DOSSIER “DE QUÉ HABLAMOS CUANDO ALUDIMOS A LA “FAMILIA” EN LOS ANDES COLONIALES”
MUJERES CACICALES EN EL TABLERO COLONIAL. FAMILIA, PARENTESCO Y PODER ÉTNICO EN EL LAGO TITICACA (1580-1750)
CHIEFLY WOMEN ON THE COLONIAL BOARD. FAMILY, KINSHIP AND ETHNIC POWER IN THE TITICACA LAKE (1580-1750)
MUJERES CACICALES EN EL TABLERO COLONIAL. FAMILIA, PARENTESCO Y PODER ÉTNICO EN EL LAGO TITICACA (1580-1750)
Andes, vol. 29, núm. 1, 2018
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades

Recepción: 23/06/2017
Aprobación: 19/02/2018
Resumen: Los derroteros de las autoridades étnicas en el mundo andino entre fines del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVIII ofrecen un amplio espectro para analizar las transformaciones en los criterios de legitimidad del liderazgo político, la dinámica socioproductiva de los colectivos étnicos y las territorialidades en disputa. Pero si los caciques andinos coloniales ocuparon esas posiciones claves en la dinámica política local, no poco mérito tuvieron las mujeres de sus grupos familiares en el armado de redes de relaciones personales y sociales. Esposas legítimas, mujeres secundarias, madres e hijas operaron activamente en los pliegues de la sociedad colonial, mediando también entre sus referentes políticos masculinos y los ayllu, como así también en relación a otros caciques de la región y diferentes autoridades españolas. Este artículo enfoca los corregimientos de indios del lago Titicaca (jurisdicción de la ciudad de La Paz, audiencia de Charcas) al calor de una serie de episodios protagonizados por las mujeres de las familias cacicales. El matrimonio, el mestizaje, la herencia y la sucesión, el compadrazgo, el acceso a la tierra y la memoria genealógica desfilarán a través de la pluma de escribanos que protocolizaron las vidas, alianzas, aventuras y desventuras de estas “mujeres cacicales” del altiplano lacustre.
Palabras clave: Liderazgo étnico – Parentesco – Herencia – Redes sociales – Actrices políticas.
Abstract: The paths of ethnic authorities in the Andean world between the late the 16th and the first half of the 18th centuries offer a wide spectrum for analyzing the transformations in the criteria of legitimacy of political leadership, the socioproductive dynamics of ethnic groups, and the contested territorialities. But, if colonial Andean lords (caciques) occupied these key positions in the local political dynamics, women of their family groups played no minor roles in the creation of personal and social networks. Legitimate wives, secondary women, mothers, and daughters operated actively in the folds of colonial society, also mediating between their male political referents and their ayllu, as well as in relation to other regional caciques and different Spanish authorities. This article focuses on corregimientos de indios (colonial rural provinces) around the Titicaca Lake basin (jurisdiction of the city of La Paz, Audiencia de Charcas) within a series of episodes carried out by women of high rank families. Marriage, mestizaje, inheritance and succession, compadrazgo, access to land, and genealogical memory will be recorded by notaries who registered lives, alliances, adventures, and misfortunes of these “chiefly women” from the Titicaca basin and its surrounding high plateau.
Keywords: Ethnic leadership – Kinship – Inheritance – Social networks – Political women actors.
Consideraciones iniciales
Este artículo se focaliza en las mujeres que formaron parte de las familias cacicales que gobernaron los pueblos de reducción de la cuenca del lago Titicaca (ver Mapa 1) entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XVIII. Asimismo, se interroga acerca de cuáles fueron las prácticas desplegadas por estas actrices políticas en las distintas configuraciones situacionales determinadas por el sistema de dominación colonial. En líneas generales, nuestro trabajo intenta enmarcarse en la intersección de tres campos historiográficos de fructífera producción en las últimas décadas: los estudios de la historia de la familia, las aplicaciones de la perspectiva de género para el análisis de la historia colonial hispanoamericana y el análisis del liderazgo étnico como fenómeno de intermediación sociopolítica. Pretendemos así dar continuidad a los avances realizados sobre el estudio de las prácticas articuladas por mujeres de las familias cacicales del sur andino durante el período 1580-1750, particularmente a partir de su apropiación de los procedimientos burocráticos del sistema colonial. A través de sus testamentos y presentaciones formales ante los distintos niveles de la administración de justicia, algunas mujeres de la elite nativa pudieron hacer escuchar sus voces al reclamar la defensa de los derechos derivados sus respectivas condiciones jurídica, étnica y de género[2].
Desde tiempos preincaicos, los pobladores de habla aymara, uru y pukina se establecieron en las fértiles tierras adyacentes al lago Titicaca, desplegando un perfil socioproductivo de base netamente agroganadera. Nucleados en grupos de parentesco flexibles (ayllu) y a autoridades políticas a distinto nivel de segmentación (kuraka o mallku), dispusieron una estrategia de ocupación territorial de carácter salpicado y discontínuo, tanto en el altiplano circunlacustre como en otros nichos ecológicos, para optimizar la explotación de recursos y reproducir la marcada estratificación social de sus núcleos de altura. A mediados del siglo XV, estos colectivos lacustres fueron integrados a la estructura imperial del Tawantinsuyu a partir de diferentes prácticas sociopolíticas, que pendularon entre la alianza estratégica y refuerzo del esquema de autoridades preexistente (tal el caso de los lupaqa asentados al oeste del lago), el sometimiento militar y posterior fragmentación político-territorial (lo cual ocurrió con los gurpos kolla del norte y noreste del lago) o una combinación selectiva de ambas (verificada con los paxaka del sur).Si bien la dominación incaica alteró la configuración política del altiplano lacustre, no afectó el perfil socioproductivo de sus habitantes; por el contrario, lo intensificó para articularlo en torno a las necesidades de la economía política imperial. En paralelo, el Tawantinsuyu incorporó el conjunto de santuarios preinciaicos al culto solar, fundamentalmente a través de la implantación de colonos mitmaqkuna de distintas partes del imperio para el control político-religioso del centro de peregrinaje de Copacabana y de las islas aledañas[3].
Entre 1535 y 1548, el altiplano fue escenario tanto de las expediciones de los hermanos Pizarro en su conquista hacia el sur andino como de los enfrentamientos entre éstos y sus rivales almagristas. Pasada la época de las “guerras civiles”, la fundación de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz en 1548 significó un cambio de época y la articulación del espacio lacustre al incipiente dominio colonial. Sus principales vecinos resultaron beneficiados por sucesivas asignaciones de encomiendas, concentrando mano de obra y recursos de los grupos nativos, quienes rápidamente vieron alterados sus patrones de reproducción biológica, social y material. Esto implicó el progresivo desgranamiento de las estructuras heredadas de la etapa incaica y el reacomodamiento poblacional y territorial, que cristalizaría hacia 1565-1575 con el establecimiento de los corregimientos y el inicio del proceso de reducción a pueblos de indios. En este nuevo escenario, y en plena diversificación de la economía surandina, las autoridades nativas (devenidas en “caciques principales y gobernadores” de los pueblos de reducción) debieron adecuar sus prácticas de articulación sociopolítica a los nuevos criterios de legitimidad impuestos por el dominio colonial, pudiendo (con resultados diferenciales, según cada caso) instalarse en una posición de mediación entre las autoridades españolas y sus ayllu[4].
Matrimonios, sucesiones, herencias, donaciones y pleitos constituyen tanto los soportes documentales como los repertorios prácticos que emplearemos como base empírica para evaluar las trayectorias desplegadas por las autoridades étnicas de la región de estudio en términos de estrategias, entendidas como “las líneas de acción objetivamente orientadas que los agentes sociales construyen continuamente en y a través de su práctica”[5]. En este sentido, concebimos las elecciones matrimoniales cacicales como una de las estrategias familiares articuladas en función de la posición de los agentes en el campo político y de los tipos y dotaciones del capital puesto en juego[6].Esta opción analítica explica, pues, la elección de la metáfora que titula el trabajo. Si el campo de relaciones políticas abierto a partir de la imposición del dominio colonial puede ser pensado como tablero de ajedrez, nuestra intención aquí es analizar las jugadas efectuadas por las mujeres de las elites cacicales en función de los contextos específicamente definidos por ese “campo de juego colonial”[7].Entre las estrategias matrimoniales verificadas por las familias cacicales anticipamos, a modo de sistematización, cuatro tipos de alianzas. En primer lugar, un conjunto de alianzas interétnicas, entabladas entre los caciques Caquiaviri y mujeres pertenecientes a la “república de españoles”. En segundo lugar, registramos que tanto un cacique de Asillo y otro de Jesús de Machaca contrajeron matrimonio con mujeres de ascendencia incaica, es decir, con miembros de un linaje de superior jerarquía y prestigio político (alianza hipergámica). En tercer lugar, establecimos varias alianzas cruzadas entre familias cacicales de distintos pueblos del lago (Chucuito-Hilave,Pomata-Acora, Jesús de Machaca-Acora-Tiwanaku-Caquiaviri). Finalmente, los miembros de la familia cacical de Jesús de Machaca protagonizaron, a lo largo de varias generaciones, una serie de alianzas reencadenadas entre los miembros de las dos ramas del tronco genealógico.

Formas del parentesco ritual: matrimonios convenientes y compadrazgo
Tal como señalamos, las alianzas matrimoniales formaron parte del arsenal de estrategias desplegado por las autoridades étnicas con el objetivo de fortalecer los lazos de cohesión social en un contexto colonial que, hacia finales del siglo XVI e inicios del siguiente, había puesto en tela de juicio la legitimidad de estos intermediarios sociopolíticos. El período analizado en este primer apartado se caracterizó por la puesta en marcha de las reformas implementadas por el virrey don Francisco de Toledo (1569-1581), la consecuente consolidación del Estado colonial, el auge de la minería potosina y su primera crisis, la fragmentación de los antiguos colectivos aymara y el protagonismo de los caciques de los pueblos de reducción en los avatares de la mercantilizada economía sur andina[8].En este sentido, analizamos el armado de redes matrimoniales a distintos niveles de agregación sociopolítica, ponderando los márgenes de acción que las mujeres involucradas pudieron desplegar en función (y a través) de las posiciones que ocuparon en la malla de los entramados parentales[9].
La implementación del matrimonio cristiano, sacramentalizado por el Concilio de Trento (1563), sobre los colectivos nativos americanos constituyó un elemento central del proyecto evangelizador de la monarquía castellana. Andadas las primeras décadas coloniales, resultó claro que los esfuerzos de cristianización de la población indígena no habían sido suficientes, siendo el III Concilio Limense (1583-1605) la instancia encargada de sistematizar la prédica evangélica a través de la apertura de nuevos campos de acción para los curas doctrineros, devenidos mediadores culturales entre el canon tridentino y las variadas formas de religiosidad local[10]. En efecto, serían los caciques los principales destinatarios del adoctrinamiento religioso, de quienes se esperaba que pudieran operar como ejemplo para el conjunto de los ayllu que representaban ante el poder colonial.
En paralelo, el ordenamiento toledano restringió la cantidad de cargos a ocupar por las autoridades nativas, exceptuando sólo al cacique principal y a su segunda persona de las obligaciones tributarias y mitayas. De este modo, a partir de la década de 1580 asistimos al desarrollo de enconados conflictos protagonizados tanto por los candidatos de las distintas ramas que conformaban las familias cacicales preexistentes como por nuevos caciques acuñados al calor del proceso reduccional. Nuestra intención aquí es ponderar el rol que tuvieron las mujeres en el rearmado de los nuevos elencos cacicales, para lo cual dirigimos nuestra atención a los corregimientos emplazados en la cuenca del lago Titicaca.
Entre las décadas finales del siglo XVI y las primeras del siglo XVII registramos una serie de matrimonios cruzados entre las familias cacicales de varios pueblos de reducción de la gobernación de Chucuito. A principios de la década de 1590, don Martín Cusi, cacique de Chucuito hurinsaya (parcialidad jerárquicamente inferior del pueblo) y uno de los afamados informantes de Garci Diez de San Miguel durante su visita de 1567, acordó los enlaces de dos de sus hijas con don Fernando Cari, cacique de la parcialidad superior hanansaya de Chucuito (hijo y heredero de don Martín Cari, fallecido en 1586), y con don Juan Bautista Vilca Apaza, cacique principal de Hilave. Asimismo, durante la década de 1610 don Diego Chambilla, cacique de Pomata hanansayay renombrado comerciante y capitán de mita, contrajo matrimonio con doña Isabel Camachun Coya, hija de don Cristóbal Catacora, cacique principal de Acora hanansaya, y de doña María Taquecama[11].
¿A qué factores pudieron haber obedecido estas alianzas familiares? El debilitamiento de los grandes “señores tradicionales” (mallku) operado a partir de las primeras décadas coloniales, el reordenamiento toledano y la sistematización de la mita potosina en torno a los recientemente creados cargos de “capitán de mita” y “alcalde mayor de naturales” constituyen los ejes claves de un contexto abierto para la redefinición de las relaciones de poder a escala local[12]. El progresivo desgranamiento del poder e influencias de los antiguos mallku de Chucuito habría llevado a que los caciques de ambas parcialidades (don Martín Cusi y don Martín Cari, éste último acaso antes de morir) interpretaran la nueva correlación de fuerzas y, viéndose en retirada, negociaran el matrimonio de sus respectivos hijos, entroncando también con la familia gobernante del vecino pueblo Hilave. Desde otra perspectiva, el cacique de Hilave pudo haber buscado heredar gran parte del capital político y simbólico de la renombrada y prosaica familia Cari de Chucuito hanansaya, llegando a oficiar en 1603 como gobernador interino de la parcialidad hurinsaya[13]. Así, durante las primeras décadas del siglo XVII veremos que esas alianzas matrimoniales devinieron en la conformación de facciones políticas en la gobernación, en un contexto de clara caída demográfica y aumento de la explotación de los tributarios a través de la mita potosina. Estas alianzas trascendían el segmento nativo de la sociedad colonial, toda vez que otros caciques de pueblos cercanos diseñaron otros mecanismos de anclaje político (por ejemplo, con el clero regular, como veremos más adelante).
Tanto las hijas de don Martín Cusi como doña Isabel Camachun Coya operaron como nexos conectores entre familias cacicales. También sabemos que doña Isabel fue una actriz principal en la red de negocios que su esposo, el cacique comerciante de Pomata, articulaba entre el “espacio del trajín” y Potosí. Esta participación en la esfera mercantil hispánica no sólo granjeó a los esposos ingentes ganancias, sino que los condujo por las complejas sendas del mestizaje cultural: materialidades, manejo del registro escrito, observancia de la religión católica, entre otras variables[14]. De hecho, don Diego Chambilla encomendó a su apoderado en Potosí la compra de joyas finas y vestidos de terciopelo para su esposa doña Isabel, cuyo atributo de “Coya” bien pudo haber respondido más a un status colonial, en tanto “señora prestigiosa”, que a una supuesta ascendencia incaica[15].
Así pues, el pasado incaico (efectivo o pretendido) constituyó, en tiempos coloniales, una referencia sustancial a la hora de reproducir (o construir) capital político a través del capital social; tal fue el caso de Juana Guachuri, esposa de don Bartolomé Tupa Hallicalla, cacique del pueblo de Asillo hurinsaya (corregimiento de Azángaro y Asillo, al norte del lago, 1645-1675). Guachuri era hija del gobernador Juan Guachuriy de doña Juana Esquivel Yupanqui, hija esta última de don Melchor Carlos Inca[16]. Estos contactos entre notables familias gobernantes en los pueblos del altiplano circunlacustre y descendientes de la nobleza cuzqueña reforzaron las posiciones políticas de los líderes locales[17], constituyendo una estrategia de auto-promoción cuando la memoria genealógica no podía remitirse a tiempos prehispánicos (e incluso, a veces, ni siquiera a tiempos pretoledanos).
Pero los vínculos matrimoniales también se entretejían en los propios pueblos de reducción. Tomemos, pues, el caso del matrimonio entre don Gabriel Fernández Guarachi, cacique de Jesús de Machaca (corregimiento de Pacajes, 1620-1673) con doña María Hachama. El enlace debe haber ocurrido a mediados de la década de 1620, ya que las únicas hijas habidas en este matrimonio (doña Lucrecia y doña María Fernández Guarachi) nacieron en 1627 y 1629, respectivamente. La esposa de quien, en las décadas posteriores, sería un renombrado cacique surandino era hija de don Francisco Achu Yucray de Lucrecia Capcome, ambos miembros del ayllu Calla del mismo pueblo[18]. En términos de estrategias, entendemos que esta alianza resultó altamente conveniente para ambas familias (y para sendos ayllu de origen). Tras la muerte del padre de don Gabriel, don Pedro Guarachi, sus tíos don Joseph y don Leandro (a la sazón encargados del gobierno efectivo del pueblo) buscaron maridar al joven cacique (de diecisiete años en 1620) con la hija de quien probablemente haya sido el jilaqata (autoridad principal) del ayllu Calla y, por ello, miembro del núcleo íntimo del poder en el pueblo. Para la familia de la novia, entroncar con la familia cacical (ayllu Hilatiti) implicó un mejor posicionamiento en términos de status frente a otras autoridades menores, sobre todo teniendo en cuenta que el ayllu Calla atravesaba una complicada situación sociodemográfica[19]. Este panorama explica por qué, a la hora de testar, don Gabriel Fernández Guarachi indicó “que quando case con la dicha doña Maria Hachama, no trujo a mi poder vienes algunos, ni tan solamente una obeja”[20].
Como esposa del cacique y madre de sus dos únicas hijas legítimas, doña María Hachama ofició en reiteradas oportunidades como madrina de bautismo de niños nacidos en el pueblo, una práctica que tanto sus hijas como otras mujeres de la familia cacical sostendrían a lo largo del siglo XVII. La creación de lazos personales a través del parentesco ritual (compadrazgo) redundó en el refuerzo de los vínculos de la familia cacical con los miembros de algunos ayllu del pueblo, aunque desconocemos si existieron criterios selectivos a la hora de auspiciar determinados bautismos, con un trato preferencial hacia determinados ayllu, o si se trató de una práctica aleatoria. Asimismo, la incorporación y reclutamiento de forasteros a la trama social del pueblo también se operó a través de vínculos de compadrazgo, en los que varias mujeres de la familia cacical oficiarían como madrinas de bautismo[21].
El sucesor de don Gabriel Fernández Guarachi fue su sobrino don Pedro, quien ejerció como cacique principal y gobernador entre 1673 y 1681. Había contraído matrimonio hacia 1665con doña Juana Quispe Sisa, hija de don Juan Mayta Capac Tito Atauche, cacique del pueblo de Nuestra Señora de Copacabana (corregimiento de Omasuyos), y de doña María Quispe Sisa[22].Como ocurriera en Asillo, los caciques de Jesús de Machaca entroncaban con mujeres de ascendencia incaica, ya sea a través de descendientes directos de los últimos soberanos cuzqueños o abrevando en la familia cacical de Copacabana, gobernada por los descendientes coloniales de la panaqa del Inka Viracocha[23].Doña Juana ofició como madrina de once bautismos entre 1666 y 1672, tal como la esposa del anterior cacique, doña María Hachama, lo hiciera décadas atrás[24]. Tras la muerte de su esposo, acaecida en 1681, fungió como curadora de su hijo y heredero al cacicazgo, don Joseph Fernández Guarachi, hasta que éste llegó a la mayoría de edad en 1686. Ese mismo año firmó una escritura de obligación en favor de Nicolás Pérez de Portugal por 1600 pesos corrientes que su difunto marido había quedado debiendo por la compra de “unas tierras y cocales llamadas Tiquimpaya que estan en terminos del pueblo de Chulumani en los chapez yungas corregimiento de la provincia de Caracollo”[25].
Estas alianzas hipergámicas con mujeres asociadas la elite cuzqueña permitieron actualizar, hacia finales del siglo XVII e inicios del siglo XVIII, una serie de privilegios concedidos por la Corona a mediados del siglo XVI a los primeros descendientes coloniales del linaje cuzqueño. Fue así como, a través de la ascendencia incaica de doña Juana Quispe Sisa, su hijo don Joseph Fernandez Guarachi accedería, entre otros privilegios, a un escudo de armas, a disponer de “casa de cadena” (protección jurisdiccional de sus casas en La Paz y Potosí), al derecho de legitimar a sus hijos naturales y al ostentoso oficio de “alcalde mayor de los cuatro suyos” (en clara referencia al principio incaico de la cuadripartición, aunque de dudosa aplicación)[26].
En efecto, entendemos que el establecimiento de estos vínculos a diferentes escalas prestigió políticamente a estos linajes locales ya insertos en los diversificados mercados surandinos del siglo XVII, al tiempo que contribuyeron al desarrollo de relaciones clientelares de patronazgo entre líderes étnicos regionales y autoridades de menor porte, cifradas en clave de reciprocidades asimétricas y al despliegue de la denominada “cultura neoinca” impulsada desde los centros del poder colonial a través de los colegios para caciques, entre otros mecanismos[27].
Finalmente, detectamos otra modalidad de vinculación adoptada por las familias cacicales del espacio lacustre: el matrimonio interétnico. Don Juan Bautista Quispe Sala fue cacique principal de Caquiaviri hurinsaya (corregimiento de Pacajes) en la década de 1590, época en la que también ofició como capitán de mita y alcalde mayor de naturales en Potosí. Quispe Sala reunía en su persona dos niveles de máxima autoridad: el cacicazgo del pueblo que fungía como centro administrativo (“cabecera”) del corregimiento y dos cargos claves en el control de la mano de obra mitaya. Esta combinación proyectó al cacique como una figura de peso propio en el esquema político regional, convirtiéndose en un referente para otros caciques de menor porte a la hora de resolver conflictos frente a las justicias coloniales. A partir de los testimonios de un testigo en una petición presentada en 1600 por Quispe Sala ante Álvaro Patiño, teniente de corregidor de Potosí, sabemos que el cacique estaba “casado con hija de español que es doña Ysabel Garin”[28]. No contamos al presente con más información sobre los orígenes socioétnicos de la esposa del cacique ni sobre los avatares de su eventual descendencia. Sin embargo, sabemos que el sobrino de ambos, don Nicolás Quispe Sala, cacique de Caquiavirihurinsaya en 1625, también contrajo un matrimonio interétnico, hacia 1616, con una española, doña Mariana de Arvico[29]. Ambas consortes, casadas por fuera de la “república de españoles”, pasaron a integrar las redes sociales de sus respectivos maridos a través de sendos enlaces que probablemente (y a la luz de lo señalado hasta aquí) también vehiculizaran intereses económicos en torno al abastecimiento de los mercados paceño y potosino.
En febrero de 1611, por su parte, doña Leonor Sisama protocolizó su testamento en la ciudad de La Plata, sede del tribunal audiencial. Decía ser “yndia ladina natural de los pacaxes hija legitima de don Garçia Tola gobernador que fue de los pacaxes y de doña Ysabel Sisamamys padres ya difuntos”[30]. Doña Leonor era viuda de Diego Godínez, identificado como “yndio yunga”, de quien tuvo tres hijas, Barbola, Ana y María, entre quienes repartió sus bienes muebles (dos cajas de madera y dos vestidos de paño) y su casa en La Plata, heredada de su difunto marido, donde funcionaba una curtiduría y un molino harinero. Llama la atención que la testadora no haya especificado su pueblo de origen en el corregimiento de Pacajes. Si bien sabemos que varios caciques del pueblo de Callapa portaron el apellido Tola (o Marcatola) desde, por lo menos, 1586, difícilmente podamos identificar al padre de doña Leonor como miembro de esa familia, toda vez que su cargo como “gobernador que fue de los pacaxes” solía remitir, en la documentación,a un liderazgo político a escala regional que los caciques de Callapa distaron de ejercer durante el período estudiado[31]. También existe la posibilidad de que, en busca de un mejor posicionamiento en el contexto urbano charqueño, doña Leonor Sisama haya referido una filiación de dudosa exactitud al escribano, apelando a que su desconocimiento sobre la conformación de los linajes cacicales altiplánicos fuera suficiente para activar un capital social que pudiera, eventualmente, transferirse a sus hijas (casadas, por cierto, con españoles).
Registramos otro matrimonio interétnico al cierre del siglo XVII. Doña Francisca Menacho, viuda de don Diego Chuqui Mamani, cacique de Caquiaviri hanansaya, otorgó en septiembre de 1691 una escritura de dote por 3077 pesos corrientes en favor de su hija mayor, doña Margarita Chuqui Mamani, quien contraería matrimonio con el potosino don Bartolomé Díaz. La dote estaba conformada por dinero en efectivo, ropa y ganado europeo (600 ovejas, 50 vacas y 10 mulas) y nativo (21 llamas), reflejando el caudal que los caciques de Caquiaviri supieron acumular a través de una exitosa inserción en las redes mercantiles del sur andino[32].
Las alianzas y andanzas reseñadas hasta aquí muestran que, lejos de responder a un único modelo, los vínculos de parentesco trabados en el seno de las familias cacicales de la región circunlacustre operaron como verdaderas estrategias de reproducción políticas y socioeconómicas, en tanto buscaron ampliar y consolidar tanto las prerrogativas y privilegios como las redes de relaciones e influencias. Si el reordenamiento toledano del sistema colonial impuso nuevos márgenes de acción a los colectivos indígenas y a sus autoridades, estas últimas pudieron visualizar en los sacramentos cristianos (matrimonio y bautismo, en este caso) canales prácticos de articulación, combinando diferentes formas del capital puesto en juego.
Mujeres bien dotadas y herencias conflictivas
A través del matrimonio y la herencia, algunas familias cacicales pudieron consolidar sus patrimonios y, en tanto “escaladores sociales”, posicionarse como piezas claves en el armado de los negocios que vinculaban el “espacio del trajín” con el principal mercado surandino, el centro minero de Potosí[33]. Nuestras pesquisas documentales con expedientes judiciales y protocolos notariales de las ciudades de La Paz y La Plata nos permitieron individualizar un conjunto (acotado) de operaciones y conflictos protagonizados por las esposas e hijas de los caciques de Acora, Tiwanaku (corregimiento de Pacajes) y Pucarani (corregimiento de Omasuyos).
En el apartado anterior reparamos en el reacomodamiento de las posiciones de poder étnico operadas en la gobernación de Chucuito a partir de la visita toledana. Mientras que asistimos al entroncamiento de los linajes cacicales de ambas parcialidades del pueblo de Chucuito y sus homólogos de Hilave, por un lado, y los Chambilla de Pomata hanansaya con los Catacora de Acora hanansaya, por el otro, los caciques Poma Catari de Acora hurinsaya privilegiaron un acercamiento al clero regular. Así, sabemos que en 1603 don Juan Poma Catari, cacique de Acora y renombrada figura de liderazgo provincial, derivó mano de obra del pueblo de Juli al servicio de los jesuitas de La Paz, mientras que en 1632 su viuda doña Beatriz Quispe Molle recibió una donación de varias cabezas de ganado de parte de su padre, el franciscano Pedro de San Francisco. Finalmente, en 1659 doña Florencia Ramos Choque, viuda de don Pedro Poma Catari (hijo y heredero de don Juan y doña Beatriz), tramitó la fundación de una capellanía en el convento de Santo Domingo de La Paz, imputada sobre una hacienda de panllevar de su propiedad en términos del pueblo valluno de Quiabaya (corregimiento de Larecaja)[34].
Este acercamiento de la familia cacical de Acora con distintos miembros del clero regular responde, según entendemos, a una jugada política bifronte, tanto hacia las autoridades coloniales (en la preocupación por mostrarse como “buenos cristianos”) como hacia otras autoridades étnicas de la gobernación de Chucuito. En efecto, doña Beatriz Quispe Molle, como hija de un religioso franciscano, y doña Florencia Ramos Choque, como propietaria de la hacienda sobre la que se imputó la fundación de la capellanía, aportaron sus propias piezas al “juego político” de sus respectivos esposos.
Por su parte, don Cristóbal Catacora, cacique de Acora hanansaya, empleó 2000 pesos corrientes que formaban parte de la dote de su esposa, doña María Taquecama, para adquirir la estancia de Soque, también en términos de Quiabaya[35]. Para 1633, el cacique adeudaba a los oficiales de la Real Hacienda de Potosí la imponente suma de más de 68.000 pesos ensayados por los rezagos de tributos correspondientes a los tres años en que había oficiado como capitán de mita (1619, 1623 y 1626)[36]. Al no hallar bienes disponibles para embargar en Chucuito, el comisionado enviado por los oficiales reales se dirigió a los valles de Larecaja, donde el cacique tenía tierras de cultivo y cría de ganado en propiedad. Una vez instalado en Sorata (cabecera del corregimiento de Larecaja), el comisionado Gonzalo de Ulloa aceptó las posturas para el remate de la estancia de Pocobaya (en términos del pueblo de Combaya) en favor de Juan de Espinosa por 10.500 pesos corrientes, y la de Santiago de Soque por otros 2500 en don Juan Troche de Buitrago, dos españoles residentes en el valle.Estas diligencias motivaron la intervención de Juan Hidalgo Laso, apoderado y defensor del cacique embargado, quien contradijo las operaciones afirmando que las estancias no eran de don Cristóbal sino de su hijo don Pedro, “avidas y compradas con el dote de su madre como dare ymformacion”. Don Pedro Catacora aduciría, pues, que esas chacras fueron “heredadas de doña Maria Taquicana mi madre difunta primer mujer ligitima de don Christoval Catacora mi padre (...) y porque estoy ocupado en la cobranza de las reales tasas como tal cacique governador no puedo yr al dicho valle”[37]. Al ver su petición desestimada por el comisionado Ulloa, quien efectivizó los remates, el apoderado de los caciques volvió a contradecir las ventas, alegando en esta oportunidad que las deudas debían ser saldadas por la totalidad de los tributarios de la gobernación de Chucuito y no sólo por sus defendidos; reconfirmó también que las tierras habían sido “abidas y compradas con la dote de la primera muger de don Christoval Catacora”[38].
A través de la dote de su esposa, don Cristóbal Catacora compró la estancia de Soque que luego heredaría su hijo y sucesor don Pedro, tras la muerte de su madre. La adquisición de estancias en los valles orientales pudo responder a la necesidad de diversificar los recursos (trigo, maíz, ganado europeo) para abastecer los mercados surandinos. Parte de las ganancias podrían haber sido destinadas, por un lado, al pago de los tributos rezagados por el cacique que, como su yerno don Diego Chambilla de Pomata, había sido capitán de mita de Chucuito y, por el otro, a la obtención de recursos complementarios para garantizar la reproducción social de los ayllu que conformaban el pueblo de Acora. A mediados del siglo XVII, las familias cacicales de ambas parcialidades del pueblo disponían de tierras en los valles orientales de Larecaja labradas por yanaconas, situación derivada de la reorganización del mercado de tierras y de los flujos migratorios operados durante el dominio colonial[39].
De regreso en La Paz, María Díaz, “mestiça en avito de yndia”, vendió en agosto de 1660 a don Martín PaxiPati, cacique principal de Tiwanaku hurinsaya, un solar en la pampa de San Sebastián (una de las dos parroquias de indios anexas a la ciudad) por 68 pesos corrientes. Días después de protocolizada la operación, el cacique acudió nuevamente al escribano para declarar que el solar adquirido “perteneçe a doña Ysavel Choque Cullaca madre del otorgante y se compro con plata de la susodicha”[40]. Suponemos que esta rectificación respondió a que, dos años antes, don Martín había estado preso por un retraso en el pago de los tributos (al igual que don Cristóbal Catacora) y por no haber cumplido con el entero de la mita[41]. Temiendo posibles embargos, el cacique prefirió que su madre figurara ante el escribano como la propietaria del solar en San Sebastián, aunque también cabe la posibilidad de que se haya tratado de una donación de doña Isabel Choque Cullaca (¿una herencia en vida?) de parte de sus activos para proporcionar a su hijo una propiedad inmueble en la ciudad.
Pero tal como suele suceder ante semejantes procesos de concentración de capital económico (aunque también social y/o político), no todas las relaciones en el seno de las familias cacicales transcurrían en armonía. El reparto de los bienes a la muerte de un rico y poderoso cacique solía generar conflictos entre los miembros de la siguiente generación, quienes en no pocas oportunidades recurrieron a las justicas coloniales para ajustar sus cuentas. Tras la muerte de don Martín Paxi Pati, su hijo don Tomás se presentó en noviembre de 1684 ante la Audiencia de Charcas para solicitar amparo en la partición de los bienes heredados junto a su hermana doña Isabel, efectuada por el corregidor de Pacajes sin impartirle la citación correspondiente[42].Por documentación posterior sabemos que los hermanos Paxi Pati pudieron resolver sus diferencias, consolidando sus posesiones[43]. Peor suerte correría doña Graciana Martínez, hija de don Pedro Alejo, cacique de Pucarani, y de doña Melchora Martínez. En febrero de 1699, doña Graciana declaró haber heredado junto a sus hermanos don Joseph Alejo y don Gabriel Martínez “unas casas solar y sitio en los altos y a espaldas del convento de Nuestro Padre San Francisco de esta ciudad”[44]. Con motivo de su matrimonio con Felipe de Campos, su hermano mayor don Joseph le había donado el tercio que le correspondía, quedando doña Graciana en posesión de dos terceras partes del inmueble. A pocos días de quedar viuda, su hermano don Gabriel desconoció esa donación, y
a dado y continuado de venir a recojerse a desoras de la noche con yntrepides y furia, entrando a mi vivienda y maltratándome com palabras ynjuriosas e indevidas, en mi estado y viudes honesta honrada y acatada sin ninguna atención perdiendome el respeto decoro y venereçion que se debe tener con las pobres viudas y honradas, que quien con su hermana usa de estas temeridades, arrojos y desafueros, maiores se pueden presumir, continuara con los estraños (...)[45].
En su denuncia ante el general Juan de Verasategui Viniegra y Corral, conde de Olmos y corregidor de La Paz, doña Graciana informaba asimismo que su hermano actuaba bajo los influjos de doña Luisa de Céspedes, “una muger movida de su mala consiencia que es la que le asiste de muchos años, a esta parte, como es publico y notorio”. Para dar fin al conflicto, doña Graciana solicitaba al corregidor el envío de dos tasadores para que operaran en la mediación y la eventual venta de las casas, “pues con eso sesan y se obian disgustos y controversias que de ordinario acaesen entre hermanos”[46].Por su parte, don Gabriel respondió que previo a la tasación era necesario revisar la herencia efectiva de sus difuntos padres, toda vez que como hermano mayor don Joseph pudo haberse “aprovechado de todo y no nos a dejado gosar de cosa mas de tan solamente avernos acogido yo y la dicha mi hermana a los dichas casas ocupandolas como las ocupamos en buena hermandad”[47]. Si bien desconocemos el destino ulterior de este proceso, los distintos grados de conflictividad que se desprenden de los episodios reseñados permiten echar luz no sólo sobre el rol de las mujeres cacicales, sino también imaginar los sistemas de alianzas cruzadas que podían establecerse más allá (o más acá) de las lógicas eminentemente familiares. ¿Por qué el corregidor de Pacajes no citó a don Tomás Paxi Pati para la partición de la herencia de su padre? ¿Cuáles eran los motivos del enfrentamiento entre doña Graciana Martínez y doña Luisa de Céspedes, acaso compañera sexual de su hermano don Gabriel? Proponemos aquí que el estudio pormenorizado de estos conflictos a escala local nos permitirá complejizarla dinámica política regional y los derroteros de los linajes cacicales a través de las distintas coyunturas determinadas por la relación de dominio colonial[48].
Entroncamientos y reencadenamientos de alianzas en el siglo XVIII
El entroncamiento de familias cacical estuvo como objetivo reforzar su poder político y económico, buscando establecer un dominio regional sobre los pueblos gobernados[49].Estas familias crearon sus propias redes de alianza matrimonial más allá de sus pueblos de reducción, e incluso más allá de su estamento. La conformación de “noblezas regionales”[50] constituye un proceso a historizar y territorializar, toda vez que las cambiantes correlaciones de fuerzas que caracterizaron el período estudiado habilitaron márgenes de acción y configuraciones parentales diferenciadas.
En cualquier caso, no se trató de un proceso específico de finales del siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII, ya que, con discontinuidades, pudimos registrarlo un siglo atrás, en torno a la década de 1590. Aunque bien diferente era la situación general del surandino al cierre del siglo XVII y durante la media centuria siguiente. Poco era lo que quedaba vigente del “orden toledano”. A la mayor injerencia del corregidor de indios en los pueblos de reducción, debemos agregar los saldos de los procesos migratorios que venían enrareciendo el panorama socioétnico desde, por lo menos, la década de 1630. La progresiva caída de los contingentes mitayos durante las décadas centrales del siglo XVII hicieron peligrar la reproducción de la minería potosina, lo que llevó al gobierno colonial a emprender una nueva visita y numeración general entre 1683 y 1684, ordenada por el virrey don Melchor de Navarra y Rocafull, duque de La Palata, desconociendo en gran medida los efectos del secular colapso demográfico que se agravaría a partir de las epidemias desatadas en 1719[51]. Este relativo fracaso de la reorganización de la mita potosina empalmó con la proliferación de denuncias de los “indios del común” contra las conductas abusivas de los caciques, lo cual erosionó las bases de sus legitimidades llegando a poner en tela de juicio la propia institución cacical[52].
La estrategia de los Fernández Guarachi incluyó, como pudimos apreciar, un segundo componente: la exogamia cacical entre familias con influencia política regional, tal como los PaxiPati de Tiwanaku o los Catacora de Acora. Don Joseph Fernández Guarachi (cacique 1681-1734) tuvo cuatro esposas. La primera, doña Josepha Quispe Sisa, falleció a los pocos años del enlace[55]. La segunda esposa fue, como vimos, su prima Agustina, mientras que la tercera (con quien casó entre 1708 y 1715) fue doña Bárbara Catacora, hija de don Manuel Salvador Catacora y sobrina, por ende, de doña Rosa Catacora, esposa de don Miguel, hermano natural de don Joseph. Nuevamente asistimos aquí a un doble vínculo, entablado entre dos varones Fernández Guarachi y dos mujeres Catacora. Finalmente, el 11 de noviembre de 1728 don Joseph casó por cuarta vez con doña Rosa Flores Tarqui, hija de don Gerónimo Flores Tarqui, principal del pueblo de Jesús de Machaca, y de Inés Flora Pillco, y viuda de Ignacio Fernández Guarachi, tío segundo y ex-suegro del cacique[56].En este último matrimonio, la opción pudo haber obedecido al refuerzo de los lazos con el segmento de autoridades menores del pueblo, en un contexto de crisis de la institución del cacicazgo, originado en la merma de población a partir de las epidemias de 1719 y de las denuncias que afloraron contra las autoridades mayores[57].

Reencadenamiento de alianzas en el linaje Fernández Guarachi de Jesús de Machaca. Las cuatro flechas de color y sus respectivos óvalos se emplean para representar las alianzas entre miembros de las dos ramas del mismo tronco genealógico.
En la generación siguiente, la combinación de la exogamia con el reencadenamiento se volvió a repetir. Las hijas de don Joseph y de su tercera esposa doña Bárbara Catacora, doña Teresa y doña Petrona Fernández Guarachi, casaron con don Manuel Catacora (en 1739) y con don Pedro Lucas Paxi Pati (en 1741), mientras que la hija de su cuarta esposa Rosa Flores Tarqui, María Bárbara Fernández Guarachi, casó hacia 1754 con su primo tercero don Eugenio Fernández Guarachi, hijo de Pedro Fernández Guarachi y nieto de Francisco Fernández Guarachi (también hijo natural de don Gabriel, hermano menor de Bonifacio e Ignacio)[58]. La recurrente búsqueda preferencial de entroncar con los descendientes varones del antiguo y renombrado cacique don Gabriel Fernández Guarachi, por un lado, y los reiterados vínculos con los linajes de Tiwanaku y Acora, por el otro, dan cuenta de una intencionalidad explícita de refuerzo intra-elite en momentos de debilidad de la figura cacical, agravada a partir de la muerte en 1745 de don Pedro Salvador Catacora, hijo y heredero de don Joseph Fernández Guarachi y último cacique “de sangre” de Jesús de Machaca antes del ascenso de los “caciques intrusos”[59].
Para la misma época, los caciques Sirpa de Caquiaviri hurinsaya emprendieron similares prácticas matrimoniales: el matrimonio interétnico (con mujeres hispano criollas) y el entroncamiento con otras familias cacicales del corregimiento de Pacajes. Así, don Diego Sirpa (cacique hasta 1705) casó con doña Petronila de Velasco, mientras que el hijo de ambos, don Francisco Sirpa, cacique entre 1705 y 1727, lo hizo con doña Rosa Paxi Pati, hija de don Tomás Paxi Pati (hijo del cacique don Martín Paxi Pati de Tiwanaku, ya citado) y de su esposa, doña Catalina de Avendaño. En septiembre de 1721, la hija mayor de ambos, doña Juana Sirpa, contrajo matrimonio con su tío segundo, don Antonio Paxi Pati, hijo de don Salvador (hermano natural de don Tomás) y de doña María Sánchez[60].Por su parte, la segunda hija, doña María Sirpa, contrajo matrimonio en julio de 1722 con Pedro de Hinojosa, hijo de Diego de Hinojosa y de doña Juana de Aguilar[61]. Ambos matrimonios fueron apadrinados por el alguacil mayor Diego Eugenio de Hinojosa, socio del cacique en emprendimientos mercantiles en Potosí, destinatario de sus favores y posible pariente de su consuegro[62]. Don Antonio Sirpa, tío de don Francisco y cacique entre 1727 y 1734, había tenido en 1685 una hija natural con Magdalena Sisa, llamada doña Magdalena Sirpa, quien luego fue esposa de don Nicolás Paxi Pati, también hijo de don Tomás y hermano de doña Rosa. Así, corroboramos los matrimonios cruzados (forma recurrente de enlace en el mundo andino) de los dos primos Sirpa de Caquiaviri (don Francisco y doña Magdalena) con los dos hermanos Paxi Pati de Tiwanaku (doña Rosa y don Nicolás)[63]. En suma, esta secuencia de vínculos, que incluyó matrimonios interétnicos, entroncamiento de linajes y reencadenamiento de alianzas, afianzó los vínculos políticos entre las élites cacicales de ambos pueblos durante las primeras décadas del siglo XVIII, tal como se verifica para la zona norte del lago y representamos en el Cuadro 2[64].

Entroncamiento de los linajes Fernández Guarachi de Jesús de Machaca (en negro), Catacora de Acora hanansaya (en rojo), PaxiPati de Tiwanaku hurinsaya (en celeste) y Sirpa de Caquiaviri hurinsaya (en verde). Circuito de enlaces concertados entre 1708 y 1741. En líneas punteadas, los hijos naturales. Entre corchetes, las fechas de enlaces aún sin confirmar.
Elaboración propia a partir de registros parroquiales de la IJSUD y padrones de indios del AGN-A.Estimamos que estas prácticas debieron generar, no obstante, efectos dispares en función de la coyuntura específica de cada pueblo de reducción. Los caciques de Tiwanaku estaban atravesando una difícil situación sociodemográfica, originada en la secular “disipación” de los pueblos sujetos a la mita. Esta despoblación favoreció la progresiva penetración de la hacienda en sobre las fértiles tierras que bordeaban el lago durante el siglo XVIII. Esto podría explicar la orientación de los caciques Paxi Pati de Tiwanaku hacia la acumulación individual (evidenciada en los bienes muebles e inmuebles cedidos en sus cláusulas testamentarias) y el entronque con los Sirpa de Caquiaviri, quienes a la sazón ya habían devenido en importantes mercaderes y hacendados a costa de la reproducción de sus respectivos ayllu[65].
Consideraciones finales
Nuestro trabajo trasuntó los recorridos de un grupo de mujeres cacicales de los pueblos de reducción de la cuenca del lago Titicaca a través de distintos contextos habilitados por el dominio colonial, desde el reordenamiento toledano del último cuarto del siglo XVI hasta el debilitamiento de la propia institución del cacicazgo a mediados del siglo XVIII. La adopción del matrimonio cristiano, los reiterados vínculos entre las familias cacicales de distintos pueblos (dentro del propio corregimiento, en otras jurisdicciones e incluso en núcleos urbanos), la relevancia de las mujeres de ascendencia incaica (efectiva o pretendida), los enlaces entre caciques y mujeres de determinados ayllu del pueblo, el compadrazgo, el reencadenamiento de alianzas, los matrimonios interétnicos, la dotación de hijas, la compraventa de propiedades rurales y urbanas a nombre (o con dinero) de madres o esposas, los pleitos por herencias mal particionadas, la conformación de verdaderas “noblezas regionales” y los enlaces dobles sumarizan las prácticas que desfilaron ante nuestras pesquisas documentales tras los pasos de las actrices políticas que se constituyeron en piezas claves de las estrategias de las elites nativas. Las mujeres cacicales, junto a sus parientes masculinos, fueron instrumentales en la construcción de las redes de poder en los corregimientos lacustres. Cerramos, pues, este avance de investigación con un conjunto de interrogantes y una serie de líneas de análisis que pretendemos continuar.
¿Cómo operaron las mujeres cacicales en sus respectivos escenarios políticos? El eje de tensión aquí manifestado remite al grado de autonomía de las mujeres con respecto a sus interlocutores masculinos (padres, hermanos, esposos, hijos). ¿Cómo pensar el juego de las mujeres cacicales en un sistema de dominio colonial sustentando en la inequidad de género, raza y condición jurídica? Los condicionamientos para dar respuesta a estas preguntas quedan planteados, en gran medida, por la naturaleza de la documentación, toda vez que las voces (y las prácticas) de las mujeres (incluso las cacicales) aparecen mediadas por el dispositivo escriturario hispánico y por la centralidad de las voces masculinas. Incluso a lo largo de este trabajo, muchas veces resultó difícil establecer si, en los documentos, eran las voluntades de los caciques o las intencionalidades de las mujeres las que hablaban. A modo de hipótesis, sugerimos que el acceso a viudez podría haber otorgado a las mujeres cacicales mayores niveles de autonomía para plantear “jugadas propias” yactuar en los escenarios políticos, mercantiles y judiciales, tal como ocurría en otros segmentos de la sociedad colonial[66]. ¿Podríamos, en efecto, conceptualizar un habitus de viudas? Desmarcadas en gran medida del ordenamiento posicional impuesto por la sociedad colonial, las viudas (de las familias cacicales, aunque no solamente ellas) pudieron disponer de bienes, solicitar amparos, protocolizar operaciones en las plazas mercantiles y hasta renovar su condición nupcial al concertar nuevos enlaces matrimoniales para asegurar estratégicamente el decurso de su vida social y material.
En cualquier caso, ¿a qué criterios obedecía la elección de los cónyuges? Prácticas como el matrimonio interétnico, el reencadenamiento de alianzas, el entroncamiento y el compadrazgo dan cuenta de múltiples y diferenciadas estrategias de acomodación de la elite cacical dentro de los márgenes abiertos por el proceso de cristianización de la población nativa, evidenciando la inexistencia de un único modelo familiar. La adopción de pautas dimanadas del canon tridentino no implicó su avenimiento absoluto (ejemplo dado por la solicitud de dispensas matrimoniales) ni la erradicación de prácticas vinculares prehispánicas (tales como la poliginia o el denominado “matrimonio a prueba”). De hecho, la proliferación de hijos nacidos fuera del matrimonio y bautizados en fechas cercanas, coincidentes y/o intercaladas, a veces, con las de los hijos legítimos daba cuenta de la coexistencia de uniones poligínicas con los matrimonios cristianos[67].
En tanto otra modalidad del parentesco ritual, el compadrazgo ocupó un rol central en el juego político de las mujeres cacicales. Particularmente a partir de las décadas centrales del siglo XVII (aunque por vacíos documentales sólo podamos sugerir lo ocurrido con anterioridad), el enrarecimiento del panorama socioétnico motivado por los cambios demográficos reseñados llevó a que las elites cacicales vieran en la práctica del compadrazgo (tanto en bautismos como en matrimonios) y en el auspicio de otras festividades cristianas (santos patronos, cofradías) mecanismos de incorporación de nuevos pobladores a las tramas relacionales preexistentes, que redundaran a su vez en la consolidación de sus respectivos capitales sociales y políticos[68].
Llegando al cierre, quisiéramos sugerir aquí una línea de investigación que parte de considerar a las mujeres cacicales (y a sus parientes masculinos) del altiplano circunlacustre como operadores claves en la configuración de redes de relaciones de poder étnico que excedieron sus respectivos pueblos de reducción, alcanzando una escala regional y sustentando el entramado y articulación del “espacio del trajín” como subsistema de producción y circulación en el marco del “espacio peruano”[69].El análisis profundo de este rol protagónico de las elites cacicales en la conformación de estructuras de poder nativo resulta fundamental para conceptualizar el espacio circunlacustre en términos de región, entendida como un proceso histórico de territorialización de relaciones de poder posibles de ser cartografiadas (ver Mapa 2)[70]. Así, si en tiempos prehispánicos el tejido de alianzas políticas que garantizaban el acceso a recursos extra-puneños incluía la circulación de bienes y ganado, el establecimiento de colonos interecológicos y los matrimonios entre familias de elite, no resultaría precipitado sugerir que, ya en tiempos coloniales, la práctica del intercambio horizontal[71] retroalimentara las alianzas matrimoniales y los vínculos primarios entre las nuevas familias cacicales con el objetivo de controlar territorios y negocios “más allá” de sus respectivos pueblos de reducción, tal como verificamos, justamente, para la gobernación de Chucuito a finales del siglo XVI. En efecto, podemos hipotetizar que estas elites cacicales devinieron en “noblezas regionales” como mecanismo de acomodación a la dominación española, es decir, como forma de perdurar en el ejercicio de la autoridad, del prestigio y del control de recursos y relaciones sociales en respuesta al efecto disruptivo de las obligaciones coloniales.

Quedan aún algunas preguntas por saldar. ¿Qué elementos de cada contexto histórico permiten explicar las opciones y estrategias matrimoniales de las familias cacicales? En el otro extremo, ¿qué prácticas se habilitaron a partir de esas estrategias? ¿Es posible establecer claramente y sistematizar las estrategias matrimoniales, o el carácter contingente de los contextos sociohistóricos redundaba en una multiplicidad de opciones?¿En qué medida las distintas dotaciones de capital (material, simbólico, relacional, político) configuraban el “habitus cacical”? En definitiva, ¿qué lecturas del poder étnico podemos realizar a partir del seguimiento de las trayectorias y vinculaciones de sus mujeres, mediadoras claves en un mundo de mediaciones? A través de estos interrogantes, continuamos ahondando en la reflexión sobre las diversas aristas del liderazgo étnico en la región circunlacustre, echando luz sobre las claves políticas que permiten pensar el dominio colonial entramado sobre la población nativa.
Notas
e [Consulta: 8-9-2016].