Resumen: La violencia y negación ejercidas desde la cultura humanista occidental hacia los animales no-humanos han sido recurrentemente tomadas como puntos de referencia para diseñar modos de opresión dentro de la propia especie humana. Y, desde ese ordenamiento de la otredad y alteridad animal, los sistemas biopolíticos han segmentado las vidas humanas políticamente reconocidas (bíos) y las vidas expuestas a la desprotección (zoé). Este artículo cuestiona aquella tesis y apuesta por pensar lo animal como una fuerza que no se contrapone a lo humano, sino que lo potencia. Para ello se revisa críticamente el pensamiento de autores clásicos en torno al tema, así como algunos conceptos inmersos en la tica: biopoder, nuda vida, soberano. El trabajo deriva, finalmente, en determinados planteamientos orientados a considerar las diferentes formas de vida en términos de heterogeneidades, agenciamientos y devenires, así como en aceptar la insostenibilidad de todo binarismo frente a la poderosa presencia de una micrología de lo múltiple donde la bestia y el soberano (el bíos y la zoé) se encuentran en una zona de indiscernibilidad o indiferenciación.
Palabras clave: Biopolítica, humanismo, antropocentrismo, animalidad, multiplicidades.
Abstract: The violence and denial exerted from the western humanist culture towards non-human animals have been recurrently taken as reference points to design modes of oppression within the human species itself. And, from this arrangement of otherness and animal alterity, biopolitical systems have segmented politically recognized human lives (bíos) and lives exposed to vulnerability (zoé). This article questions that thesis and is committed to thinking of the animal as a force that is not opposed to the human, but rather empowers it. For this, the thought of classical authors on the subject is critically reviewed, as well as some concepts immersed in the problem: biopower, bare life, sovereign, homo sacer, among others. The work finally derives in certain approaches aimed at considering the different forms of life in terms of heterogeneities, assemblages and becomings, as well as accepting the unsustainability of all binarism in the face of the powerful presence of a micrology of the multiple.
Keywords: Biopolitics, humanism, anthropocentrism, animality, multiplicities.
Teoría y Debate
Asedio recíproco entre la bestia y el soberano: inquietante familiaridad, oscura atracción y fascinante complicidad*
Mutual siege between the beast and the sovereign: disturbing familiarity, dark attraction and fascinating complicity
Received: 22 December 2022
Accepted: 17 February 2024
Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para
Aristóteles: un animal viviente y, además, capaz de una
existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya
política está puesta en entredicho su vida de ser viviente.
Michel Foucault
El animal y lo animal, ya lo sabemos, ha tenido una recurrente presencia en la imaginación cultural como matriz de alteridad (Giorgi, 2014: 244) y ha representado, sobre todo para el humanismo moderno, la imagen de un otro a partir del cual se piensan y diseñan las políticas de las vidas humanas. De ahí que la violencia y negación ejercidas desde la cultura humanista occidental hacia los animales no-humanos hayan sido tomadas como puntos de referencia para diseñar modos de opresión dentro de la propia especie humana. Desde ese ordenamiento de la otredad y alteridad animal, los paradigmas biopolíticos han sistematizado y perfeccionado los mecanismos en torno a los cuerpos de seres humanos inscritos como “irregulares”. Son estas concepciones previas (y no positivas) sobre lo animal las que han servido de modelo al establecimiento de signos políticos que disputan, no tanto la noción de lo humano como conocimiento filosófico, sino la noción de eso “propiamente humano” en cuanto jerarquía sobre el resto de lo viviente. El animal ha funcionado, así, como el instrumento de medición y selección de las vidas que deben ser políticamente reconocidas y protegidas (bíos) y las vidas expuestas a la violencia y la desprotección (zoé).
De esta manera, el poder soberano se ha valido de la intensa figura de lo animal para imponer ordenamientos de cuerpos mediante los que se trazan campos de degradaciones y diferenciaciones entre las vidas a cuidar, a futurizar (los cuerpos que se “hacen vivir”), y las vidas a desamparar, explotar, cosificar o exterminar (los cuerpos que se “hacen morir”). Al interpretarse como la indicación de una falta, una carencia, una negación respecto de una humanidad realizada, normativa e ideal, lo animal indicaría el quiebre de lo que hace reconocible una vida como humana; el ser humano animalizado sería, entonces,
la metáfora de un bíos que se pierde, es destruido, se deshace, para volverse pura zoe, indiferenciada, lo informe, en un continuum con lo animal. [Lo] animal indicaría la degradación de lo humano que se revela en el pueblo explotado, expropiado, humillado, etc. (Giorgi, 2014: 180).
Dicho fenómeno, que reconoce la construcción y distinción de lo viviente a través de mecanismos políticos, es lo que se ha denominado biopolítica; por eso se ha considerado que en la base de esta se hallan las reflexiones sobre la animalidad al comprenderse que la vida del ser humano, como sujeto biológico, se inserta en la vida del hombre como ente político. Ya lo había explicado Giorgio Agamben, de forma magistral, al ejemplificar cómo a través del funcionamiento de la máquina antropocéntrica se deja al descubierto el conflicto político decisivo que gobierna todo otro conflicto: es decir, el conflicto entre la animalidad y la humanidad del hombre. Dicho proceso no es, sin embargo, un hecho biológico ni naturalmente dado, sino que representa una construcción histórica del hombre político que produce lo humano y lo no-humano en el hombre.1 Por tanto, el hombre no es, en efecto, una especie definida ni una sustancia dada de una vez y para siempre, sino “un campo de tensiones dialécticas cortado por cesuras que separan siempre en él (al menos virtualmente) la animalidad antropófora y la humanidad que se encarna en ella” (Agamben, 2006).
La máquina antropológica -en la medida en que en ella está en juego la producción de lo humano- funciona con base en una contradicción fundamental; es decir, “mediante una exclusión (que es también y siempre ya una captura) y una inclusión (que es también y siempre ya una exclusión)” (Agamben, 2006: 75). La máquina antropológica de los modernos “funciona -lo hemos visto- excluyendo de sí como no (todavía) humano un ya humano, esto es, animalizando lo humano, aislando lo no-humano en el hombre” (75), produciendo al no-hombre en el hombre. De igual manera, pero a la inversa, funciona la máquina de los antiguos: el adentro se obtiene mediante la inclusión de un afuera (se humaniza lo animal). Para que ambas máquinas funcionen es necesario instituir en su centro una zona de indiferencia; pero, como todo espacio de excepción, esa zona en realidad está vacía y solo es el lugar de decisiones políticas incesantemente actualizado en el que las cesuras y las rearticulaciones están siempre de nuevo deslocalizadas y desplazadas.
Pero, a pesar de que las concepciones en torno a los animales no-humanos hayan sido limitadas y desarticuladas, a pesar de que el animal haya sido utilizado para politizar en lugar de naturalizar, asimismo ha resultado inevitable que lo animal desestabilice el propio ordenamiento político de cuerpos en el que ha sido forzadamente inscrito. El reverso del animal ha funcionado, en ese sentido, como modo de contestación y disputa a aquellos mecanismos que pretenden perpetuarlo en una lógica ajena a su naturaleza. Teniendo esto en cuenta, el presente artículo plantea una lectura crítica de aquellos dogmas filosóficos y teológicos, construidos a lo largo de la cultura occidental, acerca de lo que se ha hecho denominar humanismo, con el propósito de respaldar la hipótesis que sustenta la existencia de relaciones híbridas, de agenciamientos, contagios, devenires y comunicaciones transversales entre diferentes manadas, poblaciones heterogéneas y especies.
Para ello se establece una ruta genealógica, o itinerario reflexivo, a partir de la lectura de determinados autores, y se ponen en diálogo dos de los posicionamientos clásicos fundamentales que, en torno a tal problemática, han generado significativos debates. Uno de ellos corresponde a la distinción/descripción que hiciera Giorgio Agamben sobre la vida cualificada (bíos-soberano) y la vida natural o nuda vida (zoé-homo sacer). El otro posicionamiento corresponde a las críticas que hiciera Jacques Derrida a esta radicalidad dicotómica al considerar el francés, entre otras cosas, que aquella lectura agambeana era bastante antojadiza, tramposa y precaria (Derrida, 2010). Tal postura se basaría en la creencia de que lo fundamental no es recalcar diferenciaciones antagónicas con el fin de concederles mayores exactitudes, sino desmarcar las fronteras de exclusión y/o inclusión que impone la concepción biopolítica occidental formulada por el hombre humanista.
El trabajo revisa, además, algunas de las teorías y conceptos inmersos en la problemática ya anunciada: biopoder, necropolítica, nudas vidas, poder soberano, homo sacer, estado de excepción, presencias heterogéneas y micrología de lo múltiple. Michel Foucault, Giorgio Agamben, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Gabriel Giorgi y Achille Mbembe constituyen la base teórico-filosófica sobre la que se asientan nuestras hipótesis. El artículo concluye, de esta manera, con determinados planteamientos orientados a considerar las diferentes formas de vida, no a partir de segmentaciones binarias, sino más bien en términos de heterogeneidades, contagios, mixturas, devenires y agenciamientos.
La noción sobre el concepto de biopolítica ya se conocía desde inicios del siglo XX, pero es el filósofo francés Michel Foucault quien, entre 1974 y 1979, desarrolla teorías más concretas sobre esta definición con el propósito de examinar una de las variantes que asume el poder en la modernidad a partir de dos terrenos específicos: el biomédico y el económico. Su obra Vigilar y castigar (1975) se considera como uno de los antecedentes inmediatos al tratamiento de la biopolítica, donde Foucault no solo analiza las relaciones de poder en nuestra sociedad sino que también plantea un estudio minucioso de las técnicas de control y microfísica del poder desde el siglo XVIII hasta el XIX en cuyas bases se asentó, a través de las disciplinas, el nacimiento del hombre deshumanizado del humanismo moderno.
La disciplina no puede identificarse ni con una institución ni con un aparato. Es un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo […], una física o una anatomía del poder, una tecnología. Puede ser asumida ya sea por instituciones especializadas, ya sea por instituciones que la utilizan como instrumento esencial para un fin determinado, ya sea por instancias preexistentes que encuentran en ella el medio de reforzar o de reorganizar sus mecanismos internos de poder (Foucault, 2002: 130).
Para Foucault, son estas relaciones de fuerzas y prácticas disciplinarias las que han provocado la mutación del régimen punitivo en el umbral de la época moderna. Este poder disciplinario, que se aplica ahora a los cuerpos de forma individualizada, no pretende extraer resultados materiales, sino energía y tiempo. Pero es durante la segunda conferencia dictada por Foucault, durante el curso de medicina social de Brasil (1974), cuando el investigador hace alusión al término biopolítica para apuntar a los mecanismos que desde el siglo XVIII habían intervenido en la vida de las poblaciones: “El control de la sociedad sobre los individuos no se opera simplemente por la conciencia o por la ideología, sino que se ejerce en el cuerpo, con el cuerpo […] El cuerpo es una realidad Biopolítica” (1977: 5). Posteriormente, en Historia de la sexualidad I (1975), Foucault explica que el establecimiento de esa gran tecnología de doble faz (anatómica y biológica, individualizante y especificante) caracteriza un poder cuya más alta función no es ya matar, sino invadir la vida enteramente. De esta manera, la vieja potencia de la muerte, que simbolizaba el poder soberano, administra ahora cuidadosamente los cuerpos y la gestión calculadora de la vida, dando inicio así a la era de un biopoder.
De ahí que el autor planteara que se puede hablar de biopolítica cuando se trata de aquello que “hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de trasformación de la vida humana” (1998: 85). Ya no se sanciona espectacularmente con el suplicio y la muerte, sino que determinadas entidades regularizadoras combaten las actitudes desviadas de la norma en busca de determinados “niveles de equilibrio”. Al controlar, gestionar, administrar los cuerpos y las poblaciones, el poder se convierte en el aparato que administra la vida de cada sujeto:
Por primera vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; el hecho de vivir ya no es un basamento inaccesible que solo emerge de tiempo en tiempo, en el azar de la muerte y su fatalidad; pasa en parte al campo de control del saber y de intervención del poder. Este ya no tiene que vérselas solo con sujetos de derecho, sobre los cuales el último poder del poder es la muerte, sino con seres vivos, y el dominio que pueda ejercer sobre ellos deberá colocarse en el nivel de la vida misma; haber tomado a su cargo a la vida, más que la amenaza de asesinato, dio al poder su acceso al cuerpo (Foucault, 1998: 85).
Pero, a diferencia de Foucault -quien consideraba que la biopolítica era un fenómeno concretamente moderno-, Giorgio Agamben sostiene que la biopolítica es la base en la que siempre se ha asentado la política occidental humanista. Con esto, el filósofo italiano ensancha el paradigma de la soberanía al propio nacimiento de la política, concibiéndola desde siempre como una biopolítica que opera mediante la lógica soberana inscrita en la posibilidad de matar. Al mismo tiempo, puntualiza que esa biopolítica permite la suspensión de los derechos en un estado de excepción y somete a los cuerpos a producir una nuda vida. De ahí que considerara que el desarrollo extremo de aquel paradigma biopolítico originario ha tenido su mayor expresión en los totalitarismos del siglo XX. Sugiere entonces que:
La tesis foucaultiana debe, pues, ser corregida o, cuando menos, completada, en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna no es la inclusión de la zoé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto inminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zoé, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación (Agamben, 1998: 18-19).
La primera dicotomía del pensamiento antiguo a la que Agamben alude para desarrollar sus hipótesis en torno a la biopolítica es la de bíos y zoé (existencia política-nuda vida). Esta es, para el filósofo, “la pareja categorial fundamental de la política occidental” (1998: 18). Al no disponer de un término único que expresara lo que comprendemos por vida, los griegos se valieron de dos palabras para conducir a tal significado: bíos, que expresaba la forma de vivir propia de un individuo, y zoé, que indicaba el simple hecho de vivir común a todos los seres vivos. La primera era una vida cualificada e incluida en el ámbito de la polis. La segunda, en cambio, representaba una simple vida natural que era excluida de la vida política-pública y confinada, como mera vida reproductiva, al ámbito de lo privado (oikos). De esta manera, la política se funda en una inclusión por exclusión de la zoé en la polis.
Lo que debería ser aún objeto de interrogación es el motivo por el cual la política occidental se ha constituido por medio de una exclusión (que también es una implicación) de la nuda vida: “¿Cuál es la relación entre política y vida, si esta se presenta como aquello que debe ser incluido por medio de una exclusión?” (1998: 16). La polis no es, entonces, el lugar de una exclusión absoluta, sino el lugar de transformación donde el hombre es considerado como un animal viviente, retomando la cita foucaultiana del inicio, y donde podría ser considerado, además, un ser capaz de una existencia política. Y es precisamente en el significado de ese además donde Agamben detecta el sentido problemático de aquella frase, al no concebir a todo animal humano como beneficiario natural de una vida política.
En aquella relación de inclusión por exclusión, lo que se deja al descubierto es que existe una vida que se incluye en lo político porque esta debe ser transformada, porque algo en ella debe ser eliminado, excluido o cambiado si quiere pertenecer a la polis. Ese algo que debe ser separado del hombre es precisamente lo que lo definiría como mero viviente. Ese algo de lo que el sujeto debe separarse es lo que la vida política ha considerado como ajeno a lo “propio del hombre”. Ese algo podría ser, en efecto, la esencia animal del ser humano. De ahí que Agamben considerara que “la politización de la nuda vida es la tarea metafísica por excelencia en la cual se decide acerca de la humanidad del ser vivo hombre” (1998: 17). Y, cuando se asume esta tarea, la modernidad no hace otra cosa que declarar su fidelidad a la estructura esencial de la tradición metafísica: la binaria que establece límites entre especies.
La definición agambeana de nuda vida viene de la mano, por otra parte, con la “oscura figura del derecho romano arcaico” (1998: 18) referida al homo sacer (hombre sagrado y/o hombre maldito) que se incluye en el orden jurídico solo bajo la forma de su exclusión. Aquella apunta a una vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que resulta, a la vez, insacrificable para los dioses; es decir, es exterminable frente los hombres, para el soberano, pero no es sacrificable para los dioses. De esta manera quedan apresados, en la forma de la excepción, la nuda vida y “el cuerpo del hombre sagrado con su doble soberano, su vida insacrificable y, sin embargo, expuesta a que cualquiera se la quite” (Agamben, 1998: 20).
“¿Qué es, pues, esa vida del homo sacer, en la que convergen la posibilidad de que cualquiera se la arrebate y la insacrificabilidad, y que se sitúa, así, fuera tanto del derecho humano como del divino?” (1998: 96). La figura sagrada del homo sacer representa en sí misma una contradicción tanto conceptual como formal. El hombre sagrado, explica Agamben, era aquel a quien el pueblo había juzgado por un delito y que por ello no podría ser sacrificado en un ritual religioso, pero cuyo homicidio tampoco sería condenado. De aquí que se llame sagrado al hombre malo impuro. No obstante, “no es la pretendida ambivalencia de la categoría religiosa de lo sagrado la que puede explicar el fenómeno político-jurídico a que se refiere la acepción más antigua del término sacer” (1998: 105).
Para Agamben, lo que realmente define la condición del homo sacer es el carácter particular de la doble exclusión (religiosa y jurídica; divina y humana) y la violencia a las que este se halla expuesto. Esa violencia, que no es considerada homicidio ni sacrificio, queda fuera de toda clasificación y, por ende, de toda condena; abriendo, asimismo, una esfera del actuar humano que no se ha considerado ni ritual ni profano. Dicha esfera límite de la acción humana se sostiene únicamente en un estado de excepción donde se incluye, por exclusión, al homo sacer en la vida política. Es en ese espacio de indeterminación donde el hombre sagrado insacrificable puede ser asesinado por cualquiera. El haber confundido el fenómeno jurídico-político del homo sacer con uno genuinamente religioso ha sido la causa principal de dos equívocos de nuestro tiempo. De ahí que Agamben considere que sacer no es la fórmula de maldición religiosa que sanciona, sino que resulta de la formulación política originaria de la imposición del vínculo soberano: “Así de compleja es la estructura originaria en que se funda el poder soberano” (1998: 112).
Varios investigadores y teóricos han considerado, no obstante, que la noción de biopolítica no es suficiente por sí sola para dar cuenta de aquellas extremas relaciones de poder cuyo fin real ha resultado ser la regulación de la muerte y no de la vida. Allí donde se origina, como bien observara Foucault, una estatalización de lo biológico, allí donde la vida y la muerte ya no son fenómenos naturales sino estados manipulables por un poder, allí no está presente solamente una biopolítica que controla la vida de los individuos: existe, además, una necropolítica que regula ahora también la muerte. Instalándose así, de antemano, una de las principales paradojas de esta maquinaria que, por una parte, se propone la conservación de la vida mientras que, por otra parte, se adjudica el derecho a exterminarla.
El filósofo camerunés Achille Mbembe es quien acuña y desarrolla la conceptualización en torno a la necropolítica para avalar la hipótesis de que “la expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir” (Mbembe, 2011: 19). El hacer morir y el dejar vivir constituyen para Mbembe los principales atributos y los límites del clásico poder soberano que ejerce el control sobre la mortalidad. Y es este concepto (necropolítica), precisamente, el que puede dar cuenta de aquellas lógicas donde la muerte “se revela como un fin en sí mismo” (14) encauzando, además, el silenciamiento del cuerpo. En tal contexto, “la soberanía consiste fundamentalmente en el ejercicio de un poder al margen de la ley” (37) y el soberano posee totalmente el derecho de matar, “en cualquier momento, de todas las maneras” (40).
En su obra, Necropolítica, Mbembe realiza una lectura de la política “como un trabajo de muerte” (2011: 21) y de la soberanía definida “como el derecho de matar”. Para sostener estas argumentaciones, el teórico recurre a la noción foucaultiana de biopoder y retoma dos conceptos que serían esenciales en el desarrollo de la nueva definición: el concepto de estado de excepción y el de estado de sitio. A partir de ahí, el autor examina “las trayectorias a través de las cuales el estado de excepción y la relación de enemistad se han convenido en la base normativa del derecho de matar” (21); es en estas situaciones que el poder invoca y produce la excepción, la urgencia y la noción ficcionalizada del enemigo. Frente a dichos rasgos, Mbembe se cuestiona entonces: “¿cuál es la relación entre lo político y la muerte en esos sistemas que no pueden funcionar más que en estado de emergencia?” (21).
Recordemos que, en la formulación ofrecida tanto por Agamben como por Foucault en sus respectivas y particulares variantes, el funcionamiento del biopoder se comprende a partir de la separación y discriminación de las nudas vidas frente a otras que son las “vidas dignas de ser vividas”. Este poder se define así, esencialmente, en torno al campo biológico “del cual toma el control y en el cual se inscribe” (Mbembe, 2011: 22), operando, de esta manera, sobre la base de una segregación entre los vivos y los muertos. Para ello, el necropoder se encarga primero de subdividir y distribuir a la especie humana en diferentes subgrupos y de establecer una ruptura biológica entre unos y otros: “Es aquello a lo que Foucault se refiere con un término aparentemente familiar: el racismo” (22). El racismo aparece como una tecnología que regula la distribución de la muerte y que permite el viejo derecho soberano de matar, posibilitando, así, las funciones mortíferas del Estado. El racismo es “la condición de aceptabilidad de la matanza” (23) que posibilita la “ejecución en serie” (25) de aquellas vidas no reconocidas. El poder combina, a partir de la hipótesis de Mbembe, las características de un Estado racista, un Estado mortífero y un Estado suicida:
Además, surge una nueva sensibilidad cultural en la que matar al enemigo del Estado se convierte en la prolongación de un juego. Aparecen formas de crueldad más íntimas, horribles y lentas […] El terror se convierte, por tanto, en una forma de marcar la aberración en el seno del cuerpo político, y lo político es a la vez entendido como la fuerza móvil de la razón y como una tentativa errática de crear un espacio en el que el “error” fuera minimizado, la verdad reforzada y el enemigo eliminado (Mbembe, 2011: 27-28).
Ejerciéndose de forma particular dentro de esta lógica necropolítica, el control sobre el cuerpo se hace mucho más estrecho y efectivo gracias a aquellas nuevas tecnologías de destrucción en las que se sostiene el poder que da muerte. En el caso específico de lo que Mbembe califica de masacres, por ejemplo, los cuerpos sin vida son reducidos inmediatamente al estatus de simples esqueletos: “Desde ese momento, su morfología se inscribe en el registro de una generalidad indiferenciada: simples reliquias de un duelo perpetuo, corporalidades vacías, desprovistas de sentido, formas extrañas sumergidas en el estupor” (2011: 64). ¿Cómo, entonces, una “política de la vida” (biopolítica) ha llegado a convertirse en una política sobre la vida, en una política de la muerte (necropolítica)?
Como parte de su estudio sobre la maquinaria bionecropolítica, Agamben se cuestiona entonces si aquella estructura en la que se funda la soberanía está vinculada con la estructura de la sacratio y si ambas pueden, de algún modo, iluminarse recíprocamente. Y, en ese sentido, observa que el soberano y el homo sacer ofrecen dos figuras simétricas que, en sus dos límites extremos, poseen una misma estructura y se encuentran correlacionadas: “soberano es aquel con respecto al cual todos los hombres son potencialmente hominis sacri, y homo sacer es aquel con respecto al cual todos los hombres actúan como soberanos” (Agamben, 1998: 110). Ambos se comunican, es decir, en una tercera figura situada tanto fuera del derecho humano como del divino; una figura que delimita, de cierta manera, el primer espacio político en sentido propio desde fuera del ámbito religioso y del profano, fuera del orden natural y del orden jurídico, fuera de la vida humana y de la vida divina.
Y en tal figura, punto de contacto y de indistinción entre el soberano y el homo sacer, no prevalece ni el bíos político ni la zoé natural, sino una indeterminación donde “ambos se constituyen recíprocamente” (Agamben, 1998: 117) a la vez que se excluyen de manera constante. Es en tal escenario de excepción donde el cuerpo del soberano y del homo sacer entran en una zona de imprecisión en la que parecen confundirse, en una zona de indistinción entre lo humano y lo animal. Tanto el uno como el otro se encuentran simultáneamente fuera y dentro del ordenamiento jurídico; es decir, que también “el soberano, al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella” (27). De ahí que esta figura se encuentre dentro de la jurisdicción cuando ejerce una suspensión autorizada y, al mismo tiempo, se encuentre fuera de dicha jurisdicción al suspenderla.
Por otra parte, lo que caracteriza este estado de excepción no es que lo excluido queda radicalmente fuera de la ley y privado de conexión con la norma, sino que va a mantener una relación con ella en forma de suspensión. De ahí que el estado de excepción no sea el caos que precede al orden sino la situación que resulta de la suspensión de ese orden. No se trata, por tanto, de neutralizar o controlar un exceso; lo que la excepción soberana se propone es crear y/o definir el espacio mismo donde cierto orden jurídico-político pueda tener valor y vigencia. Dicho orden jurídico, no obstante, continúa siendo esencialmente ilocalizable aun cuando sea posible adjudicarle límites espaciales y temporales.
A esa potencia de la ley que le permite mantenerse en la propia privación y aplicarse desaplicándose, el autor la denomina relación de bando. Para Agamben, el bando se identifica con la forma límite de la relación desarrollada en el estado de excepción entre el homo sacer y el soberano; de ahí que analizara la estructura original de la soberanía como una estructura de bando, de abandono. La relación de excepción que caracteriza el paradigma biopolítico es una relación de bando en tanto se abandona la vida natural a un poder soberano que la transforma en mera vida. La estructura del bando soberano es la de una ley que está vigente, pero que no significa; una ley que “se mantiene únicamente como punto cero de su contenido” (1998: 70-71) y que incluye a los hombres en una mera relación de abandono.
Jean-Luc Nancy -el filósofo que para Agamben ha pensado con mayor rigor esa experiencia de la ley implícita en la vigencia sin significado- apunta al respecto que “la privación del ser abandonado se mide por el rigor sin límites de la ley a la que se encuentra expuesto” (en Agamben, 1998: 80). De ahí que entienda el abandono y el ser puesto en bando como la obligación de comparecer totalmente ante la ley y ser entregado a lo absoluto de ella. El homo sacer (fuera del derecho penal y del sacrificio) representa, entonces, “la figura originaria de la vida apresada en el bando soberano y conserva así la memoria de la exclusión originaria a través de la cual se ha constituido la dimensión política” (Agamben, 1998: 108). Esta forma de vida se politiza, así, solo mediante el abandono a un poder incondicionado de muerte donde queda apresada. De ahí que Agamben planteara que lo que ese bando mantiene unidos son, precisamente, a la nuda vida y al poder soberano.
El espacio donde estas relaciones de excepción y de bando han tenido su expresión más elevada y estable es, a consideración del filósofo italiano, el campo de concentración. Cuando Agamben intenta localizar a eso ilocalizable que es el estado de excepción, el resultado siempre es el campo de concentración. No la cárcel, sino el campo de concentración, en rigor, es el espacio correspondiente a aquella estructura originaria del nomos. Lo anterior se explica en el hecho de que mientras el derecho penitenciario no está fuera del ordenamiento normal (constituye solo un ámbito particular del derecho penal), la constelación jurídica que preside el campo de concentración es la ley marcial o el estado de sitio. Cuando el campo adquiere una fase estable, se convierte en “el más absoluto espacio biopolítico que se haya realizado nunca” (1998: 217).
Frente a la hipótesis principal que nos interesa destacar en este artículo, resultan interesantes las críticas que hiciera Derrida a la radicalidad dicotómica del proyecto agambeano durante sus seminarios La bestia y el soberano (2001-2003). Para el teórico franco-argelino, no se trata, únicamente, de estudiar las interpretaciones que ha suscitado el hombre como animal político, sino también de explorar las lógicas internas que han ido estableciendo las relaciones jerárquicas entre los hombres y los animales. En ese sentido, Derrida consideraba que la lectura de Agamben era bastante antojadiza, tramposa y precaria, ya que entre aquellos conceptos y figuras (bíos y zoé) no se logra nunca una distinción absolutamente rigurosa ni constante. Esto lleva al teórico a considerar, en contraposición con su homólogo italiano, la existencia de una zoé cualificada, una zoé con atributo político: “Dicho de otro modo, es zoo-político, esa es su definición esencial, es lo que le es propio” (Derrida, 2010: 404). No se trata, por ende, de recalcar antagonismos con el fin de conceder mayores exactitudes, sino de desmarcar las fronteras de exclusión y/o inclusión que impone la concepción biopolítica agambeana y ver cómo esta propia categoría formulada por el hombre humanista es la que implica y supone aquellos procesos de segmentación.
De esta manera, Derrida sacude una vez más el umbral humanista donde el hombre y el animal han sido radicalmente enfrentados y acude a la proclamación de una analogía directa entre la bestia (vida natural, zoé) y el soberano (vida política, bíos). Asegura entonces que, al compartir ese común estar fuera de la ley, ambas figuras llegan a parecerse de una forma turbadora; “se requieren y se recuerdan entre sí, el uno al otro”, existe entre ellos “una especie de oscura y fascinante complicidad, incluso, una inquietante atracción mutua, una inquietante familiaridad” (Derrida, 2010: 36). Ese parecido entre la bestia y el soberano, esa cuasicoincidencia, en palabras de Derrida, es lo que engendra una especie de fascinación hipnótica o de alucinación irresistible que nos hace ver el rostro de la bestia por debajo del soberano y descubrir en la bestia indomable una figura del soberano:
[…] Asedio del soberano por la bestia y de la bestia por el soberano, uno habitando o albergando al otro, uno convirtiéndose en el anfitrión y en el huésped íntimo del otro, el animal convirtiéndose en el huésped y en el anfitrión de un soberano del que sabemos, por lo demás, que también puede ser muy bestia (2010: 37).
La tradición humanista occidental había creado la imagen de un soberano que se impone superior y dominante frente a la naturaleza animal. Pero este ser político que se manifiesta superior a la bestia puede, contradictoriamente, revestir también la misma máscara de esa animalidad sobre la que pretenderse elevarse. En tal sentido, la figuración del soberano padece una contradicción manifiesta en la doble imagen que porta: la del hombre político superior a la animalidad y la del hombre político como animalidad. De ahí que Derrida se preguntara el motivo por el cual esta figura ha sido presentada tan pronto como aquello que se eleva por encima de la bestia cuando encarna en sí misma una bestialidad.
En busca de una respuesta a aquel cuestionamiento, el teórico franco-argelino se apoya en la imagen del Leviatán que registra el arte humano en la lógica de una imitación del arte divino. Este arte, a falta de poder engendrar un animal natural, opta por fabricar uno artificial (el Leviatán), excluyendo todo aquello que no es “lo propio del hombre”: excluye a la bestia. La soberanía, por tanto, resultará cualquier cosa menos natural; “es el producto de una artificialidad mecánica” (2010: 48), una creación del hombre, una monstruosidad que, finalmente, debe calcar y reproducir al ser vivo que la produce. De esta manera, asediados por virtuales diferencias que los contrapondrían como dos vivientes radicalmente heterogéneos -uno infrahumano y el otro, incluso, sobrehumano-, la bestia y el soberano “se unen en una especie de atracción ontológico-sexual, de fascinación mutua, de apego comunitario, incluso de semejanza narcisista, el uno reconociendo en el otro una especie de doble, el uno convirtiéndose en el otro, siendo el otro” (Derrida, 2010: 55).
Así, frente a aquellos discursos inscritos en la más poderosa tradición filosófica, Derrida apuesta por deconstruir la secular oposición con la que se ha privilegiado al hombre respecto al resto de los vivientes. El propósito del filósofo no se dirige, sin embargo, a borrar dichos límites sino, más bien, a exponer la multiplicidad de límites que componen la división y que no se dejan ya trazar ni objetivar. Lejos, entonces, de seguir la ruta de lo homogéneo o del continuismo, la hipótesis en la que insiste el presente artículo va de la mano con aquella deconstrucción que deja al descubierto la inconsistencia de una única línea y de un solo borde. No se trata de ignorar las diferencias, que están allí como un abismo infranqueable, sino de desarticular y descomponer la frontera marcada por el humanismo occidental para, en su lugar, multiplicar, complicar y hacer crecer los límites con heterogeneidades.
Debemos reiterar, entonces, que la hipótesis central de este artículo, y sobre la que se ha venido reflexionando teóricamente, plantea la insostenibilidad de todo binarismo que implique una superioridad del ser humano frente a lo animal, y, por ende, también la inestabilidad de todo tipo de fronteras y líneas separatistas entre las especies. En ese sentido, se apuesta por lo animal como una dimensión alternativa de lo corporal donde el viviente funciona más como un lugar de junturas, intersecciones y mixturas que como una realidad orgánica estable. De ahí que se destaque, además, el potencial de lo animal para desequilibrar y hacer vacilar la legitimidad de todo ordenamiento antropocéntrico, biopolítico y especista sobre las vidas y los cuerpos, así como también su capacidad para producir alternativas y reafirmar lo múltiple y lo heterogéneo del mundo viviente que escapa a cualquier encierro homogeneizador.
Por esa línea, otro de los aportes teórico-filosóficos en el que se sustentaría dicha hipótesis sería abonado por Gilles Deleuze y Félix Guattari, quienes habrían coincidido en que estamos ante el pensamiento más caduco y manoseado de la dialéctica -aunque también el más clásico- cuando pensamos y organizamos el mundo y sus formas de vida en conceptos binarios. Ese pensamiento dicotómico y arborescente no ha entendido jamás, en términos de los autores franceses, las múltiples y abundantes ramificaciones de las multiplicidades, ni su desarrollo rizomático (2004: 11). De esta manera (rizomáticamente), explican los teóricos, actúa la naturaleza y asimismo deberían funcionar el espíritu y el pensamiento que no es arborescente, que “no es una materia enraizada ni ramificada” sino “una multiplicidad inmersa en su plan de consistencia” (11), es decir, un sistema aleatorio de probabilidades.
A diferencia de los cortes excesivamente significantes que separan las estructuras binarias y arborescentes, “todo rizoma comprende líneas de segmentaridad según las cuales está estratificado, territorializado, organizado, significado, atribuido, etc.; pero también líneas de desterritorialización según las cuales se escapa sin cesar” (Deleuze y Guattari, 2004: 15). Una multiplicidad, por ende, no tendría objeto ni sujeto, sino tamaños, n dimensiones que se definen por el afuera, por esa línea de fuga o de desterritorialización donde pueden cambiar de naturaleza al conectarse con otras. Se entiende entonces que -a diferencia de la arborescencia que siempre fija un orden- “el rizoma conecta cualquier punto con otro punto y sus rasgos no remiten necesariamente a rasgos de la misma naturaleza” (13).
Ese principio de conexión y de heterogeneidad pone en juego la relación real (comunicación transversal) entre seres de reinos completamente diferentes y sin ninguna filiación posible (grupos heterogéneos, manadas). A través de la convivencia de estos grupos en un territorio específico se producen los agenciamientos, los contagios y devenires entre las diferentes manadas. Es entonces en el vasto dominio de las simbiosis, observan los autores citados, donde la evolución (involución creadora) tiene lugar. Deleuze y Guattari eligen, así, llegar un poco más allá del evolucionismo darwinista -que ampara las transformaciones legadas de generación en generación por una misma especie- y adscribirse a la lógica del neoevolucionismo. Esta última plantea que las transformaciones “ya no se realizan solo o sobre todo por producciones filiativas, sino por comunicaciones transversales entre poblaciones heterogéneas” (2004: 245); la evolución, en ese caso, deja de ser filiativa hereditaria para devenir más bien comunicativa o contagiosa:
Los esquemas de evolución ya no obedecerían únicamente a modelos de descendencia arborescente que van del menos diferenciado al más diferenciado, sino también a un rizoma que actúa inmediatamente en lo heterogéneo y que salta de una línea ya diferenciada a otra […] Comunicaciones transversales entre líneas diferenciadas que borran los árboles genealógicos. Buscar siempre lo molecular, o incluso la partícula submolecular con la que hacemos alianza (2004: 16).
Las nociones de los filósofos franceses en torno a la multiplicidad como una dimensión del rizoma aportan, indudablemente, a mitigar las jerarquías y fronteras entre las especies al interesarse por lo animal como un fenómeno anómalo y de borde que posibilita al hombre pensar la sociedad, la cultura y las relaciones en términos de pluralidad, diversidad y agenciamientos. Esto se explicaría, también, a partir del plan de consistencia o composición (inmanencia), al que responden las multiplicidades, que plantea que no existe principio alguno de organización ni estructura ni génesis, sino afectos que se desplazan y devenires que se catapultan (271), relaciones de movimiento y de reposo, de velocidad y de lentitud entre elementos relativamente no formados, moléculas y partículas de todo tipo, haecceidades, individuaciones sin sujeto, agenciamientos colectivos: “es, pues, un plan de proliferación, de poblamiento, de contagio” (269) donde la forma no cesa de ser disuelta. Y la cumbre de esta constelación polémica, su figura más densa, se encuentra en la experiencia del devenir animal al alcanzar este todo su poder contestatario y, a la vez, constitutivo; al ser, en esencia, nuestra realidad más tangible.
Se revela, así, una zona de indiscernibilidad entre el bíos y la zoé -entre las vidas cualificadas y las vidas desnudas, entre el hombre y el animal, entre la bestia y el soberano- donde cualquier presupuesto del cuerpo como unidad orgánica va a ser superado por una realidad del cuerpo como devenir, como multiplicidad, como heterogeneidad. Los propios cuerpos esquivan todo tipo de segmentaciones y evidencian la insostenibilidad de aquellos binarismos implementados por el biopoder para dominar esas vidas que, incluso desde la muerte, se le escapan incesantemente. Todo sistema que intente sostener esos modos de relaciones jerárquicas entre lo viviente será, por tanto, ridiculizado y desarticulado por sus propias fallas: aquellas que hacen visible la presencia de una micrología de lo múltiple.
Tal micrología de lo múltiple anuncia que no existen cuerpos apropiados sino, en palabras de Gabriel Giorgi, “agenciamientos, ensamblajes, formas-de-vida en las que no se puede aislar, distinguir, separar una vida propia que sería el núcleo de la especie y el fundamento ontológico del individuo” (2014: 268); existen, es decir, alianzas y cruces que se hallan permanentemente limitando con lo propio y lo impropio, vivientes que tienen lugar entre cuerpos. Y quien provoca esos desplazamientos, quien habita esos umbrales que interrumpen cualquier noción de unidad corporal, quien ilumina el cuerpo como figura de heterogéneos es, precisamente, lo animal. No solo el animal no-humano, sino el animal en mí que deja al descubierto la crisis de la especie en un “salto de escala hacia una molecularidad de lo viviente en la que todo binarismo se revela como multiplicidad” (268) y donde se suspende “el presupuesto de la especie como gramática de reconocimiento” (244).
Se trazan, entonces, modos de interacciones, matizadas por lo animal, que impugnan el ordenamiento biopolítico sobre las vidas y los cuerpos. Desde ese lugar, el animal produce alternativas y reafirma, como siempre lo ha hecho, lo múltiple, lo heterogéneo, lo híbrido y rizomático del mundo viviente que escapa a todo encierro homogeneizador y que desborda los márgenes de cualquier sistema regulador de vidas. El animal y lo animal, al exhibir esa falla, reinscriben el orden biopolítico de los cuerpos bajo el signo de la violencia que dicho orden impone; pero también, sobre todo, bajo el signo de su fracaso y bajo la potencia que dicha falla ilumina: la potencia de lo animal que ya no se opone a lo humano, sino que, irradiando una intensidad definitiva, lo ocupa y lo satura de nuevas fuerzas.
Durante la primera parte de este artículo se aludió al clásico paradigma de la tradición humanista occidental sobre el cual se habría ido solidificado una construcción ficcional del hombre político a partir de la oposición radical entre el ser humano y el animal no-humano en cuanto dos regímenes de existencia irreconciliables. Aquel proceso de solidificación de lo “propiamente humano” habría venido aparejado, además, de un proceso de no reconocimiento de la animalidad que habita en el hombre. De esta manera, la maquinaria biopolítica y antropocéntrica se dirige a segmentar, ordenar y clasificar las multiplicidades para fijar modos de vidas y relaciones jerárquicas y opresivas entre las especies y dentro de la propia especie humana; produciendo, como explicitara Foucault, unos modos permisibles de ser y de pensar al tiempo que descalifica e, incluso, imposibilita otros.
Pero lo que se resiste a aquella tradición es, simplemente, que no existe un solo límite entre el ser humano y el animal no-humano. Hay, en cambio, muchos bordes y fronteras, líneas de fugas, desterritorializaciones, devenires, diferentes estructuras de organización de lo viviente, fracturas, heterogeneidades y relaciones híbridas. Todas las vidas son irreductiblemente singulares y ninguna tiene nada rigurosamente reservado para sí misma. Y esa relación inaudita con lo animal debería obligarnos a perturbar, como bien sugiriera Derrida, aquellos viejos conceptos occidentales y hacer algo más que problematizarlos en esta experiencia de vida donde tiemblan las fronteras entre bíos o zoé.
Algunos de los planteamientos concluyentes del artículo proponen, así: 1. concebir al animal y lo animal como un fenómeno anómalo que potencia las posibilidades del ser humano y como desestabilizador de todo ordenamiento de cuerpos; 2. asumir la presencia de bordes múltiples y de organizaciones y desorganizaciones de relaciones entre lo vivo y lo muerto; 3. comprender que no se trata ni de una especie, ni de un género, ni de un individuo, sino de una irreductible multiplicidad y heterogeneidad viva de mortales cuya pluralidad no se deja reunir en una sola figura; 4. pensar la existencia de relaciones híbridas, de agenciamientos, contagios, devenires y comunicaciones transversales entre diferentes manadas y poblaciones heterogéneas; 5. aceptar la inestabilidad e insostenibilidad de todo binarismo frente a la real, poderosa y potencial presencia de lo animal en el ser humano y frente a la existencia de una micrología de lo múltiple.