GOBERNANZA PENTECOSTAL EN UNA UNIDAD CARCELARIA DE BUENOS AIRES (ARGENTINA)
GOBERNANZA PENTECOSTAL EN UNA UNIDAD CARCELARIA DE BUENOS AIRES (ARGENTINA)
Mitológicas, vol. XXXIII, pp. 51-70, 2018
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen: Se examina el proceso de institucionalización de una práctica no convencional en el contexto de una situación límite como es la privación de la libertad. A tal fin, los autores analizan material recogido mediante observación y entrevistas en profundidad, en el trabajo de campo realizado entre el 2008 y 2011, en la Unidad 25 de gestión evangélica pentecostal del Complejo Penitenciario Lisandro Olmos, dependiente del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires (Argentina). Los resultados de la gobernanza pentecostal carcelaria en materia de convivencia y satisfacción de requerimientos vitales ponen en evidencia la eficacia de las creencias y la intervención de mediadores religiosos en tanto soporte emocional, material y de la red social que promueven, mejorando la vida intramuros como las expectativas de futuro de los internos.
Palabras clave: Gobernanza pentecostal, Prisión, Argentina.
Abstract: The institutionalization of an unconventional practice in the context of an extreme situation such as the deprivation of liberty is examined. To this end, the authors analyze material collected through observation and in-depth interviews, in the field work carried out between 2008 and 2011, in Unit 25 of evangelical pentecostal management in the Lisandro Olmos Penitentiary Complex, under the Penitentiary Service of the Province of Buenos Aires (Argentina). The results of prison pentecostal governance in terms of coexistence and satisfaction of vital requirements highlight the effectiveness of beliefs and the intervention of religious mediators as emotional, material and social network support that promote, improving intramural life such as future expectations of the inmates.
Keywords: Pentecostal governance, Prison, Argentina.
Introducción
El artículo se propone analizar la experiencia de gestión religiosa de una unidad carcelaria en la Provincia de Buenos Aires, que se inicia en el año 2002. Siguiendo trabajos anteriores apelamos al concepto de gobernanza pentecostal (Vallejos, 2017 y 2016) para dar cuenta de un tipo de gestión de la vida carcelaria caracterizada por una red de instituciones e individuos que colaboran unidos por un pacto de mutua confianza, formando redes semiautónomas y a veces autogobernadas. Alude a un proceso interactivo, en el que ningún agente, ya sea público o privado, tiene suficientes conocimientos o poder de emplear recursos para resolver unilateralmente los problemas (Rhodes, 1997). Desde esta perspectiva la gobernanza se asocia a otro modo de regulación llamado heterarquía, es decir, interdependencia y coordinación negociada entre sistemas y organizaciones. Asimismo, el pentecostalismo es una de las denominaciones que conforman el movimiento evangélico en la Argentina, el que se divide en diversas ramas, siendo la pentecostal la de mayor número en cuanto a fieles, la de mayor visibilidad y una de las más activas en cuanto a movilización y evangelización (1).
El caso de la Unidad 25 de la cárcel de Lisandro Olmos, dependiente del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires (Argentina), ilustra una experiencia y desenlace particular de cambio institucional basado en la movilización espiritual, con fines de humanización del sistema carcelario. Nos permite describir el pasaje del carácter de excepción de la iniciativa, hasta su reconocimiento institucional y aprobación social. Como dispositivo recupera tradiciones religiosas presentes en el modelo correccional implementado en las primeras décadas del siglo XX en torno del objetivo de la rehabilitación, actualizadas en unas figuras mediadoras en el plano meso institucional con capacidad para negociar espacios y lenguajes de intervención con internos y autoridades.
El tratamiento del tema de la gestión carcelaria constituye en la Argentina actual un tema de agenda; en el contexto regional, un área aún de vacancia en el campo de las ciencias sociales y humanas, y una demanda de la sociedad por una mayor eficacia de sus dispositivos en el marco del respeto por los derechos de las personas constitucionalmente reconocidos.
El crecimiento sostenido de la población encarcelada se inicia en el país en la década de 1990, con un empeoramiento en las condiciones de vida de los internos junto a un incremento de la violencia. En el caso de la Provincia de Buenos Aires la población creció en forma acelerada, pasando de 9.000 internos en 1996 a 15.000 en el año 2000 y 25.000 en el año 2004 (Quintero, 2014). La optimización de los sistemas de registro ha colaborado para una real captación del problema. Desde 2005, las cifras de personas detenidas continuaron en aumento. Así para el 2006 se registran 28.366 internos, para el 2008, 27.841, cifra que se incrementa en 2010 a 29.470, 34.059 en 2014, para llegar a 46.704 en 2018 (incluye personas bajo monitoreo electrónico) (CELS, 2018) (2). Simultáneamente se produjeron en la jurisdicción bajo estudio desde el 2000 una serie de reacciones políticas y medidas jurídicas y administrativas tendientes a limitar las salidas transitorias y anticipadas, a restringir las excarcelaciones para los delitos en los que se usaron armas de fuego como para las personas con antecedentes penales, reconociendo sólo medidas alternativas por razones humanitarias, ampliando el espectro de aplicación del juicio abreviado y de flagrancia.
Este aumento constante en la tasa de encarcelamiento trae aparejados otros aspectos problemáticos como el envejecimiento de la población penitenciaria, la diversidad que afecta de manera desproporcionada a grupos vulnerables a partir de su edad, raza/etnia, género, discapacidad, como el historial de victimización, pena y pérdidas, y estrés crónico. Las enfermedades graves, crónicas y terminales como el VIH, el cáncer, tanto como la demencia, depresión, ansiedad, psicosis, y los problemas asociados al uso de sustancias psicoactivas, desafían al sistema penitenciario en materia de protección y derechos.
Para nuestro estudio consideraremos la política de seguridad y control del delito como un resultado emergente de un proceso en el que se canalizan visiones y convicciones, y desenvuelven conflictos de interés entre los actores que participan de la acción pública en dicha esfera. Ello implica que las políticas no solo dirigen soluciones, sino que forman parte de la definición del problema en base a elecciones ante conciencias alternativas. Por lo tanto, analizaremos dicha problematización a partir del estudio de la emergencia, configuración, estabilización e institucionalización de la acción (Bacchi, 2014; Gusfield, 2014). Los fundamentos empíricos fueron recogidos en un extenso y exhaustivo trabajo de campo, mediante observación y entrevistas en profundidad entre los años 2008 y 2011 (3), y actualizados mediante un contacto permanente, en la Unidad 25 de gestión evangelista pentecostal de la cárcel de Lisandro Olmos, dependiente del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires.
Antecedentes del tratamiento penitenciario en la Argentina
Desde el punto de vista político, la idea de un tratamiento penitenciario se inscribe en el proyecto correccional vigente desde fines del siglo XIX y el siglo XX. En los países de América del Sur reflejó el ideario liberal y modernizador, divulgado en Congresos Penitenciarios internacionales en una sucesión de eventos entre 1872 (Londres) y 1930 (Praga). Para entonces, se buscaba dejar atrás el modelo punitivo colonial (cárcel como guarda), basado en el castigo corporal mediante el uso público de instrumentos de suplicio, que dejaba en un segundo plano la meta de la rehabilitación, sea del alma o de la persona en un sentido moral. Para los voceros del cambio, ya no era aceptable el modo en que los internos eran hacinados en espacios sin servicios básicos ni mínimas condiciones de higiene, lo que llevaba a la enfermedad y la muerte. De la persecución a la protección bien describe el camino mediante el cual se buscaron superar aquellas repetidas imágenes de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de todas las razas, amontonados sin distinción de delitos, fuesen condenados o simplemente apresados en proceso.
Dicha reforma transformaría la gestión carcelaria a través de la corrección y el trabajo, pensando ya en la condición de ciudadano útil del reo, más tarde ampliada al concepto de reinserción social. La separación de los presos por encarcelamiento celular y el trabajo como medio de reeducación constituyeron las bases de las primeras reformas carcelarias como de los patronatos de liberados (considerando al de Filadelfia en 1776, como primer antecedente); dinámicas que luego se propagarían por diferentes regiones del mundo occidental.
En el ámbito regional, las instituciones enmarcadas en este proyecto correccional (cárcel como moralización) funcionaron como establecimientos híbridos -en la definición de Correa Gómez (2005)- situados entre la institucionalidad estatal, la actividad benéfico-asistencial y la administración religiosa. Al igual que las demás iniciativas en materia asistencial, en el caso de la justicia del crimen las reformas iniciales buscaron abandonar la idea de venganza social contra el criminal, hacia una atención guiada por los principios de la ciencia moderna, pero sin abandonar los principios de la piedad cristiana. No obstante, la falta de recursos junto a la diversidad de delitos como de trayectorias de vida acentuaron la inestabilidad institucional, aspectos que continúan caracterizando el campo en la actualidad.
Para comienzos del siglo XX la interpretación de las conductas delictivas ancló en la pauperización de las urbes, en transgresiones al orden público como la condena de conductas alternativas. La tensión entre el poder religioso y el poder secular se hizo más ostensible a la par que la preferencia política por los nuevos protagonistas: la medicina, la psicología y la asistencia social. Ello coadyuvó en nuevas reformas del sistema penal bajo el positivismo criminológico (4) que promovió el desarrollo de una administración penitenciaria científicamente tutelada en la Argentina, bajo la premisa de resocialización del condenado (Buján y Ferrando, 1998). Al respecto, Del Olmo (1981) ha llamado la atención sobre el hecho de que los planteamientos de la Escuela Positiva y el interés por la criminología surgieran tempranamente en Argentina en comparación con la mayoría de los países de América Latina. La autora encuentra que condiciones sociopolíticas lo explican. A las razones internas, señala el papel que el país desempeñó en la división internacional del trabajo. Ese lugar destacado que la Argentina moderna había conseguido exigía un esfuerzo para equipararse en diversos campos a los países desarrollados, así como para eliminar toda posible perturbación al proceso de inserción mundial.
Desde esta concepción, el acto antisocial es síntoma de una anormalidad biológica del autor, convirtiéndose el autor del delito en objeto de estudio de la ciencia médica, la psiquiatría y la criminología, disciplinas afines monopolizadas por el discurso médico positivista. Se parte de la premisa de considerar al delincuente como un enfermo, lo que da la posibilidad de prescribir un tratamiento, que se denominará medida de seguridad. El paradigma etiológico del delito, el principio de la rehabilitación y de la defensa social conformaron una práctica penitenciaria iniciada por José Ingenieros desde el Instituto de Criminología (1907) destinado al estudio de los delincuentes en sus aspectos orgánicos, psicológicos, desarrollo físico, intelectual y moral, como de las condiciones ambientales en que se han desenvuelto, estado psíquico previo al delito, durante el mismo y durante la condena, así como un pronóstico acerca de sus posibles acciones. En dicho Instituto aquel puso en práctica el programa descripto en su obra “Criminología” (1913) con tres secciones: etiología criminal, clínica criminológica y terapéutica criminal. Dicho Instituto permaneció activo por espacio de 30 años. Fue disuelto en 1934, cuando se pone en funcionamiento el Instituto de Clasificación creado por la Ley nacional 11.833 (1933) de Organización Carcelaria y Régimen de la Pena (5). No obstante, el estudio de los orígenes del delito, su clasificación y la definición de un tratamiento penitenciario, expuestos en los informes criminológicos se mantuvieron durante todo el siglo XX sin cambios notorios, salvo por las nuevas corrientes científicas que ejercieron dispar influencia, como por sus matices más o menos humanitarios.
En la Provincia de Buenos Aires, el positivismo criminológico quedó retratado en la Ley 5.619 (1950) de ejecución de la pena privativa de libertad. Entre otros aspectos a resaltar, esta ley sostenía una distinción entre procesados y penados, destinando a estos últimos el seguimiento criminológico y tratamiento. Con el tiempo esto se transformó en uno de los principales problemas del sistema penitenciario provincial, en la medida que los procesados constituían hacia finales del siglo XX, una mayoría que rozaba lo indebido entre la población detenida en los penales de la Provincia de Buenos Aires.
En pleno proceso de inflación de la población encarcelada y sobrepoblación, se promulga en 1999 la Ley provincial 12.256 -que reemplaza a la anterior- la que establece formas de externación más flexibles, y modifica el esquema de progresión cerrada de la norma anterior, de tal manera que los detenidos no necesitaban atravesar secuencias obligadas para obtener beneficios de morigeración de la pena o reducción de medidas de seguridad. No obstante, mantuvo la distinción de internos antes señalada, entre un régimen de tratamiento para los penados, quienes eran objeto de seguimiento criminológico, y un régimen de asistencia para los procesados, quienes recibían seguimiento psicológico. Al calor de las presiones políticas y mediáticas más que desde fundamentos científicos, dicha Ley fue objeto de sucesivas reformas mediante decretos que buscaron reducir la población de internos, aunque sin éxito, pues la población encarcelada continuó ascendiendo en forma constante agravando las malas condiciones de detención (Quintero, 2014).
Desde un registro sociológico, resulta apropiado retomar un autor de referencia como Garland (2005) quien ubicará el espacio penitenciario en el conjunto de mecanismos de control social e indirectamente de socialización de aquellos con conductas punibles. Refiere a un complejo penal-welfare para definir la red de gobierno y producción de orden social a cargo del sistema legal, el mercado laboral y las instituciones del welfare state, fundado en la cultura política progresista y el optimismo liberal del siglo XX. El autor halla que su funcionamiento se basa en dos axiomas, considerando por un lado como algo evidente, que la reforma social junto con el desarrollo económico reduciría la frecuencia del delito; y por otro, que el Estado es responsable de la asistencia en tanto agente principal de la mejora social pero también de la represión, delineando ese doble rol -agudamente puesto en ciernes por una vasta crítica social- tanto de asistencia como de control, de welfare como de punición. Este welfearismo penal correccionalista combinaba trabajo social y reforma moral en la firme creencia de la eficacia que el tratamiento profesional y la capacidad del Estado alcanzarían, con miras a la rehabilitación del interno. El sujeto delincuente -en especial si era joven, desaventajado o mujer- pasó a ser visto como un sujeto necesitado más también culpable, un usuario y un delincuente. Si el delito era consecuencia de la pobreza y privación, la rehabilitación radicaba en la expansión de la prosperidad económica y la provisión de bienestar social. Policía, justicia, prisiones y probation, articularon distintas formas de seguimiento y reflexividad que producía información propia e interna sobre sus resultados. Con magros datos y autorreferenciales, de a poco el horizonte de perfectibilidad del ser humano, como la fe ciega en la ingeniería social se fue desdibujando, iniciando en la década del 70’ el declive del modelo. Las críticas buscaron demostrar que sus prácticas más bien constituían una política anti-welfare, sostenida en una concepción de los pobres como una underclass que no merece ser ayudada, o al menos, cuyas ayudas no han redituado o han fracasado ante los nuevos riesgos e inseguridades, la percepción de un control social ineficaz, recurrentes críticas a la justicia penal y las ansiedades ciudadanas respecto al orden social. Los presupuestos no se cumplían: no hay prosperidad siempre en expansión, ni delito como resultado exclusivo de la pobreza, ni todo tratamiento rehabilitador es exitoso; menos aun en países de la periferia capitalista.
Así llegamos a un presente que en el que reconoce el declive del ideal de la rehabilitación, lo que puede ser localmente pensado desde servicios penitenciarios que se mantuvieron apegados a la creencia en la función idealizada de readaptación social (Devoto, 1988). La ficción institucional, un ‘como si’, reaparece en este campo de problemas y en solución de continuidad, tal como lo habíamos advertido para la Argentina del centenario en el campo de la asistencia social en general (Lucuix y Krmpotic, 2016). Las instituciones modernas que fueron creciendo al calor del despliegue de la administración gubernamental disputaron los nuevos espacios, mientras los saberes expertos -en el contexto de la tecnificación y profesionalización- acumularon nuevas categorías para nombrar los problemas sociales, como para establecer el umbral tolerable de amenazas, degradación y riesgo, más de manera parcial, aislada, sin conseguir desplazar las prácticas del pasado. A tono con esta descripción, Caimari señala que “El mapa diacrónico de la cárcel argentina mostraba una permanencia de la superposición de instituciones punitivas muy diferentes, en un arco que iba de la vidriera moderna de la Penitenciaría Nacional (que detrás de su imponente diseño radial no era menos caótica que las instituciones más oscuras) a la cárcel pre-moderna y pre-higienista, con sus cuadras atestadas de presos sin condena, menores y detenidos políticos. Este sistema débilmente regulado albergaba un amplísimo repertorio de prácticas coercitivas, que iban de la medición antropométrica practicada en el Instituto de Criminología a la intimidación física más brutal. En esta historia, la picana eléctrica merecía un lugar al menos tan importante como el poder panóptico de la mirada” (2009: 144).
La experiencia de la Unidad 25, Cristo La única esperanza (Lisandro Olmos)
La Unidad 25 (en adelante U25), bautizada en su fundación institucional como Cristo La Única Esperanza, fue inaugurada en el año 2002 para alojar internos que confesaran la fe evangélica pentecostal. Forma parte del Complejo Penitenciario Lisandro Olmos, cuya apertura data de 1939 en la localidad de Lisandro Olmos, Partido de La Plata (Provincia de Buenos Aires). Dicho complejo está conformado actualmente por las Unidades 1 (régimen cerrado); 22 u Hospital General de Agudos y Mixto (régimen abierto); 25 para internos valetudinarios (régimen cerrado) y 26, Limitada de Autogestión Confesional Católica (régimen semiabierto). La Unidad 1 de Olmos es una de las cárceles más grandes del país como superpoblada, con 2.559 presos (al 2017) -alojados en un espacio pensado primigeniamente para 1.800 encarcelados- quienes ocupan un edificio de 6 plantas y 72 pabellones, con variados grados de deterioro, abandono y muertes registradas (6). La emblemática Unidad 1 constituye el primer lugar de destino para la mayoría de los internos bonaerenses, los que suelen arribar a ella en condición de procesados y permanecer allí hasta que son trasladados, luego de que se dicten sus sentencias. Sintetiza los mayores conflictos, los que cada tanto se ponen en evidencia mediante actos expuestos públicamente, los que tenderán a replicarse en otros ámbitos carcelarios de la Provincia. Los internos suelen referir a la U1 de Olmos como la cárcel madre, “Olmos manda, arrastra”.
Pero volviendo a la U25, entre sus requisitos fundamentales consignaba que los detenidos debían aceptar que las principales reglas de la cárcel fueran regidas e instrumentadas por autoridades religiosas intramuros. Las normas se administraban con el total y explícito respaldo de los guardias y las jerarquías del Servicio Penitenciario Bonaerense (en adelante SPB). Los detenidos de la U25 solían pedir expresamente ese destino y en todos los casos tenían que hacer explícita su voluntad de permanencia, asumiendo el compromiso de acatar un régimen de reclusión sumamente estricto que, entre otras cosas, prohibía el consumo de tabaco, drogas y alcohol, a la vez que exigía una sostenida participación en las actividades religiosas, de trabajo y de estudio. Como contrapartida, se les garantizaba una detención sin riesgos para su integridad física y alejada de las privaciones extremas y el hacinamiento que distinguen al resto de las unidades del Complejo como de otras cárceles. La inauguración de Cristo La Única Esperanza materializa el trabajo de los propulsores del accionar pentecostal intramuros. Nos referimos al liderazgo del suboficial penitenciario y religioso pentecostal, Juan Zuccarelli y el del hoy pastor y penitenciario de carrera, Daniel Tejeda.
Las particularidades de Cristo La Única Esperanza no se agotan en que estuvo destinada a albergar internos evangélicos; también es significativa su conducción llevada adelante exclusivamente por funcionarios evangélicos y que muchos de sus custodios originales compartieran las creencias religiosas. Asimismo, hay que tener en cuenta que las máximas autoridades penitenciarias delegaron en los dos líderes del pentecostalismo carcelario (Zuccarelli y Tejeda) la atribución de escoger a cada uno de los internos, guardias e integrantes del equipo técnico y profesional, además de brindarles una inusitada potestad que les permitía establecer novedosas reglas de convivencia y delimitar las estrategias que permitirían su ejecución.
La implementación de la administración pentecostal carcelaria implicó una activa y permanente negociación entre los distintos actores del proceso: internos, líderes del pentecostalismo carcelario, autoridades del SPB y referentes de iglesias y congregaciones del exterior que con su activa participación y provisión de recursos -en el más amplio sentido del término- hicieron posible la experiencia. No sólo permitió mejorar las condiciones de detención y la satisfacción de las necesidades de los internos, sino que abrió paso a la implementación de nuevas formas de poder, ascenso y liderazgo.
Emergencia y configuración de la cárcel-iglesia
Los orígenes del pentecostalismo carcelario se encuentran en el año 1983, cuando el joven diácono evangélico Juan Zuccarelli, enterado de un motín, decide ir a la cárcel de Olmos para tratar de apaciguar los caldeados ánimos de los internos, a través de la prédica del evangelio. La negativa de las autoridades penitenciarias manteniendo la hegemonía de la tradición católica institucional, fue contundente. El tenaz joven no se resignó a la prohibición y decidió inscribirse al curso de guardiacárceles del SPB; pocos meses después se encontraba trabajando en la cárcel que le había negado el acceso, es decir la emblemática Unidad 1 de Olmos. Este devenir, que abarcó desde la iniciática prohibición penitenciaria de ingreso, hasta la autorización de los primeros pabellones exclusivos y la posterior inauguración de una cárcel para evangélicos demandó casi una década e implicó incontables negociaciones, concesiones, acuerdos, estrategias y luchas.
Hábilmente Zuccarelli encontró un fuerte motivo de alianza entre los internos y autoridades que radicó en el rechazo hacia la explotación sexual que los presos con mayor trayectoria ejercían sobre los internos más jóvenes. Dichas prácticas condenables eran parte del paisaje cotidiano de la realidad carcelaria y en torno a ellas giraba todo un dispositivo de intercambios que, al mismo tiempo, reforzaba las jerarquías de los tradicionales líderes ‘tumberos’ o ‘porongas’. La iniciativa de rescatar a los internos más vulnerables implicaba enfrentar a los presos más ‘pesados’ y, por ende, abría paso a la posibilidad de una redefinición del sistema de autoridad intramuros.
En 1985, es decir un año después de la llegada de Zuccarelli, se realizó un emblemático acto-culto, al que sin saber de qué se trataba, asistieron más de trescientos presos que no podían retirarse porque un guardia, colaborador de Zuccarelli, había puesto candados en las aberturas. La prédica estuvo a cargo del evangelista José Luis Tessi (quien ya venía frecuentando informalmente la unidad por invitación de Zuccarelli) y el resultado fue que alrededor de cien presos se conviertan al evangelismo. Estos sucesos trastocaron las rígidas estructuras del SPB, que, a partir de la conversión masiva, no tuvo más opción que dar lugar a la realización de cultos evangélicos. A raíz de ello se establecieron encuentros regulares entre los nuevos convertidos, quienes con sus nuevas actitudes se empezaban a diferenciar del resto de la población penitenciaria. Para 1986, Olmos contaba con dos pastores intramuros, García, nombrado pastor antes de su detención y Chiquito Delgado, primer pastor ungido por un ministerio carcelario. En ese mismo año ocurre un hecho límite cuando treinta internos violan a un evangélico. La crueldad de la agresión derivó en una crisis profunda para Zuccarelli, la que también le permitió fortalecer el ministerio carcelario. El líder de la gobernanza pentecostal tiene en ese momento la idea de solicitar a las autoridades del SPB un pabellón exclusivo para presos evangélicos, separado y vedado para otros presos, con el fin de preservar la integridad física y brindar espacios capaces de mejorar la calidad de vida. Las autoridades acceden a la propuesta de Zuccarelli y en 1987 nace el primer pabellón cristiano evangélico, con una impronta que luego asumirán los que le sucedieron. Los internos llevan el pelo corto, están perfectamente afeitados, erradican el léxico tumbero, se respetan internamente, ceden el 10% de sus pertenencias, no se agreden entre sí y le dedican gran parte de su tiempo a la oración y a la lectura de la Biblia.
Finaliza 1987 con los evangélicos ocupando un pabellón en cada uno de los cinco pisos de la Unidad 1 de Olmos, incluyendo el tristemente famoso 4º piso o el ‘piso de los elefantes’ (históricamente ocupado por los criminales más ‘pesados’ en la jerga), espacio que tuvo que ser arrebatado por la fuerza penitenciaria.
Si bien había que mantener las negociaciones en el marco de una lucha permanente, la espacialización alcanzada por la experiencia de la cárcel-iglesia les permitió alcanzar estabilidad y garantizar continuidad. Zuccarelli debió establecer acuerdos con los internos, los custodios, las autoridades del servicio, mas también con los pastores y referentes de las iglesias del exterior. En 1989 aquel fue nombrado pastor por la Unión de Asambleas de Dios siendo entonces propuesto responsable del culto no católico, primer reconocimiento institucional que le otorgó una legalidad que le estaba faltando a su ministerio carcelario.
En 1990 se sumó a la gestión, luego de convertirse al evangelismo por la prédica de un interno, el oficial penitenciario Daniel Tejeda. El contexto de la conversión de Tejeda nos permite observar otra de las claves fundamentales para la expansión pentecostal carcelaria. Ésta es la actitud militante de la mayoría de sus seguidores, los que sin dejarse intimidar por roles o posiciones se lanzaban a la tarea evangelizante -aún a riesgo de ser sancionados- como en el caso del interno que se atrevió a ministrar al, en aquel momento severísimo, jefe Tejeda. La aceptación de la fe pentecostal implicaba la asunción de un nuevo régimen de valores donde los fieles se sienten contenidos y liderados por una autoridad espiritual capaz de trascender otro tipo de investidura. Para el caso, Tejeda -siendo un oficial en carrera ascendente y dentro de una organización jerárquica fuertemente estructurada como es el SPB- se subordinó explícitamente a la autoridad de su pastor y líder -el suboficial penitenciario Juan Zuccarelli- es decir, se subordinó a quien era inferior en grado.
El rol de Tejeda fue fundamental para el pentecostalismo carcelario. Entre otras cosas, Tejeda fue el pensador y el impulsor del cargo de responsable de culto no católico, adjudicado a Zuccarelli en 1991, nombramiento que puede ser interpretado como el primer beneplácito oficial que las autoridades del SPB concedieron a la gobernanza pentecostal. En 1992 Zuccarelli es relevado de sus tareas administrativas y se autoriza su dedicación exclusiva al ministerio carcelario.
Estabilización y auge de la cárcel-iglesia
En agosto de 2002 el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, establece el marco legal que habilita al jefe del Servicio Penitenciario a crear unidades para internos apostólicos romanos y cristianos evangélicos, las que funcionarían como experiencia piloto de autogestión confesional bajo el régimen semiabierto. Días después se publica la resolución N° 3.937 que exhorta la inauguración de la Unidad 25 de Olmos (antes pabellones, sectores dentro de la Unidad 1) como destino exclusivo de internos que profesen y practiquen activamente la confesión cristiana evangélica.
A diferencia de los primeros pabellones evangélicos, la nueva Unidad 25 junto a la denominación del Ministerio Carcelario, adquiere identidad propia a través de su nombre Cristo La Única Esperanza. La decisión gubernamental procuró replicar la experiencia de los sectores exclusivos pero esta vez a escala carcelaria. El apoyo institucional implicó dotar a la unidad de los atributos fundamentales para garantizar un desenvolvimiento acorde a lo esperado. Por su parte, Daniel Tejeda fue nombrado jefe de la Experiencia Piloto, eufemismo creado por las autoridades del SPB, para sortear el listado de oficiales mejor posicionados para acceder al cargo de Director. Las autoridades penitenciarias dotaron a los referentes del accionar con potestades y autoridades excepcionales, que los habilitaban a tomar todas las decisiones vinculadas con la unidad, por lo que el tándem Zuccarelli/Tejeda pudo elegir personalmente a cada uno de los internos que se trasladaban a la cárcel-iglesia y de igual manera decidir quiénes serían los futuros custodios y el plantel completo de personal que se iba a desempeñar en la cárcel evangélica.
Otra cuestión que incidió favorablemente en la administración de Cristo La Única Esperanza fueron las características edilicias de un penal considerablemente pequeño y el tipo de reclusión definido como cárcel de seguridad atenuada y de autodisciplina, lo cual creó concesiones de circulación -interna y externa- poco convencionales si las comparamos con una cárcel de mediana o máxima seguridad. En tal sentido, el régimen de autodisciplina amplía el horizonte de desplazamiento de manera impensable para el encarcelado de una unidad tradicional, a la vez que facilita las condiciones y posibilidades de acceso y permanencia de familiares y visitantes. Hay que resaltar además que la capacidad de la U25 es de 250 plazas lo cual implica una diferencia esencial con la Unidad 1, la que fue construida para alojar a 1.800 internos (sin contar sus altos índices de hacinamiento).
Los referentes de la gobernanza pentecostal tenían además la potestad de decidir la permanencia y los traslados de sus internos, lo que sumado al hecho de que sólo los detenidos que así lo elegían podían permanecer en la unidad, dotaba a Cristo La Única Esperanza de otra de sus características fundamentales; esta vez vinculada con las peculiaridades de su población y en clave a sus singulares formas de administración religiosa intramuros. Al respecto, algunas indagaciones ponen de relieve que el abordaje integral del fenómeno pentecostal carcelario exige comprender que sus formas posibles de habitabilidad son tan flexibles como dinámicas y variadas (Brardinelli y Algranti, 2013). En relación con la dimensión espiritual del fenómeno y sus implicancias a la hora de organizar la cotidianeidad carcelaria, Algranti (2011) avanza sobre el significado de las convicciones religiosas para afirmar que en el mundo interno de las creencias conviven la lógica de la pertenencia y una lógica objetiva -pero a la vez subordinada- de las ideas, lo que conlleva la adhesión a un sistema de creencias, junto a definiciones particulares de la realidad y, por ende, múltiples maneras de habitar los espacios que se derivan de la misma. Por eso asegura que: “creer implica situarse -tal vez en el centro, al costado, a medio camino o en los márgenes- respecto de un entramado de relaciones y su definición fuerte de lo real” (Algranti, 2011: 40-41). No se trata de internos más o menos creyentes, sino de convicciones que se configuran a partir del asentimiento o la conformidad respecto de un conjunto de representaciones (Algranti, 2011).
En tal sentido, y en alusión a sus propias trayectorias, nuestros entrevistados dejaron ver a lo largo de las conversaciones que no todos los internos de la U25 llegaban motivados por convicciones espirituales y se constató que muchos de los reclusos de la cárcel-iglesia no eran religiosos, sino que la elegían como destino dadas las condiciones de detención que ofrecía. De tal peso eran esas razones, que promovieron transformaciones y aseguraron su continuidad.
Una fue la posibilidad de una pacificación intramuros, y ello por al menos dos cuestiones fundamentales: la primera es que a diferencia de las cárceles tradicionales, donde la satisfacción de las necesidades básicas se gestiona a partir de la violencia y el quebrantamiento de otros internos, en la U25 se prohibían las agresiones y se garantizaba la satisfacción de las necesidades básicas como así también, el acceso a los recursos indispensables que incluían desde indumentaria, hasta artículos de higiene personal, una cama, un lugar en la mesa, entre otros. La provisión de recursos dentro de la cárcel evangélica se garantizaba por la práctica aceptada y generalizada del diezmo, a partir de la cual cada detenido debía ceder una parte de las provisiones que les llevaban sus familiares. Si bien el compartir voluntariamente los recursos genera lazos afectivos y un sentido de pertenencia y autoestima entre los internos (Míguez, 2008), como contrapartida su carácter obligatorio desencadenaba formas negativas de reciprocidad, puesto de manifiesto en un malestar personal frente a lo que algunos consideraban un avasallamiento a su decisión, además de una actitud de permanente escrutinio y desconfianza hacia los responsables de la administración de este fondo común. Como sea, podemos pensar que cubrir las necesidades básicas de los internos, podía resultar un aliciente y multiplicar las adhesiones al pentecostalismo carcelario.
El segundo aspecto a resaltar en orden a la pacificación, es que en Cristo La Única Esperanza se promovía el acceso a recursos intangibles como las visitas de los propios familiares y, para quienes no los tenían, la posibilidad de establecer lazos afectivos con personas que, a través de iglesias del medio libre, concurrían asiduamente a la cárcel evangélica. Tanto así que varios de los internos que entrevistamos iniciaron relaciones de pareja e incluso se casaron con hijas de pastores que los visitaban. Otro dato para nada menor es que la gobernanza pentecostal carcelaria entre sus requisitos imponía la finalización de los niveles de educación formal obligatorios, como la participación en los estudios bíblicos, lo que habría nuevos horizontes alentando proyectos a futuro: algunos a través de la formación universitaria o de oficios y otros mediante el proceso de liderazgo religioso intramuros o en el medio libre.
En el proceso de estabilización e institucionalización, la gobernanza pentecostal consiguió operar satisfactoriamente -a decir de líderes religiosos e internos- bajo esa condición dramática que reseñamos en el primer acápite: los internos convivían sin distinción de causas ni condición procesal, lo que equivale a decir que, generalmente, ladrones, violadores, asesinos, condenados y procesados, compartían los mismos espacios. Pudimos observar cómo la cotidianeidad ofrecida en Cristo La Única Esperanza generaba fuertes lazos de adhesión y compromiso. Ahora, ¿cómo conseguir esa adaptación a las estrictas normas evangélicas que sintetizamos? ¿cuál fue el instrumento de control interno capaz de otorgarle a los propulsores del pentecostalismo carcelario, la capacidad para controlar y encauzar a reclusos con amplias trayectorias delictivas, con antecedentes de intentos de fuga o de agresiones graves hacia otros presos, mediante una fuerte identificación religiosa y autodisciplinante?
La institucionalización y sus avatares burocráticos
La amalgama penitenciario-religiosa que condensaron los fundadores de Cristo La Única Esperanza, permitió sintetizar dos lógicas en principio contradictorias y en apariencia irreconciliables, por medio de un ejercicio de negociación asertivo y complejo. Principios como los de autodisciplina y control horizontal dieron lugar a una administración carcelaria signada por un régimen tan innovador como jerárquico que, definitivamente, trascendía ambas nociones.
La gobernanza carcelaria pentecostal, logró implementar un mecanismo de contención intensivo y de control propio y eficaz. Un mecanismo desdoblado de contención resulta apropiado para describir el dispositivo que combina lo penitenciario y lo religioso, sintetizando los intereses de ambos sectores. Sus principales atributos fueron su notable flexibilidad para la combinación y aplicación de recursos y acciones, ampliando los límites de la contención espiritual como de otras formas de coerción. Se trata de un instrumento jerárquico y a la vez horizontal, integrado por todos los eslabones de la cadena de mando espiritual (pastor, co-pastor, siervo de pabellón, de pieza, etc.), que garantizaba permanente cercanía y, por ende, era capaz de detectar y desactivar conflictos, incluso, antes de que estos se produzcan. La alternancia observada entre actitudes fraternas y hasta cariñosas (un abrazo del pastor al conflictivo por ej.), pero también llamados de atención ásperos y directos, o imposición de castigos como pasar largos ratos de oración de rodillas, hasta incluso la coerción física o la amenaza de traslado de la unidad formaban parte de un acuerdo tácito. Estos comportamientos eran comprendidos por los internos en el marco de un fuerte compromiso con la administración pentecostal carcelaria, sea por convicción religiosa, sea porque no se estaba dispuesto a perder las condiciones de detención que les garantizaba la Unidad, en cualquier caso, dispuestos a delatar a quienes pudieran poner en riesgo la continuidad de la experiencia. Proceso riguroso, pero sumamente flexible en el que los mecanismos de coerción y consenso se combinan y desdoblan en una u otra dirección, en un proceso de adaptación que incluye posturas diversas que van desde la aprobación a la resignación pragmática. Así lo evidencian nuestros entrevistados al describir el papel de los líderes intramuros inclinándose bien hacia la coerción, o bien hacia el consenso, y en cualquier caso, condicionados por los propios estilos de gestión de cada referente.
La rutinización, la ritualización y la normativización alcanzada por la experiencia permitió la tipificación recíproca de acciones entre los actores, mediante un conjunto de interacciones sostenidas en el espacio y a través del tiempo trascurrido. Este proceso que llamamos de institucionalización supuso también una formalización de comportamientos cada vez más previsibles y controlados, ahora normativamente (Turner, 1990; Berger y Luckmann, 1993). Fue acompañado por una burocratización de la administración, lo que conllevó aspectos negativos que en general resumimos en las críticas a las burocracias públicas. Al respecto, en 2005 las autoridades del SPB deciden que Tejeda abandone la jefatura de la U25 siendo trasladado como director de la U28 de Magdalena, unidad de régimen cerrado de máxima seguridad con capacidad para 1.000 internos. Un año después se registra en Cristo La Única Esperanza, un fuerte enfrentamiento entre los fundadores de la U25 y su nuevo director, el prefecto Daniel Suárez, funcionario evangélico pentecostal impuesto por el SPB. En dicha discrepancia parece hallarse el principio del fin de la autoridad -por largo tiempo inobjetada- de Zuccarelli y de Tejeda dentro de la unidad que ellos mismos pergeñaron. Y no pasó mucho tiempo hasta que eclosionara una nueva divergencia, esta vez encarnada por Juan Park, un pastor coreano que originalmente había sido parte de la gobernanza carcelaria y fue nombrado capellán de la U25 por decisión unilateral del SPB, colisión que implicó mucho más que un enfrentamiento entre líderes religiosos y determinó el alejamiento de Zuccarelli.
Los fundadores perdieron autoridad penitenciaria en la cárcel-iglesia, y dejaron de ser los jefes espirituales de los internos. A partir de allí, serán otros los que impartirán consignas, beneficios y castigos. Ahora las alianzas fortalecen a religiosos, pero más identificados con el SPB como en el caso del prefecto Suárez en tanto nuevo líder espiritual. En ese mismo contexto se destituye al pastor ungido por Zuccarelli y Tejeda, y se consagra otro elegido y avalado por la nueva gestión. Asimismo, con dichas partidas, se conjugan oportunidades de ascenso y liderazgo también para los internos. Es evidente que la partida de Zuccarelli y Tejeda no afectó a todos los involucrados de la misma manera. Para algunos fue una gran derrota; en ella ubicamos a los fundadores del evangelismo carcelario y a los internos que pertenecían a su núcleo duro. Para otros actores fue un nuevo comienzo y el augurio de otras oportunidades de poder y de liderazgo. El propio Zuccarelli en una de las entrevistas nos llamó la atención sobre el poder de los internos a la hora de sostener u obstaculizar las decisiones de sus líderes, especialmente cuando relacionó su alejamiento con la pasividad de los internos frente a los sucesos.
En febrero de 2008, dos años después del alejamiento de Zuccarelli y Tejeda, las autoridades penitenciarias intervienen la cárcel evangélica a raíz de un incumplimiento de sus deberes por parte de Suarez (quien pasa a disponibilidad y es posteriormente enjuiciado) (7). La imagen de la U25 se deteriora y se ciernen sobre ella drásticos cambios, hasta que en octubre de 2010 la Resolución N° 1.938 del Ministro de Justicia, la transmuta en una cárcel para internos mayores de 60 años y valetudinarios, con problemas de salud.
La reorientación de la U25 no va acompañada de los recursos y coordinación necesaria en pos de un sistema oficial de contención y cuidado para la nueva población. Estos detenidos mayores, que estaban distribuidos en diversos penales y cuyas dolencias parecían esfumarse entre la masa poblacional de cada cárcel, ahora se aglutinan y visibilizan. Los líderes del pentecostalismo intramuros encontraron en la permanencia de un grupo de aproximadamente 30 internos jóvenes una estrategia de negociación con las autoridades para ocuparse -con su ayuda- de la atención y cuidado de los ancianos más vulnerables, a cambio de conservar los espacios y atributos del ministerio carcelario. Este quid pro quo funcionó en principio, aunque al tiempo, los referentes religiosos tuvieron que defender lo conquistado ya que, poco a poco, las autoridades comenzaron a recortar los beneficios que habían acordado. Los integrantes de la pastoral comentan en las entrevistas que mucho tuvo que ver la alta rotación de directores en la unidad y de los jefes de penal, los cuales no llegaban a durar más de tres meses: “En un año llegamos a contar cuatro” . Este recambio de funcionarios implicó una constante revisión de las reglas y concesiones. El poder de los líderes intramuros se iba desvaneciendo no solo en relación con las autoridades y los encargados del SPB sino también frente a los internos. Sin embargo, por aquel entonces ninguno de los entrevistados planteó la posibilidad de renunciar a la cadena de mando espiritual o pedir su traslado: el beneficio de estar en este lugar y no en unidades convencionales (aún en pabellones cristianos) parecía seguir siendo un buen motivo para afrontar las inconveniencias que la falta de respaldo penitenciario les ocasionaba.
Entre los meses de marzo y junio de 2016, por decisión de la entonces directora de la U25, Prefecto Mayor María Adriana Freire, el remanente de internos jóvenes fue trasladado. El último en ser derivado fue el pastor intramuros de ese momento quien ya se encontraba gozando del régimen de salidas transitorias (y que actualmente participa de un grupo compuesto por aproximadamente 30 ex - internos de la cárcel evangélica). En palabras de uno de nuestros entrevistados: “Fruto de esa unidad hay muchísimas cosas buenas, que surgieron a granel y lo más importante de eso es que esa unidad forjó siervos que hoy están sirviendo y pastoreando y eso es una bendición” (David, 2018).
En la actualidad, los adultos mayores de la U25 continúan siendo asistidos en sus necesidades más urgentes, aunque por una pastoral evangélica muy diferente a la de antaño. Las prácticas evangélicas, en menor expresión, son mantenidas a través de una pequeña pastoral, esta vez compuesta por internos mayores de 60 años, los que no tienen ya la vitalidad ni la capacidad de innovación del mando espiritual que caracterizó la experiencia iniciada en 2002, ni tampoco conservan esa combinación virtuosa de lo religioso y lo penitenciario.
Conclusiones
El desarrollo de este giro no convencional en materia de redefinición de espacios carcelarios como de nuevos lenguajes espirituales, se da en el marco de cambios legales e institucionales, tendencias teórico-metodológicas y motivaciones de agentes penitenciarios, profesionales y funcionarios que forman parte del campo socio-jurídico de actuación, y que buscan dar una vuelta de página al modo sociopolítico instituido en el siglo XX. La experiencia de la Unidad 25 Cristo La Única Esperanza, del Complejo Penitenciario Lisandro Olmos, que hemos sintetizado a los fines del objetivo de este artículo, pone en evidencia el ejercicio del poder, así como el modo en que aun instituciones cerradas, rígidas y militarmente jerarquizadas, exhiben un margen de flexibilidad que les permite adaptarse a los cambios y demandas sociales, incluso de manera anticipada a su oficialización institucional, en un movimiento ascendente desde las bases hacia las jerarquías institucionales, tanto estatales como religiosas.
El proceso de institucionalización de la gobernanza pentecostal carcelaria de la U25 no fue solo resultado de las concesiones penitenciarias, sino de una interdependencia y coordinación negociada que también requería del consenso y el apoyo manifiesto de los internos. De esta manera presentamos un sistema religioso de administración intramuros, compuesto por diversos grupos de actores, con intereses confluyentes y también contradictorios, donde el poder se diseminó mediante concesiones mutuas y en permanente negociación. Esta distribución de poder alcanzó una nueva síntesis de convivencia que permitió contemplar las demandas internas junto al mantenimiento del orden institucional. Quizás el logro institucional alcanzado tanto por los funcionarios públicos como por los líderes religiosos haya sido el haber podido convertir en sagrado el espacio por excelencia del hombre caído. El análisis nos remite a una mirada sobre la capilaridad del poder y el giro favorable que constituyó la gobernanza carcelaria pentecostal en favor de una mundanización de lo sagrado en el plano meso-institucional, inserto en la cotidianeidad de vida de los internos. La experiencia nos muestra la recuperación de tradiciones religiosas -lo que también se registra en otros campos de la protección y el cuidado- en favor de una humanización del trato intramuros; a la postre exhibiendo la contradicción de la modernidad: una ciencia que pierde de vista la vocación de servicio al otro, y una religiosidad que aun desde iglesias institucionalizadas, consigue recuperar trozos de humanidad de los sujetos en prisión.
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Notas