REFLEXIONES EPISTEMOLÓGICAS
Sanación por disolución: emergencia de la identidad*
Recovery by dissolution: surfacing of the Self
Sanación por disolución: emergencia de la identidad*
Tésis Psicológica, vol. 17, núm. 1, pp. 230-247, 2022
Fundación Universitaria Los Libertadores
Recepción: 05 Marzo 2020
Recibido del documento revisado: 10 Marzo 2020
Aprobación: 01 Junio 2021
RESUMEN: Antecedentes: Psicólogos como Assagioli, Dabrowski y Wilber coinciden en que un proceso de disolución psíquica puede darse como una primera etapa orientada a la reorganización de la personalidad. En tales casos, la falsa e inefectiva identidad que hasta el momento regía la conducta del individuo choca violentamente con la ‘nueva’ identidad -self- que lucha por emerger a un estado consciente. Objetivo: El presente artículo analiza paso a paso el desarrollo de este proceso y expone las posibles opciones, conflictos y soluciones que el paciente habrá de trabajar con el fin de llevar el proceso a buen puerto. Aquello que aquí se propone es un recorrido descriptivo guiado por planteamientos tomados de la psicología integral, humanista y relacional, acentuando el punto de vista vivenciado por el paciente, al tiempo que se advierten posibles escollos en el camino de este último y se ofrecen vías para superar cada uno de ellos de modo gradual, pautado. Conclusiones: En los procesos de neurosis como el planteado en este artículo el individuo no ha de impedir un primer momento de descomposición de la personalidad sino, contrariamente, desde él -por vía regresiva- trabajar junto al terapeuta en la emergencia de lo que Winnicott denomina verdadera identidad; afianzada esta, se posibilitará un crecimiento integral del sujeto en relación consigo mismo y con su entorno.
Palabras clave: Psicología, neurosis, psicología humanista, psicología integral, psicoanálisis, psicoanálisis relacional, self, falso self.
ABSTRACT: Premises: Psychologists such as Dabrowski, Wilber, Assagioli, consider that a dissociative disorder of the personality -neurosis- comes in relation with a need of reorganization of the identity. Through this symbolic death and rebirth, the individual has the possibility to reach a deeper level of self-knowledge. Aim: This paper analyses this process and presents a detailed route of the recovery process. The identity that previously governed the individual behaviour -false self- breaks it down and its place is occupied by the renewed identity -self-. Along this paper, we present a descriptive course guided by notions taken from Humanistic, Integral and Relational psychology. We pay attention to the conflict considered from the patient point of view. We also stratify the process of the patient in different phases, each one of them can be overcome according to specific premises. Conclusions: throughout the neurotic process, the individual must not prevent, at least in a first phase, the dissolution of the personality. On the contrary, it is essential to allow the surfacing of the neurosis process in order to make possible the development of the self -in Winnicott words-. Once consolidated this operation, it will be possible to reach the integral growth of the individual in relation with himself and with his environment.
Keywords: Psychology, neurosis, humanistic psychology, integral psychology, psychoanalysis, relational psychoanalysis, self, false self.
Introducción
El fenómeno que en las siguientes páginas se presenta puede comprenderse como un prototípico modelo de recuperación de un trastorno de base neurótica. A partir de una fuerte polarización o disociación psíquica padecida por el individuo, se exponen los pasos que llevan de la disolución de una falsa e ineficiente identidad a la reparación y emergencia de una nueva, en referencia al sí-mismo o self.1 Todo ello, naturalmente, siempre que las circunstancias exteriores e interiores resulten favorables. Conforme a la capacidad de nuestra psique para regenerarse2 podemos observar cómo, con vistas a alcanzar su propósito de sanar, el sujeto que padece un estado de neurosis requiere de una reintegración de las diferentes polaridades que tensionan su personalidad y, en último término, de una sustitución de una falsa identidad por otra tenida como verdadera. En este punto puede comprenderse que esta segunda identidad se corresponde con el sí-mismo en los términos trabajados por Wilber o Winnicott —un sí-mismo que, en el modelo aquí explorado, ha quedado ahogado en un periodo temprano de desarrollo afectivo—. Frente a la falsa identidad de la que se trata de desprender el sujeto, el self, en tanto que crece de modo orgánico —en contraste con un falso self sobreimpuesto 1 Así, según señala Claudio Naranjo, Karen Horney “toca el fundamento mismo de la interpretación de la neurosis. […] Desde su punto de vista, las perturbaciones emocionales que se originaron en el pasado son ahora mantenidas por una falsa identidad. […] Si una persona puede llegar a entender cómo en este preciso instante está enterrado su verdadero sí mismo, puede liberarse” (2017, p. 65). En esta misma línea trabajan autores como Reich, Watts, Perls, u otros de cuyos planteamientos nos valdremos: Winnicott, Dabrowski, Maslow, Dürckheim o Wilber. 2 Regeneración que requiere, conforme explora de modo específico Alexander Lowen (2013), de un ajuste somático. Este último es así mismo uno de los pilares de los enfoques de Assagioli, Dürckheim o Wilber. sobre la persona— presenta una naturaleza porosa y adaptativa al medio.
Por otra parte, es preciso apuntar que el reajuste psíquico-somático, con el fin de resultar efectivo y completo, ha de producirse en un nivel primario de la personalidad, de modo que un estadio de regresión es necesario con vistas a posibilitar este metafórico renacimiento. Desde esta potencialidad de la psique para regenerarse cabe constatar, además, que en los casos en que el proceso demanda un alto nivel energético por parte del paciente debido a las dificultades que la nueva identidad encuentra para emerger —aspecto directamente relacionado con la fuerte coagulación de la identidad dominante, aquella que ejerce su dominio sobre la verdadera identidad del individuo o, si se quiere ver desde una perspectiva más definida, sobre aquella emergente que se ajusta a las actuales necesidades del sujeto—, la posibilidad de que en una fase inicial se agudice el problema del paciente resulta elevada. En esta etapa, por tanto, perfectamente puede ocurrir que el terapeuta trate de alejar al paciente de su estado regresivo de forma drástica, precipitada, corriéndose con ello el riesgo de impedir la adecuada reorganización de su psique.
Reparamos aquí en un primer obstáculo en la medida en que aquello que, por de pronto, se necesitaría, sería dejar florecer el conflicto para, solo después, tratar de lograr la aludida reorganización de la personalidad —en referencia a la emergencia de la nueva identidad—. No siempre se atiende, sin embargo, a esta necesidad orgánica —es incluso infrecuente—, de manera que una vez que el paciente se advierte a sí mismo, y es advertido desde el exterior, como poseedor de un trastorno, todas las energías, lamentablemente, quedan orientadas —tanto por el paciente como por el terapeuta no experimentado— a evitar lo más aprisa posible su dolencia, consiguiendo solo agudizarla o incluso aplacarla exclusivamente por medio de medicamentos que a la larga impiden el desarrollo integral de la personalidad del individuo.
En las siguientes páginas presentamos una propuesta de manejo y resolución de la problemática explorada, todo ello a partir de planteamientos en torno a la dualidad self (sí-mismo) / falso self o verdadera identidad / falsa identidad. Se integran para ello presupuestos manejados por autores como Wilber, Assagioli, Dabrowski o Winnicott, desde la psicología integral, la humanista y la relacional. Todos ellos desbordan los límites de modelos terapéuticos en mayor o menor grado excluyentes, siendo acaso Wilber el que más decididamente establece vasos comunicantes entre las distintas propuestas —no solo las recién indicadas, que son en cualquier caso las que en estas páginas más presencia poseen—. La comprensión de la problemática no ya como objeto rechazable sin más, sino como posibilidad en sí —perspectiva aquí priorizada—, puede ejercicio de sanación. ayudar al paciente a desarrollar con éxito el deseable
Base epistemológica y terminológica
Antes de comenzar nuestro recorrido es preciso indicar el lugar del que partimos y el marco epistemológico en el que nos apoyamos. Ante todo, con el concepto de neurosis hacemos referencia a un estado genérico definido por Laplanche y Pontalis como “afección psicógena cuyos síntomas son la expresión simbólica de un conflicto psíquico que tiene sus raíces en la historia infantil del sujeto y constituyen compromisos entre el deseo y la defensa” (2004, p. 236). Si bien los autores refieren acto seguido que “la extensión del concepto de neurosis ha variado” (p. 236), la definición recogida permite enmarcar un conjunto de estados psíquicos en los que la personalidad del sujeto se ve tensionada y, en último término, disuelta por diferentes causas.
Bilbao (2010), quien acude a la definición referida por Laplanche y Pontalis, expone una revisión historiográfica clara y recomendable para quien desee acercarse al concepto desde un punto de vista fijado a los llamados trastornos límite, en los que el paciente se enfrenta, en un grado especialmente agresivo, a una tensión disolutiva devenida de la pugna de dos diferentes estratos psíquicos —una vez más, uno emergente y otro que lucha por preservarse y que bloquea el crecimiento de la persona—. Lo que aquí nos interesa es atender aquellos casos en los que la raíz del problema se sitúa preferentemente en un momento inicial de desarrollo del mundo de afectos, así como, de modo más general, aquellos otros casos en los que se advierte un desajuste entre una identidad reificada e inútil para el desarrollo de la personalidad, y otra que lucha por expresarse y por abrazar un espectro más amplio de realidad (Assagioli, 1993).
En este sentido, la base epistemológica de este artículo se amolda a los presupuestos trabajados por Wilber con su terapia integral y Assagioli con su fusión de la psicología transpersonal y la humanista -psicosíntesis-. La distinción de Winnicott (1992), que encontramos así mismo en Wilber y en Assagioli, entre un verdadera identidad -self- y una falsa -falso self-, y que no deja de estar presente en el concepto de desintegración positiva de Dabrowski, constituye a su vez el fundamento y vector que guiará nuestras consideraciones. Por lo demás, la idea de una eclosión de la identidad verdadera o self asumida por las diferentes orientaciones señaladas permitirá la articulación de un recorrido que integre los hallazgos de todas ellas. Partimos, por consiguiente y siguiendo a Winnicott (1992), de la idea de una falsa identidad o falso self por una parte y, por la otra, de una verdadera identidad o self en pugna con aquella, así como, desde un ligero cambio de perspectiva, de una identidad desadaptada a la realidad presente del sujeto, y de otra que germina como modelo adecuado a sus nuevas necesidades y potencialidades.
La tensión entre una identidad espuria, determinada por una forzada, externa a él, proyección sufrida por el paciente en una etapa temprana, así como por una respuesta de este de finalidad protectora orientada a aislar su mundo como si de una coraza se tratase, y una identidad verdadera dispuesta a emerger, derivará, en momentos de singular tensión, en un estado de disociación neurótica, produciendo en último extremo una fractura en la psique del sujeto. Los problemas derivados de esta suplantación de una identidad por otra se ramifican en múltiples variantes y resulta poco menos que imposible establecer un patrón estable en lo relativo a estos trastornos. El psicoanalista debe saber ver más allá de las manifestaciones epidérmicas y, lo que es más importante, comprender que lo que se trata de reprimir, el brote neurótico, esto es, las reacciones identificadas con este, lejos de ser un problema preciso de ser eliminado sin más, constituye la posibilidad de sanación del sujeto. El que dicho trastorno se manifieste, en suma, se presenta como el primer síntoma de un esfuerzo del sí-mismo o self por emerger y sustituir una identidad sobreimpuesta y no funcional en un momento dado, por otra ajustada a las necesidades de crecimiento del sujeto. Dicho con otras palabras, la tensión evidencia un esfuerzo de sanación del propio organismo, de modo tal que toda la ayuda recibida por el paciente no debe ir dirigida, en rigor, a suprimir dicha tensión, sino, como si la labor del psicoanalista se identificase con la de una parturienta, a posibilitar la emergencia de la verdadera o renovada identidad del modo menos lesivo posible.
Por lo demás, la terminología aquí empleada es afín a la presentada por los autores nombrados líneas atrás. Nos referiremos al concepto de self, sí-mismo o identidad verdadera para definir el espectro de la personalidad que concentra todas las renovadas potencialidades del sujeto y que, en sí mismo, posee la capacidad de reorganizarse, de regenerarse a medida que cambia la situación de dicho sujeto. Cuando hablemos de una identidad fijada sobre aquella que trata de emerger haremos referencia al concepto de falso self trabajado por Winnicott, si bien en otras ocasiones hablaremos de él como un yo egoico, no atento a la realidad exterior. La naturaleza que en este último caso rige la conducta del sujeto es la que el paciente ha asumido como propia sin ser tal, o en todo caso aquella que aún gobierna aun cuando ya es ineficiente e inútil a la hora de atender a las nuevas necesidades de la persona y que, claro está, entra en pugna con aquella otra todavía no desarrollada, si bien pujante por emerger. Por último, hablaremos de sujeto o individuo cuando nos refiramos a la persona de modo neutro, y haremos referencia a la personalidad cuando aludamos a la integridad psicosomática del individuo como sustancia cambiante, deseante, que abriga en sí, en el caso que nos ocupa, las identidades enfrentadas.
Regeneración psíquica
Frente a una identidad sobreimpuesta e ineficiente, aquella identidad que busca emerger a la superficie de la conciencia posee la particularidad de ser capaz de metamorfosearse y adaptarse a las demandas del individuo. Esta verdadera identidad brota de un óptimo desarrollo afectivo de la personalidad, siendo este componente afectivo, el nutriente que permite que las paredes de la psique se regeneren sin por ello dañar la estructura integral del paciente. La tensión entre la emergente identidad y aquella otra inútil y lesiva devendrá en una pugna que provocará, en última instancia y en un momento de paroxismo, la disolución psíquica del sujeto. Si bien la identidad no primaria ‘se negará’ a perder su protagonismo, a desanudar su identificación con la personalidad del paciente, aquella otra primaria —self— tratará en paralelo de emerger, hecho que solo será posible en el momento en que los obstáculos que encuentre para llevar a cabo este desarrollo no opongan una alta resistencia; para ello, es preciso que la falsa identidad progresivamente se desmorone. De resultar exitoso el consiguiente afianzamiento de la nueva identidad, cualquier cambio y desarrollo psíquico del individuo que en adelante haya de producirse tendrá lugar de modo asumible, pues la propia naturaleza del self, sustancia viva y metamórfica, se enriquecerá a medida que se relacione con su medio o entorno. Lo que en la identidad falsa se ve como una agresión, en referencia a cualquier modificación de su naturaleza, en la verdadera identidad o self se presenta como crecimiento
De acuerdo con Winnicott (1992) y Wilber (1999), los aspectos de la personalidad que han quedado reprimidos en el momento de formación del tejido emocional5 se obcecan en hacerse conscientes, en ocupar un lugar en la personalidad del sujeto en cuanto encuentran una fisura en la estructura de la identidad. En todo este proceso el yo dominante que ‘ha usurpado’ la personalidad imposibilita de modo permanente el desarrollo del self, pues para esa falsa identidad está en juego su propia conservación, su propia construcción de la realidad. Una doble polaridad pugna de este modo en el campo de batalla que es el paciente, y si bien la necesidad de emerger a la superficie por parte de aquellos aspectos de la personalidad que en algún momento han sido negados o truncados revela un remanente de fuerzas, precisamente por ello el choque que se produce en este agónico encuentro puede, de no ser tratado adecuadamente, dañar la estructura integral de la personalidad. En este complicado curso el paciente y su terapeuta solo tendrán un camino posible, consistente en un descenso a las profundidades del yo —ahí donde este concepto se disuelve— para, desde estos estratos primarios, tratar en delante de lograr la reorganización de la personalidad. En el proceso que en adelante el individuo ha de emprender —y sufrir—, los elementos que hasta ahora no se habían desarrollado convenientemente lucharán por articular la nueva personalidad, mientras que otros, innecesarios dado que su labor resulta un obstáculo y en este sentido dañina, sucumbirán o terminarán por hacerlo al menos desde una resolución óptima del proceso.
El peligro en todo este trayecto resulta patente, dado que, por una parte, se requiere de una regresión con el fin de que aspectos de la personalidad no desarrollados encuentren asiento en la psique del individuo, de modo que paulatinamente se organicen y afloren en un nivel consciente, mientras que, por la otra, la identidad reificada hará un esfuerzo exagerado por no permitir el acceso a la conciencia de la nueva identidad dado que la verá como una intrusa, como un elemento desestabilizador y amenazante. En este punto, aun cuando una prolongada estancia en este periodo regresivo podría dañar a su vez aspectos óptimamente fijados a la personalidad del sujeto —sería absurdo pensar que toda la estructura psíquica del paciente es ineficiente—, se ha de comprender que solo desde dichos estratos, desde dicha regresión, el completo reajuste resulta realizable. Cuanto en un primer momento se demanda en este recorrido es la disolución de aquellos rasgos de la identidad con los que el sujeto amargamente convive, en referencia a aquellas fijaciones que se han hecho dominantes y que se han apropiado de la personalidad. Estas actúan como armadura o muro de contención respecto del medio externo, siendo ahora, en el momento de la reorganización de la personalidad, su papel no solo prescindible sino también, insistimos en ello, dañino.
Desde este estado de cosas, podemos comprender que la construcción de la nueva identidad, es decir, la reorganización de la personalidad, se presenta como una reactualización psíquica en el marco de una existencia articulada desde las necesidades presentes. Es necesario recordar, apoyándonos en Wilber (1999), que, en lo concerniente a la primera construcción de la identidad, aquella que acontece durante los primeros años de vida, pero también en lo relativo a etapas posteriores, interviene un cúmulo de factores capaces tanto de favorecer como de impedir el desarrollo de la personalidad (familiares, sociales, culturales, etc.), siendo así que podríamos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que en el momento en que la verdadera identidad comienza a hacer acto de aparición encontrará por vez primera la libertad para escoger el nuevo camino que en adelante habrá de recorrer. La identidad verdadera, eclipsada en una etapa temprana del crecimiento y obstruida o sepultada por factores ajenos —al menos en cierto grado— al sujeto en cuestión, encuentra en el seno mismo del trastorno neurótico la posibilidad de iniciar su liberación, en referencia a la emergencia del self o sí-mismo. Desencadenado este renacer, acabará por facilitarse de modo natural un reajuste de la naturaleza psicosomática de la persona6. En esto, como en todo, la variación de un comportamiento siempre precede a la constitución de la nueva estructura.
Todavía en relación con este aspecto, y como complemento de lo recién mencionado, cabe destacar que Roberto Assagioli, uno de los fundadores de la psicología humanista —en su caso desde una explícita orientación hacia la arquetípica y transpersonal—,7 detalla con lucidez el proceso por el que el sujeto, antes de atravesar un último crecimiento que viene a culminar su evolución, se ve impelido a disolver nudos y obstrucciones asociados al estado dejado atrás, resultando de otro modo imposible el desarrollo pleno de la personalidad. El autor pone atención en la liberación y el control de aquellos centros energéticos que constituyen y abrazan la integridad psicosomática del individuo. Tanto Assagioli como Ken Wilber nos advierten de los peligros de no dominar estos centros. Wilber, incluso, asocia la tensión no resuelta concentrada en cada uno de esos centros con una concreta patología, en ocasiones de la mayor gravedad para el individuo.
Cerraremos este punto sintetizando lo expuesto: el desvelamiento de una necesidad de cambio o renovación de la identidad en forma de trastorno puede comprenderse como paso necesario con vistas a un salto cualitativo en la naturaleza del sujeto, salto singularmente delicado cuando las ayudas en las que este se apoya tiran en sentido contrario, esto es, cuando se centran en impedir precisamente la disolución de la identidad hasta ahora dominante. En tal caso se corre el riesgo de que, en lugar de ofrecérsele al paciente cauces o estructuras que le ayuden en su proceso de reconfiguración, se le obstaculice toda vía para llevar su empresa a buen puerto9. De acuerdo con Assagioli (1993), en relación con este proceso de metamorfosis una disolución de la personalidad acompañará al individuo en aquellos momentos previos a su eclosión espiritual10. Así comprendido, y cuando el proceso resulte exitoso, tal fenómeno disolutivo ha de advertirse como un ejercicio de ablución sin el que resulta imposibilitada la renovación de la personalidad.
Desarrollo emocional
Resulta más que patente el hecho de que, al menos en nuestra sociedad occidental —gravemente dañada en su equilibrio interno—, la estructura psíquica del individuo se presenta altamente descompensada. El componente emocional, tenido como subsidiario respecto del racional, se advierte deficientemente equilibrado y oscilante. La personalidad, como resultado de esta descompensación, se ve tensionada por demandas escasamente fijadas a necesidades orgánicas, debiendo equilibrarse al tiempo que hace frente a un estado de mantenida tensión. La tipología de trastorno aquí explorado delata una disociación del mundo afectivo del paciente respecto del orden conceptualmente constituido, que debería regular la personalidad del sujeto en lugar de atrofiarla. Se trata este, por lo demás, de un hecho unido a un deficiente desarrollo de la creatividad y la capacidad simbólica del sujeto11. El falso yo, comprendido como sobreimposición de una serie de categorías escasamente orgánicas sobre la personalidad del individuo, habrá actuado a lo largo de la vida fundamentalmente como coraza, revelándose en un momento dado, en referencia a una etapa que implica un positivo grado de desarrollo de la personalidad, como ineficiente. La incapacidad de la falsa identidad para regenerarse a sí misma es un claro indicador de su espuria condición, al tiempo que delata su falta de riego por un adecuado sustrato afectivo12. Este rígido armazón es el que, dado su acomodo temprano en la psique del sujeto, se llega a confundir con la verdadera identidad de este último, siendo en verdad una mera superposición.
Desde este mismo planteamiento, resulta necesario mencionar que una actividad homeostática conforme a la que el sujeto y su realidad se integran en una unidad solo puede darse desde la maleabilidad y porosidad de la verdadera identidad. Por el contrario, siendo la falsa identidad una construcción en cierto modo artificial y sin posibilidad de desarrollo adecuado, con el tiempo tenderá a endurecerse más y más dado que todo lo externo o variable le resultará una amenaza. La reacción natural del falso self ante una realidad distinta, a sus ojos ‘contaminante’, será la de hipertrofiarse y oponerse a ella dialécticamente. El presente rechazo de dicha entidad a entrar en contacto con realidades e ideas que no se ajusten a los parámetros que ella misma establece acabará por derivar en un acentuado aislamiento por parte del sujeto, lo que a su vez devendrá en un radical desequilibrio entre este y su medio y, en último término, entre este y un aspecto de sí. El establecimiento de una relación con el otro y con la realidad de la que el sujeto toma parte, de realizarse a partir de una demanda no orgánica, resultará desazonador dado que el vínculo con la realidad se regirá en ese momento, exclusivamente, con ajuste al provecho que pueda extraerse de ella. La identidad que domina negativamente la personalidad en tales casos, en tanto que dimensión fijada a una construcción de la realidad que en rigor no pertenece al propio paciente, solo podrá ofrecerle a este una participación en una visión esquemática y parcial de dicha realidad.
El óptimo desarrollo de un plano afectivo es el único modo que tiene el individuo, por tanto, para desbloquear su estado de permanente aislamiento psíquico. Como ya dijimos, en todo este proceso el paciente se habrá de reeducar a un nivel no solo psíquico, sino también somático. En este sentido, de igual modo que el desarrollo del sujeto durante los primeros años de vida viene acompañado de un despertar sensorial, el renacimiento o liberación de la nueva identidad requiere de un proceso de redescubrimiento de esa misma facultad. Este estadio de aprendizaje y conocimiento sensitivo llegará incluso a incidir en la regulación de pautas cotidianas como los ritmos de sueño, la cantidad de descanso, de actividad física, sexual, etc., necesarias para el alcance del equilibrio integral13. En este proceso se precisará en ocasiones, de acuerdo con Wilber, de la ayuda de un guía integral atento a las necesidades psíquicas y físicas, pues, al no estar equilibrada la naturaleza del sujeto, cada una de sus polaridades psíquicas corre el riesgo de anularse mutuamente, provocándose en tal caso un crecimiento si no idéntico a ese primero que se trata de corregir, al menos sí desajustado y llamado a convertirse en potencial fuente de sufrimiento. Este ajuste integral habrá de resolverse, fundamentalmente, una vez que el sujeto haya superado el estadio regresivo, vinculado con la disolución de la personalidad. Entre tanto, el peligro es constante dado que si por una parte la identidad falsa persiste en mantenerse a flote, por la otra el self manifiesta una necesidad de emerger y, con ello, de posibilitar la reconstrucción de la persona. Aquello que se presenta, en su conjunto, es un individuo en pugna, tendente a alternar estados regresivos con estados de impermeable codificación de lo real.
La pausa y el conocimiento de uno mismo resultarán en este punto claves para la sanación del paciente, más si cabe cuando este tipo de procesos requiere de un desarrollo regulado. Este sujeto, cuanto más desee o logre acercarse al epicentro de su problemática, más óptimamente logrará, al menos potencialmente, reorganizar su personalidad, si bien el proceso resultará en tal caso más complejo y extendido en el tiempo. Al margen de la labor del terapeuta, en este recorrido cada cual tiene, en cierto modo, la libertad para asumir unos determinados riesgos; para ello es determinante comprender al menos el sentido que el paciente concede a su crisis y a cuanto espera de la deseada sanación. De lograrse alcanzar, con la ayuda de una vía regresiva, unos estratos profundos de la personalidad, los elementos psíquicos reprimidos u obstruidos podrán comenzar a desarrollarse y emerger adecuadamente. Esta irrupción de elementos, en una primera fase sobrevendrá en compañía de un caudal de toxinas emocionales largo tiempo acumuladas, enturbiando el mundo diurno del paciente, tan inclinado hasta ese momento — con el fin de mantener a salvo su orden de realidad— a mantenerse aséptico. En este puntual momento, al sujeto le resultará poco menos que imposible discernir qué elementos de los emergentes le son propios y qué elementos ajenos, cuáles nutritivos y cuáles perjudiciales. Ambos, los unos y los otros, se presentarán amalgamados a sus ojos al menos hasta que, por sí mismos, se decanten en un cierto grado14. Estamos, pues, en el interior de la enfermedad. Un periodo de decantación, de mera observación de la reacción causada, sin injerencias propias o externas, se comprende necesario al menos hasta que los distintos cauces comiencen a distinguirse, sin que por ahora resulte especialmente urgente el empujar los desechos o remanentes psíquicos fuera de la personalidad15. Tratar de distinguir en este momento el material nutricio del tóxico puede llevar al paciente a rechazar elementos óptimos para su mejora emocional o, por el contrario, a asumir otros inútiles para su desarrollo presente, de modo que en esta fase conviene que sea el propio organismo quien se reajuste a sí mismo.
Parece conveniente apostillar que todo este proceso neurótico y, de llevarse a buen puerto, revitalizante, reparador, acontece en compañía de la nueva representación que uno se hace de sí mismo, esto es, de sus potencialidades y sus inevitables conflictos. Las primeras no pueden convivir, al menos en etapas iniciales e intermedias del proceso de desarrollo integral de la personalidad, sin los segundos: las unas requieren de los otros. Esta relación se comprende importante en la medida en que uno decide situar el nudo de su conflicto existencial ahí donde quiere o simplemente donde le resulta posible. El presente desarrollo pasa siempre por la iluminación de una problemática que cada cual dotará de mayor o menor envergadura y sentido en función del curso a tomar, así como de la carga que se ve capacitado de soportar. Aun habiendo expresado esto último como si se tratase de un proceso guiado por la voluntad, conviene añadir que buena parte de las determinaciones del sujeto escapan en buena medida a aquella. Quien lucha por emerger, podríamos decir, no es una personalidad sino la propia naturaleza. El paciente debe ‘decidir’ hacer o deshacer nudos tanto o más donde le resulte posible que donde desee, sin que dejemos de hablar en ello, no obstante, de potencialidades atesorada por el sujeto16. En este proceso de liberación desde la comprensión del problema como parte de la propia personalidad, el self o sí-mismo se presenta como aquello que el sujeto encuentra al desprenderse del yo sedimentado.
Desde este enfoque, el sujeto comprende que la problemática de fondo no radica tanto en los conflictos que su yo pretérito enfrentó, sino más bien en aquello que quedó en algún momento fuera de su identidad: la fuerza de gravedad se invierte.17 Dicho de otro modo, podríamos afirmar que los conflictos atravesados por el sujeto en el curso de su vida pierden su razón de ser o, en todo caso, se advierten como consecuencias de realidades más profundas. Así presentado, cabe entender que el individuo busca en el fondo de sus vivencias con el ánimo de encontrar un conflicto al que acudir con vistas al deseado desarrollo completo de su personalidad. Sin llegar, evidentemente, a negar las realidades padecidas por la persona, podemos advertir cómo cada sujeto dota de mayor o menor relieve sus experiencias existenciales para, desde ellas, detectando aquellos psiquismos que no le corresponden y con los que ha crecido, e iluminando en paralelo aquella zona de su identidad que había quedado eclipsada, reconstruir su espectro psíquico-anímico.18 En esto la persona desarrolla, ahora sí, un rol activo, hasta el punto de poder afirmarse que uno se hace realizador de su crecimiento personal.
Cercano a lo expuesto, vemos a su vez cómo, en ocasiones, un incidente en apariencia accidental pone al sujeto en contacto con conflictos de mayor hondura por lo común desconocidos para él. Este desconocimiento, por supuesto, no excluye el que dichos nudos gordianos, así los llamaremos, determinen en mayor o menor medida su conducta, en tanto que ponen en entredicho las bases sobre las que a lo largo de su vida habrá apoyado su sistema de pensamiento, que tenderá erróneamente a comprender como su propia identidad. Una vez que el individuo repare en alguno de esos conflictos a los que ha fijado su problemática, contará por de pronto con dos opciones, aceptar el envite o, contrariamente, cerrar los ojos, ignorarlo sin más y apresurar el paso incluso sabiendo que en tal ejercicio habrá de quedar petrificado, distanciándose en consecuencia de su verdadera identidad -self-. Ya se ha señalado, aun de modo implícito, que de optarse por esta última posibilidad, más allá de éxitos o fracasos mundanos, el sujeto quedará anímicamente enfermo.
El nudo gordiano
Dado que sobre una superficie en apariencia estable al sujeto le ha resultado imposible construirse una renovada identidad, una vez que ha advertido que las raíces de su personalidad se hunden en un terreno más profundo del imaginado se ve obligado a tomar las determinaciones necesarias y a comenzar a explorar dicho territorio. En uno u otro momento, no sin cierto temor, advertirá que allí donde intuía algunos desperfectos se abre una enorme grieta presta a permitir el desplome del suelo al menor paso en falso. El individuo advertirá entonces que el entorno, o la construcción social sobre la que se asentaba, le invitaba a vivir ajustado a cuanto desde fuera se requería de él, pero no así en consonancia con cuanto su naturaleza o personalidad demandaba.19 Es preciso conocer, no obstante, que así como una deficiencia del crecimiento individual imposibilita el desarrollo de la personalidad, un crecimiento individual de mayor envergadura que la tolerada por la estructura social puede potencialmente provocar, de no quedar el sujeto liberado del yugo social, un nuevo estado de desequilibrio. El objetivo no deja de ser no limitar el crecimiento de la personalidad, si bien sin que ello devenga en un nuevo conflicto con el entorno en el que esta se desarrolla. Ya hemos aludido, por lo demás, al peligro psicosomático de que el crecimiento de la verdadera identidad resulte apresurado.
El camino, de mantenerse firme el sujeto en su propósito de favorecer la emergencia de su self, se presenta unidireccional y conlleva un descender a las simas, a unos niveles de la personalidad que llevan a la raíz de su problemática. A un mismo tiempo, el sujeto deberá ir reintegrando los aspectos escindidos de su personalidad. Una vez reparados los más prioritarios y situado junto al núcleo de su conflicto, este se habrá de prestar con relativa facilidad a su solución pues, con cada reparación de los distintos nudos, el conflicto nuclear se habrá destensado hasta el punto de que bastará poco menos que con reconocerlo, con nombrarlo, para repararlo y con ello permitir la emergencia de la verdadera identidad
Un vivir constantemente desde el yo falso, fantasmal, aun cuando el entorno o la misma sociedad empujen a ello, resulta defendible solo hasta cierto punto, dado que en no pocas ocasiones se opta por habitar la oscuridad simplemente por miedo a que la paulatina entrada de luz revele ese yo incómodo con el que convivimos y cuyo desvelamiento nos anuncia un próximo conflicto. Frente a ello, la vivencia desde un yo poroso, receptivo a la intersubjetividad, permite la reorganización integral de la personalidad. Lo que no se pudo lograr en un periodo de infancia se solventa así en uno de madurez. Es importante comprender, en cualquier caso, que el desarrollo pleno pasa por asumir en uno la dimensión integral de las raíces que desbordan de la propia identidad. De apoyarnos de nuevo sobre el hecho ‘accidental’ con el que el sujeto se topa en su curso de indagación interior, pudiera añadirse que solo tras reconocerse el conflicto en su desnudez se desvela el rostro de cada uno de los fantasmas con los que el paciente ha ido forcejeando a lo largo de su vida. Antes de alcanzarse dicho momento —si es que se logra reconocer lo espectral de la yoidad—, a medida que el paciente metafóricamente descienda por sus estructuras psíquicas se habrá ido encontrando con la serie de conflictos necesitados de ser reparados. Cada uno de estos desperfectos o nudos problemáticos se presentan como una oportunidad de avanzar. Aquello que antes conformaba una zona oscura cesa al instante, con las progresivas reparaciones, de serlo. En lo que respecta a estos conflictos secundarios, el sujeto habrá de ser consciente de que la resolución de cada uno de ellos le permitirá progresar en su desarrollo solo hasta un cierto punto, pues no constituyen sino una aproximación desde la que encarar el aún activo problema de fondo. Llegados a este umbral, hemos de añadir que una prolongación excesiva de la búsqueda solo llevará al paciente a reconocer —y en cierto modo a avivar, a detonar— conflicto tras conflicto, nudo tras nudo, en un curso de alcance potencialmente infinito. Siendo el paciente en este proceso su propio médico, más allá de la ayuda con la que cuente, él mismo ha de saber en qué momento detenerse.
Cabe añadir aún que el sujeto, desde su condición tensionada, ha de comprender que, a mayor deseo de fijación de una identidad sublimada, mayor será la fuerza de atracción ejercida por los elementos en la sombra. Ambos constituyen los extremos de una cuerda en exceso tirante. Las demandas de cada elemento del par determinarán la respuesta del otro, de modo tal que no se da una elevada idealidad sin una gran resistencia paralela. Hablamos con ello, si se quiere exponer desde un enfoque tradicional, de las tensiones entre el superyó, el ello y el yo trabajadas por Freud. Lo fundamental y óptimo en todo esto es que el individuo se llegue a relacionar consigo mismo no desde una exigencia arbitraria, sino desde el cuidado de su naturaleza. En lo tocante a este proceso no hay mucho más que decir, uno se pone en manos de aquellos factores en relación con los cuales ha construido o le han construido un yo, y de inmediato se encamina a reparar su herida personalidad. El individuo se rige entonces, una vez desenmascarados los antiguos fantasmas, de acuerdo con las demandas de la nueva identidad. Lo determinante aquí, en todo caso, será conocer conforme a qué valores y hacia dónde se desea avanzar. Resulta oportuno repetir que esta lucha no se desarrolla, al menos no exclusivamente, mediante la mera voluntad y, en consecuencia, con un desgaste excesivamente perjudicial para el paciente, sino que acontece por medio de un proceso guiado por el discernimiento y potenciado por el deseo, expresado psíquica y físicamente, de reintegración de la personalidad.22 La voluntad, el empeño, el razonamiento incluso, actúan como soportes, como reguladores del deseo, pero no suplantan a este último.23 El proceso consciente se puede entender como la punta del iceberg del inmenso bloque que es la personalidad, entendida como un organismo no lastrado por esquemas anquilosados de pensamiento.
Cercano a ello, resulta destacable insistir en el hecho de que desde el sueño y la creatividad se puede trabajar, en paralelo, en la reparación de la personalidad, siendo esta una cuestión desarrollada, entre otros, por Robert Desoille (1975), pero así mismo trabajada en toda terapia orientada al desarrollo simbólico del sujeto. En las honduras del inconsciente se identifican y progresivamente se reparan, de modo natural, los aspectos que impiden un correcto desarrollo de la persona. Y así, pudiera decirse, mientras el sujeto duerme, mientras el sujeto racional descansa, el self se afana desde las profundidades de la conciencia destrenzando enredos y desbrozando el camino que habrá de aproximarle a un estrato de mayor claridad. Este fenómeno lo observamos, sin más, en aquellas actividades con las que liberamos, aun por unos momentos, imágenes profundas: ensueños, poesía y resto de expresiones estéticas, etc.24 Se trata de modelos de recuperación y configuración del mundo simbólico. Podríamos definirlos como herramientas de ayuda simbólicamente configuradas que vienen a participar de ese doble viaje de descomposición y recomposición cuyo ejercicio más drástico es la aludida regresión por medio de la que la neurosis despierta en toda su plenitud; momento en que el sujeto queda en carne viva, sin piel, expuesto a la luz del día para horror del psicoanalista no avezado dado que cuanto tiene ante sus ojos es pura sustancia telúrica. Solo tras esta descomposición y la consiguiente regeneración del tejido psíquico la nueva identidad se presenta óptima para posibilitar un permanente intercambio de energía entre el sujeto y su medio externo. Hasta que no llegue ese momento el individuo permanecerá desdoblado, anímicamente enfermo. Más allá de esto último, y en relación con estas tensiones, ha de recordarse que, en este proceso de sanación por disolución, a mayor tiranía por parte del superyó más desequilibrada quedará la personalidad integral del paciente, pues la contraparte, el ello freudiano, se obcecará con mayor vehemencia en imponer sus demandas. Aquí el individuo tendrá dos posibilidades: luchar contra su sombra, lo que resulta nefasto pues esta tendrá entonces un objeto al que aferrarse, o escuchar atentamente las demandas de aquella, si bien esto no le evitará el tener que buscar un reordenamiento de su personalidad. 25 En adelante, de resolverse adecuadamente la problemática presentada, los ideales podrán verse suavizados y concretados sobre las necesidades integrales —orgánicas y anímicas— del sujeto. Elementos de cauterización, purificación, y elementos de integración de esas sombras en una idealidad, vendrán a conformar una sola entidad. El dolor, en este proceso, no solo resulta inevitable, sino que se comprende necesario para la completa sanación.
Conclusión
En esta transformación experimentada por el sujeto elementos comprendidos en un primer momento como negativos —regresivos— serán tenidos en adelante como benéficos. No conviene olvidar que los materiales telúricos constituyen potencialmente una fuerza; y que, si bien es cierto, esta fuerza, en su proyección descontrolada, puede dañar al sujeto, mejor resulta intentar transformarla que tratar de despreciarla tal y como habrá acontecido en un momento previo al proceso de renovación en estas páginas expuesto. Con todo, lo que aquí comprendemos como una posibilidad se presenta como imposición en la realidad del individuo. Las opciones derivadas de este proceso, sin que nos extendamos en ello, resultan múltiples, si bien cuanto interesa resaltar es la naturaleza potencialmente sanadora de la transformación. No todo cuanto antes dominaba la personalidad del sujeto resultará inútil para ejercer su función en el nuevo estadio de la personalidad. Entre un modelo de cambio drástico —la purificación cáustica del yo— y un simple ajuste de pequeños rasgos conductuales se dan posibilidades múltiples de desarrollo, debiendo cada uno optar por cuanto se adecúe mejor a sus necesidades y búsquedas. La medida de la nueva identidad determina la naturaleza de la empresa. El éxito o fracaso de la misma, se comprende, es una cuestión de proporciones, de regulación, y en cierto grado de suerte.
Todo este proceso puede entenderse como un salto desde las bases orgánicas del sujeto hacia un estadio superior de reorganización de la personalidad (Assagioli, Wilber, etc.), siendo la imposibilidad de sustituir la falsa identidad por la verdadera, o si se prefiere la de integrar antiguas demandas con otras renovadas, aquello que desencadena la neurosis. Cada modelo concreto viene determinado por una multitud de factores actuantes y escapa a los límites de estas páginas. Si el individuo, en cualquier caso, decide abordar el problema, ahondará en su pasado seleccionando del mismo nuevas vetas advertidas al compás de su proceso de reorganización. Con este material al sujeto le bastará para crearse un presente: la vivencia, el trauma, se asimila entonces como alimento del yo.
A modo de síntesis de lo expuesto, y como método de tratamiento atento a las necesidades íntimas del individuo, comprendemos que ante todo es preciso reparar en lo siguiente: tras un problema de disociación de la personalidad originado por una carencia en el desarrollo emocional del sujeto en una edad de desarrollo temprana acontece una pugna, una tensión de la personalidad por reconstituirse, por integrar en sí un aspecto previamente desatendido. Lo que se identifica con un estado patológico se presenta entonces como un intento de la psique por regenerarse. En este proceso el psicólogo desarrolla un papel fundamental a la hora de descifrar la naturaleza del conflicto sufrido por el paciente. Ahora bien, es preciso comprender que la disociación de la personalidad, difícilmente clasificable pero fácilmente advertible como tal, se ofrece más que como detonante como demanda, como esfuerzo del organismo por recomponer positivamente la personalidad. La disolución de una identidad inútil como piel ya reseca habrá de dejar paso a la nueva identidad conforme a un proceso de discernimiento en el que el paciente se ve convenientemente guiado por un experimentado terapeuta. Todo ello con vistas a dejar atrás un yo, un ego aislado en sí, delator de un arraigado temor al exterior que le rodea y que progresivamente le habrá ido arrinconando, siendo en verdad el propio ego el que a sí mismo se habrá enclaustrado. Este falso yo, una vez reconocido como tal, pierde sentido y funcionalidad en la vida del individuo y lo deseable pasa a ser el reconocimiento de los brotes de la nueva identidad, del self emergente que ha de conformar en adelante la personalidad del sujeto. La ayuda recibida por el paciente desde fuera resultará positiva siempre que la cura no pase por la supresión de raíz del trastorno —pues esto supondría un nuevo apagamiento del sef emergente—, sino por un permitir, previo proceso de disolución, la florescencia de la nueva identidad.
Cabe indicar que, por lo común, gozamos de un material abundante para hacer de nuestra vida pasada un lugar dañino o valioso: el trabajo posterior de la persona consiste en actualizarlo y situarlo ahí donde se desee o donde resulte posible. El sujeto, una vez toma conciencia de su problemática, tratará de reequilibrarse desde su estado presente. Solo a partir de este paso será posible emprender la búsqueda del sí-mismo. Aquí se presenta una paradoja dado que, una vez que la tarea se revela imperativa, cuanto queda es la concreción de un futuro consumado. El yo transmutado es anterior, en esencia, al yo que busca, y se llega a él conforme nos adecuemos a unos cauces, siempre con especial cuidado en el momento de atravesar los momentos críticos. El yo irreal, por el contrario, se revela como un yo relativo, perecedero, irrelevante. Cada cual decide hasta cierto punto, así visto, dónde situar el eje de su existencia
Referencias
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Binswanger, L. (2007). La curación infinita. Historia clínica de Aby Warburg. Adriana Hidalgo Editora.
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Notas