Resumen: En el texto se analiza la desigualdad social frente al Covid y la pandemia, considerando dos planos. i) desde el plano estructural; y ii) desde el plano de las prácticas sociales, que al implicar interacciones interpersonales, conforman el marco propicio de propagación del virus. Nuestra tesis es que toda práctica social está incrustada de relaciones de desigualdad que posicionan diferenciadamente a cada individuo involucrado en ellas. En este sentido, usamos el virus y la pandemia, como un dispositivo social a través del cual podemos observar la forma en que se experimenta en la vida cotidiana la desigualdad social y estructural. Desde esta perspectiva, el virus, y su forma de contagio, nos permiten observar cómo los modos cotidianos de propagación del virus conforman modos cotidianos de reproducción de la desigualdad social frente al mismo virus, configurando contextos desiguales de vulnerabilidad social frente al virus y la pandemia.
Palabras clave: Desigualdad social, Covid-19, pandemia, demografía de la desigualdad, vida cotidiana.
Abstract: In this article, we analyze social inequality in the Covid pandemic, considering two levels. i) from the structural plane; and ii) from the level of social practices, which by involving interpersonal interactions, form the framework conducive to the spread of the virus. Our thesis is that every social practice is embedded in relations of inequality that differentially position each individual involved in them. In this sense, we use the pandemic as a social device through which we can observe how these everyday ways of spreading the virus shape everyday ways of reproducing social inequality in the face of the same virus. In this way, the critical use of the Covid-19 pandemic allows us to see, through its social modes of propagation, the practices of reproduction of social and structural inequality in societies, and the role that plays in this the processes and categories of demographic distinction of populations.
Keywords: Social inequality, Covid-19, pandemic, demographics of inequality, everyday life.
Artículos
Demografía de la desigualdad y pandemia. Reflexiones desde el pensamiento crítico en demografía
Demographics of inequality and pandemic. Reflections from critical thinking in demography
Received: 21 October 2022
Accepted: 28 August 2023
La desigualdad se erige como uno de los temas torales de este siglo XXI, ante la cual prácticamente todas las disciplinas de las ciencias sociales han reorientado sus agendas y programas de investigación. La demografía no ha sido la excepción. Inicialmente, el esfuerzo se centró en los aspectos metodológicos de la medición de la desigualdad, posponiendo, sin embargo, su análisis desde una perspectiva crítica y comprehensiva sobre sus dimensiones y campos de estructuración en las sociedades contemporáneas.
En este texto proponemos un marco conceptual de la desigualdad que contribuya al análisis y entendimiento de sus distintos modos de configuración social y demográfica. Asimismo, hacemos esta reflexión desde los desafíos que nos presenta la actual pandemia por Covid-19, la que usamos como un campo de reflexión para, desde la demografía, entender los modos de estructuración y experimentación de la desigualdad social tanto en estos tiempos de pandemia, como frente a las crisis que experimenta la sociedad contemporánea.
Para ello nos basamos en la propuesta de una Demografía de la Desigualdad que hemos desarrollado en otros textos (Canales, 2021 y 2003). Se trata de una perspectiva crítica en demografía que sitúa la cuestión de las desigualdades demográficas como una exigencia para repensar sus fundamentos como ciencia social, ampliando su horizonte de razón más allá de los asuntos metodológicos y de análisis cuantitativo de los fenómenos demográficos.
La Demografía de la Desigualdad es un proyecto teórico según el cual, la demografía de una sociedad, entendida como los procesos y eventos demográficos que configuran los modos de reproducción de sus poblaciones, conforman un campo de constitución de la desigualdad social, en donde lo que resulta relevante es cómo las categorías demográficas se constituyen como modos de desigualdad social. La explotación con base en la condición de género, la dominación con base en la condición étnico-racial, o bien la discriminación con base en el origen étnico-nacional, por citar tres modos muy actuales de configuración de desigualdades sociales, no refieren sólo a formas particulares de manifestación de desigualdades estructurales. Por el contrario, tanto el género, como la condición étnica y migratoria son, en sí mismas, campos de construcción de la desigualdad social y categorial que se articulan e incrustan en los modos como se estructura la desigualdad social y de clases.
Un ejemplo concreto de esta forma de imbricación (incrustación) entre lo estructural y lo demográfico, corresponde a la forma como se configura la desigualdad de clases en la agricultura moderna, en particular, el cultivo de frutas y hortalizas para la exportación y venta en las economías centrales. El mismo cultivo, esto es, la misa hortaliza y la misma fruta que es ofertada en las cadenas de supermercados de las ciudades del mundo desarrollado, aunque proviene de un mismo proceso de organización del proceso de trabajo (modo de explotación del trabajo por parte del capital agrario), adopta, sin embargo, formas sociales que varían significativamente según sea el contexto social y las condiciones demográficas de la fuerza de trabajo donde se cultiva esa fruta u hortaliza. Al respecto, podemos señalar al menos tres casos que ilustran esta idea.
En un primer caso, en la agricultura de exportación del Valle Central de Chile, la explotación del trabajo se ha feminizado, siendo principalmente mujeres las contratadas para las tareas de cosecha y empaque de frutas y hortalizas (Canales, 2001). En un segundo caso, en los valles agrícolas del norte de México, esas mismas labores de cultivo de hortalizas son realizadas por trabajadores de comunidades mixtecas del sur de México, con lo cual la explotación del trabajo y la desigualdad de clases adopta la forma de una etno-estraficación (Lara, Sánchez y Saldaña, 2014). Por último, en la agricultura de California (Estados Unidos) son trabajadores inmigrantes de origen mexicano, quienes son contratados para esas mismas labores de cultivo de hortalizas, con lo cual, la discriminación migratoria asume un rol fundamental en la conformación de la estructura de clases y la desigualdad social (Hernández, 2015).
En estos tres casos vemos como una misma actividad productiva y de explotación del trabajo por parte del capital (cultivo de hortalizas), puede asumir, sin embargo, formas muy diferentes de desigualdad social, cada una sustentada en diferentes categorías de discriminación demográfica. En un caso, la explotación opera con base en la distinción de género, y el trabajo adopta una identidad feminizada. En otro caso, esa misma explotación laboral se realiza con base en formas de discriminación étnico-racial, mientras que en el tercero la diferenciación social se constituye con base en la condición migratoria de los trabajadores.
Lo que queremos resaltar es cómo la condición demográfica (de género, migratoria o étnica) deviene en cada caso, en formas concretas de experimentación de modos de desigualdad social. Así, por ejemplo, en el caso de los valles agrícolas de Chile, la identidad social y laboral del trabajo se reconfigura no ya desde el plano de la explotación directa del trabajo, sino de la forma feminizada que ese proceso adopta. De esta forma, para las trabajadoras temporeras -y para el resto de la sociedad-, la explotación económico-productiva (extracción y apropiación de trabajo excedente que esas mujeres generan) no se ve como tal, sino como una discriminación de género, y por tanto, la desigualdad social que sufren no se concibe como un resultado del proceso de trabajo capitalista (explotación), sino como resultado de formas patriarcales de organización de la sociedad (desigualdad de género).
Lo mismo podemos decir respecto a los otros dos casos, en donde la identidad del trabajador no se construye a partir de su inserción y participación como clase en el proceso económico-productivo propiamente tal, sino a partir de otros campos (etnia, nacionalidad, ciudadanía) de construcción de identidades sociales, mismas que reflejan otros modos de dominación no circunscritos necesariamente a formas de explotación económica y de clases, pero que, sin embargo, se complementan e imbrican mutuamente a tal grado que, al menos en las formas, llega a diluir e invisibilizar la relación de explotación económico-productiva y hacerla aparecer como una forma de dominación étnico-cultural, política (ciudadanía) o demográfica.
Con base en estos ejemplos, podemos plantear que, en general, en cada contexto productivo, en todo proceso de trabajo y explotación, la desigualdad social y de clases surge de la yuxtaposición de, al menos, dos planos desde los cuales se constituye, a saber:
Por un lado, las relaciones de clase, esto es, la explotación del trabajo por parte del capital, y que se corresponde con las condiciones materiales del proceso de acumulación capitalista que prevalecen en cada contexto histórico y geográfico. En el momento actual, y para el caso que hemos señalado, nos referimos a las condiciones que imponen la globalización económica y modernización productiva del capitalismo agrario. A ello cabe agregar las condiciones político-sociales en las que la acumulación de capital y explotación del trabajo se desarrollan (neoliberalismo, individualismo y debilitamiento de sindicatos, régimen de riesgo laboral y precarización de las condiciones de trabajo y de reproducción de la fuerza de trabajo, entre otros aspectos).
Por otro lado, las condiciones de distinción y desigualdad sociodemográfica particulares de cada contexto histórico y social (género, raza, ciudadanía), las que actúan como campos de conformación de sujetos sociales vulnerables y expuestos a esos contextos de explotación económica, y del cual surgen en cada caso, colectivos específicos y diferentes (mujeres, indígenas, migrantes), pero todos ellos igualmente ubicados en posiciones de subordinación y vulnerabilidad (explotados y dominados) frente al capital.
En este sentido, es que sostenemos la tesis de que la demografía (esto es, los procesos y categorías demográficas que dan cuenta de la reproducción social de las poblaciones), se constituye en un campo desde el cual se experimenta y construye la desigualdad social como una realidad concreta. La condición demográfica de cada individuo (sexo, origen étnico y migratorio) se constituye así, en un campo en el cual cada persona experimenta directamente la desigualdad social y de clase.
De esta forma, la demografía constituye un campo de estructuración de la desigualdad social que se conjunta con los campos de explotación económica y dominación sociopolítica, para conformar los modos específicos de configuración de la matriz de desigualdad social en cada sociedad y en cada momento histórico. No es sólo una articulación, y menos aún, una intersección de campos, sino que es la imbricación, esto es, la incrustación de un campo en el otro (Canales y Castillo, 2022). La discriminación demográfica (de género, étnica, migratoria) forma parte del proceso de explotación económica, y viceversa. La explotación económica del trabajador (extracción de plusvalor) se hace a través de un proceso de discriminación demográfica, que permite la constitución en la práctica, del sujeto trabajador concreto que es explotado, siendo ese proceso específico y propio de cada contexto histórico y geográfico. Así, en unos casos ese trabajador es feminizado, mientras en otros, ese mismo trabajo y el mismo trabajador, puede ser etnificado, a la vez que la desigualdad y la explotación es racializada.
Ampliando esta reflexión, podemos afirmar que la explotación y opresión nunca es sólo de clases, sino que siempre es un hecho social complejo que se constituye, simultáneamente, desde varios planos sociales. Así, y siguiendo la propuesta de Angela Davis (1983), podemos afirmar que la opresión de la mujer siempre hay que entenderla como un fenómeno que es simultáneamente explotación de clase, dominación de género y discriminación racial. En nuestro caso, ampliamos este enfoque hacia todos los demás modos de opresión que sustentan formas de desigualdad entre las personas. En este sentido, es que hablamos de una Demografía de la Desigualdad, para enfatizar el papel de lo demográfico como uno de los ejes constitutivos de tal matriz de desigualdad social.
Al respecto, retomamos a Tilly (2000), quien señala que las formas de la desigualdad social aun cuando se nos presentan ostensiblemente con base en marcadores biológicos y demográficos, como el sexo, la edad, origen étnico-racial, condición migratoria, u otras, siempre dependen de modos de organización social y son impuestas por unos a otros, con base en relaciones y situaciones de poder. Como señala este autor,
mucho de lo que los observadores interpretan corrientemente como diferencias individuales [biológicas, demográficas] que crean desigualdad es en realidad la consecuencia de la organización categorial. Por estas razones, las desigualdades por raza, género, etnia, clase, edad, ciudadanía, nivel educacional y otros principios de diferenciación aparentemente contradictorios, se forman mediante procesos sociales similares y son, en una medida importante, organizacionalmente intercambiables (Tilly; 2000: 23).
No son las características sociodemográficas de los sujetos las que generan discriminación o exclusión (género, raza, etc.), sino que son estructuras sociales y económicas concretas a partir de las cuales la desigualdad social se construye como una forma de diferenciación entre grupos demográficos. Muchas de las categorías de descomposición/desagregación de las poblaciones usadas frecuentemente en demografía, son en realidad categorías de desigualdad persistente, en el sentido que Tilly (2000) da a este término. El sexo, la etnia o raza, la edad y la generación, el origen rural-urbano, la condición de ciudadanía/extranjería, entre tantas otras, son formas de distinción sociodemográfica que se sustentan en otras tantas relaciones sociales de desigualdad persistente. Se trata de categorías que no refieren única y exclusivamente a atributos individuales, sino que son resultado de construcciones sociales e históricas a partir de las cuales las formas de distinción categorial entre los individuos devienen formas de desigualdad social entre esas categorías demográficas, constituidas, así como sujetos demográficos. En síntesis, sexo, edad, origen nacional, entre tantas otras, corresponden a
categorías de diferenciación demográfica, pero que socialmente son reconstruidas y resignificadas en función de la configuración de sujetos demográficos propios y diferenciados, expuestos a desiguales condiciones de vulnerabilidad, exclusión y discriminación sociales (Canales, 2003: 71).
Con base en lo anterior, la propuesta teórica de una Demografía de la Desigualdad, podemos resumirla de la siguiente forma. Si bien los procesos de explotación del trabajo y acumulación del capital dictan la lógica según la cual se configuran los distintos segmentos sociales y estratos ocupacionales (clases), quienes pertenecen a unos y otros estratos (altos y bajos) lo hacen en función de procesos de diferenciación socio-demográfica, esto es, con base en su condición étnica, de género, migratoria, entre otras. De esta forma, junto a los procesos económico-productivos generadores de desigualdades (los modos de producción), en cada sociedad y en cada momento, los colectivos ubicados en posiciones de subordinación, y que son explotados, dominados y discriminados, siempre están sujetos a diversos modos de desigualdad demográfica, en particular,
son colectivos para los cuales su condición demográfica constituye un modo de desigualdad categorial, y ello es así, porque siempre cada forma de distinción demográfica, cada categoría demográfica de desagregación de una población (sociedad) es en sí una forma de desigualdad categorial, y por tanto, es una forma de estructuración social de sujetos demográficos desiguales (Canales, 2021: 5).
En síntesis, las categorías demográficas propias del análisis demográfico, como sexo, edad, condición migratoria, origen étnico-racial y nacional, entre otras, no sólo refieren a modos de descomposición-desagregación de una totalidad poblacional abstracta, sino también a modos de aprehender las formas particulares de configuración de las desigualdades sociales en cada momento y lugar. Cada categoría del análisis demográfico alude siempre a una categoría social de desigualdad, esto es, a colectivos demográficos situados y constituidos desde estructuras de desigualdad, como por ejemplo, el género, la etnicidad, la nacionalidad, la generación, la geografía, entre otras. El ejemplo más claro es el de la distinción demográfica hombre-mujer, que corresponde a una desigualdad de género entre posiciones y actores masculinos y femeninos, respecto a procesos económicos (división sexual del trabajo), sociales y culturales (ámbitos de constitución del poder y posición de cada uno).
La desigualdad social frente al Covid-19 podemos analizarla desde dos planos, a saber:
Por un lado, desde el plano de las estructuras. Aquí nos referimos al ya clásico análisis de la desigualdad social frente al proceso salud-enfermedad y muerte que Hugo Behm y otros autores plantearan en los sesentas y setentas del siglo XX (Behm, 1992; Bronfman y Tuirán, 1984; Durán, 1983). Se trata de análisis centrados en la desigualdad social como condicionante de los impactos de la pandemia en la sociedad. La tesis es que el virus y la pandemia se montan sobre estructuras sociales que desigualan la población en estratos y colectivos sociales, generando con ello consecuencias e impactos también diferenciados en cada uno de ellos.
Sabemos que el virus puede afectarnos a todos. Sin embargo, el virus no enferma ni mata a todos por igual, sino que lo hace reproduciendo las condiciones estructurales y modos de constitución de la desigualdad social entre clases, géneros, etnias, generaciones y nacionalidades. Frente a esta desigualdad social ante el contagio y eventual muerte por Covid-19, cabe preguntarse si es el virus el que nos está matando, o es la desigualdad social la verdadera asesina, que usa al virus como su instrumento más eficiente y letal.
Asimismo, a la desigualdad en el proceso de salud-enfermedad-muerte cabe agregar las consecuencias económicas, sociales, políticas y culturales que el virus genera y que afectan de manera desigual a cada clase social, género, etnia y territorio. Piénsese, por ejemplo, en las consecuencias en materia de violencia de género, o bien los impactos desiguales frente a la crisis económica y pérdida de empleo que genera la misma pandemia, o cómo en estos tiempos de pandemia, el racismo y la xenofobia han sido potenciados por los impactos desiguales del virus y la crisis sanitaria y económica que afectan de manera diferencial a las personas y colectivos.
Por otro lado, podemos analizar la relación desigualdad social-Covid-19 con base en las prácticas cotidianas que despliegan las personas. La cuestión no es sólo cómo las estructuras de desigualdad generan impactos diferenciados del virus en cada clase social, sino, junto a ello, en entender el virus como un dispositivo a través del cual podemos observar la forma en que se experimenta en la vida cotidiana la desigualdad social y estructural. A través de las prácticas e interacciones sociales propias de la vida cotidiana, se vinculan ricos y pobres, excluidos e incluidos, vulnerados y protegidos, vínculos que son la base para la constitución de esos mismos individuos como clases, géneros, etnias, razas, nacionalidades, diferentes y desiguales socialmente.
En tal sentido, el virus, y en particular, su forma de propagación y contagio -precisamente a través de estas prácticas sociales que configuran la vida cotidiana-, nos permiten observar cómo estos modos cotidianos de propagación del virus conforman modos cotidianos de reproducción de la desigualdad social frente al mismo virus. De esta forma, el uso crítico de la pandemia por Covid-19 nos permite ver a través de sus modos sociales de propagación, las prácticas de reproducción de la desigualdad social y estructural de las sociedades.
Si el primer modo de análisis de la relación desigualdad social-Covid-19 refiere a categorías genéricas y estructuras abstractas con las cuales analizamos la desigualdad (clases, géneros, etc.), este segundo modo refiere a las formas concretas en que se experimentan y se constituyen en la vida real y cotidiana tales categorías y estructuras sociales.
Si partimos de la perspectiva de la división social de trabajo, la desigualdad social podemos entenderla, en ese primer plano, como proceso de estructuración de clases, géneros, etnias y nacionalidades, en donde lo que constituye a tales categorías sociales es su posición en la división social del trabajo. En este nivel de análisis lo importante es el concepto de trabajo como proceso abstracto, y en donde la división social es entre quienes pueden explotar a otros, y por ese medio, vivir a expensas del trabajo ajeno, en oposición a quienes no pueden sino vivir de su propio trabajo, así sea enajenando parte de él para que otros puedan usufructuarlo, ya sea como modo de vida o modo de acumulación (capital).
La base de esta división social del trabajo no es sólo la posición de cada clase frente al proceso de trabajo y de su explotación, sino también en cuanto a su posición en términos de las formas y estructuras de dominación y poder de una clase sobre otra (géneros, razas, amo-esclavo, etc.), y por tanto de discriminación y exclusión de unos, para el gozo de privilegios y beneficios de otros (Canales y Castillo, 2022).
El segundo modo de la desigualdad alude, en cambio, a estos mismos procesos, pero en su forma concreta, y por tanto, a los modos específicos de experimentación de la desigualdad por las personas y sujetos sociales cotidianamente. No se trata ya de una división social del trabajo, así en abstracto, sino de los modos concretos de división social de los trabajadores y las personas.1 Lo que en este plano de la desigualdad importa, es la forma concreta -experimentada cotidianamente- de constitución social e histórica de cada clase, sujeto, género, etnia y raza. Lo determinante en este plano son los sujetos en concreto, y con ello, los vínculos que se experimentan cotidianamente y que contraponen y confrontan a unos contra otros. Lo que en este plano de análisis importa son las prácticas de explotación en su manifestación concreta como interacciones entre individuos socialmente desiguales: es la relación entre el patrón y el inquilino, entre la ama de casa y la sirvienta, entre el oficinista y el chofer del bus que lo lleva a su lugar de trabajo, entre el obrero de la construcción y el ingeniero civil que le da las órdenes de cómo trabajar, entre el profesional que hace teletrabajo y el muchacho del delivery que le lleva su comida, libros y otros instrumentos necesarios para su trabajo.
En todos estos vínculos, hay dos planos para su entendimiento. Como vínculos abstractos entre clases sociales, unos que viven de su trabajo, y otros que viven del trabajo ajeno. Pero también como vínculos en concreto, estructurados a partir de relaciones y procesos cotidianos y concretos, prácticas sociales desde las cuales se relacionan clases, pero también individuos. Más específicamente, es a través de los individuos como se relacionan en cada práctica social las clases, géneros, razas y nacionalidades.
Esta perspectiva de análisis de las prácticas sociales de la vida cotidiana como modos de experimentación y reproducción de estructuras de desigualdad social, se aleja, sin embargo, de la llamada sociología de la vida cotidiana, desarrollada entre otros por Agnes Heller (1982, 1987), aunque nos basamos en muchas de las reflexiones que esta autora desarrolla. Por de pronto, nuestro interés no se refiere al plano de las intersubjetividades, como tampoco nos interesa -por ahora- el plano de los discursos y saberes que allí se desarrollan y producen y que constituyen uno de los puntos torales en el análisis de sociológico de la vida cotidiana (Canales, 1995).
Nuestro interés, más bien, se centra en las prácticas sociales de la vida cotidiana entendidas como interacciones interpersonales, esto es, entre sujetos (individuos) que cargan sobre sí el peso de las estructuras sociales que los constituyen como tales sujetos sociales y, en particular, centrándonos en aquellas estructuras y procesos que los configuran y posicionan como sujetos socialmente desiguales. Entendidas como interacciones, nuestro foco de atención lo trasladamos desde la acción misma que desarrolla el actor (y, por tanto, de sus significados y modos de representación simbólica para el mismo actor), al vínculo que, a través de esa acción, establece con otros actores. Entendemos las acciones del actor con base en las interacciones que ellas despliegan, y por tanto, en el conjunto de relaciones interpersonales que las sustentan, las que, desde nuestro enfoque, se configuran desde situaciones y posiciones de desigualdad social. La interacción nunca es entre individuos igualmente posicionados, sino entre personas que portan diversos capitales acumulados que los desigualan, capitales que son desplegados por los sujetos en cada interacción interpersonal que ellos realizan.
Lo relevante para nuestra discusión, es que en el caso del Covid-19, sus modos de propagación y contagio se sustentan, precisamente, en este sistema de interacciones interpersonales que conforman la vida cotidiana. Por lo mismo, a través del Covid-19 y sus modos sociales de propagación, se reproduce y perpetúan estos modos de desigualdad social que configuran la vida cotidiana. Este argumento lo desarrollaremos más adelante.
A lo largo de la Historia las sociedades se han constituido a partir de procesos y estructuras generadoras de desigualdad. En el caso de la sociedad moderna, ésta se ha constituido con base en al menos cuatro ejes de desigualdad estructural, a saber:
Por un lado, la propiedad privada y el trabajo asalariado, como bases del modo capitalista de producción (Polanyi, 2017; Piketty, 2015; Stiglitz, 2012; Marx, 1972).
Por otro lado, el colonialismo e imperialismo en sus diversas modalidades, como base de división internacional del trabajo, y de las desigualdades en este plano de análisis (Wallerstein, 2016; Quijano, 2014; Harvey, 2005).
Asimismo, el patriarcado y el machismo como modo de división sexual del trabajo y de la desigualdad social entre géneros (Segato, 2016; Fraser, 2014; Butler, 2007).
Y, por último, el racismo y la xenofobia, como modo de distinción entre etnias, razas y nacionalidades (Davis, 1983; Fanon, 1968).
La desigualdad refiere así, a los modos de distribución-acumulación de los capitales (económico, cultural, social) que surge de estas estructuras de desigualdad social. El capital lo entendemos aquí desde un doble plano (Bourdieu, 2000). Por un lado, como recurso que se acumula y distribuye y, por otro lado, como relación social desde la cual se configura esa acumulación y distribución desigual. Para Bourdieu, no sólo el capital económico, sino también los capitales cultural y social refieren a estos procesos de acumulación y distribución desiguales y diferenciados. Esta acumulación diferenciada de capitales no sólo es en relación a la capacidad de acumular un recurso (capital como stock), sino también, una desigual posición frente al proceso mismo de generación, distribución y acumulación de ese recurso de capital (capital como relación social). De esta forma, todo proceso de acumulación de capital se sustenta en estructuras y relaciones de explotación y dominación de clases, géneros, etnias, que da origen a procesos de acumulación desigual de capitales.
Desde esta perspectiva, y en relación a la pandemia por Covid-19, la desigualdad social adquiere un doble carácter. Por un lado, como stock de capital acumulado, los sujetos sociales tienen y disponen de un volumen y composición diferenciada de recursos y capitales, lo cual determina desiguales grados de vulnerabilidad y protección frente al virus. Por otro lado, como relación social, estos mismos sujetos se ubican en posiciones de poder desiguales, lo que determina grados y posibilidades desiguales de acción y reacción frente al virus, así como a las crisis económicas y sociales que le acompañan.
Sobre estas estructuras de desigualdad social actúa el virus y, en especial, su propagación bajo una forma pandémica. Como dice Judith Butler (2020), “el virus por sí solo no discrimina, pero los humanos seguramente lo hacemos, modelados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia, el capitalismo (y el patriarcado)” (Butler, 2020: 62). El virus, en tanto agente biológico, no discrimina y ataca a todos por igual, o al menos ataca por igual a todos los que se expongan al contagio. Y aquí es donde radica la desigualdad. No todos estamos igualmente expuestos al contagio del virus y sus consecuencias, no por factores biológicos, sino por condicionamientos sociales que nos desigualan en este y otros aspectos.
Si el virus por sí mismo no es discriminatorio, no podemos decir lo mismo de la pandemia. Como todo proceso social, la pandemia se constituye sobre la base del sistema de desigualdad estructural que funda cada sociedad (Santos, 2021). Como señala el historiador argentino Diego Armus en una entrevista concedida a la periodista Marcela Ramos, la Historia nos ha demostrado reiteradamente que “las epidemias no son democráticas. Pueden afectar a todos, pero los que más mueren son los pobres, los más vulnerables. (a lo largo de la Historia) no hay epidemia que haya afectado más a los ricos que a los pobres” (Ramos, 2020).
La estructuración de la sociedad en clases, géneros, etnias, razas y nacionalidades, geografías y territorios, todos ellos profundamente desiguales, hace que la expansión del virus tome la forma de esa desigualdad social. En este sentido, no es la pandemia la que desiguala y discrimina, sino que, como proceso social, se monta sobre estructuras de desigualdad ya existentes, lo que hace que tenga efectos y consecuencias desiguales según sean los colectivos y sujetos que sean contagiados. Esto hace que la misma pandemia adopte la forma de la desigualdad social y discriminación demográfica de la sociedad en la cual el virus se propaga.
En el caso de la pandemia por Covid-19 hay ya una amplia literatura que documenta las desigualdades sociales y de clase, así como étnico-migratorias, de género y otras (Bacigalupe et al., 2022; Tai et al., 2022; Almeda y Batthyány, 2021; Martín, Bacigalupe y Jiménez, 2021; Montes de Oca et al., 2021; Blofield et al., 2020; Canales y Castillo, 2020; Cuadrado et al., 2020; Laster, 2020; Solis et al., 2020). En todos estos casos se analiza cómo esta pandemia ha exacerbado las desiguales condiciones de protección social, familiar e institucional frente al virus y sus consecuencias en la salud y la muerte.
Por su parte, otros estudios han evidenciado los limitados alcances de los regímenes de bienestar, particularmente golpeados y desarticulados por las políticas de recortes presupuestales y de privatización de la salud implementadas en las últimas décadas bajo la impronta de los modelos neoliberales, así como el diferente y desigual papel del Estado y sus instituciones para atender a la población (CEPAL-OPS, 2020; Ríos-Sierra, 2020). Todo ello nos refiere a desigualdades que no sólo afectan a los países, sino también que establecen condiciones diferenciadas para el acceso a la protección del Estado al interior de cada país según clases sociales, etnias, géneros, generaciones, nacionalidades y condición migratoria, y territorios.
Así, por ejemplo, se documenta la alta vulnerabilidad de los pobres, los informales, los desiguales, en cada país, en cada región, situación que contrasta con las condiciones de vida, vivienda, protección, derechos y privilegios que gozan las clases medias y altas (Santos, 2020). A la falta de recursos económicos y carencia de capital cultural, se agregan la ausencia de sistemas de protección, su exclusión o inclusión limitada y parcial en sistemas de bienestar, de por sí ya pauperizados, la mala nutrición y peores condiciones de salud preexistentes, especialmente en cuanto a determinadas comorbilidades que hacen más probable el contagio y más letal sus consecuencias (Hernández-Bringas, 2024).
Junto a ello, se documenta la necesidad del trabajo diario para asegurar un mínimo sustento familiar, condiciones de hacinamiento extremo, viviendas en condiciones precarias, con acceso limitado a agua potable, tan necesaria en estos tiempos para mantener la higiene y salubridad mínima requerida, carencia de información así como de los conocimientos básicos para entender esta nueva anormalidad pandémica, y así, una serie de otros tantos aspectos que distancian social, económica, demográfica y culturalmente a estos sectores, y los deja en situación de alta vulnerabilidad y precariedad frente al virus (Canales, 2020).
En estos casos la vulnerabilidad y precariedad de las formas de vida, es también la vulnerabilidad y precariedad de las formas de muerte. No sólo determinan un mayor riesgo frente a la enfermedad y la muerte, sino también un diferente valor social y cultural de sus vidas y de sus muertes.
En síntesis, las estructuras de desigualdad social imperantes, aunque diferentes en cada país, operan igualmente como una base estructural que determina la condición de desigualdad de las poblaciones frente a la pandemia por Covid-19, tanto en lo que respecta a las afectaciones en materia de salud, enfermedad y muerte, como en lo que respecta a los impactos de la crisis económica y laboral que ha generado esta pandemia. La pandemia por Covid-19 actúa así, como un mecanismo de reproducción y profundización de las formas de desigualdad social imperantes en cada sociedad.
Sin embargo, aunque esta configuración de estructuras de desigualdad nos permite explicar qué es lo que nos distingue y desiguala, no es suficiente para explicar cómo y quienes son los que conforman cada categoría de desigualdad social. Para ello es necesario apelar a los modos de constitución de los sujetos y colectivos que conforman cada categoría de desigualdad social. Si el primer plano de análisis se refiere a los contextos y estructuras económicas, sociales y políticas, generadoras de desigualdades sociales (el Oikos y la Polis, de la desigualdad), este segundo plano se refiere al Demos de la desigualdad, esto es, a las poblaciones y colectivos demográficos que conforman en concreto, cada categoría social de desigualdad (Canales y Castillo, 2022). En este plano es donde la perspectiva de la Demografía de la Desigualdad contribuye para entender este proceso de conformación de las categorías sociales de desigualdad a partir de procesos concretos en donde se establece la imbricación del plano estructural (Oikos-Polis) con el plano demográfico y poblacional (Demos).
En el mundo de las prácticas sociales, la desigualdad alude a las posiciones sociales y de poder, y en particular, al modo de experimentar y a las posibilidades de ejercer esas posiciones desiguales de poder y estatus. Así, por ejemplo, en el caso concreto de la pandemia, nos referimos a las prácticas sociales que conforman modos desiguales y diferenciados de exposición y protección frente al virus y sus consecuencias en los diversos planos de la sociedad.2
Por prácticas sociales nos referimos a cada interacción cotidiana entre dos individuos de una sociedad. En cada momento y en cada lugar de esa interacción, no sólo se vinculan dos personas, sino que, a través de esa interacción, cada una se posiciona respecto a la otra en función de sus respectivas condiciones de acumulación de capitales de diverso tipo y de sus respectivas cargas de desigualdad categorial que sobrelleva a sus espaldas: de género, de clase, de escuela, de origen nacional, etc. Nunca una interacción social entre dos o más personas está basada en condiciones de igualdad o equidad, sino que siempre está sustentada en estructuras de desigualdad que cada individuo porta en sí mismo y lo posiciona frente a los demás. Cada interacción interpersonal es así, el ejercicio mismo de la desigualdad de unos respecto a otros, que toma cuerpo en cada campo social: en el trabajo, en el hogar, en la familia, en el centro comercial, en el parque, en la escuela, en el barrio, en las redes sociales. Son los campos y momentos donde, por ejemplo, se experimentan los llamados micro-machismos, que podemos extender también a formas de micro-clasismos y micro-racismos.
En relación a los micromachismos y a la cuestión del poder entre los géneros, Bonino (1998) señala que el poder no es una categoría abstracta, sino que “el poder es algo que se ejerce, que se visualiza en las interacciones (donde sus integrantes las despliegan). Este ejercicio tiene un doble efecto: opresivo, y configurador, en tanto provoca recortes de la realidad que definen existencias (espacios, subjetividades, modos de relación, etcétera)” (Bonino, 1998:2).
Retomando este sentido del término micromachismo propuesto por Bonino, podemos extender su uso para otros campos de la vida cotidiana en donde a través de prácticas concretas, se reproducen y perpetúan diversos modos de ejercicios de poder, a través del dominio, explotación, discriminación, y opresión de unos sobre otros, ya sea con base en distinciones de género, clase, etnia, raza o nacionalidad, entre otras.
Aquí es donde podemos situar la cuestión de la distinción sociodemográfica como campo privilegiado de manifestación y reproducción de desigualdades sociales. Estas prácticas sociales de discriminación cotidianas -micromachismos y micro-racismos, entre otras-, se estructuran, precisamente, a partir de categorías de distinción sociodemográficas, como el sexo, la edad, el nivel escolar, posición ocupacional, origen étnico y migratorio, entre otras, y en donde los sujetos interactúan portando sobre sí, la carga estructural y simbólica de su identidad y pertenencia a cada una de estas categorías de diferenciación social y demográfica.
Desde en un plano estructural, la desigualdad importaba como correlato de la división social del trabajo, proceso desde el cual se funda la estructuración de la sociedad en clases, géneros, etnias y nacionalidades. En este plano de análisis, la división social del trabajo refiere a la posición de cada sujeto y categoría social en relación al proceso de trabajo, y en particular, a las relaciones de explotación entendidas como la extracción/apropiación del valor producido por el trabajo.
Desde el plano de las prácticas sociales nos referimos a esos mismos procesos de estructuración de desigualdades categoriales, pero ahora vistos como modos de experimentación de esa desigualdad categorial por parte de los sujetos e individuos que dan cuerpo a esas categorías de desigualdad y, por tanto, a los individuos y colectivos particulares que conforman tales categorías.
Si desde ese primer plano, la desigualdad la vemos como resultado de la forma en que se estructura la división social del trabajo, desde este segundo plano de análisis, el de las prácticas sociales, vemos la desigualdad como los modos en que se estructura la división social de los trabajadores, esto es, de las personas. Aquí lo que importa no es el trabajo en tanto instancia generadora de riqueza y valor, sino el trabajador como sujeto concreto que produce mercancías y servicios para el bienestar y satisfacción de otros sujetos igualmente concretos.
En este sentido, si a nivel estructural podemos decir que el estilo de vida de las clases dominantes, se sustenta en formas de explotación de trabajo ajeno, a nivel de la vida cotidiana habrá que decir que ese estilo de vida se sustenta en una infinidad de prácticas sociales (interacciones interpersonales) a través de las cuales se ejerce en la práctica concreta, la explotación y subordinación de trabajadores, ya sea asalariados o prestadores de servicios. Nos referimos con ello a la relación que vincula en cada experiencia cotidiana a explotados y explotadores, y con ello, a la explotación como forma concreta y cotidiana, como un hecho práctico y real, como una interacción entre sujetos de carne y hueso, unos y otros ubicados en los extremos de la relación en cuestión: explotados y explotadores, trabajadores y empleadores (en todos sus formatos posibles), hombres y mujeres, etc. Es la referencia a una mujer de la burguesía que sustenta su estilo de vida de distinción y gustos exclusivos en la interacción (explotación, discriminación, exclusión) con trabajadores y personas en diversos roles y posiciones sociales subordinadas: empleados de la limpieza, jardineros, servicio doméstico y del cuidado, cocineros, etc., o bien empleados de servicios (vendedores, oficinistas, choferes, etc.), sujetos y personas con los que interactúa día a día.
Es la explotación en su manifestación más concreta y real, como práctica social y experiencia cotidiana, en su modo directo como relación y vínculo social entre personas con nombres y apellidos (especialmente, con apellidos que los distinguen y posicionan desigualmente), con sexos, colores y olores, con lenguajes verbales y corporales, con modos y maneras de ser y comportarse, distintos y desiguales que, a la vez que los distancian socialmente, los conjunta como actores de tales relaciones sociales, de esos modos concretos de explotación y dominio de unos sobre otros, relaciones y vínculos prácticos desde los cuales unos se reproducen como explotados y otros como explotadores, unos como hombres y otras como mujeres, unas como amas de casa burguesas, y otros como sus jardineros, empleadas domésticas, etcétera.
Así, por ejemplo, desde un plano estructural, el acoso sexual que sufre la mujer podemos referirlo como proceso social propio de sociedades patriarcales y machistas, y con ello, describir y comprender el modo de estructuración de estas sociedades. Pero también, y simultáneamente, podemos analizar cómo ese mismo acoso sexual es experimentado diariamente por mujeres de carne y hueso. En este sentido, el piropo, el acoso en el metro, la discriminación en los espacios de trabajo, y otras prácticas de micromachismos, en realidad son muestras de cómo se experimenta y reproduce cotidianamente el patriarcado como estructura social, y con ello, cómo a través de estas prácticas sociales cotidianas, se producen y reproducen los sujetos en cuestión -mujeres y hombres-, y su desigualdad de unas frente a otros.
En este plano, de las prácticas sociales, es donde nuestra propuesta teórica de una Demografía de la Desigualdad adquiere mayor relevancia. En este campo de prácticas de la vida cotidiana, las categorías de distinción demográfica (sexo, edad, origen migratorio y étnico, escolaridad, entre otros) devienen modos de constitución social de sujetos sociales. La interacción no es entre categorías abstractas de sujetos, sino entre personas concretas, es, por ejemplo, entre tal hombre y tal mujer, que a través del modo concreto de su interacción se reproducen y perpetúan las formas sociales del machismo y el patriarcado.
De hecho, en toda práctica social, en cada interacción interpersonal, la desigualdad social se nos presenta invariablemente como una forma de distinción sociodemográfica, esto es, como una interacción entre dos sujetos demográficos (hombre-mujer, nativo-migrante, blancos-negros o indígenas, etc.). Pero lo que ahí vemos como simple interacción es, en realidad, lo que Bonino señala como modo de ejercicio del poder de unos sobre otros, esto es, modos de ejercer el poder de explotación del trabajo de otro (apropiación de excedentes), modos de ejercer el poder para imponer condiciones de subordinación, el poder para imponer modos de discriminación y sobre todo, de exclusión de otros de los privilegios que genera esa explotación y dominación sobre ellos. Y esos modos de ejercer el poder es con base en procesos y categorías de distinción sociodemográfica, a través de las cuales los sujetos son desigualados socialmente en cada interacción de la vida cotidiana.
Habiendo dicho lo anterior, cabe entonces preguntarse por qué estas formas de experimentación cotidiana de la desigualdad pueden resultar relevantes para el análisis y comprensión de la desigualdad social frente al virus y la pandemia actual. La respuesta es más o menos simple. Todo contagio es siempre con base en una relación social, misma que reproduce de uno u otro modo, la posición de desigualdad social de cada sujeto en la sociedad. Como señala David Harvey: “el modo en que los seres humanos interactúan unos con otros, se mueven, se disciplinan (…) afecta el modo en que se transmiten las enfermedades” (Harvey, 2020: 83). En el caso de las sociedades contemporáneas, esos modos de interacción, movilidad y disciplinamiento, se constituyen desde estructuras de desigualdad sociodemográfica en sus diversos formatos, de clase, de género, étnico-nacionales, etcétera.
En tal sentido, lo relevante es que esas prácticas sociales son el modo fundamental de propagación del virus de un individuo a otro, de una persona a otra. A diferencia de otros virus, como el VIH, por ejemplo, el Sars-CoV-2 nos ataca en el modo más simple, directo y generalizado de interacción social. El contagio se puede dar en cualquier tipo de vínculo interpersonal, cara a cara sin discriminar ni espacios, tiempos, personas, geografías, climas, géneros, clases, etcétera. La exposición al virus no surge por prácticas específicas e identificables, sino por lo más simple y cotidiano de todo: la misma forma social de nuestra vida como seres sociales, como sociedades y comunidades. Nos referimos a la interdependencia mutua de unos con otros, a la continua interacción de unos con otros lo que forma parte de nuestra naturaleza como seres sociales.
Frente al VIH podíamos protegernos “encapsulando” las prácticas de riesgos (incluso hubo quienes propusieron encapsular a los sujetos de riesgo) las cuales, aunque generalizadas y fundamentales, no eran, sin embargo, fundantes de la sociedad ni de nuestra naturaleza social. Frente al Sars-CoV-2 ello es imposible. No podemos “encapsular” las prácticas de riesgo (de exposición al contagio) sin el riesgo de encapsular a la sociedad como tal. De hecho, esta es la contradicción que enfrentaron las medidas de confinamientos, cuarentenas y similares que se implementaron en prácticamente todos los países entre 2020 y 2021. Por eso, al final del día, ninguna medida de confinamiento logró, en estricto sentido, funcionar como tal, funcionando, más bien, como un modo de imponer el confinamiento de unos a costa de la exposición de otros. Toda medida de confinamiento no hizo sino elevar a un segundo grado la desigualdad social, en donde la reproducción de unos en confinamiento, se sustentó en la explotación de otros fuera de esos confinamientos.
Como toda política social, las medidas de cuarentenas y confinamientos son tomadas desde posiciones de poder y dominación. Las cuarentenas no sólo disciplinan el comportamiento de cada individuo, sino que, junto a ello, ordenan y organizan estas prácticas cotidianas de reproducción de la desigualdad social. Su implementación en estos contextos de excepción y crisis sanitarias revistió de nueva legitimidad a la desigualdad intrínseca a cada modo de interacción social interpersonal.
Una forma concreta de ilustrar esta tesis, es con los impactos de estos confinamientos en las dinámicas al interior de los hogares, en particular, en cuanto a las prácticas de desigualdad de género que se da en esos espacios (Martín, Bacigalupe y Jiménez, 2021; Pajín Iraola, 2021). En sociedades patriarcales como las nuestras, todo confinamiento termina sustentándose en el trabajo de mujeres, sobre quienes recae, en primer lugar, el cuidado de niños, enfermos y ancianos, así como el trabajo doméstico. En este sentido, las cuarentenas y confinamientos reforzaron esas estructuras de desigualdad de género, intensificando sus consecuencias en términos de sobrexplotación de la mujer, violencia doméstica tanto física como simbólica, y en general, diversos modos de manifestación de la dominación de género. El confinamiento reforzó, por tanto, uno de los espacios más básicos y fundamentales desde donde, y desde siempre, se fundan las prácticas del machismo y de sometimiento de la mujer.
Y esto que ocurría al interior de los hogares, también se repitió fuera de ellos, en la vida pública, en el mundo laboral, en los espacios de ocio y consumo, en la política, y en general, en todos los campos donde se desarrolla la vida cotidiana. En este sentido, resulta pertinente analizar con sentido crítico esta política que fue icónica en esta pandemia: las cuarentenas y confinamientos expresados publicitariamente como un quédate en casa. Esta medida se nos vendió como la opción de mayor responsabilidad individual y social para frenar la ola de contagios y reducir el famoso R (tasa de contagio), que refiere a la velocidad de propagación de un virus. Sin embargo, el quédate en casa invisibilizaba a todos aquellos, que, por diversas razones, no podían quedarse en casa. En particular, identificamos al menos dos tipos de colectivos poblacionales que caían en esta situación, a saber:
Por un lado, los necesitados, esto es, aquellos que necesitaban salir a buscar día a día el sustento para sus familias. Frente a las políticas de confinamiento, cabe preguntarse cómo podían hacerlo aquellos que ya antes de la pandemia, vivían en condiciones de desigualdad, que habitaban espacios desplazados y segregados social, económica y políticamente. Por su misma condición de desigualdad, explotación, y exclusión social, no podían quedarse confinados en sus hogares sin poner en riesgo la manutención diaria de sus familias. A ello cabe agregar, además, que las condiciones de sus viviendas hacían que esos confinamientos fueran una verdadera exposición no sólo al mismo virus, sino a otros flagelos sociales y de salud.
Por otro lado, los que necesitábamos que salieran para que todos los demás pudiéramos quedarnos en casa. En este sentido, la política de confinamientos invisibilizó un hecho fundamental de la vida contemporánea. Nuestra reproducción social se sustenta en una multiplicidad de interacciones cotidianas que nos vinculan como individuos, pero cuyo vínculo se estructura con base en relaciones y prácticas de desigualdad social.
En no pocas ocasiones, unos y otros eran las mismas personas, lo cual no hacía sino aún más grave su situación. En ambos casos, la desigualdad de clases es evidente. Frente a la situación que atañe a estos dos colectivos poblacionales (los necesitados de salir, y los que necesitábamos que salieran), las indicaciones de cuarentenas y confinamientos reflejaban un marcado carácter de clase, así como un desconocimiento de la realidad social. Esta incomprensión no refería tanto a que no se supiera cómo sobreviven los marginados (parafraseando el clásico texto de Larissa Lomnitz), sino sobre todo, en invisibilizar y no lograr entender que esos modos de vida y sobrevivencia de los marginados y excluidos son el sustento de los modos de vida de los grupos sociales integrados y dominantes. Y ello es así, porque en el fondo se trataba de políticas pensadas no para estos colectivos, sino que fueron diseñadas para la protección de otras clases sociales, de otros sujetos con otras y mejores condiciones de vida, con otros y mayores recursos sociales, culturales y económicos.
En las sociedades contemporáneas, ningún confinamiento se da en condiciones de autarquía económica. Por el contrario, todo confinamiento necesita de la provisión de servicios y mercancías necesarias para mantener ese confinamiento, provisión que implica que muchos trabajadores no puedan mantener un confinamiento. Se trata de trabajadores y actividades económicas que dan un soporte material al confinamiento en un doble plano. Por un lado, proveen servicios y mercancías necesarias para el consumo y la vida dentro de los hogares. Por otro lado, son actividades que forman parte de la cadena productiva del proceso de trabajo desde casa, pero que ellas mismas por sus condiciones generales de producción, no pueden relocalizarse hacia el interior de los hogares.
Dada la alta complejidad de la vida social y económica contemporánea, no hay confinamiento posible que involucre a toda la población en su conjunto. Siempre será necesario que una fracción de la población se mantenga fuera del confinamiento para que el resto pueda mantenerse dentro de él. Lo relevante es que unos y otros no son colectivos aleatorios, sino que corresponden a posiciones de clase y estatus sociales desiguales. En tal sentido, la misma política de confinamiento es en sí, una política de clase. Las recomendaciones para quedarse en casa y trabajar desde el hogar fueron hechas pensando en un tipo específico de trabajo y de trabajadores: profesionales, clases medias y altas, servicios informacionales, u otras actividades que efectivamente, pueden desarrollarse desde espacios domésticos. Más allá de que en no pocos casos se trata de una idealización de una actividad y un modo de trabajo que conlleva diversas formas de sobreexplotación (Han, 2019), cabe preguntarse qué pasaba con aquellos trabajos y trabajadores que no pudieron relocalizarse ni llevarse el trabajo para la casa, pues su no confinamiento era la base del confinamiento de los demás (profesionales y clases altas), y con ello, eran el soporte humano de las medidas de protección de estas clases sociales.
Nos referimos, entre tantos otros, al trabajador manufacturero que, desde una fábrica, taller u otro establecimiento, produce aquellos bienes y mercancías necesarias para la vida cotidiana de los confinados. Al trabajador del agro y agroindustrias, que cultiva y produce los bienes y mercancías necesarias para alimentar a las poblaciones. Al trabajador de servicios de mantenimiento y soporte técnico y material de las condiciones de vida en confinamiento. A los trabajadores que hacen entregas a domicilio de todo tipo de productos. A los transportistas que mantuvieron los niveles mínimos de provisión de mercancías y servicios a las ciudades. A los trabajadores de servicios personales y de cercanías, desde el cuidado de personas (niños, ancianos, enfermos) a cocineros, empleados de limpieza y mantenimiento de casas y edificios, conserjes, limpieza y mantenimiento de calles, recolectores de basura, taxistas, vendedores del retail, comerciantes. A los trabajadores y empleados en actividades de exportación radicados principalmente en países del Tercer Mundo, y que proveen de bienes y mercancías a las poblaciones de las sociedades desarrolladas.
Resulta relevante consignar que, en general, casi todos estos empleos que dieron sustento y posibilitaron el confinamiento de profesionales y sectores de clases medias y altas, fueron ocupados por trabajadores de diversas minorías sociales: mujeres, migrantes, minorías étnicas, trabajadores de baja calificación, empobrecidos, y además en condiciones de alta precarización laboral. Aquí, lo relevante es que, para que cada individuo y familia pudiera asumir responsablemente las medidas de cuarentena y adoptar un confinamiento en su hogar, se necesitó el despliegue de este ejército de trabajadores que sustentara ese confinamiento. Esto definió un campo de expansión de prácticas sociales que reflejaban modos de desigualdad social. Desde el mismo hecho que el confinamiento de unos se basó en el trabajo de otros, hasta las prácticas sociales e interacciones interpersonales que se desplegaban desde desiguales posiciones de poder (economía, trabajo, género, raza, etc.) entre unos y otros.
Cada confinamiento puso en marcha este sistema de prácticas sociales sobre las que se configura cotidianamente la división social del trabajo en clases y estrados que, en este caso, no sólo nos desigualan socialmente, sino también nos desigualaron respecto al virus mismo, que era la causa directa del confinamiento. Vaya paradoja. Las políticas implementadas para protegernos frente al virus fueron también, un modo de recrear las condiciones de desigualdad social frente al proceso de salud, enfermedad y muerte asociado a esta pandemia. Las políticas y medidas de protección devinieron un proceso social lleno de significados de clase y de desigualdad social.
Podíamos trabajar desde casa porque había otra persona que nos llevaba la comida ya preparada y con quien establecíamos una interacción personal en la que se expresaba esta desigualdad intrínseca a nuestro confinamiento: yo me confino y protejo, porque esa otra persona sale de la cuarentena y se expone. De este modo, la división social del trabajo preexistente, devino en una división social de la protección frente a la pandemia y sus consecuencias. Como señala Boaventura de Souza Santos, las cuarentenas agregaron “más vulnerabilidades y exclusiones a las que ya existían, desequilibrando aún más, si no colapsando, los frágiles medios de subsistencia y defensa de vida” (Santos, 2021: 117).
En estos tiempos de pandemia la desigualdad social y de clases se profundiza y adquiere otro modo de representación. No es sólo una desigualdad en cuanto al acceso y acumulación de recursos económicos, estatus sociales, o capitales culturales y sociales, sino que refiere a algo más básico y fundamental: la vida misma. Es una desigualdad frente a la exposición y riesgo de la salud y muerte, en donde la precariedad de unos ha sido la base sobre la que se sustenta la protección de los otros. No es sólo que unos, los trabajadores, los pobres, estén en situación de mayor vulnerabilidad frente a un fenómeno externo como el virus, sino que las mismas medidas que desde el Estado se han implementado para enfrentar la pandemia, se sustentan en esa vulnerabilidad estructural como condición para sustentar la protección de las clases medias y altas.
La pandemia nos confrontó con una situación que ya no podemos eludir: el hecho que nuestros estilos de vida, modos de consumo y zonas de confort, se sustentan en prácticas cotidianas de desigualdad social e interacciones entre sujetos desiguales, que en esa misma interacción posibilitan la reproducción de unos como protegidos y privilegiados, y de los otros como vulnerables y expuestos a diversas situaciones de riesgo.
Y esta es la gran cuestión que la pandemia nos ha mostrado en su forma más cruda. Los que nos quedábamos en casa lo podíamos hacer porque había un ejército de trabajadores que nos lo permitían, y que, por lo mismo, ellos no podían darse el privilegio de quedarse en sus casas como lo hacíamos nosotros. Si pudimos quedarnos en casa y mantener nuestra actividad profesional es porque detrás de nosotros hubo un migrante, una mujer, un indígena, un joven, todos ellos trabajadores precarizados y vulnerables que tuvieron que salir de casa a trabajar y, con su trabajo, dar soporte material a nuestro confinamiento. Nosotros estábamos protegidos porque había otros -ellos- que estaban desprotegidos. Mi protección era causa de su exposición y vulnerabilidad frente al mismo virus. Esta situación nos plantea un doble dilema.
Un dilema ético. El valor de la vida se nos aparece totalmente desigual. El valor de nuestras vidas es directamente proporcional a la desvalorización de la de ellos. El sacrificio de la vida de ellos bien vale si es por la vida de nosotros, los protegidos y salvados.
Un dilema político. Detrás de esto hay una relación de poder de unos sobre otros, situación que se sustenta en estructuras y prácticas de desigualdad social que forman parte de la misma matriz fundacional de nuestras sociedades.
Ellos son los olvidados de siempre, los desiguales de toda la vida, los que nunca tienen voz, los discriminados y sometidos a relaciones de explotación de clase, de dominación, de género, de discriminación étnico-racial, de exclusión por origen nacional y migratorio. Pero, a la vez, son los que sustentan nuestra sobrevivencia en estos tiempos de crisis y pandemia, tal como lo hacían en los tiempos de la vieja normalidad.
Desde hace siglos, milenios en realidad, las sociedades, las comunidades y las familias dejaron de ser autosuficientes. Nuestra reproducción social se sustenta en la interdependencia: entre naciones, entre clases, entre géneros, entre etnias y razas, entre nacionalidades, entre territorios y geografías. Pero no nos engañemos. Si somos interdependientes es porque estamos constituidos desde campos de dependencia, cada uno de los cuales configura modos de desigualdad social. Y en esta sociedad capitalista, postmoderna y global, todas esas inter-dependencias se sustentan en relaciones de desigualdad, esto es, de explotación, de dominación y sometimiento, de discriminación y exclusión social. Todas esas relaciones se configuran desde prácticas cotidianas de desigualdad entre sujetos e individuos en concreto, y a través de las cuales esos individuos se constituyen en sujetos, clases, géneros, etnias, etc., todas ellas categorías sociales de desigualdad.
Esta mirada crítica a la pandemia desde la Demografía de la Desigualdad nos permite poner en evidencia este hecho fundamental: que nuestra reproducción como clase, género y raza se sustenta en prácticas sociales concretas de sometimiento de ese otro sujeto, a tal punto que lo hacemos invisible, intentando con ello ocultar esa esencial dependencia que tenemos de ellos, misma que nos permite asegurar nuestra sobrevivencia y protección como clases y como individuos.