Trabajo y migraciones postcoloniales en la agricultura capitalista global
Migraciones postcoloniales, agricultura global y colonialidad del trabajo
Migraciones postcoloniales, agricultura global y colonialidad del trabajo
Theomai, núm. 38, pp. 91-102, 2018
Red Internacional de Estudios sobre Sociedad, Naturaleza y Desarrollo
Revista THEOMAI / THEOMAI Journal Estudios críticos sobre Sociedad y Desarrollo / Critical Studies about Society and Development

I. Introducción
La agricultura se ha internacionalizado de forma creciente en las últimas cuatro décadas, tanto del lado de los mercados como del lado de los trabajadores y las trabajadoras agrícolas.
En el primer sentido se habla de la organización de las cadenas globales agrícolas de producción y distribución. Éstas están articuladas sobre todo alrededor de los intereses y la capacidad de influencia de las multinacionales de la alimentación. Su extensión y desarrollo han reducido la relevancia de la agricultura campesina y subordinado la producción en el campo a los procesos de distribución y consumo y, en consecuencia, a las funciones de la logística, empaquetamiento y marketing (Van der Ploeg, 2010). El espacio de los flujos globales de mercancía se ha desarrollado incorporando también los flujos financiaros, como muestra la influencia que las transacciones en las bolsas mundiales tienen sobre los precios de las materias primas agrícolas (commodities).
En el segundo sentido se habla de la inserción creciente de mano de obra migrante en la producción agrícola a nivel mundial. Las áreas agrícolas locales insertadas en las cadenas globales, que podemos llamar enclaves agrícolas (Pedreño, 2014), han devenido cada vez más dependientes del trabajo de mujeres y hombres migrantes internos o internacionales. Estas personas se insertan como fuerza de trabajo subalterna no solo desde el punto de vista económico sino también desde el punto de vista simbólico, muchas veces jurídico y, entonces, político (Avallone, 2017).
En las siguientes páginas se presentan unas notas sobre las características de los procesos de inserción de los migrantes en la agricultura mundial, poniéndose tres objetivos. En el apartado dos se evidencian las características de las migraciones postcoloniales. En los apartados tres y cuatro, se evidencia como, a nivel global, la mano de obra inmigrante no es naturalmente barata sino que se produce a través de un conjunto de relaciones sociales, políticas y económicas influenciadas por la herencia colonial más allá del colonialismo y de las administraciones coloniales. En el apartado cinco, se destaca que la reproducción de la mano de obra agrícola barata se funda también en la colonialidad del trabajo, es decir en la construcción de una jerarquía de los trabajos que pone en posición subalterna los trabajos más cercanos a las actividades de reproducción social. Por último, en el apartado seis, se constata como el cuestionamiento de las relaciones de poder en que los trabajadores agrícolas migrantes están insertados necesita de un proceso de descolonización no solo de las migraciones sino también del trabajo en agricultura, interiorizado en la jerarquía laboral porque muy cerca del trabajo de reproducción social.
II. Migraciones y separación jerárquica
Chandra Mohanty (2008) ha propuesto una definición clara y eficaz de la colonización, reconocida como un proceso que “en casi todos los casos implica una relación de dominación estructural y una supresión, muchas veces violenta, de la heterogeneidad del sujeto o sujetos en cuestión”. La eliminación de la heterogeneidad es una tendencia de los estados-naciones y, todavía más en general, de las políticas universalistas fundadas en la afirmación de un punto de vista particular como absoluto y dominante. El origen de ese principio ordenador se encuentra en el 1492, cuando empieza la conquista de América y se completa la de Al-Andalus en Granada por parte de los Reyes Católicos con la imposición del imperativo del uno: un Estado, una identidad, una religión (Grosfoguel, 2012). La siguiente afirmación histórica del Estado-nación confirma, a lo largo del tiempo, la dominación del uno a través de la generalización del principio de separación. El Estado se funda, en otras palabras, en la repartición de la realidad social en dos campos: el campo de los nacionales distinto del campo de los no nacionales. Es el pensamiento de Estado que articula esa distinción, poniendo en un lado a los que pertenecen al orden nacional y en el otro lado a los que no pertenecen al orden nacional. Así, es esta manera de pensar la que define las migraciones internacionales, estableciendo las formas de movilidad humana que son migraciones y las que no pertenecen a esta categoría, reflejando “a través de sus propias estructuras (estructuras mentales), las estructuras del Estado, así hechas cuerpo” (Sayad, 2010: 385).
Los migrantes están dentro de la ciudadanía de manera parcial, en la misma manera de los colonizados, que, prescindiendo de las diferencias específicas, normalmente compartían solo una parte de la ciudadanía con los pueblos de los centros imperiales (Castro, 2013; Gómez, 2005; Klose, 2013) y siempre estaban sujetos a la condición de diferencia colonial. Es decir, según el análisis de Walter Mignolo (2008), ellos estaban en una condición de diferencia de poder determinada por la situación colonial, basada en la construcción de relaciones de superioridad/inferioridad entre colonizadores y colonizados (Aguerre, 2011).
Se puede hablar de una pertenencia parcial, una ciudadanía reducida de los sujetos coloniales, así como de los sujetos inmigrantes, que se definen como ciudadanos de segundo orden, siempre sometidos a un estado de excepción permanente (Ajari, 2011): los primeros porque colonizados, entonces asimilados e inferiorizados, los segundos porque incorporados y, así, siempre expulsables (Sayad, 2010). En este sentido, los migrantes, por ejemplo en el caso francés, viven la condición de “subciudadanos, sujetos que no son, hablando desde el punto de vista jurídico, extranjeros, pero que, sin embargo, no están considerados como realmente franceses” (Bouamama y Tevanian, 2014). Ellos se mueven en un mundo ya no caracterizado por la presencia de las administraciones coloniales. Sin embargo, sus condiciones jurídicas, institucionales y simbólicas son en parte similares a las de los colonizados. En este sentido en el migrante se ve el (ex) colonizado y en la relación inmigrante-Estado se ve la relación colonizados-colonizadores. Como ha reconocido empíricamente Abdelmalek Sayad, la herencia colonial sigue viva en el tiempo postcolonial con sus relaciones simbólicas, institucionales y económicas de poder:
hay todo el imaginario colonial que en buena parte es el éxito de la colonización y al mismo tiempo es uno de los instrumentos que ha asegurado siempre y sigue asegurando su estructuración: un imaginario que ha obsesionado y obsesiona, también mas allá del verdadero periodo colonial, a todas las conciencias y a todos los espíritus que se refieren a ella, tanto hacia los colonizadores como hacia los colonizados, los de ayer así como sus descendientes (Sayad, 2003: 36-37).
Para Sayad, como para Frantz Fanon (1963), el mundo colonial es un mundo basado en la cólera, donde los mundos de los colonizados y del colonizador están cercanos pero no se enredan. Sayad reconoce la vigencia de la estructura fundamental de este mundo, basada en la separación entre los plenamente legítimos y los otros, también en el contexto postcolonial. Esto es el aspecto más evidente del enlace entre le experiencia colonial y la experiencia de la migración: la permanencia de similares relaciones de poder material y simbólico. La migración se pone en continuidad con la colonización y esta relación se observa en las atribuciones simbólicas, las jerarquías políticas y la colocación en las relaciones de producción que separan migrantes y población local.
En consecuencia, se encuentran las migraciones cuando se encuentran poblaciones involucradas en experiencias de movilidad espacial con estatus administrativos y posiciones de poder diferenciadas y asimétricas. Estos tipos de condición se fundan muchas veces en la herencia de las relaciones coloniales que se han construido durante los siglos pasados y, más en general, en el principio de colonialidad, es decir en la construcción histórica que organiza las relaciones sociales, culturales y epistémicas entre los diferentes pueblos y grupos socioculturales de manera jerárquica, basándose “en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo” (Quijano, 2007: 93).
Este rápido análisis, a través de algunas contribuciones desarrolladas en la observación de las migraciones de manera descentralizada respecto al punto de vista histórico e instrumental de las sociedades de inmigración, reconoce que “el colonialismo no termina con el fin de la ocupación colonial” (Gandhi, 1998, 17). La colonia no se ha acabado desde el punto de vista de las relaciones de poder entre dominantes y dominados: este tipo de relación se desarrolla en un mundo postcolonial, en el mundo construido después del fin de la larga experiencia de la colonización. El fin de la colonia no ha significado el inicio de un proceso de liberación definitivo de los mecanismos de separación jerárquica entre los miembros de la sociedad:
seguimos viviendo bajo el mismo «patrón colonial de poder» aun cuando las administraciones coloniales han sido casi erradicadas de la faz de la tierra. Con la descolonización jurídico-política pasamos de un periodo de «colonialismo global» al actual periodo de «colonialidad global». Aunque las «administraciones coloniales» han sido erradicadas casi por completo y la mayor parte de la periferia está organizada políticamente en Estados independientes, los no-occidentales siguen viviendo bajo la cruda explotación y dominación imperial occidental (Grosfoguel, 2011: 14).
Los confines se han multiplicado y no reducido y, además, se han difundido fuera de los (ex) espacios coloniales, también dentro de las mismas áreas colonizadas, potencialmente a lo largo de todo el espacio global y contra la movilidad autónoma de los seres humanos. Es un mundo que vive una condición histórica postcolonial, donde el adjetivo «postcolonial» denota, al igual que lo «neocolonial», [...] “continuidades y discontinuidades, pero pone el énfasis en las nuevas modalidades y formas de las viejas prácticas colonialistas, no en un «más allá»” (Shohat, 2008: 112). Es decir, siguiendo el análisis de Bouamama y Tevanian (2014: 534), que los migrantes no viven la misma situación de los colonizados, sino que “el significado del prefijo “post” está claro: ello marca tanto un cambio de época como una filiación, una herencia, una semejanza familiar. Aquí, todavía, no es simple hacer una distinción”.
La comprensión de las migraciones postcoloniales es posible solo si se toma en consideración tanto la vigencia de las relaciones de poder a nivel global como la permanencia del imaginario colonial y el papel que ese imaginario tiene en la organización de las formas y políticas de gobierno de las migraciones. En este sentido el principio de separación entre nacionales y no nacionales, que funda y reproduce los estados y su manera de pensar – lo que Sayad ha llamado pensamiento de Estado –, se presenta como uno de los aspectos más evidentes del enlace entre le experiencia colonial y la experiencia de la migración. Ello confirma la permanencia de relaciones de poder material y simbólico que separan la población de manera asimétrica, en base a estatus jurídicos, económicos y sociales, produciendo a los que no necesitan papeles, a los que pueden entrar porque tienen el dinero para estar aunque son extranjeros y, en fin, a los que necesitan de un papel para entrar de manera legal y, entonces, están subordinados a las condiciones de ilegalidad y expulsabilidad. Consecuentemente el migrante vive una condición permanente de incertidumbre, porque “está en la naturaleza del extranjero (nacionalmente hablando) ser expulsable, y poco importa, pues, que sea efectivamente expulsado o no” (Sayad, 2010: 403). La subordinación al Estado, a su pensamiento práctico, produce el migrante como un sujeto colonial, en el sentido de que él vive una condición constitutiva de inferioridad, subalternidad, separación, certificada también desde el punto de vista jurídico.
III. Produciendo trabajo migrante barato
La separación jurídica, política y social se fortalece a través de las prácticas y los discursos racistas que se reproducen en las sociedades de inmigración. Los discursos del racismo colonial son un archivo de retóricas utilizadas en las relaciones postcoloniales que contribuyen a gobernar de manera jerárquica las poblaciones. Éstos funcionan en diferentes áreas geográficas y hacia diferentes poblaciones migrantes, pero siempre con el efecto de reproducir relaciones de dominación, especialmente en el mercado laboral. Un ejemplo es el caso de los migrantes bolivianos en Argentina, donde los discursos racistas se fomentan para justificar y naturalizar tanto la asignación a éstos de trabajos duros y mal pagados, como las condiciones de precariedad e informalidad del proceso productivo (Pizarro, 2012). Otro caso es el de los migrantes caribeños en los centros metropolitanos de Estados Unidos, Francia, Países Bajos y Reino Unido, que son “emigrantes coloniales debido a su larga relación colonial con la metrópolis y su continua representación estereotipada en el imaginario europeo/euroamericano, materializado en su localización subordinada en el mercado de trabajo metropolitano. La representación de los sujetos coloniales como vagos, criminales, estúpidos, inferiores, traicioneros, primitivos, sucios, bárbaros y oportunistas tiene una larga historia colonial” (Grosfoguel, 2007: 13).
Otro ejemplo es el de los mercados de trabajo de la Europa meridional, donde es evidente que la 'línea de color' descubierta a los inicios del 900 por Du Bois está todavía activa y está creciendo. El tener un color de piel y formar parte, por tanto, de una determinada historia, son factores que constituyen una específica determinación y delimitación de las posibilidades y condiciones de empleo. En algunos contextos geográficos y económicos, por ejemplo en el caso de la agricultura de España y de Italia meridional, la separación no concierne sólo al mercado de trabajo, sino que afecta también a cada ámbito de la vida social cotidiana, incluida la distribución en el espacio urbano. En estos contextos se puede observar y vivir la separación, que se presenta en primera instancia como la separación entre colores, entre blancos (dominantes) y negros (dominados).
La línea del color (Du Bois, 1961: 23) se reproduce y reproduce sus efectos, especialmente en la inserción laboral y, más en general, en las formas de gobierno de las migraciones, aunque hay un racismo hacia los blancos pobres, como, por ejemplo, en el caso europeo hacia los trabajadores de algunos países del este o del sur. Los migrantes se insertan en relaciones de poder de dependencia o plasmadas por el pasado colonial, evidenciando que “la situación de la inmigración de hoy no es (…) más que la prolongación de aquélla [la situación colonial], de la que es una especie de variante paradigmática“ (Sayad, 2010: 306), porque en el orden de las relaciones de dominación la inmigración ocupa en el contexto postcolonial el lugar que antes ocupaba la colonización (Sayad, 1997). La situación colonial se actualiza, como se actualiza el racismo que asume un rasgo cultural, y no biológico, confirmando, así, el carácter colonial, es decir inferior, subalterno y discriminado de los migrantes.
Estas características atribuidas a los migrantes legitiman formas de gobierno de las migraciones fundadas en dos alternativas: una orientada explícitamente por discursos racistas y xenófobos y la otra orientada por discursos de compasión y asistencia. A pesar de profundas diferencias entre ellas, ambas tendencias son convergentes en la idea de inferioridad de los migrantes, representados y manejados como sujetos sin autonomía, a los que siempre le falta algo (el color de la piel, el idioma, la educación, los papeles, o el buen origen nacional, por ejemplo). Esta reducción, que reproduce discursos y prácticas coloniales, se traduce, en términos ideal-típicos, en políticas de disciplinamiento, fundadas en lógicas de control y represión, en el caso de las actitudes racistas, o en políticas de integración subalterna, en el caso de las actitudes compasivas.
En ambos casos los migrantes se convierten en sujetos sin agencia o con una agencia a controlar, limitar o desconocer, es decir sujetos fuera de la política, solo objetos de políticas y del discurso político. Esto es coherente con la construcción del ciudadano - y, por sustracción, del no ciudadano - a lo largo de la modernidad, en la que, según el análisis de Rita Segato (2016: 119):
solo adquieren politicidad y son dotados de capacidad política (…) los sujetos – individuales y colectivos – y cuestiones que puedan de alguna manera, procesarse, reconvertirse, transportarse y reformular sus problemas de forma que puedan ser enunciados en términos universales, en el espacio «neutro» del sujeto republicano, donde supuestamente habla el sujeto ciudadano republicano.
Este sujeto ciudadano y, entonces, universal no es un inmigrante, que siempre está asociado a una particularidad, parcialidad, especificidad, minoría y, por tanto, no es neutro, es otro, es una excepción. El campo donde se ve de forma más clara la articulación de esta ciudadanía jerarquizada, caracterizada por diferentes grados de inclusión, es en el campo político, en el que los colonizados tenían la dificultad de ejercitar sus acciones de manera legítima. Los migrantes comparten esta condición con los colonizados, es decir la de estar fuera del espacio político y, entonces, de la posibilidad de actuar políticamente de forma legítima y legitimada.
En el análisis de Abdelmalek Sayad, los migrantes están definidos como las personas que no pueden hacer política. Sin embargo, es la historia colonial que pone en evidencia el hecho de que esta condición no es eterna y el pasado no predefine totalmente el futuro. Hay un espacio de acción, que es un espacio de acción política, orientada al cambio de las relaciones de poder vigentes. Sayad (2008), por ejemplo, reconoce que a veces opera una ruptura herética con esta visión del mundo social como medio para fundar una nueva relación política entre migración y orden estatal y definir de forma nueva las características del espacio político postcolonial, así como ya en la lucha anticolonial los colonizados se han transformado en sujetos políticos.
Las migraciones, entonces, tienen un carácter postcolonial, tanto porque se alimentan del pasado colonial y de las relaciones neocoloniales del presente, como porque ponen en cuestión los mismos dispositivos de control y dominio vigentes en las colonias, es decir los dispositivos de confinamiento y continua producción de confines sociales, simbólicos y territoriales, funcionales a la permanente producción y reproducción de jerarquías sociales (Mezzadra y Neilson, 2017).
De manera específica, se ve como, en diferentes contextos geográficos, los estados se han convertido en un conjunto de procedimientos y normativas orientadas a manejar la movilidad humana y la mano de obra, sin haber una función de integración y justicia social. El caso del gobierno de los refugiados y solicitantes de asilo en Europa, con la multiplicación de las fronteras internas y externas en los estados de la Unión Europea, así como las multiplicaciones de los límites a la movilidad laboral, como entre EE.UU y el resto de América, son ejemplos de la forma de gestionar las migraciones a través de un régimen diferencial que produce humanidad y, entonces, fuerza de trabajo subordinada a la legislación nacional de las migraciones y a otros distintos mecanismos de control.
La combinación entre legislación, políticas y racismo produce una fuerza de trabajo migrante débil y barata, con más vínculos que los nacionales para organizar reivindicaciones a nivel individual o colectivo. Las prácticas estatales y los discursos racistas, conectados con el pasado y la herencia colonial participan, entonces, en las formas concretas de inserción social y laboral subalterna de las poblaciones migrantes en las diferentes sociedades de tránsito o llegada, produciendo una fuerza de trabajo barata, externa a la sociedad local, caracterizada por una presencia ajena y provisoria, aunque, sin embargo, esta presencia no es pasiva, sino que participa de formas diferentes a procesos de resistencia y autonomía.
IV. Agricultura mundial, trabajo migrante
Los migrantes se insertan a nivel mundial en algunos sectores económicos más que en otros. Su presencia es evidente especialmente en agricultura. En muchas investigaciones se ha evidenciado esta centralidad (Molinero y Avallone, 2016) que se verifica empíricamente en muchas áreas geográficas, como, por ejemplo, en México (Lara, Sánchez y Saldaña, 2010); Estados Unidos (Peña, 2010); Israel (Garalda, 2017) y en diferentes países de América Latina (Pedreño, 2014). La agricultura global se ha convertido en uno de los sectores donde de forma prioritaria las personas que migran, a nivel internacional y, sobre todo en el caso de los grupos étnicos inferiorizados, también nacional, se insertan. Esto tiene una relación con la que Abdelmalek Sayad señaló respecto a la ecuación entre inmigrante y obrero, “obrero de por vida” (Sayad, 2010: 233), según una identificación “que se impone a todos” (Sayad, 2010: 240) y constituye la experiencia que se hace del mundo, como si estuviera activa una ecuación entre la indignidad social que sufren una parte de los migrantes y el trabajo que está destinado a ellos.
Los migrantes hacen, entonces, los trabajos de inmigrantes, que están ubicados en los últimos asientos en la jerarquía de los trabajos. Diferentes investigaciones han reconocido esta condición subalterna en el mundo laboral, de manera particular en muchas enclaves agrícolas (Molinero y Avallone, 2016; Avallone, 2014).
Como aparece evidenciado en Molinero y Avallone (2016), explotación y migraciones son constitutivas de la agricultura global. Esta conexión, ya registrada en otros periodos históricos, ha devenido todavía más estricta en las últimas décadas, dentro de la tendencia activa en muchas áreas territoriales hacia mano de obra cada vez más barata, útil para reducir los precios e incrementar la ganancia de las empresas agrícolas y, sobre todo, de las empresas activas en las cadenas agroalimentarias internacionales.
En muchas áreas se puede hablar de una agricultura postcolonial, es decir fundada en la incorporación de mano de obra procedente de ex colonias o áreas que han sido históricamente subalternas (como las habitadas por las poblaciones indígenas), o que se han convertido en áreas subalternas a través de especificas políticas como las de ajuste estructural en los países de Europa oriental, o en relaciones de poder dominadas por el racismo.
Esta fuerza de trabajo depende de procesos políticos, sociales y simbólicos que la definen como fuerza de trabajo racializada con estatus jurídicos y/o sociales inferiorizados respecto a la población nacional u otros grupos raciales que no trabajan en agricultura.
Las razones sociales están conectadas sobre todo a los procesos de clasificación y diferenciación de las personas migrantes, fundados en elementos nacionales, raciales y sexuales. Ellas actúan en distintas direcciones, pero sobre todo en el sentido de atribuir a cada tipo de migrante una precisa posición en las jerarquías socio-laborales y, entonces, en la búsqueda de trabajo. Es como si para cada tipo de migrante existiera un específico y exclusivo conjunto de trabajos posibles, más allá de los cuales es difícil ir. A cada tipo de migrante su lugar.
Esta construcción simbólica se traduce en comportamientos concretos y, entonces, se confirma. Los estereotipos se vuelven realidad y, por lo tanto, naturaleza, como si a cada tipo de inmigrantes tiene que corresponder un destino signado, sin ver ni las relaciones de poder que hacen posible ese tipo de predestinación, ni las variables activas en el origen de la migración, es decir, características, disposiciones y expectativas desarrolladas en los países de salida. Es necesario mirar a procesos que tienen su origen fuera de la migración y, a “la relación entre el sistema de disposiciones de los emigrados y el conjunto de los mecanismos a los que están sometidos como efecto de la emigración” (Sayad, 2010: 57).
El mercado laboral no es, por tanto, un espacio llano, democrático y apolítico, sino, por el contrario, un espacio estratificado, definido por relaciones de poder, basadas en jerarquías raciales, nacionales y de género, que tienden a aumentar los procesos de marginación, competencia y separación entre los trabajadores. La inserción de mano de obra no se realiza a través de relaciones democráticas sino a través de procesos de inclusión subordinada y diferenciada (Mezzadra y Neilson, 2017), que son manifestaciones de una especifica jerarquización de la fuerza laboral global.
Los estatus inferiorizados contribuyen a definir la capacidad de negociación laboral y, por tanto, de defensa del valor económico y político de la mano de obra agrícola migrante. La extracción de plusvalía sigue basándose en jerarquías que reproducen relaciones de poder que mezclan diferentes tiempos históricos. Las formas de trabajo y producción y la apropiación de la plusvalía no siguen una linealidad histórica, por ejemplo con el progresivo abandono de las formas de plusvalía absoluta hacia las formas de plusvalía relativa. Diferentes formas pueden coexistir, no solo en el mismo momento histórico, ya que la esclavitud ha vivido y continúa viviendo con los niveles tecnológicos más altos del mundo, sino también en el mismo espacio, como ocurre en la agricultura de diferentes enclaves, donde la hipertecnología se combina con, o simplemente vive junto a, la gran presencia de trabajadores pobres o muchas horas de trabajo.
Técnicamente, se puede decir que las diferentes formas de extracción de plusvalía del trabajo coexisten o se entrelazan en la agricultura capitalista mundial, así como en las específicas áreas agrícolas: esto significa que no existe un modelo definitivo, ni una sola orientación prevalente. Las tecnologías más avanzadas, que tienden a algunas producciones y actividades para reducir el uso de trabajo vivo, pueden vivir junto a operaciones de cosecha basadas en trabajo a destajo, así como la determinación en los mercados financieros de precios de muchas materias primas agrícolas se acompaña al trabajo negro y los salarios bajos. De hecho, si hay una tendencia claramente identificable en la agricultura capitalista global es precisamente la de la combinación de diferentes modos de explotación.
En la visión postcolonial el sufijo “post” se refiere más a las consecuencias y a los efectos duraderos de la experiencia colonial que a un tiempo posterior a ella. Por lo tanto, asumir la prospectiva postcolonial no significa asumir una interpretación lineal y simple de la historia:
Lo que lo «postcolonial» no es, desde luego, una de esas periodizaciones basadas en «fases» epocales, donde todo cambia de manera radical al mismo tiempo, todas las antiguas relaciones desaparecen para siempre y otras completamente nuevas vienen a reemplazarlas (Hall, 2008: 129). Al revés, esta perspectiva reconoce la necesidad de cuestionar la construcción del tiempo y las otras construcciones teóricas, simbólicas y políticas producidas en el marco del largo proceso de colonización, conectado, de manera profunda, al proyecto europeo, es decir, al proyecto colonial europeo.
No hay un futuro seguro, así como que no hay certeza sobre la capacidad de las tecnologías e innovaciones de liberar el trabajo de la explotación, larga jornada, ritmos intensos, bajos salarios. Lo que ocurre actualmente para el trabajo agrícola es una condición general de subalternidad, a pesar de las tecnologías disponibles. Varias investigaciones y fuentes estadísticas muestran cómo, a escala global, la mano de obra agrícola es barata (Bonanno y Cavalcanti, 2014; Pedreño, 2014). Un ejemplo que sirve como modelo es California, en el que, incluso en una situación de crecimiento del salario relativo, tal como se ha producido entre los años 2000 y 2010, no ha cambiado el hecho de que en la “agricultura mecanizada (... ), el trabajo es a menudo considerado como el costo más “controlables”, en el sentido de que es más fácil para un empresario a negociar si se debe pagar 25 o 26 céntimos por una vasija de pasas de uva de 25 libras que negociar el precio de los fertilizantes” (Martin, 2011: 5). En las zonas en las que los salarios están creciendo en general, como en Asia (Kannan, 2015; Wang, Futoshi, Keijiro y Huang, 2014), en los “sectores no agrícolas tienden a crecer más rápidamente que los agrícolas, creando así una brecha salarial entre los dos sectores” (Otsuka, 2012). Por lo tanto, es fácil entender cómo la mano de obra barata en la agricultura es fundamental para obtener altas tasas de ganancia para las empresas agrícolas y, más en general, para las empresas que operan a lo largo de las cadenas de producción. Además, el uso de mano de obra barata retrasa las inversiones de capital en instalaciones y otras tecnologías sin penalizar, al menos durante un tiempo, la competitividad de las empresas (Avallone y Ramírez, 2017). A pesar de que la agricultura se ha mecanizado profundamente y esta tendencia no se detiene, el uso de la mano de obra con salarios bajos sigue siendo crucial para el funcionamiento general de este sector a nivel global: lo que permite reducir los costes y organizar de la manera más rentable las inversiones (Gertiel y Ruth Sippel, 2014; Molinero y Avallone, 2016).
5. La colonialidad del trabajo
La agricultura global numéricamente “sigue siendo el sector que más tiempo emplea de la gente, sobre todo de las mujeres, a escala mundial, pero parece quedar en la obscuridad en los análisis sobre las cambiantes formas del trabajo y capital en nuestros días” (Haiven, 2009: 28). Esta condición de obscuridad no es solo de los migrantes. Proverbios, referencias simbólicas, maneras de hablar nos dicen que en diferentes áreas del mundo el trabajo agrícola se reconoce como un trabajo poco digno, aunque este trabajo sigue siendo fundamental para la vida humana en términos generales y aporta recursos fundamentales para la reproducción social. A escala mundial, el trabajo agrícola permite “vivir a millones de personas que de otro modo no tendrían medios para comprar comida en el mercado” (Federici, 2009: 28) y aunque es productor de mercancías, contribuye a mercancías fundamentales para la reproducción social, es decir para la producción de las trabajadoras y los trabajadores (Bhattacharya, 2017).
Entonces, para entender el trabajo migrante en agricultura se debe entender el valor del trabajo agrícola en sí mismo. Si, como sostiene Silvia Federici, fue en la transición del feudalismo al capitalismo donde “las mujeres sufrieron un proceso excepcional de degradación social que fue fundamental para la acumulación de capital” (Federici, 2010: 113), entonces habrá que preguntarse por las transformaciones sociales que acompañaron tal proceso. Se puede plantear como hipótesis el funcionamiento de una colonialidad del trabajo: a mayor acercamiento del trabajo a la reproducción social, este tendrá un menor reconocimiento social y cuanto más se acerque a las necesidades cotidianas, propias de la reproducción, menos se valorará desde el punto de vista económico. Es decir, cuanto más el trabajo realiza tareas de reproducción social o parecidas a ellas, más se reduce su valor económico y simbólico.
En este sentido, se puede hablar de la persistencia de una colonialidad del trabajo, que organiza una jerarquía de los diferentes trabajos en relación a su distancia a la reproducción social: el valor del trabajo se reduce a cero cuando es totalmente de reproducción, como en el caso del trabajo doméstico sin valor económico, y crece cuanto más es parte del mundo de la producción, es decir de la producción de valor añadido, de valor de cambio.
En esta jerarquía se pone el trabajo agrícola: trabajo que produce valor de cambio pero de bienes muy cercanos al momento de la reproducción social y de la vida. Este tipo de trabajo se ha convertido cada vez más en la actividad de los migrantes porque es un trabajo pobre.
La colonialidad del trabajo construye los trabajos de manera jerárquica y en el caso del trabajo agrícola afecta a todos los trabajadores y las trabajadoras, combinándose en el caso de los migrantes con otras jerarquías heredadas de las relaciones coloniales. El trabajo agrícola se pone en el punto de confluencia de la colonialidad del poder y la colonialidad del trabajo convirtiéndolo en un trabajo con un escaso valor hecho por personas con escaso valor.
6. Conclusiones
Las migraciones internacionales están cada vez más conectadas con las trasformaciones de la agricultura global. Éste ensamblaje no se puede entender si no se entiende el conjunto de relaciones coloniales que caracterizan las relaciones entre migraciones postcoloniales, estados y las herencias coloniales que siguen reproduciendo efectos de separación jerárquica basada en la raza y las relaciones de fuerza entre las diferentes áreas geográficas y económicas del mundo. En este artículo se ha puesto en evidencia también otro factor que afecta al trabajo migrante en agricultura y que es lo que se ha llamado la colonialidad del trabajo, es decir una jerarquía de los trabajos que pone abajo los trabajos de reproducción social y los más cercano a esta función. En conclusión, se entiende que cuestionar las actuales relaciones de poder en la agricultura global significa, no solo cuestionar la colonialidad del poder vigente en el patrón del sistema-mundo corriente, sino que también significa cuestionar la colonialidad del trabajo y, en consecuencia, la subordinación de la reproducción social a la producción, es decir de la vida al valor de cambio.
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