Articulos
REFORMA ULTRAMONTANA Y DISCIPLINAMIENTO DEL CLERO PARROQUIAL. DIÓCESIS DE SALTA 1860-1875
REFORMA ULTRAMONTANA Y DISCIPLINAMIENTO DEL CLERO PARROQUIAL. DIÓCESIS DE SALTA 1860-1875
Andes, vol. 28, núm. 2, 2017
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades
Recepción: 11/10/2016
Aprobación: 23/03/2017
Resumen: Se estudian las medidas tomadas por el obispo Fr. Buenaventura Rizo Patrón en la diócesis de Salta (1861-1884) para reformar el clero diocesano según un modelo ultramontano de Iglesia. Se analizan, además, algunas de las resistencias que ofrecieron a esas medidas sacerdotes formados en modelos galicanos y habituados, al calor de la política posrevolucionaria, a prácticas menos institucionalizadas. Se evalúa en este proceso el peso que tuvo el apoyo del poder político para llevar adelante esas reformas.
Palabras clave: Salta, Siglo XIX, Historia eclesiástica, Ultramontanismo, Iglesia Católica.
Abstract: This article studies the measures taken by Bishop Fr. Buenaventura Rizo Patron in the diocese of Salta (1861-1884) to reform the diocesan clergy according to ultramontane model of Church. It also discusses the resistance offered to those measures by priests trained under a gallican model and accustomed to take part -in the heat of the post-revolutionary politics-. to less institutionalized practices. The importance of the National Government support to carry out these reforms is also studied.
Keywords: Salta, 19th Century, Ecclesiastical History , Ultramontanism , Catholic Church.
Introducción
El sensible cambio institucional que se produjo en el territorio argentino tras la caída de Juan Manuel de Rosas ha sido revisitado en los últimos años con fértiles resultados. Como parte de esta revisión, para el espacio eclesiástico se han ofrecido interpretaciones novedosas que se asientan en dos tesis fundamentales. Primera:la Iglesia contemporánea se organizó a partir de lógicas y principios diferentes a los de su antecesora colonial. Mientras ésta presentaba la imagen de un conglomerado poliárquico de jurisdicciones y autoridades,a veces en competencia y contradicción entre sí (característica de las instituciones de Antiguo Régimen), la Iglesia contemporánea se planificó e intentó construirse como una instituciónmás unitaria. Para ello se buscó robustecer la estructura diocesana frente a las del clero regular y particular, y reforzar la autoridad de los obispos sobre el clero parroquial, y de Roma sobre los obispos. Segunda: el Estado y la Iglesia modernos en Argentina se construyeron en mutua colaboración (aunque no sin tensiones), en la medida en que ambos espacios de poder buscaron concentrar la toma de decisiones y debilitar nichos de autoridad autónomos, que generalmente poseían anclaje local.Desde esta perspectiva es posible desarrollar una historia institucional de la Iglesia que entienda los cambios operados en la segunda mitad del siglo XIX como una ruptura con formas tradicionales de gobierno y como la imposición de un perfil sacerdotal diferente al del pasado. Ello supone privilegiar la tensión entre intereses diversos dentro del clero y desconfiar de relatos que presentan ese proceso en términos de armonía y consenso. En este artículo estudio una serie de medidas tomadas por el obispo Fr. Buenaventura Rizo Patrón en la diócesis de Salta (1861-1884) para disciplinar a su clero y otorgarle un perfil acorde con las formas de la Iglesia contemporánea.
Retomo aquí una hipótesis que me orientó en trabajos anteriores: la restauración de la jerarquía diocesana en Argentina a partir de la década de 1850 tuvo un doble efecto; por un lado erosionó lógicas locales de gobierno eclesiástico y fortaleció un entramado institucional a nivel supraprovincial o nacional; por el otro lado puso en marcha la construcción de una Iglesia más afín al modelo ultramontano que se difundió por el mundo católico con fuerza durante la segunda mitad del siglo XIX[1]. Ello otorgó a la construcción institucional de la Iglesia argentina cierto carácter ambiguo: porque si bien el fortalecimiento en las provincias de la figura episcopal era sinónimo en parte del fortalecimiento de la autoridad nacional que los nombraba haciendo uso del patronato, esos mismos obispos manifestaban una fuerte adhesión al poder papal quese negaba, entre otras cosas, a reconocer formalmente el patronato en manos de los gobiernos argentinos.
En otros trabajos estudié la manera en que el poder nacional se consolidó a través de las figuras episcopales. Eso ocurrió fundamentalmente cuando el gobierno central pudo inclinar la balanza a favor de los flamantes obisposen los conflictos que mantuvieron con el clero local al hacerse cargo de las diócesis que les habían sido encomendadas.En esta ocasión me detengo en la segunda parte de la hipótesis: el modo en que estos obispos, una vez instalados al frente de las diócesis, se propusieron convertir el desarticulado conjunto de parroquias mal atendidas que habían recibido en una estructura eclesiástica más o menos coherente, atendida por un clero que pretendían disciplinado y consciente del lugar que le tocaba ocupar en una sociedad que, según entendían, se les presentaba cada vez más extraña y amenazante[2].Estudio además algunas de las resistencias que ofrecieron los párrocos salteños a esas medidas. Por último, reviso brevemente las circunstancias de instalación de un seminario diocesano para evaluar el peso que tuvo el apoyo del Estado nacional en ese proceso de construcción institucional de la Iglesia[3].
Reconstruir ese proceso para las cinco diócesis que ocupaban el territorio argentino en el período 1850-1880 excedería el espacio disponible para un artículo[4]. Por ese motivo este trabajo se limita al obispado de Salta. Lo escogí, primero, porque he estudiado en otros trabajos los conflictos que sacudieron esta jurisdicción desde su creación en 1806; segundo, porque el proceso de institucionalización que vivió a partir de 1860 es bastante sólido y contrasta fuertemente con el período previo de desorganización, y tercero, porque los documentos del Archivo de la Curia Eclesiástica de Salta están disponibles a la consulta y ofrecen una buena cantidad de información para reconstruir este proceso[5].
Breve historia del obispado de Salta
Para comprender el estado de desorganización en el que encontramos la diócesis en 1860 es necesario reconstruir brevemente su accidentada historia. El obispado de Salta había sido erigido sólo cuatro años antes de la revolución de Mayo de 1810. Su territorio coincidía casi totalmente con el de la Intendencia de Salta y abarcaba las jurisdicciones de Salta, Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero, San Ramón de la Nueva Orán, Jujuy y Tarija. Su primer obispo, el cordobés Nicolás Videla del Pino, nunca pudo gobernar la diócesis de manera efectiva.Inauguró su episcopado enfrentándose con el deán Vicente Anastasio de Isasmendi y el canónigo José Miguel de Castro, miembros de familias notables de Salta, que fueron afectados por la decisión del obispo de diluir su poder (y sus congruas) en el Cabildo Eclesiástico creando más dignidades de las que fijaba la Real Cédula de erección del obispado[6]. Sin haber solucionado ese problema, el obispo Videla del Pino fue separado de su diócesis por las autoridades revolucionarias bajo el cargo de espionaje. Murió en 1819 desterrado en la ciudad de Buenos Aires, muy lejos de su sede episcopal. Como las autoridades revolucionarias no eran reconocidas por la Santa Sede, el Papa se negó a nombrar obispos para las diócesis rioplatenses desde 1810. El obispado de Salta se gobernó a partir de allí con su pequeño Cabildo Eclesiástico y con el Provisor que el Cabildo nombraba para administrarlo.
Recién en la década de 1830 la Santa Sede comenzó a intervenir con mayor frecuencia en la vida eclesiástica argentina. Esto se debió a dos novedades.En política interna, el ascenso de Juan Manuel de Rosas como gobernador de Buenos Aires y al mismo tiempo Encargado de Relaciones Exteriores de la Confederación consolidó en el poder al partido federal, que se mostró, al menos al comienzo, menos reticente a las iniciativas de la autoridad romana[7].Pero la novedad más importante se dio fuera del territorio argentino: en 1829 la Santa Sede destinó a Pietro Ostini a Río de Janeiro para oficiar como nuncio frente a la corte imperial y con el encargo de establecer relaciones con las “Repúblicas Españolas”. La instalación de un nuncio en Sudamérica por primera vez en la historia acercó como nunca antes las Iglesias rioplatenses a la autoridad romana[8]. Fue precisamente en la década de 1830 que el Papa comenzó a nombrar “Vicarios Apostólicos” para gobernar las diócesis argentinas, todas vacantes desde la década de 1810. La figura de Vicario Apostólico le permitía a Roma nombrar al frente de las diócesis sacerdotes que habían sido recomendados por las autoridades civiles, pero sin instituirlos como obispos propios (residenciales) del obispado. Por ejemplo, José Agustín Molina, Vicario Apostólico de la diócesis de Salta, no era obispo de Salta, sino de Camaco, un territorio en la Anatolia oriental que se había perdido hacía siglos en manos del Islam. La Santa Sede actuaba de esta manera para no reconocer enel poder político argentino la potestad del patronato, es decir, la capacidad de presentar a Roma el candidato que debía ocupar la diócesis como obispo residencial[9]. Para no privar a la feligresía de los bienes espirituales que sólo un obispo podía otorgar (por ejemplo, el sacramento de la confirmación o la ordenación sacerdotal), la Santa Sede otorgó a estos Vicarios Apostólicos las órdenes episcopales al consagrarlos obispos in partibus infidelium[10].
Volvamos a la diócesis de Salta. En 1836 fue nombrado Vicario Apostólico J. A. Molina, obispo in partibus de Camaco, como se dijo recién. Su gobierno fue corto. Murió en 1838. Lo hizo sin haber solucionado las fuertes tensiones que agitaban a la diócesis desde hacía años. El problema fundamental era que su territorio incluía para ese entonces a las provincias de Salta (donde estaba la sede), Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y Jujuy. Cada gobierno provincial quería gobernar como patrono su porción de la diócesis. De hecho, las estructuras eclesiásticas copiaban parcialmente las autonomías provinciales: cada provincia tenía su Vicario Foráneo, es decir, un sacerdote que gobernaba a la Iglesia provincial como delegado de la autoridad de la diócesis. Esta “federalización” del obispado de Salta llegó a su punto más alto en 1838. Previendo su fallecimiento, Molina –que era tucumano y había tenido conflictos constantes con el clero de Salta– trató de impedir que sus contrincantes gobernaran toda la diócesis y delegó sus facultades de gobierno en los Vicarios Foráneos de las provincias para que cada uno las ejerciera en su propia jurisdicción. Ello provocó que su sucesor en el gobierno de la diócesis, nombrado por el Cabildo Eclesiástico de Salta, fuera obedecido plenamente sólo en esa provincia. Ese era el panorama cuando cayó Rosas y se promulgó finalmente una Constitución Nacional en 1853, paso previo a la construcción del Estado Nacional.
Preocupado por dotarse de instituciones sólidas que reforzaran su autoridad en todo el territorio argentino, el flamante gobierno nacional inició conversaciones con Roma y consiguió que el Papa nombrara obispos residenciales para las diócesis de Salta, Córdoba y Cuyo. Logró además que se creara un nuevo obispado en el Litoral, separado de la diócesis de Buenos Aires en 1859[11].Para la diócesis de Salta fue propuesto José Eusebio Colombres. En su muy breve administración,Colombres, que era tucumano como Molina, tuvo serios problemas para hacerse obedecer por el clero de Salta, que no lo reconocía como obispo porque sus bulas de institución no llegaban de Roma (de hecho, murió antes de recibirlas). Apoyado circunstancialmente por la autoridad pontificia, el gobierno nacional amenazó con serias sanciones a los clérigos rebeldes y consiguió que el obispo fuera respetado en su calidad de funcionario (así lo consideraban las autoridades políticas argentinas) nombrado por el gobierno Nacional. Sin embargo, poco pudo hacer Colombres luego de ser reconocido a regañadientes por su clero porque murió en 1859, un año y medio después del conflicto que acabo de mencionar[12].Así, hasta 1861, año en que fue nombrado como obispo fr. Buenaventura Rizo Patrón, ningún obispo había gobernado realmente la diócesis de Salta desde su creación en 1806.
Rizo Patrón inauguraría un período de estabilidad inédito. Su episcopado se extendió desde 1861 a su muerte en 1884[13]. En los primeros quince años de gobierno se dedicó a ordenar institucionalmente la diócesis. En esa tarea, el intento de disciplinar al clero fue fundamental. La fundación del Seminario Conciliar en 1874 puede considerarse la coronación de esa primera etapa. A partir de ese año las disposiciones referidas a la disciplina del clero se reducen significativamente. En proporción inversa, se vuelven más frecuentes las manifestaciones contra los males del liberalismo y el materialismo: la proliferación de sociedades masónicas, la difusión de biblias protestantes y otras obras catalogadas como “mala lectura”, las manifestaciones anticlericales en Buenos Aires y una posible orientación laicista en el gobierno nacional hacia 1880. También se nota una mayor presencia de expresiones en apoyo a las nuevas organizaciones laicales que se extendían por el país, y de muestras de solidaridad y auxilio financiero al Sumo Pontífice. Podría pensarse que el obispo Rizo Patrón se propuso primero combatir las rémoras de la vieja Iglesia en el interior de su diócesis para luego, con sus filas depuradas y ordenadas, presentar una batalla hacia afuera. En el próximo apartado se repasa la situación del clero de la diócesis, y a continuación las medidas que el obispo dispuso para ordenarlo durante esos primeros quince años. En el tercero se exponenlos obstáculos y conflictos que encontró en esa labor.
El clero que trató de reformar Rizo Patrón
El primer censo eclesiástico de este período fue impulsado a nivel nacional en 1854 por Facundo Zuviría, Ministro de Relaciones Exteriores del flamante gobierno de Justo José de Urquiza. En él se consultaba a las autoridades de las diócesis sobre la cantidad y estado del clero, y sobre la situación material de las Iglesias.Según este censo, en términos cuantitativos, la provisión de sacerdotes en el obispado de Salta era sumamente desigual por regiones. La provincia de Salta contaba con la densidad más alta de toda la Confederación (aproximadamente un sacerdote cada 763 habitantes), mientras que la de Santiago del Estero era la provincia peor provista de la Argentina, con un sacerdote cada 4930 almas. El promedio en toda la diócesis, sin embargo, no era catastrófico: se contaba con un sacerdote cada 1454 habitantes[14]. La estructura parroquial del obispado era la más sólida de la Confederación. Contaba con 54 curatos, sobre un total de 108 para las cuatro diócesis[15]. Casi todas estaban servidas por párrocos interinos, esto supone que no habían ganado un concurso para ocuparlas[16]. Pero si bien estos números eran más que aceptables en el contexto argentino, en lo que hace a la calidad, tanto de clérigos como de templos, el obispado salteño no superaba la mediocridad general del país. Según Escolástico Zegada, Vicario Foráneo de Jujuy y miembro relevante del clero diocesano, los párrocos
nada atienden menos que su ministerio; pero lo más lamentable, la predicación del Evangelio, el deber más urgente, más sagrado y más indispensable que debe cumplir todo párroco en todos los domingos y fiestas del año, se halla en desuso generalmente[17].
Denunciaba además que en Jujuy el gobierno provincial había establecido las “misas del gobierno” que no respetaban las formas del ritual romano y eran obligatorias para los funcionarios públicos. Frente a esa competencia, nada podía hacer Zegada: a su iglesia sólo concurrían algunas pocas mujeres. Deslegitimado por el gobierno provincial, no conseguía el Vicario que los curas rurales oficiaran misa.El Vicario Foráneo de Santiago del Estero también denunciaba falta de idoneidad en los párrocos de su provincia[18].Los feligreses de las parroquias tucumanas reclamaban con frecuencia a las autoridades de la diócesis que sus párrocos incumplían sus deberes pastorales, llevaban una vida disipada y, lejos de ejercer su ministerio con espíritu apostólico, lucraban con sus sagradas funciones[19].
Las medidas de reforma
De los hábitos que preocupaban a las autoridades diocesanas a comienzos de la década de 1860, el de la participación del clero en asuntos mundanos fue el que primero se propusieron atacar. Incluso antes de que Rizo Patrón se hiciera cargo del obispado, el Provisor Isidoro Fernández (que gobernaba en nombre del obispo) emitió un auto prohibiendo a los clérigos la asistencia a los “cafeces”, casas de juego y teatros. Se prohibía también su participación en toda actividad política. Tomaba esta disposición atendiendo a las denuncias que muchos feligreses habían presentado contra sacerdotes que visitaban los cafés y billares, donde jugaban por dinero y “toma[ba]n parte en los mas acalorados corrillos de partidos políticos manifestando publicam.e exaltadas opiniones”. Esos comportamientos, observaba, además de ser impropios del orden sacerdotal y estar prohibidos, les sacaban tiempo de estudio de las cosas sagradas, que no poca falta les hacía a los clérigos de la diócesis[20].
Esta disposición no parece haber sido obedecida a rajatabla, porque el obispo Rizo Patrón debió reiterarla cuatro años después en un auto que sumaba otras disposiciones sobre la disciplina del clero. En efecto, además de insistir en la prohibición de participar en partidos y luchas políticas, la nueva norma mandaba a los sacerdotes que vistieransiempre en público el hábito talar para hacer claro su carácter sagrado y marcar su diferencia con la población seglar. Por último, atacaba otro punto fundamental de la indisciplina sacerdotal: las frecuentes ausencias de párrocos y vice párrocos en sus curatos. El obispo mandaba, entonces, que los sacerdotes afectados a la cura de almas residieran en sus curatos y no se ausentaran ni por tres días sin aprobación del Obispo, su Vicario General o el Vicario Foráneo de su provincia. Es decir, se trataba de encuadrar a los sacerdotes dentro de sus jurisdicciones para evitar que consus ausencias descuidaran la labor pastoral. La necesidad de permiso de los superiores tendía además a fortalecer la obediencia a la autoridad[21].Como han señalado ya otros trabajos, se trataba de aplicar el modelo tridentino, que en las Iglesias rioplatenses nunca se había logrado imponer completamente[22].
Una vez fijados a su jurisdicción, los clérigos de la diócesis debían ser instruidos en el modo de recurrir a la autoridad. En un auto de enero de 1867 el obispo observaba que clérigos y feligreses solían dirigirse sin orden y sin respetar formas y jerarquías a la audiencia episcopal con sus consultas y problemas. Ello obstaculizaba la resolución de los asuntos y volvía el gobierno de la diócesis sumamente engorroso. Para ordenar el flujo burocrático el auto disponía: A) Que todas las peticiones que se hicieran desde las provincias o distritos donde hubiera un Vicario Foráneo se tramitaran por medio de dicho vicario. Éstedebía saber si podía resolverpor sí mismo las peticiones o enviarlas a la audiencia episcopal con el informe que requiriera el caso. B) Cada Vicario Foráneo debía tener un apoderado permanente en la ciudad de Salta para seguir los casos. C) La secretaría del obispado sólo comunicaría los despachos a los apoderados.Así se buscaba reforzar la estructura piramidal de la diócesis. La intención era colocar a los párrocos en dependencia directa de los Vicarios Foráneos y hacer a éstos responsables de la marcha administrativa en sus provincias. Además, simplificaba los trámites a través de apoderados residentes en la sede[23].
A la vez de adiestrar al clero en la disciplina necesaria para funcionar dentro de la estructura de la diócesis, era necesario que supiera responder a las necesidades espirituales de su rebaño. Las falencias en este sentido parecen haber sido graves. En primer, lugar se intentó instruir al clero en la predicación y enseñanza de la doctrina católica. Tan pronto como en 1862 el provisor Isidoro Fernández restablecía la obligatoriedad para los clérigos de asistir a las conferencias morales, que habían sido interrumpidas, según manifestaba, por el clima de guerra e inestabilidad de las décadas pasadas[24].Poco después, el obispo recordó a los párrocos que tenían la obligación de predicar a sus feligreses todos los días festivos, explicándoles la doctrina católica[25]. Al parecer, la forma en que lo hacían no era satisfactoria, y los sacerdotes no manifestaban la intención de perfeccionarse, porque en enero de 1863 Rizo Patrón estimó conveniente emitir un auto donde volvía a reglamentar la asistencia obligatoria a las conferencias morales. En esta oportunidad, la actividad estaba mucho mejor pautada. En la catedral y en las capitales de provincia se daría una lección de teología moral todos los miércoles desde cuaresma hasta el domingo de pascua. Las lecciones serían obligatorias para todos los sacerdotes, seculares y regulares, residentes en la diócesis.Allí se les presentarían a los asistentes situaciones hipotéticas que involucraban problemas de índole moral y religiosa que deberían resolver, a modo de ejercicio. Las reuniones serían presididas por un eclesiástico nombrado anualmente por el obispo. El presidente debía controlar la asistencia del clero e informar sobre su disciplina. Además, serían instruidos los sacerdotes en el uso del Breviario, del Misal y del Ritual Romano, y en la “práctica de las ceremonias de la misa rezada, cantada con Diáconos y sin ellos, y demás funciones y oficios del Sacerdote.” De toda esta actividad se llevaría un libro de actas que sería sometido al control del obispo en sus visitas[26].
En tanto la labor del cura párroco no se limitaba a la predicación y guía espiritual de su rebaño, sino que también era la autoridad designada para formalizar momentos clave de la vida social e individual en la comunidad como el bautismo, el matrimonio y los entierros, era necesario que cumpliera esa labor de manera adecuada. No ocurríaasí en la diócesis de Salta. En abril de 1867 un nuevo auto de Rizo Patrón comenzaba advirtiendo el:
descuido verdaderamente lamentable de algunos curas acerca de la averiguacion, que deben hacer previamente á la celebracion de los matrimonios, y acerca del modo de llevar con metodozencillo, claroy enconformidad á las prescripciones del derecho los libros parroquiales…[27]
En pocas palabras: los sacerdotes no sabían completar los formularios establecidos por la norma para registrar los matrimonios, y además no se tomaban el trabajo necesario para averiguar si los contrayentes estaban habilitados para hacerlo. Por eso disponía, en primer lugar, simplificar el modo en que se asentaban los matrimonios en los libros parroquiales. Para facilitar todavía más el trabajo a los sacerdotes, se distribuirían en todas las parroquias formularios impresos para que sólo tuvieran que completar los espacios en blanco con los nombres de los involucrados. Además, se exigía a los párrocos que realizaran las averiguaciones necesarias para certificar la soltería de los futuros cónyuges y su capacidad para contraer matrimonio. La disposición también alcanzaba a los Vicarios Foráneos, a quienes instaba a ser cuidadosos con las dispensas, otorgándolas sólo en los casos en que estuvieran habilitados para ello.
Todavía en 1869 había aspectos de la vida parroquial que los curas parecían no tener claras. En el auto más extenso de los conservados en el Archivo para este período, el obispo Rizo Patrón se propuso reglar en 49 artículos la actividad de los párrocos, tanto en aspectos litúrgicos, como en materia de disciplina y administración. Muchos de los artículos repiten disposiciones de autos anteriores que ya hemos reseñado. Así ocurre con la prohibición de participar en la vida política, la prescripción de la vestimenta adecuada o la obligatoriedad de asistir a las conferencias morales. En otros casos, los artículos recuperan disposiciones muy antiguas, de la época de la colonia, como la obligación de oír confesión impuesta a los clérigos por el obispo Moscoso en 1792[28]. Se trata, en suma, de un reglamento para el ejercicio del ministerio parroquial. Es interesante advertir que éste, que es el más detallado y amplio, es también uno de los últimos autos que apuntan a regularizar la labor de los párrocos en la diócesis. Finalmente, con el propósito de unificar la normativa que se había acumulado a lo largo de los años en la jurisdicción eclesiástica salteña, el obispo compiló y editó un Repertorio eclesiástico del obispado de Salta (Tucumán, 1875) en el que incluyó las disposiciones que aquí hemos reseñado y muchas de sus antecesores. Como se anticipó en la introducción, el contenido de las disposiciones que le siguieron fue tomando otro sentido, más atento a la situación de la religión católica en el contexto político local e internaciona
Resistencias y conflictos
No es de extrañar que todas estas medidas hayan causado incomodidad en el clero de la diócesis. En el archivo de la Curia Eclesiástica se conservan los rastros de algunas de las resistencias y conflictos que desencadenó esta política disciplinadora.Más arriba, cuando repasamos brevemente la historia del obispado, señalamos que, hasta mediados del siglo XIX, la autoridad episcopal no había logrado hacerse obedecer con facilidad ni siquiera por los miembros del Cabildo Eclesiástico, que se suponía debían ser sus inmediatos colaboradores en el gobierno de la diócesis. El antecesor de Rizo Patrón, José Eusebio Colombres, había despertado la rebelión del alto clero salteño cuando le ordenó realizar ejercicios espirituales, a la espera de obtener docilidad y subordinación a la figura del obispo. No lo consiguió. Los canónigos no sólo se negaron a concurrir a los ejercicios, sino que directamente desconocieron la legitimidad de Colombres. Como vimos, fue gracias a la intervención del gobierno nacional y la confirmación de la Santa Sede que el Cabildo Eclesiástico se subordinó al obispo[29].
Para la década de 1860 el conflicto con el Cabildo Eclesiástico parecía estar superado, pero el clero diocesano estaba lejos de la obediencia que se proponía el obispo. Frecuentemente esa falta de disciplina se manifestaba como una resistencia pasiva a abandonar viejas prácticas. La insistencia en la prohibición de participar en disputas políticas pone en evidencia que no estaba dando resultado[30].En otras ocasiones los párrocos se declaraban abiertamente en desacato. Cierto es que no son numerosas estas reacciones. Quizás la más seria se dio durante la visita del obispo a la provincia de Catamarca en 1865[31]. Al dar aviso de su llegada al párroco de Choya, Facundo Pedraza, el obispo recibió como respuesta una serie de notas “irrespetuosas e injuriosas”. Rizo Patrón, temiendo que el párroco rebelde abandonara su iglesia y frustrara la visita episcopal, pidió el auxilio de la autoridad provincial para que detuviera al sacerdote y asegurara de esa forma la labor del obispo. La sanción eclesiástica fue dura: como se trataba de un cura interino, el obispo lo suspendió como párroco de Choya y encargó al Vicario Foráneo la administración del curato[32].
No siempre las resistencias que debió vencer el obispo implicaron una desobediencia pasiva o una confrontación abierta. En ciertos casos, ocurría que simplemente los párrocos no sabían cómo hacer su trabajo o al menos no consideraban necesario hacerlo siguiendo tan estrictamente las normas. Esa ignorancia o desidia podía encontrarse aún entre los más notables eclesiásticos de la diócesis. Fue lo que ocurrió con Escolástico Zegada[33].En su visita de 1866 a Jujuy el obispo encontró, con escándalo, que el Vicario Foráneo y personalidad pública, Escolástico Zegada, llevaba los libros de la parroquia sin atender a las prescripciones de anteriores autoridades diocesanas y, peor todavía, sin guardar siquiera las normas del Ritual Romano[34]. El obispo se sorprendió, además,al comprobar que su antecesor al frente del obispado, el Vicario Capitular Isidoro Fernández, no había llamado la atención a Zegada por esa irregularidad. Rizo resolvió apercibir a Zegada y ordenarle que rehiciera los libros mal confeccionados en un plazo de seis meses.
Dada la importancia del amonestado, el asunto rápidamente alcanzó estatus público e involucró al poder político jujeño, que apoyó al párroco frente a la autoridad episcopal.El periódico jujeño El Orden (editado por el sobrino de Zegada, Macedonio Graz)salió a la defensa de su párroco. En respuesta, el secretario del obispado Rainerio Lugones publicó un Manifiesto para discutir al periódico, que fue seguido por otro folleto de Zegada y éste, a su vez, por uno nuevo del secretario[35]. No era novedoso que este tipo de conflictos tuviera repercusión más allá del ámbito eclesiástico. Ese desborde de los asuntos eclesiásticos hacia la política (y viceversa) era una de las características de la Iglesia posrevolucionariacon que el obispo quería acabar. Sin embargo, y a pesar de la relevancia social del apercibido y del interés de ambas partes en justificar sus posiciones en el espacio público, en esta ocasión el conflicto se dirimió dentro del ámbito eclesiástico y según los principios promovidos por el obispo.
No se trató de una victoria sin resistencias. En los escritos con que Zegada intentó ganar el apoyo de la opinión, la figura del buen párroco con la que se identificaba todavía era pensada en clave notabiliar. Si había descuidado las minucias formales de la burocracia parroquial era porque ocupaciones más nobles y útiles para su localidad lo habían reclamado:
He atendido personal y constantemente la doctrinacion, confesion y comunion de los encarcelados,y de los destinados a la milicia como que son los que mas necesitan esos ausilios. Emprendí tambien la construccion y fundacion de un Hospital y de un Colegio de Huerfanas, que nohabia en esta Ciudad; la reedificacion del estinguido Convento de San Francisco, y traida de Misioneros europeos, y otras muchas atenciones q.e seria cansado detallar[36].
En este registro, dedicó varias páginas de su descargo público a destacar la importancia que se le había otorgado a su más importante obra como sacerdote: la redacción de un catecismo que había sido costeada en su segunda edición por el gobierno nacional[37].
La respuesta del secretario de la diócesis es coherente con el perfil de párroco que intentaba imponer su obispo. Frente a la lista de servicios prestados a la comunidad por Zegada, Lugones respondía sencillamente que “…todos [los curas] tienen las confesiones, la predicacion, el catecismo, etc.” como obligaciones, y no por ello dejaban de llevar adecuadamente los libros parroquiales. Si no se dedicaban a predicar escribiendo sus propios textos es porque ya había catecismos con los que se podía realizar esa tarea. Claro que era muy bueno que los sacerdotes se dedicaran a redactar catecismos, pero “…cuando no perjudica al cumplimiento de las obligaciones”[38].
Más allá de las razones ofrecidas por la curia para exigir el cumplimiento del Ritual Romano, que apuntaban a la necesidad de contar con datos fidedignos para evitar la celebración de actos que a la postre resultaran nulos, podemos sospechar que lo que buscaba en este caso el obispo era imponer a todos sus párrocos la disciplina a través de las formas;particularmente a aquellos que, en razón de su capital social, podían disputarle alguna cuota de autoridad. La importancia de las prácticas formales como disciplinadoras salta a la vista si se considera, como observóel propio Zegada en su defensa, que no era lógico rehacer los libros parroquiales de manera adecuada, porque el argumento con el que se había cuestionado el modo del párroco jujeño era que esa novedad obviaba información sustancial para otorgar legitimidad, por ejemplo, a los matrimonios. Aceptado ese argumento, razonaba Zegada, era inútil adaptar los libros mal confeccionados a las formas del Ritual porque de todos modos la información que no se había registrado en su momento, ya no podía recuperarse. El secretario no consideró necesario responder en este punto. El párroco debía obedecer y las formas dispuestas por la autoridad debían respetarse[39].
Mientras que en su argumentación pública Zegada consideraba que las faltas formales en las que había incurrido como párroco eran dispensables frente a la labor benéfica que había desplegado como sacerdote notable, en su alegato judicial también se mostraba apegado a lógicas tradicionales. El argumento del representante de Zegada ante el tribunal eclesiástico era que Rizo Patrón no podía reprobar lo actuado en la visita anterior del Vicario Capitular Isidoro Fernández (que había aprobado los libros), porque reprobar era como castigar y sólo un superior puede castigar a un inferior. Zegada y su apoderado consideraban que el obispo Rizo Patrón no poseía más autoridad que el Vicario Capitular en Sede Vacante, cuya autoridad había sido delegada por el Cabildo Eclesiástico. La respuesta del Fiscal Eclesiástico es una muestra cabal de que los tiempos habían cambiado.
El Fiscal juzga que es insostenible esta opinión… fundándose en que el Vicario Capitular es un oficial del Capítulo en Sede Vacante, un administrador de la Diócesis, que ejerce la jurisdicción ordinaria del Obispo sucesor, y que entra este en el ejercicio de sus respectivas funciones como tal, esto es y no más. ¿Y no repugna al buen sentido, que un oficial del Capítulo esté en igual condición que un Obispo puesto por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios que adquirió con su sangre? ¿Qué un Vicario del Capítulo, cuya jurisdicción emana de un principio puramente humana (sic), cual es el derecho eclesiástico puesto en ejercicio para su creación, con la del Obispo que nace inmediatamente de la augusta y eternal (sic) fuente del derecho Divino? No, esto es inconcebible.[40]
Subyacía en los argumentos del fiscal una eclesiología que entendía que el poder descendíaen la estructura jerárquica de la Iglesia: de los obispos a su clero. La defensa de Zegada, por el contrario, se asentaba en una concepción ascendente del poder: la autoridad delegada por Cristo en su Iglesia estaba expresada originariamente en el clero de cada diócesis, representado por su Cabildo Eclesiástico[41].
Por otro lado,de nada valían ya las viejas estrategias coloniales que buscaban en la excepción y en la interpretación de la norma modos de ejercer cierta autonomía a pesar de las estructuras jerárquicas[42].Ese camino había intentado recorrer el representante de Zegada al señalar que en las anteriores visitas los gobernadores de la diócesis habían sabido interpretar
con justicia las leyes de disciplina eclesiástica, según el principio de indulgencia y de caridad impreso en el fondo de la iglesia cristiana por su divino fundador, y en virtud del cual, el poder de cumplir o no con alguno de los deberes religiosos, queda reservado al juicio supremo del que vé en los más íntimo del corazon de cada individuo.[43]
No conmovieron estas razones al secretario del obispo, ni al fiscal de la diócesis, quienes dejaron bien claro que un Vicario Capitular no solo no podía derogar una norma dada por el Sumo Pontífice (tal era el caso del Ritual Romano no observado por Zegada), sino que ni siquiera tenía autoridad para dispensar el cumplimiento de esa norma[44].
Pero eso no era todo, el principio de la autoridad descendente se conjugaba con el acento puesto en la obediencia a la norma por sobre elimperio de la justicia entendido éste como respeto a derechos adquiridos o al gobierno de la costumbre. Ya en plan de tratadista, el fiscal afirmaba queel respeto al poder normativo era esencial para el avance de la sociedad, ysería absurdo que una autoridad posterior no pudiera modificar lo dispuesto por la anterior, cuando lo anterior no era bueno[45].
Este sistema de tolerancia traería gravísimos inconvenientes a la marcha progresiva de la sociedad; porque los magistrados estarían con las manos atadas para el adelanto y progreso de los pueblos, y vendrían a ser desde luego unos verdaderos retrógrados; siendo impotentes para corregir y castigar lo malo que encontraren en su advenimiento a la magistratura.[46]
Autoridad y cambio eran las claves de la política eclesiástica en la diócesis de Salta. Esa autoridad ya no era la del juez, sino la del legislador.
Aunque Zegada hizo uso de argumentos cercanos a concepciones galicanas durante el juicio, no echó mano a las herramientas jurídicas que esa doctrina le ofrecía. En efecto, su estrategia no incluyó la utilización del recurso de fuerza, que le habría permitido apelar la medida del obispo ante los tribunales provinciales, donde su figura de notable tendría sin dudas más peso que la de párroco[47]. No sabemos qué motivos tuvo para evitar ese recurso, pero en los hechos esto significó que Zegada se sometió institucionalmente como un cura más a la autoridad del obispo. Además, a lo largo de las 54 páginas de su Satisfacción al público el jujeño dirigió sus dardos sólo al secretario del obispado, Rainerio Lugones, autor de los escritos con los que discutía y nunca cuestionó a Rizo Patrón[48]. En definitiva, Zegada aceptó jugar en el escenario que el obispo estaba construyendo: el de una institución cuyas autoridades y normas bastaban para dirimir los conflictos que se suscitaran en su interior.
El seminario
Es claro que esta legislación se volvería más efectiva si se renovaba el plantel eclesiástico de la diócesis. Para tal cometido era fundamental abrir un seminario conciliar donde los sacerdotes no sólo se formaran en la recta doctrina sino que adquirieranlas costumbres ejemplares que debía encarnar un hombre consagrado al sagrado ministerio. La creación del seminario era una de las tantas cuentas pendientes que tenía la precaria estructura diocesana salteña con el modelo tridentino[49]. Hasta ese momento, los aspirantes al sacerdocio recibían su formación en las escuelas conventuales o en las universidades. Las primeras no escapaban a la decadencia general sufrida en esas décadas por el clero regular, en las segundas, los aspirantes al sacerdocio convivían con estudiantes seglares que no tenían intención de ingresar al clero y eran formados además en las doctrinas eclesiológicas galicanas que los obispos reformadores combatían. Los seminarios, en cambio, eran establecimientos donde estudiaban y vivían –“en el retiro de los halagos y distracciones del siglo”– solamente aquellos destinados al sacerdocio[50]. Sus planes de estudio, sus docentes y –no menos importante– las reglas que regían la vida cotidiana eran definidos y estaban bajo el control directo del obispo. La intención era crear todo un dispositivo que cincelara “mas con el ejemplo que con la palabra”los hábitos del sacerdote, diferenciado del mundo y obediente a la Iglesia y sus autoridades[51].Con este horizonte Rizo intentó poner en marcha un seminario diocesano en 1863. Financió su instalación con dinero de su propio patrimonio, donaciones particulares y de los gobiernos provinciales de la diócesis. Llegó a dictar unas constituciones y nombrar a las autoridades. En su constitución, la disciplina de los alumnos está pautada hasta en los mínimos detalles y toda ella está orientada a separar al futuro sacerdote del espacio mundano. Los seminaristas vivirían aislados de la sociedad; tendrían esporádicas salidas al exterior, que serían siempre colectivas y vigiladas por superiores; vestirían además de forma diferente y vivirían con ritmos diferentes, en un ciclo diario pautado por la oración y el estudio[52].
En este primer intento, el establecimiento no funcionó porque el obispo se trabó al mismo tiempo en un fuerte conflicto con el gobernador de Salta, que pretendía remover a un párroco defendido por Rizo. En la disputa, el rector del seminario fue encarcelado por el gobierno provincial y todo apoyo oficial fue negado a la casa de estudios[53]. Algo similar ocurrió en el mismo año de 1864 en Catamarca. Allí Rizo pretendió reformar el plan de estudios de un colegio, antes perteneciente a la orden mercedaria, donde algunos alumnos se formaban para el sacerdocio. Cuando los estudiantes recibieron la noticia y conocieron las características del nuevo plan de estudios, se rebelaron y recurrieron al auxilio del gobernador de esa provincia. El poder político –que disponía sobre el colegio porque cubría sus gastos– escuchó los reclamos, tomó el control del colegio e impidió que se hicieran los cambios que proponía Rizo[54].Otro proyecto se había insinuado en Jujuy donde al parecer Zegada pensaba traer a los padres lazaristas para fundar un seminario y había pedido para ello autorización y licencia al obispo[55]. Sin embargo, no he dado con otras noticias sobre este proyecto.Finalmente, esa pieza clave de la reforma encabezada por Rizo Patrón fue sólo posible gracias al apoyo del Estado Nacional que, por una ley sancionada en 1873, comenzó a sostener económicamente los seminarios a través de becas otorgadas a sus estudiantes. Hasta ese momento, los intentos de fundar y mantener en funcionamiento una casa de formación de sacerdotes digna del proyecto general del obispo no habían logrado superar dos escollos fundamentales: la falta de fondos y la tendencia de los gobiernos provinciales a intervenir en la vida eclesiástica local.
Conclusión
Aunque no podemos afirmar que la tarea de disciplinamiento consiguió completamente su objetivo durante el episcopado de Rizo Patrón, permítasenos ofrecer un indicio del éxito, al menos parcial, de esa política.En 1884, el obispo salteño se pronunció públicamente en contra de la ley nacional de Educación Común (nro. 1420), que acababa con la educación católica obligatoria y costeada por el Estado en las escuelas de jurisdicción federal. Al parecer, el clero de su diócesis no lo dejó solo. La actividad clerical en contra de la ley parece haber sido tan intensa que motivó por parte de la prensa favorable a la disposición una queja ante el obispo[56]. Pedían estos periódicos que Rizo Patrón hiciera respetar la prohibición que él mismo había impuesto a los sacerdotes de participar en debates políticos. No es sorprendente que, en esta ocasión, el obispo haya considerado que la prohibición no debía regir. Argumentó el prelado que los sacerdotes contrarios a la ley no se habían inmiscuido en una puja política, sino que se habían limitado a recordar a los padres el deber de educar cristianamente a sus hijos[57]. En definitiva, no creyó necesario sancionar la participación de su clero en el debate públicoporque, en esta oportunidad, lejos de resultar una amenaza para la autoridad diocesana o una desviación del modelo eclesiástico deseado, los párrocos actuaban en consonancia con el obispo.Aún debemos seguir investigando el proceso de construcción eclesiástica de las diócesis argentinas para explicar satisfactoriamente cómo se dio ese tránsito de un clero que encontraba en la política su espacio de autonomía frente a la jerarquía eclesiástica, a otro disciplinado que entendía su participación en la arena pública como la de un soldado de la Iglesia.
Al respecto, es interesante advertir que en ese proceso el Estado Nacional fue un actor fundamental. Primero apoyando la autoridad episcopal, no sólo porque, en tanto patrono, cubría su subsistencia económica, sino porque además había volcado durante la década de 1850 su autoridad a favor del obispo en los conflictos que había mantenido con el alto clero salteño. Las condiciones de estabilidad política que se fueron imponiendo a partir de 1860, una vez que Buenos Aires se sumó al Estado Nacional, hicieron posible además que el obispo se abocara a la construcción institucional de la diócesis sin mayores sobresaltos. Finalmente, el sustento material que le otorgó la Nación al Seminario Conciliar fue indispensable para la educación de un clero diocesano que en el futuro necesitaría ser menoscontrolado que durante la trabajosa década de 1860, porque desde su formación los nuevos sacerdotes sabrían cuál era el lugar que debían ocupar en la estructura eclesiástica.
Aunque aquí se ha tomado sólo el caso de una diócesis, su comparación con las reformas ultramontanas de las iglesias de Brasil y Chile puede ofrecer un horizonte fructífero para continuar el estudio del proceso en los demás obispados argentinos. En esos países los obispos reformadores también contaron con el apoyo imprescindible de sus gobiernos. En Brasil, la posición conservadora en política que sostenía el clero ultramontano le valió la preferencia del Emperador Pedro II en su intento de consolidar el poder frente a tendencias republicanas y confederativas que habían amenazado a la monarquía durante las primeras dos décadas del Imperio[58]. En Chile, Rafael Valdivieso, el gran arzobispo reformador, había sido el candidato del gobierno conservador en 1847 frente al preferido del Cabildo Eclesiástico, Juan Francisco Meneses, más afín a los modos tradicionales del gobierno eclesiástico, que fortalecían al alto clero local[59]. En razón de estas coincidencias se hace más comprensible la débil resistencia (cuando no anuencia) de la curia romana y del clero ultramontano local frente al uso del patronato por parte de los gobiernos nacionales. Coyunturalmente fue una herramienta útil a unos y otros.
No obstante, hay diferencias que vale la pena notar. En Brasil, los obispos reformadores contaron con la colaboración de órdenes religiosas como los lazaristas, los capuchinos y los jesuitas para implementar sus reformas, particularmente en la puesta en marcha de los nuevos seminarios[60]. En Chile, donde se aplicó con decisión –al igual que en Salta– la política de fijar el cura a su parroquia como forma de disciplinamiento en un proceso que Sol Serrano denomina territorialización y burocratización de la Iglesia, el arzobispo contó con un cuerpo curial bastante amplio y eficiente. La autoridad diocesana salteña, por su parte, parece no haber gozado de arbotantes institucionales tan sólidos. Quizás esto explique la importancia que siguió teniendo el apoyo estatal para los obispos argentinos en las últimas décadas del siglo XIX. Ese vínculo no impidió, por cierto, que las autoridades diocesanas se involucraran en conflictos a veces ásperos con el poder civil, pero a pesar de la virulencia coyuntural que tuvieron esas disputas, el horizonte de la ruptura parecía improbable y, quizás, menos deseable para las jerarquías argentinas que para sus vecinas de Chile o Brasil[61].
Notas
[Consulta: 19/07/14], Lida, Miranda, "Una Iglesia a la medida del Estado: la formación de la Iglesia nacional en la Argentina, (1853-1865)", en Prohistoria, núm. 10, Rosario, 2006, pp. 27-46.