Resumen: En este artículo se aborda el tránsito de la propiedad corporativa a régimen de dominio individual a partir del caso de la comunidad de indígenas de Orizaba durante el siglo XIX. Se toma como antecedente las condiciones que posibilitaron a los grupos sociales acceder al dominio útil de la tierra y posteriormente a la propiedad plena. Desde los tiempos coloniales los censos enfitéuticos, los arrendamientos y otras variedades de usufructo permitieron a indios, españoles y mestizos establecerse en tierras de mayorazgo y de comunidad. Estos derechos de propiedad se afirmaron y promovieron durante el funcionamiento del monopolio real del tabaco. Con la llegada del liberalismo, la movilización de los indios permitió acordar con el ayuntamiento local los criterios de realización de los repartos, evitando así que los bienes de comunidad se transformaran en patrimonio municipal. Esta experiencia sirvió de insumo para el diseño del primer ordenamiento desamortizador veracruzano, en 1826. Su aplicación requirió de constante diálogo, acuerdos y consensos que contribuyeron a disuadir conflictos que complicaban la privatización de los bienes corporativos. Hacia mitad de siglo gran parte de las tierras ya habían sido transformadas a dominio particular, usando como soporte a la legislación veracruzana, y en algunos casos manteniendo la enfiteusis y los arrendamientos. Aun estando vigente la Ley Lerdo, los indígenas y las autoridades locales siguieron apoyándose en los decretos estatales, pues les aseguraban márgenes amplios de consenso, mayor injerencia popular en la toma de decisiones, y una distribución más equitativa de la propiedad.
Palabras clave: Comunidades, derechos propiedad, actores locales, legislación liberal, participación popular.
Abstract: This article analyzes the transition from corporate property to individual ownership based on the case of the indigenous community of Orizaba during the 19th century. It takes as a background the conditions that made it possible for social groups to gain access to the useful domain of the land and later to full ownership. Since colonial times, emphyteutic censuses, leases and other varieties of usufruct allowed Indians, Spaniards and mestizos to establish themselves on mayorazgo and community lands. These property rights were affirmed and promoted during the operation of the royal tobacco monopoly. With the arrival of liberalism, the mobilization of the Indians made it possible to agree with the local town council on the criteria for carrying out the distributions, thus preventing the community properties from being transformed into municipal patrimony. This experience served as an input for the design of the first disentailment ordinance in Veracruz in 1826. Its application required constant dialogue, agreements, and consensus to dissuade conflicts that complicated the privatization of corporate assets. By the middle of the century, a large part of the lands had already been transformed to private ownership, using the Veracruz legislation as aid, and in some cases maintaining the emphyteusis and leases. Even while the Lerdo Law was still in force, the indigenous and local authorities continued to rely on the state decrees, since they assured them wide margins of consensus, more popular interference in decision making, and more equitable distribution of property.
Keywords: communities, property rights, local actors, liberal legislation, popular participation.
Sección general
La división de las tierras de comunidad de Orizaba durante el siglo XIX. Actores sociales y propiedad individual
The Division of Community Lands in Orizaba During the 19th Century. Social Actors and Individual Ownership
Recepción: 24 Marzo 2024
Aprobación: 25 Febrero 2025
En las siguientes páginas se analiza la desamortización de las tierras de comunidad que pertenecieron a la república de indios de Orizaba, en el centro-oriente de México. La escala local permite colocar en un primer plano aspectos que revelan el funcionamiento de ámbitos de negociación que facilitaron a diferentes actores acceder al usufructo de la tierra a través de cesiones enfitéuticas, arrendamientos y adjudicaciones hechas por la autoridad política. A lo largo del tiempo las estructuras agrarias, las leyes y las costumbres se han transformado por efecto de las prácticas sociales, la función desempeñada por las instituciones y el discurso predominante que validaba derechos de usufructo de la tierra (Grossi, 1992; Congost, 2007; Luna, 2021; Bastias, 2021).
Recientes investigaciones han puesto de relieve aspectos como la diversidad de derechos de propiedad que hacían convivir en un mismo espacio lo común y lo particular, inclusive en tiempos de aplicación radical de leyes liberales (Menegus, 2009; Marino, 2010; Kourí, 2013; Escobar y Butler, 2013; Álvarez, Menegus y Tortolero, 2018; Padilla y Rosas, 2023). Siguiendo esta senda metodológica se ha logrado descentrar la explicación del pasado rural mexicano que durante décadas colocaba a la Ley de Desamortización de 25 de junio de 1856 (Ley Lerdo) como el factor desencadenante de un despojo de tierras que dio pie a la Revolución de 1910. De esta forma, se ha puesto atención a elementos de orden social, económico y simbólico que ayudan a tener una mejor idea acerca de la individualización del patrimonio de pueblos y municipios mexicanos (Sánchez Silva, 2007; Escobar, Falcón y Sánchez, 2017).
El proceso de división de las tierras de comunidad de Orizaba se materializó en diferentes coyunturas del siglo XIX, usando como soporte a las leyes veracruzanas, incluso cuando estas coincidieron en tiempo con la Ley Lerdo. Fue por conducto de aquellas que la mayor parte de las tierras de fundo legal, comunidad y ejidos pasaron a dominio privado. Un escenario de esta naturaleza aleja la posibilidad de pensar en el despojo como resultado de la desamortización. Los propios indígenas jugaron roles activos en la conducción de los repartos. Elementos como la territorialidad, las actividades económicas, las relaciones sociales, los intereses de grupo y el posicionamiento de las élites indígenas fueron factores que matizaron el cambio de régimen de propiedad.
Durante el periodo colonial Orizaba se afianzó como una cabecera política y religiosa, donde floreció una sociedad pluriétnica dedicada a la agricultura, el comercio y los servicios. Los indios recibieron merced de tierras, mientras que españoles y mestizos compraron solares a los indios y pagaron censos enfitéuticos al Conde del Valle. Con el monopolio del tabaco el equilibrio de poder local se transformó: los españoles erigieron su ayuntamiento y los indios ampliaron su territorio. Después de la Independencia, los principales ramos de la economía reverdecieron. Más tarde llegaron el ferrocarril y la industria textil. 1 Detrás de esta modernización, los indígenas experimentaron la privatización de su patrimonio agrario.
Hacer justicia a los habitantes del campo que habían sido desposeídos a causa de la Ley de Desamortización de 25 de junio de 1856 fue una de las principales promesas de la Revolución mexicana. Cuando se promulgó la Ley de 6 de enero de 1915 se reconoció el derecho de los pueblos para solicitar restituciones o, en su defecto, recibir tierras en dotación. Este principio fue incorporado al artículo 27 constitucional, refrendando así el compromiso del Estado mexicano con el fomento de la pequeña propiedad y la dotación de tierra a “las corporaciones de población” (Gómez, 2016, p. 108). A la legislación agraria revolucionaria se debe que las figuras de propiedad que encarnaban derechos colectivos hubieran sido homologadas dentro de una sola categoría jurídica que recibió nombre de ejido,en alusión al último reducto territorial que los pueblos mantenían en comunidad (Kourí, 2017).
La justificación de la reforma agraria a partir del despojo y el reclamo de justicia tuvo resonancia en el tratamiento historiográfico de la propiedad. La imagen contrapuesta entre lo individual y lo colectivo sirvió de base para explicar la continua defensa de las comunidades indígenas frente al acecho de haciendas y ranchos (Chevalier, 1999). El arrebato de tierras habría llevado al empobrecimiento popular, a la violencia agraria y finalmente al estallido de dos revoluciones sociales: la primera que terminó con la dominación española, y la segunda que provocó la caída del régimen porfirista (Tutino, 1990).
La narrativa basada en el despojo tuvo en Andrés Molina Enríquez (2016 [1909]) a su principal referente. El autorcriticó con firmeza al proyecto liberal de crear una nación de pequeños propietarios por haber beneficiado a personas ajenas a los pueblos. En el proceso de privatización de los bienes de comunidad que promovía la Ley Lerdo, decía Molina, hubo indígenas que luego de recibir la adjudicación de sus parcelas no fueron propietarios de sus tierras “un solo día” debido a que los mestizos usurparon sus derechos o bien les compraron sus parcelas a “precios ridículos”. Al carecer de todo lo necesario para vivir con dignidad, “dejaban de ser hombres pacíficos para convertirse en hombres mercenarios prestos a seguir a cualquier agitador” (pp. 100, 105-106). Esta visión tuvo eco en los círculos políticos e intelectuales hasta volverse una “verdad histórica indisputable” (Kourí 2009, p. 328). La Revolución, entonces, habría sido el resultado del cansancio de las comunidades ante el abuso de los poderosos, a quienes se les acusaba de usar la legislación liberal a conveniencia de sus intereses. En respuesta, el gobierno mexicano asumió la facultad de hacer justicia a los pueblos expoliados a través de actos de restitución agraria. (Silva, 1959; Baitenmann, 2017).
Desde la década de 1980 la historiografía ha puesto sobre la mesa realidades del México rural que no concordaban con la narrativa del Estado. Así lo demostraron importantes publicaciones sobre haciendas que dejaron pruebas del arraigo de formas variadas de utilización de la tierra, el trabajo y los recursos naturales que revelaban la existencia de relaciones de reciprocidad entre grandes propiedades privadas y pueblos colindantes, sin que esto negara el brote de conflictos. (Van Young, 1989; Katz, 1990; Tortolero Villaseñor, 2008; Falcón, 2013).
En el ámbito de los pueblos de indios se han dado aportaciones relevantes sobre la historia de la propiedad en su relación con las instituciones locales, la justicia, los actores sociales y el territorio. Margarita Menegus (2006) califica como un acierto metodológico que la historiografía más reciente haya hecho “esfuerzos por vincular cada vez más la historia colonial con la del siglo XIX, dejando atrás la periodización tradicional que separaba una etapa de otra” (p. 49). Siguiendo una perspectiva de larga duración se pueden apreciar con nitidez dinámicas demográficas, relaciones sociales y procesos económicos que configuraron el territorio y la estructura de la propiedad.
La historiografía reciente resalta la importancia que tuvieron los ordenamientos legales promulgados en tiempos de la monarquía española, en particular las implicaciones espaciales del derecho a la posesión de tierras de carácter corporativo (García Martínez, 1987; Arrioja, 2011). Se ha demostrado que la propiedad de los pueblos, en numerosos casos, tuvo orígenes distintos a la merced real. Las composiciones fueron un mecanismo legal que indios y españoles usaron para consolidar sus patrimonios agrarios previo pago a la Corona de un capital que daba acceso a títulos de propiedad (Carrera Quezada, 2018; Montiel Vera, 2024). Transferir tierra al dominio de las cofradías fue una estrategia que utilizaron numerosos pueblos ante escenarios de presión impositiva (Mendoza García, 2011, pp. 170-173). Cuando las circunstancias eran favorables, algunos gobiernos compraron terrenos a propietarios particulares. (García Ruiz, 2015a). Hubo repúblicas que desplazaron de la cúspide a la nobleza, dando pie a que su patrimonio pasara a la esfera de los bienes de comunidad o se quedara en manos de los terrazgueros (Pastor, 1987, pp. 166-175; Menegus, 2009, pp. 62-72). Finalmente, numerosos pueblos atravesaron por procesos de fragmentación territorial que desembocaran en la segregación de sujetos (García Martínez, 1987, pp. 268-305; Cortés Máximo, 2012, pp. 69-125).
A raíz de las reglamentaciones de propios y bienes de comunidad que se pusieron en práctica en la década de 1760, se hizo obligatorio que los gobiernos de indios rentaran sus tierras a particulares. Esta circunstancia amplió las opciones para que un mayor número de españoles, mestizos y castas se afincara en territorio de los pueblos, y se involucraran en relaciones sociales, jerarquías y acuerdos que regulaban el disfrute de los bienes de comunidad. Para inicios del siglo XIX, había pueblos de indios que en realidad ya eran vecindarios desde el punto de vista demográfico. Tomar en cuenta estas realidades ayuda a conocer las respuestas sociales a la legislación dirigida a perfeccionar la propiedad.
Dentro del horizonte revisionista se ha valorado la recepción del liberalismo en los ámbitos locales. La formación de ayuntamientos, el gobierno, las elecciones, las finanzas y la guerra han sido ampliamente desarrollados (Ducey, 2004; Caplan, 2010; Escobar, Medina y Trejo, 2015; Parrilla, 2021). Sin embargo, hacen falta más investigaciones sobre el manejo de la propiedad de los pueblos de indios una vez que estas corporaciones dejaron de existir (Lira, 1995). Su transferencia al ámbito de los propios municipales no fue un tema sencillo de resolver, como tampoco lo fue el cumplimiento de los decretos de las Cortes de 9 de noviembre de 1812 y 4 de enero de 1813 que habían dispuesto el reparto de las tierras de comunidad en propiedad individual plena (Cortes Generales, 1813, t. 3, pp. 149, 174-178). Antes de proceder a la división de tierras era preciso determinar cuáles podían ser repartidas. Para esto se requería conocer los mecanismos de adquisición (merced real, compra, donación, composición), los censos que pesaban sobre ellas, y si eran objeto de disputa judicial.
Entre 1825 y 1830 los congresos locales de la República mexicana dictaron medidas que buscaron favorecer la agricultura, el poblamiento y el crecimiento económico mediante el reparto de las tierras de los pueblos (Ferrer y Bono, 1998, pp. 393-414). Más allá del ideario liberal, las disposiciones estatales también reflejaban circunstancias específicas que era necesario atender en el ámbito local. En el Estado de México se dispuso, en 1825, que los bienes de comunidad formaran parte de los propios municipales. Sin embargo, esta medida no implicó en lo absoluto una deslegitimación de las formas de usufruto que siempre habían funcionado. Aunque nominalmente los municipios tenían la representación del patrimonio agrario, en los hechos siguió funcionando la estructura agraria del pueblo de indios (Marino, 2010, pp. 182-188).
La experiencia local fue un insumo que contribuyó a la redacción del primer mandato desamortizador del estado de Veracruz, publicado el 22 de diciembre de 1826, el cual dispuso repartir todos los terrenos de comunidad en plena propiedad. La división de tierras de la república de indios de Orizaba que se llevó a cabo en 1820 fue el precedente que ayudó a tornear el contenido de la norma en función de las circunstancias que prevalecían en aquel espacio provincial.
En las siguientes páginas se analizará la división de las tierras que pertenecieron a la república de indios de Orizaba. La legislación agraria liberal se aplicó en la medida que se construyeron parámetros de entendimiento entre los actores interesados en la distribución del patrimonio agrario: indígenas, ayuntamiento, autoridades, municipios colindantes, arrendatarios y enfiteutas. La construcción de acuerdos no se puede entender sin el conflicto, la justicia, la movilización de grupos y sin el consenso entre actores sociales que facilitó que la comunidad indígena se decantara por la división de sus tierras.
La jurisdicción de Orizaba fue escenario de importantes transformaciones durante el medio siglo que antecedió a la guerra de Independencia. A partir de 1764 la monarquía española puso en marcha una estrategia defensiva que consistió en el acantonamiento de tropas para contener una posible invasión inglesa. Al año siguiente quedaron asentados los mecanismos institucionales que permitieron a la Corona elevar la recaudación por medio del estancamiento del tabaco en las jurisdicciones de Orizaba y Córdoba (Deans-Smith, 2014, pp. 74-79). Ambas reformas aceleraron el dinamismo económico que atrajo a miles de trabajadores, inversionistas, comerciantes, burócratas y oficiales del ejército, quienes necesitaron terrenos para siembra de tabaco, producción de alimentos y pastoreo de ganado; además de espacios para vivienda, bodegas, tiendas, oficinas y servicios espirituales. La demanda de suelo y recursos naturales que se presentó a partir del monopolio fue absorbida por mayorazgos y pueblos de indios que tenían propiedades en los alrededores de Orizaba.
A pesar de que los mayorazgos constantemente estuvieron enfrascados en pleitos con pueblos y vecindarios colindantes (Aguirre, 1995), sus dueños y administradores llegaron a acuerdos con grupos sociales para facilitarles el acceso al dominio útil de la tierra. Muy interesante en este aspecto fue la cesión enfitéutica que el Conde del Valle de Orizaba tenía instituida con el vecindario de españoles para “escusar litigios” y resolver la necesidad de ejidos en las inmediaciones del pueblo. 2 Esta forma de consensuar la apropiación permitía a las personas extraer con seguridad arena y piedra, y que sus animales se alimentaran de los pastos existentes en los potreros de Jalapilla, San Nicolás y San Cristóbal. 3
El Conde del Valle también llegaba a arreglos con los pueblos de indios para que las familias sembraran “sus milpas y demás hortalizas”. 4 Una fracción de sus extensas tierras fue entregada a los naturales de Orizaba en calidad de 600 varas a las que tenía derecho “por razón de pueblo”, según mandamiento virreinal expedido en 1712. Esta nueva dotación, que pasó a formar parte de las tierras de común repartimiento, subsanó la pérdida del patrimonio comunitario causado por ventas de solares hechas por caciques y gobernadores en favor de arrieros y comerciantes españoles. 5
Tras la implantación del monopolio del tabaco vino un periodo de crecimiento de la producción local que condujo a los indios a convertirse en “cultivadores de tabaco”, haciendo a un lado sus milpas y “otras semillas que les son de primera necesidad”. 6 Con las utilidades obtenidas en las cosechas y los ahorros que los tributarios depositaban en la caja de comunidad, los indios “cultivadores” lograron reunir el dinero suficiente para comprar al mayorazgo de Sierra Nevada, en el año de 1783, un conjunto de terrenos distribuidos sobre las faldas del volcán Pico de Orizaba, conocidos como las “tierras del Golfo”, que incluía solares y paredones urbanos. 7 A partir de esta adquisición, la república de naturales de Orizaba se posicionó como uno de los propietarios corporativos más predominantes dentro de la intendencia de Veracruz. 8
Con la finalidad de elevar el volumen de ingresos que los naturales de Orizaba obtenían por alquilar sus ranchos, en el año de 1806 el subdelegado de Orizaba, Lucas Bezares, redactó un documento titulado “Expediente formado sobre hacer más valiosas y estimables las tierras de comunidad de la villa de Orizaba”, 9 en el que sugirió dar las tierras de comunidad en “emphiteusis o censo perpetuo” para que los arrendatarios hicieran en ellas las mejoras pertinentes para incrementar su valor, ya que los alquileres por tiempo limitado impedían extraer el mayor beneficio posible y frenaban el incremento del valor de la propiedad. 10 Por lo tanto, era necesario otorgar los ranchos en arrendamiento perpetuo, de tal suerte que el inquilino pagara al dueño del dominio directo una pensión con la certeza de permanecer por tiempo indefinido. Según Lucas Bezares, las ventajas de la “emphiteusis” radicaban en que:
asegurados los colonos de su permanencia estimen los ranchos como propios se harán éstos más apreciables por las mejoras y buenas circunstancias en que cada cual tenga el suyo, y serán más valiosas las tierras por dos razones: la primera porque los arrendatarios actuales ofrecen por esa ventaja dar más de lo que ahora pagan, y la segunda porque los árboles, plantíos, desmontes, acueductos y demás beneficios que ellas reciban, harán que suban mucho su valor cuando llegue el caso de pasar por cuenta de la comunidad a otra mano. 11
El subdelegado entrante, Luis de Segovia descartó la propuesta de su antecesor por considerar que no iba a favorecer a la república de indios de Orizaba, a pesar de que las propiedades en sí mismas tuvieran alguna mejoría. En cambio, se optó por seguir el esquema acostumbrado de rentar los ranchos previo avalúo de casas, trojes, cercas, ganados y aperos. 12 Las utilidades obtenidas en los años siguientes sirvieron para pagar censos, obras públicas, profesores, abogados, y celebraciones reales y religiosas; otra parte del capital se remitió al Banco de San Carlos y a la Caja de Consolidación de Puebla; 13 mientras que el resto se usó para préstamos y donativos a la Corona (Ortiz, 2008, pp. 27-28; Tanck, 1999, p. 123).
Múltiples repercusiones tuvo la guerra de Independencia en Orizaba: la producción tabacalera se vio seriamente afectada, lo mismo que el comercio y la ganadería. El flujo de dinero que recolectaban los propietarios directos por arrendamientos y censos enfitéuticos también se desplomó. Esta situación abrió la puerta para que las tierras de comunidad de Orizaba -y también las del Conde del Valle- fueran ocupadas sin autorización por pueblos y vecindarios colindantes. 14 Mientras la villa vivía una etapa de retraimiento económico, para los pueblos periféricos significó una oportunidad para expandir su territorialidad sin la exigencia de pagar pensión.
Con la implantación del orden liberal los acuerdos que habían regulado el acceso a tierras de indios y de mayorazgo sufrieron alteraciones a causa de dos factores a tomar en cuenta: la instalación de ayuntamientos constitucionales y la aplicación de mandatos de las Cortes de 9 de noviembre de 1812 y de 13 de enero de 1813. La correlación de fuerzas bajo el nuevo orden dibujaba un escenario favorable al grupo de españoles, a pesar de su frágil situación financiera a causa de la guerra. Para equilibrar la balanza de poder local, los indios principales se movilizaron para asegurar escaños en el ayuntamiento. Con el poder formal asegurado, nombraron a un exgobernador, Cristóbal Constantino, como depositario de los bienes de comunidad; mientras que en manos del mayordomo de la cofradía de San Miguel, Manuel Mendoza, pusieron las yuntas del rancho del “Guayabal”, toda vez que “los bienes de ella se han estimado unos mismos con los de comunidad”. 15
Cuando llegó a Orizaba la noticia del restablecimiento constitucional de 1820, los dirigentes de la república hicieron gala de su experiencia adelantándose al hecho de que un solo ayuntamiento “reasumiría los bienes de comunidad y todos los demás que eran propios de los naturales a fin de que se hiciera una masa común”. Manuel Mendoza, en funciones de gobernador, escribió una representación al virrey en la que solicitó repartir las tierras de comunidad entre “sus mismos dueños”. 16 Tan pronto se juró la Constitución y quedó instalado el ayuntamiento, Mendoza recibió la comisión para entregar solamente “las tierras del común más inmediatas a la villa”, es decir, los sitios de común repartimiento y el rancho del Guayabal. Una vez adjudicados en plena propiedad entre “varios individuos […] que las pidieron”, 17 se conjuró la posibilidad de que se convirtieran en propios municipales. Las “tierras del Golfo”, mientras tanto, quedaron en depósito del ayuntamiento constitucional, y los indios estuvieron de acuerdo en que siguieran alquilándose. Con el dinero recaudado se pagarían las fiestas titulares y la deuda a los herederos del mayorazgo de Sierra Nevada. 18
Sin la posibilidad de tomar como propias las tierras de los indios, el ayuntamiento constitucional de Orizaba recurrió al cobro de pensión a los subarrendatarios establecidos en el potrero de Jalapilla, perteneciente al Conde del Valle; 19 además, se rehusó a devolver al pueblo de Nogales los sitios de San Nicolás y San Cristóbal por cuyo dominio útil el vecindario pagaba desde un siglo atrás un censo enfitéutico. Dentro de los ranchos establecidos en aquellos sitios habitaban 225 almas que quedaron bajo la autoridad política de Nogales, pero en lo financiero las rentas se siguieron pagando a la persona con quien el ayuntamiento de Orizaba tenía contratado el arrendamiento: su proveedor de carne y regidor, José María Aguilar. 20
Las consultas que subdelegados y ayuntamientos dirigieron al virrey y a las diputaciones provinciales fueron el resplandor de una intensa movilización de los pueblos que buscaron el cobijo de la Constitución para obtener tierras o salvaguardar las que ya tenían bajo régimen de uso común, en el entendido de que primero necesitaban confirmar la propiedad de las mismas antes de proceder a su división en dominio individual. De este ir y venir de información y soluciones contingentes, los legisladores nacionales y provinciales adquirieron el conocimiento necesario para confeccionar leyes enfocadas en transformar la propiedad en concordancia con el nuevo orden jurídico.
En el Congreso Constituyente del Imperio en que se discutió y aprobó la desvinculación de mayorazgos en septiembre de 1823 (Frasquet, 2007), Orizaba tuvo como diputado a Manuel Montes Argüelles, “sujeto de muy conocida ilustración, integridad y amor a su patrio suelo, que se haya muy empapado en estos conocimientos”. 21 Dentro de la diputación provincial de Veracruz, mientras tanto, sirvieron como portavoces José María Aguilar, Manuel Mendoza, Rafael de Argüelles y el subdiácono José Joaquín de Oropeza (Blázquez y Gidi, 1992, I, pp. 13-21); todos procedentes de los círculos sociales más predominantes de la villa: cosecheros, indios, comerciantes y religiosos. En febrero de 1822, el ayuntamiento propuso a la asamblea provincial comprar a los mayorazgos colindantes las tierras “que de muy antiguo y renta fija […] ha disfrutado esta villa por derecho de posición, y aún si se puede decir por dominio útil”. 22 Una vez convertidas en propios, cobraría pensiones moderadas a las personas beneficiadas con la adjudicación de terrenos. De esta forma la agricultura tendría importantes adelantos porque los labradores disfrutarían de la seguridad de permanecer en sus posesiones sin la inquietud de ser desalojados en el corto plazo.
Con relación a las tierras de comunidad, el ayuntamiento propuso mantener bajo ese régimen las que se obtuvieron por merced y estaban sin dividir, a diferencia de los terrenos adquiridos por compra, como los del “Golfo”, que debían ser distribuidos proporcionalmente, “con absoluto y pleno dominio” entre las familias que en conjunto ostentaban la propiedad. A decir de Sánchez Oropeza y Francisco Cervantes, este método:
sería en nuestro concepto lo más equitativo, justo y provechoso a ellas mismas y al Estado. Así se multiplicarían muchísimos propietarios de terrenos, que es el primer objeto de las leyes nuevas, y el principal apoyo de las creces de la agricultura, y así se daría un paso de notoria justificación que quitase para de una vez un embarazo con que se [realizaría] la reunión de todos los ciudadanos, dejando satisfechos y complacidos a los que se estiman dueños de ellas, manifestándoles con hechos decisivos que no se adjura de defraudarles lo más mínimo en el benéfico sistema de su reunión. 23
La recuperación económica de la provincia de Veracruz tras una década de guerra dependía del repunte de actividades que generaban una importante derrama económica, como la producción de tabaco, el cultivo de caña de azúcar, la siembra de maíz y hortalizas, la ganadería y el comercio exterior. Las élites urbanas coincidían en la importancia de continuar con la división de las tierras de comunidad y de dotar a la población de propiedad, en apego a los mandatos de las Cortes, y sobre todo como respuesta a la exigencia de agricultores y abastecedores de carne de tener mayor certidumbre en el usufructo de los recursos del suelo. Por esta razón, antes de que el Congreso expidiera la ley de desvinculación de 1823, se planteó conservar la enfiteusis como instrumento que permitiría a los mayorazgos seguir otorgando el dominio útil a plazo indefinido. Con relación a los indios subrayaban la importancia de mantenerlos “reunidos al resto de los ciudadanos del imperio” formando juntos un solo cuerpo de nación, en el que serían propietarios absolutos y plenos de las tierras adjudicadas. 24 Había consenso en la realización de este propósito.
El debate sobre la propiedad que inició en la Diputación provincial siguió en el Congreso veracruzano a partir de 1824. En la nueva corporación aseguraron asientos personajes orizabeños que se encontraban muy interesados en dividir las tierras de comunidad: Francisco Cueto, el cura José Miguel Sánchez Oropeza, Rafael Argüelles, Manuel Moreno Cora y Bernardo Couto. 25 El momento de hacerlo posible llegó con el decreto número 39 de 22 de diciembre de 1826, que ordenó reducir a propiedad particular las tierras de comunidad de indígenas.
En el diseño del decreto, los legisladores se nutrieron de la experiencia histórica de Orizaba para definir a los terrenos de comunidad como todos aquellos que comprendían las 600 varas por razón de pueblo, las tierras obtenidas por merced, las compradas en común y las que se mantenían en un estado proindiviso (art. 2). Estas tierras y los montes eran susceptibles de reparto, con la salvedad de los ejidos con que todo pueblo debía contar (art. 4). Como lo pedía el ayuntamiento de Orizaba, las parcelas individuales se asignarían en plena propiedad y en clase de acotadas (art. 5), con la reserva de no venderlas en cuatro años (art. 6), 26 ni traspasarlas a manos muertas (art. 7). Las ventas anticipadas sólo podrían ocurrir cuando un pueblo fuera poseedor de gran extensión de terrenos y los propietarios tuvieran cubiertas sus necesidades (art. 8). Por último y no menos importante fue la exclusión de reparto de las propiedades de vecinos adquiridas “con justo título y buena fe”, pues únicamente regresarían a manos de la comunidad las que estuvieran arrendadas para ser vendidas o distribuidas “con igualdad, no a cada familia sino a cada persona de los indígenas” (art. 11). 27 Con este artículo quedaron blindados no sólo los terrenos adjudicados en 1820 por Manuel Mendoza, sino también las propiedades de españoles y mestizos que fueron regularizadas por la Corona en la composición colectiva de 1643, y las que el ayuntamiento había comprado al Conde del Valle. 28
Cuando fue expedida la ley de 22 de diciembre de 1826, la necesidad de tierras públicas para el ayuntamiento de Orizaba y su vecindario de razón parecía estar resuelta con la adquisición de “cuatro ejidos, llanos o potreros que rodean a esta población”, conocidos con los nombres de Escamela, Cerritos de San Juan, Paso del Borrego y Jalapilla, junto con los sitios de Ocosotla y Ocosotlilla, y otros terrenos distribuidos en las inmediaciones de la villa. 29 De enfiteuta del Conde del Valle, el ayuntamiento de Orizaba pasó a ser titular del dominio directo de propiedades recién desvinculadas y convertidas en patrimonio municipal. En los años subsiguientes se formalizaron contratos de arrendamiento a particulares, algunos de ellos productores de tabaco y otros ganaderos, quienes a su vez desdoblaron el dominio entre agricultores menores, pastores pobres, alfareros, tejeros, arrieros y trabajadores. Siguiendo la costumbre, se dejó franco el acceso a terrenos de ejido que servían para beneficio común, a pesar de que el jefe departamental, Vicente Segura, la describiera como un resabio de “leyes bárbaras aún no derogadas” (Segura, 1831, pp. 62-63).
Desde la perspectiva del gobierno, Orizaba era el “país de la igualdad” y el ejemplo a seguir para los ayuntamientos que tenían propiedades corporativas extensas. El remate de los terrenos municipales en propiedad individual, en opinión de Vicente Segura, era el camino correcto para lograr el repunte de la agricultura, la industria, el comercio; actividades que en su conjunto facilitarían una adecuada distribución de la riqueza (Segura, 1831, p. 23). Esta postura fue también compartida por su sucesor en el cargo, Francisco Hernández, quien informó al gobernador de Veracruz, en 1831, sobre los adelantos de la agricultura, gracias a que la tierra se había subdividido, creando:
una nueva generación de propietarios, despertando el poderoso y eficaz resorte del interés particular: verificada la división legal, y puesto cada colono en libertad para hacer sin trabas ni tutoría lo más útil a sus intereses, ha sobrevenido la división de conveniencia. Por medio de ajustes y contratos privados, unas heredades han aumentado, otras han disminuido considerablemente, viniendo á quedar todos en su verdadero estado. Después que el legislador sacó estos feraces terrenos de las manos muertas que los ocupaban, el espíritu de especulación ha mantenido la división y regularizado el equilibrio de las riquezas (Blázquez, 1986, t. 1, p. 239).
Si la división de las tierras compradas al Conde del Valle llegaba a puerto seguro, no ocurriría precisamente lo mismo con el reparto de las propiedades de la república de indios Cuando a principios de 1828 vencieron los contratos de arrendamiento de las “tierras del Golfo”, los antiguos gobernadores y alcaldes de naturales solicitaron al ayuntamiento una orden para que los arrendatarios desocuparan los ranchos a fin de “hacer el repartimiento de éstos conforme la ley del Estado de 22 de diciembre de 1826”. Dentro de los solicitantes se encontraba Manuel Mendoza, la misma persona que se encargó de ejecutar la adjudicación de lotes en 1820. 30
Para atender la solicitud de reparto de tierras que formularon los indígenas de la villa de Orizaba, el gobierno de Veracruz designó como jefe de departamento a Vicente Prieto, quien conocía de primera mano el tema por haber sido apoderado del común y escribano del ayuntamiento constitucional. Investido de las facultades que la ley le confería, pero sobre todo con la confianza que en él tenían depositada los indios principales, inició con las gestiones para dar cumplimiento a lo establecido en el decreto estatal. La primera medida que tomó fue ordenar al ayuntamiento que dejara de administrar las tierras de comunidad y le remitiera la lista de arrendatarios. Con información en mano, convocó a quienes se consideraban con derecho a reparto para que inscribieran su nombre.
Antes de proceder al reparto, era preciso redimir los censos que gravaban las tierras de comunidad, ajustar las cuentas de los arrendamientos y asegurar una fuente de capital para pagar deudas, gastos de deslinde y fiestas religiosas. Para esto, Vicente Prieto presidió una reunión general, el 8 de mayo de 1828, en la que salió nominado como “director de negocios”. La condición que puso para aceptar el cargo fue la de designar una comisión compuesta de cinco personas que le apoyarían para sacar adelante “un negocio tan intrincado, tan dificultuoso, y tan lleno de minuciosidades”. 31 En el acto nombró como integrantes de la comisión a los ciudadanos Manuel Mendoza, José María Constantino, José Hernández, Quirino de Luna y Diego Salas, todos indios principales y con probada experiencia en la administración de los bienes de comunidad.
Para redimir 12,500 pesos de deudas, el común de indígenas acordó vender seis ranchos a Francisco Márquez, vecino de San Juan Coscomatepec; mientras que para costear la fiesta de San Miguel y el Jueves Santo, se vendió en enfiteusis un terreno nombrado Rincón de Ocosotilla, pues de esa manera se cumpliría con el decreto estatal de no poner la tierra en manos muertas. Al mayordomo de la cofradía de San Miguel correspondió recaudar el censo anual mientras que en el enfiteuta recayó el deber de “conservar [el terreno y montes] siempre en buen estado, defendiéndose de introducciones y usurpaciones de los colindantes, para que jamás caigan en disminución”. 32
Las tareas de reparto pronto se vieron obstruidas cuando se rompió el consenso logrado por Vicente Prieto, luego de la venta de los terrenos arriba mencionados. Para marzo de 1829 ya se habían formado dos facciones de indígenas que desconocieron a la comisión encabezada por Manuel Mendoza. El primer partido estaba liderado por Francisco Milián, quien al ser marginado de la comisión logró que un grupo contrario al reparto le otorgara un poder con el que solicitó a los arrendatarios el pago de alquileres. Paralelamente, otro sector de la comunidad entregó un poder a José María Mencias para administrar las tierras. El naufragio del acuerdo llevó a exgobernadores y alcaldes a presionar al ayuntamiento para que reiterara que las únicas personas con representación legal en “todos los asuntos de los indígenas” eran los comisionados por Vicente Prieto. 33 De poco sirvió desconocer los poderes de Milián y Mencias, pues para 1831 el primero ya aparecía como miembro de una comisión que operaba alternativamente, nombrando representantes y exigiendo cuentas. Sin embargo, una orden judicial le obligó a suspender sus acciones hasta que se celebrara una junta general que determinaría cuál de las dos comisiones debía subsistir. 34
El cisma dentro de la élite indígena de Orizaba se expresó a través de la capacidad de movilizar adeptos que tuvo cada partido, en lealtades escurridizas y cambiantes, y en el apoyo que cada una logró recibir de las instituciones de gobierno. De la fractura saldría mejor librado, en un principio, el grupo encabezado por Manuel Mendoza, quien contaba con el respaldo del ayuntamiento local, el reconocimiento de las autoridades estatales, la legitimidad que brindaba “la voluntad del pueblo”, y con resoluciones judiciales a su favor. 35 Con el viento en popa, la comisión efectuó no sólo la venta de siete terrenos, sino también el reparto de un sitio llamado "Monte Grande", con la excepción de ejidos y potreros que se dejaron para uso común. 36
En 1831 el grupo de indígenas encabezado por Francisco Milian asumió la conducción del reparto de tierras con el beneplácito del gobierno veracruzano. Para tal efecto, se eligió una junta integrada por Pedro Méndez, Miguel Sánchez, Domingo Martín y Juan Peyrano como su representante. Este partido, como se mencionó antes, tenía preferencia por mantener los bienes de comunidad bajo un régimen de dominio compartido, por tal razón se fijaron el propósito de velar por la seguridad y buena administración de los mismos. Esta tarea les llevó a desconocer los repartos y arrendamientos de los ranchos de Tlachichilco y Chicola que promovió la jefatura política, y a la vez solicitaron una orden judicial para que se les entregara el dinero de las rentas generadas entre los años de 1831 y 1834, pues sólo de esta forma, decían, se haría desaparecer “la rivalidad y causas que nos preparan el total exterminio de nuestros intereses y quizás el de nuestras mismas personas”. 37
El alcalde cuarto de Orizaba fue el encargado de dar curso a la petición de los indígenas. Su estrategia radicó en la conciliación como medio para disuadir las divergencias. Con este fin convocó a junta a los “principales, más honrados e lustrados que lo componen”, así como a los apoderados de cada una de las facciones en pugna. La asamblea se celebró en noviembre de 1834 en la casa parroquial y contó con el acompañamiento de asesor letrado. De la reunión se salió con un acuerdo que permitió seguir con los repartos (Blázquez, 1986, t. 2, pp. 434, 489). 38 Los partidos hicieron a un lado sus discrepancias para dar paso a una nueva comisión que contó con el respaldo del ayuntamiento y de los líderes indígenas de la ciudad. En 1839, los comisionados, Elías Simón, Gabriel Mendoza y Pedro Barranco, recordaban:
como por una desgracia nuestra no han sido uno solo el que ha manejado estos intereses, porque ya la Ilustre Municipalidad desde que se suprimió el Ayuntamiento de Indígenas, después los apoderados que pusieron lo que de tiempo en tiempo se mudaban, ya varios individuos del mismo seno de la comunidad quienes a cada paso eran depuestos de sus destinos porque así lo querían las diversas ideas de los particulares que componen el común, por último ha pasado la administración de estos intereses a nuestras manos y hoy que nos hemos encargado sin sufrir esa alternativa que cedía en perjuicio, hemos recorrido todos los linderos de los terrenos que demarcan los títulos y hemos encontrado las grandes introducciones que diversos circunvecinos han hecho, las que hemos reclamado en cumplimiento de nuestro encargo. 39
En 1846 se reactivó el reparto de tierras de comunidad (Blázquez, 1986, t. 2, p. 489). Tres años más tarde ya se hablaba de varios propietarios que habían vendido los terrenos recibidos en adjudicación, causando el asombro y preocupación de su apoderado, Manuel Galindo, quien incluso sugirió revertir gubernativamente esas enajenaciones, sin embargo, su propuesta fue tajantemente desechada por el ayuntamiento. 40 Al promediar el siglo XIX varios terrenos ubicados en la periferia de la ciudad de Orizaba también fueron vendidos a diferentes sujetos, entre ellos al párroco Francisco Suárez Peredo, quien compró a “censo especial” sitios pertenecientes a la capilla de Santa Anita. A otras personas también se les enajenaron solares pertenecientes al común de vecinos de ese barrio, con el compromiso de cumplir con los deberes de un miembro del común. 41
Transcurridos más de treinta años de adjudicaciones, ventas y donaciones de ejido, junto con la división de las tierras de comunidad, gran parte de la propiedad corporativa de la ciudad de Orizaba se encontraba reducida a dominio particular. Hacia 1856, cuando la ley de desamortización a nivel federal entró en vigor, pocos eran los sitios que se mantenían bajo un régimen de dominio compartido. Llegados a este punto, vale la pena preguntarse si la Ley Lerdo tuvo alguna repercusión y trascendencia en Orizaba, y si así fue, ¿qué posturas asumieron los miembros de la comunidad de indígenas, los arrendatarios, enfiteutas y autoridades políticas?
La Ley de 25 de junio de 1856, fue una de las reformas liberales con mayor resonancia en el plano político, económico y social de México, cuyo principio quedó inscrito en el artículo 27 de la Constitución Política de 1857. Con esta ley el Estado nacional dispuso que las fincas rústicas y urbanas pertenecientes o administradas por corporaciones civiles y religiosas debían ser adjudicadas en propiedad plena a quienes las arrendaran o las tuvieran a censo enfitéutico. Con ello, los beneficiarios adquirían el compromiso de pagar a la corporación otorgante el valor correspondiente a la renta de la propiedad, calculada al 6% anual (Blázquez y Corzo, 1997, t. 7, pp. 719-728).
El gobierno mexicano pronto se dio cuenta que el procedimiento de adjudicación establecido por la Ley Lerdo beneficiaba a quienes tenían los recursos económicos suficientes para cubrir los gastos de redención y escritura de la propiedad, desvirtuándose así el propósito de la desamortización de favorecer a indígenas y labradores pobres. Con el fin de facilitar a los necesitados la adquisición del dominio directo, el presidente de la república expidió la circular de 9 de octubre de 1856 que dispuso la adjudicación de los terrenos con valor no mayor a doscientos pesos sin necesidad de pagar alcabala o escritura, pues para comprobar propiedad sería suficiente el título expedido por la autoridad política (Blázquez y Corzo, 1997, t. 7, pp. 719-728).
Los legisladores mexicanos de mitad del siglo XIX sabían que en las tierras de municipios y comunidades indígenas existían formas imperfectas de propiedad que obtenían su reconocimiento legal y social por medio del pago de censos enfitéuticos o de arrendamientos. Con la Ley Lerdo, entonces, se buscó que el dominio directo que ostentaban las corporaciones municipales se entregara de forma individual a los miembros de las comunidades y a los arrendatarios. A través de la escrituración de las parcelas, el Estado mexicano reconoció a los beneficiarios de la desamortización como propietarios absolutos de las tierras que poseían o que habían adquirido mediante adjudicación. Así, se daba un paso más en la consolidación de un mercado de tierras que permitiría alentar la agricultura y hacer de la propiedad una fuente de recursos fiscales para la nación. Desde la óptica de la historiografía nacionalista este fue el momento en que inició el despojo de tierras que llevó a la Revolución de 1910 y a la reforma agraria.
Los estudios regionales han permitido desmontar la narrativa oficial que, a decir de Menegus (2006), “explicaba la Revolución mexicana a raíz del despojo que sufrieron los pueblos de indios-campesinos de sus tierras con motivo de la aplicación de las leyes liberales” (p. 56). Factores como la estructura de la propiedad que se conformó desde tiempos coloniales, las jerarquías sociales siempre cambiantes, los conflictos agrarios, las costumbres socialmente arraigadas, las normatividades locales y los acuerdos cupulares, fueron decisivos en la definición del rumbo que tomó la desamortización de las tierras de comunidad. Así como hubo municipios donde las autoridades otorgaron escrituras que amparaban propiedad plena de parcelas que habían pertenecido a comunidades indígenas, en otros se optó por seguir estrategias alternativas como la conformación de condueñazgos o de sociedades agrícolas que permitieron la apropiación colectiva de grandes extensiones de tierra con fines productivos (Mendoza, 2011, pp. 257-263, 359-364;Leonard, 2017, pp. 173-182; Neri, 2022). Sin embargo, la fuerza del mercado y la apreciación del valor del suelo a causa de la alta demanda de productos agrícolas y recursos naturales de exportación erosionaron los esquemas de propiedad compartida hasta terminar subdividiéndolos (Velasco Toro y García Ruiz, 2009, pp. 50-131; Kourí, 2013, pp. 233-394).
Un aspecto que se debe subrayar es que la Ley de 25 de junio de 1856 no derogó la vigencia de los ordenamientos estatales que se promulgaron después de la Independencia. De hecho, se ha comprobado que en algunos lugares las autoridades prefirieron seguir el criterio marcado por las leyes locales antes que sujetarse a la Ley Lerdo. Esto se ha demostrado para la meseta purépecha, a través del estudio de Pérez Montesinos (2017). En el estado de Veracruz sucedió algo semejante a Michoacán, pues el decreto promulgado por el Congreso en 1826 siguió funcionando como el principal referente para efectuar la división de los terrenos que permanecían bajo dominio común. Al menos así sucedió en Orizaba, cuando en medio de la pujanza económica producida por la construcción del ferrocarril, los representantes indígenas solicitaron al ayuntamiento el remate de sus últimos terrenos, invocando la legislación estatal.
El ayuntamiento, el jefe político y la comunidad de indígenas de Orizaba coincidieron en no aplicar la Ley de 25 de junio de 1856, luego de que el coronel Francisco Tavera, siendo enfiteuta, solicitó la adjudicación de las tierras de la cofradía de San Miguel. Su pérdida convenció a indígenas y autoridades de que la mejor opción para transitar hacia la propiedad individual era sujetándose a las leyes agrarias veracruzanas que garantizaban un reparto equitativo entre las familias.
En el desahogo de la solicitud de reparto de 1869 la dirigencia indígena mantuvo una participación muy activa que le dio capacidad de decisión en cuanto al manejo de recursos, nombramiento de interlocutores con el gobierno, y distribución del dinero recaudado por la venta de los últimos remanentes de las tierras de comunidad. Por falta de información precisa sobre “los antecedentes del negocio”, el remate se fue postergando, pues se necesitaba que la extinguida comunidad hallara sus títulos de propiedad, finiquitara litigios, y levantara un padrón preciso de los interesados en el reparto. Para tal efecto se formó, en 1875, una comisión mixta de regidores e indígenas “nombrados popularmente […] de entre las personas más aptas, y que tengan mayores conocimientos en el negocio”. 42 Después de los últimos repartos celebrados en 1879 y 1885, todavía quedaron algunos sitios sobrantes, ricos en recursos forestales, que permanecieron bajo el resguardo del ayuntamiento hasta 1894. 43
La alta demanda de madera que se presentó en Orizaba llevó al inversionista ferroviario, Ángel Jiménez Argüelles, a solicitar la escritura de adjudicación en propiedad de los seis terrenos que “han quedado pro-indiviso de la propia extinguida comunidad”, acogiéndose en lo formal a la ley veracruzana de 4 de julio de 1889, 44 que proscribió el derecho de los indígenas a recibir la adjudicación de las tierras sin desamortizar (Blázquez, 1986, t. 7, pp. 3876-3888). La privatización del último reducto de tierras que un siglo atrás la república de indios de Orizaba compró al mayorazgo de Sierra Nevada sucedía en un momento en que el gobierno de Veracruz, a través de los jefes políticos, impulsó con gran energía el tránsito de fundos legales, ejidos, propios y tierras comunales a dominio particular pleno. Así lo informaba al Congreso el gobernador Teodoro A. Dehesa:
A todos ellos tocó la desamortización, y para todos ellos han procurado las leyes de nuestro Estado una reglamentación minuciosa, dando disposiciones con el fin de reducirlos a propiedad individual. Respecto de los fundos, los ejidos y los propios como dedicados al beneficio de los pueblos de quienes los Ayuntamientos son representantes legítimos, disponen la ley de 4 de julio de 1889, que es la vigente, que bajo determinado precio que ingresa á los fondos municipales para cubrir las atenciones de los mismos pueblos, sean adjudicados á los individuos, prefiriéndose á los terratenientes. Los terrenos comunales se dividen en tantas fracciones cuantos son los miembros de las comunidades de indígenas, entregándose á cada uno la porción que le toca en suerte, sin exigirles más remuneración que la cuota con que contribuyen para los gastos del reparto (Blázquez, 1986, t. 8, p. 4278).
Lo acontecido en Orizaba demuestra que en el desenvolvimiento de la desamortización hubo amplia participación popular que hace difícil suscribir la tesis del despojo provocado por la Ley Lerdo cuando en realidad la tierra se adjudicó en diferentes coyunturas a las personas reconocidas como indígenas, tomando como sustento legal los ordenamientos veracruzanos. Una suerte semejante corrieron los ejidos de la ciudad, que después de ser desvinculados del mayorazgo del Conde del Valle fueron progresivamente entregados en arrendamiento y propiedad plena a diferentes vecinos. Entonces, la “justicia” pudo llegar de la mano de los propios actores corporativos e institucionales que mediante negociaciones, acuerdos e interpretación de las leyes aseguraron un reparto proporcional y conveniente a sus intereses.
Las prácticas de propiedad son fruto de la interacción de distintos grupos sociales a lo largo de la historia. En función de costumbres, leyes y circunstancias locales, los actores resolvían conflictos, expresaban derechos y construían acuerdos en torno a las formas de convivencia y aprovechamiento de la tierra. Este enfoque ayuda a tomar distancia de la visión esquemática y lineal que interpreta a los derechos comunes como una rémora del pasado que estaba condenada a desaparecer. Al contrastar el discurso con las realidades locales se advierte la permanencia de propiedades corporativas y vinculadas, cesiones enfitéuticas, arrendamientos y diferentes formas de dominio útil -aún por estudiar- que convivieron con la propiedad individual plena que los legisladores liberales reconocieron por ley.
La historia de la división de las tierras de comunidad de Orizaba aporta elementos para cuestionar el protagonismo de las leyes liberales en la transformación de la estructura agraria de los pueblos, sobre todo la centralidad que se le otorga a la Ley de 25 de junio de 1856. Al llevar el ángulo de análisis hacia lo local se puede observar la arraigada presencia de dinámicas productivas, tensiones territoriales, conflictos sociales, intereses corporativos y relaciones personales que desde tiempos coloniales permitieron que al interior de tierras de comunidad y de mayorazgos se presentaran formas “imperfectas” de apropiación individual que no necesariamente entraron en conflicto con el propósito liberal de perfeccionar la propiedad.
La actividad tabacalera fue la principal impulsora de arrendamientos, censos enfitéuticos y la transformación de tierras vinculadas en bienes de comunidad. Cuando se publicaron las primeras leyes que ordenaban dividir la propiedad de los pueblos, la sociedad orizabeña estaba acostumbrada a la propiedad individual, incluyendo los indios, quienes aprovecharon sus parcelas de común repartimiento para sembrar tabaco en lugar de maíz. Indios y españoles dejaron a un lado su histórica rivalidad para gestionar conjuntamente la conducción de los repartos de tierra. Desde un principio la ley estatal marcó los pasos a seguir, aunque en los hechos resultó más importante el liderazgo y la capacidad de diálogo de los actores involucrados en la resolución de controversias.
Tanto autoridades como sociedad indígena tuvieron claro que la mejor opción para convertirse en propietarios plenos era apegándose a la legislación estatal, pues les garantizaba un reparto equitativo y además les permitía involucrarse por completo en las tareas de desamortización. Frente al proceso de fraccionamiento de las tierras de comunidad de Orizaba, la Ley Lerdo perdió relevancia. Antes de entrar en vigor la mayor parte del suelo ya estaba adjudicado, y estando en curso no fue invocada. Bajo este escenario, no tendrían cabida el despojo y la justicia del Estado revolucionario. Los indígenas optaron por volverse propietarios plenos sin renunciar a su identidad histórica. En todo caso, ellos fueron conductores de una justicia dentro de un marco discursivo liberal.