DOSSIER
¿“LULES NÓMADES” Y “LULES SEDENTARIOS”? SOCIEDADES INDÍGENAS, MOVILIDAD Y PRÁCTICAS DE SUBSISTENCIA EN LA LLANURA SANTIAGUEÑA PREHISPÁNICA Y COLONIAL (SANTIAGO DEL ESTERO, ARGENTINA)
"LULES NÓMADES" AND "LULES SEDENTARIOS"? INDIGENOUS SOCIETIES, MOBILITY AND SUBSISTENCE PRACTICES IN THE SANTIAGUEÑA PREHISPANIC AND COLONIAL PLAIN (SANTIAGO DEL ESTERO, ARGENTINA)
¿“LULES NÓMADES” Y “LULES SEDENTARIOS”? SOCIEDADES INDÍGENAS, MOVILIDAD Y PRÁCTICAS DE SUBSISTENCIA EN LA LLANURA SANTIAGUEÑA PREHISPÁNICA Y COLONIAL (SANTIAGO DEL ESTERO, ARGENTINA)
Andes, vol. 29, núm. 2, 2018
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades

Recepción: 13/04/2018
Aprobación: 01/08/2018
Resumen: A partir de un abordaje interdisciplinario arqueológico - histórico, este artículo se propone discutir la presencia de grupos de la llanura santiagueña pensados como contrapuestos en función de su movilidad residencial. Entendemos que la oposición lule / tonocoté presente en los documentos tempranos reflejaba tal contradicción, no obstante las mismas fuentes dejaran entrever que se trataba de estereotipos con poco valor explicativo. La investigación arqueológica reciente, que está pensando en términos más complejos los modos de habitar y las prácticas de subsistencia, apunta a la centralidad de modos "parcialmente móviles" de habitar, que suponían retornos periódicos a ciertos asentamientos. Esta propuesta, a la vez que puede relacionarse con las clasificaciones coloniales expresadas, resignificándolas, abre también nuevos interrogantes sobre las interacciones entre grupos presuntamente contrapuestos, el alcance de sus transformaciones internas y la misma regionalización de las sociedades indígenas de la llanura santiagueña.
Palabras clave: Lule, Santiago del Estero, Movilidad, Historia, Arqueología.
Abstract: From an interdisciplinary archaeological-historical approach, this paper aims to consider the presence of groups comparing their residential mobility in the plains of Santiago del Estero. We think that the Lule / Tonocote dichotomy exposed in early documents expressed such contradiction, but the same sources permit to make out the stereotypical nature and lack of explanatory power of the thesis. Recent archeological findings, considering more complex habitation patterns and subsistence practices, propose partially mobile ways of living that imply periodical return to certain settlements. This approach, related to the colonial classifications expressed, can resignify them, giving place to new questions about those supposedly opposing groups, the scope of their internal transformations and the regionalization of indigenous societies in the Santiago plains.
Keywords: Lule, Santiago del Estero, Mobility, History, Archaeology.
Introducción
En los documentos de los siglos XVI y XVII, es recurrente la división taxativa entre pueblos “nómades” y “sedentarios”, cazadores que no cultivan y labradores, gentes “de guerra” y “de paz”, “bárbaros” y “cristianos”. La contraposición entre “lules” y “tonocotés”, presente en las crónicas tempranas del Tucumán colonial, se ajusta bien a este esquema dicotómico que la arqueología de la llanura de Santiago del Estero (ver Fig. 1) hasta ahora no problematizó, al centrarse en interpretar la instalación de época prehispánica tardía como referente exclusivo de asentamientos aldeanos estables[1]. Sin embargo, desde hace un tiempo, dichas categorías cerradas y extremas han sido revisadas teóricamente por la antropología, la arqueología y la historia, discutiéndose la concepción de sociedades simples asociadas a los cazadores recolectores, ampliándose la cantidad de casos que no cabían ni en una ni en otra, y profundizándose el análisis de los procesos internos que las configuraron[2].

Nuestros últimos trabajos contribuyen asimismo a matizar la dicotomía expuesta. La identificación, a partir de un análisis arqueológico, de dos tipos diferentes de espacios de residencia nos llevó a plantear la hipótesis de que, durante momentos prehispánicos tardíos, en la llanura de Santiago del Estero quizás no sólo habitaron poblaciones con una instalación estable -como lo había señalado la arqueología hasta ahora- sino que también pudieron hacerlo comunidades que desplegaran cierta movilidad residencial. La hipótesis se deriva de la interpretación de ciertos contextos habitacionales que denotan baja inversión constructiva y espacios domésticos con hiatos de ocupación y que habilitan la idea de movilidad residencial con retornos periódicos a poblados de referencia[3]. Esta forma distinta de configurar el espacio doméstico y de usar el ambiente, así como su asociación a distintos modos de expresarse y relacionarse socialmente, sugería diversidad cultural entre las poblaciones que respectivamente los desplegaron.
Sobre esta base, exploraremos aquí la potencial relación entre estas nuevas interpretaciones arqueológicas –que, aunque analizadas para tiempos prehispánicos podían llegar a ser válidas para el momento de contacto hispano- y las taxonomías coloniales que encasillaban a los llamados lules entre las gentes “sin casas ni heredades”. Entendemos que los documentos escritos de los siglos XVI y XVII –y aún posteriores si se toman ciertos recaudos metodológicos- podrían, a su vez, ofrecer un anclaje complementario a una hipótesis surgida de un análisis arqueológico realizado de forma independiente de las fuentes escritas, abriendo así la opción de pensar una idiosincrasia de movilidad residencial de cierta profundidad temporal entre algunas de las poblaciones de la región.
Por su parte, la asociación de los casos arqueológicos de potencial movilidad a un modo de subsistencia que, si bien basado en la caza y pesca, podría haber contado con cierta horticultura o agricultura[4], abría una diferencia importante en relación con aquellos esquemas dicotómicos[5]. También lo hacía, entre otras cuestiones, el amplio desarrollo cerámico evidenciado por estas comunidades, hecho que introducía una distinción más respecto de las tipologías clásicas del nomadismo[6]. De este modo, mientras algunos indicios arqueológicos prehispánicos podían proveer de cierto sostén material a las representaciones históricas sobre poblaciones “nómades” de la región, otros ponían en controversia algunas de sus caracterizaciones y nos sugerían variantes. Los datos arqueológicos, en efecto, apuntaban a que ciertas comunidades pudieron desarrollar una combinación de los caracteres que las tipologías proponían como compartimientos estancos, lo que las acercaba a modelos etnográficos y arqueológicos de las tierras bajas sudamericanas. Por ejemplo, la asociación de cierta movilidad residencial con espacios monticulares reusados, uso de cerámica y objetos no transportables, horticultura incipiente asociada a caza, pesca, recolección y almacenaje, alianzas, modificación del paisaje y cierta complejidad social[7].
Desde otras aproximaciones arqueológicas, Ana María Lorandi ya había propuesto hace tiempo una idiosincrasia cultural de base chaqueña para las poblaciones prehispánicas de la región posteriores al año 1000 d. de C. Ciertos indicadores arqueológicos (la representación y cosmología asociada al búho de la cerámica Sunchituyoj, los modos de hacer la alfarería, su distribución acotada a la llanura) le permitieron a la autora definir una Tradición Chaco Santiagueña –diferenciada de los procesos más tempranos del oeste provincial, que se acercan más a tradiciones del piedemonte y valles del NOA- para las situaciones y momentos que nos ocupan[8]. Finalmente, del examen de ciertos documentos, Lorandi infirió que algunos grupos lules que habitaban las riberas de los ríos que atraviesan Santiago del Estero pudieron ser “sedentarios” o “parcialmente sedentarios” y haberse integrado en aldeas con los llamados tonocoté[9]. En cambio, a su juicio, los “lules nómades”, que en las fuentes eran responsabilizados de las incursiones y ataques a los pueblos de la llanura santiagueña, habrían provenido de la zona del Bermejo. Esta diferenciación habilita potenciales nexos de los primeros con el patrón semisedentario al que la nueva interpretación de evidencia arqueológica parece apuntar. Nos referimos a que hoy podemos sumar a este cuadro los indicadores de un patrón de instalación residencial con posible movilidad para ciertas poblaciones de la llanura santiagueña.
Atendiendo a estos problemas, este trabajo se propone combinar una relectura de las fuentes escritas –o más bien, de las “fisuras” que pueden vislumbrarse en algunas de ellas- con la discusión de las preguntas, incertidumbres e interpretaciones derivadas del análisis de la evidencia arqueológica. Entendemos que esta combinación metodológica y disciplinar nos coloca ante un problema complejo e interesante, que exige repensar a las poblaciones prehispánicas y coloniales de la región en relación a sus modos de vida e idiosincrasia cultural, tanto como a sus posibles catalogaciones, transformaciones e identidades.
Ampliando lo que se puede hipotetizar desde la arqueología
Parte del problema planteado surgió de un análisis arqueológico reciente sobre la configuración de los espacios de habitación y los modos de vida que podían asociárseles[10]. En la zona central del río Salado y parte de la mesopotamia provincial estos ámbitos están representados arqueológicamente por montículos -resultantes de los procesos de construcción, uso, abandono y destrucción de las viviendas indígenas y de las actividades domésticas que se generaron en torno a ellas-, cuyo registro va desde poco antes del 1000 d. de C. hasta el contacto hispano, por lo menos[11]. A partir de su estudio identificamos al menos dos principales variantes:
Una de ellas responde a un modo de vida estable, asociado a viviendas de uso permanente instaladas en poblados que habrían contado con desarrollo agrícola y manejo comunitario del agua. Este tipo de montículos muestra evidencias de haber sido asiento de viviendas sólidas y, en vista a la inversión constructiva y a la proyección de su vida útil, destinadas a un uso continuo[12]. No presentan más que un piso de habitación, lo que indica que el espacio fue usado para la construcción de una sola vivienda, utilizada hasta el momento de su abandono. Estas ocupaciones parecen asociarse a uno de los dos tipos alfareros de mayor representación local y el más tardío en aparecer regionalmente, a partir de aproximadamente el 1200 d. de C.: la cerámica Averías (aunque es posible que en algunos de los montículos se asocie también a cerámica Sunchituyoj, cuyas implicancias analizaremos luego[13]). En asociación con el despliegue de la cerámica Averías surgen asimismo características distintivas antes ausentes, como un amplio desarrollo textil y agrícola. En mayor o menor medida, estos contextos presentan también rasgos que indican intercambio de bienes exóticos, relación con otros grupos y jerarquización social, caracteres todos considerados propios del sedentarismo clásico[14].
Este tipo de montículo se inserta en sitios de grandes dimensiones, que dan cuenta de asentamientos de uso permanente durante momentos prehispánicos tardíos y de principios de la colonia. Se trata de poblados cuya estructura y funcionamiento interno son apenas conocidos por la arqueología y que presentan gran cantidad de montículos, en general distribuidos a lo largo y entre paleocauces[15]. La apariencia es la de una disposición en “avenidas”, vinculadas en su momento por Lorandi con las “calles” y el patrón mencionados por Diego Fernández el Palentino y citado en la nota anterior[16]. Pueden apreciarse también espacios intermedios llanos, más o menos amplios, que pudieron servir como plazas, áreas de concentración de gente y/o de actividades comunitarias diversas[17].
Las fuentes escritas y una evaluación general de la situación permitirían sostener que los habitantes de estas aldeas contaban con amplio desarrollo agrícola. El hecho de que los poblados se emplazaran en áreas adyacentes a paleocauces y bajos naturales, espacios destinados -actualmente y según las referencias históricas y coloniales- a la siembra e incluso a otras actividades como la pesca y la deriva de aguas, aporta elementos en ese sentido[18]. Si bien no hay restos arquebotánicos recuperados, la poca cantidad de huesos de fauna hallada en las excavaciones en relación a momentos anteriores y al otro tipo de montículos que veremos, también apuntalaría la opción de un sustento fundamentalmente agrícola, aunque la caza y la pesca siguieran aportando a la dieta[19].
Este tipo de instalación y los rasgos socioculturales asociados a ella han sido registrados en sitios del sector medio del río Dulce, de parte del noreste del río Salado (en el Chaco santiagueño) y en los bañados de Añatuya (al oeste del Salado medio). La mayoría, sino todas sus características, recuerdan el modo de vida adjudicado a los “tonocoté” de las crónicas -labradores sedentarios con alguna diferenciación social y capacidad de articulación política- mostrando también una distribución espacial grosso modo acorde con la asignada a aquellos grupos[20]. Por otra parte, los indicadores arquitectónicos, la presencia de un mismo tipo de cerámica y la homogeneidad general prevaleciente también en otros bienes materiales y rasgos socio culturales (por ej. conjunto artefactual, desarrollo textil, etc.) junto a la emergencia de todos estos caracteres en un mismo momento, habilitarían la idea de una cierta identidad cultural entre sus usuarios, mientras que ciertas diferencias podrían interpretarse a partir del despliegue de distintas estrategias socio políticas.
Sin embargo, según veremos luego, estos grandes sitios dan cuenta de un largo proceso de crecimiento y configuración hasta mostrar los caracteres superpuestos con los que hoy los registra la arqueología, y que podrían apuntar a transformaciones, reocupaciones y/o integraciones por parte de comunidades locales. En ellos se han detectado evidencias materiales y montículos más antiguos que demuestran trayectorias de ocupación de los asentamientos de hasta 400 años y quizás aún más (aunque por ahora no podemos precisar si fue continuada o no). Por su parte, la concentración de ciertos bienes de prestigio, exóticos y/o quizás relacionados con encuentros sociales parecen dar cuenta de que, al menos algunos de ellos, fueron desde temprano centros de convocatoria que se mantuvieron y crecieron como núcleos políticos relevantes a nivel regional, incluso durante la colonia[21].
El otro tipo de montículos -que es el que más interesa en este trabajo- remite a una instalación doméstica aparentemente menos estable. Muestra niveles de ocupación que alternan con otros estériles, sugiriendo abandonos y reocupaciones. Aunque no hay huellas conservadas de viviendas, la existencia de pisos poco definidos y la distribución de los rasgos y artefactos parecen indicar áreas de desarrollo de actividades domésticas y espacios donde pudieron armarse cobijos de poca durabilidad[22]. Los materiales y rasgos hallados dan cuenta de tareas vinculadas fundamentalmente a preparación, consumo y descarte de alimentos y quizás también almacenaje[23]. En otras palabras, se trataría de espacios domésticos de baja inversión constructiva pero que denotan una instalación de cierto tiempo, tal vez estacional y con previsión de retorno. Por lo que hace a la subsistencia, las evidencias arqueológicas sugieren un modo de vida estrechamente ligado a la explotación del monte y fuentes naturales de agua, mediante la caza y pesca[24]. A pesar de que no hay evidencias arqueológicas de ello, es de estimar que también la recolección vegetal fue importante. Sin embargo, el hallazgo de restos de maíz de especies pequeñas podría indicar además una práctica agrícola incipiente[25], complementaria de una economía mayoritariamente extractiva y por tanto apartada del modelo clásico del nomadismo. También se alejaría de aquel estereotipo el desarrollo de alfarería y la presencia de funebria en espacios domésticos[26]. Cabe señalar que la cerámica hallada en estos contextos parece ser diferente (se la ha denominado Sunchituyoj y está centrada en la figura del búho) a la que se asocia a los montículos de carácter estable[27]. Esto no solo marca un elemento cultural más de diferenciación con los usuarios de aquéllos, sino también una característica más chaqueña, acorde a nuestra idea de un modo de vida menos estable como el que históricamente solían desplegar las poblaciones que compartían esta identidad.
Aunque todavía desconocemos el ritmo, los lapsos de retorno, los circuitos y las distancias recorridas[28], así como si existía correspondencia entre quienes partían y reocupaban este tipo de montículos, parece evidente que se trataba de grupos que tenían en común el tipo de economía, actividades cotidianas, bienes materiales, tecnología mueble e inmueble y modo de gestionar y usar el espacio doméstico. Por ahora, los casos arqueológicos bien registrados para este tipo de instalación se ubican en momentos anteriores (entre aproximadamente el 1000 d. de C. y el 1200 d. de C.) a los estimados para el otro tipo de montículo, el asimilado a una instalación estable[29]. Sin embargo, algunos indicios que en breve analizaremos, permiten preguntarse sobre la perduración (y/o transformación) de sus poblaciones hasta momentos de contacto hispano. De hecho, si bien por ahora no hay registro arqueológico claro de este tipo de montículos reocupados para momentos prehispánicos finales, sí lo hay de ciertos indicadores materiales asociados a ellos (tipo de cerámica, sobre todo)[30].
Es también importante resaltar que este otro modo de instalación ha sido registrado en relación con dos tipos de sitios contemporáneos entre sí: sitios muy pequeños, compuestos por una veintena de montículos y vinculados con cursos de agua activos al momento de su habitación, y sitios de mayores dimensiones, relacionados con paleocauces y represas con intervención antrópica[31]. Esta asociación con distintos tipos de fuentes de agua y ubicación geomorfológica y ecológica bien podría indicar una elección y circulación estacional de la población entre diferente emplazamientos, quizás atendiendo a la dinámica hídrica y climática y al manejo y disponibilidad de agua y de recursos para la caza, pesca y recolección, que tienen diferencias regionales muy marcadas entre verano e invierno[32]. La reocupación periódica o coyuntural de unos y otros podría indicar que eran preferidos para retornar, habida cuenta de estar acondicionados para la instalación y quizá hasta por disponer de reservas almacenadas. En vista a su diferencia de tamaño e inversión constructiva en gestión del agua, y apoyándonos en ejemplos etnográficos y estudios etnoarqueológicos, podemos hipotetizar una dinámica de división del grupo en unidades más pequeñas en momentos críticos, y, a la inversa, su concentración en momentos de buena disponibilidad de agua, de recursos silvestres y de manejo agrícola, en vista a una agricultura potencialmente complementaria de la actividad extractiva. De ser así, los sitios pequeños con acceso directo a ríos activos podrían dar cuenta de la instalación en momentos de escasez alimenticia y de agua (invierno)[33] mientras que aquellos más grandes –dotados de represas y vinculados a paleocauces útiles a los fines agrícolas y a la pesca- podrían haber sido sitios de primavera y verano[34].
Esta concentración demográfica periódica pudo generar (y/o ser motivo de) actividades de diversa índole, como la gestión del espacio mediante construcción comunitaria de los canales de desagüe y represas (en apariencia identificados por la arqueología en los sitios de referencia), la recolección de la algarroba (citada en las fuentes, al menos, para momentos posteriores), e incluso la siembra y cosecha que podría inferirse de la ya aludida presencia de maíz. En articulación, y como motivación conjunta de la congregación, pudieron tener lugar actividades festivas, sociales, rituales y políticas. De hecho, las fuentes asocian a la recolección estival de la algarroba las “juntas y borracheras”, reuniones en las que se gestionaban estrategias políticas y rituales. El hallazgo asignable a esta época de unas 100 pipas en un sitio muy extenso que llega a momentos de contacto hispano mostraría que algunos centros concentraban ya desde temprano cierto poder de convocatoria. Recordemos que los sitios que presentan montículos de ocupación única reseñados anteriormente muestran una considerable amplitud temporal de ocupación y formación, que se remonta a la época con registro fehaciente de montículos de uso alternado. Podría pensarse, entonces, en que existían motivaciones –recursos, localización estratégica y derivaciones sociopolíticas y rituales de esta instalación- para que determinados lugares fueran ocupados de manera recurrente y a lo largo de tiempos prolongados. Y, en tanto están presentes en ellos indicadores arqueológicos asignables a grupos asociados con montículos de ocupación semipermanente, es posible que algunos de estos sitios pudieran haberse transformado en poblados permanentes, o bien haber sufrido reocupaciones por parte de poblaciones que llevaban esta otra forma de vida más estable.
En este sentido, sobre la base de lo que hasta ahora sabemos, puede hipotetizarse que, o bien algunos de los asentamientos más antiguos con indicios de movilidad residencial se desocuparon y esos espacios fueron luego ocupados por otras comunidades, o bien que tuvieron ocupaciones periódicas, más o menos continuadas, por parte de poblaciones que fueron creciendo y transformándose paulatinamente en sus modos de habitar y en su manejo de la economía de subsistencia. Habrá que considerar en este sentido, no solo la perduración, coexistencia o transformación del modo de habitar, sino también los cambios, perduraciones, adquisiciones, intercambios y potenciales integraciones de otra pautas o elementos culturales distintivos asociados a cada uno de estos modos de vida, como parece ser, por ejemplo, la cerámica de dos tipos distintos. Esto tiene que ver con pensar y definir si hubo una transformación de un modo de vida por otro al interior de las poblaciones, si hubo un reemplazo de modos de vida previos por la incorporación a la región de poblaciones con otras tradiciones culturales, o incluso si ambos modos de vida pudieron coexistir, en un mismo espacio o en distintos espacios locales en un mismo momento. Resulta esencial para ello determinar la cronología, simultaneidad y asociación de estos modos de residir y de subsistencia en un mismo sitio a lo largo de su ocupación, como también las transformaciones en otros aspectos de la cultura material que pudieran acompañar y ser indicadores de unos u otros procesos.
Resolver estas disyuntivas resulta esencial para nuestro problema sobre movilidad, identidad y potencial integración de poblaciones locales. Sin embargo, lamentablemente no contamos todavía con suficientes datos arqueológicos para ofrecer una respuesta, por lo cual la incorporación del análisis de las fuentes escritas es crucial para continuar con la indagación del problema. Las opciones se articulan en torno a la investigación de posibles cambios internos de las poblaciones así como también al potencial arribo de comunidades con nuevas prácticas. Esto último da cuenta de la hipótesis de Lorandi que, considerando la emergencia correlativa en tiempo de las otras grandes novedades señaladas, planteó la posible llegada de poblaciones desde el altiplano boliviano y la vertiente oriental andina y su posterior integración con las poblaciones previas de la zona en aldeas biétnicas a partir de la fusión de pautas culturales previas y nuevas observable desde la arqueología, y de las referencias de las fuentes a una zona multicultural y a poblaciones con distintos modos de vida[35][36]. Como sea, la dicotomía a la que aludíamos al inicio de este trabajo parece expresar que, al momento de contacto, ciertas poblaciones llevaban una vida nómade, mientras la arqueología identificaría (amén de poblaciones estables) grupos con retorno a sus asentamientos y cierta agricultura, afines a lo que podría llamarse seminomadismo. La confrontación con la evidencia arqueológica deja pendiente entonces la pregunta sobre el grado de movilidad implicado en dicha representación como así también en la posibilidad de desagregar la categoría de nómade y de lule de las fuentes.
Una mirada a las fuentes tempranas
Desde la historia y la antropología, mucho se ha discutido sobre la grilla en la que -desde posturas opuestas- funcionarios, eclesiásticos y juristas españoles encerraron a las sociedades americanas a partir del contacto hispano indígena. A quienes con mayor eficacia resistían la conquista, los “indios de guerra”, les cabía un lugar particular en una mirada que, tendencialmente, estigmatizaba, por sí misma la movilidad y valoraba positivamente la concentración en poblados[37]. Criterios lingüísticos y geográficos complicaron posteriormente las clasificaciones, tanto de los grupos sometidos como de los resistentes: en la medida en que se conocieron mejor y fueron apropiados como fuerza de trabajo, las “naciones” indígenas se multiplicaron y nuevos rótulos fueron empleados para designarlas[38].
Sin embargo, esta desagregación inicial dejó posteriormente lugar a procesos de homogeneización. La categoría de “indio” redujo a la unidad a los grupos sometidos mientras que las taxonomías sofisticadas pasaron a aplicarse casi con exclusividad a los “bárbaros”. Entendemos que las “desapariciones” y “reapariciones” textuales de los “lules”, que en breve expondremos, podrían expresar las dificultades para encasillar aquellos modos de vida “menos andinos” que sólo escueta y fragmentariamente emergen en los textos.
Ahora bien, a pesar de su importancia crucial para construir taxonomías, lo cierto es que las fuentes tempranas más accesibles y conocidas sobre las sociedades indígenas del Tucumán son muy parcas en información sobre las características concretas de la movilidad. Simplificando un tanto, los cronistas más conocidos como Pedro Sotelo de Narváez y Alonso de Barzana planteaban una primera oposición entre los “labradores” de habla cacana y tonocoté, ya encomendados o en proceso de conquista, y los grupos cazadores y recolectores del Chaco. Estos últimos, llamados en el siglo XVI “frontones” (y en ocasiones “chiriguanaes”), componían una “innumerable muchedumbre de diversas lenguas y naciones” en la que “todos los hombres andan en el traje en que nacieron” y nadie sabía “de agricultura ni edificar (ya que) todo su ejercicio es cazar y pescar”[39]. Desnudez, caza, pesca y nomadismo componían el estereotipo del salvaje, común por otra parte a vastas regiones americanas, que ameritaba una conquista sin concesiones. ¿Qué lugar ocupaban los “lules” en este esquema?
Ya anticipamos que se trata de una categoría problemática, por remitir a diversas regiones y por encubrir sentidos también diversos -lo que abre numerosos interrogantes, útiles también para pensar la evidencia arqueológica-. Cinco sentidos, que fueron cambiando sus atributos en el tiempo por obra de cronistas, conquistadores y misioneros (y también de historiadores y etnohistoriadores), hemos detectado en las fuentes textuales y en menciones que, generalmente, localizan a los lules fuera de la llanura santiagueña, en las jurisdicciones de San Miguel de Tucumán, Esteco y Salta y en el interior del Chaco.
Una primera distinción separaba a los “lules antiguos” de los “lules modernos”. Los primeros eran los despiadados guerreros nómades mencionados en las crónicas del siglo XVI y los segundos los dóciles indígenas chaqueños reducidos en 1711 en la frontera salteña. Entre unos y otros, median casi cien años de silencio documental que Antonio Maccioni –jesuita y autor de un célebre Arte- explicó a partir de la fuga al interior del Chaco de grupos de origen lule sitiados en San Miguel, Talavera y Salta[40]. La segunda diferenciación apunta a la localización colonial de los lules y se basa en un par de valiosos testimonios tempranos citados por Pablo Cabrera sobre los “lules solisitas”, al servicio de San Miguel de Tucumán, y los “lules guachipas” encomendados en Salta y Esteco [41]. En tercer lugar, Pedro Lozano separa para el siglo XVIII y para el territorio chaqueño a los “lules grandes” –parcelados en “oristinés”, “toquistinés” e “isistinés”- de los “lules pequeños”, supuestos herederos de los bravos nómades del momento de conquista hispana[42]. Unos y otros, eran habitantes de reducciones jesuíticas. En cuarto lugar, se habla de una lengua lule. Aunque supuestamente resultaba inteligible con la tonocoté (y el Arte de Maccioni unifica a ambas), es hoy considerada parte del grupo “lule vilela”, conectando ambos etnónimos[43]. En quinto y último lugar y en estricta referencia a las fuentes tempranas, no descartamos que el término “lule” se utilizara en algunos casos de forma genérica, quizás de modo análogo al también genérico rótulo de “jurí”. En esta acepción más amplia, y siempre para momentos tempranos de la colonia, “lule” podría adjetivar a grupos de diverso origen no sometidos por los españoles que, como piratas terrestres, saqueaban las aldeas de labradores para robar sus víveres.
Para este artículo, y como primera aproximación desde las fuentes escritas, nos limitaremos a trabajar con documentos tempranos (dejando fuera a los “lules grandes” y “lules modernos”, que bien podrían ser los mismos), para extender en próximos trabajos los límites temporales de nuestro corpus. Así pues, nos valdremos de algunas crónicas muy conocidas, de testimonios citados por otros autores y de probanzas de méritos del siglo XVI publicadas o disponibles en la Colección Gaspar García Viñas de la Biblioteca Nacional.
Comencemos, entonces, por considerar los datos que definen a los lules a partir de una movilidad estrechamente asociada a la acción bélica (saqueos y ataques) sobre los grupos labradores. De las numerosas menciones que traen a colación esta imagen, optamos por la que sigue, una representación colectiva de los vecinos de Santiago del Estero que se jactaban de haber salvado a otras poblaciones indígenas asentadas en las cercanías de la flamante ciudad al
no permitir que los lules, que es una gente salteadora e belicosa, no los acabasen e destruyesen porque los tenían acorralados e metidos en pucaranes y fuertes quitándoles y talándoles las heredades y chacaras que tenían de maíz, quinva y zapallo que es el principal sustento que tenían. Porque dichos lules no vivían de otra cosa sino de robar hurtar e matar e no sembraban, comiéndoles cuanto tenían, que son figurados a los alarves e si los dichos conquistadores los dejaran hubiera destruido, acabado y asolado los dichos naturales[44].
Recordemos que la metáfora de “los alarves” también está presente en Barzana, que los “pucaranes”, referidos asimismo por Bibar, se parecen llamativamente a las “palizadas” que apreció Diego Fernández, mientras que el robo de las “comidas” de los labradores –aquí llamados “juríes”, categoría genérica que solía incluir a “tonocotés” y “lules”- se reitera, nuevamente, en Bibar. Esta probanza, por tanto, sintetiza información conocida pero clave en nuestra interpretación ya que dejaría presumir que también parte de los lules eran atacados por grupos "nómades". Y asimismo agrega algo más en el mismo sentido, ya que algunos testigos matizaron la radical enemistad entre “juríes” y “lules”. Así, según Miguel de Ardiles,
desbarataron los españoles tres escuadrones de indios lules que venían a dar en los indios juríes cercados e se decía que se habían confederado los dichos lules con otros dos o tres pueblos principales de los dichos juríes para dar en los demás e acabarlos todos en lo cual pusieron remedio los españoles[45]
La cita es significativa en la medida en que, por lo menos “dos o tres pueblos principales” de juríes, habrían trabado relaciones de alianza con aquellos irreductibles enemigos. La existencia de estas eventuales alianzas ya abre una primera fisura en el estereotipo que enfrenta a labradores pacíficos de un lado y nómades guerreros del otro. En el mismo sentido, no es descabellado especular con la integración en aldeas “tonocoté” (“jurí” en la fuente) de ciertos grupos “lules” que los españoles pudieron percibir como “confederados”. Se trataría de una potencial situación congruente con la ya comentada sobre ciertas situaciones arqueológicas de la llanura santiagueña.
Sin embargo, más importante para nuestro objetivo es la segunda brecha que introducen las versiones tempranas sobre la movilidad lule. Aunque carecemos de referencias explícitas y específicas para Santiago del Estero, sí se las encuentra para otras jurisdicciones del Tucumán mencionadas asimismo como hábitat de los “lules”. Un primer matiz apunta a la diferenciación entre “gente sin asiento” y “de poco asiento”, como se dijo ya advertida por Lorandi. Sotelo de Narváez encasillaba entre los primeros a los lules de San Miguel de Tucumán –“que no tienen asiento y se sustenta de caza y pesquería por lo cual no están del todo en paz”- y, en términos muy genéricos, a la mayoría de los que debían servir a los vecinos de Lerma -“lo más indios de guerra, todos lules, gente sin asiento y que siembran muy poco” (lo destacado es nuestro)-.
No es poca cosa para nuestra búsqueda que la “gente sin asiento”, aunque poco, sembrara. Pero no es todo: para la misma jurisdicción, precisaba Sotelo, había “hasta mil y quinientos (…) gente de poco asiento y los más lules, aunque siembran y tienen ganado” (lo destacado es nuestro)[46]. Por último, aunque Sotelo no clasificaba con etnónimos a la “gente labradora” que sembraba “de temporal” en la jurisdicción de Esteco, los listados tempranos de encomiendas los encasillan entre los “lules”[47].
Por lo tanto, incluso las fuentes más conocidas ya proponían un matiz revelador: había lules que subsistían saqueando a los labradores y otros que, aunque de “poco asiento”, algo sembraban, además de criar animales, panorama acorde con la identificación arqueológica de poblaciones prehispánicas que desplegaban un modo de vida semisedentario y con cierta agricultura. Como dijimos antes, Lorandi ya había dado cuenta de estos matices, cuando distinguió a los “lules nómades” de los “lules sedentarios o parcialmente sedentarios”, situando a estos últimos también en jurisdicción de Santiago del Estero –tanto sobre el río Dulce como sobre el Salado-. Conjeturó, según expusimos antes, con la idea de una integración residencial y social de los segundos con los “tonocoté[48]”. La misma autora, no sabemos si a partir de fuentes textuales o de evidencia arqueológica, había también localizado a los lules que saqueaban los pueblos santiagueños en la zona del río Bermejo.
Con todo, en el plano documental, las pistas más sólidas sobre estos lules “de poco asiento” pero labradores al fin provienen de fuentes menos conocidas (aunque parcialmente publicadas) que, con casi noventa años de distancia, trabajaron el citado Pablo Cabrera y Estela Noli[49]. Como se adelantó, Cabrera distinguía entre los lules a los “solisitas” y a los “guachipas”. Sirviéndose de un protocolo notarial de 1608, Cabrera creyó ver en los “solisitas” una suerte de labradores itinerantes que iban cambiando –a partir de la agregación del sufijo “isita”- el nombre de los lugares en los que se asentaban. Valiéndose de este argumento, una de las partes interesadas en un litigio por encomiendas reafirmaba sus derechos por resultar “propio de los indios Lules de esta Provincia, como gente que anda vagando por diferentes partes y no tener parte segura, mudar los nombres conforme en (al) sitio donde paran” (Cabrera 1910:41). Si a Cabrera esta información le sirvió para aislar a los “solisitas” del gran conjunto lule y especular sobre la toponimia tucumana, Noli avanzó un conjunto de hipótesis que apuntaban al traslado cíclico de los “pueblos lule tonocoté” en función del agotamiento de los recursos.
Tres cuestiones importantes –y entrelazadas- se desprenden de los testimonios e interpretaciones sumariamente expuestos. La primera remite a la asociación en algunas fuentes de las entidades “lule” y “tonocoté”. Dijimos ya que buena parte del corpus temprano registra una relación de hostilidad entre presuntos grupos diferentes, aunque el documento ya expuesto hable de la “confederación” entre los lules y algunos “juríes”. Recuperamos también en este punto la hipótesis de Lorandi –basada en evidencia arqueológica y textual- que sugiere la confusión de lules y tonocotés a partir de una convivencia y parcial integración cultural.
La segunda cuestión, apenas una pista, la ofrece la toponimia y el tardío Arte de la lengua lule tonocoté de Maccioni. Aunque Sotelo listaba entre las lenguas habladas en el Tucumán la “tule” y la “tonozote”, Barzana afirmaba diez años después haber evangelizado a los lule empleando el tonocoté que hablaban “muchos de ellos[50]”. Quizás se tratara de lenguas inteligibles o, guardando coherencia con lo dicho arriba, que fueron convirtiéndose progresivamente y con la convivencia de grupos de origen diverso, en una sola, tal como la entendió Maccioni en el siglo XVIII. En este sentido, para Cabrera, lule y tonocoté eran “dos naciones histórica, geográfica y lingüísticamente inseparables” y la toponimia podía ayudar a pensar en su distribución territorial. Así, el sufijo “tiné” -que Cabrera entendía de origen tonocoté- indicaría lo que el “sita” lule o el “gasta” cacano, designando a un pueblo. No parece una hipótesis descabellada y la existencia de un Alagastine en el Salado santiagueño, de un Colastiné en el litoral y de las parcialidades chaqueñas de isistinés, oristinés, toquistinés, a más de topónimos de igual terminación en la designación de encomiendas tucumanas y estequeñas, podrían contribuir a postular movilidad y conexiones en radios geográficos muy amplios[51].
Por último, y hasta aquí podemos llegar con el limitado corpus temprano, se impone la pregunta sobre la presencia lule –nuestro eslabón en la articulación entre historia y arqueología- en jurisdicción santiagueña y, más precisamente en el Salado medio. Ya dijimos que, salvo en la probanza citada, los “lules” no aparecen asociados directamente con pueblos o encomiendas santiagueñas, más allá de su amenazante y fantasmal presencia “alárabe” que explicaría las “palizadas” que protegían las aldeas de la diagonal fluvial[52]. En cambio, como reconocimos antes, lules en encomienda o fuera de ellas, con poco y nada de asiento, son señalados en San Miguel de Tucumán, Talavera y Lerma. ¿Cómo explicar la generalizada falta de registro escrito específico de los “lule” para nuestra zona de interés? La respuesta podría estar en el hecho ya comentado de que estos "lules santiagueños" ya no fueran "tan lules". O sea que, como sugirió en su momento Lorandi, convivieran en las mismas aldeas gentes de diverso origen y en proceso de transculturación, susceptible de ser confundida en su identidad por los españoles. Fuentes escritas y evidencia arqueológica tenderían así a coincidir en que estas poblaciones, aun moviéndose, sembraban y se hallaban por tanto lejos de la polarización labradores / cazadores-recolectores. A la vez, también arqueología y documentación escrita podrían ser consistentes en lo que respecta a considerar la existencia de grupos lules más hostiles y móviles, asentados fuera de la llanura santiagueña y que incursionaban sobre ella. Tales pudieron ser aquellos del Bermejo que según Lorandi eran los responsables de las hostilidades, robos y grandes movilizaciones, después de los cuales retornaban chaco adentro. Esta situación daría cuenta de acciones rápidas y puntuales, y de una potencial ausencia de instalación de estos "alárabes" en la llanura santiagueña, lo que explicaría una probable baja densidad y visibilidad del registro arqueológico asociable a ellos y su no identificación aún en relación con estos sucesos y actores. Más aún, el carácter de "alárabes" bien podría vincularse a incursiones, movilizaciones y desapariciones específicamente en relación a la llanura santiagueña; nada sabemos, en cambio, sobre los modos de vida y movilidad residencial de estos grupos dentro de su territorio de habitación. Dichas movilizaciones también podrían responder, tanto o más que al carácter móvil de los grupos, al despliegue de puntuales estrategias políticas, sociales y económicas. Se trata, por ahora, de una cuestión pendiente para futuros trabajos.
Cerrando… (o, mejor, abriendo) el tema
En esta nueva contribución interdisciplinaria hemos intentado acercarnos a la espinosa cuestión de la movilidad de las sociedades indígenas del Salado y la llanura santiagueña en general. Ya mencionamos que una nueva mirada a la evidencia arqueológica permite pensar que ciertas poblaciones prehispánicas de la región desplegaron, a partir de aproximadamente el 1000 d. de C., una forma de vida a mitad de camino entre el nomadismo y el sedentarismo clásicos. Se trataba de un modo de habitar que implicaba tanto instalación por cierto tiempo, como movilidad residencial con retornos y congregaciones periódicas, y que dejaba algún espacio para actividades agrícolas complementarias a las extractivas, como también comunitarias. Así planteado, este cuadro permitiría matizar la idea previa reflejada por la arqueología, que apuntaba a habitantes, en todos los casos, de aldeas permanentes. A la vez, abre preguntas sobre sus trayectorias y transformaciones, la relación de las mismas con las coyunturas y procesos históricos locales y las interacciones con otras poblaciones.
Por cierto, falta todavía una caracterización arqueológica más detallada de este modo "parcialmente móvil" de habitar, como también precisiones cronológicas y de potenciales asociaciones de ambos modos de vida en un mismo tiempo y espacio. Por otra parte, tampoco tenemos certezas sobre la perduración post contacto de la modalidad. Sin embargo, la constatación de la persistencia hasta momentos coloniales de ciertas pautas culturales (por ejemplo, su cerámica) asociadas a aquellas comunidades con cierta movilidad habilita a pensar en su continuidad. A su vez, la transformación de algunas de ellas y la articulación en los mismos contextos arqueológicos con caracteres antes ausentes (nuevos referentes iconográficos, amplio desarrollo textil y agrícola, entre otros) que, además, aparecen de la mano de un nuevo modo de instalación apuntala la hipótesis de un cambio en relación con momentos previos.
Como dijimos, tal vez estas comunidades pudieron devenir más estables a partir de transformaciones internas y/o del relacionamiento con otras poblaciones que tuvieran prácticas habitacionales y también culturales diferenciadas. Resolver esto también es un punto pendiente, asociado en parte a la afinación de las situaciones arqueológicas. Sin embargo, en la medida en que el modo de construir el espacio doméstico suele aceptarse como un buen indicador identitario, parece razonable preguntarse si la emergencia de uno nuevo, asociado asimismo a otras diferencias significativas en la cultura material y las prácticas cotidianas, pudo ser fruto del contacto con una población culturalmente diferente de aquella que optaba por la movilidad residencial y por viviendas de baja inversión constructiva[53]. No podemos descartar que pudieran darse, conjuntamente, transformaciones en el interior de los grupos locales preexistentes, fruto de estrategias y respuestas propias frente al arribo de grupos humanos y/o ideas de otras partes y que podrían explicar la combinación de pautas de diseño, la cohabitación y la confusión o indiferenciación que muestran las fuentes.
Nuestra hipótesis, por tanto, conduce a dos situaciones diferentes pero complementarias. La primera, es la ya enunciada sobre un posible semisedentarismo y cierta agricultura desplegada por algunas poblaciones de la llanura santiagueña, algo que avalarían tanto fuentes como evidencia arqueológica. Aún más: podría incluso vislumbrarse un posible proceso de sedentarización, cambio e integración entre poblaciones. En este sentido, la hipótesis de Lorandi sobre las fusión de grupos culturalmente distintos sigue resultando estimulante para pensar lo que los autores de las fuentes quizás dejaran de ver: una integración (o adopción de aquellas prácticas diagnósticas de los modos hispanos de clasificar) que bien pudo invisibilizar las diferencias, incluso las idiomáticas. Los datos arqueológicos e históricos parecen acompañar esta situación, a la vez que abren nuevas líneas para profundizarla y matizarla.
La segunda remite a una situación de hostilidad lule-tonocoté, para la cual la metáfora "alárabe" no sería errada. De ser así, estaríamos frente a dos tipos distintos de “lules” ya anticipados por Lorandi: unos semisedentarios asentados en la llanura santiagueña y otros que quizás sólo incursionaban en la zona para depredarla y regresar posteriormente al Chaco. Esta segunda situación resulta con claridad de las fuentes escritas y sería también compatible con la información arqueológica conocida hasta ahora, que no ha dado cuenta de evidencias de grupos con alta movilidad habitando en la zona y época que nos ocupa y que fue el disparador de esta investigación. De hecho, acciones y actores tan efímeros y eventuales en la región habrían dejado un registro arqueológico de baja densidad y visibilidad, que bien pudo pasar desapercibido hasta ahora a la arqueología. Esta hipótesis podría motivar su búsqueda, a la vez que conferirle mayor sentido a otros datos ya conocidos, como el registro esporádico de elementos culturales similares a aquellos registrados en el chaco y litoral[54] o las señales de acciones de posible violencia y quema en el interior de ciertos poblados[55].
De este modo, el "caso lule” es interesante porque, más allá de las opciones de hierro, quienes escribieron sobre los presuntos “alárabes” dejaron algunas desvaídas huellas sobre hábitos que pudieron ir cambiando con el tiempo y las situaciones, al punto de cuestionar las taxonomías iniciales y de expresar la perplejidad de los observadores. Quizás grupos parcialmente móviles fueran gradualmente estableciéndose, iniciándose en pautas agrícolas, moviéndose de acuerdo a las urgencias ambientales y necesidades sociales para terminar integrándose en momentos pericoloniales[56]. En contraste, podemos especular con que otros grupos, los que asolaban durante la primera colonia a los pueblos instalados en la llanura santiagueña, pudieron mantener e incluso enfatizar su carácter móvil o desarrollarlo en relación con determinadas situaciones de movilidad estratégica y no necesariamente como movilidad residencial.
Es probable, por otra parte, que estas transformaciones afectaran a una zona mucho más amplia que la que tomamos como referencia: por este motivo, y a pesar de los riesgos que implica, es preciso no perder de vista a futuro la información sobre regiones aledañas como Esteco, el litoral y el interior chaqueño. No hay dudas, en efecto, de que los restos arqueológicos y la información histórica, una vez sometidos al análisis de los datos y a la crítica hermenéutica, deberían ser consistentes con la realidad conductual. Dichas mediaciones -la subjetividad, las interpretaciones, la mirada tendenciosa, el registro arqueológico incompleto- son el problema a desarticular.
Por ahora, contamos con las preguntas que nos generan los datos arqueológicos y los provistos por las fuentes textuales, interrogados articuladamente. Así las cosas, entendemos que los primeros resultan útiles para caracterizar un modo de vida desplegado en la llanura santiagueña que escaparía, matizaría y discutiría los estereotipos extremos de nómade de economía extractiva vs sedentario productor. Como puede apreciarse, este modo de habitar –que no había sido hasta ahora planteado por la arqueología para las poblaciones de la región- no expresa ajustadamente a los supuestos lules “sin asiento” y “sin cultivos” que señalan las fuentes, aunque tampoco a las “naciones” de labradores. Por esa misma razón, la evidencia arqueológica nos interesó para problematizar las taxonomías coloniales y las interpretaciones realizadas sobre ellas, a la vez que estas últimas nos sirvieron para retroalimentar los modelos y procesos a explorar desde la arqueología.
Los distintos acercamientos expuestos nos muestran, en definitiva, que entre ciertas poblaciones indígenas tardías y coloniales de la llanura santiagueña se desarrollaron modos de vida que no encajaban estrictamente en los esquemas dicotómicos ni en las imágenes históricas y arqueológicas que se hicieron de ellas. Estas son representaciones que dan cuenta, más bien, de clasificaciones simplificadas o impresionistas, heredadas de tipologías clásicas de la antropología y de experiencias de los conquistadores en el área andina, pero que el avance en las investigaciones de casos etnográficos del mundo, y en particular de los pueblos que habitaron las tierras bajas sudamericanas, ha ido desarmando y difuminando. En estas construcciones también pudo influir la segmentación territorial y política, para la cual el Santiago arqueológico quedó incluido dentro del NOA y el Santiago colonial dentro del Tucumán, ámbitos más andinos que chaqueños, aunque cultural y ambientalmente la llanura santiagueña tenga más elementos en común con el Chaco[57]. Y aún más, es posible rastrear cómo esta idiosincrasia más chaqueña fue históricamente diluida, o aun negada, por su trasfondo menos “civilizado” y sus consecuencias políticas y sociales para la provincia y la nación argentina, que hasta fines del siglo XVIII no sobrepasaba en la práctica el río Salado, a cuyo oriente empezaba el chaco indomable de los indios salvajes[58]. De hecho, hasta hace poco era esa la imagen aceptada para las poblaciones de las tierras bajas: simples, salvajes, extractoras, antropófagas.
Notas
aboada_y_Farberman.pdf (Consultado el 18 de diciembre de 2017).
nrm=iso [Consultado el 10 de diciembre de 2017]