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Víctimas, denunciantes, culpables y testigos: mestizos y afrodescendientes en los procesos civiles y criminales del siglo XVIII en la región de Zacatecas
Victims, accusers, suspects and witnesses: casta people through 18th century civil and criminal trials in the Zacatecas area (New Spain)
Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. 46, núm. 183, pp. 67-89, 2025
El Colegio de Michoacán, A.C

Sección temática


Recepción: 18 Diciembre 2023

Aprobación: 16 Abril 2024

DOI: https://doi.org/10.24901/rehs.v46i183.1104

Resumen: Si leemos los documentos provenientes de las élites coloniales, las castas eran consideradas como gente mentirosa, violenta, ociosa y potencialmente traidora. Sin embargo, en el caso de la región de Zacatecas en el siglo XVIII, el examen minucioso de los archivos judiciales permite añadir numerosos matices. Pondremos de relieve no solamente las evoluciones de un contexto colonial caracterizado por una racialización creciente, sino también un abanico amplio de figuras y situaciones reveladoras de las relaciones de poder estructurando el mundo zacatecano.

Palabras clave: pleitos, siglo XVIII, castas, afrodescendientes, Zacatecas.

Abstract: If we read the documents coming from the colonial elites, the castes were considered as lying, violent, idle and potentially treacherous people. However, in the case of the Zacatecas region in the eighteenth century, a careful examination of the judicial archives allows us to add many nuances. We will highlight not only the evolutions of a colonial context characterized by a growing racialization but also a wide range of figures and situations revealing the power relations structuring the world of Zacatecas.

Keywords: 18th century, court cases, castes, afrodescendant, Zacatecas.

Introducción

La expresión de “mala vida” apareció muy temprano en el periodo colonial para caracterizar a los individuos nacidos de las relaciones ilegítimas entre las poblaciones españolas, indias y africanas (Mörner, 1974). El prejuicio expresado en aquellas palabras era complejo y era resultado de la combinación de varios estereotipos: rechazo social y religioso de los hijos ilegítimos; desprecio general por las poblaciones más pobres y, especialmente, las “plebes” urbanas (Calvo, 2005); temor ante la aparición de un grupo socio-racial cuya mera existencia amenazaba el edificio de las dos repúblicas separadas. El estudio de la etimología asociada a las palabras del mestizaje por Evelyne Samama muestra el peso simbólico de expresiones aludiendo al mundo animal —mulato, coyote, lobo— o a la alteridad religiosa —mameluco en portugués, morisco—. Tales expresiones contenían una dimensión de deshumanización muy reveladora del malestar colonial frente a un fenómeno demográfico que no se podía impedir o aún controlar (Samama, 1999). Por lo tanto, ¿qué significan realmente los términos “mestizo” o “mulato”? Aunque estas categorías existían en el discurso colonial, al menos en términos de representaciones, hoy en día son consideradas como etiquetas vacías por toda una parte de la antropología: de hecho, es imposible hablar de mestizaje en el sentido biológico del término, ya que la noción de raza es errónea. Este malestar se refleja en la elección del vocabulario que hacen los historiadores de las sociedades coloniales, como demuestra el título del artículo de Antonio E. Ohmstede y Ricardo Fagoaga Hernández: “Sociedades híbridas, pueblos mixtos o mestizaje: ¿Cómo se puede percibir la población en la Huasteca potosina?” (Ohmstede y Fagoaga Hernández, 2013). Esta pregunta por sí sola ilustra perfectamente las dificultades encontradas, aunque sólo sea para evocar y describir la complejidad de estas sociedades, evitando al mismo tiempo caer en el exceso de esquematismo o incluso en el anacronismo conceptual. Por estas mismas razones pragmáticas, en este artículo se ha optado por utilizar las distintas declaraciones de calidad recogidas en la documentación, teniendo en cuenta el aspecto altamente problemático de estos términos y el uso que de ellos han hecho los declarantes y las autoridades. 1 De hecho, la fluidez de las construcciones identitarias demuestra claramente que estos términos son esencialmente etiquetas con un valor performativo limitado, pero el historiador de las sociedades del pasado sigue necesitando utilizar estas etiquetas cuando pretende producir una historia “au ras du sol” (Revel, 1989).

Si el curso de las generaciones y la complejidad de las sociedades coloniales ofrecieron a las poblaciones amestizadas —las castas— oportunidades para borrar sus raíces (Croguennec, 2015), la situación de los afrodescendientes, herederos para siempre de la mancha de la esclavitud en los imaginarios, 2 resultó más difícil, como lo mostró Frédérique Langue en su estudio de las élites pardas en Venezuela de los siglos XVIII y XIX (Langue, 1997, p. 57-72). Las leyes coloniales y la repetición de las diversas prohibiciones dirigidas a las castas eran la expresión del desprecio de las élites hacia las poblaciones amestizadas (Konetzke, 1962). Así se puede aludir a la prohibición de llevar armas, repetida varias veces durante el periodo colonial por las autoridades peninsulares porque, según el legislador, no se podía fiar de un mestizo y aún menos de un mulato (Recopilación de las Leyes, “Libro VII, título V, ley XIV”). Obviamente, el poder performativo de tal legislación prohibitiva era bastante limitado: la repetición revelaba mucho más la falta de eficiencia de la ley —o la incapacidad de las autoridades para imponerla concretamente— que una acentuación de ésta. La falta de aplicación podía también ser el resultado de los desacuerdos entre poder central y poder local: a finales del siglo XVII la Audiencia de Guadalajara se opuso a la regla general del Consejo de Indias y decidió que los mulatos sirviendo en las milicias pudieran llevar armas en el contexto particular de los ataques indígenas en la sierra de Colotlán. 3

Tanto en los discursos de las élites coloniales como bajo la pluma del legislador las castas —los afrodescendientes en particular— eran objeto de una serie de prejuicios y exclusiones reveladoras, según los aportes de la historiografía más reciente, de cierto proceso de racialización precoz de las sociedades coloniales (Schaub y Sebastiani, 2021). En el caso de las sociedades mineras del Centro Norte de Nueva España la noción de racialización no parece muy relevante hasta el siglo XVIII: la realidad que transparece de la documentación muestra la fuerza de una estructuración socio-económica favorable a las oportunidades individuales. Sin embargo, se puede percibir un punto de quiebre a partir de los años 1760, momento cuando la estructuración socio-racial de la sociedad se impuso (Croguennec, 2015). A partir de tal observación, ¿cómo dar la palabra a poblaciones mudadas por la Historia? ¿Cómo encontrar a los individuos y analizar las estrategias que elaboraban como actores, sujetos de su destino, y no solamente como objeto de la mirada de grupos sociales superiores? A pesar de los años, la mirada de Arlette Farge sobre el pueblo parisino del siglo XVIII sigue siendo un camino imprescindible para acceder a esta palabra escondida (Farge, 1986, p. 7). Más recientemente, Bianca Premo subrayó el interés de los pleitos para mejor entender la sociedad colonial e insistió en el hecho de que “los litigantes ordinarios y a menudo analfabetos de la América española, y no sus representantes legales, figuraban entre sus juristas más sorprendentes y hábiles” (Premo, 2017, p. 3). Examinar los pleitos no solamente da acceso a la cultura jurídica colonial (Cutter, 1995), sino también manifiesta la capacidad de las plebes para movilizar la justicia colonial y servir sus intereses propios. En otras palabras, dar la palabra a las poblaciones amestizadas es un verdadero juego de pistas a través de los archivos judiciales locales, civiles y criminales. El análisis propuesto en estas páginas se apoya sobre un corpus de más de cien procesos localizados en los archivos del Estado de Zacatecas. Ciertamente, la prueba es demasiado reducida para proponer un estudio cuantitativo clásico. Todavía a partir de la noción de lo “excepcional normal”, definido por Edoardo Grendi y movilizado por la microhistoria (Marin, 2010, p. 22), es posible dibujar tendencias fuertes.

A lo largo de las denuncias y de los testimonios, de las declaraciones y de las denegaciones, se puede escuchar una palabra escondida y reconstituir una realidad en la cual las castas y los afrodescendientes aparecen como actores, y no solamente como objetos del discurso de las élites. En otras palabras, la lectura detallada de los pedazos de vida que son los pleitos civiles y criminales autoriza la reconstitución incompleta, pero muy vivida, de la vida cotidiana de individuos dentro de una sociedad colonial basada en la idea de la exclusión de las castas. Siguiendo la perspectiva de Bianca Premo, se trata también de analizar las estrategias elaboradas por estos individuos para defender sus intereses. A través del más pequeño hueco en la pared los vemos vivir y morir, ganar y perder dinero, casarse y pelear (Gonzalbo Aizpuru, 2009). La visión es muy parcial, afectada por la inevitable tinta del conflicto debido a la naturaleza de las fuentes utilizadas, pero permite entender mejor las dinámicas sociales en las sociedades mineras del Centro-Norte de la Nueva España a lo largo del siglo XVIII. De esta manera, es posible reevaluar la pertinencia del estereotipo de la “mala vida” a la luz de la realidad dibujada por los conflictos diarios. Si la imagen del “bandido mulato” o del “borracho mestizo” sigue siendo una realidad en los documentos, otras figuras aparecen también como la de la víctima o del denunciante. En los pleitos, numerosas castas no hacían más que confirmar los estereotipos de las élites: hablamos de los ladrones de ganado, de los rebeldes políticos, de los borrachos y otros homicidios. Eran, igualmente, actores racionales que utilizaban la justicia o la ilegalidad de manera estratégica, siguiendo el estrecho camino entre marginalidad e integración, instrumentalizando las “zonas grises” del “microcosmos minero” (García González, 2000). Finalmente, eran sencillamente vasallos leales y honestos, individuos y grupos, organizados o no, que trataban defender su lugar en la sociedad colonial y obtener una merecida reparación o la defensa de sus derechos. 4 Todos tenían que adaptarse a un contexto socioeconómico y político cambiante en la zona de Zacatecas, puntuado por los ataques apaches a finales del siglo XVII, por la crisis y recuperación de las minas locales (Brading, 1970; Bakewell, 1976) y, finalmente, por la rebelión de Hidalgo en 1810 (Sánchez Tagle, 2005). En efecto, el Centro Norte minero era caracterizado por todo un mundo formado por españoles desclasados, castas e indios amestizados. 5 Este mundo constituía un grupo particularmente móvil, social y geográficamente marcado por las dinámicas opuestas de la convivencia cotidiana y de los prejuicios socio-raciales.

A través del análisis de la conflictividad diaria, se puede desplegar un juego de escalas para esbozar las grandes evoluciones del mundo minero zacatecano, tal como se perciben en los pleitos y su contenido. Los conflictos que ocupaban la justicia zacatecana conocieron una evolución marcada a lo largo del siglo, reflejo de los espacios de oportunidad y momentos de cierre social que afectaron las castas. La reflexión propuesta en las páginas siguientes se apoya, primero, sobre una perspectiva cuantitativa que abarca las castas en general y su presencia en los pleitos criminales y civiles. Se añade a este trabajo una dimensión cualitativa, cuyo objetivo es la identificación de unos casos para aclarar la singularidad de las experiencias y trayectorias de los afrodescendientes zacatecanos a lo largo del siglo XVIII, 6 siguiendo en eso la evolución de la mirada de los historiadores de la Nueva España colonial, desde las castas como nebulosa indistinta a la consideración de los afrodescendientes en su especificidad (Carroll, 1993; Velázquez Gutiérrez et al., 2016; Castañeda García y Ruiz Guadalajara, 2020).

Los litigios como reflejo de las evoluciones de las preocupaciones sociales

El análisis de los litigios civiles revela una sociedad muy pleitista, desde el mundo de las élites hasta las clases populares. Examinando los 150 procesos seleccionados, se puede ver que las castas aparecen no solamente como acusados sino también denunciantes, víctimas o utilizadores hábiles del sistema. Lejos de la imagen de poblaciones pasivas, víctimas de un sistema opresivo y de la mala reputación asociada a las castas por las élites coloniales, la lectura de los diferentes pleitos permite la reconstitución de la participación de este grupo a la vida cotidiana.


Gráfica 1.
Evolución de los litigios involucrando a castas (siglo XVIII)
Fuente: Sección Civil del AHEZ

El segundo interés de este estudio es la posibilidad de presentar la evolución cronológica de los tipos de conflictos tratados por la justicia zacatecana. ¿Cuáles eran los motivos de los diferentes pleitos a lo largo del siglo XVIII? ¿En qué medida reflejaban las evoluciones de la sociedad colonial? Es el objetivo de las páginas que siguen.

Deudas y minas en la primera mitad del siglo XVIII

Como se puede ver en la gráfica 1, los asuntos de minas, esclavos y deudas representan la mayoría de los litigios identificados en la primera mitad del siglo XVIII. Dentro de este primer grupo, los conflictos generados por deudas pendientes constituyen una parte muy importante, especialmente en los años 1700-1720, cuando numerosas memorias aparecieron en los archivos judiciales, reflejo de la crisis de la economía zacatecana a principios del siglo XVIII. Estas memorias eran listas de deudores establecidas por el denunciante acompañadas por la cantidad debida: desde unos reales hasta cientos de pesos. Muy a menudo las memorias quedaban sin conclusión jurídica otra que nuevos pagarés firmados por los individuos mencionados en la lista. A primera vista, este tipo de documento daba a ver una situación bastante clásica: la de un grupo sometido social y económicamente a las élites locales. Por ejemplo, las cuentas de una mina de Vetagrande desvelaban una memoria de 1716 reflejando las relaciones de dominación usualmente vinculadas a la noción de deuda: los deudores eran peones de minas que compraron objetos de primera necesidad a la tienda de la dicha mina. 7 Generalmente, los acreedores pertenecían al mundo de los mercaderes y hasta de las instituciones coloniales. 8 Trataban con la mayor parte de la población local, desde las familias más ricas y poderosas hasta los individuos más frágiles, como se puede ver en la memoria presentada por Francisco Fernández Cochero en 1730 [ver cuadro 1]. 9

Cuadro 1
Memoria presentada por don Francisco Fernández Cochero (extracto)

Fuente: AHEZ, Poder judicial, Civil1, 22, exp. 12.

En tal sistema, los mestizos y afrodescendientes ocupaban un lugar importante a escala del pequeño comercio minorista. Sobre todo, la lectura de las memorias revela casos y situaciones que se alejaban singularmente de la imagen común de las castas dominadas social y económicamente. En este sentido, el ejemplo más esclarecedor es el caso del tendejonero mulato Francisco de Altamirano, deudor del mercader español Joseph Martínez. 10 Descrito por el acreedor como un deudor poco fiable y como un comerciante deshonesto e incapaz de cumplir con su promesa, el tendejonero trató de rehabilitarse a través la construcción de una imagen bien distinta del estereotipo usado por Martínez. Mencionó que él mismo era un acreedor —según el sistema de interconexión de la deuda descrito por Craig Muldrew en la sociedad inglesa del periodo moderno (Muldrew, 1998, p. 40)— e insistió en el hecho de que sus dificultades presentes no eran la consecuencia de su mala gestión sino la de la mala voluntad de sus propios deudores:

Notorio ser a los que el presente vieren como yo Francisco Javier Altamirano vecino y mercader de esta ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas otorgo que doy todo mi poder cumplido en derecho bastante el que por él se requiera y sea necesario más pueda y deba valer a don Manuel Barranco de Alarcón vecino de esta dicha ciudad generalmente para todos mis pleitos causas y negocios civiles y criminales motivos y por mover que al presente tenga pendientes y en adelante se me pueden ofrecer con cuales personas eclesiásticas o seculares de cualesquier estados y grados claridad y condición que sean por cualquier causa y sin que obste el no expresarlas ni las personas en este poder porque se lo doy universalmente para todos efectos y cuanto conozca a mis negocios tratos y derechos de mandando y defendiendo y para que haya reciba y cobre de todos y cualesquiera personas todos los maravedís reales pesos y ducados que se me deban y debieren por escripturas, vales, cuentas de libros, cedulas y libranzas facturas memorias empaques conocimientos y en otra cualquier forma y manera dando de lo que recibiere y cobrare las cartas de pago finiquitos [...]. 11

Aquí la estrategia de Francisco de Altamirano era muy clara: a la voluntad del acreedor Joseph Martínez de apoyarse sobre los estereotipos comunes asociados a los afrodescendientes —poco fiable, incapaces de gestionar su negocio— respondió apropiándose de los códigos clásicos de la buena sociedad española. Se presentó en el extracto citado como un mercader plenamente integrado en la sociedad local, capaz de movilizar no solamente su red social sino también la justicia real y aún eclesiástica. 12 En este pleito el reto para Altamirano era doble: tanto judicial y económico —probar su solvencia, defender sus intereses materiales— como simbólico —valorar su reputación como hombre honrado—. No obstante, lo que se puede describir como la estrategia de la honradez no era siempre posible. Al otro lado del espectro existía otro discurso, aquel del “pobre miserable”. El caso que opuso el pardo libre Joseph Antonio de Cárdenas al español Mateo Biurcos es muy interesante en este sentido. 13 El pleito nació de una situación de deuda muy clásica entre un artesano y un cliente deshonesto: el sabanero Cárdenas reclamaba el pago de 30 pesos por seis meses de trabajo para Biurcos. Muy consciente de su situación desventajada como pardo y como pequeño artesano, Cárdenas —como numerosos afrodescendientes o indios en los pleitos, como pudimos consultar en el Archivo Histórico del Estado de Zacatecas— reforzó su condición de inferioridad, presentándose como un “demandante pobre y persona miserable […] expuesto a los rigores de los caminos”.14 Biurcos respondió movilizando otro estereotipo, procedente de la imagen de la mala vida, y describió a Cárdenas como un vagabundo poco fiable. 15

El pequeño comercio de detalle se beneficiaba del dinamismo económico de las minas, del flujo de mineros durante los periodos de bonanza, y por eso representaba una posibilidad de integración a la vida económica de la sociedad colonial para individuos como Altamirano. Aunque los riesgos no eran pocos como se puede ver con la situación de precariedad de Cárdenas, este tipo de actividad suponía cierta estabilidad y visibilidad en el paisaje social y urbano. Una crisis de la economía minera podía llevar a la insolvencia, pero, al mismo tiempo, un periodo de bonanza permitía esperar un proceso de ascensión social, tanto al nivel individual como familiar.

La última categoría cuya presencia es muy destacable en la primera mitad del siglo XVIII es relativa al mundo de la mina. Cuando uno trabaja en los documentos conservados en el Archivo de Indias, descubre relaciones de poder, negociaciones permanentes y conflictos que se focalizan dentro del círculo reducido de las élites locales y de la administración colonial. 16 La consulta de los archivos zacatecanos revela otra realidad formada por conflictos de menor importancia, entre actores mucho más modestos, dentro de los cuales “castas aventureras”. La crisis minera de la primera mitad del siglo tuvo terribles consecuencias sobre la economía general, pero permitió inversiones mineras por parte de poblaciones habitualmente excluidas de este mundo. La inundación de las galerías y la disminución de la actividad estableció un contexto favorable para operaciones muy arriesgadas. Sin embargo, como lo vemos en los diferentes pleitos mineros del periodo, el sueño era generalmente una quimera conduciendo al fracaso, a causa de la incapacidad de los “aventureros” para financiar la actividad minera. De hecho, muchas denuncias se dirigían a malos compañeros acusados por no haber complido con sus compromisos financieros y logísticos. Fue el caso de Juan Antonio de Bolaños, quien denunció a su coporcionero “Agustín de Arzola por no cumplir en el pueble de compañía que [tenía] en consorcio con Francisco Muñoz y el dicho Pérez de Baños en la mina nombrada Coronilla en Vetagrande”. 17 La falta de participación en el reclutamiento de los operarios para trabajar la mina o en las acciones de desagüe de las galerías inundadas, cualquiera que fuera la razón —mala fe o incapacidad económica—, era el origen de números conflictos agudos, especialmente en el contexto de crisis de los años 1730-1760.

El cuadro 2 dibuja el paisaje formado por estas castas aventureras que trataron de integrarse al comercio de las minas en la región de Zacatecas. Lo que se nota en primer lugar es el hecho de que la mayoría de los pleitos se concentran en la primera mitad del siglo XVIII. Aún más, si excluimos al caso muy singular del mulato Ambrosio de Silva, la ventana cronológica se reduce al periodo entre 1700 y 1740; es decir, las décadas de la crisis de la minería en la región. El litigio tardío en el cual el mulato Antonio de Torres se involucró en 1778, durante el renacimiento de la economía minera de los años 1770, aparece como una excepción notable. Los veinticuatro casos identificados en los archivos judiciales y notariales representan a dieciséis individuos distintos. Entre ellos, la presencia de los mulatos es muy destacable (ocho individuos), comparada a la de los mestizos (dos) e indios, que sean ladinos o no (seis). Jacques Poloni-Simard (1999) mostró la importancia de la autodeclaración en la documentación notarial y judicial. A partir de este punto, ¿cómo explicar tal proporción que no corresponde a las tendencias de autodeclaración identificadas en la región durante el siglo XVIII (Croguennec, 2015, p. 254). Una hipótesis para explicar la sobrerrepresentación de los mulatos en la muestra y la infrarrepresentación correspondiente a los mestizos invocaría la posibilidad, para los mestizos, de movilizar de manera oportuna la categoría de “criollo” o “español”, lo que no podían hacer los mulatos o los indios.

Cuadro 2
Castas aventureras en el negocio de minas a principios del siglo XVIII

Fuente: Secciones Civil y Notarías del AHEZ.

En este paisaje, un hombre en particular llama la atención: el mulato Ambrosio de Silva, pequeño inversor muy activo en el comercio de las minas entre 1742 y 1749, figura reveladora de la fuerza del sueño minero entre los operarios de minas. 18 En varias ocasiones, Ambrosio de Silva obtuvo unas barras de minas gracias a la práctica repetida y oportunista del denuncio, solamente para fracasar unos meses o años después, lo que se tradujo en ventas o donaciones. Los litigios (en 1742-43 o 1745) subrayaron cada vez su incapacidad para cumplir con las obligaciones de un dueño de minas. 19 El último documento que atestigua de la participación de Ambrosio de Silva en el comercio de las minas data de 1749 y marca el fin de un periodo. Al igual que los pleitos por deuda y que los conflictos entre amos y esclavos, las cuestiones mineras desaparecieron de la documentación a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, o, mejor dicho, la participación de las castas autodeclaradas como tales en estos asuntos disminuyó y desapareció. Los datos son demasiado escasos para ir más allá de una hipótesis. En el caso del mundo minero, por ejemplo, se puede suponer que el renacimiento de las minas locales gracias a la acción de José de la Borda (Brading, 1970) excluyó definitivamente a las castas del juego minero, relegándolas a la condición de proletariado sometido a los dueños de minas.

Cuestiones familiares: desde la custodia de los niños a los matrimonios desiguales

Ahora, si estudiamos los asuntos familiares y su evolución cronológica, observamos una evolución significativamente diferente como lo podemos ver en la gráfica 2.

En primer lugar, el volumen de los pleitos es mucho más reducido: entre 0 y 8 pleitos cada año. Además, la evolución cronológica es diferente en la medida que la mayoría de los casos ocurrió durante la segunda mitad del siglo XVIII. La evolución cronológica se nota igualmente en el origen de los conflictos. Los pleitos causados por asuntos de matrimonios desiguales aparecieron de manera lógica a partir de la Real Pragmática de 1776 y se convirtieron en el principal motivo de conflicto a finales del periodo. Hasta este momento, los pleitos más comunes eran provocados por los conflictos conyugales y la custodia de niños. Así, podemos destacar dos periodos. Hasta los años 1770 vemos a una población social y económicamente frágil, pero capaz de movilizar la justicia para defender sus intereses y los de sus niños. Al contrario, a partir de los años 1770, las castas —sobre todo los afrodescendientes— aparecieron como una población que padecía más y más de la crispación social y del proceso de racialización del periodo, hasta en los aspectos más íntimos de su existencia (Mörner, 1974).


Gráfica 2.
Conflictos familiares a lo largo del siglo XVIII
Fuente: Sección civil del AHEZ.

Los pleitos sobre la custodia de los niños son los más interesantes, en la medida en que dan acceso a la intimidad familiar de una categoría de la población que no dejó muchas huellas en la documentación. Gracias a tales casos, podemos ver “la vida frágil” (Farge, 1986) de las castas: su cariño por sus niños, las dificultades para criarlos, sus estrategias para construir el mejor futuro posible. De esta manera podemos considerar la renuncia a sus derechos parentales firmada por la India ladina María Magdalena Flores en 1761. Demasiado pobre para criar a su hijo, se presentó ante el juez “ni coercida ni atemorizada” 20 para encomendar a Tiburcio a la custodia de padres adoptivos. Sin embargo, si renunció a sus derechos parentales, María Magdalena exigió que su hijo fuera considerado como un heredero legítimo por sus nuevos padres, una manera de asegurar juridicialmente un mejor futuro para su hijo a través del proceso de adopción. Tales precauciones eran necesarias porque algunas familias adoptivas no respetaban los acuerdos firmados ante el escribano o el juez. La estrategia que tenía por objetivo una mejor existencia para los niños los exponía potencialmente a una situación aún más precaria. Cuando la viuda María de Rosa se enteró de que sus cuatro hijos no recibían la atención y el cuidado prometidos por sus padres adoptivos, denunció la situación para recuperar la custodia de los niños. 21

Las diligencias de Sebastiana Velázquez, mujer mulata que solicitó de las autoridades un permiso especial para que sus hijos portaran espadas, desvelan otra dimensión de la voluntad de asegurar el futuro de los hijos, aquí a un nivel mucho más simbólico que material. En efecto, obtener el derecho de llevar espada para sus hijos era una forma de borrar simbólicamente el origen ilegítimo de los tres jóvenes, de integrarlos plenamente en el grupo paterno gracias a una decisión judicial. 22 Ella misma juró y afirmó que: “[eran] hijos no sólo míos sino también de Mateo Bonilla, Español difunto […] conocidos por tales en cuya virtud los [había] criado e impuesto a buenas costumbres en tal modo que jamás [habían] dado notorio escándalo ocupándose en sus oficios e inteligencias procediendo como hombres casi españoles en continuación de la descendencia y filiación de dicho su padre”. 23

Por esta razón, pidió a la justicia local que concediera “licencia a dichos [sus] hijos para traer espada para la defensa de sus personas sin que se les [impidieran] pues su ánimo no [era] ofender a ninguna persona con ellas”. 24 Sebastiana Velázquez desarrolló un argumento insistiendo en la filiación paterna de sus hijos. Por otra parte, no mencionó sus propios orígenes y pareció preferir hacer hincapié en su papel educativo, demostrando que quería dar una buena educación criolla a los hijos de un español. En este cuadro, ella misma actuaba como mera intermediaria, como para hacer olvidar no sólo el nacimiento ilegítimo sino también el origen servil de sus hijos por vía materna. De hecho, todo el planteamiento de la madre se basaba aquí en negar la calidad de los tres jóvenes —asignada por el mundo colonial debido a las circunstancias de su nacimiento — para asegurarles un buen lugar en la sociedad criolla, en la sociedad del padre. Los diversos testimonios que presentó a las autoridades locales parecen indicar que, al menos en el barrio, sus esfuerzos tuvieron éxito. El comerciante Francisco del Hierro declaró que los hijos de Sebastiana “[eran] mozos quietos y pacíficos y que [demostraban] en su obra ser hijos de español pues no [daban] ruido ni prejuicio a ninguna persona, aplicados siempre a su trabajo... y que de permitírseles que [trajeran] espada no [pensaba] este testigo que [hicieran] daño pues desde que los [conoció] los [había] tratado como españoles”. 25 Por reputación y comportamiento, los jóvenes estaban considerados como criollos: la acción de la madre era la culminación de un proceso educativo que había permitido borrar sus orígenes, por lo menos embarazosos. De hecho, cuando las autoridades respondieron positivamente a la petición de Sebastiana, 26 los orígenes ilegítimos y serviles de los jóvenes se olvidaron a favor de su identidad criolla. 27

No obstante, a partir de los años 1770, la sociedad colonial no estaba tan pronta a aceptar la fluidez identitaria ilustrada por la petición de Sebastiana Velázquez. La promulgación de la Real Pragmática en 1776 ofreció a las familias las herramientas para oponerse a los proyectos de matrimonios considerados como desiguales. En otros términos, la sociedad criolla —o las familias que deseaban afirmar su hispanidad, real o fantasmada, frente a las dinámicas de mestizaje— podían utilizar la ley para protegerse del contagio supuesto generado por la integración de afrodescendientes al grupo familiar. Por eso, los pleitos por cuestión de matrimonio desigual revelaron los límites de la agencia de las castas —y más especialmente de los afrodescendientes— frente al movimiento de cierre social y de racialización de las últimas décadas del siglo XVIII (Lynch, 2008, p. 28). En este sentido, la argumentación presentada por el hermano de Juan de León para oponerse a su proyecto de matrimonio con la mulata Tiburcia era un resumen perfecto de los prejuicios sociales, de la obsesión por la reputación y del rechazo de toda mezcla que alimentaban los pleitos contra los matrimonios percibido como desiguales. Afirmó que:

la pretensa de mi hermano es de una abatida esfera y de aquellas personas que por tanto se colocan en la ínfima plebe, porque la infelicidad de su nacimiento y el origen de este hace público y notorio en el lugar de su residencia la mala calidad que goza, como que a tiempo se sabe que sus ascendientes por ambas líneas paterna y materna son unos mulatos declarados, pues el barretero Patricio Torres su padre es generalmente conocido por tal y lo mismo la madre. 28

En efecto, como lo vemos en estas líneas, la presencia o la mera sospecha de “mancha” de la esclavitud en el linaje de uno de los novios era un motivo de disenso. Era la lógica que opuso María Josefa Buitrón a José Antonio Rodríguez sobre “el matrimonio que [pretendía] contraer con María Ana Moreno su hija”. 29 Su argumentación justificó el disenso porque José Antonio Rodríguez “[era] de mala calidad, esto [era] mulato y ser su hija española”. 30 Aun cuando las palabras “mulato/a” o “mala calidad” no aparecían, la noción misma de la desigualdad, o la imposibilidad de probar su “buena calidad” era suficiente para provocar el disenso o abandonar los esponsales. 31 Sin embargo, cabe notar que el rechazo de las uniones desiguales no apareció con la Real Pragmática: por lo contrario, se puede argumentar que la ley respondió a una demanda social. Es lo que transparece en un pleito por violencia y heridas que opuso la española Inés Báez al negro Antonio Matheo en 1732, más de cuarenta años antes de la Real Pragmática: la primera, “mujer honrada” según sus propias palabras, había rechazado la propuesta de matrimonio del segundo. 32 La noción de desigualdad no era tan claramente expresada como en los disensos a finales del siglo XVIII que pudimos examinar, pero transparece a través la oposición entre la acusadora —española, honrada— y el acusado —negro y violento—. Ambas personas pertenecían al mismo grupo de las plebes urbanas: Inés era una lavandera, 33 mientras Antonio Matheo afirmó que “[mantenía] de tres años a esta parte así a la dicha como a su madre”. 34 No obstante, a pesar de la proximidad cotidiana en el marco del vecindario, la calidad podía surgir como una forma de frontera compleja en las percepciones y discursos.

Conflictos cotidianos, conflictos criminales

En las páginas que siguen, la mirada se focaliza en el amplio abanico de la conflictividad diaria, al nivel del vecindario, a partir de la documentación civil como criminal. El pleito que opuso Inés de Báez a Antonio Matheo es muy revelador del embrollo formado por la convivencia entre vecinos pertenecientes al mismo mundo de las “plebes” urbanas. El vecindario era el lugar de la solidaridad y de la conflictividad al mismo tiempo. Mas, generalmente, la negociación y la intermediación de algunos actores —vecinos influyentes, compadres— permitía la resolución del conflicto. La falta de negociación, o su fracaso, conducía a la movilización de la justicia civil —a veces solamente de presión— o la escalada a formas más abiertas y criminales del conflicto, a través de la violencia verbal y física.

Vecinos y adversarios

Los litigios generados por la vida diaria autorizan cierta reconstitución de las relaciones dentro de un vecindario, de lo cotidiano íntimo de las plebes urbanas. El proceso que opuso en 1702 don Juan Fernández Alonso al mulato Joseph Mascorso abre una ventana sobre esta realidad, entre relaciones de poder, acuerdos oficiales y negociaciones oficiosas. 35 En el origen del pleito encontramos a un tal Gregorio García, arrendatario de una casa, propiedad de Joseph Fernández Alonso, situada en Vetagrande por una renta de cuatro pesos cada mes. Era una situación cotidiana, reveladora de las relaciones de poder socio-económicas entre propietarios criollos y arrendatarios pobres, confrontados a una renta mensual que representaba más de una semana de trabajo en las minas. 36 Gregorio García no pudo pagar la renta y repentinamente abandonó su casa y Vetagrande para viajar a Zacatecas, dejando una deuda de doce pesos (cuatro meses sin pagar). 37 Era una verdadera estrategia de fuga: Gregorio García ya no podía vivir en Vetagrande y trató de buscar mejores condiciones de vida en Zacatecas, según el esquema muy común de la movilidad de las plebes urbanas en el Centro Norte novohispano (Croguennec, 2015, p. 83). Sin embargo, García se fue de Vetagrande sin avisar a su propietario y confió su casa en las manos de su vecino, el mulato Joseph Mascorso. En vez de renovar el contrato con el propietario, Mascorso aprovechó la oportunidad para ampliar su propia casa, sin pagar un solo peso. Si el contrato entre García y su propietario ilustra una jerarquía social muy común, la operación de Mascorso era reveladora de las estrategias de la disimulación y de la trampa, siempre al límite de lo ilegal, para mejorar la vida material y cotidiana. Tales casos constituían finalmente la prolongación conflictiva de las transacciones normales que se puede observar en la documentación notarial. Si miramos el ejemplo de los registros del escribano público Manuel Gutiérrez de Ávila (1700-1735), las cuestiones inmobiliarias representaban casi el cuarto de los documentos firmados por castas. Eso significa que las plebes urbanas y las castas no se encontraban siempre en la posición del arrendatario hundiéndose bajo el peso de la renta y de la deuda. Un grupo no insignificante poseía los medios económicos para comprar su propia casa y defender la integridad de su propiedad. Era el caso, por ejemplo, de la queja de Ana María de la Cruz y Medrano contra su vecina Teresa del Valle en 1748. 38Según la denunciante, Teresa del Valle utilizaba la canaleta del agua de lluvia para otros usos mucho más inconvenientes para el vecindario: “pues en vez de reservarlo limpio y desembarazado para el tránsito y conducción de las aguas del tiempo, se ensuelva e imposibilita por arrojar las aguas inmundas y fétidas, basura, y otras inmundicias, cuyo fetor es intolerable.” 39

Las dos mujeres vivían calle de la Carnicería, en el centro de Zacatecas, en el barrio indio y mestizo (Bargellini, 1991). Aunque su estatus social no estaba mencionado en la documentación, es legítimo pensar que eran dos mujeres de condición modesta, perteneciendo a la nebulosa mestiza. El barrio fue construido en la ladera del cerro, lo que causaba dificultades en la gestión del agua, tanto del abastecimiento como de la evacuación. En el contexto del siglo XVIII el agua estancada se contaminaba fácilmente y se convertía en un terrible vector de enfermedades como el cólera. Por lo tanto, la obstrucción de las canaletas ocasionadas por el comportamiento de Teresa del Valle no era solamente una molestia, sino también un auténtico riesgo sanitario. En las páginas del pleito podemos imaginar muy fácilmente las condiciones de vida en un barrio popular, construido en la ladera del cerro y sometido a diferentes riesgos, como deslizamientos de tierra. En tal contexto, la conservación de condiciones de vida correctas no se podía limitar a esfuerzos individuales; necesitaba la cooperación de los vecinos. La falta de respeto de este “deber” de solidaridad amenazaba a la comunidad. Era por esta razón que Ana María mencionó en su declaración que vivía en el barrio desde treinta años y que era la primera vez que encontraba semejantes problemas, sugiriendo que el comportamiento de Teresa del Valle no era normal y no respetaba la práctica común. Además, la denunciante describió a Teresa como una persona desvergonzada que no respetaba nada: “lo que he sacado de tan políticos y prudentes medios ha sido el que a más de dificultarlos todos la dicha Teresa me ha provocado con palabras injuriosas procurando denigrarme y a mis hijas y temo de su desenvoltura y desahogo que quiera llegar a las manos por ser de genio que hace alarde de su desvergüenza”. 40

Las injurias y la obstinación de Teresa socavaban la solidaridad entre los vecinos de tal manera que ya no era posible mantener el conflicto dentro de la negociación privada y confidencial. Por eso, Ana María recurrió a la justicia civil para obtener lo que no pudo conseguir con un diálogo entre vecinos.

Eran comportamientos como los de Teresa del Valle o de Joseph Mascorso que diariamente contribuían a alimentar y reforzar los prejuicios ya existentes sobre la supuesta “mala vida” de las poblaciones amestizadas. Las palabras utilizadas por las élites coloniales eran muy violentas cuando describían a una población amestizada y minera “viciosa, insolente y sin ninguna permanencia en sus domicilios, pues su desarreglada conducta no les [estimulaba] a proceder con honradez”. 41 Aquí proponemos una exploración de una realidad cotidiana violenta que no solamente alimentaba los peores estereotipos, sino que afectaba también a las castas y plebes urbanas en primer lugar.

Violencia verbal y violencia física

La violencia, sea física o sencillamente verbal, era una parte importante de la vida cotidiana de las clases bajas durante la época moderna. En el caso de las castas zacatecanas, los crímenes contra las personas representaban 43% de los pleitos identificados. En la gráfica 3 se nota un incremento marcado en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX, expresión quizás de una agitación social creciente en el contexto de la rebelión de Hidalgo o, más bien, traducción de una voluntad de control y castigo de las plebes urbanas por parte de las autoridades tanto locales como coloniales (Marín Tello, 2008). Se puede diferenciar distintos tipos de violencia a través de las modalidades y de los motivos de los actores implicados.


Gráfica 3.
Evolución de la criminalidad (siglo XVIII)
Fuente: Sección Criminal del AHEZ.

El primer tipo, que podemos calificar de “violencia de la marginalización”, es cosa de poblaciones que se sitúan, voluntariamente o no, al margen de la sociedad y adoptan comportamientos agresivos, predatorios. Sara Ortelli habla de hombres que “se alejaban de manera temporal o definitiva de sus lugares de residencia, se asentaban en las serranías escarpadas a salvo del control de las autoridades y conformaban bandas dedicadas, fundamentalmente, a robar animales” (Ortelli, 2012, p. 218). Más interesante desde el punto de vista de las relaciones sociales era la violencia cotidiana. Este tipo nos permite esbozar un rápido estudio de las diferentes caras de los conflictos dentro de la sociedad colonial. Cualquiera fuera el tipo de violencia —injuria, herida, homicidio—, tanto las víctimas como los agresores pertenecían al mismo mundo urbano y hasta al mismo barrio o la misma hacienda. Contrariamente al tipo del bandido mencionado más arriba, hablamos aquí de una violencia casi íntima. Las víctimas conocían a sus agresores, los frecuentaban diariamente, tan bien que la violencia encontraba su origen en los vínculos personales y sociales entre los individuos. Además, en estos casos, la violencia no aparecía como un modo de vida, como un reflejo de la marginalización, sino como el modo de resolución de los conflictos dentro de una población “emotiva”, un estereotipo frecuentemente asociado a las castas y plebes urbanas, una categoría de la población considerada como incapaz de controlar sus impulsos violentos (Alberro y Aizpuru, 2013). El control creciente de las formas de recreación —bailes, juegos, pulquerías— a lo largo del siglo XVIII participó de este conjunto de prejuicios (Viqueira Albán, 1987). En los diferentes pleitos estudiados, tres casos llaman particularmente la atención en la medida de que permiten aclarar las diferentes caras del conflicto y de la violencia cotidianos.

Primero, el caso de la muerte de Félix Ramírez en 1698, a manos de su mejor amigo Agustín Bohórquez, es particularmente interesante. En el origen del conflicto y de la muerte trágica de Ramírez encontramos una deuda de juego, una situación muy banal en un mundo minero en el cual los diversos juegos de dinero son una práctica cotidiana (Flores Clair, 1997). De hecho, la deuda generó las condiciones del conflicto. Éste estalló un día cuando Ramírez, borracho, vino a visitar a su amigo. Reclamó su dinero y procedió a insultar y provocar a Bohórquez. 42 Las provocaciones condujeron a un duelo según códigos sociales más pertenecientes a las élites que al mundo de los artesanos urbanos: Bohórquez, dicho Chilito, era un carpintero. La colisión entre un conflicto típico de las “plebes” urbanas, provocado por el juego, la bebida y la deuda, y el recurso a las armas blancas para defender su honor, culminó de manera muy trágica con la muerte de Ramírez. En otras palabras, Bohórquez y Ramírez se pelearon según modalidades típicas del grupo social al que pertenecían —las plebes urbanas—, pero sus acciones traicionaron su condición de blancos pobres que se agarraban a su condición criolla. Ambos adoptaban un decoro para distinguirse de la masa de las castas y demostrar su “hispanidad” hasta la muerte, y un servicio militar casi sinónimo de muerte en las Filipinas. Las cuestiones de honor y posición social estuvieron también al centro del conflicto que opuso Juan de Bonilla y su suegro Joseph Hernández a su vecina, la mulata Nicolasa Lemus. En este caso, la violencia fue puramente verbal y no fue más allá de las injurias, pero la naturaleza misma de la denuncia era muy reveladora de las relaciones sociales dentro de una sociedad mestiza, en la cual los blancos pobres no aceptaban verse relegados al mismo nivel que grupos teóricamente sometidos a los criollos, social y culturalmente. 43 De hecho, los dos hombres manifestaban el deseo de comprar un terreno a la mulata anciana Josepha Thenorio, en casa de quien Nicolasa Lemus vivía. Nicolasa, obviamente, defendió los intereses de una mujer vieja y aislada contra los proyectos de los dos criollos. La resistencia manifestada por la joven mulata fue percibida como muy excesiva y aún violenta por ambos hombres, como lo podemos ver a través de la formulación de la denuncia: “Demanda de don Juan de Bonilla para que se le notifique a Nicolasa Lemus mulata libre que no se entrometa ni perturbe la quietud y sosiego de él ni el de su suegro”. 44

Tal formulación presentó a los dos hombres como víctimas de los excesos verbales de Nicolasa y de la amenaza que representaba para ellos. En otras palabras, fue presentada como una verdadera harpía que no sabía quedarse en su lugar de mujer y de mulata. A primera vista, el objetivo de la denuncia era restablecer cierta forma de paz en el vecindario, una paz comprometida, según Bonilla, por la violencia verbal y potencialmente física de la mulata — argumentos muy similares a los usados contra Teresa del Valle—. Sin embargo, otra interpretación es posible si recordamos los proyectos de Bonilla y Hernández. En efecto, el aislamiento y la edad avanzada de Josepha Thenorio la convertían en una víctima cómoda en los planes inmobiliarios de los dos hombres. La presencia de Nicolasa y, sobre todo, su intervención en el asunto y su defensa de los intereses de Josepha, eran un obstáculo significativo para Bonilla y Hernández. Desde esta perspectiva se puede suponer que la denuncia pertenecía a cierta forma de estrategia para descalificar la oposición encontrada, comparándola a una forma de agitación descontrolada por parte de una mujer perteneciente a un grupo social de mala reputación. Las protestas de Nicolasa, según la acusación de los dos hombres, no tenían validez porque no solamente era una mujer, sino también una mulata. Sus excesos eran básicamente la expresión de la violencia inherente a las castas en general y a los afrodescendientes en particular. La denuncia y el pleito tenían como objetivo descalificar a Nicolasa y también restablecer el orden social simbólico amenazado por la actitud de la mulata. No era ningún azar si Bonilla, un maestro carpintero, se presentó como don Juan Bonilla, aunque no fuera noble, para subrayar su condición superior de hombre criollo.

A finales del siglo, de manera muy reveladora, algunos criollos ni siquiera se dignaban a recurrir a la justicia cuando encontraban cierta forma de resistencia o de concurrencia por parte de las castas. La violenta pelea entre Antonio de Torres y Manuel de Tatay y Musoles en 1778 muestra que la violencia física y verbal pertenecía a un conjunto de prácticas destinadas a humillar a las castas y reafirmar el orden social. 45 De manera muy similar a lo que podemos encontrar a principios del periodo, Antonio de Torres y su socio Joaquín de Borrego denunciaron la mina abandonada de San Ramón. Sin embargo, las oportunidades de la primera mitad del siglo XVIII no eran más que un recuerdo a finales del siglo. Abandonado por su socio, Antonio de Torres se empeñó en trabajar la mina. Al mismo tiempo, Manuel de Tatay y Musoles aprovechó la irregularidad supuesta de la primera operación para denunciar la mina a su turno. No esperó la decisión de la justicia local y procedió a la evacuación de la mina por la fuerza: “ya te tengo dicho negro tal que te mudes de aquí que esto es mío y echándole el caballo encima a Antonio de Torres…”. 46 Las palabras y las acciones de Tatay y Musoles muestran su desprecio por la condición del negro Torres y de su voluntad de reafirmar su superioridad como criollo. La agresión poseía dos objetivos: la recuperación de lo que el español consideraba como su propiedad —sin recurrir a la justicia— y la voluntad de reafirmar el orden social y la baja posición que ocupaba Torres en esta jerarquía. La utilización de la injuria y del caballo como forma de amenaza tenían, ambas, una dimensión simbólica muy fuerte y, obviamente, intencional. Aquí la violencia aparece como un recurso común cuando los conflictos económicos y personales se envenenaban. En otras palabras, la violencia contribuía a definir las relaciones cotidianas y la jerarquía que las sostenía. Contrariamente a los estereotipos coloniales que asociaban la violencia a las solas plebes urbanas y castas según la construcción de la mala vida, era la totalidad de la sociedad local que demostraba una violencia verbal y física considerable. En el contexto de las últimas décadas del siglo XVIII, se puede también argumentar que la violencia participaba plenamente de los procesos combinados de control de las “plebes” y de racialización.

Conclusiones

A modo de conclusión, la documentación judicial —civil como criminal— ofrece al historiador una ventana abierta sobre la vida cotidiana de poblaciones ordinariamente mudadas por el curso del tiempo. La conflictividad diaria y los motivos que la alimentaban ayudan a dibujar los contornos de una sociedad pleitista, caracterizada por varias líneas divisorias, en la cual las poblaciones amestizadas eran confrontadas a un conjunto de prejuicios sociales, culturales y raciales. En este contexto, la posición de los afrodescendientes —o percibidos como tales— era bastante compleja. En muchos casos y situaciones, su calidad no aparecía como central en el pleito, especialmente en cuestiones económicas como la deuda. Al contrario, la Real Pragmática contra los matrimonios desiguales tenía, en el contexto colonial, una fuerte dimensión racializada cuyo objetivo era, para muchas familias, la protección del linaje contra la mancha, aún lejana, de la esclavitud. Por eso, la mayoría de los disensos identificados concierne a un novio o una novia afrodescendiente. En todas las situaciones evocadas, el peso de los prejuicios y de los estereotipos contra los mulatos y las mulatas era muy claro, más notablemente cuando se trataba de instrumentalizar los orígenes de un adversario para descalificar sus argumentos jurídicos, sus acusaciones como su defensa. En los discursos, la afrodescendencia aparecía como estrechamente vinculada a la reputación del individuo y de su familia. Era una mala reputación que se instrumentalizaba para rechazar una demanda de un acreedor o un proyecto de matrimonio; una reputación que se borraba, se superaba o se escondía cuando era posible. A lo largo del siglo XVIII, en el caso de las sociedades mineras del Centre Norte por lo menos, los espacios de oportunidad que autorizaban tales estrategias de ocultación o superación por parte de los afrodescendientes se volvieron más y más escasos para desembocar en el movimiento de cerradura social a finales del siglo.

Archivos

Archivo del Estado de Zacatecas [AHEZ]

Archivo General de Indias [AGI]

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Notas

1 En la documentación judicial analizada, el término de calidad se utilizaba cuando un individuo tenía que mencionar su situación socio-racial (o sea la “raza”). En vez de utilizar un concepto problemático y poco relevante en la Nueva España del siglo XVIII, opté por el vocabulario usado en las fuentes.
2 En este sentido, las pinturas de castas del siglo XVIII y el vocabulario asociado (ver la serie pintada por Andrés de Islas en 1774) reflejan mucho más las representaciones coloniales frente al mestizaje y la afrodescendencia que la realidad cotidiana.
3 Archivo General de Indias [AGI], Guadalajara, 117, f. 3r.
4 En otras palabras, se trata de confrontar estereotipos y realidad para dar cuenta de la gran complejidad de las sociedades coloniales (Alberro y Gonzalbo Aizpuru, 2013).
5 Ver el censo de 1790. Archivo del Estado de Zacatecas [AHEZ], Fondo Reservado, n. 10.
6 Más precisamente, se trata aquí de los individuos que usaron una calidad correspondiente al grupo de los afrodescendientes en su declaración: generalmente mulato/a, negro/a y también morisco/a, pardo/a.
7 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 11, exp. 10.
8 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 21, exp. 32.
9 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 22, exp. 12.
10 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 23, exp. 3.
11 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 23, exp. 3, f. 6.
12 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 23, exp. 3, f. 6 – 8.
13 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 21, exp. 24.
14 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 21, exp. 24, f. 15v.
15 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 21, exp. 24, f. 16r.
16 AGI, Guadalajara, 116 / AGI, Guadalajara, 117 / AGI, Guadalajara, 159 / AGI, Guadalajara, 182 / AGI, México, 2242 / AGI, Guadalajara, 190 / AGI, México, 2245 / AGI, México, 2241.
17 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 9, exp. 15.
18 AHEZ, Notarias, Juan García Picón, 8, f. 20-22 / AHEZ, Notarias, Juan García Picón, 14, f. 4-6.
19 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 28, Exp. 23 y 30.
20 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 37, exp. 04, f. 1r.
21 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 37, exp. 02.
22 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 29.
23 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 29, fº 1r.
24 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 29, fº 1r.
25 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 29, fº 2v.
26 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 29, f. 4r.
27 Para un estudio más completo de las cuestiones de niñez y familia, ver el libro de C. Masferrer Léon, Muleke, negritas y mulatillos: Niñez, familia y redes sociales de los esclavos de origen africano en la ciudad de México, siglo XVII (Masferrer Léon, 2013).
28 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 53, Exp. 12, f. 2r.
29 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 53, Exp. 26.
30 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 53, Exp. 26.
31 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 50, Exp. 33 / AHEZ, Poder judicial, Civil1, 51, Exp. 09, f. 3r.
32 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 6, Exp. 09.
33 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 6, Exp. 09, f. 1v
34 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 6, Exp. 09, f. 2v.
35 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 21.
36 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 21, f. 1.
37 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 3, Exp. 21, f. 2r.
38 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 32, Exp. 14.
39 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 32, Exp. 14, f. 1r.
40 AHEZ, Poder judicial, Civil1, 32, Exp. 14, f. 1.
41 AGI, Guadalajara, 524, f. 9v
42 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 2, Exp. 63.
43 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 4, Exp. 54.
44 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 4, Exp. 54, f. 1r.
45 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 10, Exp. 33.
46 AHEZ, Poder judicial, Criminal, 10, Exp. 33, f.4.

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