Sección temática
De honores, méritos y privilegios. Prácticas políticas de los milicianos pardos de Mérida, 1775-1800
Honors, merits and privileges. Political practices of the pardos militiamen of Mérida, 1775-1800
De honores, méritos y privilegios. Prácticas políticas de los milicianos pardos de Mérida, 1775-1800
Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. 46, núm. 183, pp. 116-137, 2025
El Colegio de Michoacán, A.C

Recepción: 13 Noviembre 2023
Aprobación: 29 Febrero 2024
Resumen: El presente trabajo se centra en el estudio de las prácticas políticas generadas por los milicianos pardos de la ciudad de Mérida durante el último cuarto del siglo XVIII. A través del examen de expedientes recabados en archivos de México y España, se analizan los medios o vías formales utilizadas por los milicianos pardos a la hora de apelar por algunas prerrogativas o privilegios, como los retiros anticipados y la exención tributaria, así como obtener algunos estímulos o reconocimientos del monarca en virtud de los servicios prestados a la Corona. Los que, en última instancia, les permitieron obtener cierto prestigio y protagonismo frente a los sectores populares de la sociedad meridana, incluso respecto a otros afrodescendientes, al grado de situarlos en una mejor posición social y así intentar romper con las imágenes y estereotipos negativos propios de su origen y condición social.
Palabras clave: Milicias, pardos, prácticas políticas, Yucatán, afrodescendientes.
Abstract: This paper focuses on the study of the political practices generated by the pardo militiamen in the city of Mérida during the last quarter of the eighteenth century. Through the examination of records collected in archives in Mexico and Spain, we analyze the formal means or ways used by the pardo militiamen when appealing for some prerogatives or privileges, such as early retirements and tax exemption, as well as to obtain some incentives or recognition from the monarch by virtue of the services rendered to the Crown. These ultimately allowed them to obtain a certain prestige and prominence in the popular sectors of Merida society, even with respect to other Afro-descendants, to the extent of placing them in a better social position and thus trying to break with the negative images and stereotypes of their origin and social condition.
Keywords: Militias, pardos, political practices, Yucatán, Afro-descendants.
Introducción
Pocas fueron las corporaciones que permitieron a los afrodescendientes participar en la vida política y social de la Nueva España como lo fue la militar, concretamente la milicia (Vinson III, 2001, p. 2), cuerpos castrenses temporales con una amplia tradición en España y la América española. Si bien, originalmente, su integración estuvo reservada únicamente para el grupo de origen español, al paso de los años y, de acuerdo con los crecientes requerimientos defensivos, la Corona se vio en la necesidad de permitir el acceso a los descendientes de africanos mediante la instauración y formalización de las compañías de pardos y morenos.
Así, paulatinamente, la milicia se convirtió en un espacio bastante frecuentado y valorado por los afrodescendientes, pues les permitió formar parte de la estructura militar imperante en el reino al involucrarse en la defensa y salvaguarda del territorio. Pero, sobre todo, fue un medio para mostrarse ante la sociedad y las autoridades como vasallos leales, disciplinados, confiables y valientes, incluso dispuestos a poner en riesgo su vida por defender los intereses de la Corona, atributos necesarios a la hora de apelar por prerrogativas o privilegios.
A partir del análisis de diversos documentos, como reglamentos, peticiones y revistas de inspección, ubicadas en el Archivo General de la Nación y el Archivo General de Simancas, el presente texto se centra en el estudio de las compañías de milicianos pardos de Mérida durante el último cuarto del siglo XVIII, periodo atravesado por el reformismo borbónico y por dos sucesos relevantes para las milicias yucatecas: la publicación, en 1778, del Reglamento para las milicias de infantería de la provincia de Yucatán y Campeche; y los conflictos bélicos con Inglaterra, mismos que en el contexto local se prolongarían hasta finales de siglo, recrudeciendo la añeja pugna por los territorios colindantes al presidio de Bacalar, ocupados por los ingleses. No obstante, nuestro análisis no se centra únicamente en el ámbito militar, sino en reconocer las prácticas políticas generadas por los milicianos pardos a la hora de intentar acceder a ciertas prerrogativas o privilegios, como los retiros anticipados y la exención tributaria, así como obtener algunos estímulos o reconocimientos del monarca en virtud de los servicios prestados a la Corona. Aquí es donde las nociones de vasallo, mérito y lealtad resultarán fundamentales en las solicitudes o peticiones realizadas por los milicianos pardos, mismas que, como apunta Jiménez, supondrían una suerte de “valoración social específica que los afrodescendientes se asignaban a sí mismos dentro de la sociedad novohispana” (2023, p. 129). Por tanto, se parte de la hipótesis de que, derivado de su enrolamiento en la milicia, los pardos pudieron gozar de medios formales para recurrir ante las autoridades e incluso buscar la intervención del monarca a la hora de defender sus privilegios o apelar por algún premio o distinción, lo que en última instancia les permitiría obtener cierto prestigio y protagonismo frente a otros sectores de la sociedad meridana.
En este contexto, los milicianos pardos de Mérida emergen como un grupo relevante −ciertamente poco atendido− debido a su contribución tanto en el ámbito económico como en el militar de la intendencia, más aún si consideramos la posición estratégica de la península de Yucatán en el contexto del reformismo borbónico y de las eventuales amenazas de potencias extranjeras, lo que sin duda consolidó su permanencia y participación en la vida política de la provincia.
Milicias y afrodescendientes en la Nueva España
El papel de las milicias en la América española fue de gran relevancia, en primer lugar para la pacificación y dominio de los territorios ocupados y, posteriormente, para preservar el orden y control social. 1 Fue precisamente esta necesidad defensiva la que condujo a que desde el siglo XVI se formaran unidades de milicias que resguardaran las ciudades, villas y puertos ante la posibilidad de incursiones de piratas, corsarios o de levantamientos indígenas, que fueron en aumento a partir del siglo XVII. No obstante, no será sino hasta el siglo XVIII cuando se volverán imprescindibles para enfrentar las amenazas bélicas de potencias como Inglaterra y Francia (Escudero, 2019, p. 133).
Existe un consenso entre los estudiosos de la corporación militar en el sentido de que la milicia cobró importancia real a partir de la reconfiguración del sistema defensivo americano, derivado de la caída de La Habana y Manila, dos de los sitios mejor defendidos, en 1762, en manos inglesas (Cruz, 2006;Kuethe, 1979; Marchena, 1992; Vinson III, 2001). Una vez recuperada la isla caribeña y tras la Paz de París en 1763, la Corona despachó dos misiones a las Indias, una a Cuba y otra a la Nueva España, con el fin de reformar la estructura militar imperante y así tratar de alentar y articular la participación de los propios habitantes en la defensa del territorio (Cruz, 2006, p. 77). El capitán O’Reilly fue el encargado de integrar los primeros regimientos de milicias disciplinadas de la isla, mismas que estuvieron reguladas por un reglamento interno en el que se precisó su forma de operar, así como las obligaciones y prerrogativas de sus integrantes. Tal y como apunta Benavides, con la formalización de las milicias, las autoridades buscaban fomentar “una ciudadanía militarmente capaz, que fuese útil en caso de ataques” (2014, p. 50), además de que el reglamento, finalmente publicado en 1769, sirviera de modelo para las unidades milicianas dispersadas a lo largo de la América española.
En un principio, las milicias novohispanas estuvieron conformadas únicamente por españoles y criollos, ciertamente con poca preparación y armamento, pues solo eran llamados en casos de extrema urgencia (Benavides, 2014, p. 49), auxiliados en ocasiones por cuadrillas de indios flecheros, aunque las exigencias de los habitantes y autoridades coloniales llevaron a la incorporación de varones de origen africano, a pesar de la opinión negativa que se tenía de ellos y del rechazo de una buena parte de los integrantes del ejército regular (Contreras, 2006, p. 96). 2 Con todo, estas milicias aglutinaron a un buen número de descendientes de africanos libres en unidades llamadas compañías de pardos o morenos, 3 denominaciones que desde luego sufrieron modificaciones a través del tiempo. Así, a lo largo del siglo XVII, con frecuencia se les identificó con la categoría de mulatos o negros; posteriormente, durante el reformismo borbónico, se les denominó morenos y pardos (Ortiz, 2006, p. 10). Esto nos habla de cambios en la percepción que se tuvo de este grupo social en la medida que avanzó el siglo XVIII, pues se les definió, identificó y trató de diversas maneras. Para Jiménez, la reformulación de tales categorías pudo deberse al creciente interés de la Corona por destacar su importancia en el ámbito militar, además de atenuar el lenguaje utilizado para denominar a los descendientes de africanos (2023, p. 136).
Las milicias de pardos en Yucatán, siglo XVIII
Debido a su creciente importancia en el Caribe, así como por su cercanía con la isla de Cuba y las posesiones británicas próximas al presidio de Bacalar, la Gobernación de Yucatán fue una de las jurisdicciones novohispanas donde existió una notable participación de las milicias en la defensa del territorio (Bock, 2013, pp. 10-12).
En cuanto a los africanos y sus descendientes, si bien contamos con algunos trabajos que dan cuenta de su participación en los cuerpos castrenses de la gobernación y posterior intendencia de Yucatán, sobre todo durante el siglo XVIII (Restall, 2010, 2020;Campos, 2005;Bock, 2013;Blanco, 2020), lo cierto es que aún resulta una asignatura pendiente por indagar. Pese a todo, su presencia se puede divisar desde el siglo XVI, de la mano de los españoles en las guerras de conquista (Restall, 2010, pp. 19-72). Más tarde, serían reclutados con el fin de fortalecer las filas y recorrer las guarniciones, en aras de reforzar los sitios más vulnerables de la gobernación, como lo fue el puerto de Campeche y el presidio de Bacalar, ante el potencial asedio de piratas o amenazas externas (Victoria, 1994, pp. 139-140). 4 Ya para el siglo XVIII, se advierte una mayor participación y relevancia de este grupo en los cuerpos castrenses de la capitanía y posterior intendencia de Mérida de Yucatán, posiblemente alentada por el temor a levantamientos o rebeliones internas como la de Jacinto Canek en 1761, así como por las latentes amenazas bélicas de potencias como Inglaterra (Blanco, 2020, pp. 84-91). De ahí que trabajos como los de Campos (2005) y Bock (2013) centren su atención en el papel que jugó la milicia como una posible vía de ascenso social y la oportunidad de aproximarse al grupo de origen español, que significaría a la postre −entrado el siglo XIX− una mayor cercanía con la ciudadanía gaditana.
Lo cierto es que no fue sino hasta 1778 cuando se formalizaron los regimientos integrados por afrodescendientes, mediante la publicación del ordenamiento jurídico titulado Reglamento para las milicias de infantería de la provincia de Yucatán y Campeche. En este se estableció la conformación de dieciséis compañías sueltas de tiradores pardos, de las cuales ocho se asentarían en el distrito de Mérida y las restantes en Campeche y sus alrededores, cada una supervisada y administrada por un sargento mayor de voluntarios blancos y su correspondiente plana mayor, 5 estructura que continuó vigente por lo menos hasta 1791.6 Con esto, el control, dirección y disciplina de sus integrantes quedaba a cargo de las élites criollas, con lo que se buscaba contrarrestar el descontento de algunos sectores de la milicia y del ámbito civil, para quienes la idea de armar e instruir militar y tácticamente a los sectores populares era una apuesta riesgosa y equivocada (Marchena, 1992, p. 147). Esto, a primera vista, trajo consigo una limitante para los afrodescendientes: la imposibilidad de acceder a los cargos de autoridad en la jerarquía castrense, pues, en la práctica, solo podrían aspirar al de capitán de la compañía.
Como hemos mencionado, las compañías tuvieron su cabecera en dos de los sitios más importantes de la provincia: Mérida y Campeche. Empero, esto no limitó que algunos grupos se asentaran en los pueblos aledaños, lo que implicó que muchos milicianos pardos estuvieran presentes en una buena parte de la Península (Campos, 2005, p. 90). Así, el distrito militar con cabecera en la capital peninsular comprendía originalmente agrupamientos en Mérida, Muna, Hunucmá, Izamal y Umán, mientras que, en el área de Campeche, se hallaban distribuidas en ese puerto, en Maxcanú, Calkiní, Teabo, Seybaplaya, Sahcabchén y Pocyaxum (Campos, 2005, p. 24).

Como se observa en el mapa 1, las unidades milicianas pardas se ubicaron en el norte y en el noroeste de la península, comenzando por las primeras compañías en Campeche y Mérida, las cuales serían asistidas por otras desplegadas en el camino real y la costa norte. Restall apunta que tal distribución pudo deberse a que, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, “la verdadera amenaza para la provincia se había mudado a la costa” (2020, p. 225), alimentada principalmente por el riesgo permanente de incursiones de piratas y corsarios.
En el caso del presidio de Bacalar, se tiene constancia de la existencia de un batallón fijo y dos compañías de milicias urbanas integradas por hombres de origen español y mestizos, asignados a salvaguardar y defender la villa contra incursiones de piratas, dedicados principalmente a la explotación de maderas, como el palo de tinte, y cuyo acaparamiento llevó a los ingleses a asentarse en Wallis. Esto propició un recrudecimiento en el conflicto bélico con Inglaterra, así como la necesidad de echar mano de milicianos afrodescendientes para reforzar la defensa (Rodríguez, 2015, p. 132). 8
En cuanto al número de milicianos pardos en Yucatán, las cifras resultan aún difusas. Para 1769, en una carta remitida al Marqués de Croix, virrey de la Nueva España, el gobernador Cristóbal de Zayas informaba la creación, por mandato real, de dos batallones de infantería de milicias de blancos, uno de pardos y ocho compañías sueltas, mismas que debían regirse bajo el reglamento de milicias de la isla de Cuba. El batallón de pardos estaría conformado por una compañía de granaderos integrada por 80 individuos, de los cuales 50 estarían asignados a la guarnición de la ciudadela de San Benito, ubicada en la ciudad de Mérida, mientras que las ocho restantes estarían compuestas por 90 varones, es decir, en conjunto aglutinarían a un total de 800 milicianos. 9 Para Booker, esta relevante cifra representaba un “tercio del total de los 2260 milicianos descendientes de africanos del virreinato” (1993, p. 263), lo que deja ver la relevancia de su labor.
En lo que toca a la ciudad de Mérida, ya para finales de 1789, un informe elaborado a raíz de una revista de inspección señalaba la participación efectiva de 665 milicianos pardos, distribuidos en las ocho compañías del distrito de Mérida, de las cuales la mitad se encontraban destacadas en la capital y las restantes en los poblados de Muna, Hunucmá, Umán e Izamal. 10 En otra revista efectuada a la primera compañía de la capital en el mes de abril de 1796, se constató la existencia de 120 plazas rebajadas, en virtud de haberse despedido a 43 individuos por “inútiles y viciosos, 19 por incumplidos, y un tambor que se propone para inválidos”, 11 ante tal panorama, la fuerza efectiva rondaba entre los 57 individuos.
Las Compañías de Tiradores Pardos de Mérida. Conformación y perfil de sus integrantes
La documentación generada por las autoridades militares de la intendencia nos permite vislumbrar, aunque de manera general, algunas características o rasgos de los pardos enlistados en las compañías de Mérida. Aquí es donde las revistas de inspección se convierten en una valiosa herramienta, pues nos brindan información precisa sobre la conformación y el estado de las compañías de milicias, así como algunos datos importantes sobre sus integrantes, tales como el rango, la edad y el oficio desempeñado.12 En primer término, podemos señalar que las ocho compañías de Mérida estuvieron integradas por un capitán, un teniente, un subteniente, un sargento, un tambor y uno o dos cabos, así como un número estable de soldados (que rondaba entre los 71 y 74), todos armados con fusiles y bayonetas. Por lo que toca a la edad de los reclutas, esta osciló entre los 12 años, como fue el caso del tambor de la cuarta compañía, Joseph Cayetano Valdés, hasta individuos de 67 años, como el soldado de la tercera compañía, José Navarro, mientras que la media fue de 30 años. 13
Ahora bien, al tratarse de cuerpos de servicio temporal —es decir, que solo eran movilizados en situaciones de riesgo o amenaza para la provincia—, los milicianos continuaron ejerciendo sus actividades cotidianas y oficios, muchas veces aglutinados en torno a un gremio, lo que les permitía ejercer una mayor influencia en el ámbito económico y político de la región, hasta el punto de volverse un medio para costear los gastos de la compañía. Justo como apunta Rojas, es posible que la activa participación e integración en ambas esferas —militar y laboral— les haya permitido desarrollar una conciencia colectiva para la persecución de ciertos fines y, que a la postre, contribuyera a su fortalecimiento como grupo social (2016, pp. 150-151).
Así, entre los milicianos de las compañías de Mérida, identificamos 21 oficios, entre los que sobresale de forma apabullante el de labrador, con un total de 355 individuos (el 53.38% del total de la tropa), seguido por el grupo de los zapateros, con 124, y el de los herreros, con 106. Aquí conviene destacar la diferencia entre los oficios desempeñados por los integrantes de las cuatro compañías destacadas en la ciudad de Mérida, en relación con las cuatro de la periferia, pues en las primeras sobresale la presencia de los herreros, zapateros, sastres y curtidores, mientras que en las segundas resaltan de forma contundente los labradores, lo que nos lleva a constatar el papel de la agricultura en el desarrollo económico de la provincia, así como a divisar la forma de distribución del trabajo, según se trate del ámbito urbano o rural. 14 Una distribución similar aconteció con los milicianos desplegados en las ocho compañías del distrito de Campeche, en donde sobresalen los dedicados al cultivo y trabajo de la tierra al representar un 76.62% de los 676 varones enlistados, seguidos por los zapateros, sastres y herreros (Campos, 2005, p. 29).
Lo cierto es que oficios como el de herrero, zapatero y sastre podían llegar a ser de gran valor en el ámbito castrense, pues aportaban los insumos básicos para su funcionamiento, como lo son el armamento, uniformes y calzado. De igual importancia fueron quienes se dedicaban al trabajo agrícola, los que, como hemos expresado, representaron una gran mayoría repartida en los poblados circunvecinos a la ciudad de Mérida. Esto lleva a plantearnos la problemática que implicaba el reclutamiento de tantos individuos dedicados a una misma actividad, pues podría derivar en la falta de mano de obra y, por ende, en un detrimento en la producción agrícola. Por otro lado, para los milicianos implicaba dejar de lado sus ocupaciones u oficios por largos periodos de tiempo, situación que podía repercutir desfavorablemente, tanto en sus ingresos, como en la vida familiar (Vinson III, 2001, p. 90).
Tras la búsqueda del prestigio y la pugna por los privilegios
La sociedad colonial fue compleja en cuanto a su estructura y relaciones sociales. Para los sectores marginales, como lo fue el de los afrodescendientes, resultaba una tarea por demás complicada participar en la vida social y política del virreinato y, por ende, apelar a algún privilegio o reconocimiento, principalmente por razón de su origen. A la par de su involucramiento en actividades productivas y económicas muchas veces afianzadas en torno a un gremio, formar parte de otras corporaciones —como lo fue la militar— pudo ayudarles a contrarrestar esta imagen desfavorable construida a lo largo de los años y fortalecer sus vínculos de vasallaje con el monarca, para finalmente intentar obtener su favor. Así, el ser súbito y leal servidor del rey les brindó la oportunidad de integrarse a una comunidad, lo que, sin duda, se tornaba crucial para los habitantes de la Nueva España en el siglo XVIII.
Jorge Traslosheros (1994) ha señalado el importante papel que jugaron las corporaciones en la vida de los habitantes novohispanos, sobre todo como medio para conseguir algunos beneficios, reconocimiento e, incluso, para ascender socialmente. Para el autor, el lugar que ocupaba una persona en la sociedad colonial, así como las posibilidades de ascenso y movilidad social se encontraban condicionadas por la calidad o tipo de vasallo que se fuera, atributo conferido por la Corona. Resultaba necesario obtener el favor del rey, lo que se traducía en la búsqueda de “honor y privilegios”.15 No obstante, concretar esta hazaña no dependió exclusivamente de las habilidades o destrezas del individuo, sino también de factores ajenos a su voluntad, tales como su origen, las condiciones de nacimiento y la pertenencia a una corporación (Traslosheros, 1994, pp. 47-48). Por tanto, las acciones de los individuos quedaban supeditadas al “condicionamiento de la ubicación en un lugar social previamente establecido” (Solís, 2019, p. 8).
Lo cierto fue que, para los milicianos pardos, acceder al monarca no era una tarea sencilla, pues conllevaba una serie de requisitos formales y legales, así como la intervención de varios funcionarios, proceso que podía dilatarse por algunos meses. Así, aspectos como la participación en campañas, la antigüedad y rango dentro de la corporación, junto con la gallardía y entrega con la que se ejecutaba el servicio, eran parte medular del discurso contenido en las peticiones dirigidas a él, procedimiento que se inscribía en la esfera de las añejas probanzas de méritos y servicios, mecanismo mediante el cual los vasallos podían reclamar el derecho a una recompensa o premio (Solís, 2019, p. 21). Por tanto, había que llevar a cabo funciones de salvaguarda o defensa del territorio, mismas que posteriormente debían probarse ante las autoridades militares de la intendencia, quienes avalarían o rechazarían la pretensión. 16 Así, en caso de recibir el visto bueno del jefe militar, las solicitudes eran remitidas al monarca, quien, por medio de su consejo de guerra, finalmente las aprobaba o descartaba.
Por ello, a la hora de buscar el reconocimiento del rey, los milicianos pardos de Mérida no dudaron en destacar la relevancia de su labor en la defensa del territorio, así como los años de servicio y grados alcanzados al interior de la corporación. A fin de cuentas, “se trataba de defender a toda costa los méritos y el honor” (García, 2021, p. 111), tal y como aconteció con el teniente voluntario de la primera compañía de tiradores pardos de Mérida, Manuel Sánchez. A raíz de una visita de inspección celebrada en 1796, su superior Pedro de Rivas Rocafull, capitán de la primera división de pardos disciplinados de la ciudad, dio a conocer una instancia en la que constaba una solicitud para que fuese distinguido por su trayectoria y desempeño en aquellas compañías con la “condecoración de medalla con la real efigie”. 17 Esta era un añejo galardón militar con el que la corona solía reconocer los méritos y servicios de los militares y aliados indios, así como de los integrantes de los batallones de pardos y morenos en la América española (Cano, 2021).
Como era costumbre en este tipo de peticiones, el teniente Sánchez hizo gala de una serie de méritos que lo presentaban como un hombre impoluto y audaz, con varios años de servicio ininterrumpido en la corporación, pues contaba con una amplia trayectoria y desempeño ejemplar con más de 29 años de servicio “en la gloriosa carrera de las armas, con amor, conducta y aplicación”.18
Tiempo en el que logró transitar gradualmente por las clases de soldado, cabo, sargento, subteniente, hasta llegar a teniente, “a entera satisfacción de sus jefes, cuyos ascensos mereció sucesivamente por la fidelidad y constancia”.19 Con el mismo ímpetu, resaltó su participación en la defensa del presidio de Bacalar contra la ocupación inglesa, al hallarse en guarnición “cumpliendo con toda exactitud las funciones que le correspondían y no teniendo otro objeto que el de sacrificarse en los empeños de las armas”. 20 Finalmente, destacó con orgullo la trayectoria de su progenitor en las compañías milicianas de la ciudad, en las que sirvió por más de 28 años hasta su retiro, ocupando el rango de capitán. 21
Aquí, conviene destacar la carrera militar enarbolada por el teniente Sánchez al interior de su compañía, en donde paulatinamente ocupó diversos empleos, empezando por el de soldado, hasta llegar al de teniente, lo que nos habla de una progresividad para alcanzar la oficialidad. Marchena ha señalado que este ascenso gradual en los empleos no resultó común en las milicias americanas conformadas por blancos, pues en muchas ocasiones se accedía directamente a la oficialidad (Marchena et al., 2005, p. 299). En el caso que nos atañe se observa una dinámica diferente, en donde factores como la antigüedad, un buen expediente militar o la presencia de algún familiar en la oficialidad parecían tener un peso especial a la hora de ascender al interior de la compañía. En su trabajo para Yucatán, Restall subraya la importancia que representaron los grados dentro de la jerarquía miliciana, como lo fue el de capitán, pues brindó a los afrodescendientes el “estatus necesario para suprimir todo sufijo de identidad racial” (2020, p. 249), lo que pudo significar, entre otras cosas, la oportunidad de ascender socialmente.
A propósito de los servicios prestados a la Corona en la defensa del territorio o en campañas bélicas, sobresalen los eventos suscitados en el presidio de Bacalar, próximo a Wallis, actual territorio de Belice, ocupado por los ingleses. 22 Tal parece que un buen número de milicianos pardos pertenecientes a las compañías de Mérida participaron en estas campañas, las cuales experimentaron episodios críticos en diversos momentos, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII, al grado de provocar enfrentamientos directos entre los ejércitos de ambas naciones. Además del Teniente Sánchez, otros milicianos —como el capitán de la primera compañía Manuel Bargues y el subteniente Juan Pinzón— expresaron haber servido de guarnición, con honradez y valentía, “en la guerra pasada en el presidio de Bacalar”. 23 Incluso entre los miembros de la plana mayor se alegaba la participación en tales acontecimientos a la hora de consignar méritos, como sucedió con el garzón de las compañías de milicias de tiradores pardos de Mérida, José Cerón, a quien, a pesar de su dedicación, se le negó el ascenso al grado de subteniente. 24
Pese a todo, la petición del teniente Sánchez fue avalada sin vacilaciones por sus superiores. Rivas Rocafull la consintió al implorar al monarca le otorgase la medalla, pues se trataba de un digno merecedor de tal gracia en virtud de “la conducta, exactitud y buenos servicios que expone a vuestra merced”, 25 criterio igualmente compartido por el intendente y capitán general Arturo O’Neill. 26 Finalmente, un año más tarde, en 1797 el monarca ordenó la entrega de la ansiada condecoración, consistente en una “medalla de plata con la real efigie”, para que “en su cuerpo y en los demás del ejército, se le trate con la distinción y aprecio a que supo hacerse acreedor por su constancia y honradez”. 27
Sin duda, para los milicianos pardos, la concesión de esta clase de distinciones o premios pudo significar un aliciente en la búsqueda del ascenso al interior de su compañía y así procurar, en última instancia, “mejores condiciones de vida y una mayor respetabilidad y prestigio social” (Jiménez, 2023, p. 132), atributos que los situaran en una mejor posición social incluso frente a otros afrodescendientes (Rodríguez, 2015, p. 219). Al mismo tiempo, se tornó en una suerte de modelo o inspiración para la tropa, al reafirmar las actitudes y valores que debían imperar, así como la subordinación irrestricta a la Corona, además de alentar la incorporación de nuevos reclutas.
Ahora bien, como hemos señalado, pertenecer a la milicia también ofreció a los pardos el acceso a ciertos beneficios o privilegios, como lo fueron las pensiones, los retiros y los premios, los cuales, en muchos casos, iban acompañados de una retribución económica, dinámica establecida en las leyes y reglamentos castrenses y, por tanto, reconocidos por las autoridades. Lo cierto fue que, en la práctica, el goce de estas prerrogativas se mantuvo bajo el escrutinio permanente, tanto de la Corona —que usualmente buscaba restringirlos o acotarlos— como de los milicianos, quienes, aprovechando las ambigüedades o vacíos legales, procuraban ampliarlos a su favor. Uno de estos inconvenientes salía a relucir al momento en que los oficiales solicitaban el retiro por invalidez, por razón de sus años de servicio, así como por su imposibilidad física para continuar desempeñando el cargo, gracia que, desde luego, iba acompañada de un salario mensual, a manera de pensión.
Según se estableció en el Reglamento de milicias de 1778, esta prerrogativa solo se otorgaba a los oficiales y tropa en caso de “haberse inutilizado en acción de guerra”, 28 criterio adoptado en todos los reglamentos de América, aunque como se verá a continuación, en la práctica este privilegio era demandado y, muchas veces, enredado con otros estados físicos que llegaban a mermar el desempeño de los milicianos, tales como la vejez o una enfermedad crónica. Aparentemente, en la normatividad que regía la estructura y desempeño de los cuerpos milicianos de pardos en la provincia, no existía claridad respecto a los casos en que debía concederse, así como de las prerrogativas a las que debían ser acreedores los congraciados, cuestión que, además de dejar a los pardos en la incertidumbre, llegaba a causar desavenencias al interior de la corporación. Sobre todo, cuando se trataban de suplir aquellos vacíos legales recurriendo a los reglamentos que normaban los regimientos integrados por blancos. 29
Así aconteció en 1789, cuando cuatro oficiales de las compañías de tiradores pardos de Mérida consiguieron el aval del capitán Pedro de Rivas Rocafull, quien los postuló como merecedores a la gracia de invalidez. Se trataba de Vicente Angulo, capitán de la cuarta compañía, de 69 años y 30 de servicio; Sebastián Pantoja, capitán de la quinta compañía, de 69 años y 32 de servicio; Diego Barbosa, teniente de la quinta compañía, de 64 años y 28 de servicio; y Juan Tomás Casanova, teniente de la séptima compañía, de 59 años y 27 de servicio. Como se observa, aun cuando todos eran oficiales en sus respectivas compañías, solamente los capitanes Angulo y Pantoja rebasaban los 30 años de servicio. 30
A pesar del apoyo recibido de sus superiores, fue el gobernador y capitán general, Lucas de Gálvez, quien señaló el inconveniente que acarreaba tal petición, al referir la falta de disposición relativa en el Reglamento de las milicias, pues a su juicio solo eran merecedores de aquella gracia “los individuos que se imposibilitan para el servicio por herida recibida en acción de guerra”, condición que ninguno de los cuatro cumplía, ya que en la instancia solo se acreditaba la condición de “cansados” en el caso de los capitanes y de “lisiado” y “enfermo” en el de los dos tenientes. 31 No obstante, sufrían mensualmente del descuento de inválidos, por lo que suplicaba la intervención real para “declararles el alivio que tanto para ellos, como para los demás oficiales de su color fuere del soberano agrado”. 32
Seguramente, dada su trayectoria y achaques propios de su edad, los oficiales resultaban candidatos para otorgárseles la invalidez, pues a criterio de Gálvez habían “servido con honradez”. 33 Aunque el punto central del asunto —y seguramente el origen de la controversia— fue lo relativo a la retribución económica que recibirían de aprobárseles la gracia del retiro. Según el capitán general, esto estaba claro para el caso de las milicias conformadas por españoles, pero no para las de pardos. En una real declaración, fechada en 1767, en la que se trataron diversos aspectos de la ordenanza de milicias provinciales de España, se estableció que el oficial que sirviera 25 años sería acreedor al retiro “con la cuarta parte del sueldo que según su grado debía tener en la clase de vida”, y el que lo hiciera por 30 años tendría “un retiro con la tercera parte del sueldo”. 34 Siendo que, para el caso de las compañías de tiradores pardos de Mérida, los sueldos mensuales eran de 11 pesos para los capitanes y de 8 para los tenientes, aunque no había certeza de la forma en que se debía proceder en los casos de invalidez. 35
No fue sino hasta abril de 1790, después de por lo menos dos solicitudes adicionales, que el monarca, por medio de su consejo de guerra, representado por Don Antonio Valdés Fernández de Bazán, Teniente de la Real Armada y Secretario de Estado de Guerra, concedió la gracia de inválidos a los cuatro solicitantes. A pesar de no cumplir con lo establecido en el reglamento de milicias, pues no fueron heridos o lisiados en combate, parece ser que factores como la trayectoria y los años de servicio, aunado al rango que ocupaban y al visto bueno de la jerarquía castrense de la Intendencia, tuvieron un peso determinante a la hora de resolver a su favor. Tal y como apunta Rodríguez, contar con una antigüedad comprobable dentro de las milicias fue de gran utilidad a la hora de acceder a ciertos estímulos y privilegios, como lo fueron el ascenso, una percepción económica, así como el retiro por diversas causas (Rodríguez, 2015, p. 212). Desafortunadamente, el expediente solo contiene la cédula correspondiente al Capitán de la cuarta compañía, Vicente Angulo, a quien se le concedió el “goce de la tercera parte de su actual prest”, además de su asignación a la ciudad de Mérida para su retiro, justo como lo había solicitado. 36 En el mismo documento se resolvió —aunque de manera transitoria— la añeja incertidumbre argüida por los milicianos pardos y el capitán general, pues en ella se establecieron los lineamientos para otorgar los sueldos a los milicianos en retiro, al ordenar “que todos los oficiales de las compañías de pardos tiradores de Yucatán que sirvieren en 30 años gocen la tercera parte de su actual prest y la cuarta los que 25”. 37 En este tenor, parecería que los pardos eran conscientes de los beneficios que les acarreaba el formar parte de la milicia, así como la forma de acceder a ellos, al grado de permitirles gestionar algunas prebendas o estímulos, aunque tal capacidad se encontraba supeditada a otros factores como la pertenencia a la oficialidad y contar con una trayectoria y méritos destacados (Contreras, 2006, p. 99). Pero, sobre todo, de llevar una buena relación con las autoridades de la Intendencia.
No obstante, este privilegio resultó efímero, pues años más tarde, en abril de 1796, el monarca ordenó revocar esta disposición, decisión que desde luego no estuvo exenta de polémicas. Lo cierto fue que, amparados en la real orden de 1790 y, seguramente impulsados por el resultado favorable que años atrás habían obtenido sus compañeros de tropa, siete miembros de las compañías de tiradores pardos intentaron buscar el retiro por invalidez. Se trataba de los capitanes Manuel Bargues, Nicolás Huerta y Polonio Aguileta; los subtenientes Juan Pinzón y Juan Gómez; el teniente Ermenegildo Dorantes y el tambor Vicente Aguileta. Aun cuando recibieron el beneplácito del intendente y capitán general Arturo O’Neill, quien los consideraba legítimos candidatos al retiro dados sus “servicios y achaques”, para seis de ellos los efectos no fueron favorables, lo que deja ver las dudas y controversias que aun permeaban en la administración real sobre este rubro. 38
Sin duda, la aplicación de la real orden de abril de 1790 en las compañías de pardos no resultó favorable para la Corona, pues trajo consigo varios inconvenientes. Entre ellos, la adopción generalizada del beneficio por los oficiales de milicias blancas, cuyo número rebasaba por mucho al de los pardos, lo que se complicaba aún más al considerar los altos sueldos que devengaban cuando se hallaban empleados, situación que de no corregirse podía experimentar grandes perjuicios a la Real hacienda. 39
Para enmendar este inconveniente, la Corona sentó nuevas reglas con las que se pretendía poner fin a esta añeja discrepancia. Así, se optó por seguir de forma general las disposiciones establecidas en el nuevo reglamento de Caracas, en las cuales se concedía a los oficiales pardos “la medalla del real busto y la pensión de 100 pesos mensuales, siempre que hubieren servido 35 años, los 20 de ellos a lo menos de oficiales, con aplicación, celo y honradez”. 40 Si bien en estos casos se concedía una mayor percepción económica que la otorgada por la real orden de 1767, lo cierto es que exigían más años de servicio, de los cuales por lo menos 20 debían desempeñarse en la oficialidad, requisito que limitaba aún más la vía para la obtención de esta gracia, además de que continuaba sin resolverse la problemática de las inhabilitaciones acaecidas en un menor tiempo al establecido.
Este nuevo razonamiento resultó perjudicial para los oficiales pardos que solicitaban su retiro, pues a pesar de sus amplias trayectorias, ninguno de ellos cumplía con el requisito de años de servicio y mucho menos con el de la permanencia en la oficialidad por 20 años. El más próximo en alcanzar tan intrincadas exigencias fue el capitán Manuel Bargues, integrante de la primera compañía, con 29 años de servicio. Pese a transitar por varias clases, como la de soldado, sargento primero, teniente, hasta llegar a la de capitán —en la que permaneció por 16 años—, se le negó la gracia del retiro pues, si bien llevaba 20 años en la oficialidad, aun no alcanzaba los 35 de servicio. De ahí que ninguno de los demás interesados lograra cumplir con ambas exigencias. La misma suerte siguió el capitán de la octava compañía Polonio Aguileta, cuyo historial se remontaba a 1768, cuando ingresó como soldado para después recorrer sucesivos grados como los de cabo primero, sargento segundo, teniente y finalmente el de capitán, en el que permaneció más de 18 años, contabilizando poco más de 25 años dentro de la jerarquía miliciana, aunque al igual que el capitán Bargues, solo contaba con 26 años de servicio. Lo mismo sucedió con el teniente Ermenegildo Dorantes, quien al tiempo de la solicitud llevaba una carrera de 28 años al interior de la quinta compañía de pardos, a la que se unió en 1768, pasando por los grados de soldado y subteniente hasta acceder al de teniente, en el que se mantuvo por seis años. En suma, poco menos de 19 años dentro de la oficialidad. 41
Aun cuando las pretensiones de los oficiales pardos se vieron frustradas por los nuevos criterios de la Corona, no todo fue en vano, pues uno de los solicitantes, el tambor Vicente Aguileta —quien por cierto era el único de los siete involucrados que no pertenecía a la oficialidad—, lograría obtener la tan anhelada gracia de retiro por invalidez. Pese a sus 20 años en activo, le sería reconocida “su inutilidad en función del servicio”, circunstancia que lo hizo acreedor al retiro anticipado con el goce de la cuarta parte de su sueldo que, según el reglamento de milicias era de 3 pesos y 6 reales al mes. 42 De esta forma, la Corona puso fin a cualquier futura controversia con los milicianos pardos y sus pretensiones de retiro. Además, con esta decisión se salvaguardaban los ingresos de la Real hacienda.
Si bien en muchas ocasiones los resultados fueron desfavorables, tal y como señalan Solano y Flórez, tales disputas pudieron ser de gran utilidad para los milicianos pardos, pues les permitían “medir fuerzas, acumular experiencias, desarrollar conciencia de grupo y tomarles el pulso a las distintas situaciones en las que forcejeaban con las élites, las autoridades civiles y militares” (2012, p. 16).
A propósito de la defensa de los caudales de las reales cajas, el cobro del tributo a los pardos resultó un dolor de cabeza para las autoridades de la provincia. Es posible que, por tal motivo, decidieran aplicar criterios más restrictivos a la hora de conceder privilegios o premios individuales que implicaran un estímulo económico continuo. Castañeda señala que, para el siglo XVIII, la exención tributaria se había expandido por la Nueva España, en donde las autoridades la otorgaron de forma gradual, previa ponderación de méritos, lo que contribuyó a fomentar el interés por pertenecer a la milicia (2014, p. 168).
Para el caso yucateco, Restall apunta que tanto la exención en el pago del tributo como los privilegios de fuero de los afrodescendientes se mantuvieron durante el periodo borbónico, pese a los constantes intentos de los gobernantes por aumentar la recaudación (2020, p. 250). 43 Aun así, durante la segunda mitad del siglo XVIII la contribución de los pardos fue esporádica; un reporte dirigido al virrey reclamaba que en la década de 1760 “ninguno de ellos pagaba impuestos” (Restall, 2020, p. 248), panorama que se prolongaría hasta 1814 (Pollack, 2016, pp. 133-134).
Aun cuando se cuenta con poca información sobre este asunto, subsisten algunos documentos que dan cuenta de los inconvenientes que conllevaba la recaudación. Así se aprecia en algunas consultas emprendidas por las autoridades de la provincia al fiscal de la Real Hacienda, Manuel Antonio Flores, en 1788. Una de ellas fue realizada por el intendente y capitán general de Yucatán, Lucas de Gálvez, quien desde el inicio de su gestión expresó la necesidad de atender los menoscabos en la Real Hacienda a causa de las deficiencias en la cobranza de tributos, pues resultaba inconsistente y desigual, al no contar con las matrículas y padrones exactos, además de “no estar comprendidos en la contribución los pardos, negros y demás castas que deben satisfacerlo”, quienes aprovechándose de la falta de control habían logrado una “excepción no declarada”. 44
En el mismo sentido se manifestó el gobernador de Tabasco, Don Francisco de Amusquibar, quien a raíz de una ordenanza emitida por el intendente Gálvez, en la que se obligaba a los “negros, mulatos y demás castas” al pago del tributo anual, advirtió la vigencia de una real provisión despachada en septiembre de 1764, en la que se eximía del pago del tributo a “todos los pardos, negros y demás castas libres que sirven en las compañías de milicias de la jurisdicción de Tabasco”, decisión confirmada por el Virrey Conde de Gálvez en 1786. 45
Todo indica que los afrodescendientes aprovecharon la ambigüedad y resquicios legales que les ofrecía la legislación indiana, en cuanto favoreciera a sus intereses. Según el gobernador Amusquibar, muchos de ellos se amparaban en diversas ordenanzas expedidas por las autoridades virreinales, como sucedió con la de septiembre de 1787, en la cual se hacía extensiva la exención tributaria a todos los milicianos pardos “de las costas de uno y otro lado de Veracruz”. 46 Si bien la aplicación de esta disposición originó un buen número de inconformidades en la provincia, la realidad fue que se les mantuvo continuamente en el goce de sus privilegios, principalmente la exención tributaria y el fuero militar, en virtud de la valiosa labor desempeñada, así como por su fidelidad irrestricta al monarca, bajo la premisa de que por ello “quedarían más obligados a acudir al servicio cuándo se les mande”. 47 Estas determinaciones dejan entrever, por un lado, lo importante que fue para la Corona preservar el control y la subordinación sobre las milicias conformadas por afrodescendientes, pues al final su participación era necesaria para mantener la estabilidad de la provincia y, por el otro, la fuerza adquirida por los milicianos pardos para ejercer presión sobre las autoridades, hasta el punto de hacerlas ceder en temas tan delicados y de primer orden como la recaudación fiscal. Sobre este punto, Pollack apunta que si bien la exención tributaria fungió como una suerte de reconocimiento por la participación en ejercicios militares, difícilmente podría calificarse como un ascenso social, aunque en cierta medida demostraba la continuidad del modelo medieval que vinculaba a la nobleza con la función militar y el aprovechamiento de esta herencia por parte de los sectores populares que participaban activamente tanto en la defensa del territorio como en las campañas militares impulsadas por la Corona (2016, pp. 95-96).
Consideraciones finales
En los párrafos que anteceden nos propusimos dar cuenta de las prácticas políticas generadas por los milicianos pardos de Mérida durante el último cuarto del siglo XVIII. Al respecto, podemos señalar que la relación entre las autoridades de la Intendencia y la Corona con los milicianos pardos fue hasta cierto punto flexible, actitud posiblemente adoptada en virtud de la importancia geográfica de la península de Yucatán y de las amenazas bélicas de potencias como Inglaterra, lo que indudablemente hacía necesaria la participación de los afrodescendientes en la defensa y vigilancia del territorio. De ahí que su labor fuera reconocida y, en algunas ocasiones, recompensada mediante el otorgamiento de condecoraciones o premios, así como que en ciertos casos llegaran a gozar de privilegios o prerrogativas como los retiros por invalidez e incluso la exención tributaria.
Ciertamente, lograr el favor del rey no fue una tarea sencilla, pues muchas veces resultaba un proceso intrincado, revestido de requisitos formales y legales, en donde los méritos jugaban un papel primordial. No obstante, parecería que la experiencia y habilidades adquiridas a lo largo de los años de servicio dotaron a los pardos de las herramientas y conocimientos necesarios para sortear estos inconvenientes. En el caso de las condecoraciones, estas fueron concedidas en virtud de la trayectoria y desempeño de los milicianos, tal y como sucedió con la medalla con la real efigie. Si bien este tipo de reconocimientos abonaban al fortalecimiento de la imagen de los pardos como hombres fieles, disciplinados y valientes, en la práctica pudo significar un incentivo para situarse en una mejor posición al interior de la compañía y así obtener mayor respetabilidad y prestigio frente a otros grupos sociales. A su vez, para la Corona representó un medio para reafirmar el comportamiento y los valores que debían prevalecer al interior de la tropa.
Del mismo modo, la capacidad de gestión de los milicianos pardos sale a relucir a la hora de apelar o defender las prerrogativas adquiridas, tal y como sucedió con las solicitudes de invalidez, mismas que, en algunos aspectos, resultaron confusas para las autoridades de la Intendencia, circunstancia seguramente aprovechada por los oficiales pardos. Aun cuando en un principio fueron concedidas con cierta flexibilidad, no pasó mucho tiempo para que la corona reculara al limitar las condiciones para su otorgamiento, argumentando un menoscabo a la Real Hacienda. En este tenor, la exención tributaria conferida a los milicianos pardos se convertiría en un serio problema para las cajas reales, pues se mantuvo vigente, bajo el amparo del rey, hasta entrado el siglo XIX, pese a las múltiples quejas de los gobernantes de la provincia en las que se acusaba de excesos en su aplicación, al hacerse extensiva a otros afrodescendientes. Ambas situaciones, se trate de un revés o victoria para los pardos, dejan al descubierto las prácticas políticas recurridas para hacer valer sus privilegios, pues no solo implicaban seguir los cauces formales o legales, sino conseguir el respaldo de las autoridades de la Intendencia y, en última instancia, del monarca.
Finalmente, podemos señalar que, aun cuando estas prácticas difícilmente se tradujeron en una vía para lograr el ascenso social, lo cierto fue que a través de ellas los milicianos pardos pudieron obtener cierto prestigio y protagonismo frente a los sectores populares de la sociedad meridana, incluso respecto a otros afrodescendientes, lo que, en última instancia, les permitiría situarse en una mejor posición social y así intentar romper con las imágenes y estereotipos negativos propios de su origen y condición social.
Agradecimientos
Agradezco al Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM el apoyo otorgado para realizar esta investigación, bajo la asesoría del doctor Arturo Taracena Arriola.
Archivos
Archivo General de Simancas (AGS)
Archivo General de la Nación (AGN)
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Notas
Información adicional
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