Número 36 (tercer trimestre 2017) - number 36 (third trimester 2017)

Revista THEOMAI / THEOMAI Journal Estudios críticos sobre Sociedad y Desarrollo / Critical Studies about Society and Development
TheomaiMéxico, 1968: violencia de Estado. Recuerdos del horror1
Desde la segunda mitad del siglo XX, en diversos espacios públicos nacionales han ido imponiéndose “memorias del horror” de pasados recientes violentos: la Segunda Guerra Mundial en Europa, el autoritarismo en Europa del Este, las dictaduras militares en América Latina, la descolonización y las guerras en África. El sufrimiento, pues, no es nuevo. En este texto, quisiéramos ahondar en el análisis de la producción y recepción de la memoria de denuncia de la represión del 68 mexicano, pues si bien el movimiento estudiantil fue un complejo proceso que se desarrolló de julio a diciembre de 1968, una fecha ha condensado el recuerdo de ese verano en el país: el 2 de octubre. No es nuestra intención analizar lo ocurrido ese día. Lo que deseamos es reflexionar sobre cómo y por qué el 2 de octubre se ha convertido en “la imagen”, “el eje”, “la condensación” de todo el movimiento estudiantil. Pero sería imposible hablar de la memoria sobre ese día, sin tener en cuenta otros ejes temáticos que le son inherentes: la historia del acontecimiento y la otra gran memoria existente de ese año: la memoria de elogio. Para poder entender la memoria de denuncia, deberemos abordar en primer lugar brevemente la historia del movimiento estudiantil de 1968. En segundo lugar, acometeremos el estudio de la producción de esta memoria pública del movimiento estudiantil de 1968, desde dos ángulos: las demandas y las representaciones. Finalmente, intentaremos dar algunas explicaciones tanto a la producción como a las recepciones de la memoria del horror.
El 68 mexicano
En 1968 se conformó un movimiento estudiantil que alzó la voz ante un régimen autoritario, que en aquel momento estaba encabezado por el presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Las principales demandas de los estudiantes giraron en torno al cumplimiento de la Constitución, el fin de la represión gubernamental, el castigo a los culpables de la represión, la indemnización a las familias de los muertos y heridos, la libertad a presos políticos y la exigencia de diálogo.2
El 22 de julio de 1968 se enfrentaron en la plaza de la Ciudadela estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) contra estudiantes de la Preparatoria “Isaac Ochotorena” (particular, incorporada a la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM). El día 26, estudiantes del IPN y la UNAM sufrieron una brutal agresión al manifestarse en las calles del centro de la ciudad. En la madrugada del 30, el Ejército tomó las instalaciones de la preparatoria de San Idelfonso tras derribar el portón colonial del edificio con un tiro de bazuka. Aquella noche fueron detenidos un centenar de jóvenes y, por primera vez, se habló de muertos y heridos.
Ante estos hechos, el entonces rector de la UNAM, José Barros Sierra, condenó los ataques y detenciones de estudiantes. Por otra parte, se conformó el Consejo Nacional de Huelga (CNH), instancia que agrupaba a representantes de distintas instituciones de educación superior del país.
Las demandas de los estudiantes terminaron concretándose, a través del pliego petitorio del CNH en seis puntos: 1) Libertad a los presos políticos; 2) Destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea, así como también del teniente coronel Armando Frías; 3) Extinción del Cuerpo de Granaderos; 4) Derogación del artículo 145 y 145 bis del Código Penal Federal (delito de Disolución Social);3 5) Indemnización a las familias de los muertos y a los heridos; 6) Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de policía, granaderos y ejército.
El 18 de septiembre, el Ejército tomó Ciudad Universitaria. A los seis días también fueron ocupadas las instalaciones de Zacatenco y Santo Tomás, del IPN. El 30 de septiembre el Ejército se retiró de Ciudad Universitaria y se acordó una reunión entre líderes del movimiento y representantes gubernamentales.
Estos últimos acontecimientos provocaron optimismo entre los estudiantes. A decir de Raúl Álvarez Garín, “después de dos semanas, la angustia y la incertidumbre producidas por la represión empezaban a disminuir y de nuevo se abrían perspectivas claras para el futuro” (1998: 85). La tarde del 2 de octubre se realizó un mitin en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, que de no haber sido por la represión ejercida por el gobierno, quizá no hubiese sido de los acontecimientos más importantes del movimiento.
Sobre lo ocurrido esa tarde en Tlatelolco existen diversas crónicas (Álvarez Garín, 1998; García Medrano, 1998; Mendoza, 2002; Monsiváis, 1970; Poniatowska, 1971; Scherer y Monsiváis, 1999; Vázquez Mantecón, 2007) y análisis históricos (Aguayo, 1998; Montemayor, 2000).4 Gracias a ellos, tenemos conocimiento de que a las 18:10 terminaba de hablar el último orador del mitin. Para ese momento, la Plaza de las Tres Culturas comenzó a ser cercada por agrupamientos del Ejército, francotiradores del Estado Mayor Presidencial y el Batallón Olimpia (individuos que se distinguían por llevar puesto un guante blanco).5 A la misma hora se observaron algunas bengalas, posiblemente lanzadas desde un helicóptero o desde un edificio. A partir de ese momento comenzó un fuego cruzado que duró un poco más de dos horas, aunque después de medianoche continuaron escuchándose descargas esporádicas.
No obstante, aún hay cuestiones que siguen siendo objeto de investigación en torno a lo ocurrido el 2 de octubre. Por ejemplo, desconocemos el número exacto de heridos, prisioneros y personas que perdieron la vida aquel día. Se han manejado diferentes cifras: 30 muertos, 53 heridos graves y más de 1500 presos (Excélsior, 4 de octubre de 1968: 1A); 350 muertos (documentos localizados en el National Security Archive de la Universidad George Washington); entre 150 y 200 (Embajada de Estados Unidos en México); 40 muertos (Comisión de Verdad de 1993).
Si bien se puede decir que el movimiento formalmente concluyó el 6 de diciembre con la disolución del CNH, lo ocurrido el 2 de octubre en Tlatelolco fue un golpe que lo debilitó contundentemente. La exigencia de verdad y justicia no ha dejado de hacerse escuchar ante un hecho que continúa impune. Y es que la represión (ejercida desde un inicio por parte del gobierno), no sólo dejó una huella indeleble entre quienes vivieron aquellos sucesos, sino que también ha sido el sello que marcó la memoria del movimiento estudiantil de 1968.
La denuncia en las discusiones en el espacio público
Sobre 1968 existen tantas memorias como individuos que lo vivieron. Sin embargo, en el espacio público de discusión han existido, en los diversos contextos históricos, algunas memorias dominantes de lo ocurrido en aquel verano en nuestro país: la memoria de la conjura, 6 la memoria de denuncia y la memoria de elogio. 7 Sin embargo, en este texto sólo nos ocuparemos de la relacionada con el 2 de octubre: la memoria de denuncia de la represión y los distintos momentos históricos que ha conocido a través de sus representaciones vehiculadas en las conmemoraciones del 2 de octubre, así como en las demandas exigidas por los actores sociales y políticos.
Representaciones del pasado y exigencias por resarcir los daños ocasionados en ese pasado reciente van unidas, aunque cada una de ellas tiene una historicidad que le es propia.8 En lo que sigue, buscaremos ir dando historicidad a cada una de ellas por separado. Esta división es exclusivamente de orden analítico, pues en la realidad ambas están ligadas. Sin embargo, consideramos que este análisis permite una riqueza en la interpretación de cada una de ellas. Tanto representaciones como demandas han sido vehiculadas por actores sociales y políticos, que han variado con los años. En general, desde 1969 y hasta 1977, no se trató de organizaciones, agrupaciones o partidos políticos: eran sobre todo estudiantes de las principales universidades del país quienes organizaban pequeños actos. Ello se debió a que la izquierda había salido muy debilitada del movimiento estudiantil, el Partido Comunista actuaba en la semilegalidad y no existían organizaciones alternativas que pudieran hacerse cargo del reclamo por el pasado.
A partir de 1978, con la reforma política9 emprendida por José López Portillo (PRI, 1976-1982), se puede observar la participación de algunos de los actores que se volverán reiterativos en la conmemoración. En primer lugar los sindicatos (especialmente universitarios, pero no únicamente). En segundo, los partidos políticos: los legalizados Partido Comunista Mexicano (PCM), Mexicano de los Trabajadores (PMT) 10 y Revolucionario de los Trabajadores11 (PRT).12 Por último, y como actores principales, pues son quienes tienen entre sus mandatos permanentes luchar por reparar los daños del pasado, las asociaciones de “afectados directos” (familiares de víctimas o personas que sufrieron la represión): el Comité 68 Pro Libertades Democráticas,13 y aquellos grupos que, no estando directamente ligados al 68, han unido sus fuerzas con los anteriores porque comparten el objetivo de denunciar la represión: el Comité Nacional pro Defensa de Presos, Perseguidos Desaparecidos y Exiliados Políticos fundado en 1977, que desde 1984 es conocido como Comité Eureka!;14 y en los últimos años, el grupo HIJOS-México.15
Las demandas
Uno de los primeros señalamientos que deben hacerse respecto a las demandas es que una de las características de la conmemoración del 2 de octubre es que se mezclan tanto las exigencias relacionadas con el pasado, como aquellas que tienen que ver con el presente. Una de las primeras demandas surgidas en estos primeros años fue la de “no olvidar”, ya exigida en una editorial de El Día en 1969, y que prácticamente nunca ha desaparecido. De hecho, sigue siendo consigna primordial y reiterativa de las manifestaciones: “¡2 de octubre, no se olvida!” es el grito enmarcado por miles de gargantas cada 2 de octubre, en medio de la lluvia, con el silencio que se guarda durante un minuto, con veladoras encendidas y con fotografías de desaparecidos. (Allier Montaño, 2009a)
La siguiente demanda se centraba en exigir la liberación de los prisioneros políticos. Entre 1969 y 1970 se pedía la de los líderes estudiantiles, que fueron puestos en libertad en 1971 por una amnistía otorgada por Luis Echeverría. Sin embargo, esta exigencia continuó, aunque ahora centrada en los prisioneros de la llamada “guerra sucia”.16 A partir de 1978 a ello se agregó la demanda de presentación de los desaparecidos políticos (producto también de la “guerra sucia”).
Posteriormente se localizan las demandas de “esclarecimiento” y “verdad”, que tienen tres momentos claves. En primer lugar, surgen en 1993 con la creación de la Comisión de Verdad,17 sobre todo a través del concepto del “derecho a la verdad” o el “derecho a saber lo que pasó”, como mencionaban los propios miembros de la Comisión. En segundo término, si a partir de 1997, con el triunfo del PRD en la capital del país comenzó a intuirse que el sistema político estaba en transformación, la demanda por la “verdad”, por el esclarecimiento de lo ocurrido el 2 de octubre se incrementó. De hecho, esta exigencia recorrió los trabajos de la Comisión de investigación que funcionó entre 1997-1998.18 Lo que aconteció nuevamente en el año 2000 con la llegada del Partido Acción Nacional (PAN) al gobierno nacional, conformándose éste como el tercer momento relevante respecto a la exigencia de “verdad”, especialmente con la creación de la FEMOSPP. Volveremos a esta cuestión.
A partir de la creación de la Comisión de 1993 también comenzaron a surgir las exigencias por la apertura de archivos,19 que encontrarían su mayor expresión y discusión en el 2001, con el anuncio de Santiago Creel, secretario de gobernación del gobierno de Vicente Fox, de que se abrirían los archivos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Esta demanda también fue importante en 1997-1998, durante los trabajos de la “Comisión Especial Investigadora de los Sucesos del 68” de la Cámara de Diputados. Estos tres momentos por la exigencia de apertura de los archivos nos muestran dos puntos importantes: 1) que ella se relaciona con la creación de organismos (comisiones, fiscalías) que deben abocarse a la reconstrucción histórica y 2) que como estos deben acceder a la “verdad”, ésta y los archivos se consideran indisociables.20
Y si la lucha siempre ha sido por esclarecer el pasado, es sólo a partir de los años 1990 que se afirmaría que se trata de una batalla por la “justicia” y el “castigo” a los responsables. Después de 1994, es claramente perceptible que una de las principales demandas relacionadas con el movimiento de 1968 era la de “juicio” y “castigo” a los responsables. Esta exigencia iría incrementándose con los años, e históricamente está ligada a la de “verdad”: por ello se le localiza con mayor intensidad en 1997-1998.21 A partir del año 2000 sería reiterativa. De hecho, en la conmemoración del 2002, en medio de la controversia por el inicio de los juicios de la FEMOSPP, los cerca de veinte mil asistentes a la manifestación realizaron un “juicio popular” en contra de Luis Echeverría Álvarez, encontrándolo “asesino, genocida, culpable” (La Jornada, 3 de octubre de 2002: 3).
Aunada a estas exigencias se encuentra la del “Nunca más”: en 1998, el jefe de gobierno del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas, tras izar la bandera a media asta (en señal de duelo y recuerdo de los estudiantes, civiles y militares “caídos”) expresaba que con la conmemoración del 2 de octubre, se hacía un llamado a la conciencia de todos los ciudadanos para que este tipo de actos no volvieran a repetirse en el país. Andrés Manuel López Obrador, presidente nacional del PRD, era más enfático aún: “Nunca más debe permitirse la utilización de la fuerza, y mucho menos el uso del Ejército para reprimir al pueblo, y sobre todo a los jóvenes, como fue en el 68” (La Jornada, 3 de octubre de 1998).
Es también a principios del siglo XXI que se puede observar el surgimiento de la idea de que la “transición a la democracia” no podrá concluirse sino a través de la “justicia”. En ese sentido, en 2002, afirmaba Félix Hernández Gamundi, representante ante el Consejo Nacional de Huelga y miembro del Comité 68: “Esta es una lucha contra el autoritarismo y la impunidad. Si no somos capaces de romper la impunidad, no habrá transición a la democracia” (La Jornada, 3 de octubre de 2002: 3). Y es que, a partir de la toma de posesión de Vicente Fox, no fueron pocos los que mencionaron que para confirmar que se trataba verdaderamente de un nuevo régimen, el de Fox tenía que ser capaz de hacer lo que no habían hecho los gobiernos anteriores: esclarecer el pasado, señalar a los culpables y enjuiciarlos.
Las lecturas que se hacen del pasado histórico se pueden relacionar con los tiempos históricos (lo que François Hartog, 2007, ha dado en llamar “regímenes de historicidad”). Hacia 1997, comenzaba a surgir la idea de que el pasado era importante para el presente: “Para cualquier país –y el nuestro no debe ser la excepción- el conocimiento y la recuperación de sus hechos históricos constituye un imperativo de vital importancia, no sólo para conocer su pasado sino también para comprender su presente y para forjarse un mejor futuro”, decía el editorial de La Jornada (3 de octubre de 1997: 2).
Hartog ha sugerido que estamos viviendo en un régimen de historicidad “presentista”. ¿Qué supone esto? Básicamente que el presente domina al pasado y al futuro en las relaciones sociales con el tiempo, que el pasado es continuamente modificado en función de los intereses del presente. Sin embargo, en la manera de manejar las relaciones con el tiempo que estamos señalando en México (como parece ocurrir en otros países de América Latina; ver Allier Montaño, 2010; Allier Montaño, Crenzel, 2015), se observa más bien un régimen moderno de historicidad (Koselleck, 1993), en donde el futuro domina las relaciones de producción social del tiempo:22 el pasado debe servir no sólo para comprender el presente, sino para imaginar y crear una identidad común en el futuro e, incluso, para imaginar el propio futuro.23 El “nunca más” urgido por los actores sociales y políticos implica entender el pasado para evitar que se repita en el futuro.
En ese sentido, la explosión de expectativas y demandas que ha acompañado el nacimiento de nuevos regímenes políticos fue una constante en casi todos los países de América Latina que vivieron transiciones a la democracia (Sheahan, 1988; Boeker, 1990). Puede decirse que todas las transiciones enfatizaron la idea de futuro (Lechner, Güell, 1999). Quizás por eso, tanto el “Nunca más”, la producción social del tiempo, como las memorias de las transiciones han sido más “futuristas” que “presentistas”.
Las representaciones
Lo mismo que se ha señalado para las demandas ocurre con las lecturas que se hacen de ese pasado: tienen una historicidad.24 Desde 1969, los actores sociales y políticos le llamaron “masacre”, “crimen”, “matanza”, “la tragedia de Tlatelolco”, “uno de los episodios más negros” de la historia de México. A partir de 1986, puede ubicarse la tímida aparición del término “genocidio” para referirse a lo ocurrido el 2 de octubre, aunque su utilización no sería más generalizada sino hasta finales de los años 1990.25 Otro término ligado a los anteriores es el de “crimen de Estado”, que en 1997 fue utilizado de manera unánime por todos los partidos políticos representados en la Cámara de Diputados al integrar la Comisión de Verdad, y que con el correr de los años, ha parecido tener más éxito que el de “genocidio”.26 Unido a éste aparecer el de “terrorismo de Estado”, manejado en el 2006 por la FEMOSPP (2006: 107).
Y si el pasado tiene diversas representaciones, ello también ocurre con los actores de ese pasado. Con el giro hacia la democracia de mediados de los años 1980 en la izquierda mexicana, que influyó en las representaciones sobre el movimiento estudiantil,27 los “caídos” del 68 mencionados en los años anteriores, pasaron a ser los que “lucharon por libertades democráticas caídos el 2 de octubre de 1968” (La Jornada, 2 de octubre de 1992: 23). Ya no se trataba, pues, sólo de “caídos”, a partir de ese momento fueron también “luchadores sociales”. De “víctimas”, los muertos el 2 de octubre pasaron a ser “actores políticos”; de “actores víctimas” se transformaron en “agentes”.
A través de las transformaciones reseñadas en los párrafos anteriores, se fue conformando una memoria asociada al 2 de octubre como la condensación del movimiento estudiantil y como la “cristalización de la represión gubernamental”. De hecho, según algunos autores, si no hubiese tenido lugar la represión gubernamental del 2 de octubre en Tlatelolco, quizás el movimiento estudiantil no sería tan recordado.28
La memoria ligada al 2 de octubre puede ser entendida como una memoria de denuncia de la represión. Uno de los principales objetivos, además de la voluntad de memoria, es “denunciar los crímenes que continúan impunes”, explicitar que la herida que se creó en el pasado reciente continúa abierta. Se trata de una memoria ligada a las necesidades de legitimar el debate en la arena pública, a la admisión de los delitos y a la reclamación para que se reparen los daños cometidos. En ese sentido, es necesario recordar que la denuncia está ligada al restablecimiento de la justicia. Luc Boltansky (1984) ha mostrado que la denuncia de una injusticia procede, de ordinario, de una retórica que busca convencer y movilizar a otras personas, con el fin de asociarlas a la protestas, de tal manera que la violencia consecutiva a la revelación esté a la medida de la injusticia denunciada.
Esta memoria de denuncia muy pronto fue, aparentemente, “avalada y hegemonizada” desde el gobierno. En 1969, durante su campaña electoral, Luis Echeverría Álvarez, secretario de Gobernación durante el gobierno de Díaz Ordaz y futuro presidente de la República, se vio obligado a guardar un minuto de silencio por los “caídos el 2 de octubre”. Era, quizás, un primer tímido reconocimiento de la represión gubernamental. A ello debe sumarse que, a mediados de 1971, inició una serie de reformas bajo el enunciado de “apertura democrática”, que buscó, en primer término, dar solución a los problemas planteados por los sectores movilizados en 1968. Puso en libertad a los líderes estudiantiles de 1968 y a muchos otros presos políticos, entre ellos a los líderes ferrocarrileros del movimiento de 1958-1959; también intentó abrir un diálogo con los estudiantes del país; por otra parte, su administración derogó el artículo 145 y 145 bis.
Otro momento importante respecto de los gobiernos nacionales, se conoció con la llegada al gobierno del Partido Acción Nacional. El 2 de octubre de 2000, siendo presidente electo, Vicente Fox aseveraba: “El sacrificio de esos jóvenes no fue en vano; ahí, en la Plaza de las Tres Culturas quedó sembrada, como en muchas otras partes de mi país, una voluntad de cambio que ha dado ya, este 2 de julio, frutos tangibles” (La Jornada, 3 de octubre de 2000: 3). Un año después, sugería: “mi gobierno reconoce en los acontecimientos del 2 de octubre de 1968 uno de los antecedentes más importantes de la lucha democrática de los mexicanos; gracias a esa lucha, todos disfrutamos hoy de este clima de libertades, pluralidad y mayor participación” (El Universal, 3 de octubre de 2001). Vale la pena notar que no se refería a todo el movimiento estudiantil sino a la mayor represión que viviera el movimiento, confundiendo de esa manera el momento de mayor represión política con el proceso social y político que se vivió a lo largo de varios meses, muestra de que la memoria de denuncia asociada al 2 de octubre tiene un peso cualitativo mayor que la del movimiento estudiantil en su conjunto.
Los grupos y organismos de derechos humanos o de “víctimas directas” suelen tener la convicción de que la democracia está directamente ligada con el esclarecimiento y la penalización de los responsables de represión en el pasado. Pero no son los únicos: muchos científicos sociales (Ricœur, 2004; Groppo, Flier, 2001) consideran que la democracia sólo puede continuar su construcción a través de la discusión del pasado reciente en el espacio público; si la memoria es selectiva, en una democracia también debe ser libre, plural y debatible.
Fox consideró que, para consolidar la democracia política que iniciaba con su gobierno, el pasado debía ser elucidado. Fox leía pasado, presente y futuro a través del eje de la democracia, por ello asumió la consigna relacionada con las relaciones temporales enunciada más arriba: en el pasado reciente se encontraban los orígenes de la “lucha por la democracia”, pero el movimiento que lo inició fue reprimido. Para poder consolidar la democracia en el presente y asegurar así un futuro democrático, era necesario “esclarecer el pasado”: “Me propongo abrir lo que ha permanecido cerrado en episodios sensibles de nuestra historia reciente e investigar lo que no ha sido resuelto, mediante una instancia que atienda los reclamos por la verdad de la mayoría de los mexicanos”, aseguró en su toma de posesión. (Fox, 2000)
Fue con estos antecedentes que Vicente Fox, por decreto oficial, creó el 27 de noviembre de 2001 la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), que tuvo dos líneas de investigación en
“torno a los hechos del pretérito que se refieren a la represión por parte del régimen autoritario en contra de integrantes de movimientos opositores: la jurídica y la histórica. Ambas se corresponden e interactúan, ya que si bien la vertiente jurídico-ministerial tiene como principal objetivo la aplicación de la justicia, requiere reconstruir la verdad histórica, la verdad de los hechos e interpretar lo que sucedió, la cual no es ni puede pretenderse como ajena al método jurídico.” (FEMOSPP, 2006: 7)
No parece claro que la Fiscalía haya logrado ninguno de esos dos objetivos. Con el fin del gobierno de Fox, a finales de noviembre de 2006, se daban por finalizadas las funciones de la FEMOSPP (Acuerdo A/317/06). Ese mismo mes, y tras cinco años de trabajo, se presentó el voluminoso Informe histórico a la sociedad mexicana 2006, en el que se confirmó que el Estado mexicano había incurrido en graves violaciones a los derechos humanos: masacres, ejecuciones, desapariciones forzadas y actos de tortura. Sin embargo, según algunos análisis (La Jornada, 9 de marzo de 2007), el gobierno de Fox investigó sólo 2 por ciento de las más de 500 desapariciones de la “guerra sucia”. Respecto a la justicia, si bien se abrieron juicios por el jueves de Corpus (10 de junio de 1971), y por el 2 de octubre, la FEMOSPP dio por concluidas sus actuaciones sin haber conseguido una sola sentencia condenatoria.
Como se dijo antes, la denuncia tiene como objetivos legitimar el debate público, la admisión de los delitos y la reclamación para que los daños cometidos sean reparados. Además, debe lograr convencer y movilizar a otras personas, con el fin de asociarlas a las protestas, para que el tema se convierta en una cuestión pública. Respecto al 68, los distintos grupos interesados (el Comité 68, los diversos partidos de izquierda) han logrado que esta memoria de denuncia haya sido paulatinamente aceptada por todos los partidos políticos, el Poder Legislativo y los distintos gobiernos nacionales. Sin embargo, hasta el momento el esclarecimiento del pasado no se ha hecho efectivo, mucho menos su “judicialización”, y todavía menos el “Nunca más”, pues la propia impunidad de los delitos y de quienes los cometieron han permitido que acontecimientos similares hayan tenido lugar nuevamente. La memoria de denuncia pues, sigue vigente y, parece ser, dominante en la arena pública. No obstante, no se ha conseguido una buena audiencia pública, no se ha logrado que el accionar social y político genere poner esta memoria en el centro de los debates públicos con la consiguiente resolución de sus demandas. No por falta de fuerza, sino por las características del sistema político, social y económico del país. Aunque eso podría cambiar en el futuro cercano.
A cuarenta años del movimiento estudiantil, el senador Pablo Gómez Álvarez, ex dirigente del CNH y en ese momento miembro del PRD, presentó una iniciativa en el Senado para adicionar con un párrafo el artículo 18 de la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, para establecer como fecha solemne nacional el día 2 de octubre, “Aniversario de las víctimas en la lucha por la democracia de la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, en 1968”. Al resaltarse los motivos de la iniciativa se afirmaba:
“Desde entonces, expresa el iniciante [Pablo Gómez], en la conciencia colectiva de los mexicanos ha quedado plasmado el rechazo a la violencia como método para dirimir los conflictos políticos, sobre todo la que proviene del Estado, lo que queda patente año con año. Por ello, considera, es preciso que el propio Estado asuma el día 2 de octubre como una conmemoración oficial representativa del repudio nacional a la violencia.” (Gaceta del Senado, martes 2 de diciembre de 2008; cursivas de los autores)
Vale la pena resaltar dos puntos de la iniciativa. Primero, que se trataba de la primera ocasión en que se hacía un reconocimiento de la responsabilidad del Estado en la masacre. Y en ese sentido, también se admitía la represión desatada contra estudiantes “en una acción brutal de ejercicio desmesurado de su fuerza represiva, durante un régimen cerrado al respeto de las libertades ciudadanas”, entendiendo que era “un medio idóneo para sufragar un adeudo histórico con la sociedad mexicana”. En muchos otros ejemplos de países que vivieron también violencia política en el pasado reciente, el primer paso para poder llegar a hacer justicia respecto a delitos políticos y reparar los daños cometidos (legal y económicamente), para posteriormente evitar su repetición, es aceptar la justeza de la denuncia y de los reclamos. Quizás 2008 pudiera haber significado el inicio de ese momento en el caso mexicano.
La importancia y el ascendiente de esta memoria de denuncia pueden ser percibidos a través de múltiples ejemplos, además de los señalados. Asimismo, su influencia y aceptación entre la ciudadanía puede ser observada a través de dos encuestas. La primera, realizada por Consulta Mitofsky en 2002, muestra que 1968 es vinculado principalmente con los estudiantes: salvo un 4.5% que mencionó los Juegos Olímpicos de aquel año, y un 30.3% que no recuerda nada en particular o no responde, el restante 65.2% indicó en forma espontánea algo relacionado con el movimiento estudiantil. No obstante, la mayor parte de ese 65.2% está conectado con recuerdos de la represión: el 36.2% lo asocia con la matanza de estudiantes, y el 24.9% con Tlatelolco, es decir, más del 50% de los entrevistados relacionan el 68 con la muerte (Consulta Mitofsky, 2002), mientras 2.7% lo hace con el movimiento, 0.7% con Luis Echeverría y 0.7% con Gustavo Díaz Ordaz.
Una segunda encuesta reafirma que el 68 se liga mayoritariamente con “valores negativos”, especialmente con la represión sufrida por los estudiantes en Tlatelolco. Ésta, realizada para El Universal en julio de 2008, mencionaba que el 64% de los entrevistados relacionaba el movimiento estudiantil con el 2 de octubre o con la represión a los estudiantes mientras sólo 8% lo asociaba con elementos positivos (Buendía&Laredo, 2008); sólo los universitarios tendían a concentrarse más en las consecuencias del movimiento que en la represión, pero aún así entre ellos predominaba la visión negativa (debida a la represión) sobre la positiva (65 a 28%) (El Universal, 28 de septiembre de 2008: A9).
A manera de conclusión: el sufrimiento en presente
Las respuestas al porqué la memoria de denuncia es una de las más importantes respecto al movimiento estudiantil, sino la más relevante, son múltiples. En primer término, se puede aducir que ésta prevalece entre la ciudadanía porque ha sido la más difundida tanto en el espacio público como en los lugares de memoria (ficción, crónicas, testimonios, periodismo, documentales, películas).29 Y ello tiene una explicación histórica. Como se dijo, el movimiento estudiantil concluyó formalmente el 6 de diciembre, con la disolución del CNH. Sin embargo, el 2 de octubre habría significado, de alguna manera, el fin del movimiento por ser el momento en el que se observó un descenso en la participación popular y en el apoyo recibido por los estudiantes: el miedo se hizo presente y comenzó a desmovilizar a la mayoría de los participantes.
Es decir, el 2 de octubre ha quedado como el último momento del movimiento estudiantil y también por eso condensa todo lo vivido aquel verano. Si el movimiento hubiese concluido, de forma menos trágica (y aun cuando hubiese tenido lugar una represión similar a la ocurrida la noche de Tlatelolco), poco después de la manifestación del silencio del 13 de septiembre, hoy quizás su recuerdo no se condensaría en lo ominoso: lo ominoso de los muertos, tanto los conocidos como los desconocidos.
Los muertos son pues un elemento importante de esta centralización en la “noche de Tlatelolco”, por una triple causalidad: por lo que representan simbólicamente en sí mismos, por su relación con la verdad y por su relación con la justicia. Veamos cada uno de los puntos. Renan acertó en que una nación se construye tanto de recuerdos como de olvidos más o menos compartidos. Y en ese sentido, la construcción imaginada de la nación está íntimamente ligada a los “muertos nacionales”: el soldado desconocido, los monumentos s muertos de guerras, conflictos civiles y (más recientemente) delitos de crímenes contra la humanidad cometidos por el propio gobierno. Como sugiere Anderson al concluir su libro: “[…] la biografía de la nación destaca (en contra de la presente tasa de mortalidad) suicidios ejemplares, martirios conmovedores, asesinatos, ejecuciones, guerras y holocaustos. Mas, para servir al propósito de la narrativa, estas muertas violentas deben ser olvidadas/recordadas como ‘nuestras’.” (Anderson, 1993: 286)
Como se mostró anteriormente, a partir de la década de 1980 los “caídos” el 2 de octubre son asociados a la lucha por la democracia: “los mártires de Tlatelolco nos dejaron” un “gran caudal democrático” (La Jornada, 2 de octubre de 2002), “El sacrificio de esos jóvenes no fue en vano; ahí, en la Plaza de las Tres Culturas quedó sembrada […] una voluntad de cambio” (Fox, 2000). Los muertos del 2 de octubre son leídos entonces como parte de esos muertos que dan sentido a la nación a través de la lucha por la democracia. Lo importante aquí no es la confusión memorial entre la represión y los objetivos del movimiento,30 sino el hecho de que los muertos (“mártires”, “luchadores sociales”) son puestos en el pedestal de la historia que nos conforma como comunidad, son investidos simbólicamente de una carga importante para la nación mexicana.
Por otra parte está la verdad respecto a ese pasado ominoso. Hay una dificultad real para aclarar lo ocurrido ese día, lo que anteriormente mencionábamos como la imposibilidad de obtener cifras “definitivas” sobre los muertos, desaparecidos, heridos y prisioneros. Esa dificultad transforma el acontecimiento en un nudo de complicada desatadura. No conocer la cifra exacta de las víctimas, la no clarificación del pasado, conlleva la inviabilidad para dejar atrás ese pasado.
Finalmente, las muertes tienen una vinculación con la justicia. Tanto desde la academia como en el ámbito público (y México no es exclusivo de ello), se ha señalado que el trabajo de rememoración del pasado debe ser acompañado por la “justicia” en el presente. La impunidad reinante sobre el tema influye también en que la denuncia condense todo el movimiento estudiantil. En ese sentido, el 2 de octubre se ha convertido en una imagen del movimiento (y en buena medida, del pasado reciente), que condensa la represión anterior y posterior del régimen priísta:31 las imágenes de ancianos, niños, mujeres, jóvenes, corriendo y tratando de salvar su vida en medio del fuego cruzado se han convertido en “las imágenes” del 68.
Una anécdota ligada a estas imágenes. En septiembre de 2009, nos encontrábamos recorriendo un trayecto del metro de la Ciudad de México, y en medio de la compra-venta de infinidad de artículos de todo tipo, entró un vendedor que ofrecía el documental “Memorial del 68”, de Nicolás Echeverría (2008), fruto de las entrevistas realizadas para el museo Memorial del 68. Para promocionar su compra, señalaba que se trataba de “imágenes nunca antes vistas” de la represión contra los estudiantes: “Vea las imágenes del 28 de agosto en el Zócalo de la ciudad, donde se ve a francotiradores disparar en contra de la manifestación. Vea las imágenes del ejército disparando contra los estudiantes en Tlatelolco”. Por diez pesos (unos cincuenta centavos de dólar al cambio actual), uno podía comprar un “cd clón” del “mejor documental del movimiento estudiantil”, realizado “por TVUNAM” a 41 años de los hechos. No importan aquí los errores sobre el documental, sino la centralización en las imágenes de la represión.
Algunos especialistas en trabajos sobre el funcionamiento de la memoria (Candau, 2001) han advertido que ésta puede vehicular tanto acontecimientos como representaciones del pasado. Sin embargo, tanto la memoria individual como las memorias públicas (aquellas movilizadas por miembros de una comunidad) suelen privilegiar los hechos sobre las interpretaciones. La capacidad de recordar está más relacionada con fechas y eventos, que con representaciones. Ello permite entender el porqué las memorias públicas del 68 se centran con mayor fuerza en el 2 de octubre, fecha de un acontecimiento ominoso, más fácilmente apropiado y recordado por grandes sectores de la sociedad que la representación del movimiento como un proceso de lucha por la democracia en el país. Es decir, la memoria de denuncia conlleva una mayor capacidad retentiva que la memoria de elogio.
Por otra parte, influye en esta situación que en las últimas décadas se advierte como una constante que las memorias del horror son las que se han transformado en “dueñas” del pasado reciente (ver Candau, 2001), no sólo en México, sino en una gran cantidad de países occidentales, en donde imperan los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, de guerras civiles, de dictaduras militares y regímenes autoritarios.
Pero aún más. Algunos autores han sugerido que no sólo vivimos en la era del testigo (Wieviorka, 1998), sino en el tiempo de las víctimas (Eliacheff, Soulez y Larivière, 2007). Es decir, no sólo se ha conocido una centralización de la sociedad en el sujeto (Sarlo, 2005), sino que el sujeto por excelencia es el testigo, y más particularmente el testigo víctima de alguna atrocidad (guerras, crímenes de lesa humanidad, vejaciones sexuales). Así, la entrada en la llamada era del testigo ha llevado a poner a éste en un pedestal, como encarnación de un pasado cuyo recuerdo está prescrito como un deber cívico (Wieviorka, 1998). Se trataría de otro signo de época a través del cual el testigo es cada vez más identificado con la víctima, transformándose en icono viviente: “Están fijados en una postura que no habían elegido y que no corresponde siempre a su necesidad de transmitir la experiencia vivida.” (Traverso, 2005: 16)
Paradójicamente, mientras nuestra sociedad preconiza el culto al ganador, la figura de la víctima ha llegado a ocupar el lugar del héroe. La mediatización de las catástrofes ha revelado que la unanimidad compasiva está convirtiéndose en la última expresión del lazo social. Por ello, las demandas de reparación remitidas a psicólogos, jueces e historiadores no tienen fin. (Eliacheff, Soulez y Larivière, 2007) Esta corriente social, surgida a partir de los años 1980, se nutre del ideal igualitario y del individualismo democrático. Y para algunos autores, esta primacía de la compasión y de lo emocional conllevaría riesgos para la sociedad (Eliacheff, Soulez y Larivière, 2007).
Pero quizás uno de los motivos más importantes para esta centralización en el 2 de octubre respecto de todo aquel verano de participación social y política, radique en que el sufrimiento se vive en presente: la impresión del afecto (¿trauma?) generado habría sido tan fuerte que aún permanece anclada en el presente. De hecho, muchos especialistas han entendido que la memoria siempre se narra, en tanto experiencia, desde el presente (Halbwachs, 2005; Ricœur, 2004; Wieviorka, 1998; Sarlo, 2005).
En realidad, existen dos grandes versiones sobre cómo funciona la memoria. La “presentista” que acepta que el recuerdo puede estar mediado por la realidad, las creencias, aspiraciones y miedos del presente de los individuos o colectividades que recuerdan (lo que no descarta también que el pasado influya en el presente). Y la “conservadora”, que afirma que el pasado es algo sagrado e inmutable que determina el presente, que sostiene la idea de que el recuerdo en el presente es resultado de la simple recuperación del pasado. Apoyando la propuesta conservadora, se ha sugerido que de creer que las crueldades sufridas por las víctimas que testifican sobre ellas fuesen “mera construcción del presente”, se socavarían los respaldos de esos testimonios. Podría pensarse que la propuesta presentista no sugiere que los acontecimientos relatados no hayan tenido lugar, simplemente que la manera de narrarlos es diferente según el momento: el acontecimiento existiría en cualquiera de las dos propuestas, pero en la presentista se considera que la manera de elaborarlo y transmitirlo cambió con las condiciones (sociales, políticas, subjetivas) del presente. Quizás tendría que encontrarse una vía alternativa a estas dos, que podría denominarse “relativista”, para pensar que “la preeminencia del pasado sobre el presente o viceversa depende, en muchas ocasiones, del contexto histórico específico y que, en cualquier caso ambos, pasado y presente, se influyen mutuamente” (Aguilar Fernández, 1996: 56).
En el museo construido por la Universidad Nacional Autónoma de México y el Gobierno del Distrito Federal sobre el movimiento estudiantil, el Memorial del 68, el espectador tiene la posibilidad de conocer “en vivo” la experiencia de los “seseintayocheros”, consiguiendo pasar del memorial en piedra a la voz. Quisiéramos mostrar como ejemplo de esta impactante fuerza transmisora una parte del relato de Fausto Trejo sobre el 2 de octubre:
“Llego a las seis con cinco minutos y subo la escalinata. [...] Vienen las tanquetas disparando y todo; hacen boquetes sobre el edificio Chihuahua, hacen un reparto de metralla por todos lados. Me tiro al piso, trato de levantarme. Aquí viene lo más tremendo de mi vida y el compromiso más grande de mi vida. Se acerca un muchacho y me dice: maestro, levántese. Vámonos, porque si lo ven lo matan. Vámonos. Me toma del brazo. Yo no podía caminar: era el pánico, o lo que ustedes quieran considerar. Caminaríamos, no sé, unos diez metros, y una bala le atraviesa la cabeza. Esa bala era para mí. Un chamaco de dieciocho o veinte años, universitario, Poli, de la Normal, de alguna escuela particular, campesino, obrerito, quién sabe, cayó ahí a mis pies. Se imaginan el compromiso, ¿verdad? Permanecí ahí unos minutos. Pensé: ¿a dónde voy, qué hago aquí? Ya descerebrado, con las convulsiones de la descerebración, lo dejo y me fui caminando. [...]” (Vázquez Mantecón, 2007: 131-134)
Este relato es el transcrito en el libro del Memorial del 68, en el cual se muestran fragmentos de las entrevistas realizadas por el historiador Álvaro Vázquez Mantecón (2007) para el museo del 68. Leído de esta manera, el relato pierde gran parte de su fuerza. Visto y escuchado en el documental de Nicolás Echeverría (2008), lo vivido por Fausto Trejo es perturbador. Y es que si mucho se ha discutido sobre el lugar de las fuentes orales en historia y, especialmente, el cómo transmitirlas a los posibles públicos (Joutard, 1999; Read, 1998; Samuel, 1998; Green, 1998), en el Memorial del 68 el problema ha sido resuelto en buena medida gracias a que las voces del pasado se complementan con imágenes. Si la narración de Fausto Trejo tal y como la transcribimos en este texto puede resultar fría, en el museo es, al mismo tiempo, conmovedora y escalofriante. Y es que, finalmente, la transcripción es una reescritura que no permite conocer los gestos (el llanto a punto de escapar en Trejo) de quien habla.
Por lo que hemos podido investigar, se trataba de una herida de difícil cicatrización para Trejo, por decir lo menos. Se han localizado al menos otros dos lugares en los que él hace una narración casi tan emotiva del acontecimiento como ésta del Memorial del 68: en La matanza de Tlatelolco (Latorre, 2008) y La Masacre de Tlatelolco (Brailovsky, 2008).
Hace ya varios años, Primo Levi señaló que luego de un tiempo de dar testimonio, él había instaurado una forma específica de discurso sobre su experiencia en Auschwitz: ya no era él quien hablaba sino su narración. Ello ocurre particularmente cuando la memoria ha sido escrita: es corriente que el libro se transforme en la memoria de quien lo escribió. En ese sentido, dijo Levi: “luego de casi cuarenta años, yo recuerdo todo eso a través de lo que he escrito: mis escritos juegan para mí el rol de memoria artificial” (Levi, 1995: 22; traducción de los autores).
Al estudiar testimonios, es común observar que, en efecto, los testigos suelen repetir palabra por palabra un discurso sobre lo vivido. ¿Se trataría de una forma de lidiar con el sufrimiento producido por la rememoración de acontecimientos dolorosos? Es difícil responder. Lo cierto es que Fausto Trejo, aún repitiendo palabra por palabra lo vivido, en cada ocasión se retrotraía al 2 de octubre y a la visión del muchacho descerebrado que quedaba sin vida tras recibir una bala que, según Trejo, “era para mí”. El recuerdo nunca perdió, para Trejo, el vínculo con el sentimiento vivido en el momento.
Frente al dolor, resulta pertinente preguntarse: ¿qué hacer frente al sufrimiento vivido en el pasado que sigue teniendo un peso considerable en el presente? Narrar el sufrimiento es una forma de apropiarse del pasado, pues éste se elabora a través del lenguaje. ¿Qué hacer con el sufrimiento, como tramitarlo? Éste puede ser tramitado a través de la elaboración, de la justicia (es una de las causas de la creación del Comité 68, que persigue la justicia y la reparación como uno de sus objetivos), de los lugares de memoria (como los testimonios, el Memorial del 68): todas ellas formas de elaborar el sufrimiento. Quizás individualmente muchos han logrado tramitarlo, pero socialmente aún quedan muchos pendientes sobre el 2 de octubre: una herida abierta que por lo mismo persiste como imagen de todo el movimiento estudiantil de 1968.
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Notas