SECCIÓN MONOGRÁFICA Territorios indómitos: feminismos y política
Violencias híbridas: una exploración epistemológica por la microfísica de las relaciones de pareja
Hybrid Violence. An epistemological exploration through the microphysics of love relationships
Violencias híbridas: una exploración epistemológica por la microfísica de las relaciones de pareja
Tesis Psicológica, vol. 12, núm. 2, pp. 32-53, 2017
Fundación Universitaria Los Libertadores

Recepción: 03 Mayo 2017
Aprobación: 15 Agosto 2017
Resumen: La denominada “violencia de pareja”, así como las relaciones de poder que la constituyen, ha sido objeto de incontables análisis teóricos e investigaciones empíricas; no obstante, la prolífica existencia de enfoques y modelos de intervención, ha prevalecido un común denominador cuyos conceptos definitorios derivan de una epistemología analítica, descomposicional, lineal, individualista y simplificante. Su ímpetu ha promovido sesgos epistémicos que dejan en la opacidad el carácter complejo, relacional, irreducible e impredecible de los entornos transaccionales en los que germinan la dominación, la confrontación, la resistencia y la sumisión dentro del vínculo íntimo. En este artículo, se propone una reflexión filosófica sobre algunas de las premisas representativas de dicha epistemología clásica, especialmente en lo que concierne a la tan problemática noción de poder; se argumentará en favor de la idea de si el poder es entendido en un sentido relacional-ecosistémico, la violencia puede ser a su vez concebida como un fenómeno que se despliega recursivamente, que involucra múltiples niveles y que exige, para su comprensión, un abordaje interdisciplinario.
Palabras clave: Violencia de pareja, poder, epistemología, recursividad, complejidad.
Abstract: The so-called "Intimate Partner Violence" and the power relations that constitute it has been the subject of countless theoretical analyzes and empirical research. Although there is a massive existence of approaches and intervention models, a common denominator derived from an analytical, decompositional, linear, individualistic and simplifying epistemology has prevailed. The transactional contexts in which domination, confrontation, resistance and submission within the intimate bond germinate, promote epistemic biases that leave in the opacity the complex, relational, irreducible and unpredictable matters. In this article, a philosophical reflection on some of the representative premises of the classical epistemology, especially with regards to the problematic notion of power is proposed; it will be argued in favor of the idea that, if power is understood in a relational-ecosystemic sense, violence can, in turn, be conceived as a phenomenon that unfolds recursively, involving multiple levels and requiring for its understanding, an interdisciplinary approach.
Keywords: intimate partner violence, power, epistemology, recursion, complexity.
Introducción
Resulta innegable que el embate a la denominada “violencia de género” se ha convertido en una de las prioridades de la investigación académica, así como de la práctica psicoterapéutica, de los programas de salud pública y de los proyectos electorales que abanderan primordialmente las candidaturas femeninas. Dicho tema ha adquirido, en los últimos años, una popularización y difusión sin precedentes a nivel mundial.
La violencia de género está intrínsecamente ligada a los roles ocupados en virtud de las expectativas culturales proyectadas hacia el hombre y hacia la mujer; ahora, en el ámbito de la percepción pública sobre esta materia, prevalece un lenguaje ambiguo, y ese es, precisamente, parte del problema. Con frecuencia, la noción de “violencia de género” funciona como una suerte de “comodín” para dar cuenta de prácticas violentas de diferente índole. Por ejemplo, es frecuente que, cuando la gente opina sobre situaciones de violencia intrafamiliar, la subsume a la categoría de “violencia de pareja” y esta pasa a ser concebida como “violencia de género”, que a su vez se la sobreentiende como “violencia del hombre hacia la mujer”. Por supuesto que todas estas nociones no son intercambiables, pero, usar el lenguaje como si lo fueran, contribuye a recrear prejuicios que tarde o temprano, terminarán naturalizándose.
La confusión entre violencia de género y violencia masculina es sintomática en ese sentido, como señala Álvarez Deca (2012), “las políticas oficiales han prejuzgado que el hombre es el perpetrador exclusivo de violencia en la pareja y que la mujer es la receptora pasiva de esa violencia” (p. 7). El investigador comenta que esta clase de pronunciamiento forma parte de un contra-movimiento cada vez más extendido, cuyo estandarte es la denuncia a gritos de los insondables sesgos enquistados en la ingente y lucrativa industria del maltrato sobre las mujeres, la cual es acusada de sumir en la desprotección a otra clase de víctimas (Álvarez Deca, 2009). Añade que, en nombre del legítimo desmontaje de una ideología patriarcal opresora, el feminismo ha sustentado “un complejo andamiaje legal, judicial y mediático que, durante decenios, ha sido el marco de respuesta al fenómeno de la violencia doméstica, rebautizada, para refuerzo de dicho prejuicio, como ‘violencia de género’ o ‘violencia contra las mujeres’” (2012, p. 7).
Si bien el estudio realizado por Álvarez Deca se refiere particularmente a lo que acontece en España, sus señalamientos pueden constituir un observatorio desde el cual mirar con atención este fenómeno en otras latitudes. Entre sus principales argumentos, indica que, por ejemplo, el aparato estadístico que sustenta a las medidas legislativas e informes relativos a su implementación está viciado desde su base sexista, ya que asume precipitadamente que la violencia en la pareja es unidireccional, que solo las mujeres la padecen y que, en el caso de que la violencia sea consumada por la mujer, es meramente defensiva.
El clamor de este autor está asentado en la insostenibilidad empírica que subyace a ese enfoque tradicional, y llega a tal formulación tras revisar alrededor de cuatrocientos estudios científicos basados en los comportamientos de ambos miembros de la pareja con resultados que contradicen los sesgos antes mencionados. Tras ensanchar el campo de reclamos ya existente, se adhiere a una lúcida reflexión de Zeev y. Strauss, quienes sostienen que:
(...) las actuales normas sociales, que condenan rigurosamente la violencia masculina, pero consideran secundaria o inexistente la femenina, constituyen un factor de riesgo para las propias mujeres, ya que muchas de ellas, amparadas en la benevolencia social que trivializa la violencia ejercida por la mujer, tal vez se retienen menos en el ejercicio de una violencia que creen impune o socialmente justificada. Por desgracia, aunque en la mayoría de los casos esas reglas sociales y la norma de caballerosidad sean eficaces para inhibir la violencia masculina, no siempre es así, y la violencia de respuesta masculina puede aumentar de escala. En tales condiciones, (…) la violencia de las mujeres contra sus parejas es un factor de riesgo de victimización para las propias mujeres (Citado en Álvarez-Deca, 2012, p.10).
Johnson (2008), quien es uno de los más destacados investigadores en el área, ha subrayado la necesidad de entender que este fenómeno requiere de diferenciaciones que eviten el abordaje parcializado, para ello, ha introducido una definición de “violencia de pareja” con la cual coincidimos, y que está basada en el concepto de “control coercitivo” ejercido por uno o por ambos miembros en la relación de pareja2 La violencia dirigida hacia el compañero íntimo no es, desde esta perspectiva, un fenómeno unitario, sino que se manifiesta de distintas maneras y en grados variables. Dado que dicho patrón no está necesariamente basado en el género, el constructo propuesto por Johnson constituye una ilustración de cómo tratar el tema tomando parámetros que no reproduzcan los mismos prejuicios que se critican; en su caso, de acuerdo con el tipo e intensidad del control coercitivo ejercido dentro de la relación, Johnson propone que la violencia en la pareja cae en alguno de los siguientes tipos: 1) Terrorismo íntimo; 2) Resistencia violenta; 3) Violencia situacional; 4) Resistencia violenta mutua. Cada uno de estos tipos generales de violencia tienen diferentes causas, diferentes trayectorias de desarrollo y diferentes efectos, por lo cual demandan vías de comprensión e intervención de alta especificidad.
Entonces, habría que reparar en que la violencia en la pareja trasciende, por mucho, las simplificaciones impuestas por las críticas al patriarcado y por los esfuerzos de reducirla a la violencia de género. Inicialmente, hay que considerar -a contracorriente- que los hombres también sufren violencia (González & Fernández de Juan, 2014; Thureau & Le Blanc-Louvry, 2015; Entilli & Cipolletta, 2017), aunque su reconocimiento como tal les resulte frecuentemente menos clara y la denuncia menos asidua por la estigmatización social que tal admisión supone. Asimismo, hay intrincadas formas en las cuales la violencia se despliega dentro de la relación de pareja y del entorno familiar en el cual dicha pareja se encuentra inmersa: violencia perpetrada por los hombres sobre los otros hombres, por las mujeres sobre las otras mujeres, por los mayores sobre los menores y por los menores sobre los mayores, por recordar solo algunas de las infinitas posibilidades. No puede omitirse que las relaciones maltratantes al interior de las familias moldean las relaciones de pareja y a su vez las de la familia.
Dado que, en el campo de las ciencias sociales, hay una prolífica literatura sobre este tópico3, el presente artículo tiene como objetivo principal ocuparse de la dimensión epistemológica del tema (menos revisada y, sin embargo, fundante de las posiciones asumidas en la superficie). Las reflexiones aquí desarrolladas se inscriben en aquellas tendencias que objetan el aplastante reduccionismo que invade el abordaje de la violencia de pareja y que deriva de la prevaleciente epistemología lineal, unidireccional y fragmentante (la cual, no obstante, sus insuficiencias, ha venido funcionando históricamente como soporte de validación de incontables teorías de la violencia). Conceptualizar la denominada “violencia de pareja” desde las premisas de una epistemología semejante, desvirtúa la naturaleza compleja y multilateral de las relaciones de poder entre los seres humanos. Teniendo en cuenta que la violencia emerge en contextos caracterizados por el establecimiento de relaciones asimétricas y que involucra una forma determinada de ejercer el poder, deviene casi menester, mirar dichas nociones con menos inocencia y con cierta dosis de sospecha filosófica. Ahora, haciendo justicia a este objetivo, no debe esperarse encontrar aquí la propuesta de una nueva teoría de la violencia; lo que se ofrece es, más bien, una zambullida por las corrientes profundas e invisibles que subyacen a las muchas teorías existentes al respecto. Es propio de la filosofía el escarbar a través de las capas que se han sedimentado en el nivel subterráneo de las ideas y de las prácticas y que han dejado de problematizarse.
Navegando hacia esos derroteros, este artículo intenta someter a una rigurosa “cirugía epistemológica” algunos de los axiomas de los cuales parte la epistemología analítica, con la cual se piensa, se habla y se trata mayoritariamente la cuestión de la violencia de pareja. Para tal fin, se recurre a algunos destacados planteamientos propuestos por pensadores que han simpatizado con las ideas del pionero científico social Gregory Bateson (1998), cuyas ácidas críticas a la mencionada concepción analítica ocuparán aquí un lugar privilegiado. Si bien sus seguidores y discípulos han transitado por caminos variados, los unifica la crítica batesoniana a esa epistemología que, estando tan enquistada en la cultura occidental, ha mermado la habilidad de afrontar los fenómenos sociales desde perspectivas integradoras, o, como las llamará Bateson, "ecológicas".
Para desgracia de los malogrados adeptos al ecologismo batesoniano, hay que admitir que, desde hace bastante tiempo, reina campante la convicción de que los fenómenos son mejor entendidos cuando se los “descompone” en sus diversas partes; el tema de la violencia de pareja no ha sorteado tal imperativo, y en su estudio se ha seguido metódicamente el esquema “descomposicional” que divide el área de observación en extremos rígidos y polarizados (opresor/oprimido, maltratador/maltratado, agresor/agredido, víctima/ victimario). Tal predominio revela que la violencia es frecuentemente examinada como cuestión que atañe a ciertas características de los individuos (las “partes”), en lugar de focalizar las relaciones dentro de las cuales el acto violento “individual” acontece (“la totalidad”).
¿A qué se debe la hegemonía de esta forma analítico-descomposicional de visualizar los hechos sociales en general y la violencia de pareja en particular? El tema merecería un tratamiento por sí mismo, pero al menos se puede decir brevemente que la disección de un fenómeno en sus distintos “componentes” tiene un rendimiento explicativo innegable: tras dividir las “partes” involucradas, se las ordena según el esquema “Si A, entonces B”, donde A es causa, y B es efecto; tal explicación es considerada lineal o determinista, porque la secuencia no regresa al punto de partida. La fertilidad explicativa que ofrece este modelo epistémico ortodoxo ayuda a entender su cronificación a lo largo de cientos de años, puesto que, dar cuenta de la relación entre una causa y un efecto, es más simple que explicar las enmarañadas relaciones entre factores que funcionan simultáneamente como causas y efectos. Más adelante se expondrá pormenorizadamente este último punto. Lo que primeramente se pretende destacar es que, repensar la violencia de pareja desde una epistemología diferente a la analítico-lineal (determinista, individualista), supone un corte y un cambio penetrante a nivel filosófico, conceptual, procedimental, clínico e institucional.
La provocadora arremetida batesoniana contra las exigencias de “conocer a través de la segmentación” (1979, p. 38) está sustentada en la hipótesis de que los fenómenos interaccionales -como el de la violencia conyugal - no pueden ser comprendidos mediante el estudio de sus componentes por separado, porque exigen un abordaje de su organización, es decir, del conjunto de relaciones en cuyo seno la acción violenta fermenta y sobrevive. En esos términos, la violencia es entendida como algo que no ocurre en soledad, sino que siempre se refiere a otros, o al lugar de uno frente a otros. En tanto fenómeno intersubjetivo, es relacional y se despliega en virtud de una incesante reciprocidad de influjos. Así planteado el asunto, cobra máxima importancia el siguiente discernimiento: qué conecta el modo de comportamiento de un sujeto con el de otro, u otros, lo cual no podría jamás determinarse a partir de los aspectos exclusivamente ligados a lo intrapsíquico-individual, como son los rasgos caracterológicos o de personalidad. La violencia de pareja es entonces observada como resultado de una configuración relacional “poliédrica” ensayada y reiterada irreflexivamente en el seno de los vínculos más íntimos. Desde una visión panorámica, cabe decir que la transición epistemológica cuya trama argumental será expuesta a lo largo de las páginas siguientes invita a una flexibilización de los rigidizados marcos conceptuales que legitiman los modelos de intervención de la violencia, dentro y fuera de la esfera profesional de la salud mental.
Violencia de pareja y relaciones de poder
Como ya se dijo, la violencia de pareja ha sido tratada en conexión directa o semi-directa con la violencia de género; al respecto, se destacan dos perspectivas principales: las psicologizantes y las sociologizantes (Villavicencio & Sebastián, 1999). Ejemplos de las primeras serían la teoría del ciclo de la violencia atravesada por el agresor (en sus tres fases de acumulación tensional, explosión y arrepentimiento) y la teoría de la indefensión aprendida, desde la cual se supone que la víctima adolece de déficits cognitivos, afectivos y motivacionales que le impiden percibir el empobrecido autocontrol del agresor. En la segunda perspectiva -sociologizantes-, han sobresalido la teoría del aprendizaje social o teoría de la transmisión intergeneracional de la violencia (cimentada sobre la idea de que los roles de víctima o victimario se correlacionan con el hecho de haber atestiguado conductas violentas a lo largo de las experiencias tempranas), la teoría de los recursos y la teoría del intercambio (según las cuales la violencia es un medio a disposición de un fin), así como la teoría del estrés, que aboga por la idea de que son los estresores junto con la pobreza de mecanismos de afrontamiento y de factores de protección lo que hunde al individuo o al grupo en situaciones violentas. Bajo el influjo de esta óptica se sitúa también la teoría feminista clásica, que enmarca a la violencia de pareja dentro de las constantes formas de opresión propias del patriarcado4.
Si bien estas perspectivas han representado contribuciones valiosas para la comprensión de la violencia de pareja, han tendido a conferirle mayor peso causal a uno de los aspectos enfatizados (ya sean de índole psicológica o sociológica). En otras palabras, han conservado cierto posicionamiento lineal acerca del problema, por lo cual son insuficientes si se las considera por separado. Como toda violencia interpersonal, la violencia de pareja se engendra en el contexto de relaciones de poder, y dichas relaciones nunca son unilaterales, simples, descendentes, sino -por el contrario- complejas, enredadas, entrecruzadas, híbridas; en otras palabras, resulta sencillamente vano cualquier intento de entender las situaciones violentas como si fuesen homogéneas, monocromáticas y causadas por un factor único y fijo. El mutilante hábito de fragmentar lo múltiple y de simplificar lo complejo nos ha llevado a concebir el poder como aquello que impone -sin más- un vínculo de sumisión personal. Tal apreciación soslaya el hecho de que tanto el poder como sus efectos se desplazan a través de circuitos cambiantes y sofisticadas interconexiones. Sus vericuetos, atajos y laberintos solo devienen asequibles desde un paradigma lo adecuadamente versátil como para abarcar los procesos a través de los cuales se dibujan, se desdibujan y se redibujan simultáneamente relaciones desiguales que se diversifican en los campos transaccionales, y donde la pugna por triunfar no arroja tiranos o derrotados definitivos. De ahí que la noción tradicional de poder unilateral no sirva para analizar relaciones enmadejadas, tales como se dan en el ámbito de una pareja.
Por otra parte, debe ser enfatizado que, aunque violencia y poder no son lo mismo, no puede pensarse la primera sin lo segundo, ya que la violencia se ejerce dentro de un campo de fuerzas en constante movimiento y reacomodamiento. Abandonar una visión esencialista del primero, implica un alejamiento de las explicaciones esencialistas de la segunda. Si el poder es avizorado como un fenómeno relacional, la violencia también tendrá que ser vista como tal, por esa razón, violencia y poder serán tratados aquí de manera inseparable.
En este entramado de teorías y modelos, hay, entonces, una abrumadora circulación de creencias que deberían ser puestas bajo escrutinio epistemológico. A continuación, se enumeran las de mayor relevancia para el tema central de este artículo:
Estas premisas no contribuyen en lo más mínimo a un replanteamiento crítico acerca de cómo se configuran las relaciones de fuerza en esos ámbitos interaccionales, en ese sentido, habría que considerar que, como sostiene Michel Foucault (1977), el poder exige un abordaje en términos de interacción, y no de “algo que algunos detentan y otros padecen” (p. 117). Pensar el poder como “relación” implica considerar un conjunto de características que le son inherentes, tales como su reproducción (quien es receptor del poder también puede querer devenir su transmisor), la dirección (o deseo de influencia que se espera ejercer sobre el Otro), la resistencia (que no deja de ser ella misma un ejercicio de poder invertido), la libertad (de ingeniarse algún ardid, de decidir no desplomarse y esperar con oportunismo alguna vía de escape) y el placer (no solo de dominar, sino de confrontar, de resistir, de obstruir, de dificultar, de escapar, de reproducir, de resignificar, etcétera). Mariflor Aguilar (1998) reúne estos principios bajo el rótulo de “hipótesis de la complicidad” (p. 219): todos los sujetos cooperan sotto voce en el desplazamiento del poder, aunque no sea una experiencia plenamente deliberada o elegida; en todo caso, son cómplices pero que ignoran tal complicidad. Ahora, recalcando que el poder se traslada de manera desigual, pero no irreversible ni inmutable, resulta válido recuperar la afirmación foucaultiana (2003) según la cual “no se puede hacer ni la historia de los reyes ni la historia de los pueblos, sino la historia de lo que constituye uno frente al otro... estos dos términos de los cuales uno nunca es el infinito y el otro el cero” (p. 146).
Un cambio de cosmovisión enfocaría, no los individuos sino las redes de relaciones de poder en las que un mismo sujeto juega de maneras diversas, dinámicas y mutables. Como señala Pilar Calveiro (2005), si en lugar de admitir una demarcación prefijada entre dos bandos bien circunscriptos (unos que “tienen” poder y otros que carecen de él), se visualizan los numerosos posicionamientos intercambiables y móviles, se advertirá que el mismo actor puede pasar alternadamente (e incluso simultáneamente) de usar estrategias de dominio a usar estrategias de confrontación o de resistencia. Así, el mismo actor puede funcionar como sujeto de poder y como sujeto resistente según la relación a que se refiera. Por ejemplo, una mujer puede ocupar una posición subordinada en relación con su pareja y una posición dominante frente a los hijos e incluso sobre sus nueras y sobre otras mujeres del núcleo cercano. Ni siquiera el poder resistente es fijo, ya que, quien lo ejerce, puede ir ganando autonomía y fortalecerse hasta adoptar una postura confrontativa.
Concebida desde tal óptica multidireccional -en reemplazo de la tradicional visión unidireccional-, el registro de las posibles combinaciones en el ejercicio de poder deviene infinito y no predecible de manera concluyente, por ello la clásica suposición de que el hombre somete y la mujer se subordina es completamente rebasada en el plano fáctico. Ciertamente los hombres pueden aliarse para justificar la violencia contra las mujeres, pero también las mujeres pueden organizarse para mitigar el poder de los varones. Objetando a quienes analizan el poder solo macrosistémicamente, Calveiro (2005,) abre un multicolorido abanico de ejemplos acerca de cómo se enredan el dominio, la sumisión, la confrontación, la resistencia y la fuga en las relaciones de poder, mencionando así abundantes casos que desbaratan las recurrentes predicciones basadas en el género: las mujeres pueden competir entre sí apelando a la autoridad de un hombre para zanjar sus conflictos de pareja como resultado de sus escaladas; pueden conformar cadenas de mujeres que pugnan ante un hombre por hacer reconocer su autoridad dentro del territorio familiar y conyugal, dando lugar a una cadena de poder que se establece de mujer a hombre, para recaer como castigo sobre otra mujer. Asimismo, puede darse el caso de que una mujer embista a otras por medio de un hombre con autoridad y ejecutante del castigo (esposo, padre, hermano, hijo, suegro, etcétera); o mujeres que pueden enfrentarse por tratar de ganar mayor influencia sobre un hombre determinado, o que pueden actuar como “representantes” de los intereses del varón de la familia (lo cual reforzará el poder masculino, pero en una cadena de poder que incluye a otras mujeres). Claramente también se pueden encontrar hombres que se apoyan entre sí para sostener el uso de la fuerza en contra de una mujer, hombres que pueden incitar a las mujeres a enfrentarse entre sí, o mujeres que recurren a otras mujeres como “escudo” de protección en contra del poder de los hombres. Como ya se adelantó, un desglose exhaustivo de las potenciales formas de alianzas, triangulaciones y coaliciones susceptibles de agitarse en el seno de las relaciones de pareja no conocería el final, ni serviría de mucho dado el carácter local, único e irrepetible que tales situaciones expresan.
El nudo neurálgico en el que convergen estos casos ejemplares reside en invalidar cualquier esfuerzo por aprehender el poder como algo inmóvil y petrificado. Las trayectorias de las relaciones de poder no siguen senderos trazados en un vacío de compromisos, ni se pueden atender fuera del nicho relacional dentro del cual se incuban. En la multidimensionalidad de un ecosistema interactivo semejante, donde los poderes masculinos y femeninos se articulan de modos muchas veces impensados, resulta sumamente difícil anticipar quién se subordinará a quién, de qué manera, con qué grados, con qué efectos y contraefectos.
Sobre este punto, hay que considerar que, como sostiene Calveiro (2005), el principal mecanismo de movilidad en las cambiantes redes de poder es la inversión de las posiciones de desventaja para sacarles partido y mantener o modificar las asimetrías entre unos y otros, como sucede por ejemplo cuando alguien se ampara en la subordinación para no asumir obligaciones, o cuando se sobreactúa el sufrimiento para generar culpa y acusar, o cuando se convierte la dependencia económica en un yugo que esclaviza. Incluso el enclaustramiento de la mujer en el hogar podría situarla, a todas luces, en una posición frágil hacia afuera, pero poderosa hacia adentro. No obstante, si su celdilla relacional es enfocada exclusivamente desde la perspectiva del macropoder, difícilmente se pueda percibir de cuántas extrañas e ingeniosas maneras la esposa y madre puede resistir, moderar, transformar o reinvertir la dirección seguida por el poder. Asumir que carece de poder porque es excluida de “lo público” conlleva un juicio devaluatorio y despectivo acerca de “lo privado”. Un mapeo de las zonas en las que operan los micropoderes iluminaría las creativas artimañas frecuentemente implementadas para hacerse imprescindible en lo doméstico, sobre todo teniendo en cuenta seriamente que las formas de resistencia más perdurables en el tiempo son aquellas que, por ser invisibles, no incrementan la violencia reactiva.
Por otra parte, la percepción de que la violencia en las parejas no se limita a motivos únicamente de género, abona a la posibilidad de comprender mejor que los poderes ejercidos por la pluralidad de participantes y contextos se retroalimentan, se cruzan, se enredan, se anudan. No se trata meramente de la coexistencia de las violencias “en paralelo”, sino de su mutuo reforzamiento: las violencias se potencian unas a otras, y también se inhiben o se frenan unas a otras, por ejemplo: la violencia de un adulto sobre otro adulto podría alimentar situaciones paradójicas sobre otros actores indirectamente involucrados, como sería el caso de un hijo que le pega al padre para que le deje de pegar a la madre; o podría darse el caso de que la conducta violenta de un adulto hacia un niño tuviese como objetivo impedir una violencia mayor de parte de otro adulto. Imaginemos un papá que amenaza e insulta a su hijo para que recoja velozmente el vaso de leche derramada e impida así la paliza de la madre. En un orden similar, podría acontecer, por ejemplo, que el maltrato vivido por la madre de parte del padre justifique y la des-responsabilice de la violencia que esta ejerce sobre sus hijos: en tal caso sería precisamente su rol de “víctima, abnegada y mártir”, la que la llevaría a ser compadecida y perdonada por quienes son los receptores de su propia violencia. Asoma, en ese tipo de casos, una victimización que, al resignificar la violencia, la redefine en un sentido opuesto: en este último ejemplo, la violencia del padre hacia la madre hace ver como no-violencia los golpes de esta a los hijos, práctica además ratificada por la creencia normalizadora de que “se castiga para corregir”. En su rol materno la mujer puede llegar a fungir como agente de la violencia ligada al ejercicio del poder, pero también como intermediaria o reproductora del poder violento del padre. Una vez adultos, sus hijos podrán desplazar la violencia hacia sus mujeres y sus niños, aunque el mismo hombre que maltrata a su esposa muy probablemente temerá y se replegará ante su madre (Calveiro, 2005).
Siguiendo la tesis foucaultiana (1992) según la cual el poder no se despliega sin oposiciones, la pregunta clave ya no reside tanto en determinar quién domina a quién, sino de qué forma, en una determinada relación, el poder avanza y retrocede, se ve constreñido a desviarse, a mutar, a demorarse, a acelerarse, a volverse errático o contradictorio. Evidentemente hay ideas de sentido común que podrían inducir a observaciones engañosas, dando la falsa imagen de una ausencia total de contrafuerza (como lo es, por ejemplo, la asunción de que, cuando alguien se calla, lo hace inexorablemente como acto de sumisión). Asumir a secas, que el silencio es un neutralizador de la violencia y que quien lo practica lo hace siempre desde una posición de subordinación o sometimiento, es una creencia peligrosa. Una autocrítica epistemológica debería abrir, sin titubeos, un signo de interrogación acerca de las razones por las cuales la logo-céntrica cultura occidental ha prestado especial atención a la violencia de las palabras y ha subestimado la violencia del silencio. Hay que hacer hincapié en que, en el mundo de la comunicación, la nada es creadora. Como dice Bateson (1979): “la carta que no escribes, las disculpas que no ofreces, el alimento que no le dejas en el plato al gato, la invitación que no te llega: todos ellos pueden ser mensajes suficientes y efectivos” (p. 46). El silencio, que bien podría ser una expresión de impotencia o inferioridad, también puede ser utilizado, efectivamente, como estrategia de resistencia frente a un poder que en ese momento no puede ser confrontado (aunque no impide un monitoreo sigiloso acerca del modus operandis del perpetrador). El “hablar sin decir” puede tener tanto impulso como la palabra, de la misma forma que una omisión puede torcer una decisión tanto o más que una acción.
Las redes de poder son tan complejas que pueden tener, incluso, la capacidad de reconstituirse cuando ya parecen desarticuladas. Aquello que precisamente cuestionaba las relaciones de poder vigentes, puede pasar a sostenerlas. Al dar cuenta de los embrollados mecanismos de reatrapamiento que dichas redes despliegan, Calveiro (2005) menciona dos ejemplos nítidos de cómo, la misma condición que en un momento permite dominar, en otro momento condiciona a ser dominado. El primer caso que menciona tiene que ver con el empleo remunerado de las mujeres trabajadoras de la clase media, el cual, de ser una oportunidad de independencia económica que las liberaba de otras ataduras, terminó convirtiéndose en doble carga laboral y doméstica. Tal escenario muestra una re-funcionalización de las relaciones de dependencia y dominio, precisamente cuando la intención era su debilitamiento. Otro caso emblemático de tal reatrapamiento en las relaciones de poder se encuentra en el hecho de que, al adjudicarse el hombre un rol de proveedor, hace valer su poder y respetabilidad en dicha condición, pero, al mismo tiempo, queda “fijado” con ese rol a la estructura de la pareja y de la familia, abriendo el espacio para su posterior “desecho” en la vejez. Dicho en otras palabras, el poder como acción tiene un comportamiento tan poco lineal que, la misma condición que lo construye en un contexto, lo destruye en otro contexto. En consecuencia, su abordaje mediante el análisis de un pequeño fragmento -el episodio violentono puede dar cuenta de su irregular despliegue a lo largo del tiempo.
Violencia y recursividad desde la epistemología relacional
A la luz de lo que se viene señalando, parece un desatino seguir pensando ontológicamente en el poder como si se tratara de una cosa o entidad que preexiste a una relación. Bateson (1979) abogaba por una “des-cosificación” de muchas de las supuestas entidades que pueblan las ciencias humanas y la idea del poder estaba entre ellas. Proclamaba que, cuando se reifica lo abstracto, se “confunde el mapa con el territorio” (p. 30), es decir, se mezclan desacertadamente el plano de las acciones y el plano de los significados que le damos a dichas acciones. La idea de poder es un recurso explicativo, y olvidar su estatus de “construcción” nos puede arrojar a lo que Whitehead (1949) llamaba “falacia de concreción injustificada” (el error de asignar carácter concreto o material a aquello que no lo tiene). Desde una conceptualización no reificante, podríamos decir que la relación de poder es un modo de acción que se ejerce, no sobre otros, sino sobre sus acciones; una acción sobre otra acción ya existente, o que puede surgir en el presente o en el futuro. Referirse al poder, al influjo, al control, es referirse a algo que se mueve dentro de una relación, por consiguiente, donde se engendra una transacción social aflora necesariamente un ejercicio de mutuas influencias y expectativas condicionadas por los roles que sus participantes desempeñan dentro de ella (Hernández-Córdoba, 2007).
De hecho, en la teoría comunicacional de Watzlawick, Beavin y Jackson (1965), el primer principio al que los autores aluden es justamente que entre los seres humanos no es posible no influirnos. Toda conducta tiene valor de mensaje, ya que es susceptible de ser interpretada (incluso la negativa a comunicarse comunica, la “no-respuesta” es una respuesta). Pero esa influencia intrínseca a las relaciones sociales está lejos de poder ser aprehendida si se la pretende captar desde una perspectiva que busca obstinadamente “la” causa en “el” “individuo” (en su disfunción, en su psicopatología, en su desorden, en su síndrome, en su enfermedad mental). Decir, por ejemplo, que “A maltrata a B porque es maltratador” es una pseudoexplicación, o como la llamaría Bateson (1979), una “explicación dormitiva” (p. 85): aquello a lo que se denomina “maltrato” no es algo que se observa, sino una abstracción (en el nivel de las ideas) usada para empacar un conjunto de signos: conducta intencional, que daña, que es injusta, etcétera. Sin embargo, si para determinar que alguien es maltratador, se requiere tomar como evidencia precisamente los mismos signos que constituyeron el constructo, se desencadenaría un círculo vicioso (es maltratador porque cumple con los síntomas, y, el cumplir con los síntomas, es evidencia de que es un maltratador).
Igualmente, decir que alguien “tiene” poder, quizás representa una feliz descripción del mundo de los objetos materiales, pero pretender una descripción análoga para el mundo social es visto por Bateson como un flagrante equívoco. Entendida de manera clásica, la idea del poder configura una metáfora física acorde con un modelo de “bola de billar”, donde la causalidad es lineal y las fuerzas actúan unidireccionalmente sobre las cosas. Si también se describen así las conductas sociales debería decirse, por ejemplo, que “el violento actúa sobre el violentado”, “el agresivo actúa sobre el agredido”, “el controlador actúa sobre el controlado”, “el dominante actúa sobre el dominado”.
Sin embargo, como lo establece rotundamente Bateson en Espíritu y Naturaleza (1979), la descripción de la conducta de lo vivo no puede realizarse como si este se comportara igual que las bolas de billar, porque en él no solo son importantes el poder (potencia), la fuerza y la energía, sino también la información y la relación que enmarca su acción. Teniendo en cuenta el altísimo precio pagado por las ciencias humanas a raíz de confundir ambos tipos de descripciones, Bateson insiste en la imperiosa necesidad de mantener una diferencia sustancial entre la descripción del mundo material y la descripción del mundo comunicacional, es así como ofrece el trillado ejemplo sobre el contraste entre patear una piedra y patear a un perro. Lynn Hoffman (1992) lo expone en estos términos: si un hombre patea una piedra, la energía transmitida por el puntapié hará que la piedra recorra cierta distancia, lo cual puede predecirse por el peso de la piedra, la fuerza del puntapié, etcétera. Pero si ese hombre patea a un perro, la reacción del perro no sólo obedece a la energía del hombre, ya que el perro tiene su propia fuente de energía, y el resultado es impredecible. Lo transmitido en el acto de patear al perro es información acerca de una relación. De ella depende la respuesta del perro y su interpretación del puntapié hará que se encoja, que huya, que trate de morder al hombre o que tenga otra respuesta inusitada. Ahora, el comportamiento del perro a su vez se vuelve noticia relacional para el hombre, que puede modificar su propio comportamiento ulterior. Por ejemplo, si el hombre resulta mordido, podrá pensarlo dos veces antes de volver a pegarle a ese perro en particular. La capacidad de conferir un sentido a las acciones modela ineludiblemente las interacciones.
Hoffman (1992) arguye que la puntualización batesoniana exige una sustitución del lenguajecosa por un lenguaje-recursivo: según el lenguajecosa, habría un segmento bien marcado (hombre) que patea a otro segmento bien marcado (perro). La descripción que obtenemos es esta progresión lineal: A, utilizando B, actuó sobre C, para efectuar D. En cambio, en un lenguaje recursivo, todos los elementos de un determinado proceso avanzan juntos. Se podría decir que la conducta del hombre moldea la del perro que moldea la del hombre (o al revés). La pauta que conecta y organiza la conducta del ser humano con la conducta del perro no tiene un comienzo fijo o un final fijo, porque es circular: se han influido uno a otro. El observador hace un recorte en un segmento y le llama “inicio”, y luego hace otro recorte en otro segmento y le llama “final”, pero ese inicio y final forman parte de una secuencia más amplia que no es lineal (aunque sus segmentos sí lo sean).
Ahora volvamos al tema puntual que nos ocupa: la violencia de pareja. Tomemos por un momento el famoso ejemplo que Watzlawick (1965) pone de cómo en una reyerta conyugal los miembros de la pareja pueden -sin advertirlo- ordenar de diferentes formas una misma secuencia de acciones simples: en su particular forma de descripción del “problema”, uno de ellos podría afirmar: “Yo me alejo porque tú te enojas”, mientras que el otro podría ver lo sucedido exactamente al revés: “Yo me enojo porque tú te aíslas”. Aunque las descripciones están, en un nivel, invertidas, ambas son lineales, unidireccionales, en el sentido de que asumen que el comportamiento de cada uno es una respuesta al estímulo previo del comportamiento del otro; es decir, asumen que lo que uno ve como conducta-“causa” está desconectada de la conducta- “efecto”. En dichas descripciones, uno ve lo que el otro hace (“causa”), pero no ve cómo sus propias acciones (“efecto”) moldean la reacción del otro; en otros términos, no perciben que, dada la interinfluencia entre ellos, “la causa es efecto y el efecto es causa”). Considerar que sus comportamientos son respuestas a las acciones del otro, pero no tomar en cuenta que sus propias conductas influyen y condicionan la conducta previa del otro, genera una incongruencia comunicacional que desemboca en una infinita cadena de “alejamiento” y “enojo” (aunque sus participantes la describan como unidirigida).
Si por el contrario, conectaran la conducta del otro con la de ellos mismos, dejarían de ordenar las secuencias de acciones de manera exclusivamente lineal, porque la conducta de ambos quedaría enlazada de esta forma: “él se aísla porque ella se enoja porque él se aísla”; o podríamos “cortar la tajada” en otra parte del redondeado pastel: “ella se enoja porque él se aísla porque ella se enoja”. Esta manera de puntuar es nolineal, en el sentido de que la distinción entre causa-efecto ya no es dicotómica: la causa es a su vez efecto y el efecto es a su vez causa. Si el observador combina conjuntamente ambas descripciones podrá discernir una pauta que las conecte, presuponiendo que la pauta que organiza la descripción de A interactúa con la pauta que organiza la descripción de B, creando así una pauta híbrida al estilo del muaré. El muaré alude al fenómeno que ocurre cuando se superponen dos o más tramas de diferente tonalidad o textura, y emerge un tono o textura que no es exactamente ninguna de las utilizadas, pero que no podría lograrse sin la superposición, tal como acontece en el efecto tornasol -causado por los reflejos o visos cambiantes de la luz que incide sobre la tela-, o en la producción de pulsos rítmicos, que combina dos sonidos de distinta frecuencia.
En dichos casos queda de manifiesto que dos pautas combinadas pueden generar una pauta diferente, tal como ocurre en la relación de pareja. Mientras que la descripción de cada participante está recortada, la descripción combinada da una vislumbre de la relación total. Bateson compara tal doble descripción con la visión binocular:
Es correcto (y constituye un gran avance) comenzar a pensar en los dos bandos que participan en la interacción como dos ojos, cada uno de los cuales da una visión monocular de lo que acontece, y juntos dan una visión binocular en profundidad. Esta doble visión es la relación (1979, p. 119. Énfasis añadido).
En el ejemplo del sistema interaccional constituido por “Ella se enoja, yo me alejo- Él se aleja, yo me enojo”, la visión binocular vería lo que dicho autor denomina una “relación complementaria”, es decir, una relación de opuestos interdependientes, como lo son derecha/izquierda, arriba/ abajo. Esto implica que, en el caso citado, ni el enojo ni el alejamiento tienen un despliegue autónomo, sino que están inducidos y realimentados uno por el otro.
Bateson (1979) advierte que ni siquiera en una situación de “aprendizaje” hay una influencia unilateral: el que enseña influye al que aprende, pero que el aprendiz aprenda (o no) modela a su vez la conducta del que enseña. En un lenguaje más cuidadoso se lo podría definir como un proceso de “co-aprendizaje” o “coevolución”, lo cual implicaría un cambio recíproco entre quienes participan. Estrictamente hablando, tal ordenamiento no constituye exactamente una “circularidad” sino una “recursión”. La diferencia entre circularidad y recursión queda bien establecida por el biólogo chileno Humberto Maturana (1995): hay una recursión cuando el observador percibe que la reaplicación de una operación acontece como efecto de su aplicación previa . En cambio, hay una repetición cuando un observador considera que una determinada operación es realizada de nuevo pero independientemente de las consecuencias de su realización anterior; dicho de otra manera: tanto en la recursión como en la repetición hay recurrencia, pero ambas difieren en su manera de asociarse con otros procesos. Así, frente a una mera repetición, el observador verá que todo permanece igual, mientras que, ante una recursión, percibirá un dominio de fenómenos nuevo (Ruiz, 1996). Maturana marca el contraste con el siguiente ejemplo:
Si las ruedas de un carro giran patinando, el carro no se mueve, se mantiene en el mismo lugar, y el observador ve el giro de las ruedas como repetitivo. Sin embargo, si las ruedas de un carro giran de tal manera que su punto de contacto con el suelo cambia, y en cada nuevo giro las ruedas empiezan de una posición diferente que la anterior como resultado de tal cambio, el observador ve un nuevo fenómeno, el movimiento del carro, y considera el girar de las ruedas como recursivo (p. 153. Énfasis añadido).
La “recursividad” implica, entonces, volver a recorrer el camino desde el final otra vez hacia el inicio (interacción retroactiva). Lo definitorio en ella es que las consecuencias, efectos o productos se convierten ellos mismos en causas, componentes o condiciones que actúan de nuevo sobre aquello que los produjo: los productos finales son imprescindibles para la creación de los iniciales. Partiendo de lo que ya se sostuvo acerca de que, en las interacciones sociales, los seres humanos no pueden no-influirse, es factible afirmar que las creencias y experiencias que de ellas resultan hacen algo más que prolongarse o extenderse en un tiempo lineal y progresivo. Hay, en el acontecer recursivo, un volver sobre sí y luego un “salir hacia delante”. Una de las formas en las que se ha representado este cambio recursivo, típico de los sistemas complejos, es como bucle o espiral ascendente, que incluye a la vez el movimiento circular y el ascensional, traslativo o progresivo. La imagen del círculo no es la mejor para hablar de la recursión porque no nos estamos refiriendo a un retorno al momento inicial en el tiempo. Como lo muestra el espiral, cada vuelta marca un momento diferente, aunque en lo que respecta a la pauta de organización no sea más que un reciclaje; se trata de un mismo comienzo y, a la vez, un comienzo diferente.
Para dar cuenta de esta extraña cualidad de “auto-envolvimiento” de los cambios recursivos, se apela frecuentemente a la metáfora de la mítica serpiente que se devora a sí misma (Uróboro). Cada vez que se traga su propia cola, se crea un orden recursivo distinto al anterior, que implica un tiempo diferente (una historicidad), y que está a su vez enlazado con el que le antecede y el que le sucede. Cambia a la vez que sigue igual, como esas trifulcas de pareja cuyo patrón se repite, aunque sucedan en momentos, escenarios y circunstancias distintas. Conjeturar que el tamaño de la serpiente aumenta o que su tamaño disminuye implica detener su movimiento y seleccionar un pequeño fragmento de la pauta total que recorre; es decir, a la pregunta de qué causa a qué (la cabeza a la cola o la cola a la cabeza) la respuesta remite a qué hace quien la observa: en dónde asienta el bisturí epistemológico con el que cortará la porción a estudiar. Desde esta perspectiva, la pregunta por dónde empieza y dónde termina tiene escaso rendimiento, como lo tendría preguntarse, respecto a la pauta “enojo-alejamiento” del ejemplo anterior, cuál es la causa y cuál es el efecto. La performance de tal patrón interactivo es comparable a la conducta del uróboro, el espiral, el bucle o el carro que se desplaza: todos ellos repiten, sin saberlo, el mismo movimiento a lo largo del cambio temporal.
Pues bien, estas consideraciones valen también para entender las relaciones de poder y de violencia en las interacciones de las parejas en conflicto. Los seres humanos participan incesantemente en procesos recursivos que no explicitan, y a los cuales tampoco advierten, ya que las explicaciones que dan de su propia conducta y de la ajena apelan a una lógica lineal que no sirve para discernir los enlaces entre lo que hacen las partes de la relación. En cada impasse, pueden fácilmente repetir la “danza destructiva” que entre ambos ejecutan, y que en no pocas ocasiones podría ser la “danza mortal”. Piénsese en el siguiente ejemplo prototípico, que tiene como foco las crisis motivadas por celos. Es sabido que la celotipia es generalmente tratada como una cuestión caracterológica del individuo celoso, en tal sentido, la conducta del celoso es descrita como desconectada de la conducta del celado, lo cual permite describir tal problema de manera “lineal”. Sin embargo, la reconstrucción combinada de los fragmentos de acciones simples que la pareja relata puede ir mostrando algo más que una mera secuencia de hechos no-enlazados. Si partimos de la idea de que los celos persistentes en una díada son parte de un patrón interaccional en el que participan al menos dos miembros, el meollo de atención ya no es exclusivamente el individuo sino la relación. Detengámonos en la siguiente explicación proporcionada por Scheinkman y Werneck (2010):
La experiencia de los celos por lo general surge sin aviso en un momento específico, cuando una de las dos personas se comporta de una manera que activa en la otra el miedo a la traición. Para manejar la ansiedad que esto genera, el miembro celoso puede volverse hosco, inquisidor o agresivo. Estas conductas a menudo tienen un efecto contraproducente, en la medida que activan un retraimiento o una actitud desafiante en el otro(a). El retraimiento genera aún más sospechas en la persona celosa, cuyos esfuerzos por averiguar más a su vez generan actitudes más evasivas. Se pone en marcha un patrón perseguidorperseguido. En situaciones en las cuales el miembro celoso se vuelve hosco y el otro se distancia, sus acciones y reacciones a menudo conducen a un patrón de distanciamiento mutuo. Sea cual sea la coreografía, a lo largo del tiempo los individuos se polarizan: la persona celosa adopta una actitud de vigilancia y desconfianza, y la persona vigilada adopta actitudes de reserva y resentimiento. La escalada promueve frustración, desesperación e incluso violencia (pp. 488-489. Énfasis añadido).
Al margen de la plausibilidad que se le conceda a tal explicación, entre otras posibles, es visible que el despliegue de acciones coordinadas en esa relación se hace inteligible recién cuando se los observa “danzar” “danzar”. Y este es el punto más relevante aquí, y sobre el cual Bateson insiste: en el caso de los sistemas vivos, no es posible asignar solo a una parte una influencia causal ante otra, o establecer marcadores lineales. Mientras que las descripciones newtonianas clasifican una pieza según atributos y características intrínsecas a ella, las descripciones recursivas definen una pieza en términos de su relación con otras piezas (Hoffman, 1992, p. 19). Plegándose a esta enunciación batesoniana, Marcelo Ceberio (2002) afirma: “la explicación causal lineal, no es ni más ni menos que el recorte de una secuencia parcial de la compleja recursión del problema” (p. 12), lo cual significa que, cuando ponemos bajo el microscopio del relato un pequeñísimo fragmento, como podría ser un episodio del cual no se tiene en cuenta la trama mayor, estamos queriendo “tapar el sol con un dedo”.
Qué exigencias afloran a partir de tales apreciaciones? Para empezar, tendríamos que aceptar que si el poder no es una posesión, ni es unidireccional, entonces la idea de que en una relación, uno de los miembros puede dirigir sin ser dirigido, o moldear sin ser moldeado, es llanamente falsa. Por el contrario, quienes conforman una red de relaciones (como la pareja y su entorno) actúan y reaccionan unos sobre otros de maneras que muchas veces alteran drásticamente todo pronóstico, porque cada acción y reacción cambia continuamente a los cambiados; es decir, el sistema relacional que ellos han constituido persistentemente modifica a los que lo modifican.
En definitiva, para Bateson (1998), la metáfora del poder -entendido según una epistemología reduccionista- viola una intuición sistémica básica según la cual la parte no puede modificar al todo sin ser ella misma modificada: lo que un individuo hace, modifica a la relación, que a su vez modifica lo que el individuo hace. Por la relevancia crucial que las relaciones, conexiones e interacciones adquieren en un contexto social, Bateson (1998) considera que es la metáfora ecológica, y no la metáfora del poder, la que resulta más adecuada para entender lo que sucede en las experiencias humanas; esto significa que, la forma en la cual se organiza una relación de pareja, se asemeja mucho más a un ecosistema que a un juego de billar. En un ecosistema, todo estado actual requiere de una combinación de factores que le confieren viabilidad. En el caso de la violencia de pareja, diremos entonces que, al observar ese hábitat dentro del cual la pareja combate, veremos mucho más que dos individuos batiéndose a duelo; cuando se amplía la escala de observación, se puede “ver” que una conducta simple en realidad es parte de una secuencia; y si se amplía aún más la escala, se puede descubrir que lo que se creía que era una secuencia es, en verdad, parte de una coreografía (interacciones coordinadas). Y si se aumenta nuevamente la escala observacional se terminará descubriendo que la coreografía es parte de una coreografía mayor, una coreografía formada por coreografías menores, en la que participan otros actores, como podrían ser los hijos o las familias políticas.
De la apropiación de un enfoque coreográfico se deriva una categórica pérdida de interés por la disyunción entre individuo y relación, ya que ni los individuos actúan fuera de relaciones, ni las relaciones existen en abstracto, sino encarnadas en los individuos. En otras palabras, el todo (relación) está en la parte (individuo) y la parte (individuo) está en el todo (relación), pero ni la parte es el todo ni el todo es la parte (Edgar Morin (1994) bautiza como hologramático a dicho principio). Por ello los enfoques reduccionistas del poder y la violencia -que ven únicamente individuos o únicamente relaciones- resultan tan deficitarios. Hall (1977) sostiene: “Al interactuar, la gente se mueve de consuno en una especie de baile, pero no se percata de este movimiento sincrónico y lo practica sin música ni orquesta consciente” (Citado por Keeney, 1987, p. 146). Esto es, los miembros de una pareja arman, ensayan y reproducen tácitamente coreografías interaccionales que pudieran ser auténticos laberintos relacionales e incluir a una elongada red de participantes (Christiansen, 2012, 2013; Bronfenbrenner, 1979).
Discernir los sistemas coreográficos que conectan las acciones de las personas no es, por supuesto, una tarea sencilla, ya que exige una observación activa de múltiples niveles al mismo tiempo, de la misma manera que el director de una orquesta sinfónica atenderá a veces a las ejecuciones de instrumentos individuales, otras veces a las diversas maneras de relacionarse las múltiples pautas de armonía y cacofonía, y otras, a la música que surge del conjunto íntegro (Keeney 1987, p. 143).
La perspectiva coreográfica está ligada a la ecológica, la cual permite discriminar más precisamente entre los sistemas en equilibrio (o en clímax ecológico) y aquellos que no lo están. Keeney (1987) advierte que cualquier ecología -incluso las relacionales- se vuelve tóxica si alguna de sus “partes” excede un determinado valor óptimo. La situación de las parejas en situación de violencia no es ajena a tal riesgo, ya que, en esos casos, el conflicto se ha vuelto la norma, y no la excepción. el mismo investigador (1987) propone el siguiente ejemplo:
Las secuencias redundantes de peleas conyugales pueden sugerir patología; desde luego, esta no es sino una manera formal de enunciar lo que nos dice el sentido común. Una pelea conyugal no es en sí misma una pauta patológica, pero si en un matrimonio no hay otra cosa que peleas, el asunto cambia (p. 147).
El no percatarse de que algo es mucho más que un evento “aislado” no sólo podría generar una grave miopía teórica sino también cambios interaccionales rápidamente evanescentes. Es bien sabido que el hecho de que alguien haga algo distinto dentro de una sofisticada coreografía no arruina ni cancela dicha coreografía. La inercia de lo tantas veces repetido lo llevará rápidamente a coordinar sus ejecuciones nuevamente con el resto de los participantes. La profundidad y perennidad del cambio depende, considerablemente, de qué tanto se sacudan los cimientos o las bases de una coreografía (que está muy lejos de involucrar a una sola persona).
Conclusión
La adopción de una perspectiva interaccional e integradora, representada aquí por las metáforas ecológica y coreográfica, disipa, por un lado, el descontento batesoniano respecto a la cosificación aventurada y peligrosa de la idea de poder y la constelación de entidades que se le adosan, principalmente la de la violencia. El cuestionamiento epistemológico de posturas esencializadoras, sustantivizantes e individualizantes es condición de posibilidad de la apertura hacia una comprensión alternativa del fenómeno de la violencia de pareja (basada, como ya se expuso, en el trazado de las conexiones que enlazan las conductas humanas, siempre en permanente reconfiguración). Tal como se vislumbró a través del prisma foucaultiano y de las apreciaciones introducidas por Calveiro, la reconfiguración de las relaciones sociales no puede entenderse al margen de los juegos de poder que la subyacen, y en dichos juegos avizoramos incontables combinaciones posibles y mutables entre el dominio, la sumisión, la confrontación y la resistencia. Desentrañar las insospechadas e inexploradas formas bajo las cuales pueden devenir violencias híbridas en el núcleo transaccional de una pareja, impone la necesidad de ir más allá de la observación de acciones simples y descoyuntadas; pues, como se dijo antes, lo lineal es parte de lo recursivo. Puntualmente, hay aún algunas implicaciones que se derivan de estos planteamientos epistémicos y que merecen ser destacadas.
Debe señalarse que el cambio epistemológico aquí planteado instala un compromiso ético de co-rresponsabilización en las situaciones de violencia. En la medida en que el poder deviene algo circulante, todos los involucrados son activos (lo cual no significa que todos compartan el mismo tipo y grado de responsabilidad). Como lo señala Calveiro, el poder es algo que, si bien nadie lo monopoliza, tampoco nadie le escapa. Tanto la de-sresponsabilización personal (tomar a la conducta del Otro como causa única), o la inversa, la auto-rresponsabilización personal (tomar a la propia conducta como causa única) fragmentan la organización de la ecología relacional que la pareja ha construido y perpetuado. De allí, la capital necesidad de abandonar ambas posturas simplificantes en defensa de una epistemología orientada a la desculpabilización y la corresponsabilidad.
Ser capaces de reconocer que las relaciones de poder y de violencia no abarcan a una sola clase de actores sino a múltiples, y que las almidonadas asimetrías que entre ellos se establecen no son naturales ni inevitables, puede facilitar un abordaje de la violencia que deconstruya los sesgos analíticos en vez de reproducirlos y vigorizarlos. La rigidez epistémica es el peor enemigo del cambio, ya que fosiliza modos únicos de explicar y de actuar. Como advierten Cecchin, Lane y Ray (2002), “una lealtad excesiva a una idea específica hace que la persona no sea responsable de las consecuencias morales inherentes a ella. Si sobreviene un desastre, el responsable no será el individuo, sino la Idea que ha comandado la acción” (p. 26). Actuar bajo premisas no reflexionadas condena a cualquier sujeto a repetir su epistemología ciegamente, aun cuando ya no le sea útil ni preferible. Lo mismo puede decirse de los efectos brutales de tal corsé epistemológico sobre una pareja, pero también de quien observa su danza y la explica profesionalmente.
En consecuencia, la probabilidad real de trascender la insuficiente lógica lineal desde la cual se conceptualiza la experiencia social de la violencia de pareja depende, en gran medida, de crear una sensibilidad recursiva-relacional que recorra transversalmente el campo teórico y la concomitante praxis clínica e institucional. En parte, los modelos de tipo ecológicos, integrativos y multidimensionales (Dutton, 1985; Christiasen, 2012, 2013; Heise, 1998; Olivares Ferreto & Inchaustegui Romero, 2011, Moral & López, 2012, entre otros) ya han comenzado a arar el terreno sobre el cual construir futuros marcos explicativos de corte interdisciplinario, pero será un proceso lento cuyo grado de avance no guarda proporción con el sentido de urgencia que se tiene sobre el problema.
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Notas
Información adicional
Cómo citar este artículo: Christiansen, M. L. (2017). Violencias híbridas: Una exploración epistemológica por la microfísica de las relaciones de pareja. Revista Tesis Psicológica, 12(2), 32-53.