Esquinas
Recepción: 18 Octubre 2017
Aprobación: 02 Abril 2018
Resumen: Pese a su fuerte presencia, los niños guía en México permanecen invisibles en la literatura sobre el patrimonio. El patrimonio sigue siendo un concepto pensado por adultos, a favor de las generaciones futuras, que no hace referencia a los niños. ¿En qué consiste lo patrimonial para ellos? ¿Cómo se apropian del patrimonio? ¿De qué manera lo experimentan y lo transmiten entre ellos y hacia los adultos? A partir de tres estudios de caso discutiré los vínculos entre el “oficio” de los niños guía y el imaginario patrimonial infantil, la organización social y la economía doméstica, con el objetivo de examinar el lugar de los niños en la patrimonialización y sus aportes en materia de políticas de desarrollo cultural.
Palabras clave: patrimonio, niñez, imaginario, agentividad, México.
Abstract: Despite their strong presence, the children-guides in Mexico remain invisible in literature on heritage. Heritage is a concept thought by adults for the benefit of the future generations without explicit reference to children. What does heritage consists of for the children-guides? How do they appropriate heritage? How do they live and transmit it, among them and towards the adults? Starting from three case studies, I shall discuss the links between the “jobs” of children-guides and the child heritage imaginary, the social organization and the domestic economy, in order to examine the place of children in heritagization and their contributions as for cultural development policies
Keywords: heritage, childhood, imaginary, agency, Mexico.
Tanto en los textos de referencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés), como en las políticas públicas nacionales y las poblaciones locales, el patrimonio aparece como un concepto pensado por adultos, a favor de las generaciones futuras, sin que se haga referencia explícita y concreta a los niños, todavía menos a sus propias concepciones sobre el patrimonio.1Con algunas excepciones,2 en los ámbitos de decisión política todo sucede como si el patrimonio de los adultos fuera reproducible y apropiable por sus herederos legítimos de manera idéntica, sin opción ni reconsideración fundamental. El olvido relativo de los niños en la retórica patrimonial es todavía más paradójico, pues desde hace por lo menos tres décadas los niños han ganado una importancia sin equivalente en las convenciones y declaratorias internacionales bajo tutela de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), hasta el punto de que se habla del “niño ONU sino” (Suremain y Bonnet, 2014) como figura arquetípica del sujeto de derecho universal.
Aunque difíciles de contar, numerosos niños participan de manera activa en su conformación y transmisión, como los escolares que siguen cursos o talleres específicos de sensibilización sobre patrimonio material (Delgado, 2014) o natural,3 que llegan a proponer pautas de reflexión o destacan tipos de patrimonio inesperados (Suremain y Delgado, 2019). Sin embargo, no me detendré en el ejemplo de los niños en edad escolar, más bien cuestionaré la figura de los niños guía, quienes se encuentran muy presentes en las entidades de México, pero son casi invisibles en el escenario académico y político. En este sentido, coincido con Neyra Patricia Alvarado Solís (2019),4 quien afirma que los niños guía “practican” el patrimonio y participan en el impulso de un imaginario a la vez compartido y performativo, es decir, que permite llevar a cabo lo que los niños declaran o hacer que suceda una realidad.5 También retomo la hipótesis de Alessandro Lupo (2015) sobre la forma en la que las poblaciones adultas o infantiles recuperan su cultura al seleccionar, reinterpretar, adaptar y replasmar muchos de sus elementos.
Así, en este texto analizaré la manera en la que los niños, como guías turísticos temporales y no oficiales, aunque conocidos por los guías profesionales y los visitantes en general, son protagonistas importantes en la transmisión y recreación del patrimonio. México es un buen ejemplo de este proceso por ser un país con sitios naturales o arquitectónicos reconocidos como patrimoniales en el sentido más amplio de la palabra (Arizpe, 2006; García, 2013). En las carreteras secundarias que atraviesan el territorio, varios cerros, cascadas o pozas son valorizados por los niños y los descubren a los visitantes. Asimismo, aunque en menor medida, los niños también se involucran en la valoración cultural de zonas arqueológicas de prestigio internacional —como los sitios de Becán y Xpuhil, en la península de Yucatán, por ejemplo— y no son indiferentes a las manifestaciones inmateriales o intangibles del patrimonio. Para retomar la expresión promovida por la UNESCO, hacen redescubrir desde los bailes y danzas hasta la comida tradicional y los fabricantes de máscaras.6
Cada vez que el antropólogo encuentra a este interlocutor inesperado y ausente de los discursos normativos no puede dejar de preguntarse: ¿en qué consiste lo patrimonial para los niños? ¿Cómo se apropian del patrimonio de los adultos? ¿De qué manera lo viven y lo transmiten entre ellos y hacia los demás; en este caso, hacia los visitantes adultos? ¿Para ellos, esta actividad es juego, trabajo, ayuda? En este sentido, el título del texto alude a la complejidad del tema de la actividad infantil vinculada al imaginario infantil por medio de las prácticas del patrimonio y hace hincapié en el papel central de los niños, no sólo en la transmisión, sino también en la recreación del patrimonio, hoy reconocido como prioridad nacional e internacional. Para intentar contestar esas preguntas, me apoyaré en tres estudios de caso en México, en los que observé lo que propongo llamar “niños guía”.7 Por último, hablaré de los vínculos entre el “oficio” de los niños guía y el “imaginario patrimonial infantil”, la organización social y la economía doméstica, para contribuir a la discusión más general sobre el lugar que ocupan en la patrimonialización y sus aportes posibles a las políticas de desarrollo cultural.
Los “hijos de la mayordomía” de la iglesia de Santa María Tonantzintla
El primer ejemplo se refiere a la iglesia de Santa María Tonantzintla. Está en el municipio de San Andrés Cholula, Puebla, que cuenta con tres barrios —San Miguel, San Diego y San Pedro—, en los que hay una iglesia y varias capillas. Entre las festividades locales, los días 14 y 15 de agosto es la fiesta de la Asunción de la Virgen María, a la cual pude asistir en 2017. Las actividades que se llevan a cabo durante la conmemoración son numerosas y se desarrollan tanto en las casas de los habitantes del pueblo como en las calles y la iglesia. De acuerdo con la organización de la sociedad local, cada fiesta es coordinada y financiada en parte por las mayordomías, cofradías y hermandades del barrio. Estas últimas desempeñan el cargo durante un año —o sea, el año litúrgico— y culminan con la fiesta patronal del pueblo. En la festividad de la Asunción de 2017, decenas de ayudantes de la mayordomía, las cofradías y hermandades atendieron numerosas tareas o cargos: adornaron la iglesia con flores, restauraron santos, sustituyeron focos y velas, desplazaron bancos al patio y cubrieron el suelo de la iglesia con una alfombra hecha de miles de granos de maíz multicolores.8 Cabe anotar que varias de estas actividades contaron con la participación activa de niños.9
Me detendré aquí para destacar la labor de los niños varones en el seno de la iglesia de Santa María Tonantzintla, que hace referencia implícita al patrimonio tanto material como intangible. Es importante recordar que en la historia del arte esta iglesia se considera una expresión excepcional del barroco indígena. Los visitantes no dejan de contemplar su exuberante decoración. Entre los ornamentos se observan retablos de oro, pinturas, caras de ángeles, querubines, rostros prehispánicos, esculturas de santos, plumas y frutas nativas, etc. A pesar de los esfuerzos de antropólogos y otros especialistas locales —Julio Glockner, entre otros—, quienes presentaron argumentos en un expediente dirigido a la UNESCO para que la iglesia se reconozca como patrimonio cultural de la humanidad, ésta no ha sido registrada en la lista tentativa (Sánchez, 2008: 87-99). Sin embargo, este esfuerzo es la primera etapa de un proceso de selección que podría desembocar, al cabo de unos años, en su reconocimiento.10
Ese 14 de agosto la iglesia conoció una actividad incesante: los electricistas instalaban cables, las floristas arreglaban ramos de flores y las ancianas colocaban canastas de frutas alrededor de la cama en la que descansaba la Santa Virgen, mientras unos hombres dejaban sobre el suelo bolsas de maíz para la futura alfombra. Asimismo, varias jovencitas, vestidas de blanco y azul celeste, vigilaban y arreglaban el pañuelo de la cabeza o los pliegues del traje de la imagen con mucha alegría. En medio de este “ballet barroco”, ocho niños, de entre 10 y 12 años de edad, interpelaban con discreción a los pocos visitantes, solitarios o en grupo, que entraban a admirar la iglesia. Uno de ellos, Arturo, propuso hacer un recorrido para mostrarme lo que llamó “los secretos” del recinto. No indicó ningún precio antes de empezar, sólo mencionó que el pago era voluntario, es decir, no había tarifa fija, podía darle lo que quisiera, “por mi propia voluntad”. Añadió que no podía tomarle fotos durante el recorrido.
La explicación, que no excedió los 12 minutos, consistió en una serie de comentarios sobre las dos capillas laterales, el coro y la cúpula de la iglesia, los detalles —las caritas de los angelitos, los rostros prehispánicos y las frutas nativas— e indicaciones sobre la dirección hacia donde mirar. Arturo no siguió el itinerario de un recorrido preestablecido, un circuito clásico, más bien adaptó la visita para no obstaculizar la labor de los encargados de la iglesia, y en menor medida, para evitar aglomeraciones con los pocos grupos de turistas. A veces se interrumpía para dejar pasar a un encargado o una anciana y luego seguía con su exposición. En una ocasión, no terminó una explicación a raíz de un súbito cambio de dirección, cuando pasamos con rapidez de una capilla a otra para no dificultar el trabajo de un carpintero que clavaba el nicho roto de un santo.
Desde el comienzo, el contenido del discurso de Arturo se centró en el significado del gran número de caras de angelitos y querubines que sobresalían en la cúpula. A manera de adivinanza, me preguntó cuántos días sumaban nueve meses. Apenas le di la respuesta aproximada, 270, me corrigió de inmediato y me explicó, con mucha seriedad, que los meses no tienen la misma duración. Le contesté que todo dependía de los meses que se consideraban y que el total no podía ser igual si se contaba a partir de julio, que consta de 31 días, o si se calculaba a partir de febrero, el cual cambiaba cada cuatro años. Después de un par de segundos de reflexión, Arturo me contradijo y afirmó: “¡un embarazo siempre dura lo mismo!”. Ante mi perplejidad, Arturo esbozó una sonrisa y terminó la discusión con la sentencia: “¡el número de caritas de angelitos de la cúpula es igual a los días de gestación de la Santa Virgen!”.
Frente a la capilla poniente de la iglesia, Arturo lanzó otra adivinanza: “¿por qué son siete los Cristos que te están vigilando?”. Por el carácter de la pregunta, contesté que tenía que ser por los siete pecados capitales. Con una satisfacción poco disimulada, Arturo me contradijo de nuevo y añadió que era por los siete días de la semana. Ante mi ignorancia cada vez mayor, añadió que la totalidad de caras de angelitos correspondía al número exacto de días que hay en tres años. Sin esperar mi pregunta sobre el porqué, me explicó en tono docto: “los tres años corresponden a la edad en que se presentó el Cristo en el templo”. No pude evitar preguntarle cómo sabía todo eso, a lo que respondió que todos lo sabían porque así lo decía el cura en la ceremonia de presentación de los niños cuando cumplían tres años de edad.
Otro momento decisivo del recorrido fue la contemplación de la mazorca de cacao que decora uno de los pilares. Situada a la altura del pecho, Arturo se arriesgó a rozar su curva y dijo: “¡el cacao es como la fruta prohibida, si lo tocas te vuelves goloso! O sea que, si exageras, ya no podrás dejarlo”. Arturo no dio más detalles sobre Adán y Eva ni aludió a la sexualidad o la codicia, se conformó con admirar fascinado la mazorca a cierta distancia. Después se detuvo en las demás frutas prehispánicas, se limitó a nombrarlas como si fueran de poco interés.
Pero el instante culminante del recorrido ocurrió cuando Arturo me pidió que mirara hacia uno de los cuatro arcos dobles que rodean el coro de la iglesia y que permiten subir. Me cuestionó qué podía ver y sin esperar mi respuesta, apuntó con el dedo: “el rostro indígena del dios Quetzalcóatl”. Añadió que era fácil reconocerlo por sus ojos, pero también porque “¡saca la lengua a los españoles!”. También dijo que Quetzalcóatl estaba presente “en varios edificios religiosos, como Teotihuacan”. De repente, sacó un teléfono celular de su bolsillo, lo encendió y aplicó zoom en el rostro con mucha facilidad. Dijo que había bajado la imagen de internet porque estaba prohibido tomar fotos dentro de la iglesia. No quise contradecirlo y mencionar las otras versiones que yo también había obtenido en mis búsquedas en la red, en las cuales se observaba con claridad que quien destacaba en la iglesia de Tonanzintla era la deidad azteca de la lluvia, Tláloc, no Quetzalcóatl, el dios-serpiente emplumada. La verdad, pensé que Arturo se había equivocado, hasta que me enteré de que había cometido el error de manera intencional. Cuando hice el recorrido con otro niño guía, éste nombró al dios Tláloc. Lo descubrí cuando, de manera discreta, escuché que Arturo daba otra versión cuando guiaba a otras personas: en esas ocasiones no mencionaba a Quetzalcóatl. Lejos de haberse equivocado, Arturo quería prestar un servicio pedagógico y colocarse en el nivel de quien lo escuchaba. Dicho de otro modo, al suponer que yo era un turista cualquiera, se puso en mi posición y dio una explicación comprensible para mí, de acuerdo con lo que yo proyectaba. En la percepción de Arturo, era claro que los turistas conocían mejor a Quetzalcóatl que a Tláloc, porque es una figura central del panteón mesoamericano y una de las pirámides de Teotihuacan más visitadas de México lleva su nombre.
Al final del recorrido le pregunté a Arturo cómo había aprendido todo eso. Se tomó su tiempo y respondió que “así eran las costumbres” y que era necesario “mantenerlas para que no se pierdan”. Debido a mi insistencia, agregó: “lo aprendí todito con mi abuelito que cuida la iglesia”. Terminó diciendo: “así es mi oficio… Hay que respetar las costumbres”. A pesar de recibir dinero por las visitas, era evidente que Arturo no concebía su labor como un simple trabajo, tampoco como un pasatiempo y mucho menos como un juego. Si bien es cierto que el recorrido incluyó una cierta dimensión lúdica y de improvisación, Arturo lo consideró más una responsabilidad o un tipo de cargo.
Regresé al templo por la noche —también al día siguiente, el 15 de agosto— y me enteré de que los ocho niños guía de la iglesia eran nietos de mayordomos o ayudantes de la mayordomía. Al igual que los otros, Arturo había aprendido “los secretos” al acompañar a su abuelo cuando iba a hacer “sus oficios”. Como me lo confió uno de los niños después de la misa: “¡todos somos hijos de la mayordomía!”. Así, conformaban un pequeño grupo cuyo oficio era posible por la participación previa de sus abuelos en la mayordomía. En otras palabras, la existencia de una organización local del trabajo religioso es lo que permite que haya recorridos dirigidos por los niños guía.
El hecho de que todos los abuelos de los niños guía formaran parte de una mayordomía a cargo de la iglesia no es anodino, más bien, esta inscripción posibilitó el recorrido y lo transformó en un verdadero oficio, lleno de sentido. Podría decirse que guiar recorridos es una etapa del ciclo de la vida religiosa que permite a los niños aprender el oficio de mayordomo. De este modo, en los recorridos, los niños guía participan de manera directa en la reproducción social, cultural y religiosa de la comunidad local.
Más allá de una simple actividad infantil, se constata también una forma de transmisión bidireccional: primero de ancianos a niños, y después, de niños a niños. En la medida en que ellos se definen como hijos de la mayordomía, se consideran hermanos de manera implícita.11 Los hijos de la mayordomía aprenden también cada uno del otro, participan en la reproducción y transforman lo que llaman “las costumbres”. Todo parece un tipo de compromiso a largo plazo con la mayordomía. De cierta manera, el proceso de apropiación, recreación y transmisión que se extiende por medio de los recorridos se acerca bastante a la noción de patrimonio, a pesar de que no se menciona de manera explícita.12
Los aventureros de la cascada de Cacalotenango
El segundo ejemplo remite a la cascada de Cacalotenango, un sitio natural localizado en las proximidades de Taxco, Guerrero. No es un lugar muy valorado por las agencias de turismo local porque no tiene ninguna denominación patrimonial. Más bien, los taxistas de la región proponen recorridos a los turistas y sugieren ir a la cascada por un costo adicional. Durante los fines de semana, muchas familias van a pasear o bañarse en sus aguas cuando el clima es bueno. Después de descubrir la ciudad y sus alrededores, en particular el Cristo Rey mONUmental, el viajero sigue un camino sinuoso que permite vislumbrar montañas verdes hasta donde alcanza la vista. Los taxistas se detienen en las curvas para disfrutar del panorama.
Unos 500 m antes de llegar a la cascada, aparecieron a la orilla de la carretera unos niños que intentaban detener los pocos carros que pasaban. Algunos empezaron a correr detrás del vehículo en el que yo iba. Más adelante, se descubre la cascada en plena curva, a un costado del camino. Apenas el taxi se detuvo, fue rodeado por niños que golpeaban las ventanillas, cada uno hablaba más alto que los demás. Acostumbrado a sus peticiones, el chofer me dijo que los niños me ofrecerían un recorrido. Bajé del automóvil y un grupo de cinco niños se me acercó y dejó de lado a los otros, sin que se quejaran. Los cinco preguntaron al mismo tiempo si quería hacer un recorrido. Ante esta situación incómoda, me atreví a decir que sí, pero no con todos, lo que provocó otra división en el grupo. De repente, se quedaron sólo dos niños, uno mucho más alto que el otro. Justifiqué mi elección diciendo que el más chico de ellos me lo había pedido primero.
El niño se llamaba Wiki y no propuso un recorrido sino “una aventura”. Como en el caso anterior, mi guía hablaba muy rápido, no tanto para terminar su exposición y despedirme lo antes posible, sino más bien para mostrar su habilidad para explicar las cosas. Enumeró sin parar las peculiaridades de la cascada: altura, anchura, profundidad, caudal, velocidad, la extensión del arroyo y el nombre del río con el que se une. Su ritmo era tan apresurado que apenas pude seguirlo. En algún momento me arriesgué a interrumpirlo, pero no tuve éxito. Cuando finalizó, lo felicité por su relato. Wiki sacó un teléfono celular de su bolsillo y me explicó con orgullo que sabía todo bien “gracias a él”. Frente a mi actitud interrogativa, prendió la pantalla y me enseñó la página web que correspondía a la cascada: “¡Wiki es Wikipedia! ¡Con eso lo sé todo! Y como ya lo sé todo, por eso me llaman Wiki”.
Poco después me preguntó si estaba casado, me invitó a acercarme a la cascada y subirme a las rocas planas, lisas y muy resbalosas. Una vez instalado en ellas, me gritó: “¡no te acerques de más, pues si no te atrapa el velo de la novia y luego ya no puedes huir! ¡Ya no deja vivir, ya te detiene nomás!”. Y aseguró: “¡las rocas son sus chavitos, no pueden estar solitos!”. Su tono medio irónico, medio farsante, casi me hizo caer de risa. En su imaginario, las cataratas se habían transformado, en un eufemismo, en el velo peligroso de una mujer engañosa que capturaba en su red a los hombres demasiado próximos a ella.
Luego me preguntó si quería continuar la aventura del otro lado de la cascada, adonde se podía llegar si se cruzaba el puente flotante. Antes de contestar, le pregunté si el famoso puente estaba lejos y si era muy largo y alto. Sin decir nada, Wiki regresó a la carretera y dio vuelta a la cascada, para dejarla a su derecha. “¡Mire, aquí está el puente flotante!”, dijo. A mi modo de ver, era una pequeña pasarela que se prolongaba en una escalerita. Wiki interrumpió mi incredulidad para decirme que el puente se llamaba “flotante” porque se inundaba en época de lluvias fuertes, entonces se podía caminar sobre él sin que se vieran los pies. “Este puente te hace flotar, es como milagroso, ¿verdad?”, añadió, en una clara alusión al relato del Cristo de los Evangelios que camina sobre el agua. De hecho, a pesar de que no llovía, el agua del arroyo casi llegaba a los bordes de la pasarela. Wiki me preguntó si iba a regresar cuando lloviera para que tomáramos una foto mía cruzando el puente flotante sin que se vieran mis pies.
Después me dijo que podíamos seguir la aventura si íbamos hacia las pozas azules que se situaban a unos 8 km.13 Sin esperar mi respuesta, empezó su explicación en su peculiar ritmo acelerado. Puso énfasis en el color de las pozas y aseguró que se parecían mucho al cielo y que, cuando uno se tiraba allí, era como estar dentro de él. “Allá —dijo— es como ir a otro mundo”, y pareció muy decepcionado cuando decliné la invitación. En realidad, sabía que el camino para llegar allá estaba estancado debido a las pozas negro parduzco y el agua helada en ese periodo del año.
“Pero igual hay que guardar buena memoria de la aventura”, exclamó y me pidió la cámara para fotografiarme a orillas de la cascada. Con mucha agilidad técnica, Wiki sujetó la cámara, la prendió, empezó a experimentar con la amplitud que le daría a la imagen y eligió a la vez el mejor ángulo. Apenas quise darle una indicación sobre la ubicación del zoom, respondió de inmediato que cambiaría la focal para obtener más y mejor luz. Tomó la posición del típico fotógrafo profesional, permaneció inmóvil y no me pidió que exclamara el acostumbrado whisky, sino Wiki, lo que obviamente me hizo sonreír. En un gesto de reciprocidad, le pregunté si le gustaría que le tomara una foto, lo cual lo alegró bastante. Adoptó una posición de ninja o de un personaje similar, e hizo con los dedos la V de la victoria. Luego me pidió verlas y exclamó: “¡Eso! ¡Así soy un aventurero de verdad!”.14
Al terminar la aventura, le ofrecí un dinero que no me pidió de manera directa. Explicó que todo el dinero que reunía gracias a las aventuras estaba destinado a la compra de una bicicleta que le permitiría ir a la escuela con más frecuencia. Wiki insistió en que lo recaudado no era para otra cosa, “como comida chatarra”. Después pude comprobar que la escuela a la que asistía se situaba en un pueblo a casi media hora a pie de la aldea donde él vivía, o sea, a 2.5 km de distancia y con un desnivel de 200 m. Asimismo, el niño explicó que sus hermanos y hermanas también aportaban dinero para aliviar los gastos de la familia. En particular, sus hermanas contribuían con el pequeño beneficio que obtenían de la venta de galletas, bebidas y botanas que ofrecían a la orilla de la carretera, justo antes de llegar a la cascada. Me explicó que primero reembolsaban a sus papás la inversión y luego compraban su ropa con la diferencia. Por último, precisó que también ellas “iban de aventuras”, pero sólo los días en los que había mayor afluencia de personas, como Semana Santa, por ejemplo.
Entre otros aspectos, la aventura de la cascada pone de relieve la gran capacidad de los niños para desempeñar un oficio que genera dinero, con el objetivo de ganar aún más autonomía. A diferencia del primer ejemplo, ningún adulto se involucra o se asocia al oficio de los niños con fines de control o supervisión. Es obvio que los mayores deben dar su permiso para que ellos pasen la tarde en la cascada, y en menor medida, en las pozas azules, pero al parecer el oficio de los niños no es un problema, siempre y cuando las ganancias se integren al ciclo económico de la vida doméstica. En otras palabras, la autonomía relativa de los niños no provoca la interferencia de los adultos mientras ellos sigan aportando al seno familiar. En este contexto, las aventuras son una fuente de oportunidades tanto para los niños como para las familias, a pesar de que éstas no se involucran en este tipo de generación de recursos económicos.
“Piratas”, “oficiales” y “ayudantes” en el santuario de la Piedra Herrada
El tercer ejemplo nos lleva a un sitio natural muy conocido en los ámbitos nacional e internacional. Se trata de una extensión de casi 60 000 ha, calificada como Reserva de la Biosfera de la Mariposa Monarca por la UNESCO, en 2008.15 La reserva agrupa varios sitios naturales o santuarios, como se les llama en las localidades, en medio de zonas montañosas y forestales, a unos 100 km de la Ciudad de México. Entre los meses de noviembre y marzo, las mariposas monarca suelen regresar a la zona para reproducirse. La biosfera depende de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y su estatus jurídico permite que se beneficie de un apoyo logístico que hace posible delimitar el espacio de estacionamiento, emitir boletos de entrada, establecer casetas de cobro y colocar carteles informativos, entre otras medidas.
El santuario de la Piedra Herrada es uno de los más concurridos debido a su cercanía con la capital del país. Aunque la señalización de la carretera no es correcta, la mayoría de las personas lo conocen e indican a los turistas la ruta a seguir. Como se acostumbra en los sitios de mayor interés o patrimoniales, en una caseta se paga el derecho a estacionar los vehículos en un espacio reservado que lleva a las taquillas, en las que se compran los boletos para ingresar al lugar. De igual forma, vendedores ambulantes ofrecen comida, bebidas y artesanía local a los visitantes. Más allá, en la pradera al pie de la montaña, se detecta la presencia de manadas de caballos atados a estacas. A su lado, un grupo de hombres y mujeres forma un círculo y presta atención a un hombre llamado caporal, cuya función es pasar lista, o sea, llamar a los guías para que suban la montaña con un caballo y un turista. Cada visitante tiene que pedir un turno al caporal, quien le asigna un guía, cuyo nombre es borrado de la lista.
Empecé el recorrido a caballo precedido por el guía, que avanzaba a lo largo de un sendero repleto de arena y piedras. El trayecto era tan resbaloso, que unos turistas prefirieron bajarse y seguir a pie por el arduo sendero. Las explicaciones y recomendaciones de Benjamín, mi guía, con frecuencia se interrumpían debido al paso de los caballos que descendían. Es común que los guías se maldigan entre sí con discreción, a veces en español y a veces en náhuatl, cuando los que hablan son ancianos. En muchas ocasiones los caballos resbalaron y las rodillas de los turistas chocaron contra otros caballos. Benjamín se quejó de la falta de conocimiento de los otros guías, que no respetaban las reglas y no daban prioridad a los caballos que subían. Cuando nos encontrábamos con una mujer guía, no intercambiaba insultos sino comentarios irónicos sobre la forma de “conducir” de las mujeres.
En algún momento, Benjamín no pudo evitar hablar de “los piratas que molestan” y “roban el trabajo”. Así supe que la palabra “pirata” remitía a los numerosos niños, varones en su mayoría, que corrían a los lados del camino. Al preguntarle por qué se les llamaba así, su respuesta fue una abundancia de gestos y gritos que simulaba el asalto de un pirata y dijo: “¡los piratas son los que saquean a los viajeros! ¡Hasta los matan!”.
Benjamín explicó que el trabajo de los guías tenía muchas reglas y un costo. Para tener permiso de conducir turistas al santuario, debía aportar al sindicato cierta cantidad, es decir, pagar una mensualidad durante la época en la que las mariposas volvían a la zona. También precisó que todos los guías tenían que cuidar su propio caballo o usar el de un guía registrado y aprobado por el sindicato. Puso énfasis en la necesidad de domar a los animales, cuya atención, además, es difícil y costosa. Asimismo, habló de las tareas de mantenimiento del camino, o sea, de la organización periódica de grupos de trabajadores para retirar las piedras, que pueden provocar derrumbes, o cortar las ramas, que representan un riesgo para los turistas.
En cambio, los piratas no participan en las tareas colectivas, más bien, “no quieren participar”, dijo Benjamín. A su vez, destacó que los mismos padres enviaban a sus hijos a acercarse a los turistas que subían a pie para convencerlos de que necesitaban un guía para llegar al santuario. En ocasiones, continuó Benjamín, los piratas eran “chavos bravos”, que escapaban al control de sus padres y “se hacían los héroes”. Para mi guía, era obvio que los piratas encarnaban lo contrario de lo que debía ser el “verdadero guía”: éste conoce, se compromete con los visitantes y cuida el santuario. Considerados depredadores invasivos, los piratas que se acercaban demasiado al caballo o a los pocos turistas peatones apenas evitaban los golpes de Benjamín. Todos desaparecían tan rápido como habían llegado, subían a la montaña y rodeaban los árboles como si fueran olas.
A medida que nos acercábamos al santuario, apenas indicado por un pequeño cartel, ya no se detectaba la presencia de piratas. Otros niños nos alcanzaban con tranquilidad, sin que Benjamín se molestara. Ante mi asombro, dijo sonriendo que esos niños no eran piratas sino “oficiales”. Explicó que su tarea era cuidar, dar de beber o comer a los caballos, cepillarlos y atarlos a los árboles mientras los visitantes hacían los recorridos al santuario acompañados por los guías. De regreso, Benjamín comentó que todos los oficiales eran hijos de compañeros, guías en quienes se podía confiar: “están aprendiendo la parte más importante del oficio […]. ¡Si no saben nada de caballo, no pueden ser guías jamás!”.
El oficial de 11 o 12 años de edad que cuidó del caballo que me habían asignado me confió que ya había guiado a turistas. Explicó que reemplazaba a su papá cuando él tenía otras cosas que hacer. Vi también que un guía adulto ordenó a otro oficial bajar a un visitante en un caballo distinto del que había montado de ida, porque el otro se había lastimado el tobillo durante el ascenso. De igual manera, observé cómo Benjamín le pidió a una oficial que guiara hasta abajo a un turista que subió al santuario a pie pero quería regresar a caballo. Por la mañana, los oficiales suben al santuario con cepillos, baldes de agua y algo de comida, y caballos que sirven para este tipo de pedidos.
Los oficiales aprenden el oficio por etapas de capacitación bajo la vigilancia estricta de sus padres u otros guías adultos. En otras palabras, la integración previa de sus padres al sindicato de guías del santuario les permite primero ejercer el oficio de cuidadores de caballos y luego ser sustitutos temporales de los “verdaderos guías”. El seguimiento de este proceso iniciático no sólo les da la posibilidad de saber las técnicas de cuidado de los animales, sino también de conocer el sendero, y por supuesto, adquirir los conocimientos básicos sobre el ciclo de vida de las mariposas monarca para transmitirlo a los turistas. Aparte del dinero que ganan, ser oficiales los mantiene muy ocupados una buena parte del año.
Mientras bajábamos, un oficial nos adelantó en una curva, lo que suscitó la ira del guía. Benjamín le explicó con firmeza que no podía hacer eso, que debía avisar antes de rebasar para que los caballos no se asustaran y que siempre tenía que poner vendas sobre los ojos del animal para que se acostumbrara a llevarlas. En otro momento del descenso, caminamos un rato junto a un oficial a quien pregunté si le gustaba su trabajo. De forma seria, explicó que quería hacer lo mismo que su papá, que migraba siete meses a Canadá para trabajar en un aserradero y luego regresaba a laborar cinco meses en el santuario. Es decir, su propósito era ir a Canadá, ganar dinero y luego regresar a México para gastarlo, “acompañando a las monarca” en su migración transcontinental. Luego Benjamín confirmó que así era la vida de varios guías de la zona, sobre todo para los que no deseaban o no podían laborar en las milpas, por falta de tierra. Habló sobre lo bueno y lo malo que tenía el santuario. Lo bueno era que las mariposas atraían turistas y dinero; lo malo era que las milpas ya no se podían extender a causa del santuario. Tampoco se podía cortar leña del bosque para cocinar o vender porque toda la zona estaba protegida. Así, la vida resultaba más difícil que antes —de las leyes de protección del patrimonio—, porque el ingreso que proporcionaba el santuario no alcanzaba para vivir ni comer bien.16
Cuando llegué a la pradera de donde partí con Benjamín, se me acercó un grupo de niños de cinco a siete años de edad. Todos me propusieron limpiar mis zapatos, es decir, quitarles el polvo medio arenoso que habían acumulado. Se lo preguntaban a todos los turistas que bajaban del cerro, a quienes esperaban con trapitos en la mano a la entrada de la pradera. Como pensé demasiado cómo rechazarlos, los muchachitos me quitaron los zapatos mientras las chicas desataban las agujetas. Frotaban, sacudían y soplaban con bastante energía para dejar el calzado lo más limpio posible. Para terminar el trabajo, uno de ellos escupió en su manga, frotó los zapatos e intentó hacerlos brillar: “siempre se tiene que terminar bien el trabajo, dice mi maestro”, agregó.
Cuando recuperé mis zapatos, les pedí que me dijeran quiénes eran y de dónde venían. Me explicaron que estaban ayudando a sus hermanas y hermanos que oficiaban de guías en el santuario. También dijeron que algún día ellos subirían al santuario a “oficiar”. Añadieron que el lugar era mágico y que era muy importante no visitarlo solo para no perderse. Una de las niñas contó la historia de un “gringo” que se había subido por allí y que jamás volvió a bajar. Otro niño relató que a veces uno se enfrentaba con “mariposas malas”, que debían evitarse porque no se quitaban de la piel. Uno más señaló que no se pueden pisar las mariposas, aunque estén muertas, porque atraen la mala suerte. Les pregunté si sus hermanos eran piratas u oficiales. Como puede suponerse, la interrogación quedó sin respuesta. De repente, todos los niños se alejaron corriendo y riendo con el dinero que les había dado, y abordaron a otro grupo de turistas que bajaba del santuario.
Conclusión: ¿el futuro del patrimonio puede venir de los niños?
Como la literatura antropológica sobre las modalidades del trabajo infantil es significativa, el objetivo de este artículo no es abundar sobre el tema.17 Es cierto que de su estudio se desprende que las actividades laborales de los niños —es decir, remuneradas de alguna manera— van de la coerción a la colaboración entre los adultos y los menores de edad (Suremain, 2000). Asimismo, debe señalarse que el control continuo y directo de los primeros sobre los segundos se relaciona de manera estrecha con la cuestión del respeto o el incumplimiento de los Derechos del Niño. Sin embargo, en el oficio de los niños guía se observa un cambio verdadero de paradigma, que no concuerda con la categoría de trabajo infantil de la Organización de las Naciones Unidas. De hecho, el oficio no se reduce a una obligación o ayuda que los menores proporcionan a sus familiares, así como tampoco hay una supervisión continua y directa de los adultos sobre ellos, aunque exista una forma de control esporádica, en el caso de los oficiales que montan a caballo. Más bien, uno de los aspectos más importantes del oficio sería la agentividad —agency—, es decir, la capacidad de acción y decisión relativamente grande que tienen los niños.18Al respecto, cabe señalar que no se trata de defender la postura extremista que comparten algunos seguidores de los estudios sobre la infancia —childhood studies—.19 Me parece obvio que los niños no tienen la posibilidad de actuar sobre su vida cotidiana para cambiarla por completo y tampoco esta agentividad se manifiesta en todos los niveles de la vida. Su actividad se centraría en lo que podría llamarse “práctica patrimonial”, es decir, cuando los niños recrean o se apartan del conocimiento normativo para ofrecer otro conocimiento menos formal y más creativo.
Cabe destacar la importancia de la organización social —que incluye a la familia, la escuela, la Iglesia— en la conformación del oficio de los niños guía. En sus mentes, ser guía es mucho más que desempeñar un simple trabajo ocasional, más o menos anhelado, impuesto o mecánico; se trata de un compromiso verdadero con el entorno y la sociedad. Los niños guía no aparecen por casualidad en el paisaje cultural, tampoco son sólo resultado del desarrollo del turismo o de las privaciones económicas que enfrentan sus padres, sino que expresan la continuidad de la organización social o la reproducción de su entorno y sus familias. De alguna manera, los niños guía hacen eco a lo que ha escrito Maurice Godelier (1984) acerca de la capacidad de los seres humanos para producir historia, apropiarse del medio ambiente y establecer relaciones sociales: “los hombres [los niños] no se contentan [con] vivir en sociedad, producen la sociedad para vivir”.20
Otra dimensión a tratar es que el imaginario de los niños participa en la construcción de un patrimonio peculiar, que tiene algo en común con otros tipos de patrimonio infantil, en particular, el patrimonio alimentario (Suremain y Cohn, 2015). Los niños aprovechan los objetos culturales y naturales para recrear un universo de significados. Su imaginario convierte el mundo en lo que quieren que sea. De alguna manera, el imaginario infantil performativo de los niños se acerca, a su vez, a los conceptos de mitificación de la realidad (Sahlins, 1981) y de invención de la tradición (Hobsbawm y Ranger, 1983). El significante triunfa sobre el significado. En todos los casos, el imaginario actúa como un principio activo que da un sentido a prácticas patrimoniales reales. Gracias a, o mediante la imaginación de los niños, los recorridos y las aventuras encarnan un patrimonio no sólo vivo sino humanizado.21
En continuidad con lo anterior, otra enseñanza de los niños es su capacidad para construir su propio saber o conocimiento. En este sentido, la influencia de internet es inevitable: la mayoría de los menores encuentra la manera de descargar la información y guardarla. Pero no se limita a absorberla y devolverla de manera pasiva, por el contrario, parece que trabaja la información al compartirla con otros niños y luego transmitirla a los visitantes.22 Los niños también se apropian de saberes y conocimientos según las circunstancias de la vida cotidiana, escuchan lo que dice el cura cuando asisten a misa, aprenden de sus familiares cuando ejecutan sus oficios y memorizan la clase del profesor. Llama la atención el hecho de que se trata de saberes y conocimientos que se transforman siempre gracias a nuevas aportaciones, de adultos o de otros niños. Aquí no se aplica por completo el concepto de “entre niños” (Delalande, 2009; Arleo y Delalande, 2009). En lugar de esto, podemos hablar de una constelación de experiencias e intercambios con un entorno amplio del que forman parte internet, la familia, el pueblo o la escuela.
La singularidad del tipo de aprendizaje de los menores permite extender la controversia metodológica hacia “la voz del niño” y la importancia que se le tiene que dar en las investigaciones.23Más allá de la participación del niño en la investigación mediante la recuperación de su voz por parte del investigador, se trata de ponerlo en el centro del proceso de investigación y considerar su amplia gama de modalidades de expresión: gestos, posturas y sonrisas, entre otras, a las cuales debe sumarse el uso del teléfono móvil, que parece ser la extensión no sólo de su cuerpo sino también de sus emociones y su imaginario.24
También he aprendido de los niños guía su sentido agudo para la pedagogía y la didáctica. La manera en que se ponen en el lugar del adulto visitante enseña lo que Élodie Razy (2007) llama la buena distancia, que se define como una actitud tanto física, como social, espacial, simbólica y ontológica hacia los adultos. Consiste en establecer un contacto a la altura del protagonista de la relación, mantener su atención y respetar sus esperanzas. De cierta manera, los niños muestran una gran facultad de observación etnográfica. Modulan su discurso en función de las supuestas expectativas del adulto visitante, analizan su conducta y especulan sobre sus orígenes. Es obvio que la buena distancia no está exenta de humor, incluso de ironía. Aunque no se puede hablar de una relación jocosa —joking relation—, ya que el niño bromea de forma unilateral con el adulto, la burla sigue siendo parte de la relación.
En el México actual resultaría imposible pasar por alto la presencia cada vez más activa de niños que se presentan como guías en los numerosos lugares de importancia turística o patrimonial. Aunque parece evidente que el dinero es un incentivo para desempeñar el oficio, no basta para explicar la forma en la que se lleva a cabo. Esto no agota el imaginario que se revela pero tampoco la manera en que se transmite, tanto hacia los adultos como entre los niños. La forma en la que los niños buscan la “ayudita voluntaria” del visitante no puede ocultar las dinámicas de transmisión, selección y recreación patrimonial de los niños. A pesar de la brevedad relativa de las visitas, el momento compartido con los niños fue muy significativo, inédito, lleno de eventos, sorpresas, relatos, anécdotas, juegos, adivinanzas o bromas que remiten, a su vez, al lugar que se observa, a la experiencia propia de los niños y su vida cotidiana. Dicho de otra manera, las visitas son sumamente diversas, abigarradas, polisémicas y enriquecedoras para llevar a cabo una reflexión crítica sobre los fundamentos del concepto de patrimonio. En particular, permiten cuestionar el fuerte vínculo entre el pasado y el futuro que establece la versión normativa y universalista que la UNESCO tiene sobre el patrimonio. De hecho, la participación de los niños en la apropiación y transmisión del patrimonio no es mecánica ni pasiva. De manera inesperada y a menudo asombrosa, el imaginario y la práctica patrimonial de los niños revelan lo no implícito y lo no dicho del patrimonio de los adultos.
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Notas