El anticomunismo y el fracaso de la “integración” del indio. Hacia la coyuntura crítica del genocidio en Guatemala (1954-1978)
El anticomunismo y el fracaso de la “integración” del indio. Hacia la coyuntura crítica del genocidio en Guatemala (1954-1978)
Theomai, núm. 36, pp. 24-42, 2017
Red Internacional de Estudios sobre Sociedad, Naturaleza y Desarrollo
número 36 (tercer trimestre 2017) - number 36 (third trimester 2017)
Revista THEOMAI / THEOMAI Journal Revista THEOMAI / THEOMAI Journal Estudios críticos sobre Sociedad y Desarrollo / Critical Studies about Society and Development
TheomaiIntroducción
Existe un cierto consenso en la actualidad, especialmente entre los cientistas sociales, que a partir de 1954 inició, en Guatemala, un proceso sociohistórico que desembocó en el genocidio de fines de los años setenta y principios de los años ochenta, el cual se llevó más de 200 mil vidas humanas, un millón y medio de desplazados internos y medio millón de refugiados.
El golpe de Estado de 1954, motorizado por una operación encubierta de la CIA, el fanatismo anticomunista y el temor al empoderamiento de los indígenas-campesinos, implicó el derrumbe de una experiencia de inaudita democracia y una contrarreforma agraria que restituyó casi la totalidad de las tierras expropiadas, disolvió las principales confederaciones sindicales e ilegalizó a muchos sindicatos locales mediante una cuota aún no estimada con certeza de violencia política. Estas medidas no implicaron rechazar la modernización de la estructura agraria de Guatemala, sino implementarla a través de medidas conservadoras y de un excesivo disciplinamiento social. Así, durante los años sesenta y setenta del siglo XX, guiados por las nociones de seguridad, desarrollo e integración, los gobiernos militares lograron un crecimiento económico y un cambio social en el área rural que llevó a consagrar esos años como “los veinte gloriosos”, sin mengua de la vigencia del estado de sitio, la agudización de las desigualdades sociales y la creciente violencia de Estado.
No obstante, las políticas estatales de modernización conservadora fueron rebasadas por la sociedad civil. Mientras que los intelectuales de la época definían a los problemas del indio y de la nación por una cierta imposibilidad natural a su integración a la misma, se fueron gestando las guerrillas y la movilización de las organizaciones obreras, campesinas e indígenas.
El artículo tiene por objetivo mostrar cómo el crecimiento del anticomunismo y el fracaso de la “integración” del indio confluyeron a principios de 1980 en Guatemala. A nuestro juicio, ambos procesos aumentaron la percepción de la amenaza, generaron el miedo apocalíptico de las clases dominantes y colaboraron a modelar al “enemigo interno”. Consideramos que la Doctrina de Seguridad Nacional y el racismo constituyeron dos paradigmas ideológicos que, articulados, legitimaron el genocidio.
Seguridad, desarrollo e integración (1960-1978)
Las primeras medidas tomadas por el gobierno contrarrevolucionario buscaron institucionalizar el anticomunismo. La ley Preventiva Penal contra el Comunismo,2 el Comité de Defensa Nacional contra el Comunismo,3 como otros 15 Decretos son ejemplo de ello. La nueva Constitución de Guatemala, sancionada el 2 de febrero de 1956, a diferencia de todas las anteriores, estableció que las acciones consideradas comunistas eran punibles. El siguiente gobierno se orientó a adiestrar al Ejército nacional en guerrillas y contraguerrillas formándolo fuera del país, tanto en países vecinos, como en la Zona Canal de Panamá, Francia, España y Argentina, entre otros.4 La ley de Defensa de las Instituciones Democráticas,5 que hizo más explícita la guerra ideológica, objetivó un pacto entre los partidos de centro derecha de 1960 por “la lucha ideológica y material en forma categórica y permanente contra el comunismo” y su apoyo y aval a la praxis de la alta jerarquía militar.6 Estos partidos (Movimiento de Liberación Nacional - MLN, Partido Revolucionario - PR y Democracia Cristiana - DC) apoyaron el golpe de Estado ideado por los altos jefes militares el 30 de marzo de 1963. (Villagrán Kramer, 1993: 355-406) Luego, el ejército controló el poder por intermedio de un partido de su propia creación, el Partido Institucional Democrático (PID) fundado por el Coronel Enrique Peralta Azurdía en 1966, bajo un pacto con el PR primero y en alianza con el MLN después.
Peralta Azurdía suspendió los partidos y organizaciones caracterizados como comunista y sancionó la nueva Constitución Nacional de 1965. En la misma se expresó la articulación entre seguridad, desarrollo e integración, los tres pilares principales en los cuales se asentaba el nuevo Estado. La Constitución respondía a los lineamientos de John Kennedy y la Alianza para el Progreso (1961-1963), la cual impulsó el traspaso de la fórmula de seguridad hemisférica a la de seguridad interna, combinando a la vez la asistencia militar (seguridad) y los planes de acción cívica (desarrollo) a los países latinoamericanos. La Constitución de 1965 si bien estableció formalmente el sufragio universal (Art. 19), las prácticas electorales fueron fraudulentas y corruptas, hubo una restricción del repertorio político de los partidos que se asociaban al comunismo y se violaron sistemáticamente los derechos humanos. De hecho, entre 1965-1966 se desplegó la “operación limpieza”, la primera desaparición selectiva forzada a gran escala en Latinoamérica, que consistió en cateos casa por casa de los “subversivos” a partir de la información que brindaban los servicios de inteligencia.7
En las elecciones de 1966 el Partido Revolucionario ganó con su candidato Julio César Méndez Montenegro, aunque el mismo fue impelido a suscribir un pacto secreto con los coroneles de la alta cúpula militar para la lucha contra el comunismo y la ratificación de la designación de militares en todas las gobernaciones departamentales. En éste pacto el concepto de “seguridad nacional” apareció más explícitamente.8 Fue un gobierno que recibió asistencia directa militar norteamericana, equipos modernos para la guerra antisubversiva, asesores militares y tácticas de contrainsurgencia utilizadas en la guerra de Vietnam, y durante el cual surgieron los grupos paramilitares y comandos especializados de los cuerpos de seguridad del Estado.
En los setenta, según Francisco Beltranena, “el ejército se convirtió en el factor hegemónico del poder político, y los partidos políticos en una especie de ‘Senado romano’ que fabrica el carisma de los escogidos.” (2004: 360) Desde 1971 a 1978 se consolidó la alianza entre el ejército, los partidos políticos -el MLN y el PID9- y los sectores empresariales, a fin de crear una fachada democrática caracterizada por elecciones periódicas de las que quedaban excluidos los partidos de izquierda. Los militares que participaron de este período fueron el Coronel Carlos Manuel Arana Osorio (1970-1974) y el General Kjell Eugenio Laugerud García (1974-1978), Ministro de Defensa del gobierno anterior. Durante el gobierno del General Romeo Lucas García (1978-1982), Ministro de Defensa del período presidencial previo, la crisis se hizo inminente. Con una clara impronta de las teorías y técnicas de la escuela francesa y argentina, se desplegó una intensificación del terror en la zona urbana, un estado de sitio con toque de queda por más de un año, cateos casa por casa y detenciones arbitrarias que produjeron el asesinato y la desaparición de aproximadamente siete mil doscientas personas.
La seguridad nacional como plataforma ideológica de la corporación castrense en el poder fue acompañada por la idea de desarrollo. Lo que más había consternado de la reforma agraria arbencista no fueron las expropiaciones, sino los métodos para llevarla a cabo. El desarrollo agrario del país fue considerado un objetivo importante después del golpe de Estado de 1954, más aún tras los lineamientos de la Alianza para el Progreso, pero en un claro sentido anticomunista y contrarrevolucionario. En efecto, en un comienzo se emitieron dos decretos agrarios10 que expresaron la intención de disminuir el conflicto en el área rural y de arrebatarle al campesinado el poder de decisión sobre la consecución y distribución de tierras.11 Según Handy, “la determinación del MLN de reprimir la organización campesina y destruir lo que todavía existía de dicha organización, aseguró que su política agraria reflejara los intereses de los grandes terratenientes y fuera más contrarrevolucionaria –y probablemente más contraproducente- de lo que se hayan podido imaginar los mismos liberacionistas.” (1992: 380)
La Constitución de 1956 incorporó la noción de desarrollo, una idea-fuerza que comenzó a tener una importancia central en América Latina tras constituirse en el objetivo principal de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL): “es obligación del Estado orientar la economía nacional para lograr el pleno desarrollo...” (Art. 212). Sobre esta capacidad regulatoria se montó la industrialización sustitutiva de importaciones, la cual se inició de forma paralela al establecimiento del Mercado Común Centroamericano a partir de la década de 1960. 12 El nuevo modelo económico favoreció la diversificación y expansión de exportaciones agrícolas, con la introducción del algodón, la carne y el azúcar. De forma concomitante fue creciendo una emergente burguesía comercial e industrial que se alineó a la elite agraria (AGA) en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), creado en 1957, para ser una entidad de choque contra el gobierno para el beneficio de sus intereses privados. (McCleary, 2003 y Torres-Rivas, 2006: 79- 88)
La Constitución de 1965 explicitó el nuevo rumbo a lo largo de todo un apartado dedicado al “régimen económico-social”. Señalaba que éste tenía por fin “procurar al ser humano una existencia digna y promover el desarrollo de la nación” (Art. 123) reconociendo la libertad de empresa, la que sería apoyada y estimulada por el Estado “para que contribuya al desenvolvimiento económico y social del país” (Art. 124). El Estado pasaba a cobrar un lugar central: “El Estado promoverá, orientará y dirigirá la aplicación del proceso de desarrollo de la comunidad para lograr la participación voluntaria de la población en el progreso nacional del país...” (Art. 138). Por ello instaba al desarrollo agropecuario a través del fomento a las empresas, pero también a través de programas de transformación y reforma agraria “proporcionando a los campesinos, pequeños y medianos agricultores, los medios necesarios para elevar su nivel de vida y los que tiendan a incrementar y diversificar la producción nacional” (Art. 126).
Los sucesivos “planes de desarrollo” impulsaron la diversificación productiva hacia nuevos rubros y la exportación fuera de la región frente al agotamiento del Mercado Común Centroamericano. La burguesía agraria desarrolló la producción de bienes manufacturados y “las nuevas elites comerciales, industriales y financieras hicieron su riqueza en actividades de exportación – importación y en el pujante sector bancario.” (McCleary, 2003: 22) El primer Plan Nacional de Desarrollo se dirigió a reorganizar y tecnificar la administración pública, mientras que el segundo, a paliar la inflación producida por la crisis del petróleo de 1973. Tras el terremoto de 1976, la tarea de la reconstrucción nacional corrió en paralelo a la industrialización y al desarrollo.
Según los analistas económicos, entre 1950 y 1973 se vivió una importante prosperidad económica. En el período 1960-1970 la industria guatemalteca creció una vez y media más rápido que el PBI, aunque no puede decirse lo mismo de la década de 1970. (Guerra-Borges, 2006 : 149) La contraparte fue una alta concentración de la producción en un número reducido de agricultores. Miles de trabajadores y campesinos cambiaron sus condiciones de vida al ser expulsados de las tierras que cultivaban. Alain Rouquié esgrime que se agudizó un proceso de pauperización, acrecentado por el crecimiento de la población que siguió siendo alto durante los “veinte gloriosos.” (1994: 104) Las condiciones de los nuevos cultivos, como el algodón y la ganadería, como no requerían de trabajadores permanentes, favorecieron la conversión de los colonos en asalariados. Estimaciones conservadoras indican que el cultivo de algodón ofrecía seis veces más empleo que la hacienda ganadera; el azúcar, siete veces más y el café, trece veces más. De este modo, el campo se pobló de gente sin tierra y las barriadas brotaron a lo largo de los caminos nacionales.
El gobierno de Ydígoras Fuentes promulgó el Decreto 1551, Ley de Transformación Agraria, que entre sus escasas innovaciones creó el Instituto de Transformación Agraria (INTA), pero no tuvo tiempo de aplicarlo al ser derrocado por el golpe de Estado. El gobierno de Arana Osorio, eligió la colonización de áreas de la selva del norte de Guatemala, las que se conocen como la Franja Transversal del Norte: 914 mil hectáreas que se extienden de oriente a occidente en la parte centro-norte de Guatemala, colindando con el departamento del Petén y comprendiendo la parte norte de los departamentos de Izabal, Alta Verapaz y Quiché. Pero el nivel de ejecución fue muy bajo. De 1955 a 1981, el total de tierras distribuidas por los siete gobiernos del período fue de 664180 hectáreas, casi la misma cantidad distribuida por Arbenz en 18 meses. (Guerra-Borges, 2006 : 113 y 156-163)
El indigenismo, como política de Estado frente al llamado problema indígena, dejó paso al integracionismo como modelo alternativo. La Constitución de 1965 lo plasmó en el art. 110: “El Estado fomentará una política que tienda al mejoramiento socioeconómico de los grupos indígenas para su integración a la cultura nacional”. Si bien no se cerró el Instituto Indigenista Nacional, se redujo su presupuesto mientras se creó, favoreció y apoyó al Seminario de Integración Social Guatemalteca, sobre el cual nos explayaremos en el siguiente apartado. Acá basta consignar que el imperativo por la integración social tenía que ver con fines anticomunistas articulados a través de diferentes propuestas religiosas, del trabajo de protestantes y católicos.
Los protestantes trabajaron, sobre todo, por medio del Instituto Lingüístico de Verano, cuya labor de traducción y alfabetización se implementó para erosionar las posiciones de la religión maya y del catolicismo. Si bien muchos protestantes fueron duramente reprimidos al inicio de la contrarrevolución, Castillo Armas permitió la operación de las misiones protestantes extranjeras más conservadoras, las cuales adquirieron un notable protagonismo hacia finales de la década. (Stoll, 2002) Como consecuencia de ello, se inició un proceso de atomización “sectaria” y muchas denominaciones pasaron a ser pentecostales. (Cantón, 1998: 87 y Garrard-Burnett, 1989: 137) Durante los años sesenta, los traductores del Instituto Lingüístico de Verano eran anticomunistas. (Stoll, 2002: capítulo 2)
Los católicos trabajaron sobre todo a través de Acción Católica. La estrategia contra el comunismo consistió en la evangelización por medio de la expansión del acceso a la educación en el área rural. Así en:
Huehuetenango van a ser los Maryknoll a partir de los 40, en Totonicapán, Chimaltenango y El Quiché es donde pone sus bases Acción Católica, y en este último departamento se une la labor evangelizadora de la orden de Misioneros del Sagrado Corazón que llegan en 1955 y los jesuitas que arribarán en los 70. (…) En la Alta Verapaz el proceso será más tardío, de fines de los 60, con los salesianos, dominicos y otros y de la mano del obispo Flores. (Bastos y Camus, 2006: 32)
El conjunto de las acciones apuntó hacia el resquebrajamiento del aislamiento de las comunidades, un objetivo que se lo logró en gran medida. La contrapartida fue el impulso organizativo. En 1967 había 145 cooperativas registradas y en 1975 eran 510 y “hacia mediados de la década de los setenta un 20% de indios del altiplano estaba organizado en algún tipo de cooperativa.” (Vilas, 1994: 104)
La mayoría de los investigadores acuerdan en el cambio social -producto de la conjunción de crecimiento económico, modernización y cambio cultural- que vivió Guatemala, especialmente la sociedad indígena, a lo largo de las década del sesenta y setenta. En primer lugar, se vio un cambio en la estratificación social. Los indígenas empobrecidos tuvieron que combinar las actividades de subsistencia con la proletarización de temporada, mientras que hubo un proceso de acumulación de capital para quienes dejaron de ser campesinos y se convirtieron en artesanos y comerciantes al interior de las comunidades indígenas. En segundo lugar, se erosionaron fuertemente la costumbre y las creencias tradicionales favorecidas por la conversión religiosa fomentada por Acción Católica y las sectas evangélicas. (Grandin, 1997: 7-34) Según Le Bot, se trató de una modernización con aculturación, pero sin ladinización. (1995) La educación hizo que una generación de jóvenes comenzara a cuestionar las normas de la tradición y la legitimidad del poder en el ámbito local. Esto tuvo un correlato en los procesos electorales, ya que fueron los jóvenes los que comenzaron a proponerse como candidatos en los puestos públicos locales socavando la posición de los principales y la estructura tradicional de autoridad de las personas con edad, así como el de los terratenientes que hacían de patrones o compadres. Las elecciones de 1974 demostraron cómo miembros de la burguesía indígena pudieron presentarse como candidatos y ganar puestos políticos tradicionalmente dominados por ladinos: dos bancas en el Congreso de la República. Estos cambios se trasladaron a la esfera cultural, especialmente en relación a las cofradías y a los costumbristas. (Bastos y Camus, 1996: 19)
Durante los años sesenta la Iglesia y Acción Católica impulsaron a algunos jóvenes indígenas a alcanzar estudios universitarios, principalmente en la Universidad Rafael Landívar. Esta Universidad organizó en 1967 el Centro de Autoformación para Promotores Sociales, un programa especial para formar a líderes indígenas que fungieran como “agentes de cambio” en sus respectivas comunidades de diez departamentos. Hacia fines de los años sesenta, la segunda generación de catequistas de Acción Católica, tras finalizar sus estudios universitarios regresó a sus comunidades, “pero pronto se darían cuenta del efecto de la discriminación étnica: a pesar de su formación y de todo el esfuerzo invertido, carecían de las mismas oportunidades de trabajo que los ladinos.” (Gálvez Borrel, 1997: 56) Los que no optaron por la ladinización comenzaron a desarrollar análisis políticos de los problemas sociales que afectaban a sus comunidades. Iniciaron campañas de alfabetización, dieron clases de organización comunitaria y autodefensa y formaron las comunidades cristianas de base. (Grandin, 1997: 15) Tras el giro hacia la “opción preferencial por los pobres” de muchos sacerdotes, monjas y catequistas, los religiosos que trabajaban en el área rural comenzaron a percibir los problemas sociales no sólo espirituales, sino materiales.
Según Rouquié, en una época de visible prosperidad pero signada por una agudización de las desigualdades sociales, un catalizador ideológico puede desembocar en una revolución: “decir que la revolución en América Central nació del encuentro paradójico de la prosperidad económica con la ‘teología de la liberación’ puede parecer exagerado, pero no dista mucho de la realidad.” (Rouquié, 1994: 108-109) Tras el Concilio Vaticano II muchos sacerdotes y religiosos se radicalizaron políticamente y su acción misionera contribuyó a la consolidación de una nueva identidad comunitaria a través del apoyo al movimiento de masas y del acercamiento de la población a la guerrilla. La adhesión de la mayoría indígena al movimiento guerrillero, según Grandin, fue a través de las relaciones locales de poder comunitario y patriarcal. (Grandin, 2007: 329) La guerrilla, por su parte, aprovechó la penetración que la iglesia católica había tenido en las comunidades indígenas y logró enlazar en su proyecto armado a la movilización campesina que tenía sus raíces en los años cuarenta.
Intelectuales: el indio, la nación y el cambio social
Si bien en las décadas revolucionarias de 1945-1954 se ampliaron los derechos civiles, políticos y sociales a masas de la población anteriormente excluida, ello no implicó una integración social. La introducción del integracionismo en Guatemala fue producto de la influencia de la antropología funcionalista y culturalista estadounidense en Antonio Goubaud Carrera13, quien junto a David Vela habían creado el Instituto Indigenista Nacional. (Ordoñez Cifuentes, 1997: 238; Smith, 1999: 99) La integración social fue el objeto de preocupación que legitimó la creación del Seminario de Integración Social Guatemalteca a mediados de 1956. De cara a la urgencia de una política integracionista, el debate giró en torno a la resistencia cultural del indio y a las posibilidades de su ladinización.14
El Ministerio de Educación Pública reeditó los libros de los reconocidos académicos estadounidenses de la Universidad de Chicago, Robert Redfield y Sol Tax, dos investigadores con mucho trabajo de campo etnográfico en México y Guatemala, con teorizaciones sobre las sociedades rurales y urbanas y explicaciones al cambio social y cultural producto del contacto entre ambas. La unidad de análisis principal de Redfield fue la comunidad, cuyo cambio social y cultural podía estudiarse a partir de su tamaño relativo, su aislamiento y su homogeneidad y heterogeneidad. Su principal constructo fue el concepto de “sociedad folk” caracterizada por el aislamiento, la homogeneidad cultural, la organización de los valores sociales fundamentados en la comunidad, el carácter personalizado de las relaciones sociales, la importancia de las relaciones familiares, la trascendencia de las relaciones sagradas, etc. El conjunto de estos elementos se irían transformando en la medida en que las comunidades experimentaran contacto y comunicación con la sociedad urbanizada y adquirieran un modo de vida análogo. (Romero Contreras, 1999)
A estas publicaciones se sumó la reedición de la versión castellana de 1938, traducida por el mismo Antonio Goubaud Carrera, del libro del médico Otto Stoll. Etnografía de Guatemala fue una obra de antropología científica aplicada, un estudio lingüístico y etnológico de Guatemala, del año 1884 que, imbuida en el positivismo de la época, investigaba los procesos mentales del ser humano. A Stoll le preocupaba especialmente algo que volvía a reflotar en la época: que las lenguas autóctonas pasaban por una “hispanización violenta” y que por eso “inevitablemente” tendían a degenerar, lo cual era “causado por el creciente trato que los indígenas tienen con la gente de raza blanca del país, y sobre todo, con los mestizos que hablan sólo el castellano.” (1958: XLVII ) Él creía muy importante conocer al indígena de Guatemala a través de la investigación científica, aún contra su voluntad y con el ejercicio de “cierta coerción sobre él.” (1958: XLIX)
El prólogo de Goubaud, fechado en 1936, consideraba de importancia el acercamiento de esta obra a los guatemaltecos, porque estimaba que “la mejor forma de llegar a fundar la homogeneidad entre los varios sectores étnicos de Guatemala es precisamente con el mayor conocimiento psicológico de ellos, y no con una olímpica indiferencia”. (Goubaud, 1936: XV. Las itálicas son nuestras. ) Sin embargo, en su reedición de 1958, las razones se vinculaban a las tesis novedosas de Richard Adams, al proceso de ladinizacion inevitable:
Es conveniente observar que los temores expresados por Stoll en 1883 relativos a la desaparición de las lenguas indígenas se han ido confirmando. (…) También es obvio que las antiguas áreas lingüísticas aisladas van reduciéndose por el cambio de lengua en algunas de sus comunidades componentes, y que la población total de habla indígena tiende a disminuir por los procesos de ladinización. (Seminario de Integración Social Guatemalteca, 1958: X)
Dos años antes el mismo Seminario había publicado un libro fundacional, la Encuesta sobre la cultura de los ladinos en Guatemala realizada por el antropólogo norteamericano Richard Adams. Fundacional porque por primera vez en profundidad el “ladino” pasó a ser objeto de estudio. La investigación partía de la consideración asumida por los guatemaltecos de dividir a la población en ladinos e indígenas, división que, según el autor, no respondía a grupos raciales sino a “grupos socioculturales, en los cuales se encuentran algunos paralelos históricos con lo racial.” (Adams, 1956: 18) En otros términos:
…existe una estrecha correlación entre raza y cultura indígenas, lo mismo que entre raza y cultura no indígenas. Ello, sin embargo, no significa que una persona que parece ser de un particular grupo racial deba ser siempre clasificada dentro del correspondiente grupo étnico. Por lo tanto, el término “ladino” no debe confundirse con los términos “blanco” o “mestizo”. (Adams, 1956: 19)
Para mayor claridad, Adams expresó algo que difícilmente se observaba en otros pueblos de América Latina: “el término ‘indígena’, pues, se refiere a un grupo sociocultural, mientras que el término ‘ladino’ ha venido a designar, en general, a cualquier persona que no pertenece al grupo indígena.” (Adams, 1956: 20) Basándose en las consideraciones de su colega Tax, reforzó la idea de la autonomía local que tenía el municipio, entendido como unidad sociocultural indígena, a comparación de la relativa individualidad que éste presentaba en las áreas ladinas. Para los ladinos, el significado del municipio “descansa sobre bases algo distintas”: su sentido social tenía una relación con el pueblo que fungía como cabecera a través de la cual se canalizaban las órdenes del gobierno central. (Adams, 1956: 152) Es decir que los ladinos eran los que se proyectaban culturalmente dentro de un Estado-nación, no así los indígenas que se limitaban a su vida municipal. La distinción entre municipios u otras unidades se podía realizar gracias a otra noción novedosa: la idea de un “continuum general” que abarcase “desde los indígenas que se parecen menos al ladino contemporáneo hasta aquellos que se encuentran más ladinizados.” (Adams, 1956: 23) Esta idea le permitió observar un continuo crecimiento de la población ladina provocada por tres razones: la primera, por el constante proceso de ladinización “a través del cual, en cada generación indudablemente, algunos indígenas salen de la órbita de su cultura y se adhieren, por ellos mismos, a la sociedad ladina”; la segunda, porque donde ha habido inmigración, la misma incrementó la población ladina y no la indígena; la tercera, porque “el incremento natural de los ladinos es mayor que el de los indígenas.” (Adams, 1956: 37)
Tan relevante como la obra de Richard Adams son las notas que de él hizo el Seminario. Este destacó la importancia que tenía el estudio “de la cultura de los ladinos rurales, semiurbanos y urbanos del país” puesto que era un “aporte original al conocimiento de lo guatemalteco.” Pero además, que la obra contenía “una delimitación bastante precisa entre los dos grandes grupos culturales de Guatemala, así como una exposición sencilla y admirable de los procesos mediante los cuales los miembros del grupo indígena se están convirtiendo en miembros del grupo ladino.” (Seminario de Integración Social Guatemalteca, 1956: 5. Las itálicas son nuestras) Cada vez más lo guatemalteco se identificaba a lo ladino, proceso ahora respaldado científicamente. En este proceso de modernización conservadora, la cuestión indígena y el cambio cultural adquirían también una temporalidad acorde al proceso. Según Gonzáles-Ponciano, el antropólogo Richard Adams “argumentó que habían dos clases de cambio cultural, uno gradual y de tipo evolutivo y otro rápido y revolucionario. La antropología aplicada debería concentrarse en el primero. Las reformas tendrían que ser pequeñas y paulatinas. El cambio radical era no solamente indeseable sino condenable.” (Gonzáles-Ponciano, 1999: 30)
La perspectiva comunitaria favoreció la explicación de los problemas del indio por la naturaleza, aislamiento, atraso y resistencia al cambio del mismo. En la introducción a otra compilación del Seminario, se esgrimía que:
A la larga, los pueblos indígenas de Guatemala sólo serán capaces de alcanzar y mantener patrones de vida más altos, mejorando su eficiencia económica. Este proceso se ve impedido por las barreras culturales que hay entre los indígenas y el resto de la población, y –lo que es más significativo- por las tradiciones culturales antiquísimas que determinan la resistencia de la población indígena a los cambios materiales, particularmente en sus aspectos técnicos. En consecuencia, el problema económico de elevar los patrones de vida en Guatemala es también un problema indígena. (Mosk, 1958: 25. Las itálicas son nuestras)
Y en uno de sus artículos dedicado a los “problemas del cambio económico y social” se afirmaba:
El aislamiento cultural y la actitud defensiva del indígena, productos de su dura experiencia en siglos pasados, constituyen quizás el problema nacional básico de Guatemala. El modo de vida indígena continúa ofreciendo una gran resistencia a ser modificado por las influencias externas (…). Satisfechos con un poco más de su ración de maíz y acaso de aguardiente, el aporte principal que los indígenas han hecho (…) ha sido el de dar mano de obra a las grandes fincas cafetaleras en épocas de cosecha. (Britnell, 1958: 49)
Asimismo, recomendaba el mismo proceso de cambio “lento y gradual”: “se podrían aprovechar para la obra las organizaciones comunales de voluntarios que existen en muchos municipios indígenas, siempre que se tuviese cuidado de no insistir en cambiar de inmediato las tradiciones profundamente arraigadas.” (Britnell, 1958: 59) Un proceso de cambio cuya responsabilidad debía recaer en el Estado, a pesar de que éste no pudiese lograrlo: “está claro que en las circunstancias prevalecientes, el Estado debe asumir el papel principal en el adelanto de estos segmentos subdesarrollados de la economía guatemalteca. Sin embargo (…) el progreso ha sido obstaculizado por el distanciamiento tradicional de los indígenas y de la población rural en general.” (Britnell, 1958: 57)
El proyecto modernizador del Seminario recibió un importante reconocimiento en el IV Congreso Indigenista Interamericano realizado en 1959 en Guatemala, cuya segunda delegación más numerosa fue la del Instituto Lingüístico de Verano. (Gonzáles-Ponciano, 1999: 31)
La imagen del indio “redimible” contrastaba con la supuesta “indolencia”, resistencia, determinación cultural y aislamiento que se le atribuía al mismo. La perspectiva comunitaria remitía, a su vez, a imágenes de un Estado débil, falta de unidad nacional y, sobre todo, situación de amenaza. Uno de los grandes quiebres ocurrió en 1962 cuando Richard Adams se retractó de las afirmaciones que sostenían la ladinización inevitable de la población indígena. Durante los años sesenta y setenta, como ya hemos señalado, los programas de integración indígena comenzaron a ser parte de las medidas de contrainsurgencia bajo los programas de desarrollo. Paralelamente, la intelectualidad de la izquierda guatemalteca se dio a la tarea de “redescubrir” a la sociedad indígena. Esto impuso una relectura de los problemas sociales del país que acarrearon fuertes críticas al indigenismo, al mestizaje, a la aculturación, a la ladinización y a la integración y a la localización del racismo como un punto central de la discusión. Ideas como antiimperialismo, marxismo, dependentismo y colonialismo interno, llegaron a hibridarse dando formas muy novedosas de pensar la realidad social. Los principales exponentes fueron Carlos Guzmán Böckler15 y Severo Martínez Peláez16, entre quienes se dio una acalorada polémica en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Sintéticamente, podemos adelantar que Carlos Guzmán Böckler junto a Jean-Loup Herbert, en Guatemala: una interpretación histórico-social de 1970, consideraron que el antagonismo entre los grupos ladino e indígena constituía la determinación primera de la estructura social guatemalteca, la cual se ligaba a la dominación exterior (conquista, colonización, imperialismo, neocolonialismo) y a las relaciones de clase. Tras cuatro siglos y medio desde la conquista, consideraban que el indio había resistido a su destrucción, “defiende su identidad amenazada, afirma su solidaridad, se rebela contra el trauma de la colonización. Al contrario y paralelamente, el ladino niega y discrimina a la mayoría, convirtiéndose en un intermediario económico y cultural de las sucesivas metrópolis”. (Guzmán Böckler y Herbert, 1970: 56) En ese violento antagonismo se había forjado la nación guatemalteca. Los autores entendían que la clase “indígena”, por ser la clase más explotada y más resistente, era la llamada a “profundizar el movimiento de liberación y revolución” en marcha. Ellos consideraron que el antagonismo objetivo, de clases sociales, por encuadrarse en una relación colonial o de dependencia, tenía un contenido racial. La emancipación, entonces, debía provenir de la ruptura de la dominación por la afirmación absoluta del ser histórico dominado, de la toma de conciencia del antagonismo y del racismo. El “indio”, sometido, desconocido, colonizado y explotado, era el único que podía librar la contienda fuera del sistema.
Estos planteamientos polemizaron con el historiador comunista Severo Martínez Peláez, quien desde una perspectiva más ortodoxa del marxismo, había publicado casi en paralelo La patria del criollo. A juicio de Martínez Peláez, el problema del indio se explicaba en la “historia de aquellos factores que durante siglos han bloqueado el desarrollo de [sus] facultades físicas o intelectuales (…), encerrándolo en una situación de esclavo, de siervo, o de trabajador asalariado semiservil”. (Martínez Peláez, 1994: 566) El historiador consideraba que el problema del indio tenía su verdadera fuente en la opresión, es decir, en la transformación de los “naturales” en la clase social de indios siervos. La pervivencia a lo largo de siglos de estos factores de opresión era lo que impedía resolver en el presente el problema del indio. El concluía que en Guatemala había “indios siervos” porque la estructura socioeconómica colonial –de carácter feudal- no había sido aún revolucionada. Tras cuatro siglos de servidumbre, el trabajador permanecía en el nivel miserable de un siervo colonial: “una pobreza de siglos, una ignorancia plagada de supersticiones, un profundo escepticismo respecto de las iniciativas de rebeldía”. (Martínez Peláez, 1994: 585) La revolución en Guatemala, como consecuencia, tendría como correlato la desaparición del indio y debía orientarse hacia la supresión de la cultura (las lenguas indígenas y la indumentaria, por ejemplo), las costumbres y la mentalidad del indio porque eran parte de la opresión y del siervo colonial.
Los diferentes planteamientos sobre el “problema social del indio” fueron parte de la autocrítica de la izquierda guatemalteca y signaron las características de las organizaciones revolucionarias que se reorganizaron y refundaron en los años setenta. Así, las ideas en torno al racismo fueron retomadas radicalmente en la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), la cual salió a la luz pública en septiembre de 1979. Su mentor, el comandante Gaspar Ilom (Rodrigo Asturias), escribió dos largos y densos textos titulados Racismo I y Racismo II, aún inéditos, a comienzos de los años setenta. Ideas más matizadas, en cambio, se vieron en el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), que salió a la luz en junio de 1975.
La acción colectiva
Los años subsiguientes a la contrarrevolución de 1954 implicaron una lenta pero creciente agudización del conflicto social. La década del sesenta tenía que enfrentarse a una crisis del Estado oligárquico que no había logrado resolverse y al imperativo de una transformación de la estructura social. Como en el resto de América Latina, el triunfo de la revolución cubana no sólo había ofrecido un ejemplo, sino la idea que hacer la revolución era un imperativo moral. (Martí I Puig, 1998: 70) Ello impulsó a las primeras organizaciones armadas, compuestas primordialmente por sectores medios urbanos durante la década del sesenta. En 1960 un grupo de oficiales subalternos fundó el Movimiento Rebelde 13 de Noviembre, el cual comenzó sus operaciones el año siguiente en Izabal. Y de la lucha de marzo y abril de 1962, dirigida por estudiantes universitarios, surgió el Movimiento 12 de Abril. La frustración del proceso revolucionario arbencista implicó, sobre todo, replanteos dentro del Partido Guatemalteco del Trabajo, el partido comunista de Guatemala, y cambios en las ideas de la joven dirigencia de izquierda: ni la tesis estalinista de la “revolución por etapas”, ni la vía no armada eran viables y efectivas en Guatemala para alcanzar el cambio social. Así, el PGT decidió impulsar todas las formas de lucha, y en 1961 comenzó a optar por la lucha armada a través de un frente guerrillero en la región de Concuá, Baja Verapaz, que operó bajo el nombre 20 de Octubre. (Aguilera Peralta, 1981) La unión de estos tres movimientos en diciembre de 1962 fundó las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). No obstante, en paralelo a la celebración de la Tricontinental (1966) y a la OLAS (1967), las FAR y el PGT sufrieron recurrentes derrotas y la muerte de la mayoría de sus cuadros político-militares. Estas experiencias confirmaron que la perspectiva foquista daba pocos resultados en el oriente ladino de Guatemala y obligaron al debate crítico de la izquierda, alcanzando el terreno de las ciencias sociales, como hemos mostrado en el apartado anterior. A fines de la década del sesenta, la discusión académica no pasaría por las vías para el cambio social, sino por el objeto y sujeto de la revolución y el papel de la vanguardia en ella. Inexorablemente, y de forma muy diferente a otros lugares de América Latina, se retornó a la cuestión nacional.
Desde 1972, los indígenas habían tomado la iniciativa y habían creado los Seminarios Indígenas, reuniones con representatividad de pueblos y etnias, en los que se discutían la situación social, cultural, económica, política de los indígenas del país y a través de los cuales los líderes indígenas se ponían en contacto entre sí. El conocimiento del idioma español aprendido por los catequistas y otros activistas sociales y el acceso que algunos indígenas tuvieron a un grado universitario permitió un nuevo vínculo entre indígenas y ladinos. Esas relaciones se vieron en la práctica tras el terremoto del 4 de febrero de 1976, que provocó la muerte de veintitrés mil personas y más de setenta y siete mil heridos, cuando numerosos voluntarios civiles se dispersaron en el altiplano y vieron una realidad que hasta el momento desconocían. Esto acrecentó las redes de solidaridad horizontales y la toma de conciencia popular, especialmente en las regiones mayas.
En este mismo año, en la ciudad surgieron una serie de organizaciones sindicales que crearon el Consejo Nacional de Unidad Sindical y el Comité de Emergencia de los Trabajadores del Estado.17 Las movilizaciones sociales y las huelgas urbanas y rurales desde 1977 se vieron como nunca antes incrementadas.18 Una de las más relevantes fue la marcha de los mineros de Ixtahuacán, Huehuetenango, en 1977, frente al despido de 300 trabajadores Mam, quienes se propusieron cubrir 300 km. hasta la capital. Si bien el Comité de Unidad Campesina no había hecho su aparición pública, gran parte de su organización previa se puso en movimiento durante esta marcha. Los mineros entraron a la ciudad de Guatemala: “millares de personas se volcaron a las calles para aplaudir a los manifestantes, nunca antes se había visto una tal demostración de solidaridad entre indígenas y ladinos, entre campesinos, obreros y estudiantes.” (Menchú y CUC, 1992: 40-41) En el campo, la respuesta del gobierno fue el comienzo de una represión masiva e indiscriminada, inaugurada el 29 mayo de 1978 con la masacre de Panzós, de Alta Verapaz.
Como resultado de los fracasos de las acciones armadas de la guerrilla y de la crispada situación social, surgieron dos nuevas organizaciones guerrilleras con características notablemente diferentes a las perspectivas del PGT y las FAR: el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) que vieron la luz pública en junio de 1975 y septiembre de 1979 respectivamente. Si el PGT y las FAR habían concebido a la sociedad y a la estrategia guerrillera en términos de clases sociales dándole a la clase obrera el papel protagónico de la lucha revolucionaria, los indígenas en cuanto tales no eran considerados actores de la revolución, sino que lo eran como consecuencia del proceso de proletarización o semiproletarización ocasionado por sus desplazamientos temporales del altiplano hacia Costa Sur. Como crítica a esta perspectiva se fundó la ORPA, para la cual la sociedad guatemalteca estaba basada sobre un sistema racista y el motor de la revolución tenía que ser el indígena, estrategia concebida en el marco de la reivindicación étnica. Por su parte, el EGP trató de encontrar un tercer camino reconciliando los dos aspectos con una problemática étnico-nacional, pero se quedó de hecho en el marco clasista con la unidad de los indígenas y de los ladinos pobres. Un segundo tema divergente fue la articulación entre la guerra de guerrillas y el movimiento social. El EGP desarrolló la organización de movimientos reivindicativos sectoriales a nivel nacional en la perspectiva de insertarlos en la lucha militar. La ORPA, dada su crítica al foquismo, a la organización armada como vanguardia del movimiento revolucionario y al militarismo, priorizó la construcción de una fuerza guerrillera profesional en paralelo a los movimientos sociales, no definiéndose como marxista-leninista, sino “como revolucionarios guatemaltecos con una interpretación propia de la realidad guatemalteca....” El modelo para el EGP tuvo su expresión en los Comités Clandestinos Locales, base o núcleo de la participación social desde la cual todos los grupos sociales tenían una tarea que desempeñar en la revolución. Para la ORPA, en cambio, la comunidad representaba el núcleo de la resistencia campesina y debía involucrarse lo menos posible en los frentes militares. (Carrillo, 2004; Torres-Rivas, 2004 y 2007)
Según Francisco Villagrán Kramer, quien ejerció la vicepresidencia durante el gobierno de Lucas García, fue en abril de 1978 cuando el EGP logró articularse con el Comité de Unidad Campesina, entrar en relaciones directas con el Consejo Nacional de Unidad Sindical, creado en 1976, y formar conjuntamente el Frente Democrático contra la Represión. (1993: 176) El mismo, en rigor, fue una respuesta al asesinato por fuerzas paramilitares de dos dirigentes políticos opositores al gobierno: Alberto Fuentes Mohr (Partido Socialdemócrata), economista al que Guatemala debe en parte el MCC y Manuel Colom Argueta (Frente Unido de la Revolución).
El CUC fue la primera organización nacional de campesinos pobres y asalariados rurales con base étnica, la cual nació el 15 de abril de 1978. (Menchú y CUC, 1992) El primer acercamiento de los campesinos a los obreros se gestó en la marcha de los mineros, como ya indicamos, y la expresión pública de esta unión fue la elección del 1 de mayo de 1978 para la presentación de la organización, donde el lema central fue la “alianza obrero-campesina”. Desde allí en adelante, el CUC se incorporó al CNUS. Según la investigación de ASIES, si bien cada central sindical integrada al CNUS contaba con bases campesinas a través de las Ligas, el surgimiento del CUC evidenció que el campesinado predominantemente indígena no había logrado una representación adecuada en las federaciones y confederaciones existentes. (ASIES, s.f.: 525) El CUC era “la primera organización de Guatemala donde hombres y mujeres INDIGENAS Y LADINOS pobres caminamos juntos en la lucha. En la dirigencia y en las diferentes estructuras había indígenas de diferentes etnias. La fuerza y la confianza estaba en las bases, en la gente que estaba en las comunidades.” (Comité de Unidad Campesina, 2007: 25) Los campesinos fueron “los nuevos sujetos de la praxis política”. Su sola presencia desestabiliza el sistema. “La organización campesina independiente, aún sin reivindicar lo más tradicional de sus demandas, la parcela, constituye un inmenso acto de desobediencia civil.” (Torres-Rivas, 2009)
En la ciudad, el CNUS y el Comité de Emergencia de los Trabajadores del Estado, junto a entidades estudiantiles y asociaciones de empleados públicos y de instituciones autónomas fueron las promotoras de las llamadas “Jornadas de octubre de 1978”, lo que evidenció la enorme capacidad de movilización de las masas. A partir del 5 de octubre comenzaron a acoplarse a la protesta otros departamentos de Guatemala, como Quetzaltenango, Suchitepequez19, Escuintla y Sololá, lo que valió que Prensa Libre afirmara que la huelga general se había extendido hacia todo el interior y que el país estaba absolutamente incomunicado.20 Para el CUC, el apoyo a esta huelga fue la primera actividad fuerte de la organización. A la par de estos sucesos, dos mil trabajadores de siete fincas bananeras de Izabal se declararon en huelga pidiendo aumentos de sueldos y mejor trato de parte de la patronal y emergió la ORPA.
Pero la huelga más importante de la que participó el CUC fue la iniciada por los obreros agrícolas cañeros de Costa Sur en enero de 1980, respuesta en parte a la masacre ocurrida en la embajada de España. Según Rigoberta Menchú, se atuvieron a la huelga ochenta mil campesinos de Costa Sur. (Burgos, 1997: 187 y Menchú y CUC, 1992: 65) Lucas Argueta Hernández, en cambio, indica que fueron 120 mil cortadores de caña los que paralizaron la zafra. Señala, además, que fueron algunos párrocos los que ayudaron a incorporar a los trabajadores de las fincas a aquella lucha. (2005: 67)
Mientras que dos ideología confluían y se instalaban como descriptores de la realidad social -el ferviente anticomunismo con la doctrina de la seguridad nacional y el profundo racismo que evidenciaba el fracaso del integracionismo con la certeza de un indio irredento y resistente al cambio- la sociedad guatemalteca se organizaba y enfrentaba a los gobiernos autoritarios. Ambas ideologías colaboraron a modelar al “enemigo interno” y legitimar el genocidio. Basta echarle un vistazo a las narraciones de la prensa periódica. Una nota titulada “Ejército Nacional no ‘atropella’ a nadie en el Nor-Occidente del país” argumentaba que:
Las acusaciones que un grupo de campesinos realiza, deja entrever que son dirigidas por delincuentes subversivos (…) tales sindicaciones son utilizados como instrumento intermedio de un pequeño grupo de campesinos incautos, quienes son utilizados como instrumento por los delincuentes subversivos (…) Los problemas que se afrontan en el área Nor-Occidente del país, especialmente en la Zona Reina de Ixcán, no son más que el producto de las actividades de delincuentes subversivos, los que apoyados sin ninguna explicación por pronunciamientos de sectores religiosos, quienes amoldaron sus intereses a una doctrina cristiana llevan a un sector campesino en contra de las autoridades constituidas, que pese a ser una minoría, tienen repercusión en el ámbito nacional.21
Con este razonamiento se buscaba recrear el viejo imaginario de la guerra de castas:
Se evidencia que unos como otros, no buscan la forma de superar el nivel de vida del campesinado sino que solamente provocan el odio y la destrucción poniendo frente a frente a indígenas y ladinos, cuyo reflejo perdurará mientras no predomine la razón, ya que son engañados.22
Frente a un comunicado del 16 de enero de la Compañía de Jesús de Centroamérica y Panamá titulado “Ante el dolor y la esperanza del Pueblo de Guatemala”, las repercusiones en la prensa fueron iguales. El diario oficial, tras condenar de calumnia lo expresado en ese comunicado y declamar que “reitera maneras de argumentación de agrupaciones políticas de extrema izquierda”, detalló los comentarios de cada uno de los periódicos de la región. El periódico El Imparcial, por su parte, consideraba que La Compañía de Jesús debería haber tomado en cuenta “el peligro de incitar a la lucha de clases en momentos como el presente.” El periódico más importante, Prensa Libre, decía que “denota una flagrante beligerancia agresiva, cuyo efecto inmediato sería el reavivamiento de rencores étnicos, para derivar al incendio cabal de un inhumana y mortífera conflagración de clases económicas, sociales y raciales en nuestro pueblo. Y eso señores sacerdotes jesuitas, NO ES CRISTIANO.”23
El hecho de terror más conocido, por el impacto que tuvo en la comunidad internacional y por la generación de movimientos de masas, fue la masacre en la embajada de España el 31 de enero de 1980. Ese día, un grupo de campesinos de El Quiché realizó una toma pacífica de la embajada con el fin de llamar la atención pública sobre la violencia masiva que estaba desplegando el ejército en las comunidades del departamento, y solicitar la exhumación de siete campesinos que habían sido asesinados en Chajul, región Ixil, por las fuerzas castrenses. Ellos pretendían demostrar, a través de la exhumación, que no eran guerrilleros sino miembros de su comunidad. Al cabo de cuatro horas, las fuerzas de seguridad destruyeron la sede diplomática, con el embajador aún adentro y quemaron a 39 personas ante los ojos de la comunidad internacional. El único campesino vivo y el embajador fueron trasladados al hospital, dentro del cual fue capturado y luego asesinado el primero, y pudo salir escapando el segundo, gracias a la colaboración del embajador de Venezuela y a través de la embajada norteamericana. El velatorio se convirtió en una manifestación que congregó más de 30 mil personas en los alrededores al grito “ejército asesino”. El 24 de febrero, cerca de 150 representantes de distintos pueblos indígenas de Guatemala, incluidos los no aliados a la guerrilla, se reunieron para condenar la masacre en la embajada de España. Juntos redactaron la “Declaración de Iximché”, la cual conjugó una retórica esencialista que legitimaba demandas étnicas con la ruptura de la “tradición”. Desde una identidad étnico-nacional, el “pueblo indio”, la Declaración propuso la unión entre indígenas y ladinos bajo una identidad de clase.24
Tras el aumento de la represión durante 1980, el CUC fue absorbido por la generalización de la guerra de guerrillas hasta convertirse en el Frente Augusto César Sandino. El movimiento sindical corrió la misma suerte. El primero de mayo de 1980 el CNUS llamó a derrocar el régimen luquista. Con una participación de cincuenta mil personas mayoritariamente del sector indígena, como indicaron los periódicos de la época, el CNUS manifestó: “La situación de represión y terror hace que los sectores populares cambiemos nuestros rumbos de lucha, [siendo] un imperativo histórico que nos volquemos a luchar por un gobierno revolucionario, democrático y popular.” (ASIES, s.f.: 617) Las demandas sindicales pasaron a un segundo plano cuando el terror recayó sobre el campesinado organizado. Igualmente ocurrió con la Iglesia Católica. En julio de 1980 el Monseñor Juan Gerardi, obispo del Quiché, abandonó y cerró la diócesis cuando fueron asesinados dos de sus sacerdotes y el CUC se abocó a presentar innumerables denuncias en el extranjero las cuales, al menos, intimaron y presionaron el aislamiento del gobierno de Lucas. En su apogeo el número de combatientes de la guerrilla se estima entre 2 mil y 6 mil. Edelberto Torres-Rivas considera que en el cenit de la lucha armada (a principios de la década de 1980) los grupos guerrilleros contaban a lo sumo con 2 mil combatientes armados que recibían apoyo de 100 mil indígenas no combatientes. (2006: 141) Por otra parte, Martí I Puig afirma que entre 1981 y 1982 “el conjunto de la guerrilla guatemalteca sumaba un total de 6 mil combatientes a tiempo completo; pero ya en 1983 –debido a las pérdidas en vidas humanas- el número había caído a 2500.” (1998: 74) De acuerdo a Edelberto Torres-Rivas esta radicalización de las estrategias revolucionarias se explica más que por objetivos socialistas, por la frustración del proceso revolucionario abierto en octubre de 1944, el aumento creciente de la represión estatal, por sus reivindicaciones antiioligárquicas y democráticas, la ampliación de los derechos políticos y sociales y la legalización de las luchas sociales.
Acrecentada la crisis, el 1 de septiembre de 1980 el vicepresidente Francisco Villagrán Kramer renunció. En su renuncia expuso lo que a su juicio, entre otras pocas razones, había fracasado: “la integración social como opción para el desarrollo (…) ha sido seriamente afectada por el persistente hostigamiento a los sectores indígenas del país.” (2004: 212) En su libro, explicó que las guerrillas guatemaltecas “enfrentaron la ideología indigenista plasmada en la Constitución de 1965, o sea, la de la integración social entre indígenas y ladinos” afirmando que Guatemala era un país “multinacional, que el mundo indígena es una complejidad”. (2004: 222-223) Las itálicas son nuestras) Para el vicepresidente, dicha estrategia discursiva de la guerrilla ganó la confianza de muchos indígenas. El acento en el tema indígena habría contribuido a que el marxismo-leninismo se subsumiera en él y que así fuera usado como propaganda por parte de los sectores político-militares. (2004: 225) Esta representación de la crisis es una pista sumamente fecunda para poder comprender el sentido de la represión desencadenada.
Apenas dos meses después el EGP, ORPA, FAR y PGT, suscribieron el compromiso de unidad en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), la que se dio a conocer en enero de 1982. Dos días después, se conformó el Comité Guatemalteco de Unidad Patriótica para ayudar al derrocamiento del régimen y a denunciar la “farsa electoral”.
Las acusaciones de corrupción, el aumento significativo del presupuesto del Estado y del aparato burocrático, el déficit fiscal, el aislamiento internacional, la fuga de capitales junto al alza de los precios de los productos de primera necesidad favorecieron la combinación de una insurrección campesina con una ofensiva guerrillera y produjeron “una crisis dentro del ejército que amenazó su estructura jerárquica de mando y, en última instancia, su dominio político.” (Schirmer, 1999: 46) La suma de estos factores, a los previamente mencionados -la contracara negativa de la modernización; las consecuencias del terremoto de 1976; el cambio de la estrategia de la guerrilla y el surgimiento del movimiento social; la ruptura del pacto entre los partidos- junto a la ruptura de la alianza entre la elite militar y el CACIF en 1981, avecinaron una crisis económica, política y social que hizo evidente la situación revolucionaria por la que transitaba Guatemala y como consecuencia, las dictaduras que se conocieron posteriormente en manos de una fracción del ejército que renegó del proceso militar previo. La crisis se expresó en la impaciencia colectiva, que era vivida por las clases dominantes como una gran desobediencia popular. La crisis de dominación acrecentó la utilización de la violencia extrema de forma cada vez más recurrente, pero el anticomunismo y el racismo dieron la tónica especial a la percepción de la amenaza.
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Notas