroja víctimas, puedan ser convocados cara a cara en el presente común de la solicitud, donde lo singular del duelo y del perdón construyan el borde de la herida siempre abierta del pasado, sin abrirla más, pero sin procurar que sea la cicatriz la marca del olvido destructor.