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Terror, fantasía y realidad: desafíos para recuperar narrativas de violencia crónica desde la perspectiva de niñas y niños

Terror, fantasy, and reality: challenges to retrieve chronic violence narratives from the children’s perspective

Gabriela Sánchez López
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), México

Terror, fantasía y realidad: desafíos para recuperar narrativas de violencia crónica desde la perspectiva de niñas y niños

Psicología Iberoamericana, vol. 30, núm. 2, e302471, 2022

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

La Universidad Iberoamericana, como entidad editorial, conserva los derechos patrimoniales (copyright) de las obras publicadas, y favorece y permite la reutilización de las mismas bajo la licencia de uso CC BY 4.0. Ⓒ Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

Recepción: 31 Mayo 2022

Aprobación: 07 Octubre 2022

Financiamiento

Fuente: Conacyt

Nº de contrato: CB-2016/285477

Beneficiario: Gabriela Sánchez López

Resumen: Desde un enfoque antropológico y a través de una metodología participativa, se recupera la experiencia subjetiva de niñas y niños que viven en una colonia con altos índices de criminalidad ubicada al norte de Monterrey, México. Se realizaron ruedas de conversación alrededor de la creación de un personaje, con el fin de explorar las situaciones ordinarias que les acontecen. Se documentaron las narrativas orales y pictóricas de 39 niñas y 43 niños de entre 7 y 10 años. Con base en un análisis temático de contenido, se muestra que las historias de terror que los niños cuentan se entretejen con la realidad de la violencia crónica, revelando la amenaza constante del acoso y el abuso sexual. Se concluye que la niñez tiene la capacidad de proyectar otras realidades a través de la fantasía, indicando un “querer habitar el mundo de manera distinta”. Se brindan elementos analíticos y metodológicos para recuperar sus experiencias, reconociendo la legitimidad y capacidad de las niñas y niños para significar la realidad en la que viven.

Palabras clave: violencia crónica, violencia sexual, niñas y niños, narrativas, metodologías creativas.

Abstract: Using an anthropological approach and participatory methodology, the present study explored the subjective experience of chronic violence from the perspective of children in a neighbourhood with high crime rates located on the northern side of Monterrey city in Mexico. Characters were created in conversation circles to explore the daily violence in their lives. The oral and pictorial narratives of 39 girls and 43 boys between the ages of 7 and 10 years old were explored. Based on thematic content analysis, it is shown that the stories that the children tell are interwoven with the reality of chronic violence, revealing the constant risk of sexual harassment and abuse. It is concluded that children can project other realities through fantasy, indicating a "desire to inhabit the world differently". Analytical and methodological elements are provided to recover their experiences, recognizing the legitimacy and capacity of children to signify the reality in which they live.

Keywords: chronic violence, sexual violence, children´s narratives, creative methodologies.

Introducción

Este artículo se propone contribuir al reconocimiento de las niñeces como narradoras confiables y legítimas de la crisis de seguridad y derechos humanos que atraviesa el país. A partir de un enfoque antropológico y con apoyo de una metodología cualitativa de diseño participativo, se recuperaron las narrativas de niñas y niños sobre la vida cotidiana en un territorio urbano que experimenta altos grados de violencia directa desde hace más de una década. La discusión resalta las estrategias narrativas que los participantes utilizan para vincularse y desvincularse del terreno de la fantasía y la realidad con la finalidad de dar vida a sus relatos. La creatividad de sus narrativas torna a sus relatos ambivalentes; por un lado, son una expresión de agencia y resistencia, y a la vez, un índice para señalarlos como mentirosos o fantasiosos, desacreditando no solo sus experiencias sino la forma de darle sentido a su contexto social.

El texto es resultado de diferentes reflexiones metodológicas en torno a una investigación más amplia realizada entre 2019 y 2020 en un conjunto de barrios al norte de Monterrey[1]. La estrategia de indagación se organizó en dos etapas. La primera sirvió para generar un diagnóstico de la zona a través del análisis de expedientes y del acompañamiento de labores de campo de una unidad de la Defensoría Municipal para la Protección de Niñas, Niños y Adolescentes del DIF. Con base en esa información se justificó la pertinencia de realizar talleres participativos con niñas y niños del sector atendido para conocer sus experiencias de vida. La discusión que presento se desprende del trabajo realizado con estudiantes de 7 a 10 años de dos escuelas primarias ubicadas en esa zona de la ciudad.

En un sector predominantemente joven, donde los menores de 17 años representan el 35.12% de la población, investigué, desde la perspectiva de niñas y niños, lo que significa vivir en un barrio popular con presencia del crimen organizado, asesinatos juveniles, tráfico de armas y drogas, así como una incidencia alta y sostenida de violencia familiar y de género, delitos sexuales y feminicidio, entre otros (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito [UNODC], 2018). A pesar de la evidencia sobre las violencias predominantes en el territorio, funcionarios, profesores y otros adultos a su cargo me advertían que no creyera en las historias que las niñas y niños compartían conmigo. Argumentaban que eran mentirosos y manipuladores como consecuencia de crecer en un barrio inseguro y en familias negligentes “sin valores ni educación”. A la duda sobre la veracidad de sus relatos se sumó, con el tiempo, el cuestionamiento sobre la metodología del estudio, que otorgó a la fantasía y la imaginación un lugar importante como forma de producir conocimiento junto con ellos. En algunas ocasiones, al presentar la investigación en medios académicos, a estudiantes y otro tipo de público, se mostró interés sobre el método para “detectar el engaño” o “descubrir las mentiras en sus historias”; en general, tenían curiosidad por conocer las estrategias que había utilizado para comprobar la veracidad de sus narraciones.

Las dudas sobre la fiabilidad de los testimonios de las niñas y niños y el cuestionamiento de una metodología propuesta para promover su participación me animaron a discutir las implicaciones de “creer” en una niñez imaginada como moralmente precaria, aquella que ha crecido con la violencia crónica. Con ese propósito, el eje que articula el texto son los modos en que niñas y niños narran la violencia cotidiana, en particular la violencia sexual, desde las porosas fronteras de la ficción y la realidad. A partir de un relato que guarda semejanzas con la narrativa popular del “viejo del saco” y de una historia sobre la violación de un grupo de niñas en la noche de Halloween, reflexiono sobre la capacidad de las metodologías creativas para recuperar la experiencia subjetiva de niñas y niños que están creciendo en contextos violentos. Sin pretensiones de encontrar “la verdad”, el artículo explora la interrelación entre fantasía y realidad como un dispositivo de agencia y silenciamiento en un barrio inseguro.

El contexto estudiado, ubicado sobre las faldas del cerro del Topo Chico, tiene una larga historia de exclusión y violencia social. Los primeros asentamientos que aparecieron en la década de los setenta fueron utilizados como basurero. Más adelante, el territorio fue saqueado por intereses políticos que contribuyeron a la precarización de las familias que lo habitaban. La falta de planeación urbana y la composición agreste del terreno favorecieron un crecimiento irregular y un mayor riesgo de deslaves e inundaciones que afectan constantemente el patrimonio de los hogares. Las pandillas locales y otras formas de identidad juvenil y arraigo barrial comenzaron a ser significativas en la década de los ochenta. Los conflictos entre pandillas se intensificaron en los años noventa, estigmatizando a los barrios como peligrosos. En 2008 diversas facciones del crimen organizado comenzaron a controlar y reducir a las pandillas locales mediante el reclutamiento o el asesinato. Una de las consecuencias de la guerra entre carteles fue la armamentización de la vida cotidiana, y a pesar del incremento de la inseguridad, estos barrios no han dejado de recibir a familias jóvenes, con hijos pequeños, que huyen de otras zonas devastadas también por la violencia.

De acuerdo con sus características, el lugar en donde viven las niñas y niños que participaron en este estudio puede ser conceptualizado como un territorio afectado por la violencia crónica, la cual se define por sostener a lo largo del tiempo un estado intenso de crimen y saqueo en el que son comunes la muerte violenta y otras formas de agresión que no terminan en muerte (Pearce, 2007, 2019). Aunque sus consecuencias para la acción humanitaria pueden ser tan graves como las que se derivan de un conflicto armado (Robin & Johansen, 2011), las áreas donde impera este tipo de violencia no suelen ser caracterizadas como sitios en guerra. Autoras como Segato (2016) conceptualizan estos territorios como espacios en los que emergen nuevas formas de guerra no convencionales. Se trata de lugares con una “escena bélica informal y difusa en expansión” (p. 88), donde predomina la crueldad en todas sus formas y, principalmente, la violencia contra el cuerpo de mujeres, niñas y niños, a través de la violación y los abusos sexuales (Segato, 2016).

En las modalidades emergentes de guerra, la violencia contra las mujeres, niñas y niños ha dejado de ser un efecto colateral y se ha transformado en un objetivo estratégico de los nuevos escenarios bélicos. Crecer en estos territorios repercute en la enajenación del contexto inmediato en que se relacionan niñas y niños, impacta las estructuras familiares y desarticula gravemente los procesos de crianza, cuidados y protección (Huynh et al., 2015). Los núcleos de referencia de las niñas y niños y las relaciones primarias a nivel familiar, vecinal y entre pares, se ven amenazadas y la confianza se erosiona (Ruiz, 2002). Los eventos de violencia se concatenan y se suceden sin pausa. Como consecuencia, las niñas y niños suelen ser víctimas de diversos tipos de abusos y agresiones a lo largo de sus vidas, con graves consecuencias psicológicas y sociales (Cifuentes Patiño, 2009; Hewitt et al., 2014; Ruiz, 2002; Saldaña et al., 1995). En este continuo de violencias, la violencia sexual —o los crímenes por medios sexuales para consumar la violencia— es una de las principales amenazas y realidades (Huynh et al., 2015).

La mayor parte de las publicaciones sobre la violencia sexual se enfocan en propuestas, análisis de modelos y estrategias para prevenir estos abusos desde el punto de vista de los adultos (Fryda & Hulme, 2015; Mathews & Collin-Vézina, 2019; Walsh et al., 2018). El temor de revictimizar a las infancias ha dificultado la creación de espacios académicos que nos permitan reflexionar sobre lo que las niñas y niños tienen qué decir acerca la violencia sexual en sus comunidades. En vez del desarrollo de estrategias sensibles a la revictimización, el silencio se ha establecido como política preventiva de los posibles daños, limitando toda posibilidad de aprender sobre lo que las niñeces piensan y experimentan. El análisis de los posicionamientos individuales y colectivos que definen desde dónde y cómo escuchamos a las niñeces violentadas es una tarea incómoda y desafiadora, pero profundamente necesaria. En contraposición al mutismo, importa cómo y cuándo hablan sobre esta problemática las niñas y niños que están viviendo en entornos altamente conflictivos.

La niñez que crece en contextos de violencia crónica se conceptualiza frecuentemente a través de dos lecturas. Por un lado, prevalece una noción de inocencia que perfila a niñas y niños como una tabula rasa. Su sufrimiento se torna carismático al ser concebidos como víctimas presociales, sujetos sin especificidad histórica, cultural y biográfica que soportan de manera pasiva los efectos de la violencia (Malkki, 2010). Por el otro, en territorios donde las condiciones de violencia los obligan a vivir situaciones de abuso que se han vuelto cotidianas, se presume la pérdida de la infancia, y se acepta y se justifica que el destino de niñas y niños sea la violencia (Serrano, 2005). Cuando la violencia es la norma se presupone una ruptura con la inocencia, es decir, se asume una infancia moralmente precaria, proclive al daño y la malicia. Por ese motivo las voces de estas niñas y niños son sospechosas de engañar, mentir y manipular.

Adicionalmente, la judicialización de los procesos de protección de niñas y niños, mucho más comunes en contextos de violencia generalizada y precariedad social, retoma sus relatos como evidencia y esto propicia dispositivos para su producción. En el peritaje psicológico de niñas y niños que son víctimas de abuso sexual se evalúan herramientas, estrategias o instrumentos que son utilizados por peritos con la intención de obtener testimonios validados (Aznar-Blefari et al., 2020; Muñoz et al., 2016). Desde un enfoque más amplio y complementario a las intervenciones con niñas y niños, en el campo de las neurociencias cognitivas y la psicología forense se ha desarrollado el interés por comprender los mecanismos del engaño y la mentira y establecer formas para detectarlos (Blandón-Gitlin et al., 2017; Jiménez & Sánchez, 2021; Luna, 2021). La persecución de los hechos y la necesidad de producir la verdad como prueba hacen indispensable identificar el engaño y someter a escrutinio la palabra de niñas y niños.

La antropóloga Patricia Dos Santos Begnami (2010) ofrece algunas claves para enfrentar el dilema de la credibilidad entre niñas y niños que hablan sobre sí mismos como sujetos sexuales y como sujetos de abuso sexual. En principio, es importante reconocer que la idea adultocéntrica que concibe a los niños como seres incompletos y en formación está todavía muy arraigada en algunos de nosotros, y esa visión del mundo hace que tengamos dificultad para aceptar a las niñas y niños como actores sociales y para escuchar atentamente sus concepciones del mundo y de las personas. En segundo lugar, la autora llama la atención sobre el riesgo de concebir a la infancia como productora de “mundos propios”. La fantasía y la imaginación son inherentes a la idea de infancia, y es esta asociación la que los vincula con universos ajenos al "mundo adulto". La idea de un mundo particular a la infancia es peligrosa, porque enajena a la niñez del engranaje social que pareciera ser exclusivo de los adultos. No obstante, las niñas y niños participan del mundo social del mismo modo que lo hacen los adultos, están en él, en él producen cultura y relaciones sociales (Begnami, 2010). La autora nos recuerda que, en el campo de la antropología, la veracidad de las narrativas de nuestros interlocutores, cualquiera que sea su edad, no es puesta en cuestión, pues tenemos la convicción de que “el discurso revelado por los nativos dice mucho sobre la sociedad en cuestión” (p. 8); por lo tanto, si cuestionamos la veracidad de lo que las niñas y niños cuentan, cuestionamos entonces a la antropología. Citando a Goldman (2003), resalta la premisa de que lo que los otros dicen es, ante todo, un saber sobre el mundo. Desde ese punto de vista, es una tradición antropológica no dudar de aquello que los otros nos comparten ni asumir nada bajo el estatuto de creencia. Inclusive, enfatiza Begnami (2010), si pensáramos que las niñas y los niños nos mienten, nos engañan o atraviesan con invenciones sus relatos, nos daríamos cuenta de que la mentira y la imaginación son también un juego social productivo, pero no solo para los más pequeños, sino para personas de cualquier edad. En todo caso, podríamos cuestionar cuál es el valor narrativo y moral de estos elementos en su contexto.

En su ensayo El gran mentiroso, Janaína Amado (1995) desarticula a través de la historia de un hombre adulto la idea de mentira o falsedad en la historia oral, para explorar el lugar de la invención, la fantasía y la memoria como elementos inherentes al acto de narrar. Para la autora, toda narrativa “posee una dosis de creación, invención y fabulación, es decir: una dosis de ficción” (p. 134). Al narrar, la memoria y la imaginación se complementan en un movimiento creativo que supera lo concreto y lo real. Concluye que los hechos no son los que importan, sino la capacidad para “rastrear las trayectorias inconscientes de los recuerdos y asociaciones de recuerdos” (p. 135). De acuerdo con Amado (1995), cualquier pretensión de dejar fuera la dimensión creativa de quien cuenta un relato es positivista e ingenua. Gómez (2019) también afirma que para producir la verdad es determinante la capacidad inventiva e intersubjetiva, y este ejercicio requiere de un “esfuerzo creativo o poético para la figuración de lo común” (p. 127). Desde ese punto de vista, la realidad no es menos real por estar atravesada por invenciones y fantasías que nos permiten transmitir experiencias de la vida cotidiana a través de relatos. En ese sentido la verdad no es algo fáctico, sino una mediación con la realidad y la experiencia de contar. Ciertamente la narrativa trasciende el reino de la explicación, la verdad y los hechos, porque tiene a la imaginación y la ficción como fuerza seductora del relato.

En un régimen donde la veracidad de los discursos de las niñas y niños está siempre en duda, y a partir del encuadre de la violencia crónica, me propuse explorar, en un juego de palabras, la crónica que producen las niñas y niños sobre la violencia. Se entiende que la violencia crónica genera una crónica de la violencia o una narración de la violencia cotidiana, como propongo. Retomando a Benjamin (2009), entiendo esta crónica como el ejercicio de “quien toma lo que narra de la experiencia, de la suya propia o la referida, y la convierte, a su vez, en experiencia de aquellos que escuchan su historia” (p. 65). Como se ha descrito, y contrariamente al dicho popular que afirma que las niñas y niños siempre dicen la verdad, la voz de la niñez que padece la violencia crónica generalmente se construye desde la desconfianza. No obstante, y de acuerdo con Das (2007), escuchar sobre la angustia y el sufrimiento provocados por la violencia nos hace partícipes de un contrato implícito en el que “el otro, aquel con el que compartimos, no es libre de creer o no creer” (p. 39); por lo tanto, somos obligados a tomar lo que los otros dicen como una forma legítima de organizar la experiencia vivida.

Inspirada en las narrativas en contextos de violencia y trauma social que recuperan Das y Kleinman (2000), el estudio buscó “interrogar lo ordinario” para entender las conexiones entre violencia y subjetividad. Siendo consecuentes con ese propósito, se consideraron las complejas políticas de la fantasía y la creación implícitas en el relato del diario acontecer. Para interrogar lo cotidiano y en un movimiento contrario a la reflexión directa sobre la violencia, la pregunta detonante para entablar un diálogo con las niñas y niños fue hablar sobre el día a día.

Metodología

La etnografía tiene como fundamento epistemológico la incorporación de la subjetividad de la persona que investiga; por lo tanto, la reflexividad del investigador se vuelve fundamental en el proceso dialógico de producción del conocimiento. En este caso exige reconocer los diferentes desafíos que supuso la participación de niñas y niños en un entorno escolar. Como institución, la escuela construye modos de relación adultocéntricos “entre los distintos actores educativos, y también en el propio ordenamiento de la estructura educacional como expresión de este adultocentrismo” (Duarte & Pezo, 2021, p. 15). Las relaciones del personal docente con las niñas y niños que participaron en el estudio reproducían la asimetría de poderes, que otorga a los adultos características de superioridad, incidiendo en dinámicas de comunicación unilaterales y verticalizadas donde los mayores ostentan el conocimiento y la verdad y no se favorecen espacios de colaboración. Los intentos para que las niñas y niños tomaran decisiones sobre cómo participar en el estudio eran generalmente cuestionados por los profesores, y la mediación con estos era indispensable. En consecuencia, para construir una relación de horizontalidad y participación con niñas y niños, también fue necesario deconstruir mi condición como mujer adulta, asociada, en ese espacio, con la figura de profesora. Pronto entendí que el salón de clases reforzaba entre los participantes la idea de que yo era una maestra, por lo que se eligieron otros puntos de convivencia escolar para el desarrollo de los encuentros con niñas y niños, como las bibliotecas o espacios de recreo. Este movimiento nos permitió relacionarnos desde el juego y la conversación abierta e informal que no eran comunes en el salón de clases.

Los encuentros con niñas y niños tuvieron lugar entre septiembre de 2019 y enero de 2020 en dos escuelas primarias. Para convocar a los participantes se procedió mediante un muestreo no probabilístico por conveniencia. Como criterio de inclusión se buscó que los participantes compartieran una experiencia generacional semejante, determinada no solo por el rango de edad, sino por crecer y vivir en un territorio donde ha prevalecido la violencia a lo largo del tiempo. Se trabajó en dos planteles ubicados en el mismo sector; por este motivo una buena parte de las y los participantes eran vecinos e inclusive parientes. La propuesta de estudio pasó por la revisión de la investigadora a cargo del proyecto global y se apegó al código ético de la institución. Las discusiones sobre controversias fueron tratadas en sesiones con pares académicos. La finalidad del estudio y la metodología se discutieron con las autoridades municipales, escolares y padres de familia. Se hizo referencia explícita al manejo y uso de los datos. Se explicó de qué forma sería salvaguardada la identidad de las y los participantes y se facilitó información de contacto de la investigadora, aclarando que no habría incentivos o compensaciones por la participación. Toda esta información se trató de forma diferenciada en el caso de las niñas y niños. Con ellos se hicieron presentaciones ante el grupo donde la investigadora explicó en qué consistía su trabajo y la forma de obtención de datos. Expuso el tipo de herramientas que utiliza, entre estas, libreta de notas, grabadora de voz y micrófono, explicando su funcionamiento y justificando para qué serían grabadas algunas conversaciones. Se dejó claro que todo lo conversado en pequeños grupos serían cuentos o situaciones que habían vivido los personajes y que, adicionalmente, usaríamos alias o sobrenombres para que nadie descubriera la identidad de los participantes. Con esta información las niñas y niños tomaban la decisión de incorporarse a los grupos o ruedas de conversación.

La invitación para colaborar en el estudio se hizo de manera directa en grupos de tercero y cuarto año de primaria, integrándose solo aquellas niñas y niños con interés en participar. Posteriormente, los objetivos y detalles del trabajo se dialogaron con las y los participantes y se obtuvo su consentimiento verbal. A través de esta estrategia se documentaron las narrativas orales y pictóricas de 39 niñas y 43 niños entre 7 y 10 años, que tenían en promedio 8.5 años cumplidos. Los datos de contacto se entregaron, a solicitud de los participantes, en una fotografía de los equipos al lado de su obra.

Con el objetivo de comprender lo que significa convivir cotidianamente con la violencia crónica y explorar cómo narran las niñas y niños las situaciones que viven como protagonistas o testigos, fue indispensable favorecer la interlocución. Para aproximarnos al diálogo con las niñas y niños y entre ellos mismos, se propuso una metodología cualitativa, lúdica y relacional. A través del dibujo, la pintura y la imaginación se buscó conectar con la propia creatividad de las y los participantes y sus modos de contar. Concretamente, se organizaron ruedas de conversación alrededor de la creación de un personaje, un niño o una niña que fuera habitante del mismo barrio y tuviera su edad. Ya que el hilo conductor del estudio era la vida cotidiana en un barrio afectado por la violencia crónica, y no la violencia en sí, se hicieron preguntas para explorar situaciones ordinarias que acontecían en el vecindario. El personaje creado por cada grupo tomó forma a través de las historias que compartían las niñas y niños en las ruedas de conversación. Aunque la instrucción era hablar sobre lo que pasaba en la vida del personaje, las y los participantes solían hablar de sus propias experiencias. Para reforzar la identidad del personaje, al finalizar las sesiones de conversación se realizaba un “ritual” para transferir las experiencias de las niñas y los niños al personaje creado de manera colectiva. El acuerdo era que los eventos narrados no estaban relacionados con las y los participantes sino con la niña o niño creado.

Este ejercicio les permitió transitar entre narrativas construidas en primera persona y otros hechos “desde afuera”, donde podían o no formar parte de la historia o encarnar las vivencias. Nunca fue relevante que las niñas y niños fueran protagonistas de las situaciones que compartían; por ese motivo, las experiencias de otros pares se sumaban a los relatos. Con base en esta estrategia, niñas y niños fluían con facilidad entre el relato colectivo, inclusive anónimo, y acontecimientos personales o ajenos. Con agencia narrativa, también asumieron el ejercicio de contar sus propias experiencias en primera o tercera persona. Finalmente, agregaron datos ficcionales a los personajes o modificaron eventos, condiciones y oportunidades para plantear otros destinos para ellos mismos y para otras niñas y niños.

La investigación cualitativa tuvo un diseño participativo, por lo que se construyó una relación horizontal y de acompañamiento con niñas y niños. Como resultado, sus voces y opiniones fueron consideradas para dar forma a los modos de indagación. Por ejemplo, las niñas y niños propusieron que las ruedas de conversación no fueran mixtas y que los participantes fueran amigos entre sí. Para promover la escucha atenta, los grupos o ruedas de conversación tuvieron de dos a cuatro participantes. Adicionalmente, se realizaron entrevistas estructuradas para indagar la composición doméstica de sus hogares. De manera grupal los participantes elaboraron 33 personajes y cientos de viñetas alrededor de estos, en las que plasmaron algunos acontecimientos de los que fueron testigos o protagonistas.

Para el análisis de estos datos, las observaciones reflexivas a estos procesos se registraron en diarios de campo. Tales anotaciones fueron un insumo importante no solo para el registro de información sino para llevar un procedimiento estructurado sobre la reflexividad de la investigadora, en el que se plasmaron las relaciones tanto con las instituciones como con los participantes del estudio y su entorno. Se propuso como método de tratamiento de la información el análisis temático, que consiste en la emergencia de tópicos importantes para la descripción del fenómeno en conjuntos de datos empíricos (Escudero, 2020; Mieles et al., 2012). Con el objetivo de identificar las principales formas de violencia relatadas por niñas y niños, así como los modos subjetivos de contar, dar sentido e interpretar la vida cotidiana, los datos obtenidos recibieron un tratamiento complejo y riguroso. Las conversaciones de cada grupo y las entrevistas estructuradas fueron grabadas y transcritas de manera literal y selectiva, respectivamente. Las transcripciones ayudaron a alimentar una base de datos que incluyó anotaciones de diarios de campo, la composición doméstica de los hogares, los dibujos individuales y colectivos, y las explicaciones orales que proveyeron niñas y niños a cada obra. El material fue tratado mediante codificación abierta, axial y selectiva, con el apoyo de un software de análisis cualitativo, usando Atlas.ti versión .6.

Resultados

Mi contacto con las niñas y niños se limitaba al espacio escolar, en encuentros que exigían la irrupción de las clases habituales, por lo cual generalmente acudían a las reuniones con entusiasmo y curiosidad por hacer algo diferente. También me relacionaba con ellos durante los recreos, cuando me invitaban a participar en sus juegos o conversaciones, me compartían sus alimentos o me presentaban a sus madres o hermanas, que acudían a dejarles el lonche. En ningún encuentro estuvieron presentes otros adultos; por el contrario, el personal docente aprovechaba mi intervención en la escuela para trabajar con menos alumnos o “deshacerse” de estudiantes “problemáticos”. Las ruedas de conversación duraban entre 3 y 4 horas, ocasionalmente divididas en dos sesiones. Buena parte de ese tiempo se dedicaba a dibujar y colorear las creaciones, motivo por el cual algunos de ellos experimentaban el encuentro como una clase de educación artística donde, junto a sus amigos, podían escuchar música, hablar sobre sí mismos y problemas propios de la comunidad.

Desde que comencé a escuchar a niñas y niños comprendí que tenían una fascinación por contar historias de miedo y de terror. La rueda de conversación los animaba a narrar aventuras de personajes siniestros que incluían monstruos, payasos, diablos, fantasmas y brujas, pero también robachicos, soldados y asesinos. Personajes masculinos que eran violentos y aterradores. Algunos de sus personajes estaban inspirados en películas y videojuegos, o en historias que los adultos les contaban para asustarlos. Tenían un gusto desarrollado por sentir y producir miedo a través de los relatos. Al inicio me incomodaba la tendencia a contar este tipo de historias, pues me preocupaba que estas conversaciones fueran perturbadoras para algunos de ellos. Noté que solía desanimar este tipo de relatos cuando un grupo me confrontó directamente para saber por qué los detenía. Poco a poco me fui abriendo a sus modos de contar y pude apreciar la manera en que la ficción se entreteje con la realidad de la violencia crónica.

“Payaso asesino”, personaje creado por un grupo de niños durante las ruedas de conversación.
Figura 1
“Payaso asesino”, personaje creado por un grupo de niños durante las ruedas de conversación.

Haciendo alusión al miedo infantil más popular, las niñas y niños cuentan que hay hombres que merodean el barrio para secuestrarlos. Mencionan que los acechan desde taxis o automóviles particulares. De acuerdo con los testimonios, estas personas desaparecen y matan a las niñas y niños, los roban para vender sus órganos y los hacen víctimas de redes de trata y explotación sexual. Como parte de estos relatos, las pequeñas voces contaban que recientemente un hombre había sido descubierto y capturado por la policía en posesión de una bolsa con teléfonos celulares y evidencia de pornografía infantil. Entre sus pertenencias había también una lista con nombres de niñas y niños a quienes planeaba “robar para tomarles fotos”. Al descubrir que había estado fotografiando a algunas niñas del barrio, una turba de vecinos lo persiguió para golpearlo. De acuerdo con las narraciones, el hombre había ofrecido dinero a las niñas para subirlas al auto; otros contaban que prometió regalarles un teléfono celular. Algunos temían que su nombre estuviera en la lista y que fuera a por ellos.

Después de escuchar diferentes versiones de la historia del robachicos con la bolsa de celulares, me sorprendí cuando un grupo de niñas suspendió la conversación para decirme: “si no nos cree, búsquelo en internet”. Nunca me había enfrentado a la necesidad de comprobar ninguno de sus relatos, entonces me pregunté con qué frecuencia los adultos no creían en su palabra. Con el tiempo fui notando la tendencia de las niñas y niños de validar sus historias y experiencias a través de fuentes periodísticas publicadas en las redes sociales del barrio. De su mano, me sumergí en la nota roja local y entendí que era común que ese tipo de prensa digital e impresa cubriera situaciones que les ocurrían a ellos y sus familias.

La estructura narrativa del evento señalado guarda semejanzas con el “hombre del saco”, una figura criminal y de miedo que ha pasado de generación en generación para amedrentar a los más jóvenes. De origen popular e incierto, los robachicos y sus variantes tienen un pie en la realidad y otro en la imaginación. No obstante, el caso referido estaba lejos de ser producto de sus fantasías. De acuerdo con los testimonios infantiles, es indudable que las niñas y niños del sector son amenazados por redes de trata de blancas y reciben invitaciones para abusos que se presentan como “juegos sexuales”, buena parte de los cuales involucran el consumo y producción de material pornográfico. Las niñas relatan que adultos extraños y cercanos, como familiares y vecinos, les hacen proposiciones para fotografiar sus cuerpos. El acoso sexual acontece entre personas de diferentes generaciones y entre sus pares. La escuela es un lugar para sostener relaciones afectivo-sexuales como el beso y el enamoramiento, pero también juegos sexuales, acoso y abuso sexual entre niños de diferentes edades. El acoso y la violencia sexual de niños hacia niñas es tan frecuente que impactó inclusive la metodología del estudio, cuando las niñas me solicitaron explícitamente evitar los grupos mixtos para las dinámicas grupales.

La violencia sexual afecta a sus madres y abuelas. Los casos de rapto y violación de mujeres y niñas son comunes. Entre los eventos que contaron figuraba el secuestro y agresión sexual de una abuela. Con motivo de estas experiencias el miedo se ha transmitido de forma intergeneracional y las niñas viven con el temor de ser violentadas sexualmente. En palabras de una participante de 8 años, uno de sus mayores temores es que la “violen en un carro”.

La cultura y orden político de la violencia y la violación en el barrio produce prácticas de autocuidado en las que participan activamente niñas y niños. Las medidas para “evitar la violación” están naturalizadas: las niñas saben cómo comportarse y vestirse para “prevenir” ser leídas como cuerpos sexuales, entienden cómo transitar y cómo resistir y defenderse de sus agresores, quienes son descritos con frecuencia como “hombres borrachos” y “taxistas”. Otros consejos que dan y siguen las niñas fueron los siguientes: “no te acerques a un hombre sola”, “no vayas, aunque te llame”, “los taxistas violan mujeres y niñas”, “los muchachos usan los taxis para pasear a las niñas y tocarlas”, “los taxis son malos”, “los borrachos son peligrosos”, “no te debes sentar sobre las piernas de un señor”. Con estos antecedentes las niñas me aconsejaron no utilizar taxis y desarrollé estrategias diferentes para moverme por el barrio. Aunque nunca fue la intención corroborar sus relatos, personas que hacían trabajo comunitario en la misma zona me explicaron que ciertos taxistas se prestaban para diferentes prácticas criminales al interior de las unidades, siendo las más habituales el asesinato, robo, rapto y violación. La explicación más común que daban las niñas sobre la conducta de los agresores era el uso de drogas o alcohol. Los espacios de acoso y agresión sexual eran diversos, incluían la calle, las fiestas infantiles y en menor medida las redes sociales. En general, las historias que decidían narrar eran agresiones en espacios públicos.

“Meterte a los taxis, mal hombre”.
Figura 2
“Meterte a los taxis, mal hombre”.

Un grupo de tres niñas narró la violación grupal de dos hermanas. Al agresor le dieron el nombre ficcional de Diablo para enfatizar que era un joven “muy malo”, “capaz de hacer mucho daño”, “que se droga y mata”. Contrariamente al sentido común, la representación del personaje no tenía cuernos o cola, era un chico ordinario. En realidad, Diablo era primo de una participante y un joven reconocido en el barrio por su crueldad y el miedo que inspiraba. Relataron que Diablo y sus amigos pretendían a las dos hermanas, populares por su belleza. De acuerdo con la prima de Diablo, el joven se mostraba cada vez más amenazante ante el rechazo de las adolescentes, a quienes decía: “las van a encontrar en una bolsa por presumidas”. Según el testimonio de las niñas, los jóvenes secuestraron a las adolescentes para abusar sexualmente de ellas a bordo de un auto que era propiedad de un familiar de Diablo. La madre de las muchachas puso una denuncia. Los agresores se escondieron de la policía durante un tiempo y meses después uno de ellos fue asesinado. La madre de las adolescentes —que tiene un comercio en la localidad— envió a sus hijas a vivir con una hermana, debido a que las amenazaron de muerte. El siguiente diálogo entre Gavi [sic] y Diablo lo escribieron las tres niñas a modo de viñeta después de contar esa historia:

Diálogo entre Diablo y Gavi
Figura 3
Diálogo entre Diablo y Gavi

D: Hola hermosa, que guapa.

G: Loco mariguano, déjame en paz.

D: Ven mami, que te voy hacer cosas.

G: Ay, mendigo loco. Mariguano, déjame en paz.

D: Un día que no te des cuenta te voy a agarrar.

G: Niño loco ya no te quiero ver, niño loco.

D: Si no me quieres te voy a violar.

El caso descrito no era aislado. De las 82 niñas y niños que participaron en el estudio, 43 conocían con detalle experiencias de violencia sexual hacia mujeres, niñas y niños; de estos, al menos 8 refirieron que el abuso sexual había llevado a las víctimas y sus familias a cambiar de domicilio. Reconocían que huir era la única medida de protección posible y que ciertos casos de violación, semejante al narrado, desencadenan una amenaza constante sobre la integridad de las víctimas y sus familias.

“No acoso”.
Figura 4
“No acoso”.

Finalmente, tras recuperar diferentes experiencias y narrativas de niñas y niños, una historia creada por un grupo de niñas de 7 años marcó el rumbo de las reflexiones en torno a los modos en que la ficción y la realidad confluyen. Después de haber compartido situaciones de abuso y violencia sexual en el barrio, las pequeñas propusieron un “cuento de Halloween” para narrar, resignificar y ordenar un conjunto de experiencias dolorosas vinculadas con la violencia sexual:

Salieron las niñas a pedir dulces / traían vestidos de princesas / Iban con las más chiquitas cargando / Y llegaron unos payasos muy feos en las camionetas y traían pistolas / Las querían subir al carro / A las niñas que agarraban les rompieron el vestido, todos sus vestidos, se los quitaron y se los rompieron / también querían robarse a las niñas más chiquitas / las persiguieron y nadie las ayudaba, porque era de noche y si gritabas te iban a matar / Por eso les decimos a todas las niñas que no salgan a la calle.

Al finalizar la historia, en la que participaron las tres niñas como narradoras en una secuencia improvisada, una de ellas escribió el resumen del relato al margen del personaje llamado Escarleth: "El Halloween pasado unos payasos andaban con unas pistolas y se querían abajar [sic] y se querían llevar a unas niñas y tocaron niñas en una camioneta y nosotros corrimos y ya no volvimos a ir...".

Como señala el escritor de literatura infantil Maurice Sendak, “los niños viven en la fantasía como en la realidad; se mueven adelante y atrás con facilidad, de una manera que los adultos ya no recordamos” (Lanes, 1984, p. 65). La narración de Halloween recupera todos los elementos de la rapiña sexual de los nuevos estados de guerra: el secuestro y la violación, “la sexualización extensiva de la violencia”, como apunta Segato (2016, p. 64). Al mismo tiempo, transmite el terror asociado a la figura del payaso siniestro, un personaje de límites ambiguos que se vale de la violencia sexual y armada para infligir miedo y crueldad. Así como el adolescente Diablo, ambos personajes parecen una figura ordinaria.

De acuerdo con Rabain-Jamin (2006), “contar es parte de la socialización de las niñas y niños” (p. 176). Escuchar estas historias nos permite entender cómo perciben y se relacionan con el mundo, cómo lo organizan para hacer de estas experiencias algo más comprensible y susceptible de ser comunicado. Esta forma de proceder no se considera contraria a la verdad en cuanto a mentira o falsedad. Aquí, la función de la ficción, la imaginación o la fantasía son rasgos distintivos, paradójicamente, de la realidad social. Al mismo tiempo, brindan elementos acerca de la expresión oral de las niñas y los niños al contar, y sobre las formas en que utilizan la fantasía para crear efectos en quienes los escuchan. Como dirían Campos y Campos (2018), la ficción es una capacidad humana altamente productiva en la construcción y organización del mundo social, la ficción revela la realidad. Contrariamente a lo que podría suponerse, las máscaras de payaso son el único rasgo ficcional del relato de Halloween. La historia muestra lo que ellas esperan del mundo, sus riesgos y peligros; expresa cómo interactúan con la violencia de manera cotidiana y cómo socializan moralejas, que no son solo formas de disciplinamiento sino también de resistencia.

Un aspecto interesante e inesperado de la metodología fue su capacidad para proyectar otras realidades posibles a través de la fantasía. Después de una sesión de trabajo donde las niñas contaron diferentes casos de violencia sexual sucedidos en su comunidad, las participantes elaboraron una historia diferente para el personaje creado, una biografía imaginada que no estaba cruzada por la violencia. El grupo se concentró en los detalles coloridos de su ropa y no elaboró ninguna viñeta alrededor del personaje; me dijeron: “la vamos a dejar así, porque a ella nada malo le pasó, ni nada malo va a pasarle”. Finalmente, escribieron al calce del dibujo: “Nina vive con su abuelita, y es que sus papás trabajan y ella entiende, porque ya es grande, porque tiene 10 años y es inteligente porque le gusta mucho estudiar. Nada malo va a pasarle”.

“La vamos a dejar así, porque a ella nada malo le pasó, ni nada malo va a pasarle”.
Figura 5
“La vamos a dejar así, porque a ella nada malo le pasó, ni nada malo va a pasarle”.

Como puede verse, las resistencias e imaginaciones infantiles también indican un “querer habitar el mundo de manera distinta”; a pesar de las situaciones estructurales que les afectan, las narrativas de las niñas y niños expresaron “no sólo ‘cómo funciona el mundo’, sino también (...) ‘cómo debería funcionar’” (Trevignani & Videgain, 2016, p. 44).

Discusión

Los trabajos sudamericanos en torno a la producción narrativa de niñas y niños son considerables y representan un punto de partida para este texto, aunque no siempre se han enfocado en las violencias que ellos experimentan (Hartmann, 2018). En México, la producción de relatos hechos por niñas y niños en situaciones de violencia se ha concentrado en zonas de conflicto, bajo el encuadre de producción de la memoria; destacan trabajos en territorios zapatistas (Rico, 2016) y en procesos de migración y desplazamiento forzado (Hernández, 2020; Salazar, 2014). Durante la revisión de la literatura se encontró una producción importante de las vivencias de niñas y niños en barrios violentos; sin embargo, el foco no ha estado en el modo en que narran la violencia.

A través de sus modos de contar, he intentado mostrar que en contextos de violencia crónica existe poca confianza y credibilidad en la niñez. Por un lado, niñas y niños, en cuanto fuentes, son puestos bajo sospecha, debilitando la legitimidad de sus voces. Por el otro, las metodologías competentes que les brindan confianza y seguridad —y no solo garantizan la objetividad de los datos obtenidos— aún luchan por abrirse camino en espacios académicos declaradamente positivistas. Desde ese punto de vista, este trabajo puede coadyuvar a entender las dificultades para posicionar sus voces como legítimas. Entre las limitaciones de este estudio, que bien podrían ser la dificultad para generalizar las experiencias, puede reconocerse la riqueza de tomar las narrativas de niñas y niños como documentos históricos y de vida.

Corroboramos que, en entornos de violencia crónica, la enajenación del contexto inmediato impide que las niñas y niños accedan a espacios seguros donde puedan participar y ser escuchados. Por lo tanto, las metodologías que se proponen explorar las narrativas de las niñas y niños en estos territorios deben de ser capaces de construir espacios confiables para compartir y promover la interlocución entre pares, invertir tiempo suficiente para escucharlos y flexibilidad para permitir que participen en las estrategias para conducir la investigación.

Las historias narradas a partir de esta metodología tienen a las niñas y niños como protagonistas o como testigos, pero también como audiencia. Las ruedas de conversación les permitieron reconocer que sus situaciones no son aisladas, y que es válido hablar de lo que les sucede en un entorno que produce un ocultamiento deliberado de la sexualización de los cuerpos de las niñas y niños, de la sexualidad infantil y de la violencia por medios sexuales hacia ellos. A través del cuestionamiento de sus relatos, los adultos ejercen una vigilancia comunicativa basada en el silencio, el encubrimiento y el descrédito, que perpetúa la violencia sexual hacia —y entre— niñas y niños.

Los desafíos éticos de escuchar a las niñeces que son víctimas de violencia sexual son muchos en un Estado precarizado en el que tanto el sistema judicial como los procesos de investigación pueden ofrecer pocos o nulos recursos para la restitución de los daños. Pero el temor a la revictimización victimiza de otros modos, sumiendo a las niñeces violentadas en el silencio. Este es posiblemente el desafío ético más grande: ¿cómo podemos dejar de producir silencio alrededor de sus condiciones de vida?, ¿cómo construir espacios seguros para recuperar las experiencias que niñas y niños han tenido con la violencia sexual que prevalece en sus comunidades? Es importante reconocer que estamos insertos en un contexto diferente que ofrece pocas garantías para la reparación del daño, pero donde la investigación puede abrir caminos para comenzar a pensar en propuestas.

Como advierten Dos Santos Begnami (2010) y Calaf (2007), lo innegable es que las niñas y niños son sujetos sexuales y sexualizados, hablan sobre esto y quieren ser escuchados. Por ese motivo, más allá de las muchas discusiones que podríamos sostener sobre las implicaciones éticas de un trabajo como este, comparto la postura de Egan y Hawkes (2010), cuando dicen que debemos de movernos de la protección silenciosa al reconocimiento de la violencia sexual, la sexualidad y la agencia sexual de niñas y niños. Este reconocimiento podría ser de utilidad a futuras investigaciones, pero también a programas de protección para crear un contexto que fomente su escucha y reconozca la legitimidad de sus relatos y de sus experiencias como actores sociales, y no solo como víctimas en contextos de violencia.

Las historias de las niñas y niños son concepciones legítimas del mundo en las que la discusión de la veracidad no tiene valor y es innecesaria. Los relatos utilizados como ejemplo demuestran que su capacidad para introducir elementos ficcionales es sinónimo de agencia narrativa. En estos la imaginación no produce mundos alternos, no busca engañar ni es consecuencia de una supuesta inmadurez. La creatividad se instrumentaliza para capturar a la audiencia, tal como lo hace la prensa roja o cualquier adulto en un relato. Al crear historias con un pie en la imaginación, niñas y niños organizan sus experiencias con la violencia y hacen de estas algo más comprensible y susceptible de ser comunicado. Desde ese punto de vista, es necesario sacar a las fantasías del encasillamiento de mentira o falsedad, y observarlas como una política y una poética de verdad que nos permite rastrear la asociación de recuerdos y efectos que la violencia produce.

Como señala Hartmann (2021), en sus narrativas, las niñas y niños son capaces de reproducir los lugares sociales, pero también de modificarlos de manera sensible. Con pizcas de realidad y ficción, ellos transforman sus destinos y el de otros pares, construyen realidades posibles y tramas alternativas: pueden hacer que la violencia sexual desaparezca, adecuando la forma en que funciona el mundo a la manera en que debería funcionar. Desde el punto de vista de la niñez, Bradbury (1995) nos aproxima algunos elementos para pensar la misma idea, la instrumentalización de la ficción para reorganizar la realidad:

[La ficción] devora ideas, las digiere y nos dice cómo sobrevivir. Una cosa acompaña a la otra. Sin fantasía no hay realidad. Sin estudios sobre pérdidas no hay ganancias. Sin imaginación no hay voluntad. Sin sueños imposibles no hay posibles soluciones.

Los niños sentían, aunque no pudieran decirlo, que la fantasía (...) no es en absoluto una huida. Es un movimiento que esquiva la realidad para encararla y obligarla a comportarse (Bradbury, 1995, p. 87).

Por lo tanto, “creer en sus narrativas” sin someterlas a verificación es un ejercicio necesario para entender las formas en que niñas y niños nos sugieren intervenir la realidad.

Agradecimientos

1El estudio se desarrolló durante una estancia posdoctoral en el marco del Proyecto Conacyt CB-2016/285477, titulado: Infancias amputadas, adolescencias en riesgo. Niñez y violencia crónica en el noreste de México, coordinado por Séverine Durin.

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