Dossier

Fraternura (A modo de prólogo)

José Ignacio González Faus, S.J.

Fraternura (A modo de prólogo)

Revista Iberoamericana de Teología, vol. XVIII, núm. 34, pp. 33-38, 2022

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

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El ser humano debe ser visto siempre en el contexto de una serie de relaciones, de tal forma que el hombre no sea considerado solo bajo los aspectos que lo caracterizan como individuo singular, sino también en su condición de hijo, de hermano y de colaborador responsable del destino de todos.

Fuente: Documento de la Pontificia Comisión Bíblica, Qué es el hombre, 2020, núm. 10

“Fraternura”, esa preciosa palabra que aprendí de amigos chilenos podría ser el mejor resumen y prólogo de este dossier. Si, a pesar de todo, redacto estas páginas es no solamente porque me las han pedido, sino por otro curioso detalle bíblico.

Es sabido que en la Biblia, más en concreto, en los evangelios, hay un símbolo muy expresivo de la fraternidad: el banquete y la mesa compartida. Desde ahí, este prólogo no quisiera ser nada más que uno de esos símbolos típicos de un banquete: el “aperitivo” que abre el apetito, la “carta” o menú que presenta el programa del banquete, y la “degustación” que te lleva a probar el vino o el plato para que puedas elegir con plena conciencia. Algo de eso quisiera intentar en estas breves páginas; pero situando además el dossier en nuestro mundo de hoy, atravesado por un dilema global: fraternidad o fratricidio.

Ese dilema es universal. El amigo José Sols (especie de alma cósmica de este dossier) puede estremecerse cuando ese dilema lo experimenta en México. Pero México es solo un caso más, aunque sin duda de los más serios, de otra pandemia global que no es la de la Covid-19, sino la de la Antifraternidad-21.

Francisco no eligió por casualidad el tema de su última encíclica. La Biblia ya nos dice, de manera más o menos mitológica, que la historia humana arranca con un fratricidio: Caín y Abel. Una verdad que, aunque de manera algo reductora, solo parece haber conservado Karl Marx cuando decía que la historia humana es la historia “de la lucha de clases”. Y es incomprensible que el mundo cristiano negara rotundamente esa verdad parcial que debería más bien haber acogido y completado.

Muchos de los autores señalan el camino del diálogo. Un diálogo que hemos proclamado a grandes voces en otros campos (religioso, cultural, etc.), pero que nos negamos a aplicar allí donde más necesario es: en el campo socioeconómico. Ahí, más que hermanos todos, parecemos enemigos todos. Ahí el hombre sigue siendo “un lobo para el hombre”, más que un hermano del hombre.

En todo caso, sustituiremos el diálogo por (o llamaremos diálogo a) la negociación. Pero la negociación es siempre interesada: uno acude a ella procurando sacar el máximo posible para sí. En cambio, el diálogo consiste en dejarse atravesar (es lo que significa la partícula griega dia) por la palabra, por la razón o el logos del otro. Esa es, como comenta uno de los artículos del dossier, “la mejor política”. Aunque, mirando otro artículo que habla sobre las consecuencias ecológicas de nuestra antifraternidad, no sé si habría que decir, no “la mejor”, sino “la única política posible que nos queda”. Pues el título ya clásico de Leonardo Boff, Grito de la tierra, grito de los pobres, parece haberse convertido hoy en Hostilidad con los pobres, hostilidad con la tierra.

Ese diálogo implicará, como señala otro de los artículos, una comunicación mucho más seria (con la unidad de ahí resultante) entre todos aquellos que intentan luchar por la fraternidad desde su condición de oprimidos. Y destaca bien su autor que ese diálogo previo ya será por sí mismo misionero por su carácter interpelador. En esta España desde donde escribo, se ha dicho a veces que los conservadores están siempre más unidos que los liberadores: porque a aquellos les unen intereses, mientras que a estos solo les unen ideales. Refutar con los hechos esa constatación “realista” es lo que resulta interpelador y, por eso mismo, misionero: por el enorme contraste (que señala otro autor) entre la realidad que vivimos (“mundo cerrado”) y la alternativa que entrevemos (“mundo abierto”).

¿Será posible la trasformación del individualismo que exigen esos programas? Y aclaro que no la llamo “negación” (como algunas místicas orientales), sino, dando un paso más, transformación. Pues en esa superación del mero estoicismo negativo, para convertirlo en solidaridad y amor universal positivos, es donde cabe descubrir la acción del Espíritu Santo y la palabra que el Dios de Jesús dirige al mundo actual.

La parábola del buen samaritano, tan largamente comentada en la encíclica y que se usa en este dossier para denunciar el pecado de la Iglesia a propósito de la pederastia, suministra otro detalle importante: el clérigo y el levita de la parábola jesuánica tienen razones sociales suficientes para no atender al caído (pueden contraer impureza, pueden caer en una emboscada…), pero ninguna de ellas vale nada ante la imagen del dolor y la dignidad humana herida, sea quien sea su sujeto.

Lo cual permite una alegoría de esa parábola evangélica, aplicándola a los abusos sexuales: en 1977, un grupo de casi 80 intelectuales de la izquierda francesa (M. Foucault, J. P. Sartre, Simone de Beauvoir, J. Derrida, R. Barthes…) publicó un manifiesto en favor de la pederastia. Fueron como el sacerdote y el levita de la parábola. Y el pecado de todos los clérigos abusadores estuvo en atender más a esa “aprobación social” que a la llamada cristiana (a lo que habrá que añadir, dolorosamente, el pecado de bastantes obispos, y del mismo Juan Pablo II, de poner la buena fama de la Institución por delante del seguimiento de Jesús). El Espíritu que saca bienes hasta de los males, corrigió ese error con el hecho de que la visión de la pederastia cambió casi de repente cuando comenzaron a conocerse los abusos, no de intelectuales laicos, sino de ministros de la Iglesia. Por decirlo de manera gráfica: el pecado de los clérigos contribuyó a abrir los ojos sobre las “lolitas” de los laicos. Y resultó una manera tácita de reconocer que a la Iglesia hay que exigirle más que a nadie. Incluso en una sociedad laica.

Más oportuna aún me parece la alusión a China en este contexto de fraternidad: porque aquí no estamos solo ante un pecado personal, sino ante una tarea indispensable y difícil para la Iglesia de hoy, la que he calificado en otras partes como “deshelenizar (o desoccidentalizar) el cristianismo”. Al ejemplo de Francisco de Asís visitando al sultán, habría que añadir los del gran Mateo Ricci y su equipo, que hoy parecen ir reapareciendo poco a poco en nuestra memoria. Y aprender para que aquella gran epopeya de fraternidad y de diálogo que abrió al cristianismo caminos insospechados en la China de los Ming, no vuelva a frustrarse hoy por las denuncias de las derechas “jansenistas” y por la cerrazón de la Curia romana. Sin duda, en la Iglesia ha de haber también sectores conservadores, pero deben saber que también ellos están para dialogar, no para condenar y excomulgar. Porque el afán fundamentalista de seguridad es una de las mayores falsificaciones de la fe; y porque pueden provocar que dos siglos después (como ocurrió con China) algún cardenal Tisserant tenga que proclamar dolorido que aquellos fueron “los días más tristes en la historia de las misiones”.

Para eso será muy válida la expresión africana de la Iglesia como “familia de Dios”, que comenta otro artículo. Si podemos hablar del género humano como “familia humana”, es porque existe ese signo eficaz ―ese “sacramento”― de la Iglesia como “familia de Dios”. Aunque, escribiendo desde Europa, creo que las iglesias europeas deberían hacer una petición pública de perdón (ya que no parecen dispuestas a hacerlo las naciones europeas) por aquello que un libro bastante conocido en España tituló como África, pecado de Europa. Otra vez aquí, los criterios “laicos” (como los de Montesquieu y Voltaire, ambos defensores acérrimos de la esclavitud por razones económicas), acabaron pesando en la Iglesia más que la dignidad y el dolor de tantos africanos caídos en la cuneta del camino que llevaba a Europa hacia su progreso, sin casi ningún samaritano que se acercara a ellos.

En este contexto de fraternidad no podía faltar lo que (apropiándome del título de una obra musical) podríamos llamar hoy “el lamento indio”: el dolor porque el país (y la religiosidad) más plural y tolerante se esté convirtiendo hoy en espada de la antifraternidad y la intolerancia. Olvidando la frase de Krishna en la Bhagavad Gita, “también los que siguen a otros dioses y los veneran con fe profunda, en realidad me honran solo a Mí” (xi), y refiriéndome a la India actual, me siento obligado a evocar a mi hermano jesuita Stan Swamy, encarcelado como terrorista a sus 80 años y con enfermedad de Párkinson, por su opción por la fraternidad universal desde los parias, y que acaba de morir, mártir de la fraternidad. Pero sin olvidar por eso que también el “Caín” de la India de hoy es hermano nuestro, y que vale aquí la reconversión del texto bíblico que el obispo Casaldáliga hacía en un poema: “Abel, ¿qué has hecho de tu hermano?” Ojalá que todos los que luchamos por la fraternidad, no olvidemos esa pregunta divina.

Y la India parece evocar (y llevar a otro artículo) el otro país también antaño símbolo de pluralismo y tolerancia y hoy víctima de luchas fratricidas: ese Líbano cuna de Abrahán, como señala el autor; ese Líbano cuyos cedros reflejan en tantas páginas de la Biblia el don de Dios: por su altura y majestad, porque sus hojas crecen muy juntas y su madera era la mejor para navegar; ese Líbano tan hospitalario y acogedor que comenzó a estropearse por la política del sionismo a lo Netanyahu que visibiliza hoy una de las mayores encarnaciones de la “antifraternidad”.

Si, para terminar, se me pidiera una aportación personal o una palabra crítica, me atrevería a sugerir la falta de un epílogo sobre el gran símbolo cristiano de la fraternidad: la eucaristía que quizás hemos convertido en nuestro “Korbán” (Mc 7,11) personal y actual, cayendo nosotros también en la crítica de Jesús: dejar de dar a Dios el culto que Él quiere, para atenernos a “venerables tradiciones” humanas. Sugeriré este epílogo con otros versos provocadores del obispo Casaldáliga:



La eucaristía
que no es mesa
Acaba siendo
pura blasfemia.

Y cerraremos esa sugerencia comparando esos versos de Casaldáliga con los otros de Atahualpa Yupanqui:



Hay cosas en este mundo
más importantes que Dios:
que un hombre no escupa sangre
pa que otros vivan mejor.

Ya en 1972, en uno de mis primeros escritos, llegué a la conclusión de que esos versos del poeta argentino pueden significar para un ateo honesto lo que él se dice a sí mismo. Pero para un cristiano deberían significar lo que el Dios de Jesús le dice al revelarse. Y quien tema que eso es un camino para perder a Dios, piense que quizá es más bien el mejor camino para encontrarlo; y pregúntese si ese Dios que teme perder es, como avisaba san Pablo, locura para los hombres “sabios” y escándalo para los “religiosos”.

Desde ahí se comprende que el “memorial” de Jesús, que garantiza su presencia real entre nosotros, es ese doble gesto que transforma las relaciones humanas: compartir la necesidad (pan) y comunicar la alegría (vino), y que permite cerrar este prólogo con la misma palabra con que lo abrimos y que puede ser el mejor resumen de la encíclica de Francisco: fraternura.

Ahí está todo. Por eso creo mejor retirarme ya, diciendo simplemente al lector: este es el menú del convite de Dios. Comienza por donde quieras, pero procura no perderte ningún plato: porque “el vino mejor” quizá lo encuentres cuando menos lo esperas.

Sant Cugat del Vallès, Barcelona

Julio de 2021

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