Resumen: La propuesta se origina en la particular condición que adquirieron diversos pueblos de frontera, ciudades o villas a lo largo del proceso revolucionario, la mayoría muy distantes de los centros de decisión o del conflicto armado, que funcionaron como jalones de un itinerario al que debieron someterse no sólo los confinados por razones políticas, sino también los prisioneros realistas de las guerras de independencia, en su derrota de internación. Considerados en este sentido como espacios de exclusión, el análisis se centra en la ciudad de San Luis de Loyola, preguntándose por el modo en que el arribo de esos hombres influyó en el desenvolvimiento político de la comunidad política local y en su relación con el centro de poder revolucionario. Al entender que un espacio de esa naturaleza se estructura en forma inextricablemente unida a la práctica social de los hombres y a las relaciones que establecen entre sí y con su entorno, se recorren las diferentes circunstancias que condujeron a su utilización como espacio de exclusión, atravesado por la participación de múltiples actores que, a través de sus alianzas o de sus conflictos, insertaron a la jurisdicción en procesos más amplios, cuya articulación aun resta mucho por profundizar.
Palabras clave:RevoluciónRevolución,San LuisSan Luis,EspacioEspacio,ExclusiónExclusión,PolíticaPolítica.
Abstract: The proposal originates from the particular condition that prevailed in various border towns, cities or towns throughout the revolutionary process. Most of them were very distant from the decision-making centers or the armed conflict. Therefore, they operated as milestones in an itinerary which had to be followed not only by those confined for political reasons, but also by the royalist prisoners of the wars of independence in their defeat of internment. Considered in this sense as spaces of exclusion, the analysis focuses on the city of San Luis de Loyola and explores the way in which the arrival of these men influenced the political development of the local political community and its relationship with the center of the revolutionary power. Understanding that the structure of a space of this nature is inextricably linked to the social practice of men and the relationships they determine with each other and with their environment, the different circumstances that led to its use as a space of exclusion are reviewed. This space was crossed by the participation of multiple actors who, through their alliances or conflicts, connected the jurisdiction to more complex processes. Further research needs to be carried out on the articulation of such processes.
Keywords: Revolution, San Luis, Space, Exclusion, Politics.
Articulos
EN LA PUNTA DE SAN LUIS: UN ESPACIO DE EXCLUSIÓN ENTRE EL RIO DE LA PLATA Y CHILE (1750-1819)[1]
AT LA PUNTA DE SAN LUIS: A SPACE OF EXCLUSION BETWEEN THE RIVER PLATE AND CHILE (1750-1819)
Recepción: 07/09/2020
Aprobación: 02/03/2021
Desde un enfoque transnacional, los procesos de expulsión territorial de principios de siglo XIX han dado cuenta de la circulación de hombres e ideas en torno del espacio atlántico, en general, e hispanoamericano, en particular, y su influencia sobre el proceso revolucionario[2]. A una menor escala, se ha evidenciado que, tal como ocurría con los exiliados en diversas ciudades de América y Europa, los revolucionarios confinados al interior del ex virreinato, o los contrarrevolucionarios internados como prisioneros de guerra, podían alcanzar considerable influencia en las ciudades, pueblos o villas a las que arribaban. En algunos casos, participando en grupos de acción política, que operaron como verdaderos focos de resistencia al movimiento revolucionario; en otros, influyendo en forma decidida en la construcción política local y regional, en articulación con alguna de las facciones que pretendían dominar el proceso revolucionario desde el centro porteño[3].
El confinamiento de los disidentes, adversarios o enemigos políticos, tanto así como la internación de prisioneros de guerra en lugares alejados de los escenarios de batalla, constituían prácticas ya utilizadas por los Borbones[4]. El confinamiento aludía a una de las formas que asumió la práctica de expulsar del territorio a delincuentes, enemigos u opositores, tanto así como el destierro, la deportación, el extrañamiento o la expatriación. De acuerdo al Diccionario de Autoridades de 1726-1739, se hablaba de confinamiento cuando en la decisión del destierro se estipulaba el lugar en el cual éste se debía cumplir, de modo tal que refería al acto de destierro acompañado de una asignación y prefijación «del lugar o paraje donde ha de ir, y estar precisamente». El destierro en sí mismo era entendido como la expulsión o privación de permanecer en su tierra o en otro lugar donde tuviera su domicilio, por tiempo limitado o en forma perpetua. En algunas pocas ocasiones las penas también referían al exilio, vocablo que era lo mismo que destierro, pero de raro uso por aquella época[5]. La expatriación, en forma particular, se convertiría en una de las formas de expulsión territorial más utilizada durante la década revolucionaria y uno de los castigos más extremos, destinado a aquellos considerados responsables de los peores delitos[6]. En el uso de los contemporáneos la expatriación solía ser asimilada en ciertos casos al extrañamiento[7].
El hecho de que, tanto la internación de prisioneros de guerra como la expulsión del territorio por razones políticas, se siguieran utilizando a lo largo de la etapa independiente, constituye un indicio más de la continuidad entre el imaginario borbónico y el revolucionario[8], al que han aludido algunos historiadores en relación a la concepción de gobierno político y militar[9]. En el proceso de consolidación de un nuevo orden, señala Halperín Donghi, los jefes revolucionarios se vieron en la necesidad de establecer rápidamente nuevas vinculaciones con la entera población subordinada y, en esas vinculaciones, “el estilo autoritario del viejo orden no había de ser abandonado; el prestigio y los medios de coacción derivados del uso tradicional del poder era, frente a esos sectores marginales, una ventaja cierta”[10].
En el caso particular de la expulsión territorial por razones políticas, hemos podido observar el modo a través del cual, en el Río de la Plata colonial y, sobre todo, a lo largo de las primeras décadas del siglo XIX, diversos pueblos de frontera con el indio, también varias ciudades o villas, la mayoría muy distantes de los centros de decisión o del conflicto armado, funcionaron como jalones de un itinerario al que debían someterse los expulsados, en su derrota de exclusión[11]. Constituían puntos de recalada de los extranjeros que se pretendía alejar de los puertos marítimos, lugares de internación de los prisioneros de guerra que era necesario retirar de las zonas de enfrentamiento o refugio involuntario de quienes resultaban extrañados de escenario político. Allí confluían gobernantes desterrados, oficiales y soldados prisioneros de guerra, o fugitivos realistas tanto como revolucionarios que huían del poder de turno. Eran hombres que provenían de distintos lugares, algunos con sus familias, integrándose de este modo a las comunidades de acogida que, definidas por la funcionalidad que se les atribuía desde fuera, irían adquiriendo la particular condición de espacios de exclusión, en los cuales se irían constituyendo determinadas configuraciones de poder, a partir de la interdependencia entre actores locales y forasteros[12].
Cuando hablamos de espacios de exclusión, lo hacemos en los términos de Antonio Manuel Hespanha, entendiéndolos como espacios con una profunda historicidad, que se estructuran en forma inextricablemente unida a la práctica social de los hombres, a las relaciones que establecen entre sí y con su entorno, producto de una práctica cultural o simbólica[13]. Así planteados y siguiendo a de Certeau, constituyen lugares practicados, en tanto se originan a partir de las experiencias espaciales que dan cuenta del mismo, en las prácticas que articulan estas experiencias y en las operaciones por medio de las cuales los sujetos históricos transforman lugares y los especifican como espacios[14]. De allí la riqueza de abordar ciertos procesos propios de diversos espacios políticos, sean pueblos, villas, ciudades u otros; espacios públicos por excelencia[15] que, asimismo y a lo largo del tiempo, fueron constituyéndose como espacios de exclusión en los que la confluencia de múltiples actores tuvo un impacto particular, no sólo sobre el desenvolvimiento local, sino también en su articulación con otros espacios y procesos más amplios.
Proponemos, por ello, trabajar sobre el caso de la ciudad de San Luis de Loyola, también llamada San Luis de la Punta de los Venados, La Punta, la Ciudad de La Punta o la Punta de San Luis. Por su ubicación en el camino hacia Chile y su condición de territorio poco poblado y alejado de la costa, fue desde siempre una ciudad de paso, tanto como un destino de internación o confinamiento, no sólo durante el gobierno de los Borbones sino, fundamentalmente, a partir de 1810, con la incorporación de la ciudad al proceso revolucionario. La “ciudad de los confinados” - según apelativo utilizado por un historiador local- ofrecía, a sus ojos, condiciones inmejorables, tanto desde el punto de vista geográfico como moral[16]. “Convertida en ‘Santa Elena mediterránea’ -ha señalado otro-, San Luis ganó con los años un triste renombre, ensombrecido por el hastío de los realistas y la impaciencia de más de un altivo personaje”[17]. Considerada, en este sentido, como espacio de exclusión, nos preguntamos de qué modo esta particular condición pudo haber influido en el desenvolvimiento de la comunidad política de la ciudad de La Punta y en su inserción a escala regional e interregional. Nos proponemos, por consiguiente, un doble objetivo. Recorrer, por un lado, las diferentes circunstancias que condujeron a la utilización de La Punta de San Luis como tal espacio de exclusión. Por el otro, rastrear las relaciones que se establecieron con los confinados y las configuraciones de poder que la comunidad de origen fue estableciendo con los recién llegados. El análisis se inicia a principios de la década de 1750, cuando la política de internación de los Borbones comienza a profundizarse, y se desarrolla hasta fines de la década de 1810, previo a la caída del gobierno central. Recurrimos para ello no sólo a las actas del Cabildo de la ciudad de San Luis que se encuentran disponibles sino, fundamentalmente, a otros diversos documentos oficiales, prensa de la época, crónicas y material autobiográfico, tanto éditos como inéditos[18].
Los primeros indicios con que contamos acerca de la utilización de la ciudad San Luis como espacio de exclusión por parte de los Borbones datan de mediados del siglo XVIII, con el arribo de prisioneros de guerra de origen lusitano, fruto de los enfrentamientos entre las coronas ibéricas en torno a Colonia del Sacramento[19].
La ciudad de San Luis de Loyola había sido fundada el 25 de agosto de 1594, a cargo del teniente corregidor de Cuyo - don Luis Jufré de Loaiza y Meneses- y por orden del gobernador y capitán general de Chile, bajo cuya jurisdicción se hallaba el territorio. Dado el origen de su fundación, la ciudad había pasado a formar parte del Corregimiento de Cuyo, con cabecera en Mendoza y bajo la jurisdicción de la Capitanía General de Chile y de la Real Audiencia con asiento en Santiago. Contaba con la autoridad de un Teniente Corregidor que era nombrado por el Corregidor con sede en Mendoza y la aprobación del Cabildo local[20]. Con su fundación se había buscado facilitar la salida hacia el Atlántico, mediante un emplazamiento en el camino a la gobernación de Buenos Aires que resultara una ruta más corta y rápida que la que se había establecido a través de la ciudad de Córdoba. Había pesado, además, la necesidad de fortalecer la defensa del Pacífico y acelerar las vías para la ayuda militar al sur de Chile, sobre todo después de las consecuencias de la expedición de Francis Drake (1578-1579) y la presencia de los galeones holandeses[21].

No obstante su lugar estratégico, desde un principio las autoridades debieron enfrentar el problema de la escasa población del Corregimiento. La posibilidad de mantener poblados que sirvieran de escala para los soldados en su ruta hacia la frontera araucana, se dificultaba por la permanente extracción de huarpes hacia Chile[22]. A lo largo del siglo XVIII, el permanente peligro de despoblamiento del territorio hizo que los funcionarios de la monarquía borbónica consideraran que el circunstancial arribo de extranjeros prisioneros en situación de guerra podía contribuir a engrosar las poblaciones e incorporar mano de obra para los emprendimientos locales. Por ese entonces, el recurso de internar a grupos de individuos o familias al interior del territorio había comenzado a ser muy utilizado, generalmente en épocas de conflicto. En ocasiones, el traslado respondió a la necesidad de alejar de los puertos a los extranjeros que residían en forma temporaria[23]; en otras oportunidades, fue utilizado para retirar a los prisioneros de las zonas de enfrentamiento o para internar a los pobladores que residían en las zonas ocupadas al enemigo. Para las jurisdicciones receptoras, el impacto de esta política se medía, sobre todo, en términos de radicación de los extranjeros, con miras al poblamiento[24].
En un contexto bélico que, hacia mediados del siglo XVIII, enfrentaba a las coronas ibéricas, en el espacio rioplatense la internación de prisioneros portugueses terminó constituyendo una medida tan frecuente como bienvenida en los lugares de acogida[25]. En el caso cuyano, fue durante el gobierno de Domingo Ortiz de Rozas (1746-1755) que las autoridades santiaguinas mostraron mayor interés en consolidar su poblamiento con el aporte de los prisioneros internados[26]. Estos generalmente se distribuían entre las distintas poblaciones del corregimiento[27], aprovechando la oportunidad para promover su radicación y emplearlos como mano de obra con distintos fines[28].
A pesar del interés de las autoridades, la presencia de estos hombres podía generar desórdenes, provocando la queja de los vecinos. En octubre de 1777, el cabildo de San Luis denunciaba que prisioneros portugueses deambulaban por las calles, armados con palos, y provocando desórdenes entre ellos[29]. Posiblemente, habían llegado a la jurisdicción puntana en el marco de la campaña que un año antes había encabezado don Pedro de Cevallos, para la toma de Santa Catalina y la ocupación definitiva de Colonia del Sacramento, lo cual había culminado con la creación del virreinato del Río de la Plata (1776)[30]. Posteriormente, con la firma del Tratado de San Ildefonso entre España y Portugal (1777), la monarquía española sentó las bases materiales y jurídicas para que todos aquellos prisioneros portugueses que hubiesen sido internados a lo largo de los enfrentamientos con los lusitanos pudiesen radicarse en territorio hispano, incluidos aquellos que se habían instalado en el marco de los sucesos de 1762, tanto en el Corregimiento de Cuyo como en la Gobernación del Tucumán[31]. De acuerdo a las afirmaciones de Sanjurjo de Driollet, y aun reconociendo la importancia de otros factores relacionados con las reformas de los Borbones[32], la medida respecto de los extranjeros habría contribuido al considerable aumento de la población, evidenciado hacia la segunda mitad del siglo toda vez que, según datos del censo de 1777-1778, sobre unos 10000 pobladores registrados en 1752, poco más de veinte años después la población del corregimiento había ascendido a unos 23.300 habitantes[33].
A poco de iniciado el siglo XIX, la ciudad de San Luis volvió a ser utilizado como espacio de exclusión, designada como uno de los tantos destinos a los que fueron enviados los prisioneros de guerra de origen británico internados en el contexto de las invasiones inglesas[34]. Para esas alturas, con la creación del Virreinato del Río de la Plata y el establecimiento de la Real Ordenanza de Intendentes de Ejército y Provincia de 1782, el Corregimiento de Cuyo había resultado disuelto y las ciudades de la región habían sido incorporadas a la Intendencia de Córdoba del Tucumán, bajo la autoridad del gobernador intendente con sede en Córdoba. Más allá del cambio de jurisdicción, los gobiernos seguían con la línea trazada mucho tiempo atrás, en orden a promover el poblamiento de la zona. En línea con esta predisposición, se dispuso desde un principio que quienes jurasen fidelidad y vasallaje quedaban libres de establecerse, en lo posible distantes unos de otros y designándose persona que vigilase su conducta, a no ser que se consignase relación laboral a cambio de un salario. La medida, además, contribuiría a alivianar la erogación del erario real[35]. El vecindario puntano, sin embargo, no se mostraría proclive a la recepción de estos prisioneros. A poco su arribo, se alertaba sobre posibles desórdenes[36] y, con la llegada de otros 40 prisioneros británicos procedentes de Mendoza, se temía “por ser estos hombres sectarios y herejes y nuestras gentes tan llenas de ignorancia y simplicidad”[37]. Ante la posibilidad de que se decidiese repartirlos por la campaña, el cabildo consideraba la conveniencia de que, por el contrario, resultasen acuartelados, tal como se había dispuesto en otras ciudades, a pesar de las erogaciones necesarias para su mantenimiento[38]. Avanzado el año 1807, se sumaba el temor a una posible sublevación, tal como habían sucedido en otras jurisdicciones[39]. El cabildo señalaba al comandante de armas, por su falta de control sobre la soldadesca encargada de la vigilancia de los prisioneros. En respuesta, el comandante deslizaba la posibilidad de que algunos vecinos y miembros capitulares estuvieran asociados con los ingleses[40]. Las controversias finalmente acabaron cuando, luego del fracaso de la segunda invasión en julio de 1807 se ordenó que los prisioneros fueran restituidos a la ciudad de Buenos Aires, en carretas, caballos, mulas o “en cualesquier otra forma que se les proporcione”[41].
De las experiencias narradas se desprende que, a pesar de la conveniencia que las autoridades reales encontraban en la radicación de los extranjeros que arribaron a la ciudad en calidad de prisioneros de guerra y, a despecho de la provisión de mano de obra que tal medida pudo significar para el territorio, su permanencia y circulación fue percibido por parte de la vecindad como una amenaza al orden y a las buenas costumbres, sobre todo por cuestiones de religión. En el caso de la valoración de la presencia de los británicos, por otro lado, sin duda se sumaba la incertidumbre que despertaba el particular contexto de crisis institucional que, si bien con eje en Buenos Aires, todo el virreinato había comenzado a transitar.
Una vez iniciado el proceso revolucionario rioplatense, y tal como adelantáramos oportunamente, los sucesivos gobiernos instalados en Buenos Aires no solo continuaron con la práctica de internación de prisioneros de guerra, sino que además, adoptaron y aun profundizaron la política de expulsar del territorio a todos aquellos que fueran considerados una amenaza, para confinarlos en distintos puntos del ex virreinato[42]. En un principio, las medidas de expulsión alcanzaron sólo a aquellos altos funcionarios de carrera de origen metropolitano que se mostraban explícitamente reactivos a la revolución. Pero luego, todo el grupo peninsular fue convertido en sospechoso y, como tal, sometido a la alternativa de la expulsión[43]. Llegados a este punto, y al mismo tiempo que se intensificaban los controles sobre los españoles europeos, la práctica de expulsar del territorio por razones políticas comenzó a utilizarse como una herramienta más y fundamental en la lucha facciosa al interior del grupo revolucionario, en una fase caracterizada por la ampliación y radicalización de las expulsiones[44].
En este escenario, la ciudad de San Luis continuó siendo utilizada como espacio de exclusión, no sólo por el gobierno porteño, sino también por otras jurisdicciones. Desde un comienzo empezaron a llegar individuos desde Buenos Aires[45]. Con posterioridad a las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811, y en el marco de los enfrentamientos entre morenistas y saveedristas, arribaron a San Luis varios revolucionarios vinculados a la Sociedad Patriótica, expulsados de Buenos Aires por orden de la Junta Grande[46]. Según las memorias del notario eclesiástico Gervasio Antonio de Posadas, habían sido enviados sin ningún tipo de escolta, algunos con pasaporte a la ciudad puntana y otros como escala hacia su destino final en Mendoza o San Juan. El arribo de estos hombres no dejó de ser un problema para las autoridades locales. No sólo tenían que hacerse cargo de su control y vigilancia[47]sino que, en ocasiones, debían responder por las confusiones o los inopinados cambios de planes sobre el destino de los confinados[48].
Un caso especial fue el del vocal de la junta, don Nicolás Rodríguez Peña. Con pasaporte a la ciudad puntana, al cabo de un tiempo comenzó a recibir ataques de parte del comandante de armas, quien repentinamente lo obligo a salir “para un nuevo e inesperado destierro al distancísimo y miserabilísimo pueblo de indios nombrado Guandacol”[49]. Si bien la orden del traslado de Rodríguez Peña había provenido de Buenos Aires[50], no sería tal vez errado inferir cierta animadversión por parte del comandante de armas, teniendo en cuenta su asociación con don Marcelino Poblet, diputado de San Luis en la junta grande[51]. Recordemos que, desde su diputación, Poblet había apoyado al grupo saavedrista en la decisión de desterrar al propio Rodríguez Peña y a todo el grupo morenista. Se podría pensar que, tal como se ha planteado respecto de Mendoza, el conflicto entre saavedristas y morenistas se había trasladado a la ciudad puntana[52]. Como haya sido, parecería que, a pesar de lo traumático de su experiencia, Rodríguez Peña habría desarrollado cierta afición por la región[53], pero, fundamentalmente, múltiples relaciones con actores locales, que redundarían en beneficio de la política porteña[54]. Hacia 1812 y ya en la capital porteña, el cabildo de San Luis lo elegía para representar a la ciudad en la Asamblea convocada por la circular del 3 de junio de dicho año. Entre los fundamentos para su elección se hacía mención tanto a su patriotismo como a su adhesión a la provincia[55].
Mientras tanto, en Buenos Aires habían comenzado a multiplicarse los confinamientos por razones políticas. A las medidas derivadas de los enfrentamientos entre facciones al interior del grupo revolucionario, se sumó la expulsión de varios españoles europeos implicados en la fallida conspiración liderada por Álzaga, en contra del triunvirato[56]. Para la misma época, la prensa porteña difundía las noticias sobre la sublevación de los prisioneros realistas en Carmen de Patagones[57]. Los temores a la reacción contrarrevolucionaria se acrecentaban y, con ello, los controles sobre los españoles europeos que hubieran podido mantenerse leales o fieles a las autoridades metropolitanas[58].
Ya avanzado el año 1813, el escenario se complicó con el traslado a la ciudad puntana de varios confinados realistas provenientes de las jurisdicciones de Salta, Famatina y la villa de Luján[59]. Para las autoridades locales, la confluencia de prisioneros en una ciudad que no estuviera especialmente preparada para albergarlos podía dar lugar a instancias de intranquilidad, inseguridad política y desorden[60]. Para esa época, algunos prisioneros habían sido distribuidos en las pocas casas de alquiler que se hallaban disponibles; otros en casas particulares y, aquellos que no tenían cómo sostenerse, habían sido repartidos en la campaña “para que con su industria ganen siquiera para sostenerse”[61]. Las dudas en San Luis, respecto de la conducta de los europeos confinados, generaban tanta intranquilidad en las autoridades que, en octubre de 1813, se resolvió que todos los sospechosos saliesen para la campaña y que, para prevenir conspiraciones, toda correspondencia girase abierta[62]. A tres años de la revolución, la situación de San Luis como espacio de exclusión era cada vez más compleja. Por un lado, el arribo de algunos revolucionarios porteños desterrados de Buenos Aires en el marco del enfrentamiento entre saavedristas y morenistas, no solo dio cabida a la reproducción de esas luchas facciosas al interior de los grupos de poder puntanos, sino también a la progresiva influencia de los intereses porteños sobre los mismos. Por otro lado, la recepción de un creciente número de españoles europeos confinados por su condición de fidelistas o leales a las autoridades metropolitanas, aumentaba la posibilidad de una contrarrevolución que, para las autoridades y el pueblo puntano se profundizaría luego de la restauración de Fernando VII[63].
El año 1813 también resultó significativo para la ciudad de San Luis por el arribo de don Juan Martín de Pueyrredón en calidad de confinado, quien tendría un rol central en inserción de la ciudad en los planes sanmartinianos. En diciembre de 1812, el teniente gobernador don José Lucas Ortiz acusaba recibo de la noticia sobre su inminente arribo[64]. Había sido expulsado como consecuencia del movimiento del 8 de octubre de 1812 que, encabezado por la sociedad patriótica y la Logia Lautaro, bajo el liderazgo de José de San Martín y Carlos de Alvear, había culminado con la disolución del primer triunvirato, del cual Pueyrredón formaba parte, en reemplazo de Juan José Paso[65]. En enero de 1813 arribaba acompañado por su hermano, José Cipriano Andrés, y un sobrino[66].
Por ese entonces, Pueyrredón había pasado a formar parte de la lista de funcionarios que debían pasar por el juicio de residencia, ordenado por la Asamblea del Año XIII[67]. De allí el interés del Director Supremo Posadas porque Pueyrredón no intentara afectar la “sagrada causa” y se mantuviera en su lugar de su expulsión[68]. Según informaba el teniente gobernador a nueve meses de su llegada, no se le había reconocido en su comportamiento el más mínimo intento de alteración; se hallaba tan cómodo en San Luis que, finalmente, se había decidido por adquirir una estancia “como por vía de recreo” a la cual pensaba mudarse “con el objeto de aprender trabajo de alguna consideración”[69]. Sin embargo, la preocupación de Posadas resultaba justificada. A poco de su llegada, y en espera de su residencia, Pueyrredón había insistido en que se pusiera fin a su confinamiento o, por lo menos, se mudara su asiento a un lugar más cercano a la ciudad porteña[70]. A sólo un mes de su arribo, ya había solicitado su traslado a la ciudad de Córdoba; aducía tanto problemas de salud, como el maltrato recibido por parte de las autoridades puntanas[71]. Anoticiados de estas quejas, el teniente gobernador minimizaba las denuncias[72], pero los miembros del cabildo cargaban las tintas contra el propio Pueyrredón, así como también contra su hermano[73]. Preso de “reservados designios” – afirmaban- Pueyrredón había tergiversado las intenciones de un cuerpo capitular que él consideraba alineado a sus enemigos de Buenos Aires: “El pecado capital que estos magistrados han contraído para con este Sr. es el de no haberse sometido a él en todo, porque suponen que nuestra energía no es por adhesión a la causa, sino por facción y partido con los actuales funcionarios públicos de esa capital”[74]. Con este entredicho, se infiere, volvían a resonar en territorio puntano los conflictos propios de la elite revolucionaria del gobierno central. Recordemos los vínculos que el ayuntamiento había entablado con Rodríguez Peña, el mismo que, según testimonio recogido por Gammalsson, había influido en la decisión de confinar a Pueyrredón a San Luis[75].
Por otro lado, para esa época los hermanos Pueyrredón estaban muy enfrentados con el alcalde de primer voto, don Ramón Esteban Ramos, con quien se entrecruzarían en forma pública[76]. Cuenta Gammalson, que el enfrentamiento remitía a un conflicto de intereses por cuestiones vinculadas a la explotación agrícola. Pueyrredón había comenzado a producir trigo y maíz en su finca y promocionaba la actividad entre los chacareros de la zona, con perjuicio de los troperos que se encargaban de introducir el cereal proveniente de Buenos Aires, Córdoba o Mendoza y de todos aquellos “que aprovechándose de sus influencias políticas hasta la llegada de Dupuy habían usufructuado el agua de las acequias para regar sus alfalfares en detrimento de los agricultores sin tales palancas”[77]. Don Vicente Dupuy había asumido como teniente gobernador en marzo de 1814, en el marco de la recientemente creada Intendencia de Cuyo. Amigo de la infancia de don Juan Martín[78], en el desenlace de su enfrentamiento con Ramos, sin duda había tendido a favorecer la situación de los hermanos[79].
Hacia fines de 1814, Pueyrredón no sólo contaba con el apoyo del teniente gobernador Dupuy en San Luis, sino también con el del recientemente nombrado gobernador intendente, don José de San Martín[80]. Finalmente, en febrero de 1815, el Director Supremo Carlos María de Alvear levantaba su destierro[81] y, a los pocos meses, resultaría elegido por la jurisdicción de San Luis para representarla en el nuevo congreso constituyente a reunirse en la ciudad de Tucumán[82]. Habían cambiado los tiempos y se hacía imperativo fortalecer la unidad que tanto se había visto amenazada por la crisis de 1815, luego del avance artiguista sobre el litoral, la disolución de la asamblea y la caída del gobierno de Alvear, el enfrentamiento entre confederacionistas y centralistas en Buenos Aires[83] y la consecuente serie de reclamos de autogobierno por parte de los pueblos[84]. En este escenario, por su parte, el cuerpo territorial puntano se encontraba totalmente integrado al esquema de poder ejecutado por el teniente gobernador Dupuy, pero delineado por San Martín[85].
No obstante esta red de apoyos, la elección de Pueyrredón como representante de San Luis se desarrolló en medio de una serie de irregularidades, denuncias y solicitudes de impugnación, que volvieron a desnudar el enfrentamiento faccioso en el que se había visto envuelto desde los inicios de su llegada. Lo cierto es que, a pesar que el Estatuto de 1815 incorporaba por primera vez la representación política de la campaña, para la votación de los electores en San Luis sólo habían sido convocados los habitantes de la ciudad y aquellos vecinos de la campaña que se hallaban en ella, muchos de los cuales se habían trasladado por las festividades del 25 de mayo. Las urgencias de un congreso que, según oficio de 15 días antes, no admitía demoras, y la gran extensión de la jurisdicción - se afirmaba- habían vuelto imposible cumplir con los términos que exigía el estatuto para la reunión y registro de todos los ciudadanos que se encontraban en condiciones de votar en la ciudad y la campaña[86]. Bajo estos criterios, y no obstante los reclamos interpuestos por el procurador síndico y tres vecinos[87], los electores don José Cipriano de Pueyrredón, el reverendo padre fray Benito Lucero y el regidor decano Tomás Luis Osorio, eligieron como diputado a don Juan Martín de Pueyrredón[88]. Si bien aceptó el encargo en forma casi inmediata[89], poco tardaría en enterarse de las denuncias por fraude que habían circulado en forma anónima y los rumores sobre un acto eleccionario al que no había concurrido la totalidad de la ciudadanía, y en el cual su hermano había fungido como elector y presidente de la junta electoral. En forma inmediata, presentaría su dimisión[90]. Conocida su renuncia, los vecinos de la ciudad y gran parte de los habitantes de la campaña elevaron una representación al gobierno, en apoyo de “un hombre, que no menos ama, que conoce la índole de estos recomendables habitantes”[91]. Para el ayuntamiento, las acusaciones de fraude no habían sido más que la obra de “tres o cuatro genios inquietos y turbulentos, que por desgracia existen en este pueblo juicioso”, .hombres ingratos a su suelo y enemigos de la tranquilidad y del bien general, cuando no opuestos o indiferentes a la causa”, quienes con sus acusaciones ofendían no sólo a los miembros del ayuntamiento sino también al teniente gobernador Dupuy. No identificaban a los responsables ni proponían castigo o pena alguna, si bien eran considerados “enemigos implacables del orden y del bien común”[92]. Según Gammalsson, éste era “un pequeño grupo federatista”, vinculado a los artiguistas y con apoyo del gobernador de Córdoba, José Javier Días[93]. Calificados como “díscolos y ambiciosos”, observa Núñez, sólo pretendían un diputado nativo de la jurisdicción[94]. Lo cierto es que, pese a la oposición de la facción representada por estos puntanos, y con la mediación del Director Supremo Alvarez Thomas, don Juan Martín de Pueyrredón finalmente aceptó el encargo[95]. Meses después, sin embargo, se vería en la necesidad de solicitar al cabildo puntano la transmisión de sus poderes a un sustituto. Si bien no lo aclaraba específicamente, se asumía que sus razones podrían en efecto impedirle su permanencia como representante de la ciudad[96]. Poco más adelante, Pueyrredón terminaría por asumir como Director Supremo de las Provincias Unidas del Sud, y hasta fines del año 1817, San Luis se quedaría sin representación[97].
Así como el flujo de revolucionarios confinados continuó a lo largo de toda la década[98], en la medida que se profundizaban las guerras por la independencia, la internación de prisioneros realistas también se fue incrementando. En este escenario, la Intendencia de Córdoba resultaba ser uno de los destinos más elegidos. Por su lejanía respecto de los centros de combate o de los espacios controlados por los peninsulares, era considerada uno de los lugares más seguros para la permanencia de estos hombres[99].
Hacia fines de 1815, el teniente gobernador Dupuy había transmitido al Director Supremo sus prevenciones contra los “enemigos de la causa” que habían sido confinados a San Luis por orden del Gobernador Intendente de Cuyo. Preocupaba, sobre todo, la mala influencia que podrían ejercer sobre el “espíritu patriótico” de los puntanos[100]. Tal el caso de los trece religiosos que habían arribado confinados desde Chile, tres de los cuales habían intentado fugarse, resultando aprehendidos por una partida del gobierno en la jurisdicción de La Rioja. La “conducta escandalosa” de estos hombres, “no sólo atacando el sistema abiertamente, sino asimismo, profanando a cada paso el Santo Ministerio que les constituye”, había convencido al teniente gobernador de terminar remitiéndolos a Buenos Aries. La decisión respondía no sólo a que había llegado a su límite de lenidad y tolerancia, sino a los peligros que amenazaban a la provincia y a “otras mil consideraciones” que ponían en riesgo su responsabilidad[101]. La derrota patriota en Rancagua, a principios de octubre de 1814, había vuelto imprescindible aumentar el control sobre quienes pudieran poner en peligro el orden revolucionario. A los problemas derivados de la presencia de los contrarrevolucionarios que habían llegado confinados desde Chile, se habían sumado aquellos relacionados con la presencia en la ciudad de don Juan José Carrera, a quien Dupuy se había visto obligado a iniciar sumario[102]. En octubre de 1814, el gobernador intendente San Martín había dado orden de confinarlos en San Luis, junto con sus seguidores, hasta que el gobierno directorial decidiera trasladar a los Carrera a Buenos Aires[103]. Con posterioridad a Rancagua, y en el marco del vasto contingente de emigrados chilenos que había arribado a Cuyo, el creciente influjo de los Carrera y su desafío al liderazgo del gobernador intendente habían precipitado tal decisión. Una vez que José Miguel Carrera inició su travesía rumbo a Buenos Aires, Juan José y su mujer permanecieron unos meses en San Luis, prestos a trasladarse a la capital para presentarse al “justo tribunal” en el que esperaba encontrar la “equidad” a la que se consideraba acreedor, luego de los “atropellamientos” y “más crueles insultos”, propios de la “conducta tirana” del gobernador intendente don José de San Martín[104].
A lo largo de 1816, y como consecuencia de los preparativos de la expedición a Chile, el gobernador intendente de Cuyo decidió el traslado a San Luis de todos los españoles europeos, portugueses y extranjeros que se encontraban en la ciudad de Mendoza, para alejarlos de cualquier posibilidad de comunicación con los realistas allende los Andes[105]. Luego del triunfo de Chacabuco el 12 de Febrero de 1817, el Director de Estado Juan Martín de Pueyrredón ordenó que gran parte de los prisioneros también fueran conducidos a la ciudad puntana, entre ellos el último Capitán General y Presidente de la Real Audiencia de Chile, Mariscal Francisco Casimiro Marcó del Pont, máxima autoridad española de los territorios recién liberados[106].Para mayo de 1817 se encontraba en San Luis un importante número de militares realistas de alta graduación: un mariscal, dos generales, tres coroneles, además de decenas de oficiales inferiores y varios clérigos. Los oficiales serían alojados en casas de familia y la tropa en general en el Cuartel de las Milicias[107]. El grueso de la tropa que había resultado prisionera seguiría camino hacia el presidio de Las Bruscas, en donde el gobierno directorial intentaba reunir a todos los prisioneros realistas que se encontraran diseminados por distintas localidades[108].
El 16 de enero de 1818, el gobernador intendente Luzuriaga remitió a Dupuy un grupo más de prisioneros, previniéndole que, desde Chile habían llegado noticias sobre la existencia de un posible plan para huir para el sur con armas y recursos y, desde allí, ir a reunirse con los realistas[109]. Aconsejaba al teniente gobernador que se desprendiera de “prisioneros, frailes y clérigos, que suelen ser los más perversos”, instruía que se reforzaran fronteras con los indios y disponía que todos los prisioneros y confinados que se hallasen dispersos en la jurisdicción fueran remitidos a la Guardia de Luján, juntamente con los europeos solteros[110]. Tales prevenciones, respecto del eventual apoyo de las parcialidades indígenas a los realistas, no resultaban exageradas; sus alianzas con los contrarrevolucionarios, así como las establecidas con los patriotas, estaban directamente relacionadas con la guerra de recursos, sustentadas no sólo en las relaciones personales de confianza ya existentes, sino en la oferta de beneficios concretos[111].
En abril de 1818, la posibilidad de una sublevación de los prisioneros de guerra realistas en San Luis acababa por materializarse. En dicha ocasión, los prisioneros que se habían conjurado para huir a reunirse con las fuerzas realistas en Talca fueron reprimidos por el teniente gobernador Dupuy en forma expeditiva y sin sumario; “el caso era ejecutivo y el castigo ejemplar no podía diferirse”[112]. Para aquella época, los resultados de revueltas similares habían mostrado la necesidad de una rápida reacción de las autoridades[113]. En territorio puntano, los riesgos de una sublevación de prisioneros realistas se veía agravada por el regreso de los carrerinos al ámbito cuyano, como escala para pasar a la consecución de sus planes políticos en Chile, sustentados en “una diminuta red de aliados políticos”, que incluía al gobernador de Santa Fe y algunos federales de Córdoba[114]. Tomados prisioneros por el gobernador intendente Luzuriaga, en el sumario iniciado como consecuencia del intento de fuga descubierto en febrero de 1818, la confesión de Luis Carrera daba precisiones sobre plan de armar una fuerza con los emigrados chilenos y el eventual apoyo de algunos prisioneros, para destituir a las autoridades sanmartinianas y lograr la obediencia de los cabildos de San Juan y San Luis[115].
No obstante los peligros que había entrañado el constante arribo de prisioneros, a mediados de 1818 y como consecuencia de la derrota realista en Maipú el 5 de abril de 1818, la ciudad de San Luis recibía a un nuevo contingente. A éstos, pocos días después, se agregaban veinte prisioneros más, en este caso, procedentes de Mendoza, con los cuales – según estimaciones de Gutiérrez-, el total de prisioneros y confinados superaba en ese momento las 300 personas, sobre una población urbana probable de no más de 4000 habitantes. A ellos, además, se sumaban más de 30 montoneros de las fuerzas vencidas de Estanislao López que se encontraban detenidos en la cárcel local[116].
Hacia 1819, la ciudad de San Luis era, junto con el presidio de Las Bruscas, uno de los destinos principales de los prisioneros de guerra realistas[117]. Dada la cantidad que se encontraba en la ciudad y a los efectos de su control, el 1 de febrero de 1819 se decidió que los Alcaldes de Barrio informaran sobre el número de prisioneros y confinados en cada uno de los cuarteles en que se dividía la ciudad. Según el bando del 1 de febrero, Dupuy también había decidido limitar la libertad de movimientos nocturnos e impedir que frecuentaran las casas de familia, con lo cual se pretendía obstaculizar cualquier tipo de plan conspirativo. Para tal medida, Dupuy había contado con el asesoramiento de Bernardo de Monteagudo, quien para esas fechas se hallaba a su servicio[118]. Pese a las medidas preventivas, el 8 de febrero un grupo de alrededor de cuarenta militares españoles intentó sublevarse, con apoyo de algunos civiles confinados, atacando la casa del teniente gobernador y el cuartel, en forma simultánea[119]. Los sublevados pretendían copar la ciudad, apoderarse de las armas y huir tomando a Dupuy y a Monteagudo como rehenes. Para esa época la sucesión de frecuentes tumultos e intentos de fuga entre los prisioneros españoles estaba íntimamente relacionada con las noticias sobre el inminente arribo de una expedición desde la península y los planes de reconquista que se venían tejiendo desde la embajada española en Río de Janeiro[120]. En el caso de San Luis, testimonios de los sublevados aludían a la intención de unirse a José Miguel Carrera y Carlos María de Alvear, con apoyo de los prisioneros de las montoneras[121]. El propio editor de La Gaceta afirmaba conservar documentos que probaban la conexión que el movimiento de los prisioneros de San Luis tenía con “el complot de Montevideo”[122]. Aludía, de este modo, a la guerra de propaganda que José Miguel Carrera venía realizando desde dicho enclave en contra de los directoriales y con protección del gobierno portugués[123].
En el marco de una confusa situación durante la cual el mismo Facundo Quiroga habría evitado la toma del cuartel en San Luis, el encargado de llevar adelante la violenta represión contra los prisioneros sublevados fue el teniente de gobernador Vicente Dupuy[124]. La “matanza de San Luis”, afirman Fradkin y Ratto, se iba a transformar en el discurso de los españoles en el ejemplo emblemático de la violación del derecho de gentes y de las normas que regían el trato de los prisioneros de guerra”[125]. A los muertos durante la represión del levantamiento luego se sumarían los ocho sublevados pasados por las armas, de acuerdo al sumario que había elaborado Monteagudo, bajo encargo del teniente gobernador[126]. La “rapidez del triunfo, y la inalterable conservación del orden”, observaba Dupuy, sólo había sido posible por el “concurso y predisposición general” de todos los habitantes; la hospitalidad de los puntanos era un rasgo que habían reconocido los propios prisioneros, señalaba, aquellos puntanos que “desde el Alcalde de primer voto hasta el último ciudadano, todos se presentaron en la hora del peligro con las armas que les proporcionó la indignación”[127].
Como hemos visto, La Punta de San Luis fue utilizada como un espacio de exclusión tanto por los funcionarios de la monarquía borbónica como por los revolucionarios porteños. A lo largo del siglo XVIII, mientras los viajeros y migrantes podían utilizarla como lugar de residencia temporaria y escala circunstancial en su tránsito hacia o desde el territorio chileno, la ciudad fue uno de los centros de acogida de grupos de prisioneros luso-brasileños internados, como consecuencia de los sucesivos enfrentamientos entre las monarquías ibéricas en torno de la lejana región platina. La permanencia y radicación de esos prisioneros se vieron facilitadas por las autoridades reales, en orden a promover el poblamiento de la región. Otro sería el caso de la cincuentena de soldados británicos que fueron trasladados a la ciudad puntana, que operó como cárcel durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Si bien estos extranjeros contarían con una amplia receptividad por parte de la comunidad local, las autoridades capitulares mantendrían una actitud de alerta frente a posibles desórdenes y desmanes por razones de mala conducta o, particularmente en el caso de los ingleses, por cuestiones de religión.
A partir de mayo de 1810, dirigentes revolucionarios expulsados de Buenos Aires, militares desertores o prisioneros españoles de las guerras de independencia pasaron a engrosar la escasa población de la ciudad en forma más o menos estable. Así fue que, en la medida que se fueron desenvolviendo los sucesos en torno del proceso revolucionario, la comunidad puntana fue incorporando la participación de esos forasteros en la vida política local, habilitando en ocasiones su intervención en los conflictos internos, o espejando, en otras circunstancias, los enfrentamientos propios de la capital. Tal así parece haber sucedido en los casos de Nicolás Rodríguez Peña y Juan Martín de Pueyrredón, dos de los más importantes dirigentes revolucionarios arribados en situación de destierro, que resultaron finalmente elegidos diputados para participar en las asambleas convocadas por el gobierno central entre 1812 y 1815.
Desde el punto de vista de la comunidad receptora, la abierta disposición a aceptar la participación de estos hombres y delegar en ellos su representación, daría cuenta, a priori, de una particular configuración de poder, diseñada desde el gobierno central, en la cual predominó la subordinación de los intereses de la jurisdicción. Como ha señalado Halperín Donghi, la utilización de emisarios que intervinieran en beneficio “de nuevos alineamientos locales, rivales en el favor de los nuevos árbitros” fue una de las principales estrategias de los revolucionarios porteños, en su intento por atenuar las tensiones entre facciones rivales al interior de los grupos de poder de las ciudades del interior[128]. Por otro lado, y tal como ha observado Geneviève Verdo respecto de Bernardo de Monteagudo como representante de Mendoza en la Asamblea del Año XIII o en relación a Juan Larrea y Gervasio Antonio Posadas como representantes de la ciudad de Córdoba[129], las elecciones de Rodríguez Peña y de Pueyrredón para representar a San Luis constituyeron una muestra más de la red de influencias que los grupos de poder porteños habían logrado establecer en el territorio. En este caso, a partir de la concurrencia de estos hombres en condición de confinamiento.
Hacia mediados de la década, el orden y la tranquilidad del territorio puntano se verían permanentemente amenazados por el arribo de un creciente número de prisioneros de guerra realistas que, hacia finales de ese período, terminaron convirtiendo a la ciudad en escenario de un importante intento de fuga y levantamiento, en concomitancia con noticias relativas a la expedición armada comandada por Riego que se estaba preparando en la península y los planes de reconquista que se estaban gestando en la embajada española en Río de Janeiro. Mientras tanto, las noticias sobre eventuales redes de relación y contactos con parcialidades indígenas, así como los indicios de ciertos entendimientos con las fuerzas de los Carrera, sumaban complejidad a la cuestión. De este modo, la confluencia de prisioneros realistas, confinados patriotas, revolucionarios perseguidos y contrarrevolucionarios en ciernes, da cuenta de un espacio atravesado por la participación de múltiples actores que, a través de sus alianzas o de sus conflictos, insertaron a la jurisdicción en procesos más amplios, cuya articulación aun resta mucho por profundizar.
