La modernidad Mestiza de América Latina
Mestizo Modernity in Latin America
La modernidad Mestiza de América Latina
Espacio Abierto, vol. 29, núm. 1, pp. 24-46, 2020
Universidad del Zulia
Recepción: 11 Octubre 2019
Aprobación: 05 Diciembre 2019
Resumen: La modernidad de América Latina se ha calificado como incompleta, imi- tativa, fragmentaria, impuesta, falsa. Estas perspectivas de interpretación se basan en modelos sociales binarios y de extremos opuestos y sucesivos en el tiempo, donde modernidad y tradición son realidades excluyentes. Este artículo procura entender y valorizar la singularidad de la moderni- dad latinoamericana como una realidad social nueva que funde tradición y modernidad y crea un tipo particular de modernidad que califica como mestiza. El autor lleva a cabo una amplia revisión de la literatura sobre la modernidad para exponer como el concepto se transforma de servir para calificar una época de la historia de Europa, convertirse en un modelo de organización social, y finalmente en un modelo universal y normativo del cambio social. Se analizan los procesos de movilización, diferenciación y secularización de la modernización y se confrontan con la forma singular cómo han ocurrido en América Latina. El artículo afirma que la moder- nidad existe como realidad y como expectativa en la región, pero no res- ponde a los esquemas binarios, ni es un continuum, ni una yuxtaposición de modelos, sino que es una novedad que aunque se nutra de múltiples orígenes, no es igual a ninguna de ellas. Concluye que calificar de mestiza a la modernidad es más adecuado que las denominaciones de ambigua, lí- quida, mausoleo, bricolaje o entangled que ha usado la sociología contem- poránea. La modernidad mestiza es entonces una realidad presente, pero es además un programa cultural que propone un reconocimiento orgulloso de su singularidad y afirma que, antes que obstáculo, su hibridación puede ser una palanca, y que la identidad de las sociedades no debe construirse mirando al pasado, sino al futuro.
Palabras clave: Modernidad, modernización, sociología, mestizaje, América Latina, teoría.
Abstract: The modernity of Latin America has been described as incomplete, imi- tative, fragmentary, imposed, false. These perspectives of interpretation are based on binary social models and of opposite and successive extre- mes in time, where modernity and tradition are exclusive realities. This article seeks to understand and value the uniqueness of Latin American modernity as a new social reality that merges tradition and modernity and creates a particular type of modernity that qualifies as mestizo. The author carries out a comprehensive review of the literature on modernity to expose how the concept is transformed from serving to qualify a time in the history of Europe, becoming a model of social organization, and finally a universal and normative model of social change. The proces- ses of mobilization, differentiation and secularization of modernization are analyzed and confronted with the singular form of how they have occurred in Latin America. The article affirms that modernity exists as a reality and as an expectation in the region, but it does not respond to binary schemes, nor is it a continuum, nor a juxtaposition of models, but it is a novelty that although it feeds on multiple origins, it is not same to them. The conclusion is that describing modernity as mestizo is more appropriate than the ambiguous, liquid, mausoleum, or entangled deno- minations that contemporary sociology has used. The mestizo modernity is then a current reality, but it is also a cultural program that proposes a proud recognition of its uniqueness and affirms that, rather than an obstacle, its hybridization can be a lever, and that the identity of societies should not be constructed by looking at past, but to the future.
Keywords: Modernity, modernization, sociology, mestizo, Latin Ame- rica, theory A lo lejos se escuchaba un ruido que, en la inmensa soledad de selva, parecía el eco lejano del motor de la lancha donde viajábamos. Había sido un recorrido corto, teníamos menos de una hora de habernos separado del gran rio Tapajós, pero el sol intenso y la brisa caliente hacía sentir como más largo el trayecto.
Introduciòn
Al doblar en un codo del supuesto rio que surcábamos, apareció al fondo una casa de barro con un techo de hojas de palma. Las mismas casas de bajareque que por siglos han construido los pobres de América Latina. El pequeño río parecía un afluente que iba a nutrir las caudalo- sas aguas del Tapajós, el mismo río que trescientos kilómetros más adelante se fundía con el Amazonas, mezclando sus aguas de dos colores distintos frente a la ciudad de Santarem. Pero no era así, pues, aunque lo aparentaba, no era la corriente de un rio pequeño que iba hacia el rio grande y el mar, sino al contrario. Eran las aguas del rio grande que se desbordaban por sus laterales y entraban inundando los intersticios de las tierras bajas, formando falsos ríos y lagunas. Era la época de lluvias y el caudal había subido doce metros el nivel de sus aguas.
Al acercarnos, pudimos distinguir que, al lado de la casa de barro se erguía orgullosa una inmensa antena parabólica que miraba hacia el cielo. Los niños salieron alborozados a recibir- nos. Al acercarnos a la orilla pudimos ver a una mujer joven quien, con el agua hasta la cintura, lavaba delicadamente unos platos de peltre y una olla, y los colocaba cuidadosamente en un mesita de troncos de madera que, cual palafito, surgía del agua.
Yo debía hacer una entrevista a la familia sobre sus hábitos, sus vínculos con la naturaleza, la agricultura estacional… esas cosas que hacemos los sociólogos. Así que nos sentamos en unas sillas de madera y paja al frente de la casa. El ruido se había hecho más intenso, así que después de las explicaciones de rigor y mientras esperábamos el café ofrecido, me atreví a preguntarles sobre ese fuerte murmullo que nos acompañaba.
Me explicaron que era domingo y que había un partido de futbol importante en Sao Paulo entre su equipo favorito y el de Rio de Janeiro. Que ellos, antes escuchaban los encuentros por la radio, pero que ahora lo podían ver por la televisión y gracias a la antena parabólica y la planta eléctrica que habían comprado y cuyo ruido nos atormentaba. La casa estaba sin frisar y tenía el piso de tierra; no había una mesa donde comer o escribir y la letrina estaba entre los arbustos no muy lejanos. El lavaplatos estaba en el mismo rio de dónde sacaban el agua que usaban para cocinar y beber. Pero tenían la más moderna tecnología satelital para ver los partidos de futbol…
Más al norte, en el Amazonas venezolano, los mineros artesanales invaden la la selva en pequeños grupos y destruyen los árboles para extraer las toneladas de tierra que les propor- cionaran algunos gramos de oro. Ellos utilizan unas poderosas moto bombas con las cuales impulsan los chorros de agua que sale de las mangueras para abrir los surcos en el suelo y sacar la tierra que luego trituraran hasta volverla polvo y extraer el oro.
Muy cerca de las vetas que trabajan están sus casas improvisadas, formadas por cuatro tron- cos de árboles donde apoyan unos plásticos que usan para protegerse de la lluvia y dónde cuel- gan sus hamacas para dormir. Como no tienen ni cuartos, ni baños, ni paredes, al atardecer los mosquitos trasmisores del paludismo se ensañan contra ellos y los enferman, con una fiebres terribles que representan casi la mitad de todos los casos de malaria de las Américas (PAHO, 2017). A menudo, los mineros se automedican con las pastillas antimalaricas que compran en el mercado negro; otras veces deben ir al puesto de salud que se encentra en algún pueblo que llaman cercano, pero que requiere de varias horas de carretera o de lancha para alcanzarlo.
Cuando les preguntamos sobre los riesgos de la salud y de vivir en una zona tan aislada y violenta, con tasas de homicidios superiores a los 600 asesinatos por cada cien mil habitantes (OVV, 2018), más que Medellín en su peor época, nos respondieron con claridad que los cono- cen, pero que prefieren permanecer en el medio de la selva y apostar a que un día les llegue un golpe de suerte.
Sin embargo, ellos no están aislados, con sus teléfonos celulares logran conectarse a internet y por las noches consultan y discuten las variaciones ocurridas en la bolsa del oro de Londres. Allí nos explicaron que buscan los precios de la onza de oro en el mercado spot que ha publi- cado la “London Bullion Market Association” o el “London Platinum & Palladium Market¨. A veces, también revisan el Gold fix o las transacciones a futuro (forwards settlementt), aunque eso, nos dicen, no es de mucha utilidad al momento de negociar un mejor precio para sus pe- pitas doradas…
¿Hay atraso o hay modernidad en esas apartadas zonas rurales o en las ciudades de América Latina?
La modernidad Latinoamericana
La modernidad de América Latina no se puede explicar con las categorías simples y binarias del atraso y el progreso, la tradición o la modernidad, que ha utilizado buena parte de la teoría sociológica. América Latina ofrece una singularidad que es el resultado de una mezcla repetida en el tiempo de influencias y resistencias distintas, consumos externos y reelaboraciones inter- nas, que han provocado un mestizaje, una dimensión social nueva, llena de superposiciones y asincronías, que es necesario revisar y reconstruir permanentemente.
Entender esa extraña singularidad que representa la modernidad de América Latina tiene importancia y actualidad pues, aunque en los países llamados desarrollados o ricos, la intelec- tualidad anuncia pomposamente y hasta sufre de ataques epilépticos de post-modernidad, en los países del sur, pobres, subdesarrollados o tradicionales, la modernidad sigue siendo una aspiración, una ambición y una meta importante, pues está asociada con el bienestar que pro- mete sus frutos. Por eso los individuos buscan impulsar la modernidad en donde viven, por eso también otros emigran hacia el norte, de cualquier modo, incluso corriendo graves riesgos, buscando la modernidad que no hallan en sus tierras.
Para comprender esa modernidad, heterogénea y confusa, que vivimos, debemos entender el proceso social y económico que la precedió o la acompaño. Es decir, debemos conocer y describir cómo han sido las condiciones materiales y culturales, las raíces de los árboles que arrojaron frutos tan diversos y mestizos.
Vamos a verlos desde distintos ángulos para intentar comprender su singularidad mestiza. Procurando identificar los rasgos que desde hace dos siglos las corrientes teóricas del pensa- miento social le asignan a la modernidad y confrontarlas con los procesos sociales reales, con las transformaciones vividas en América Latina. Quizá, por esa ruta, podamos saber cuánto hay de universal y cuánto de singular de nuestra aventura hacia la modernidad.
Modernidad y Modernización
Cuando uno pondera que para el año 1950, si uno sumaba la población de Centro y Sur Amé- rica con la del Caribe, habían 69 millones de personas viviendo en ciudades y que, medio siglo más tarde, en el año 2000, esa población urbana había alcanzado los 394 millones (United Nations, 2004), uno puede intentar mensurar la magnitud del gran cambio experimentado. En cincuenta años la población de las ciudades latinoamericanas se multiplicó casi por cinco veces, la ciudades recibieron un incrementó en 325 millones de nuevos pobladores.
Y si uno piensa en el campo y en las transformaciones vividas por los campesinos de las mon- tañas andinas de Ecuador, Colombia o Venezuela; en las poblaciones indígenas de la selva del Peten en Guatemala o de Oaxaca en México; en los pescadores de Fortaleza en Brasil o de de Barranquilla en Colombia… uno puede constatar que en América latina ha existido un proceso de modernización, pero no necesariamente hay modernidad.
La modernidad como realidad y la modernización como proceso, se han mezclado y confundido en el pensamiento social y en el lenguaje cotidiano en las últimas décadas. La mo- dernidad ha representado un sueño, una esperanza que ha agrupado muchos modos de decir lo contemporáneo, lo inmediato o lo reciente. También lo bueno y lo valioso, en comparación con lo atrasado, con lo viejo, antiguo o pasado de moda. Ser moderno es una manera de definir los objetos, la sociedad y los comportamientos, y hasta hace pocos años era también sinónimo indiscutible de unas bondades que podían ser evidentes o subyacentes, pero siempre bien valoradas.
Un objeto moderno: un vestido, un equipo de sonido o un vehículo moderno, fue siempre una manera de connotar su novedad y su innovación, su primicia que dejaba atrás los otros objetos que en su momento fueron igualmente calificados de modernos, pero que la nueva temporada de moda o el nuevo diseño, por esa aceleración del tiempo, los convierte en antigüe- dades recientes. La aceleración de las innovaciones convirtió primero al long play, al disco de vinil, y luego al casete, en antigüedades. La gran innovación de las comunicaciones de los años ochenta como lo fue el fax ha quedado en el olvido con los correos electrónicos y los PDF; y las pomposas máquinas de escribir IBM de esfera se muestran en museos, y los niños preguntan asombrados qué hacía tal artefacto.
La modernización ha sido una manera de describir una multiplicidad de procesos que han permitido a las sociedades llegar a la actualidad, a la contemporaneidad de un presente siem- pre efímero. Las personas hablan de la “modernización de la industria o de los servicios pú- blicos”, como una manera de nombrar la puesta al día de los procedimientos o tecnología, y la modernización de la sociedad sería la sumatoria de esos procesos como un todo.
La modernidad se interpreta entonces bajo algunas dicotomías. La primera es la que contra- pone lo antiguo con lo nuevo, siendo lo moderno lo que es nuevo. Pero cómo vivimos en una época donde siempre hay algo nuevo, entonces lo moderno empieza a ser lo actual, como con- traposición a lo pasado o anterior. No importa cuán reciente sea el un objeto, una tecnología o una práctica, la aparición de algo más reciente lo convierten en no-moderno, pasando el recién llegado a ocupar esa posición privilegiada de “lo moderno”. Y como lo señala Latour (1994) la designación de lo moderno es asimétrico pues se refiere a un quiebre en el pasaje regular del tiempo y a un combate en el cual hay vencedores y vencidos, lo bueno y bello es lo moderno y lo viejo y feo es lo anterior, que ha quedado derrotado por la fuerza de la innovación que emana la modernidad.
Para la sociología, la modernidad refiere a dos dimensiones distintas, por un lado a una épo- ca delimitada, que se corresponde con varios siglos de la historia de Europa. Y, por el otro, a un tipo de organización social, económica y política, cuyos rasgos aparecieron y se consolidaron en ese periodo de la historia europea y que, con los años y la elaboración política, se convirtie- ron en una propuesta de modelo universal para el cambio social.
La modernidad como época
El lapso temporal que se conoce como los “tiempos modernos” en español, o como Les Temps Modernes o The Modern Times en francés o inglés, tienen ya varios siglos de existencia. La modernidad, vista en una perspectiva temporal, ha sido un largo periodo histórico que trascu- rre después del siglo XV.
Al final de su vida, Hegel modificó la periodización en cuatro etapas que había desarrollado en su Lecciones de Filosofía de la Historia y dividió en tres grandes épocas la historia, las cua- les han dado lugar a lo que hoy conocemos como las etapas antigua, la medieval y la Moderna (Hegel, 2004).
Esa nueva fase de la historia, la moderna, tuvo su origen, según Habermas (1996), en tres grandes eventos que desplazaron el énfasis de la vida social desde Dios y la tradición, hacía el ser humano y la razón. Esos tres acontecimientos fueron el descubrimiento de América, el Renacimiento y la Reforma. El descubrimiento del Nuevo Mundo ofrecía una dimensión diferente del universo pues no solo permitió a las economías expandir el comercio mundial con la incorporación de nuevos productos y nuevas rutas celestial, sino que dio a las personas un sentido diferente de nuestro lugar en el cosmos, a partir de allí ni la tierra ni los humanos fuimos más el centro del universo. No solo cambió la economía mundial, sino que ofreció una idea del mundo, de la tierra completamente distinta. La Reforma protestante rompió el mono- polio religioso del clero católico e hizo al ser humano libre de comunicarse directamente con Dios, ya no eran necesarios los intermediarios, pues se podía leer la palabra y el mensaje de Dios y en su propio idioma. Por otro lado introdujo la idea de la salvación del alma por el tra- bajo y el enriquecimiento, no sólo por la oración y la vida religiosa; no era necesario separarse del ¨mundanal ruido” del mundo, al contrario se podía ganarse el cielo involucrándose en los asuntos terrenales (Weber, 1969). Y, finalmente, el Renacimiento, el cual ofreció una concep- ción de vida y la naturaleza centrada en la razón y en la ciencia, y volvió la mirada hacia el ser humano y el disfrute de la belleza.
El momento específico en el cual se puede ubicar los inicios de la modernidad es motivo de polémica entre los estudiosos y dependerá del tipo de evento o proceso social que se privilegie. Para Giddens (1990), el inicio de la modernidad se puede ubicar en los modos de vida y organi- zación que emergen en Europa alrededor del siglo XVII. En cambio Ashton (1948), lo interpre- ta de una manera más restringida y considera que se pudiera situar en un lugar, un momento y con un evento específico: en Inglaterra, con la revolución industrial a partir de 1760 y con el surgimiento de las maquinas hilanderas. Para Hobsbawn (2005) el periodo se iniciaría a partir 1780, pues toma como referencia los cambios que introduce en la producción de energía con el motor de vapor y no las maquinas hilanderas.
Uno también pudiera establecer, pensando con criterios políticos, la modernidad como el periodo que surgió en Francia a partir de agosto de 1789, cuando con la Revolución Francesa se produjo la abolición de los privilegios feudales del Ancien Régime y se dio declaración de los derechos del hombre. Como puede observarse, no hay mucha diferencia entre las fechas pro- puestas por Ashton o Hobsbawn, con una referencia tecnológica-económica, y la que refiere al cambio político en Francia o la ocurrida en los Estados Unidos en 1783 con la independencia. La interrelación entre las transformaciones económicas y el régimen político son desde enton- ces un tema central en las teorías del cambio social.
Este es un periodo de cambios múltiples, el comercio monopólico entre España y las colonias de América, que los documentos oficiales llamaban las Indias, se fue liberalizando y a partir del nuevo Reglamento de Libre Comercio de 1778 se permitió que no sólo Cádiz, sino varios puertos españoles pudieran comerciar con las ciudades de América Latina, empujando las mercancías hacia Europa y las ideas hacia América. Es el momento del impulso del capitalismo en Europa, con su base industrial y de libertades individuales, consagradas como derechos a la libertad, a la igualdad de acceso a cargos y posiciones y a la justicia; y también de la igualdad en la contribución tributaria y en el mantenimiento del estado y de las instituciones públicas y comunes y que Parsons llama la “primera cristalización del sistema moderno” (Parsons, 1974, 67).
Según esta perspectiva somos modernos desde hace trescientos años. Aunque autores como Latour (1994), provocadoramente, afirman que en verdad “nunca fuimos modernos”, ni en Europa ni en América. Lo cierto es que la impronta de la civilización que se desarrolla a partir de esos eventos en Europa logra constituir un tipo de sociedad novedosa que ha marcado, en mayor o menor grado, la vida social del planeta y que es esencialmente “occidental”.
¿Cuáles de esos rasgos y atributos, que tienen un origen circunscrito a un lugar y un tiempo, son exclusivos de la modernidad europea? ¿Es acaso posible generalizarlos hacia otros lugares y otros tiempos? Si asumimos que la modernidad es sólo un periodo de la historia europea, se le debe dar un tipo de tratamiento en el análisis sociológico como evento social. Ahora bien, será muy distinto si se le considera como una forma de organización social más abstracta e uni- versal. También será muy diferente si le considera no como un hecho del pasado, sino como un modelo de sociedad cuyo ejemplo se debe imitar y seguir en el futuro. De eso nos ocuparemos ahora.
La modernidad como modelo de organización social
La llamada sociedad moderna ha tenido algunos rasgos particulares que la han permitido caracterizar como una organización social específica en lo económico, político y social. Se le ha catalogado como una sociedad racional, capitalista, tecnológica, científica, burocrática y también democrática.
De todas esas calificaciones, tres rasgos han sido atribuidos de manera marcada a la mo- dernidad. Como bien los resume Taylor, ellos son: el surgimiento de una economía industrial de mercado, la aparición de un estado burocrático y el surgimiento de un gobierno popular (Taylor, 1998,191-218). Claro, uno pudiera sostener, que mucho de esos tres rasgos han exis- tido desde la antiguedad, pues desde siempre han existido mercados, burocracias y formas de gobierno popular. Pero lo singular de la modernidad es que esos factores adquieren una rele- vancia y dimensiones diferentes y, sobre todo, que hay unos cambios en la manera de pensar de las personas, en su idea del mundo y de la vida. El racionalismo occidental, si bien se sustenta en la tecnica, en el calculo del retorno económico, y en la existencia de un sistema de leyes, al final sus resultados dependen, como sostiene Weber (1969), de la capacidad y aptitud de las personas para asumir determinados tipos de conducta racional. Por eso es que Eisenstad con- sidera que la modernidad no es solo economía y política, sino un “programa cultural” mucho más amplio, que se difundió con formas multiples y diferenciadas (Eisenstad, 2002, 2).
Hay tres dimensiones en las cuales podemos observar la modenidad como modelo económi- co, político y cultural.
La modernidad como modelo económico significó unos cambios importantes en la organi- zación del trabajo, ocurrieron procesos tecnológico que permitieorn modificar las relaciones entre la economía doméstica y la industría, y entre los diversos factores de producción que permitieron el surgimiento del trabajo libre. El trabajador dejó su servidembre y pasó a tener sólo el control de su fuerza de trabajo que vendìa por un salario. Mientras tanto su empleador controlaba el uso del tiempo y los procesos productivos, los instrumentos de trabajo, las mate- rias primas y el producto final. Weber insiste tambien en que esa organización capitalista del trabajo, formalmente libre, al cual Marx le reconoce como expansión de la libertad individual, fue una innovación exclusiva de occcidente, que no se había dado en ninguna otra parte de la tierra. Esa singularidad es quiza el sustento de la gran admiración que el propio Marx expresa sobre el capitalismo: “la sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización his- tórica de la producción” (Marx, 1971, 26) y le atribuye al capital una gran fuerza “revoluciona- ria” pues “derriba todas las barreras que obstaculizan el desarrollo de las fuerzas productivas” y modifica los patrones de trabajo, consumo, y necesidades, y crea una nueva sociedad, de allí “su gran influencia civilizadora” (Marx, 1971, 362).
La modernidad como modelo político estuvo marcado por el dominio del liberalismo político como ideología, el surgimiento de los estados-nación, la creación de una amplia burocracia, la división de poderes que creaba contrapesos en el estado y la legitimidad de origen de los gobernantes como fundada y consagrada por la voluntad de la población y no por la gracia de Dios. Ya no era necesario que el Papa diera legitimidad al coronar a reyes y emperadores. La Constitución de Filadelfía de 1787 en Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia, echaron las bases y marcaron la pauta de lo que hoy conocemos como modernidad política.
Y, finalmente, la modernidad como una propuesta cultural que implicó un gran cambio de orientación de la mirada social, pues se mutó desde sociedades que miraban hacia el pasado y se fundaban en la tradición, hacia sociedades que miraban hacia el futuro y estaban obliga- das a construirse en lo inedito, lo nuevo. La modernidad disuelve todo lo sólido que se había construido en el pasado, todas las tradiciones sagradas son profanadas, dice Bauman. Pues el proceso de “melting of solids” es la marca permanente de la modernidad (Bauman, 2000,4- 15). Esa orientación hacia el futuro se ha reconocido como uno de los grandes cambios cul- turales de la modernidad, junto con la orientación racional del comportamiento. Si bien hay polémica sobre el significado de este comportamiento orientado a fines, basado en el modelo del calculo de probabilidades y de costos y beneficios que definió al empresario capitalista (De la Vega, 2004), pues Habermas sostiene que por racional no debe entenderse exclusivamente el comportamiento orientado a la obtención de beneficios egoistas, sino más bien por la acción orientada por una voluntad de entendimiento entre los seres humanos libres que desarrolla la modernidad (Habermas, 1987, I-197 y ss) .
La modernidad como modelo universal
Esta perspectiva de la modernidad sufre una modificación a mediados del siglo XX. La idea de que la modernidad es un proceso histórico que estuvo circunscrito a un espacio determinado y por lo tanto se trata de una singularidad, se transforma en un modelo universal de sociedad.
En sus libros, Herbert Spencer estudia los cambios en las sociedades y encuentra que hay muchas similitudes en las transformaciones que se estaban dando en el mundo a partir de la extinción del feudalismo y el surgimiento de la sociedad capitalista industrial: se diferenciaban cada vez más las funciones de trabajo, se producían nuevos tipos de oficios, se regulan las dife- rencias entre gobernantes y gobernados, se diferenciaban las funciones del liderazgo religioso y el político, y se incrementaba la vida en las ciudades. Ese proceso, que se llamó el cambio de lo “homogéneo hacia lo heterogéneo”, considera Spencer que ocurre “de igual modo en el pro- greso de la civilización como un todo en el progreso de cada tribu o nación”. Y estima luego que es razonable sostener que existe “una ley del cambio que puede explicar esta transformación universal” (Spencer, 2014,12-15).
Este cambio de perspectiva conlleva dos mutaciones. La primera se refiere al cambio de un proceso particular de un lugar y momento histórico, en un proceso general y ahistorico. En ese proceso se sustituye el carácter específicamente “occidental” de la modernidad por un patrón que empieza a ser universal, pues se extiende por el mundo. No sólo en Occidente se manifies- tan los mismos rasgos, económicos, políticos o culturales, sino que se encuentran por doquier, en Asía, África y América. Los patrones de producción y de consumo se tornan similares, y aun- que la industrialización pueda tener expresiones distintas en lugares como Rusia o en Japón, se estima que sus fundamentos son similares y propios de la evolución de la sociedad y por lo tanto la modernidad se convierte en un proceso universal.
La segunda mutación se refiere al carácter normativo que se le otorga a los rasgos propios de la modernidad. De ese modo la modernidad deja de ser el resultado de un proceso social espe- cífico que puede ocurrir y llega a transformarse en un modelo universal que debe ocurrir. Y se le agrega, además, unos resultados inevitablemente positivos: si se transita ese camino, al final de la ruta, se puede superar el “atraso” en que se hallaban los países no-modernos y encontrar el bienestar. La modernidad se convierte en el estereotipo de la buena sociedad, de la que ha logrado la riqueza y la libertad, y a partir de allí surge una nueva dicotomía, en la cual lo mo- derno es la antítesis de la sociedad rural, la pobreza y el atraso. Posteriormente, esa dicotomía se amplía, y la modernidad se homologa con la idea de progreso y desarrollo, y por lo tanto la noción de no-moderno lo constituye el atraso y el subdesarrollo.
Al operarse esos cambios, surgió un nuevo concepto que se llamó modernización, por me- dio del cual se describía tanto el proceso que había conducido a ciertos países a ser moder- nos, como a los cambios que debían impulsarse en la economía y la política para permitir que aquellas otras sociedades tradicionales, atrasadas o subdesarrolladas, pudieran llegar a ser modernas. La modernización fue asociada con la teoría de las etapas del desarrollo económico que postulo Rostow en los años cincuenta y en la cual la etapa nodal era la del take-off, del despegue económico, en el cual, tomando la metáfora del vuelo de un avión, se considera que el momento crítico es cuando la aeronave se levanta de la tierra, del atraso y el subdesarrollo, para poder llegar al cielo del desarrollo, ya que una vez alcanzada la altura requerida, requiere de menos esfuerzo sostenerse. La modernización era el equivalente al proceso que acompaña- ba tanto antes como después al take-off.
La modernización dejó de ser un hecho específico y se convirtió primero en un patrón expli- cativo de un proceso histórico, y luego en un patrón normativo, que establecía cómo evolucio- nan o debían evolucionar las sociedades para ir desde el estadio de atraso, rural o feudal, a otro del progreso, urbano e industrial.
En general el proceso de modernización siempre requería para el take-off de la la existencia de un excedente económico y de ciertas condiciones culturales o institucionales. Con un nivel de ahorro interno y financiamiento externo, era posible invertir para comenzar la industriali- zación, con lo cual, a su vez, se generaba más renta nacional, que también impulsaba la urba- nización, lo cual permitía disponer de más fuerza de trabajo para la industria y de un mayor mercado para los productos.
La sociología vio estos procesos asociados con otros cambios, como la educación de la pobla- ción, a la alfabetización y escolarización, que ofrecía destrezas a las personas para el trabajo, y también a una disposición psicológica para aceptar el cambio y adaptarse a nuevas condiciones de vida y de trabajo y, finalmente, al surgimiento de mecanismos políticos que permitían una mayor participación en la conformación del poder y una resistencia al autoritarismo (Lerner, 1979, 169-176).
Llama la atención que aunque el lenguaje y los propositos puedan ser muy distintos, los rasgos de los procesos sociales de la modernidad que describen tanto Parsons (1974) como Bourdieu (1977) son similares. La modernidad requiere para Parsons de unas condiciones ma- teriales de ahorro e inversión que lleven a la industrialización, a que se expanda el gobierno de la ley para la democratización y que se eduque e impulse la ciencia para alcanzar la seculariza- ción . Para Bourdieu son los mismos cambios que llevan a garantizar tanto la reproducción del capital económico como la reproducción del capital cultural, la diferencia, sostiene Bourdieu, es que en las sociedades precapitalistas ( o pre-modernas) esa reproducción estaba garantizada por el “habitus”, mientras que en la sociedad capitalista se garantiza por mecansimos “objeti- vos”, de la organización del trabajo, las leyes, las practicas contables (Bourdieu,1997,256).
La Modernidad como desarrollo
A partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, con el surgimiento del sistema de naciones, el proceso de independencia de las antiguas colonias y la instauración de la Guerra Fría, el concepto de modernización entró en boga. Se trataba de una respuesta que se les daba a los países no-industrializados, era un modo de señalar un camino aun no recorrido y que se debía transitar. Era al mismo tiempo una explicación de las falencias del pasado y una espe- ranza de futuro, y ese fue el contexto en el cual autores como Germani (1971) interpretaron la de la modernización de América Latina.
La difusión política del concepto se ofrecía como una alternativa a la explicación marxista del imperialismo y a la propuesta comunista de la revolución proletaria. Era una respuesta fren- te a las políticas que adelantaba la Unión Soviética hacia el mundo no-europeo: Asia, África y América Latina. Un mensaje que decía que la sociedad rural, tradicional o atrasada, podía modernizarse en lugar de hacerse comunista. Y es ese el recuerdo, bueno o malo, que se tiene del concepto en muchas partes de América Latina y que la llevo a Quijano (1988) a calificar la modernidad como ideologizada y fallida, o deficitaria.
Por eso es adecuado afirmar, como lo hace Alexander, que la teoría de la modernización no es sólo una teoría científica, no es sólo una sociología del cambio social, de la economía del crecimiento o de la explicación de la historia, sino que es una ideología que permitía no solo comprender lo que estaba ocurriendo en el mundo de un modo racional, sino interpretarlo de una manera que que le daba sentido y motivación a las personas. La modernización ha sido un sistema simbólico que funciona como un metalenguaje que le indica a las personas, las empre- sas y los gobiernos, cómo actuar y qué hacer (Alexander, 1994, 170).
Sin embargo, las teorías de la modernización en las ciencias sociales son mucho más comple- jas y ricas que las simplificaciones o motes ideológicos. Además, mantienen su vigencia, pues algo de lo prometido por la modernización ha ocurrido, pero quizá ni tanto ni tan suficiente como para olvidar que la pobreza, el atraso o el subdesarrollo persisten. Por eso, la ilusión del desarrollo o de la modernización se mantiene, aunque sea con nombres o ropajes ideológicos diferentes, unas veces interpretada como capitalismo y otras postuladas como socialismo. La modernización sigue siendo una ambición insatisfecha.
El problema con la propuesta normativa reside en que es muy difícil, desde el punto de vista histórico, poder aceptar la existencia de un modelo único en el proceso de transformación so- cial. En América Latina los procesos de modernización han sido, como afirma Larraín (2011), imitativos y efímeros, y quizá habría que decir que han sido efímeros porque han sido imitati- vos. No hay un camino que se pueda calificar, con algún sustento, como normal. No es posible decir que hay un proceso universal de modernización, ni como modelo recurrente, ni tampoco como recomendaciones a seguir, pues, fuera de lo que aconteció en el Reino Unido y en Fran- cia, las variaciones son notables, inclusive entre los países de Europa occidental. Tampoco es posible pensar que pueda existir una receta o un mapa de la ruta que deba seguir una sociedad para llegar a la modernidad. El proceso de industrialización ocurrió de un modo en Inglaterra y de otro muy diferente en Japón; y ambos a su vez difieren de lo acontecido con Taiwán o Corea del Sur. Y a su vez, esos cuatro procesos de industrialización, son disímiles del modo en que se ha gestado el acelerado proceso de industrialización de la China post-comunista. No hay regla entonces que pueda formularse. Pero algo común sucede en el mundo contemporáneo.
La modernidad en tres dimensiones: Marx, Durkeim, Weber
En la sociología han habido tres maneras diferentes y dominantes de entender la moderni- dad, cada una de las cuales se encuentran asociadas a tres figuras hoy clásicas de las ciencias sociales: Marx, Durkheim y Weber.
La modernidad en Marx está asociada al surgimiento del capitalismo y la destrucción de las cadenas que imponía la sociedad feudal. Marx describía el capitalismo como un sistema que conducía a innovaciones constantes por la necesidad y el deseo incesante de acumulación de capital, y que el propósito de su obra había sido “descubrir la ley económica que preside el movimiento de la sociedad moderna” (Marx,1968: I, VX) , que venía dada por la difusión ge- neralizada del trabajo asalariado y por las formas económicas de explotación del trabajo libre, que surge pero se contrapone a las formas no-económicas de los regímenes anteriores como el feudalismo (Marx, 1968: I, 608).
En Durkheim (1967), la modernidad es un producto de la división del trabajo que se sucede en la historia a partir de lo que él llamaba la densidad social y moral y que conducía a la subs- titución de la asignación de roles y estatus por los vínculos familiares o comunales, que eran los propios de la solidaridad mecánica que ocurría en las sociedades tradicionales, por una solidaridad orgánica propia de la modernidad, en la cual los roles se asignaban por un razón di- ferente, por un mérito propio, por lo que las personas sabían hacer y no por lo que eran dentro de esa comunidad. Y esto era el resultado de la división del trabajo que se había desencadenado con el proceso de industrialización y de urbanización de las sociedades modernas.
Finalmente, para Weber (1977) la diferencia entre las sociedades tradicionales y las mo- dernas vendría dada por un tipo de comportamiento diferente y que él denominó racional, es decir, un comportamiento que dejaba de lado la fuerza de la costumbre o los afectos, y que procuraba lograr sus fines utilizando los mejores medios disponibles. Este proceso de racio- nalización progresiva de los comportamientos de los individuos o de las empresas, sostuvo Weber, era el cambio sustancial que podía describir la “época moderna”, y esto se daba en un contexto de libertad de los actores frente a un mercado donde cada cual procuraba obtener el máximo del beneficio.
Posteriormente la sociología identificó esas tres características con unos procesos sociales que se postulaba habían acompañado el establecimiento de la la modernidad. Esos procesos son comunes a la modernización de la sociedad contemporánea y se han estado dando de una manera bastante universal, aunque no idéntica. Muestran algunos rasgos similares en los modos de sucederse en el tiempo o en la semblanza de los resultados finales, pero difícilmente pueden establecerse como iguales y menos como idénticos en todas las sociedades. Sin em- bargo, su comprensión es importante para poder pensar la singularidad con que ocurren y la singularidad que adoptan en América Latina.
Boudon y Bourricaud (1990) sostienen que los tres procesos que pueden caracterizar la mo- dernización son: la movilización, la diferenciación y la laicización o secularización.
La movilización
Este concepto se refiere a los rápidos y múltiples movimientos que ocurren en una población desde el punto de vista territorial y ocupacional. La modernidad ha estado acompañada de una emigración del campo hacia las ciudades, y por lo tanto asociada con la llamada la revolución urbana que convirtió las ciudades en el gran modo de vida contemporáneo. La sociedad cambio de tener a la mayoría de su población en el campo, a que estuvieses morando en las ciudades. La población rural quedó reducida a una mínima expresión y por los cambios tecnológicos, esa menor población logra cumplir con las metas de producción que antes requería de diez o veinte veces más de trabajadores. Estados Unidos, una de las grandes potencias en producción de alimentos del mundo, tiene un 4% de la población viviendo en el campo y esos trabajadores agrícolas producen alimentos para todos los demás habitantes urbanos del país y, además, tie- nen un excedente que pueden exportar. Ese cambio ha implicado también un cambio en el tipo de trabajo, en las formas de organización de la producción y en las ideas y sentido del mundo de las personas.
El concepto fue formulado originalmente por K. Deutsch y ha sido desde entonces adoptado por las sociologías de la modernidad. En ese artículo Deutsch define la movilización como “el proceso mediante el cual los viejos clusters de vínculos sociales, económicos y psicológicos se desgastan y quiebran”, lo cual es muy evidente en el proceso de migración rural-urbana. Y aña- de las consecuencias de ese proceso, afirmando que entonces “las personas quedan libres para absorber nuevas pautas de socialización y conducta” (Deutsch, 1961:494)
Por eso la movilización no se trata sólo del desplazamiento en el territorio sino de las mudan- zas culturales que van asociadas, pues hay nuevas informaciones, la mayoría de la población se integra a la educación básica pues se requieren nuevas capacidades y destrezas laborales, y también debe cambiar los hábitos por el requerimiento de las relaciones de trabajo y de un sentido del tiempo más estricto, propio de la organización de la producción industrial y de la venta del tiempo del trabajo libre y asalariado. La movilidad implica una sociedad que está en continua transformación y que por lo tanto requiere de unas personas capaces de adaptarse a tan rápidas y sucesivas transformaciones. D. Lerner lo llamó en su estudio sobre el Medio Oriente, the mobile personality, que se refiere a un individuo que muestra un empatía con lo que ocurre a su alrededor en la sociedad, y que por lo tanto tiene un “alta capacidad de identi- ficarse con los nuevos aspectos de su medio ambiente” (Lerner, 1964:49).
La diferenciación
Es un término que Boudon y Bourricaud (1982:399) reconocen como no muy claro en la so- ciología, pues pretende agrupar bajo una palabra una variedad de procesos sociales. En esen- cia, el concepto busca describir el amplio impacto que tiene la creciente división del trabajo, la industrialización y la urbanización, en las relaciones sociales y la estructura social.
La modernización condujo a que los roles que los individuos deban cumplir sean mucho más diversos, y que las posiciones que tengan en el trabajo, la política o los gremios, no respondan al estatus que las personas tengan por su edad o su posición en la familia o la comunidad. La diversidad roles hacen que las organizaciones se tornen más desiguales, pues las jerarquías se diversifican. En la familia el rol de poder del esposo-padre de familia puede verse alterado porque la mujer-esposa tiene un mejor trabajo y aporta más a la economía familiar. O en el de- sarrollo empresarial, un proletario de una industria de alta rentabilidad, puede tener mayores ingresos y niveles de consumo que un empresario pequeño o mediano. Aunque las diferencias entre status y roles siempre ha existido, en la modernidad adquieren más independencia y cambian, pues, por ejemplo, las asignaciones laborales están fundadas en una racionalidad basada en las capacidades de las personas, en sus méritos, y no por los rasgos personales que esa persona tiene como miembro de una familia o una raza, de una religión o una casta. Lo que en el lenguaje de Parsons sería el abandono de la variable pauta de adscripción, propia de la sociedad tradicional, para la asunción de la variable adquisición o logro como expresión de la modernidad (Parsons & Shill, 1968).
Esta racionalidad en la selección de los trabajos y los liderazgos basado en los méritos ha llevado a considerar a la “meritocracia” como un rasgos diferenciador de la modernidad. Los roles de poder o de prestigio son ocupados por aquellos que tienen las capacidades y la disposi- ción para ejercer esa posición. Ese proceso objetivo tuvo como contraparte un proceso subjeti- vo y motivacional en las personas, esa orientación al logro paso a ser considerada un elemento diferenciador importante entre una persona moderna y otra que no lo era. McClelland (1961) lo adaptó y simplificó en tres tipos de motivaciones que guiaban el comportamiento de las perso- nas: primera la orientación a la búsqueda de afecto, las personas que buscaban reconocimiento y cariño; segunda las personas que buscaban el poder, lo que querían era mandar y dirigir a otros, su placer estaba en tener el poder y estar por encima de los demás, y, finalmente, aquellas personas que buscaban hacer obras, obtener resultados, alcanzar metas, en fin obtener logros. El mismo achievement de Parsons. Lo relevante como personalidad y tipo de comportamiento racional de este último tipo de orientación era que su placer se derivaba del logro mismo, no del dinero, el poder o el cariño que podía estar asociado a ese logro. Posteriormente, la categorización de la orientación al logro de McClelland se convirtió en una suerte de precondición para la modernización en las teorías de del desarrollo.
La diferenciación también refiere a una mayor complejidad en la estratificación social, pues las maneras simples de segmentación social que podían existir en el campo, entre campesinos y propietarios de la tierra y artesanos, se vuelve más compleja y diversa. Los tres “estados” en los cuales se dividía la sociedad feudal con sus privilegios es arrasada, y la dicotomía de burgueses y proletarios se complejiza con la presencia de nuevos roles que diferencian a los proletarios entre sí y que permiten el surgimiento de una clase media vinculada tanto a la pro- ducción como a la creciente expansión de los servicios. Esta diferenciación es también la que crea las condiciones de la libertad individual (Aron, 1976).
Y estos cambios generan una complejidad y hasta conflicto en las jerarquías de la estructura social, pues, por ejemplo, en los modelos tradicionales de asignación de los roles por la ads- cripción en Nepal, los profesores y médicos deben ser de la casta de los brahmanes, mientras que personas de la casta de menor prestigio, los intocables, deben ser los carniceros. Pero, en una economía de mercado, las carnicerías industriales pueden proporcionar muchas más ri- queza y dinero, y sus dueños adquirir por esa vía una fuente alterna de prestigio. Con lo cual la estructura social de castas tradicional se superpone, no sin conflictos, con la estructura social derivada del mercado capitalista, y entonces el mismo individuo ocupa posiciones diferencia- das, una inferior como miembro de la casta intocable y otra superior como exitoso empresario.
Secularización
La secularización es un proceso social que tiene tres dimensiones. La primera es la perdida de relevancia de lo religioso en la conducción de la vida individual. No significa que se haya perdido el sentido de lo religioso, ni la falta de creencia en algún Dios por las personas, sino que la vida social dejo de estar regida por las reglas religiosas, por los mandamientos de la Biblia, el cielo y el infierno, y fueron substituidas por reglas y leyes civiles que prescribían y premiaban los comportamientos deseados, y castigaban los indeseados.
El segundo aspecto, vinculado al anterior, no es de nivel individual sino colectivo, y se corresponde con la separación entre la organización religiosa y la organización política, entre la Iglesia y el Estado. Lo que por mucho tiempo se encontró unido fue separado. La religión pasó a ocuparse de lo espiritual y se convirtió en un asunto privado, y el gobierno se ocupaba de lo material y político, de los asuntos públicos que, claramente, con el surgimiento de la libertad religiosa primero y luego como concreción de la idea de República Laica, pasaron a estar ple- namente separados, lo cual tuvo una expresión formal muy nítida en la Ley de 1905 de “Sepa- ración entre las Iglesias (en plural) y el Estado” en Francia.
Una tercera dimensión se refiere a la separación entre el saber científico y las creencias re- ligiosas, pues las religiones dejaron de ser las que establecían el criterio de la verdad y fue la ciencia quien pasó a ocupar ese lugar privilegiado.
Por supuesto, esto no ocurrió por igual en todas las sociedades, y en algunos países los pro- cesos pueden haber ido en dirección contraria, como por ejemplo, el proceso de convertir la ley religiosa en la ley nacional, como ha ocurrido en algunos países del Medio Oriente, donde se han instalado nuevas teocracias y son los líderes religiosos quienes en última instancia go- biernan al país y quienes deciden lo que es verdadero o falso, o lo que es una música correcta y ejecutable y otra mala y prohibida.
La modernidad Mestiza
¿Es que las características antes descritas de la modernidad y la modernización se encuen- tran presentes en América Latina?
A bocajarro, la respuesta es ambigua. Por un lado sí, ya que en cierta medida la modernidad existe en América Latina. Y por el otro lado no, sea porque no es del todo, sea porque es de un modo diferente. Unos dirán que fue incompleta, porque todavía falta; otros sostendrán que es así porque a pesar de los esfuerzos “occidente” o el capitalismo no ha logrado implantarse o imponerse. Unos se alegran de esa ambigüedad; otros, se entristecen.
Aunque el capitalismo es el sistema dominante en toda América Latina, hasta bien entrado el siglo XX, en muchas zonas rurales la producción ocurría bajo relaciones de producción feu- dales o sema-feudales. Por otro lado la calificación que la sociología latinoamericana acuño a ese capitalismo al afirmar que era “dependiente” (Cardozo y Faletto, 1969; Quijano, 1977), subrayaba que no era total e igualmente capitalista. A pesar de eso la economía de mercado se había logrado imponer y el trabajo libre y asalariado se expandió.
La industrialización ocurrió, aunque no en todas partes, ni de igual modo y manera. Al co- mienzo fue como substitución de importaciones, sea para ahorrar divisas o suplir la carencia de tales bienes por los conflictos bélicos de Europa, como ocurrió en el Cono Sur; sea para gastar divisas, como ocurrió en Venezuela y otros países exportadores de petróleo unas décadas más tarde (Briceño-León, 2015). Luego, la industrialización tomo la forma de maquila, como un lugar para encontrar la mano de obra barata y una pieza en la relocalización de la industria mundial. Y aunque algunos países como Brasil o México han logrado sostener sus procesos industriales, el ingreso de China a la economía mundial como la gran fábrica del mundo, ha empujado a la región a su rol de productora de materias primas y el extractivismo depredador se ha consolidado en lugar de amainar, y la industrialización no es el rasgo dominante en la sociedad.
Ciertamente en América Latina ha existido una altísima movilización de las personas. En un siglo paso de tener más del 80% de la población habitando en el campo a estar viviendo en las ciudades. El proceso de urbanización fue rápido y amplio, y las ciudades se convirtieron en la representación de la modernidad. Sin embargo, en esas ciudades surgieron espacios para las viviendas de los sectores de bajos ingresos que muchos los consideran el opuesto a la moderni- dad (Bolívar, 1995). Y es que la pobreza y el desempleo urbano han estado desde el inicio del proceso de urbanización, pues en América Latina al contrario de lo que sucedió en Europa, la urbanización fue primero que la industrialización, y por lo tanto no se convirtieron en prole- tariado. La sociología de América Latina ha intentado buscarle una explicación a esa singula- ridad y la llamó marginalidad (Vekemans & Silva Fuenzalida, 1969); luego retomó y aplicó, de un modo forzado, los conceptos marxistas de sobrepoblación relativa o ejercito industrial de reserva (Nun, 1969; Murmis, 1969). Lo evidente es que los campesinos llegaron a las ciudades y como no encontraron trabajo en la industria, sino en los servicios y las oficinas públicas, o en su defecto tuvieron que producir su propio trabajo, auto emplearse y convertirse en trabajado- res por cuenta propia o crear sus propios negocios, llegando a representar un tercio o más de la de la ocupación en varios países de la región (CEPAL, 2019:170). La interpretación de esta forma de ocupación es polémica por su misma ambigüedad, para unos autores es una forma precaria de trabajo y para otros es expresión de su capacidad emprendedora y germen del de- sarrollo capitalista (De Soto, 1986)).
La meritocracia se exalta en las campañas políticas o en los cursos de gerencia y adminis- tración a lo largo de América Latina, pero en la realidad, las asignaciones en cargos públicos o empresariales siguen vinculados a los lazos familiares o amistosos. Algunos lo defienden como un modo singular de gerencia, basado en una confianza que tiene nombre y apellido, y que no es la confianza abstracta que requiere la sociedad anónima y moderna: la confianza (trust) en las instituciones y las reglas del juego (Luhmann, 1993). Por eso, el modelo dominante sigue siendo la empresa familiar y el mercado de capitales y la bolsa han tenido poco auge y acepta- ción en la población.
En América Latina hay un sector de la población que muestra un comportamiento racional cónsono con el tipo ideal de la modernidad, con una fuerte orientación al logro. Pero otra parte importante de la población tiene un componente motivacional diferente (Da Matta, 1983). En sus estudios McClelland (1978) encontró que aplicando sus mismos instrumentos de medición, las orientaciones hacia la afectividad o el poder eran más fuertes en América Latina que la búsqueda del logro. De igual modo, el sentido del trabajo que muestra la población está seg- mentada entre un sector, no pequeño pero tampoco mayoritario, que tiene una racionalidad instrumental orientada al éxito, en cualquiera de sus formas; y otro sector que apenas quiere satisfacer sus necesidades y recibir el reconocimiento afectivo de los demás (Briceño-León, 1996).
Y en cuanto a la secularización, en la región la presencia religiosa continua teniendo una rele- vancia fundamental en la vida privada y pública. Desde fines del siglo XIX se inició un proceso de transferencia de las funciones relativas a la vida personal y familiar de la iglesia al estado, el registro de tres momentos centrales de la vida: el nacimiento, el matrimonio y la muerte, deja- ron de llevarse en los libros de los conventos y pasaron a ser obligación y exclusividad del Es- tado. Sin embargo, el divorcio se convirtió durante casi un siglo en motivo de polémica entre el Estado y la iglesia o los grupos religiosos, y es así que la brecha temporal que hay entre cuando unos países de América Latina autorizaron el divorcio legal y cuando lo hicieron recientemente otros, puede estar cercana a los cien años.
La tensión entre la iglesia y el estado se ha trasladado en décadas recientes al tema de la lega- lización del aborto, pues en varios países los grupos religiosos han ejercido mucha presión para impedirlo y lo han logrado. Sin embargo, no puede tampoco afirmarse que la religión controle la vida de la población católica, pues hay distancia y autonomía de la población, y el ejemplo evidente es la respuesta a las prohibiciones de las autoridades eclesiásticas sobre el uso de los anticonceptivos: en la región la inmensa mayoría católica utiliza todos los métodos anticoncep- tivos prohibidos por el Vaticano y lo defiende como la postura correcta (Pew Research Center,2014:25).
En el mundo político se dan pomposas declaraciones en contra de la intromisión de la Iglesia en la política. Sin embargo, el imaginario religioso y el activismo de las distintas denomina- ciones religiosas se ha convertido en un componente central en la política y en las elecciones presidenciales y parlamentarias de América Latina. El uso abierto de los símbolos religiosos por los políticos y los gobiernos apunta hacia todo lo contrario de la secularización. Incluso los gobiernos de orientación marxista y supuestamente atea, como el de Nicaragua, califican a su revolución como socialista y “cristiana”. Y en Venezuela, las autoridades de la industria petro- lera realizan misas como un “rogatorio” para pedir al cielo que aumente la alicaída producción de hidrocarburos (Tal Cual, 2018)
¿Cómo interpretar estas ambigüedades y singularidades?
Nos parece incorrecto afirmar que la modernidad en América Latina haya sido un fiasco o una simple fachada de oropel, una pura coreografía de teatro. No, no es así, la modernidad ocurrió y existe, pues el capitalismo es la forma dominante de producción y relación social, la industrialización se implanto en diversas áreas, hubo movilización, diferenciación y seculari- zación y la racionalización existe, con todo y su tufillo de magia y familia.
Lo que sucede es que es no es idéntica a la Europea. Y es así pues la modernidad latinoa- mericana ha sido más el resultado de fuerzas externas que de los procesos de evolución de las fuerzas internas. Ha estado más apegada al consumo que a la producción y, a diferencia de Europa, no ha estado vinculada al proceso de de construcción de los estados nacionales, de Nation-building, sino más bien a un State-building.
¿Cómo es posible entonces califtcar la singularidad de la Modernidad de Amé- rica Latina?
La afirmación de Eisenstadt (2002) que no hay una modernidad, sino que hay formas múl- tiples de modernidad que no siguen el patrón “occidental”, es adecuada y tiene un gran valor heurístico. Pero ¿Cómo caracterizar positivamente esa modernidad latinoamericana? , ¿Que rasgos pueden diferenciarla del patrón de Europa Occidental, o de la japonesa, la rusa, o de la modernidad de países de Europa del Este que se formaron a partir de la extinta Unión Sovié- tica?
Las calificaciones que se le pueden atribuir son variadas dependiendo de los autores. Si uno toma a R. Bastide uno puede caracterizarla como un bricolaje; si lleva la reflexión de Huntin- gton uno diría que es ambigua y con Bauman es posible afirmar que tiene mucho de líquida. Con Latour se destacaría su perfil híbrido y quizá por eso Therborn la piensa como una tela de hilos entangled. Para Whitehead tiene un carácter impuesto y mutante y por eso es un inmen- so mausoleo de modernidades. Nosotros creemos que es mestiza.
En un artículo pionero de los años cincuenta, Roger Bastide (1970) se refiere a la necesidad de una sociologie du bricolage para poder comprender lo que sucede con la memoria colectiva y las tradiciones de América latina. Basándose en su amplia experiencia de campo en Brasil, utiliza la metáfora del bricolaje no tanto como la actividad casera de la reparación, sino como la práctica artística de montar una obra a partir de la unión de fragmentos de otros objetos, creando una imagen nueva a partir de elementos previos que son reusados con propósitos dis- tintos de los que fueron creados (Bastide, 1970).
Para Laurence Whitehead (2006) la distinctiveness de la modernidad de América ha radica- do en que los proyectos fueron siempre impuestos desde arriba y sin la participación local y que a pesar que no hubo una resistencia fuerte, que como por ejemplo lo hubo en otros continentes controlados por el islam, los proyectos nunca fueron completamente asimilados ni digeridos, por lo tanto los resultados fueron diferentes de los esperados. De este modo, la modernización de América Latina ocurrió de una manera desigual e incompleta, lo cual ha llevado a los países a buscar cada cierto tiempo un nuevo proyecto de modernización sin haber concluido el ante- rior, dejándolos incompletos, a medias, produciéndose entonces unas modernidades fragmen- tarias que en su conjunto se han convertido en un inmenso mausoleo de modernidades.
En un texto más reciente, Björn Wittrock (2002) propone que para poder comprender las singularidades de las múltiples modernidades, es importante aceptar que se convirtió en una condición global que se expresa en un cambio de conjuntos, de “conjunciones” culturales, institucionales y cosmológicas. Que no hay rasgos específicos, pues no fue verdaderamente secular y que sus rasgos son unas promesas, un conjunto de principios estructuradores que permiten definir esa condición global.
Buena parte de las dificultades con las teorías de la modernización es que, como afirma Alexander, han sido pensadas en un código binario, como dos polos opuestos o de dos lugares extremos de un camino que van desde lo feudal a lo capitalista o desde lo tradicional hasta lo moderno. En la tabla 1 he colocado una lista de esas categorías binarias que se encuentran en la literatura. Unas son amplias y se refieren a largos periodos históricos, otras son más reducidas en su campo analítico.
El problema con estos códigos binarios es que, cuando uno piensa en su aplicación en Améri- ca Latina, encuentra que no está completamente en ninguno de los dos lados. Y está en los dos lados. Unos países puede decirse que están más del lado moderno y otros del tradicional. A lo interno de los países hay regiones que pueden tener más rasgos de una producción capitalista y otros mantener relaciones de producción semifeudal. En unas áreas de las ciudades domina la propiedad de la tierra, mientras que en otras de esas mismas ciudades sólo existe posesión. Ciertas personas pueden tener una personalidad conformista y solo buscar con su trabajo o empresa satisfacer sus necesidades, mientras que otros querrán maximizar los beneficios y acumular capital y riqueza. Algunos sectores sociales tienes actitudes individualistas, mientras que otros grupos étnicos o sociales privilegian el carácter gregario de su acción. Hay actores económicos que organizan su actividad con criterios de rentabilidad y productividad, incluso de sostenibilidad financiera y ambiental, mientras que otros actores actúan como depredado- res con una visión de corto plazo en su acción rentista y extractivista.
Tres elementos uno puede concluir sobre este proceso de modernización en América Latina. El primero es que no es binario, no es blanco o negro, es algo diferente, tiene un color distin- to. El segundo es que tampoco es un continuum que se mueve entre un polo y otro. Esa fue la manera como interpreto Germani (1968) el proceso de modernización de América Latina al hablar de la “época de transición” ; y fue también la manera como unas décadas antes Redfield (1944) había interpretado lo que ocurría en la provincia de Yucatán en México, en el pasaje de lo folk a lo urbano. Estas interpretación del continuo fue uno de los motivos importantes de la crítica sociológica que, en los años sesenta y setenta, se le hizo a la teoría del subdesarrollo, pues, se afirmaba y con razón, que tal situación no era la consecuencia de que la región estaba más atrasada en la autopista del tiempo hacia el desarrollo, sino que ambas realidades, subde- sarrollo y desarrollo eran coetáneas y se producían mutuamente.
El tercer elemento es que tampoco se trata sólo de una yuxtaposición de procesos socia- les. En el cementerio de modernidades de Whitehead se acumulan desechos, pero también se integran, se mezclan los aspectos del pasado con los nuevos, quizás igualmente impuestos trasplantados, pero que amalgaman. La descripción que hace Sol Tax (1972) de los hábitos y las fiestas de los campesinos de Panajachel en Guatemala, que por una muy sutil vía obligan al reparto de fortuna por los más adinerados, con lo cual se impide la acumulación y garantiza la redistribución, es muy similar con lo acontece con el igualitarismo de las pobres urbanos en las favelas del continente, que frena con afecto el ascenso social y la salida de la zona pobre de los que reciben mayores ingresos, y representa un mestizaje de procesos sociales distintos. Tax lo calificó de Penny Capitalism, y aunque usa la referencia al capitalismo, le añade el penny para mostrar la singularidad, algo distinto de la economía tradicional y de la capitalista.
Por eso es que Göran Therborn (2003) prefiere hablar de realidades entrelazadas, de una modernidades entangled en la cual hay realidades sociales diferentes, con niveles o tipos de modernidad desiguales, pero que no están, ni pueden ser interpretadas como realidades se- paradas, sino que se necesitan y requieren una a otra, que deben buscar interpretarse en su conjunto.
Todas esas conceptualizaciones apuntan a los elementos que debemos incluir, integrar y con- servar, pero nos parece que también mantienen la separación y no logran nombrar la síntesis novedosa que ocurre a nivel social, lo nuevo que surge, pues están más pendientes de los ori- gines que de los resultados. Los hilos que se entremezcla en la expresión de Therbonr tienen colores distintos, aunque la tela resultante, al mirarlo a distancia, como en un cuadro impre- sionista, se combinan y se ven como iguales, pero están separados. La metáfora no logra dar cuenta de la realidad nueva que es el mestizaje social y cultural que ofrece la modernidad de América Latina. El café y la leche no se encuentran separados en el café con leche.
Sostenemos que la idea de mestizaje como hecho cultural y proceso sociopolítico, es mucho más apropiada para describir lo nuevo que hay en América Latina, y que no se puede reducir a lo que había de tradición con lo que se aportó de modernización (Briceño-León, 2018). Así como el mestizo es una nueva realidad racial que no se puede reducir a los progenitores negro y blanco, y el café con leche es algo nuevo que no se restringe al café o la leche que lo originaron. Es una realidad nueva, es una modernidad café con leche.
La modernidad mestiza es una realidad presente, pero, además, debe ser una proyectada como una promesa hacia el futuro. En lugar de continuar auto flagelándonos por no haber al- canzado la modernidad tipo europea, debemos asumir con orgullo nuestro mestizaje, exaltarlo y convertirlo en un programa cultural y político.
No hacerlo de ese modo tiene el riesgo de ponernos en la conocida ruta dicotómica de exaltar el pasado rural, indígena o feudal, con falsedad y nostalgia, pues es una realidad que ya no exis- te; o exaltar el modelo modernizador universal del progreso y de las fuerzas civilizadoras que tampoco han funcionado. El camino del futuro no puede enaltecer al buen salvaje, ni tampoco al buen civilizador.
En su propuesta para reconstruir la modernidad, Alain Touraine (1992) sostiene que la mo- dernidad es el resultado de complementariedades y oposiciones, del diálogo entre la raciona- lización y la subjetivación. Pero ese diálogo debe traducirse en una síntesis, en algo nuevo que no puede responder exclusivamente a la angustia de la identidad perdida que, como afirma Touraine, se vive en “el sur”, sino a una síntesis de las consecuencias del pasado y de los reque- rimientos del futuro.
La modernidad mestiza es una propuesta que busca combinar las exigencias de la raciona- lidad instrumental de la modernidad capitalista con las especificidades culturales que nos ha legado la tradición. La modernidad mestiza es entonces una a-sincronía donde los procesos sociales no coinciden con los tiempos históricos pasados, pero buscar integrarlos con una pers- pectiva de futuro.
Es posible no hacerlo de ese modo, pero eso sería repetir la experiencia de los programas de desarrollo económico o de las formulas políticas importadas en inservibles de la democracia o de la revolución. Recetas, planes y programas que se aplican y se desechan con grandes costos y frustraciones. O, también, obligaría a repetir el antiguo rito de desacato que se aplicaba durante el periodo colonial, cuando los líderes locales, ante las inaplicables ordenanzas que llegaban del Rey de España, se colocaban el pliego contentivo de la orden (hoy en día sería sería el pen drive) sobre su cabeza y declaraban solemnemente: “se acata pero no se cumple”.
Muchos factores actúan como determinantes en este proceso de un mestizaje exitoso. Hay hibridaciones que se tienen que admitir en el diseño económico y ver cómo se logra potenciar unas extrañas realidades de la tercerización del mercado laboral que en unos casos es empleo precario y en otros unos empleos súper modernos, vinculados a la alta rentabilidad tecnológica e informática (Weller, 2004). En los programas políticos, los gobiernos y los partidos o fuer- zas sociales, deben acostumbrarse a actuar en una zona gris, que no es ni totalmente legal ni tampoco ilegal, peo que funciona (O´Donnell, 2006); o quizá apuntando a que en la región, como escribía Epstein, los mejores chances no los tiene ni el autoritarismo ni la democracia li- beral, sino las “democracias parciales” (Epstein, Goldstone,, Kristensen, & O’Halloran, 2006). Aparte de eso hay otro aspecto que consideró fundamental y es el que se vincula con la insti- tucionalidad, con el ajuste de un pacto social un pacto social que se ha basado en leyes y reglas sociales importadas y que no se compadecen ni tienen capacidad de regular la vida cotidiana de la mayoría de la población, pues le resultan ajenas o inaplicables, y que apenas le sirven, si acaso, a algunas elites para conservar su poder. La dinámica que se ha aplicado es la de inten- tar forzar la realidad y meterla dentro de las leyes que pretende imponer la modernidad del capitalismo o la modernidad de un supuesto socialismo. Una modernidad mestiza debe ir en dirección contraria: adaptar las leyes a la realidad realmente existente; para evitar que como ha ocurrido se marchite y en su lugar darle una oportunidad para que florezca.
Un modo mestizo de impulsar la modernidad es aceptar y emprender el camino del eclecticismo, y recuperar la solidaridad tradicional que ha persistido en América Latina y lanzarnos a construir una modernidad capitalista y democrática contemporánea. Formularnos una rela- ción diferente con los recursos naturales y un modo novedoso de interpretar los vínculos entre el pasado y el futuro, entre lo privado y lo público, entre la economía de mercado y la interven- ción del gobierno, entre la racionalidad individual y la solidaridad, entre la fuerza de la ley y la tolerancia, buscando un camino propio. Y aceptar con orgullo, como herencia y como proyecto, la modernidad mestiza.
La modernidad mestiza debe ser una promesa y una oportunidad. Los graves problemas que atraviesa América Latina, las dificultades del crecimiento económico, la pobreza y la desigual- dad, no son una consecuencia de la mucha modernidad, sino al contrario, de una falta de mo- dernidad mestiza. Aunque algunas de las protestas o movimientos políticos de la región pue- dan tener un signo anti-moderno, como lo tuvo el gobierno de Hugo Chávez con las dramáticas consecuencias del brutal empobrecimiento y la crisis humanitaria de Venezuela, la mayoría de la población no clama por menos modernidad, sino al contrario, por más y mejor modernidad. La mayoría de la población de América Latina no rechaza la modernidad, ni se quiere bajar del tren de la modernidad; al contrario, su molestia y su reclamo es porque no han podido y quiere subirse al tren de la modernidad.
Eso lo saben los campesinos que en el medio de la selva del Amazonas se compraron una antena parabólica o los mineros que por las noches y mirando a las estrellas sintonizan la bolsa del oro de Londres.
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