Resumen: El artículo analiza la estructura demográfica del departamento de Sumampa, en el sur de Santiago del Estero, a partir del Primer Censo Nacional de 1869, dedicando especial atención a la nomenclatura de ocupaciones. Del análisis surgen varias paradojas entre las cuales una estructura feminizada y muy parecida a la de otros departamentos de Santiago -no obstante la especialización ganadera del departamento-, el predominio de la textilería doméstica y de los labradores -en un contexto de tradicionales grandes estancias-. Se ocupa también de desentrañar el sentido de las categorías ocupacionales del censo, que parecen encubrir relaciones de dependencia y subordinación (agregaduría).
Palabras clave: Primer Censo Nacional, Nomenclatura ocupacional, Sumampa, Estructura demográfica.
Abstract: The article analyzes the demographic structure of the Sumampa department, in southern Santiago del Estero, based on the First National Census of 1869, paying special attention to the nomenclature of occupations. The analysis reveals several paradoxes, including a feminized structure very similar to that of other departments in Santiago—despite the department's specialization in livestock—, the predominance of domestic textile production, and farmers in a context of traditional large estates. It also delves into unraveling the meaning behind the census's occupational categories, which seem to mask relationships of dependence and subordination (agregaduría).
Keywords: First National Census, Occupational nomenclature, Sumampa, Demographic Structure.
Artículos
ESTRUCTURA DEMOGRÁFICA, FAMILIA Y NOMENCLATURA OCUPACIONAL EN SUMAMPA (SANTIAGO DEL ESTERO) UNA LECTURA DEL PRIMER CENSO NACIONAL DE 1869
DEMOGRAPHIC STRUCTURE, FAMILY AND OCCUPATIONAL NOMENCLATURE IN SUMAMPA (SANTIAGO DEL ESTERO): A READING ON THE FIRST NACIONAL CENSUS OF 1869
Recepción: 19 Diciembre 2023
Aprobación: 31 Mayo 2024
Poco después de dejar el Bracho en el carruaje del Jeneral Taboada, la tarde del 4 de Febrero, acompañados por el Jeneral y el Coronel Condarco, encontramos un grupo de hombres y mujeres a caballo. Los primeros iban a Buenos Aires y las segundas, que eran sus madres, esposas y hermanas, los iban acompañando hasta la frontera de la Provincia. Estos son los Gallegos de la República Arjentina que emigran en busca de trabajo.[1]
La evocación de Thomas Hutchinson remite a un día del mes de febrero de 1862 o 1863 y a un paraje cercano a los bañados de Añatuya. Sin embargo, el cónsul británico en Rosario bien podría haber presenciado la misma escena en Atamisqui, Loreto o Choya, en un verano de 1790, de 1830 o de 1900. Los hombres prontos para migrar (en otro párrafo hace referencia a las “raras vestiduras” de estos paisanos, a sus coloridos sombreros y ponchos) y las mujeres que los despedían para regresar raudamente a sus casas y a sus labores formaban parte del paisaje en Santiago del Estero. Como Penélopes criollas, esas mujeres tejerían sus ponchos, rodeadas de hijas, sobrinas y nietos, sin desatender un sinfín de tareas campesinas. El apodo de “Galicia argentina” se ajustaba bien a un tipo de economía y de sociedad que tenía en la emigración -para entonces mayoritariamente masculina o familiar- uno de sus componentes estructurales.
Durante su estadía en la provincia, Thomas Hutchinson trabó relación con Antonino Taboada, que lo guio durante buena parte de su viaje. Como es sabido, Manuel, Antonino y Gaspar Taboada, así como Juan Francisco Borges y Absalón Ibarra, formaban parte de un mismo clan familiar, cuyos gobiernos signaron el largo período 1851 -1875. Fueron aquellos los años de modernización incompleta y de relativa estabilidad política -asegurada por “gobierno de familia” y, entre 1862 y 1868, por la alianza con el presidente Bartolomé Mitre- en los que se amplió el estado provincial, se procuró asegurar las fronteras y se enajenaron cientos de leguas de tierra fiscal.[2] El primer censo nacional de 1869 tuvo lugar durante este peculiar paréntesis y a él nos abocaremos en este artículo focalizando en el departamento de Sumampa.
¿Por qué Sumampa? Entendemos que el sur de Santiago del Estero configura una región singular dentro de la provincia y es nuestro interés explorar hasta qué punto los datos censales se desmarcaban -o, por el contrario, confirmaban- la postal histórica que la escena de Hutchinson condensaba tan vivamente en pocas pinceladas. Como puede apreciarse en el mapa 1, los actuales departamentos de Ojo de Agua y Quebrachos –incluidos en el de Sumampa hasta 1887- reúnen en su vasto territorio un verdadero mosaico geográfico ambiental: dos cordones de sierras bajas -Sumampa y Ambargasta-, una extensa zona deprimida e inundable en las inmediaciones del río Dulce, planicies orientales aptas para la cría de ganado y vastísimas salinas hacia el oeste. En suma, un ambiente más seco, con veranos algo menos rigurosos y formas de emplazamiento diversas de las ribereñas, características de la llanura mesopotámica santiagueña.
En términos históricos, el poblamiento colonial de Sumampa fue tardío y no siguió al habitual reparto de encomiendas. Por otra parte, una prolongada guerra de fronteras con grupos mocovíes, inconclusa todavía en el período bajo estudio, afectó decididamente su devenir. La virtual ausencia de pueblos de indios en el antiguo curato -así como el predominio que, ya a fines del siglo XVII, se afirmaba de las “estancias de españoles”- sugerían un perfil productivo y social alternativo al mejor conocido para Santiago del Estero, al menos en su tramo colonial.[3] La prolongada entrega de gigantescas mercedes de tierra -a menudo mantenidas indivisas (“campos comuneros”), contribuyeron también a la conformación de una estructura agraria variada, que requiere de mayor estudio.
La extrema escasez de fuentes dificulta el seguimiento de la historia decimonónica de Sumampa, especialmente de su primera mitad. Recién hacia 1860, la penuria documental retrocede y hasta contamos con el lujo de algunas fuentes seriales, como los padrones de contribución directa (en adelante CD). Sirviéndonos de estos últimos- y de otros catastros relativos a diversos departamentos- hallamos que más de la mitad del capital ganadero registrado de la provincia se encontraba en las sierras del sur, la región por lejos más desigual de Santiago.[4] Sabemos también que, en la segunda mitad del siglo XIX, conspicuos personajes de la región adquirieron tierras privadas y fiscales, proceso todavía visible en los planos catastrales de principios del siglo XX.[5]
Este panorama brevemente reseñado abría algunas preguntas. Aunque nuestros resultados siguen siendo preliminares, otras fuentes confirman el ascenso relativo –aunque muy acotado en el tiempo– de las sierras, y en particular de Sumampa, en la segunda mitad del siglo XIX.[6] Por otra parte, la identificación de algunas grandes estancias –antiguas y recientes– así como de ciertas familias sumampeñas –recordadas aún hoy por su riqueza y omnipotencia– serían asimismo congruentes con el perfil acentuadamente pecuario y con la presencia de la gran propiedad (más repartida, aunque informalmente, en los campos comuneros). Por otra parte, la misma complejidad ambiental del departamento permite entrever profundos contrastes productivos y demográficos, así como una estructura agraria seguramente más heterogénea, que una mirada más atenta a nuestro acervo documental ayudaría a desvelar. Con el objeto de ir ordenando ese recorrido, este artículo propone un primer análisis en profundidad de las cédulas del censo nacional de 1869 para Sumampa,[7] departamento que pensaremos en sus semejanzas y en diferencias con los restantes de la provincia y con otras regiones.
En dos sentidos la fecha del censo coincide con un momento transicional, verdadera bisagra en la historia santiagueña.
En primer lugar, y como se anticipó, fue levantado durante la era Taboada (1852-1875), momento clave en la construcción del estado provincial. A la par que el clan gobernante contaba con sólidos apoyos en el departamento (el caso paradigmático es el del coronel Juan Manuel Fernández, fundador de Villa Quebrachos y propietario múltiple), también enfrentó a potentes opositores, como Francisco Loza, cabeza de una prominente familia de Ambargasta, con intereses en Loreto, Salavina y en la provincia de Córdoba. En segundo lugar, no había despuntado aún la reconversión productiva que habilitaría la singular transición al capitalismo periférico de Santiago del Estero. Aunque los recursos forestales irían aumentando en importancia hacia el siglo XX –a la par del tendido de la red ferroviaria–, la producción identificada como vital hacia 1869 –para este departamento y para casi todos– era la cría de ganado criollo. La cuestión a dilucidar, sin embargo, apunta a las condiciones de esta producción, a su adecuación a la estructura demográfica y a la autonomía relativa de los productores. Sobre este punto, el primer censo nacional arroja algunas pistas que, no obstante, requieren de la problematización de la completa nomenclatura ocupacional que ofrece. En efecto, aunque, supuestamente, la misma reflejaría las respuestas de los individuos censados y las interpretaciones de los escribas, es necesario desentrañar las mucho más opacas relaciones sociales que la sostienen.
Como se comprobará en breve, las cédulas de 1869 no transparentan las especificidades productivas de Sumampa que acabamos de detallar. Por el contrario, nuestro rincón santiagueño parece una pieza más del “país interior”,[8] modelado por la plurisecular expulsión de los trabajadores, por formas de posesión y propiedad tenidas por anómalas, por la centralidad de un campesinado no siempre autónomo y por la feminización de sus estructuras demográficas y familiares. Esta paradoja nos propone otro desafío: el de la discusión de las categorías censales, en particular de las vinculadas con la nomenclatura ocupacional, cuestión a la que atenderemos especialmente.
Hasta donde sabemos, del antiguo curato colonial de Sumampa existe (además de la conocida síntesis de 1778) un único padrón: un estado de las “ánimas” de 1794, que analizamos con detalle en un trabajo reciente.[9] Para el período republicano contamos con simples resúmenes globales y estimaciones de diferente naturaleza y dudosa confiabilidad. Sin embargo, en su conjunto, ofrecen un cuadro aproximado de la situación relativa del departamento en el conjunto provincial y de su evolución demográfica.

La conclusión sugerida por estos guarismos es la de un claro retroceso demográfico hacia la fecha del primer censo nacional, del que consideramos las cifras publicadas (ver cuadro 2). Entendemos que la caída relativa de la participación de Sumampa en el conjunto santiagueño apuntaría al bajo crecimiento de su población, al predominio de la ganadería como actividad económica principal y, sobre todo, a la ampliación del territorio provincial, que agregó nuevos distritos y relegó al puesto 8 el de nuestro interés. De todos modos, no deja de llamar la atención que una relativa prosperidad económica se acompañase de una pérdida de población en beneficio de otros departamentos: es sólo la primera paradoja con la que nuestros datos nos desafían y que requiere de mayor indagación.[10]
Por supuesto que el primer censo nacional implica un importante salto cualitativo respecto de los conteos anteriores aunque, como veremos, también arroja dudas no menores. Como es sabido, la mecánica censal –resumida en la misma publicación– difería no poco de la habitual en procedimientos anteriores, que estructuraban los datos a partir de la discriminación de unidades domésticas.[11] El empadronador –uno por cada distrito de entre 300 y 600 habitantes– debía volcar la información en libretas preimpresas, de doce renglones por página y 18 páginas, precedidas de una carátula en la que se indicaba la provincia, el departamento, la pedanía, el tipo de población (rural o urbana), el nombre del censista y la fecha (en nuestro caso, 15 de setiembre de 1869). Constan en los cuadernillos el nombre y apellido de los sujetos censados, su nacionalidad y edad, así como la “profesión, oficio, ocupación o medio de vida”. En columna aparte, se anotaba si los empadronados sabían leer y escribir y, si era el caso, sus “condiciones especiales” entre las que se contaban las de “ilegítimo”, “amancebado”, “dementes”, “sordomudos”, “ciegos”, “cretinos” y otras.
En Santiago del Estero se designaron 141 empadronadores, de los cuales 5 –Gamaliel Argañaraz, Sandalio Fernández, Macedonio Cáceres, Pablo Novillo y Francisco Álvarez Tejera– se desempeñaron en Sumampa. Aunque todos pertenecían a las familias principales del departamento, la información disponible sobre ellos no es pareja.
Gamaliel Argañaraz, cordobés y viudo de 35 años, fue anotado en el censo como “maestro de escuela”, aunque dirigía una, de reciente creación.[12] También Pablo Novillo era forastero. Mendocino y soltero de 25 años, en 1869 fue clasificado como “comerciante”. Ligado a un relevante grupo familiar por su parentesco político con los Saravia, dueños de la extensa merced colonial de El Carmen, Pablo debió ser un ave de paso en Sumampa, puesto que no hemos hallado sobre él información anterior ni posterior al censo.
Sandalio Fernández fue registrado como casado, pero a ciencia cierta era soltero en 1869. Tenía 28 años, se lo anotó como “labrador” y probablemente perteneciera a la vasta familia de Juan Manuel Fernández (aunque no hemos podido trazar su parentesco). Como fuera, su arraigo en Sumampa queda más que confirmado: poseedor de un modesto capital de 163 pesos en el catastro de CD de 1864, los datos que encontramos sobre él sugieren un ascenso interesante en años posteriores: en 1877 se lo clasifica como “estanciero” en un padrón electoral, mientras que en los años 80 lo hallamos haciendo negocios inmobiliarios y representando a dos grupos de compartes de las estancias indivisas del Rosario y Los Porongos.[13]
También Macedonio Cáceres fue erróneamente anotado como casado en 1869, cuando en verdad otros datos –y el censo mismo– nos lo presentan como soltero. En los dos registros nominativos (1869 y 1877) figura como estanciero e información complementaria ilumina sobre una trayectoria política ligada a la suerte de los Taboada, ya que fue juez de paz de Sumampa por lo menos entre 1860 y 1863.
Por fin, Francisco Álvarez Tejera, provenía de una familia más arraigada todavía que la de Macedonio: los Tejera de Maroma, en el actual departamento de Quebrachos. Y como Macedonio, también él sería juez de paz aunque una vez derrocados los Taboada: lo hemos registrado en esa función en 1877 y 1879.[14] En 1869 fue anotado como labrador, casado con Petrona Argañaraz, de 40 años y con un grupo familiar de difícil reconstrucción (varios menores ilegítimos con el apellido de ambos siguen al registro de la pareja).
En conclusión, de los censistas de Sumampa sólo Gamaliel Argañaraz habría entrado en las preferencias de Diego de la Fuente, autor de las instrucciones, que privilegiaba para la tarea a “empleados nacionales, provinciales, sacerdotes y maestros de escuela”.[15] Sin embargo, a juzgar por sus escritos, los censistas fueron bastante prolijos y difícilmente podamos culparlos de la diferencia del 20% que separa las cifras publicadas de las que surgen de las cédulas y que pueden atribuirse a la pérdida de algunos cuadernillos o a errores de transcripción. A pesar de lo dicho, entendemos que la muestra disponible es más que razonable –y con ella vamos a manejarnos– y no altera en lo sustancial nuestro examen.[16]
Por cierto, no es éste el único posible error que hallamos en la versión impresa del censo. La inversión de las cifras correspondientes a mujeres y varones, sólo perceptible a partir de la confrontación con las cédulas, invalida la relación de masculinidad publicada: un dato más que alienta la producción de estudios localizados.[17]

Vayamos, ahora sí, a los datos de las cédulas que, con la cautela necesaria, confrontaremos con los existentes para la totalidad de los departamentos santiagueños (disponibles, de momento, sólo en el censo publicado). Que nos deparan una aparente sorpresa ya que, considerados globalmente, no refrendan la estampa de Hutchinson: al cabo, la relación de masculinidad (RM) de Santiago era de 98,5 y superaba la media nacional (una vez descontada la población extranjera).[18] ¿Cómo se condecían estas cifras con aserciones como la que sigue, debidas al mismo Diego de la Fuente?
La reproducción en aquel territorio es fácil y activa y rápido el crecimiento, a punto de haberse calculado que los nacimientos son siempre el doble de las defunciones.
Pero este hecho aceptado tiene su compensación en las emigraciones periódicas, constantes de la población santiagueña a todas las provincias limítrofes y especialmente a las litorales y entre estas a Buenos Aires; este hecho se encuentra comprobado por la composición de la población bonaerense de todas épocas.[19]
Quizás la respuesta resida en el hecho de que no todos los departamentos santiagueños eran expulsores en igual medida. En efecto, de los 19 existentes en 1869, 6 mostraban RM positivas y 2, equilibradas. Con algunas llamativas excepciones,[20] lo que los datos censales estarían señalando es el declive de la zona de bañados al sur de la ciudad (Soconcho, Salavina y Loreto, todos departamentos con RM negativas) y la confirmación del perfil masculino de los departamentos fronterizos de colonización reciente (Fronteras y Copo I y II y Matará al Sur). El dato más novedoso –a confirmar con el análisis de las cédulas– quizás se encontraba en las RM positivas de los departamentos cercanos a Tucumán (Río Hondo y las dos secciones de Jiménez) y en las RM equilibradas o negativas de la vieja frontera del Salado (Matará al Norte y Matará al Sur, con sus RM respectivas de 86.9 y 98.0). Por fin, Sumampa compartía con los restantes departamentos serranos del sur (Choya y Guasayán) y con los bañados –la región histórica de Santiago del Estero– su RM negativa.
Entonces, desde un primer análisis y ahondando un poco más en la distribución de varones y mujeres por departamento, la “foto” de Sumampa se ajustaba a la canónica postal santiagueña de Hutchinson, De la Fuente y tantos otros observadores. Así lo sugieren la estructura demográfica por edad y sexo, la nula participación del aporte inmigratorio ultramarino y aún de migrantes de otras provincias (incluidos los de la vecina Córdoba, que algunos observadores apreciaban como notables y ascendían a apenas un 3.2% de la población censada).[21] Tanto para varones como para mujeres, la presencia de otros provincianos es más visible en las cohortes aptas para el trabajo, aunque puedan apreciarse también algunas migraciones familiares y, como veremos luego, un no desdeñable aporte a los sectores que imaginamos más capitalizados. De todas maneras, también entre los migrantes internos, la baja relación de masculinidad –indicativa de movimientos estacionales que los incluían– no parece apartarse de la norma santiagueña.

Sin dudas, la realidad más impactante que descubre la pirámide es la del vasto alcance del fenómeno emigratorio. Ya que, volcadas las cifras en cohortes, el previsible fenómeno de la disparidad entre los sexos luce mucho más dramático.[22] De esta suerte, hallamos que la RM negativa general (78.9 hombres por cada 100 mujeres) se reducía a algo más de 50 en las cohortes de entre 20 y 50 años, para mantenerse extremadamente baja también entre los individuos que superaban esa edad, confirmando una notable supervivencia femenina. Una superabundancia relativa de mujeres, que significaba mucho más que un dato estadístico para definir a la sociedad toda.[23] Aunque el censo permita indagar solamente algunos aspectos –como el de la estructura familiar y el de la ocupación, objeto de este artículo– es claro que también la autoridad masculina, la división del trabajo en el seno de la familia y las relaciones domésticas tradicionales se verían trastocadas. Y también las mismas posibilidades de las mujeres para conseguir pareja estable –más allá de que buena parte de los flujos migratorios masculinos fueran estacionales–, cuestión para la que el censo habilita un primer análisis.[24]

Conviene advertir que, posiblemente, los censistas no se atuvieran a las formalidades de la unión sacramentada y registraran como casadas a buena parte de las parejas que se presumían estables.[25] Como fuera, la RM entre los solteros en edad de casarse era de 50.3, lo que estrechaba significativamente la oferta de potenciales compañeros.[26] En cambio, entre los y las casadas, el coeficiente ascendía a 81.2, aunque una cantidad importante de las segundas se hallaran presuntamente solas, ya fuera temporalmente o por abandono de sus cónyuges. Esta estructura demográfica feminizada debía reflejarse en las jefaturas de familia, como ya lo habíamos comprobado al analizar los padrones de Sumampa y Salavina (de 1794 y 1819, respectivamente), según los cuales entre el 23 y el 30% de los agregados domésticos tenían a una mujer por cabeza.[27] Sin embargo, el censo de 1869 no discrimina los hogares con claridad y se hacen necesarias algunas operaciones para su reconstrucción aproximada.[28]
De manera pragmática, y siguiendo la disposición de los empadronados en las cédulas censales, consideraremos agregados domésticos a todos aquellos conjuntos en los que 1) a un varón casado le sucede una mujer del mismo estado civil y, eventualmente, un grupo de menores portadores del apellido del hipotético jefe de hogar 2) a una mujer viuda o soltera adulta le siguen sus probables hijos o nietos (que comparten apellido entre sí o que, en el segundo caso, se apellidan como sus presuntas madres). Entendemos que formaban parte asimismo del agregado doméstico otras personas apellidadas como el cabeza de familia –o su cónyuge– anotadas contiguamente (probables suegros, abuelos, hermanos, tíos, etc.), así como sujetos que, por su edad, difícilmente podrían vivir solos (posibles entenados o concubinos). Aunque las peculiaridades santiagueñas desafían un tanto este método sencillo (sabemos muy bien que las estructuras nucleares eran mucho menos comunes que en otras regiones y que los hogares multigeneracionales no eran una rareza), los registros censales desautorizan una mayor osadía analítica.[29]
Siguiendo este procedimiento, resultan 1.302 unidades nucleares, que reunían 6.519 integrantes, lo que equivale al 90% de la población censada. Afuera de estos hipotéticos hogares, quedan aquellos varones y mujeres que, por no coincidir sus apellidos o por la incongruencia en sus edades, quizás no formaran parte de la familia nuclear, pero sí de la ampliada.[30] Es, en efecto, improbable que se tratara de individuos sueltos, e imaginamos que era en este universo donde se concentraban los criados, agregados y otros parientes cuyo vínculo desconocemos. Por último, anticipemos que contamos con datos de actividad para 567 individuos que no pueden adscribirse a ningún agregado doméstico. Entre ellos, la RM es de 136, lo que lleva a pensar en la peonada de las grandes estancias, tema que retomaremos más adelante.
La reconstrucción de familias que conseguimos nos permite asomarnos al mundo de las mujeres temporaria o permanentemente solas, cuya participación puede apreciarse en el cuadro siguiente:[31]

Que las mujeres, de cualquier estado civil, fueran mayoría en el conjunto de los jefes de familia no resultará a esta altura un dato sorprendente. Sí llama más la atención que solamente entre un 30 y un 40% de las mayores de 30 años fueran casadas, como se aprecia en el gráfico 2, y que, en las cohortes posteriores, las últimas superaran por muy poco a las solteras. Como era habitual en los regímenes demográficos antiguos, a partir de los 40 años las viudas irían engrosando su participación en la legión de mujeres solas de todos los estados civiles.[32]

En suma, si damos por bueno nuestro procedimiento de reconstrucción, estaríamos verificando una impresionante participación femenina en las jefaturas de familia, bastante superior a las de los recuentos anteriores de Sumampa y del vecino departamento de Salavina. Un examen del estado civil de estas mujeres –de las que eran solteras más de la mitad y viudas un 20%– confirmaría la persistencia de la postal histórica, en un contexto quizás más dramático y consistente con el declive demográfico del departamento en el largo plazo.[33] Estos desequilibrios, particularmente acusados en las edades activas –más del 80% de las menores de 29 años eran jefas de familia solteras–, despiertan dudas razonables acerca de la capacidad de reproducción de esta sociedad. Intentamos una primera aproximación al problema calculando la razón de dependencia demográfica potencial propuesto por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe ( CEPAL), aunque adaptando la metodología al contexto específico.[34]

Se entiende que cada 100 adultos potencialmente activos, había 64 individuos no aptos para el trabajo (y sostenidos por los primeros). Como lo demuestra la razón desagregada por sexos, era el trabajo femenino el que compensaba la brecha, cuestionando las definiciones de la CEPAL que, para este caso, darían a pensar que la sociedad de Sumampa transitaba en 1869 por una cornisa. Y sin embargo, el abultado escalón inferior de la pirámide sugiere lo contrario: una reproducción que, según la RM de esa cohorte (105), puede estimarse como estándar.[35]
Ello es consistente con un régimen de fecundidad que no desentonaba con el del conjunto del país.[36] En este sentido, la baja tasa de crecimiento y la desproporción entre activos y pasivos se explicaría más por las migraciones masculinas –en buena medida estacionales– que por una presunta crisis demográfica. El supuesto predominio de la ganadería, menos intensiva en mano de obra, habría colaborado también con el funcionamiento de este verdadero laboratorio de supervivencia que era (y sigue siendo) Santiago del Estero. Y se dice “supuesto” porque la nomenclatura ocupacional, como veremos en lo que sigue, entra en tensión con este cuadro.
En las cédulas censales correspondientes a Sumampa se declaró la actividad de 4.398 personas, equivalente al 60.7% de la población empadronada (en un 96%, mayor de 10 años).[37] El gráfico 3 muestra la distribución entre las ocupaciones especificadas en las cédulas que, por su peso cuantitativo o por su relevancia social, consideramos más importantes.[38] Por los motivos ya expuestos, sólo se comprenden aquí a los 4036 individuos de 10 y más años.

Quizás el dato más impactante –pero a esta altura poco sorprendente– sea que nada menos que el 60.7% del universo clasificado fuera femenino y que las actividades textiles –en particular los tejidos e hilados–mostraran tal preponderancia (ver anexo A). En honor a esta realidad, comenzaremos el análisis por las ocupaciones de las mujeres que, junto a los niños, componían la población menos móvil y que sostenía con sus esfuerzos la economía doméstica.
En efecto, de los datos de ocupación de 2.450 mujeres mayores de 10 años surge que una abrumadora mayoría (88%) trabajaba en hilanzas, telas o costuras. Claro está que no se trataba de un rasgo novedoso, ni exclusivo de Sumampa: la textilería santiagueña tenía notables antecedentes coloniales (¡y prehispánicos!) y tejedoras y teleras dominaban la nomenclatura ocupacional en casi todos los departamentos de la provincia.[39] Sin embargo, había que esperar al primer censo nacional para contar con una taxonomía que permitiera poner negro sobre blanco el impresionante alcance de esta actividad casi monopolizada por las mujeres y sobre la que contamos con escasísima información cualitativa para la época.[40]
Ya hace muchos años, Juan Carlos Garavaglia cartografió en un trabajo señero la extensa área especializada en la producción de textiles rústicos que se extendía a lo largo y a lo ancho de Santiago del Estero, Catamarca, San Luis y Córdoba y que llamó “del poncho”.[41] Junto a Claudia Wentzel, encaró tiempo después el mismo problema bajo otra perspectiva: la que asociaba la tejeduría doméstica con una configuración social precisa, la de las regiones de emigración.[42] En este sentido, la pirámide de Renca de 1812 -el pueblito puntano propuesto como ejemplo- resultaba casi idéntica a la de nuestra Sumampa de 1869. Idéntica en sus estructuras demográficas (sin migrantes de otras provincias, con relaciones de masculinidad bajísimas y abundancia de jefaturas de familia femeninas) y también en sus nomenclaturas ocupacionales. La de Renca, como la de Sumampa, en otras palabras, resultaba equiparable a casi cualquier sociedad campesina de la Argentina interior del siglo XIX.[43]
Tres categorías ocupacionales principales se vinculaban en el censo puntano con la manufactura textil: tejedoras (66.5% de las mujeres con ocupación), hilanderas (7.8%) y costureras (11.6%). En Sumampa, las dos primeras mostraban una participación similar a la de Renca (donde las costureras componían un grupo insignificante), aunque la relevancia en la distinción del oficio parece menos clara en nuestro caso. En efecto, Garavaglia y Wentzel encontraron que las hilanderas solían ser, en promedio, más jóvenes que las tejedoras (17 y 30 años respectivamente), por lo que estas categorías bien podían leerse como “etapas en la vida productiva de la mujer campesina”.[44] En contraste, el promedio de edad de las tejedoras era, para el departamento de nuestro interés, más bajo que el de las hilanderas, aunque el dato diga poco por coexistir en ambos grupos niñas, jóvenes y ancianas.[45] La información etnográfica nos ha permitido develar el misterio: la tejeduría requiere de mayor experticia, pero también de la fuerza física y de la buena vista de la juventud. Es así que los hilados, todavía hoy, suelen abrir y cerrar el ciclo ocupacional de la mujer campesina.
En cambio, el rótulo de “costurera” podría tener un sesgo similar al que notaron en su momento Garavaglia y Wentzel[46] para las hilanderas puntanas: dos tercios de las así clasificadas eran solteras y su promedio de edad significativamente más bajo (22 años). ¿Se trataba de una categoría comodín para señalar a las aprendizas del oficio? Nos inclinamos a creer que sí.[47] Como fuera, y más allá de estas conjeturas, el dato incontrastable es el ya señalado por Garavaglia de la universalidad de la actividad textil entre las mujeres de cualquier edad y estado civil, más allá de que ésta se sumara a otras múltiples ocupaciones que, naturalmente, el censo no registra. Por fin, la nomenclatura restante se distribuye entre otras tareas mujeriles (planchadoras, lavanderas, bordadoras, cocineras, olleras, parteras, curanderas, que apenas sumaban un insignificante 4%) y un 8% en el que predominan de manera decisiva ocupaciones no específicas –por ejemplo, “sirvienta”–, pero que sugieren inequívocas relaciones de dependencia personal (volveremos sobre esta cuestión).
Vayamos ahora al trabajo de los niños de ambos sexos, que engrosaban la población activa en más de un 20%.[48] Una primera noción ya la tenemos, puesto que el universo femenino incluía a no pocas tejedoras e hilanderas de tierna edad. Sin embargo, interesa ahora analizar en su totalidad el mundo de estos precoces trabajadores, también en pos de desentrañar el sentido de las categorías censales. Para guardar coherencia con los criterios expuestos anteriormente, consideraremos dos cohortes diferentes: la de varones y mujeres de 6, 7, 8 y 9 años y un segundo grupo, ya plenamente activo y más sistemáticamente clasificado en su ocupación, de 10 a 14 años.[49]

Antes de entrar de lleno en las categorías ocupacionales de la niñez, vayan algunas observaciones. Ante todo, la plena naturalización del trabajo infantil, reflejada esta vez en la asignación de ocupaciones a niños muy pequeños y a una muy buena parte de ellos.[50] En segundo lugar, cabe recordar que sólo en estas cohortes se aprecia cierto equilibrio entre los sexos, resultado de la imposibilidad de migración solitaria para los niños. En tercer lugar, es destacable la ligera ventaja de las niñas por encima de los varones (cohorte de 10 a 15 años) en la clasificación ocupacional. Por último, como comprobamos en referencia a las tejedoras e hilanderas, la nomenclatura de ocupaciones infantiles es en buena medida común a la de otras cohortes. Sin embargo, hay deslizamientos y especificidades –algunas sexualmente determinadas– que requieren de nuestra atención y es sobre ellas que habremos de detenernos (ver Anexo B).
La primera categoría que interesa analizar es la de “sirviente” (o “sirvienta”): la más abultada entre niños y niñas menores de 15 años (y que cobija al 32% de los clasificados).[51] Recordemos nuevamente que, aunque preponderante entre los más jóvenes (al igual que en otras geografías), no se trataba de una categoría exclusivamente infantil. Sin embargo, el género estaba tallando de manera decisiva en su contenido, ya que algo más del 20% de los “sirvientes” varones que escapan a nuestras cohortes de interés contaba con más de 14 años y, de este grupo, apenas 6 individuos eran mayores de 18 (incluyendo a un “sordomudo” y a un “demente”). En contraste, la categoría de “sirvienta” parece mucho más populosa y las niñas menores de 15 componían algo menos de la mitad del grupo.[52]
Si “sirviente” aplicaba a mujeres y varones en similares proporciones, “jornalero” o “peón” –que tomaremos como sinónimos– eran categorías casi exclusivamente masculinas en los grupos de edad que estamos analizando.[53] Notemos el desplazamiento entre los dos grupos de varones en análisis: si entre los niños los “sirvientes” ocupaban el primer lugar, los “peones” lo hacían en el segundo. Por cierto, estos peoncitos son solamente el 23% de los registrados de todas las edades en la categoría que, de todas formas, muestra un promedio de edad más bien bajo (23.6 años): estaríamos, pues, frente a una clasificación similar a la de las “sirvientas”, pasible de encontrar fuera del grupo de edades bajo análisis.
Es que, en rigor, la categoría infantil por excelencia es la de “pastor” (o “pastora”) de ovejas.[54] Notemos cómo decrece su participación entre los dos grupos de edad que delimitamos, denotando que se trataba del primer trabajo que tocaba en suerte a los más pequeños (especialmente a los varones). Sin duda, es un dato (“el dato”) a relacionar también con el arrasador predominio de las hilanderas y las tejedoras, muchas de las cuales eran también dueñas de sus propios rebaños.[55] Lo que casa bien con un último punto a analizar en torno al trabajo de las niñas: aunque las pequeñas sirvientas fueran numerosas (especialmente en la primera cohorte), la suma de hilanderas, tejedoras, pastoras y costureras resulta siempre la más abultada. En otras palabras, con algunos deslizamientos, la estructura de ocupaciones femenina estaba orientada a la producción del textil doméstico desde la edad más temprana, en un oficio que se transmitía de madres (o abuelas) a hijas y nietas.
Ya es hora de pasar a los varones adultos y a sus ocupaciones, casi todas vinculadas con trabajos rurales.[56] Ya comentamos que algunas de las categorías –como las de sirvientes, jornaleros y peones, además de otras muy minoritarias en las que, entendemos, mediaba una relación salarial (como “capataz”, “domador” y otras)– indican claramente un vínculo de dependencia. Sin embargo, otras que en contextos diversos habríamos considerado autónomas –por pertenecer el producto final del trabajo al productor– como la de labrador (y aún la de tejedora o hilandera), requieren en nuestro caso de una mayor problematización. En efecto, la dilatada difusión de la agregaduría en Santiago del Estero, un vínculo complejo de precisar y cuantificar, así lo exige.[57]
Como es sabido, la categoría de “agregado” no es ocupacional sino social. De los pleitos judiciales custodiados en el archivo provincial, surge que, en la práctica, el sentido de la agregaduría se definía por oposición al “dueño”, a quien el agregado respondía[58]. Lorenzo Fazio resumió esta relación en términos que vale la pena transcribir por extenso, aunque ameriten cierta crítica:
En la campaña de Santiago llámanse agregados aquellas familias pobres que hacen su casa en un campo ajeno y compensan la buena voluntad del propietario ofreciéndole su trabajo personal mediante un módico salario cuando éste lo necesita para llevar a cabo grandes trabajos.[59]
Según el memorialista, la agregaduría reemplazaba en la provincia al arrendamiento y quienes acogían a las “familias pobres” eran los “propietarios de grandes áreas”. Sin embargo, tanto la existencia del “módico salario”, como la envergadura de los propietarios son materia discutible, ya que el agregado solía trabajar sin pago alguno y no era necesario ser un terrateniente para cobijarlos. De hecho, la figura está presente en los pueblos de indios coloniales y, más interesante para nuestro período, en los campos comuneros, propiedades indivisas que reconocían numerosos y muy desiguales “dueños” (algunos de los cuales, por su notoria pobreza, asimilables a los “agregados”).[60] En cualquier caso, queda claro que el “agregado” (o, más precisamente, las familias agregadas) entregaba eventualmente su trabajo personal (o sus hilanzas y tejidos) a los dueños del campo, a cambio de dejarlos poblarse y de recibir protección.[61] Este sentido es el que todavía hoy resuena en los testimonios orales y en las fuentes judiciales, donde los agregados abundaban entre los testigos, cuando no eran objeto de “lanzamiento” por mala conducta o por arrogarse “indebidos” derechos sobre las tierras que a veces venían ocupando por generaciones. Naturalmente, el censista de 1869 no los apuntó en las cédulas, como sí lo habían hecho los amanuenses de los padrones de 1795 y 1819. Sin embargo, como intentaremos explicar, podemos intuir esta relación de dependencia detrás de algunas de las ocupaciones que ya revisamos (como la de “sirviente”) y también de otras engañosamente autónomas.
Comencemos pues a analizar las categorías más relevantes de la nomenclatura para la población masculina adulta (10 años y más), que provee datos para el 89.1% de los censados (1586/1779). Trabajaremos con las ya mencionadas ocho categorías principales por su cuantía o relevancia social: hacendados, estancieros, agricultores, labradores, y las que podríamos agrupar bajo la denominación de “dependientes explícitos” (“peones”, “jornaleros”, “pastores” y “sirvientes”). Esta suma de ocupaciones abarca al el 87.9% de los 1.586 varones de 10 años y más con actividad registrada en el censo.
Desde el inicio del artículo, insistimos sobre la especialización ganadera de Sumampa, departamento que ocupaba el segundo lugar en la provincia de acuerdo con los catastros de contribución directa de 1864.[63] Sin embargo, la nomenclatura ocupacional no acompaña nuestros dichos: hete aquí que la principal categoría masculina “adulta” (“labrador”) remitiría, en principio, a la agricultura (tendencia que se refuerza al sumar a los “agricultores” registrados).[64] En contraste, “hacendados” y “estancieros” componían –como en todas partes– un grupo visiblemente minoritario, los pastores eran, como ya vimos, niños y adolescentes (7%) y los “peones y jornaleros” sumaban el 33% de los trabajadores varones.[65] Quedan los sirvientes, con un 2%, pero se trata, como se dijo antes, de una categoría inespecífica para cuyo examen precisaríamos de otros datos. Entre los “artesanos” se destacaban “zapateros” y “carpinteros”, aunque nada podemos decir sobre ellos. En cambio, por su significación económica y social, optamos por hacerles sitio en el análisis a los escasos comerciantes que surgen del conteo, los que sumados representaban un modesto 3%. Otra categoría de peso relativamente escaso es la de los trabajadores rurales calificados (domadores, capataces y leñadores, que sólo sumaban un 2%).[66]
Comencemos pues por los “labradores”, quienes comparten con las teleras su casi absoluta invisibilidad en otras fuentes. Por cierto, una cosa son los actores y otra la actividad que a la que supuestamente dedicaban sus días: si poco y nada se nos dice sobre los “labradores”, algo más abundan los textos sobre la agricultura santiagueña (mas no sumampeña), de la que se reconocían dos tipos principales, la de regadío y la de bañados (rastrojo).[67] Mientras la de regadío –limitada para entonces a la capital y parte de La Banda y Robles– era identificada como la más promisoria (aunque exigía extender la escueta red de acequias existente), la agricultura aluvional –practicada en los departamentos de Loreto, Atamisqui y Salavina sobre el río Dulce y en los bañados de Figueroa y Añatuya en el Salado– mereció recelo y desprecio por parte de los memorialistas Fazio y Gancedo. Recelo por su estrecha dependencia de la magnitud de las crecientes –ya había ocurrido que el capricho fluvial convirtiera en salitral tierras otrora pródigas–[68] y por el supuesto descuido de sus técnicas.[69] Desprecio, porque se asumía que la agricultura aluvional era una reliquia de antiguas prácticas indígenas, que miraban exclusivamente al autoconsumo.[70]
En Sumampa, donde no había riego y las zonas de bañado no resultaban aptas para sembrar, la agricultura se hallaba restringida a “los pequeños valles que forman estas sierras”,[71] donde los pobladores cosechaban “cereales, legumbres y alfalfa en pequeña escala para el ganado”.[72] Siguiendo con nuestra argumentación, la noción de “pequeña escala” y el desdén por la agricultura doméstica se conjugaban en la mayoritaria categoría de “labrador”, a priori sospechosa en una zona de cría y con condiciones poco propicias para el cultivo.[73] Nuestra conjetura es que el rótulo designaba, en buena medida, a los campesinos, más allá de que fueran independientes, “agregados” o “comuneros” de estancias indivisas.[74] En otras palabras, nos inclinamos por hipotetizar que “labrador” remitía a una categoría social más que ocupacional, y que las labranzas eran una actividad más dentro de un abanico que, quizás, incluyera la cría en pequeña escala -volveremos sobre esto- y eventualmente la migración estacional.[75]
Ahora bien, a los 597 “labradores” censados se sumaban 59 “agricultores”. El sentido común llevaría a pensar que se trataba de productores más grandes, que tal vez dispusieran de algún excedente para la venta.[76] Ciertos datos apoyarían esta presunción: además de conformar una exigua minoría, su promedio de edad es más alto que el de los “labradores” (44.4 años vs. 33.7) y la condición de casado o viudo resulta mayoritaria en el grupo (solamente diez “agricultores” eran solteros vs. la mitad de los “labradores”) y 50 eran jefes de familia (vs. casi la mitad de los “labradores”). Por lo demás, apenas cuatro leían y escribían y ninguno figuraba en el catastro de CD de 1864, por lo que es probable que, en cualquier caso, se tratara de productores bastante modestos. En suma, es posible que algunos de estos “labradores” –cuya autonomía, cuando eran agregados o comuneros, parece bastante dudosa– completaran la oferta de “peones” y “jornaleros” en momentos de necesidad. Los sujetos que el censista designó de manera específica en estos términos, los “dependientes explícitos”, parecen en cambio diferenciarse del grupo mayoritario por su promedio de edad notablemente más bajo (27 años) y por la altísima proporción de solteros (que casi alcanza el 70) que circularían entre puestos y estancias cuando no disponían de mejores posibilidades fuera de la provincia.[77]
Si “labradores”, “agricultores”, e incluso parte de los “dependientes explícitos” (a menudo hijos y nietos de los anteriores) representarían al arquetípico campesinado santiagueño –aún en esta zona supuestamente “menos típica” de la provincia– entre los “comerciantes”, “hacendados” y “estancieros” deberían hallarse los hombres fuertes del departamento. Cabe recordar una vez más que Sumampa conformaba una antigua zona de estancias, especialmente en su sector oriental, donde los jesuitas habían tenido su reducción de indios abipones y Lorenzo Fazio identificaba las mejores pasturas de Santiago.[78] Fuera de las planicies, en la sierra de Ambargasta, algo más seca que la de Sumampa y reino de la familia Loza, se destacaban los
hermosos pasteaderos y cañadas con escasas vertientes a la falda oriental y sin ninguna a la occidental, que decliva hasta confundirse con la gran salina de Ambargasta (…). De una y otra falda de esta sierra, se deslizan corrientes de agua de muy poca importancia, las que se utilizan para el ganado. Contiene abundantes pastos y en ciertos puntos se notan árboles de gran corpulencia.[79]
¿De qué ganado se trataba? Ya dijimos que en nuestro estudio sobre los primeros catastros provinciales de CD comprobamos que Sumampa concentraba buena parte del patrimonio de ganado vacuno de la provincia. Sin embargo, tampoco era desdeñable la cantidad de ovejas y cabras registradas (casi 4.000, ocupando el cuarto lugar según nuestra muestra de catastros de CD). Aunque buena parte de esta producción ovina y bovina seguramente se hallara alojada en grandes estancias, no es inverosímil la apreciación de Gancedo según la cual
Es tan general la cría del ganado vacuno en la provincia que el gaucho más pobre e infeliz, no teniendo un caballo que montar, no le falta un par o dos de vacas que, con su esquisito (sic) néctar, satisfacen las necesidades alimenticias de la indigente familia.[80]
Lorenzo Fazio llamaba puesteros a los poseedores de menos de un millar de animales de cualquier especie, acordando con Gancedo sobre la difusión amplísima de la actividad ganadera, que seguía realizándose de la manera tradicional. Mas ¿cuánto de la descripción de los memorialistas puede reconocerse en la nomenclatura ocupacional del censo de 1869? Está claro que los hacendados siempre son y serán escasos, pero quien espere encontrar a los “puesteros” de Fazio entre los “estancieros” del censo de 1869 se verá defraudado. Lo que no pone en entredicho las afirmaciones de Gancedo: ¿por qué no habrían de poseer unos pocos animales los denominados “labradores” por el censista de 1869?[81]
Como sea, sabemos que la nomenclatura distinguió solamente entre “hacendados” y “estancieros”, como se lo hacía convencionalmente. Por cierto, en el listado del primer grupo figuran apellidos de peso del departamento. Entre ellos, se destacan Pedro Ignacio y Domingo Cáceres -de linaje colonial, dueños de El Simbolar y Ojo de Agua y parientes del censista Macedonio-, Pedro, Marcelino y Víctor Cejas -clan vinculado a los Loza y propietarios de las estancias de Cauteloso y Rumijaco- y, escondidos detrás de la viuda Neftalí Sibilar, a los Saravia, herederos de origen salteño de la merced de El Carmen. Sin embargo, lo que más llama la atención en el grupo son las ausencias: no figura entre los hacendados ni un solo miembro de los Loza, la familia que, oculta detrás de una viuda y de dos yernos, ostentaba la fortuna ganadera más importantes en el catastro de CD de 1864. Creemos conocer la razón de esta ausencia: los hijos e hijas casadas de Francisco Loza tuvieron que retirarse a Córdoba debido a sus abiertos conflictos con el gobierno provincial (que culminaron en una acusación por intento de asesinato a Manuel Taboada). Siguiendo con la caracterización del grupo de hacendados, otros datos que podrían apuntar a un mayor nivel de acumulación son, además de su número muy reducido, el promedio de edad (45.2 para “hacendados” vs. 40.8 para “estancieros”), niveles más altos de alfabetización y, una vez más, la presencia de hombres de otras provincias (nada menos que un tercio) que, a pesar de su exigua cantidad, contrasta con la santiagueñidad exclusiva de los “estancieros”.[82]
Finalicemos con los “comerciantes”, conjunto bastante heterogéneo por edad y origen y, muy probablemente, también por sus capitales. En efecto, lo más llamativo es la confluencia de 17 sujetos nacidos en otras provincias (cordobeses sobre todo, aunque hay dos mendocinos y un salteño), pero vinculados por parentesco en varios casos a familias locales.[83] Dos cuestiones caben destacar aquí: la primera es que –como todavía hoy sucede– Sumampa tenía una relación más fluida con la ciudad de Córdoba que con la capital de la provincia; la segunda es que varias familias prominentes tenían intereses a los dos lados del límite jurisdiccional (como lo ejemplificaba el dilatado clan de los Loza y sus complejos estancieros en Ambargasta y Río Seco).[84] De aquí la presencia cordobesa entre los jueces de paz y jefes políticos del departamento (problema que requiere de ulterior investigación).
Iniciamos este artículo refiriéndonos a las peculiaridades del sur de Santiago del Estero y a sus diferencias con las llanuras de antigua ocupación indígena y colonial. Sin embargo, lejos de iluminar estas diferencias, los datos del censo nos conducen a la persistente imagen del “país interior”. Ello invita a discutir las categorías o, más bien, a desentrañar su significado.
En efecto, las dos cuestiones centrales aquí abordadas -estructura demográfica y nomenclatura ocupacional- no se apartan un ápice de la postal mejor conocida de la “Santiago histórica”, en muchos sentidos opuesta a de las provincias litorales. La abundancia de mujeres y la escasez de hombres, derivados de las exigencias de emigrar, las estructuras familiares que resultan –con mayor presencia de estructuras extensas y complejas y porcentajes altísimos de jefaturas de familia femeninas– ilustran con elocuencia cuanto queremos decir. Todo ello no podía sino impactar en la nomenclatura ocupacional: era esperable que tejedoras, hilanderas y costureras representaran una consistente mayoría, tal como lo ilustra el censo de 1869. Jóvenes, niñas y ancianas producían textiles o hilaban, ya fuera por encargo (¿tal vez como agregadas?), o como parte de un tan intenso como invisible comercio hormiga del que sólo encontramos unas pocas menciones en otras fuentes…Como hace mucho tiempo lo advirtiera Juan Carlos Garavaglia, lo necesario para la paciente labor femenina estaba disponible en el hogar campesino: un corto rebaño, plantas tintóreas en el monte y una experticia que llegaba desde la noche de los tiempos y se transmitía generacionalmente.
En rigor, la sorpresa mayor que nos deparó el censo fue la presunta centralidad de los “labradores” en una zona poco apta para la agricultura y de vocación ganadera. ¿Quiénes serían estos “labradores” que, por otra parte, abundaban en todos los departamentos de Santiago y de otras provincias interiores? Aunque una singularización de las diferentes subregiones del departamento podría precisar la definición –que quedará pendiente hasta que analicemos el siguiente censo nacional de 1895 y los boletines de agricultura y ganadería que lo acompañaron–, nuestra hipótesis preliminar apunta al señalamiento de una categoría social más que a una ocupación. Aunque existieran en Sumampa muy grandes estancieros y la estancia fuera allí una estructura agraria de larga data -y alojara, muy probablemente, a buena parte de los “peones” y “jornaleros” detectados por el censo-, la expansión de los “labradores” permitiría pensar en una coexistencia del modelo estanciero y campesino. Cuán autónomas resultaban estas familias campesinas es algo que el censo no permite indagar y, por desgracia, las fuentes judiciales de la segunda mitad del siglo XIX son extremadamente avaras en información sobre los agregados. No es impensable que los márgenes de reproducción de estos “labradores” fueran estrechos y que como norma combinaran la agricultura, la emigración y el pastoreo de unos pocos animales.
















