RECONSTRUCCIÓN HISTÓRICA DEL SURGIMIENTO DEL MODERNO MOVIMIENTO HOSPICE

Darío Iván Radosta
(Instituto de Altos Estudios Sociales/Universidad Nacional de San Martín, Argentina

RECONSTRUCCIÓN HISTÓRICA DEL SURGIMIENTO DEL MODERNO MOVIMIENTO HOSPICE

Scripta Ethnologica, vol. XLI, pp. 9-40, 2019

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen: Este trabajo tiene como objetivo reconstruir la trayectoria histórica del surgimiento y desarrollo del movimiento hospice, desde sus inicios (en los hospicios medievales) hasta su institucionalización. Este análisis historiográfico busca, más que ser una descripción de sucesos cronológicamente ordenados, dar alguna explicación respecto de cuáles han sido las condiciones de posibilidad que permitieron el nacimiento de este tipo de fenómenos: esto es, una filosofía de cuidado en el final de la vida asociada a una propuesta de humanización de la salud que toma como ejes fundamentales los conceptos de dignidad y persona. Para lograr esto se intentará, por un lado, dar cuenta de cómo el desarrollo del movimiento hospice se inscribe en procesos estructurales más amplios de cambio de los significados sociales y actitudes frente a la muerte y, por el otro, mostrar la vinculación existente entre este fenómeno y el desenvolvimiento de otro tipo de movimientos durante el periodo de posguerra, tales como los Cuidados Paliativos, la bioética (tanto en la práctica clínica como en la investigación con seres humanos) y aquellos ligados a la promoción del respeto por los derechos de los pacientes (mayoritariamente ligados a la práctica de la eutanasia). La necesidad de profundizar en la trayectoria del movimiento hospice desde sus inicios premodernos se encuentra ligada al hecho de que en la actualidad este tipo de instituciones continúan siendo fieles al espíritu religioso originario con el que surgieron. Este espíritu, como veremos más adelante, se encuentra vinculado al cuidado de los moribundos desde una perspectiva filantrópica que da importancia tanto a los factores socioeconómicos — es un movimiento dirigido a personas generalmente pobres — como a la cura entendida, no desde un punto de vista biológico, sino como una cura del alma.

Palabras clave: hospice, Cuidados Paliativos, muerte, biomedicina.

Abstract: This work aims to reconstruct the historical trajectory of the emergence and development of the hospice movement, from its beginnings (in the medieval hospices) to its institutionalization. This historiographic analysis seeks, rather than being a description of chronologically ordered events, to give some explanation as to what were the conditions of possibility that allowed the birth of such phenomena: This is a philosophy of care at the end of life associated with a proposal of humanization of health that takes as its fundamental axis the concepts of dignity and person. In order to achieve this it will be attempted, on the one hand, to give an account of how the development of the hospice movement is inscribed in broader structural processes of change of social meanings and attitudes to death and, on the other, show the link between this phenomenon and the development of other types of movements during the post-war period, such as Palliative Care, bioethics (both in clinical practice and in research with human beings) and those linked to the promotion of respect for patients' rights (mostly linked to the practice of euthanasia). The need to deepen the trajectory of the hospice movement since its pre-modern beginnings is linked to the fact that today these types of institutions continue to be faithful to the original religious spirit with which arose. This spirit, as we shall see later, is linked to the care of the dying from a philanthropic perspective that gives importance to both socioeconomic factors — is a movement aimed at generally poor people — as well as to the understood cure, not from a biological point of view, but as a cure of the soul.

Keywords: hospice, Palliative Care, death, biomedicine.

Introducción

La muerte retrocedió y dejó la casa por el hospital: está ausente del mundo familiar de cada día. El [ser humano] de hoy, al no verla con la suficiente frecuencia y de cerca, la ha olvidado: se ha vuelto salvaje, y pese al aparato científico que la envuelve, crea más trastornos en el hospital, centro de la razón y de la técnica, que en el dormitorio de la casa, centro de las costumbres de la vida cotidiana.”

Philippe Ariès. Morir en Occidente (2008)

Para la realización de esta reconstrucción histórica se tomaron fundamentalmente dos tipos de fuentes: trabajos de investigación (tesis de grado y posgrado) que, o bien han elaborado algún tipo de rastreo del surgimiento y desarrollo de los Cuidados Paliativos y el movimiento hospice tanto a nivel internacional como nacional al tener como problema de análisis el cuidado en final de vida de pacientes terminales (Wainer, 2003; Alonso, 2011; Luxardo, 2010; Menezes, 2004; Canseco, 2009), o se han encargado específicamente del mapeo de la evolución histórica de este tipo de fenómenos (Clark, 2000;2007; Twycross, 1980; Montes de Oca Lomeli, 2006; Del Rio y Palma, 2007; Soldevilla Ros, 2015; Asensio, 2011; Centeno Cortés y Gómez Sancho, 1997; Centeno, 2006; Centeno et al., 2009; Conde Herranz, 2004; Doyle, 2005; García-García, 1998; Healy, 2004; Hockley, 1997; Humphreys, 2001; Luczak, 1997; Rojas y Hernández, 2004; Toscani, 2002; ) y páginas web de diferentes organizaciones ligadas tanto a los Cuidados Paliativos como al movimiento hospice (entre las más destacadas se encuentran aquellas pertenecientes a la National Hospice and Palliative Care Organization — https://www.nhpco.org/ —, el St. Christopher’s Hospice — https://www.stchristophers.org.uk/ — y la Sociedad Española de Cuidados Paliativos — o SECPAL — https://www.secpal.com/ —). (1)

La necesidad de profundizar en la trayectoria del movimiento hospice desde sus inicios premodernos se encuentra ligada al hecho de que en la actualidad este tipo de instituciones continúan siendo fieles al espíritu religioso originario con el que surgieron. Este espíritu, como veremos más adelante, se encuentra vinculado al cuidado de los moribundos desde una perspectiva filantrópica que da importancia tanto a los factores socioeconómicos — es un movimiento dirigido a personas generalmente pobres — como a la cura entendida, no desde un punto de vista biológico, sino como una cura del alma (Clark, 2000). Al mismo tiempo, Robert Twycross (1980) marca que tanto los hospicios medievales como los hospices católicos y protestantes establecidos durante el siglo XIX en Europa deben ser considerados como precursores del moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos (ya que será, por ejemplo, en uno de estos hospices en el cual se formará la persona que es considerada como la fundadora de este movimiento: Dame Cicely Saunders). Comenzaremos entonces repasando algunos registros históricos respecto del cuidado hacia los enfermos y moribundos para pasar a ver cómo se desarrollan en Europa estas primeras iniciativas consideradas premodernas (2).

Etapa premoderna (400-1905)

a) De la tradición hipocrática a los hospicios medievales (400-1842)

En la Antigua Grecia (siglos IV y V antes de Cristo) la tradición hipocrática no recomendaba el trato con enfermos incurables y/o terminales. Esto era debido a que el padecimiento de este tipo de enfermedades era interpretado como un castigo impuesto por los dioses a los seres mortales. Cualquier tipo de trato significaría entonces un desafío a la pena impuesta por las divinidades (Saunders, 1998). En un texto del libro hipocrático “Sobre el arte” ya puede vislumbrarse un claro rechazo a lo que hoy se reconoce, desde el movimiento hospice, los Cuidados Paliativos y la bioética, como encarnizamiento terapéutico: “la medicina tiene por objeto librar a los enfermos de sus dolencias, aliviar los accesos graves de las enfermedades, y abstenerse de tratar a aquellos que ya están dominados por la enfermedad, puesto que en tal caso se sabe que el arte no es capaz de nada”. Esta abstención al tratamiento fútil se basaba en una distinción entre dos tipos de enfermedades: las tiquéticas, o producidas al azar, y las ananquéticas, o de mortalidad inevitable. Las primeras podían ser tratadas mediante el “arte médico”, mientras que el tratamiento de las segundas, además de ser inútil, podía significar una ofensa hacia los dioses o un pecado contra la naturaleza (Conde Herranz, 2004; Lain Entralgo, 1983). En la medicina hipocrática, por ende, no existe ninguna asistencia específica destinada a los moribundos.

Esto va a ser modificado con el influjo de la cultura cristiana, la cual será legalizada por el emperador Constantino en el año 313 a través del Edicto de Milán (Asensio, 2011). El primer registro de la palabra latina hospitium (xenodochium en su versión griega) se utilizaba para designar el “sentimiento cálido experimentado por huésped y anfitrión” (Del Rio y Palma, 2007). Más tarde fue usado para nombrar a los espacios físicos en los cuales esa sensación era experimentada (dando lugar a las palabras hospicio y hospital). A partir del siglo IV comienzan a aparecer las primeras instituciones cristianas, inspiradas en los principios de la caridad evangélica, que llevaron este nombre. Primero en territorio bizantino, luego en Roma y finalmente por toda Europa. Estas instituciones van a ser consideradas los primeros hospicios u hospitales.

En Roma, el primer gran hospital fue fundado por una discípula de San Jerónimo, Fabiola, en tiempos del emperador Julián el Apóstata (SECPAL, 1997). Su objetivo era brindar atención a los viajeros, enfermos, huérfanos y demás segregados que llegaban a Ostia, el puerto de Roma, ya sea desde África, Asia o el Este — a diferencia de los hospitales romanos de la época que se dedicaban exclusivamente al cuidado de soldados y gladiadores lesionados en acción (García Yanneo, 1996) —. Durante la Edad Media surgieron un sinfín de establecimientos dedicados a albergar a los peregrinos, por lo que eran situados sobre las rutas más transitadas (por nombrar algunos ejemplos: el Camino de Santiago en España, el Hospital de San Marcos en León, la Abadía de Samos en Orense y el Castillo de los Templarios en Ponferrada, León). En estos lugares existía una finalidad caritativa antes que clínica, característica que va a ser propia de los hospicios premodernos. Quienes llegaban allí ocasionalmente lo hacían gravemente enfermos o moribundos. Allí eran acogidos, se les brindaba alimento y se intentaba curar todo aquello que fuera lógicamente alcanzable para el desarrollo científico-clínico de la época. Sin embargo, debido al escaso conocimiento en el trato de las enfermedades, la mayoría moría sin remedio, siendo cuidados hasta su muerte con un acompañamiento que ponía el énfasis en el bienestar espiritual de la persona.

Podemos ver entonces que los hospicios medievales no fueron en sí mismos un espacio dedicado exclusivamente al cuidado de los moribundos, sino un lugar de tránsito en el cual eventualmente las personas morían. Aún en el siglo XII San Bernardo de Claraval (1090-1153), un monje cisterciense francés, utilizaba la palabra hospice para señalar “el lugar de los peregrinos” (SECPAL, 1997). Posteriormente, ya en el siglo XVII, se encuentra la labor de San Vicente de Paul en Francia. Volcándose al cuidado de los pobres, fundó dos Congregaciones, los Sacerdotes de la Misión, o Lazaristas, y las Hijas de la Caridad (con ayuda de Santa Luisa de Marillac), las cuales promovieron la creación de varios hospicios en toda la región francesa que se dedicarían exclusivamente a la atención de pobres y enfermos. Las Hijas de la Caridad continuarían desarrollando esta labor. Su ejemplo sería imitado por los protestantes un siglo más tarde. Teodor Fliedner (1800-1864), un pastor protestante, y su esposa Frederika Munster, fundan una sociedad de enfermeras visitadoras llamadas las Diaconisas de Kaiserwerth. También crean un pequeño hospital en Kaiserwerth, Prusia, que es considerado el primer hospice protestante (Hilier, 1983; Hernández Conesa, 2001). Sin embargo, tal como lo marcan Del Rio y Palma (2007), la mayoría de estas instituciones tuvieron un final abrupto con la llegada de la Reforma.

Este recorrido histórico debe ser comprendido a la luz de lo que Philippe Ariès (2008, 2011) considera las actitudes de los occidentales frente a la muerte y los moribundos, específicamente lo que aparece para el autor como el pasaje de una muerte domesticada en la Edad Media a la muerte propia característica de la premodernidad (del año mil al siglo XIII). En el comienzo de la Edad Media, explica Ariès, nos encontramos con una actitud ante la muerte que presenta, a grandes rasgos, tres características distintivas: la primera es que la muerte se espera. En segundo lugar la muerte es una ceremonia pública y organizada. Finalmente se resuelve de una forma sencilla (ceremonial) despojada de dramatismos y emociones excesivas. Al mismo tiempo se da un desarrollo progresivo en el cual se borra la diferencia entre la Iglesia y el cementerio en cuanto a la cuestión de la sepultura de los muertos, a la vez que hay un pasaje desde una “promiscuidad” en la relación entre los vivos y los muertos hacia una sucesiva progresión de prohibiciones eclesiásticas. Como puede verse, destaca el autor, los individuos estaban tan familiarizados con la muerte ajena como lo estaban con la suya (por esto mismo la llama domesticada, porque no representa una ruptura con la continuidad de la vida social).

A medida que nos acercamos al siglo XIII la muerte pasará progresivamente de tener una familiaridad tradicional a ser más dramática y personal. Esta familiaridad tradicional contiene implícita una idea de destino colectivo. El ser humano padece en la muerte las leyes de su especie, y no existía una búsqueda por trascenderlas. Existen para el autor (Ariès, 2008) cuatro fenómenos que facilitan este pasaje: los cambios en la representación del Juicio Final. Se puede ver que en el mito religioso cristiano, en un comienzo, no hay lugar para las responsabilidades individuales. Esto cambia a partir del siglo XII con la nueva iconografía inspirada en Mateo en la cual los justos y los condenados son separados mediante un juicio: el pesaje de las almas por el arcángel San Miguel. En el siglo XII la inspiración apocalíptica y la evocación del gran retorno son más o menos borradas. La idea de juicio se vuelve mucho más fuerte a la vez que el libro cósmico del inventario de las buenas y malas acciones del universo (liber vitae) se convierte en un libro de cuentas individual. Sin embargo, el momento en que se cierra el balance no es el momento de la muerte sino el último día del mundo al final de los tiempos. Hay un rechazo a asimilar el fin del ser con la disolución física, y si bien se creía en un más allá después de la muerte, este no iba hasta la eternidad infinita.

La segunda cuestión será la forma en que la pelea entre Satán y la Trinidad, que en los siglos XII y XIII se realizaba en el fin de los tiempos, es llevada ahora a la habitación del enfermo. Dios pasa a la vez de ser un juez a ser un árbitro y testigo. En una segunda interpretación, el Juicio Final es reemplazado por una última prueba en la cual el moribundo debe evitar caer en la tentación de la desesperación de sus faltas, de la “vana gloria” de sus buenas acciones o del amor apasionado a las cosas y los seres. La iconografía de las artes moriendi por ende, reúnen en la misma escena la seguridad del rito colectivo y la inquietud de la interrogación individual. Se establece a su vez una relación mucho más estrecha entre la muerte y la biografía particular de cada individuo, pasando la muerte a ser un momento de condensación de toda la vida, en la cual el moribundo le da un sentido definitivo.

El tercer fenómeno será la aparición del cadáver en el arte y la literatura. La descomposición pasa a ser vista en la poesía como un fracaso del ser humano. Sin embargo, el autor distingue entre el concepto de fracaso en la Edad Media (una consciencia muy aguda de que se era un “muerto en suspenso”) y el tiempo contemporáneo, en el cual el fracaso vital no está relacionado con nuestra mortalidad humana. El autor concluye diciendo que entre los siglos XII y XV se produjo una reconciliación entre tres categorías de representación mental: la muerte, el conocimiento de cada uno de su propia biografía y el apego apasionado a las cosas y los seres que se poseyeron en vida. La muerte se convirtió en el sitio en el cual el hombre adquirió mayor consciencia de sí mismo.

Finalmente el último punto refiere específicamente a la individualización de las sepulturas. En la Roma antigua en un comienzo se conservaba la identidad de la tumba y la memoria del difunto mediante inscripciones, que desaparecen durante la época cristiana (a causa de confiar el cuerpo del difunto a la Iglesia). Sin embargo, a partir de los siglos XII y XIII comienzan a reaparecer en las tumbas de personajes ilustres (santos), junto con la efigie (evocación del beatificado reposando a la espera del Paraíso), llegando en el siglo XVII a pasar del completo anonimato a la breve inscripción y el retrato realista. A su vez en el siglo XIII se desarrollaron una serie de placas con inscripciones que traducían la voluntad de individualizar el lugar de la sepultura y perpetuar así la identidad del difunto. Justo con estas placas, en sus testamentos, los difuntos preveían (en vida) servicios religiosos perpetuos para la salvación de sus almas.

Para Ariès, entre el año mil y el siglo XIII se realizó una transformación histórica que podemos captar en el espejo de la muerte. La persona de la Edad Media se resignaba sin demasiada pena a la idea de que todos somos mortales. Por su parte, los occidentales se reconocen a sí mismos en su muerte: han descubierto la muerte propia. Hay en el relato de Ariès una clara tendencia a una individualización del morir, en la cual el moribundo aún no es despojado de su propia muerte (como sucedería más tarde en el siglo XX con el desarrollo y hegemonización del sistema biomédico). Esto explica en parte el hecho de que los hospicios hayan pasado progresivamente de ser un lugar de tránsito para peregrinos — con fines caritativos — a ser establecimientos dedicados exclusivamente al cuidado de los moribundos — mayoritariamente aquellos que se encontraban en los escalafones más bajos de la sociedad —. Podemos ver entonces cómo el cuidado de las personas en final de vida se encuentra estrechamente vinculado a las actitudes frente a la muerte y los moribundos que se manifiestas en una época y lugar determinados. A los hospices pioneros de mitad del siglo XIX y principios del XX, ligados a órdenes religiosas católicas y protestantes, corresponderá la labor de cuidar de quienes están muriendo teniendo como eje principal el acompañamiento espiritual.

b) Primeras iniciativas en el siglo XIX. Los hospices pioneros (1842-1905)

Será en 1842 cuando la palabra hospice va a ser utilizada por primera vez para designar específicamente el cuidado de personas moribundas. Esto sucederá en Lyon, Francia, cuando Jeanne Garnier promueva, a través de la Asociación de Mujeres del Calvario, la creación de hospicios (también llamados calvaries) por el país. Estos funcionaban como un lugar para los moribundos caracterizado por ser un ambiente familiar, de paz y de oración. El hospicio construido en París, desde 1971, se llama Maison Medicale Jeanne Garnier, y sigue siendo hasta el día de hoy una prestigiosa institución dedicada a brindar Cuidados Paliativos a personas con cáncer en estadío avanzado. La influencia que produce se expandirá más tarde, entre 1874 y 1899, a otros seis lugares en París y Nueva York. Es así como Anne Blunt Storrs funda, en 1899, el Calvary Hospital en Nueva York, siguiendo la inspiración de la misma Garnier (Clark, 2000). Esta institución también continúa dedicándose en la actualidad a brindar cuidados en el final de la vida a enfermos adultos con cáncer avanzado, brindando asistencia hospitalaria, ambulatoria y domiciliaria.

En paralelo a estos desarrollos la fundadora de las Hermanas Irlandesas de la Caridad (asociación que promovió la creación de diferentes hospices en países como Australia, Inglaterra y Escocia), Mary Aikenhead, establecería a partir de 1870 los primeros hospicios protestantes (también llamados Protestant Homes) en Dublín y en Londres: Our Lady’s Hospice (1879) y St. Joseph’s Hospice (1905) respectivamente (Centeno Cortés y Gómez Sancho, 1997). Este será un periodo en el cual se seguirían extendiendo por Londres este tipo de hospicios, con la fundación, en 1872, del hospice en el cual Cicely Saunders trabajaría siete años como enfermera voluntaria (1941-1948): el St. Luke’s Home for the Dying Poor (posteriormente llamado St. Luke’s Hospital). A finales del siglo XIX Rose Hawthorne organiza en Estados Unidos el grupo Servants of Relief of Incurable Cancer. Más tarde, en el año 1900, tomará los hábitos como Madre Alfonsa y formará la orden Dominicans Sisters of Hawthorne, orden que funda el Saint Roses Hospice de Manhattan, entre otros.

Todas estas iniciativas tienen en común una profunda preocupación por los moribundos y los pobres, lo que promovió la fundación de instituciones que los albergaran y sentó algunas de las bases necesarias para el surgimiento del moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos — no debe olvidarse tampoco el carácter epidemiológico de la época: la tuberculosis se estaba convirtiendo en la enfermedad característica del siglo XIX en Europa —. Clare Humphreys (2001) marca a este respecto que los tres ejes transversales de preocupación de estos hospices pioneros eran la religión, la filantropía y los valores morales. El énfasis del cuidado y el acompañamiento no recaían en la cura entendida en un sentido biológico sino en la cura del alma — podemos notar que el énfasis en el acompañamiento espiritual sigue siendo una característica compartida con los hospicios medievales, lo cual se relaciona con el hecho de que los hospicios sean instituciones vinculadas a órdenes religiosas —. Esto se relaciona directamente con el hecho de que la admisión de personas no se realizara sobre criterios clínicos sino socio-económicos: la enfermedad fatal, si bien condición necesaria para el ingreso, requería que la persona sufriera una condición de pobreza por la cual no contara con otra ayuda ni forma de asistencia.

Nuevamente, el análisis de Ariès arroja luz sobre las modificaciones en las actitudes de los occidentales hacia la muerte y los moribundos entre el siglo XVIII y el XX. Es en este momento de la historia en el cual se produce, para el autor, un cambio de una preocupación por la muerte propia de los sujetos (donde existe un fuerte proceso de individualización de la muerte) hacia una preocupación por la muerte ajena: la muerte del otro. Se da un nuevo sentido a la muerte en el cual se la exalta y dramatiza, lo cual queda reflejado en las modificaciones en el ceremonial de la muerte. Los asistentes son llevados por la pasión a desarrollar gestos y actos que se describen como espontáneos, producto de una intolerancia ante la separación. La sola idea de la muerte, ya conmueve. Otro gran cambio será la modificación de la relación entre el moribundo y su familia. Del testamento, por ejemplo, desaparecieron las cláusulas piadosas, la elección de la sepultura y la fundación de los servicios religiosos, transformándose en lo que es hoy: un acto legal de distribución de la fortuna. Según el autor, todas las cuestiones que fueron apartadas del testamento ahora serían transmitidas oralmente la familia, formada por estrechas relaciones de afecto y confianza que no necesitan ataduras mediante actos jurídicos. En el siglo XIX el duelo se desplegó con ostentación más allá de las costumbres. Un aparente retorno a las demostraciones excesivas y espontáneas de la Edad Media. Esto implica una mayor dificultad para aceptar la muerte del otro. La muerte temida no es entonces la muerte de sí, sino la del otro: la muerte tuya (Ariès, 2008).

En cuanto a la sepultura, la tumba se convirtió en una señal de la presencia más allá de la muerte como respuesta al rechazo de los sobrevivientes por aceptar la desaparición del ser querido. Se buscaba visitar al muerto en el lugar exacto de su entierro y que este lugar fuera propiedad del difunto y su familia. La sepultura entonces se convirtió en cierta forma de propiedad, generando un recuerdo que confiere al muerto cierta forma de inmortalidad ajena en principio al cristianismo. Este culto del recuerdo se extendió rápidamente del individuo a la sociedad, pensándose que la sociedad está compuesta a la vez de vivos y muertos, siendo estos últimos (a la vez que igual de significativos) la imagen intemporal de los primeros. Así, el cementerio recuperó un lugar físico y moral en la ciudad que había perdido en la Edad Media, ya que sus monumentos son las señales visibles de la eternidad de la ciudad. En adelante entonces, la presencia del cementerio se volvería necesaria para la ciudad.

Este pasaje histórico de la conceptualización de las actitudes de los occidentales frente a la muerte, sintetizado por Ariès en las figuras de muerte propia y muerte del otro, de ninguna manera anula el proceso de individualización de la muerte ocurrido entre el año mil y el siglo XIII. La muerte sigue siendo vinculada a una biografía específica a la cual se suma una profunda preocupación por la muerte del otro, en un sentido que sigue siendo espiritual antes que clínico, fenómeno que lleva a la proliferación de instituciones dedicadas a acompañar específicamente a quienes, como relata Ariès, han perdido ahora esa complacencia por la muerte que era característica de la Edad Media.

En un fragmento en el cual analiza la relación entre el enfermo, el médico y la familia entre el siglo XIX y el XX, Ariès narra la historia de los La Ferronays, una familia noble católica francesa que vivía en Italia por cuestiones políticas. De los diez hijos que tuvo el matrimonio cuatro murieron muy pequeños. A tres de los seis restantes se los llevó el “mal del siglo” (Ariès, 2008:240): la tuberculosis, cuando tenían apenas veinte años. En el diario publicado por una de las hijas, Pauline Craven, se cuenta en detalle el padecimiento y la muerte de Albert de La Ferronays. Ariès muestra algunos hechos interesantes que marcan la forma en la que era vivida la enfermedad en el siglo XIX. Para empezar, marca el autor, la tuberculosis es entendida por el propio Albert como una enfermedad inflamatoria. Aún en estado grave decide casarse con la hija de una familia protestante rusa, Alexandrine, en 1834. El autor remarca la extraña (vista desde hoy) indiferencia de la joven por el diagnóstico de la enfermedad. Recién en 1836, dos años después, decide buscar una explicación a la causa de los padecimientos de su esposo (episodios de asfixia y hemoptisis). Cuando se entera finalmente de que el padecimiento de Albert es una tisis pulmonar, toda esperanza de recuperación se derrumba. Sin embargo, explica Ariès: “si la tisis parecía entonces tan mortal como hoy el cáncer, ni el enfermo ni la familia expresaban la menor preocupación por conocer la índole del mal” (2008:242). Existía una completa indiferencia por el carácter científico de la enfermedad.

Al saber que Albert está condenado, el primer movimiento de Alexandrine es ocultarle la gravedad de su enfermedad. Ariès marca esto como una actitud nueva, que hubiera sido impensable dos siglos atrás. Como veremos más adelante, esta será una de las características de la actitud frente a la muerte que se desarrolla en Occidente en la primera mitad del siglo XX, cuando las personas pasen de morir en sus casas a morir en el hospital (lo que Ariès conceptualiza como la muerte prohibida). Albert muere finalmente en 1836 en Francia. En sus últimos días se celebra una misa en su habitación llena de gente, recibe la extremaunción y ofrece sus gestos y palabras finales a sus seres queridos. Este adieu aparece como un acto central de la ceremonia de la muerte. Mientras sus hermanas recitan la oración de los agonizantes, Albert se despide de este mundo a los veinticuatro años.

Luego de esto Ariès analiza “La muerte de Ivan Ilich”, de Tolstoi, obra escrita en 1886, como la representación de una etapa intermedia entre la complacencia de la muerte de la primera mitad del siglo XIX y la muerte reprimida, característica de la modernidad. Este relato servirá para poder vislumbrar las progresivas modificaciones en la significación social de la enfermedad y la muerte a medida que nos adentramos en el siglo XX, proceso que culminará con el modelo medicalizado de muerte moderna (Aisengart Menezes, 2004), en contraposición al cual se desarrollará la filosofía del moderno movimiento hospice en el periodo de posguerra.

Ante los primeros síntomas leves, destaca Ariès, Ilich consulta a los médicos. Ahora importa definir y nombrar la enfermedad. El enfermo es privado de su angustia existencial y acostumbrado a pensar, ya no como un individuo amenazado por su dolencia, sino como lo haría un médico: teniendo como única preocupación el diagnóstico. Ante el agravamiento de la enfermedad, aparece otro rasgo distintivo de la actitud de esta época frente a la muerte: se rompe la comunicación con el entorno, lo que genera que la persona enferma se cierre sobre sí misma. Quienes lo acompañan oscilan entre “jugar el juego del optimismo” y despojarlo, tratándolo como a un niño, de sus responsabilidades, su capacidad de reflexionar, observar o decidir. El no confesar la gravedad del mal se relaciona al mismo tiempo con el hecho de que, en la sociedad victoriana, existía ahora una inconveniencia del sufrimiento — aunque no aún de la muerte, marca Ariès —. Habiendo escuchado a su mujer y su cuñado rebelar su condición de moribundo, Tolstoi narra cómo éste era el gran tormento de Ilich, esa mentira (de la que a él también lo habían hecho participar) que rebajaba el acto formidable y solemne de su muerte.

Entre una y otra muerte (la de Albert y la de Ilich), menciona Ariès, no nos sorprenden sus diferencias, al mismo tiempo que no sorprende tampoco la semejanza entre la muerte de Ilich con los análisis de mitad del siglo XX respecto de la muerte en el hospital. Sin embargo, existen dos diferencias entre la muerte narrada por Tolstoi y la que se desarrollará progresivamente en los próximos periodos. En primer lugar se abandona al enfermo a su muerte lo más tarde posible. Se vacila aún en despojarlo totalmente de aquello que, aún en esta época, le sigue perteneciendo: su muerte (lo cual da la pauta del lugar que ocupa aún el acompañamiento espiritual en los momentos finales de la vida). La otra diferencia es que los ritos funerales conservan aún toda su necesidad y publicidad. Otro rasgo distintivo, no nombrado por Ariès, será el hecho de que el lugar de la muerte seguirá siendo el hogar. De aquí se deriva la importancia de la proliferación de instituciones como los hospices pioneros, que funcionaban, bajo su filosofía, como un hogar para aquellas personas pobres que se encontraban en los momentos finales de su vida. A este respecto hay que recordar que la mayoría de estos hospices, como el Our Lady’s Hospice y el St. Joseph’s Hospice, eran reconocidos como Homes for The Dying Poor, o sea, hogar para los moribundos pobres. Como se mencionó anteriormente, este criterio socio-económico de admisión será una característica que los hospices mantendrán en su variante moderna y hasta la actualidad.

Todo este análisis da cuenta de cómo el modelo contemporáneo de actitud frente a la muerte que se profundiza a principios del siglo XX ya se encuentra bosquejado en la burguesía de finales del siglo XIX. El relato de Tolstoi da muestra una creciente repugnancia a admitir públicamente la muerte (tanto la propia como la ajena), el aislamiento moral impuesto al moribundo (debido a la repugnancia que suscita y representa), la ausencia de comunicación que de ello resulta y la medicalización del sentimiento de la muerte propios de un modelo de muerte moderna.

La muerte y los moribundos en la primera mitad del siglo XX (1905-1967)

a) De la casa al hospital. La muerte prohibida (1905-1945)

El cuidado de los moribundos en la primera mitad del siglo XX será reconocido por haber atravesado un progresivo y constante proceso de medicalización de la vida social — y su contraparte, un progresivo alejamiento de la muerte de la cotidianeidad de los sujetos (Ariès, 2008) —. Entender el contexto de posguerra en el cual Cicely Saunders establece los principios del moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos, contraponiéndose a la tecnificación y deshumanización del cuidado en el final de la vida imperante en aquella época, es por ende dar cuenta de cómo la medicina moderna (biomedicina) llegó a constituirse como un saber hegemónico sobre el funcionamiento del cuerpo de los seres humanos y, por tanto, como agente legítimo de explicación, diagnóstico y terapéutica de las enfermedades — que pasaron de ser consideradas desviaciones morales (como podía verse en la tradición hipocrática) a presentarse e interpretarse exclusivamente como desviaciones biológicas (Menéndez, 1990; Conrad y Schneider, 1985; Conrad, 1982) —. ¿Cómo se da entonces este proceso de desarrollo y hegemonización de la medicina moderna?

En su análisis sobre “El Nacimiento de la Clínica”, Michel Foucault (2013) dio cuenta de cómo el pensamiento médico, a través de su inserción en los cánones del discurso científico, adquirió el status de moderno a finales del siglo XVIII. A comienzos del siglo XIX, poco tiempo después, la medicina emerge como el único referente en relación a la salud, la enfermedad, lo normal, lo patológico, el vivir y, por ende, el morir, dejando fuera a los demás saberes en competencia. Entre el siglo XVIII y XIX se dan en Europa y Estados Unidos una serie de procesos socio-históricos particulares que permiten que la profesión médica se manifieste como el instrumento idóneo para el control social de las desviaciones, ahora catalogadas como enfermedades. Las sociedades occidentales en esta misma época se encontraban atravesando procesos de secularización que comenzaron a convertir a la ciencia moderna en el nuevo legitimador del orden social (Wainer, 2003). Esta progresiva aprobación pública de un punto de vista científico, al mismo tiempo que aumentaba el status y poder de la profesión médica, contribuyó a la adopción de un enfoque médico para manejar las conductas desviadas.

El siglo XIX en su totalidad atravesará un proceso de profunda medicalización sobre todas las sociedades occidentales, dejando cada vez menos conductas y menos cuerpos fuera de su jurisdicción. Todas las partes de la vida social, desde el nacimiento de los sujetos hasta su fallecimiento — fenómeno que particularmente nos interesa — caerán bajo la injerencia de alguna parte de los saberes y las prácticas de la corporación médica. En ciencias sociales, tanto como en bioética, se utilizará el término medicalización para designar a esta incorporación cada vez más extensa de problemas de la vida social bajo las competencias de la medicina.

Para Martínez Hernáez (2008) existen tres momentos claves en la constitución del modelo biomédico como saber legítimo sobre el cuerpo, la salud y la enfermedad. El primero de ellos tiene que ver con la consolidación de un paradigma positivo en la medicina a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX (explicado también por Foucault en El nacimiento de la clínica). De un modelo botánico para el entendimiento de las entidades mórbidas se pasa a una incursión en el espacio de los órganos, con un énfasis en la percepción de las series lineales de acontecimientos (causas) que producen las enfermedades. Se genera entonces un modelo anatomoclínico que entiende toda afección como una alteración estructural o una lesión anatómica y da paso a la búsqueda de la enfermedad dentro del cuerpo.

Un segundo momento se vincula con el desarrollo de las teorías bacteriológicas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. La etiología de las enfermedades comenzó a entenderse como la acción de un microorganismo generador de disfunciones en el cuerpo humano. El descubrimiento gradual de los organismos patógenos termina por consolidar un modelo unicausal de las enfermedades — lo cual implica una etiología única y específica —. Finalmente, el tercer período se encuentra vinculado al desarrollo de la biología molecular, lo que genera un modelo de representación de la realidad basado en la información que se obtiene mediante la visualización de los principios intracelulares de los organismos biológicos (y el posterior advenimiento de la ingeniería genética como posibilidad de reprogramar este orden a partir del propio núcleo de su producción).

Insistiendo con Martínez Hernáez podemos ver, en este escueto desarrollo, varias cuestiones: la biomedicina se constituye, a través del modelo anatomoclínico, la teoría bacteriológica y la biología molecular, como un conocimiento científico y legítimo sobre el funcionamiento de los organismos que se sustenta en un paradigma unicausal y naturalista de la enfermedad, lo que provoca un deterioro de la capacidad de agencia de la subjetividad humana en el proceso salud/enfermedad/atención (Menéndez, 2003). La teoría de una etiología específica de las enfermedades se transformó en predominante, lo que llevó a la medicina a focalizarse en el medio interno (el cuerpo en sus aspectos biológicos) antes que en el externo (lo social).

En sus análisis Octavio Bonet (1999) marca cómo la cristalización de la biomedicina como un modelo legítimo y hegemónico sobre el cuerpo y la enfermedad se da en paralelo al establecimiento de una configuración individualista en la cultura occidental moderna (Dumont, 1979; 1987) que tiene como consecuencia el surgimiento de “una nueva concepción de la persona que coloca al individuo como valor supremo” (Bonet, 1999:123). La biomedicina, por tanto, no puede ser pensada si no es a partir de su conjugación con una epistemología mecanicista que individualiza a la persona a través de una concepción moderna del cuerpo, que se define, en palabras de Le Breton, como una separación del hombre del cosmos, de los otros y de él mismo (Le Breton, 2012). Dada la fractura ontológica que genera la división cartesiana entre mente y cuerpo, se establece para Bonet la tensión estructurante de la práctica biomédica: un dualismo entre saber y sentir que separa al ser entre sus dimensiones orgánicas objetivables y una incuantificable subjetividad. La representación anatómica del individuo en la biomedicina será para el autor la del cuerpo sin vida, donde no hay voluntad presente.

Eduardo Menéndez, por otro lado, acuña el concepto de Modelo Médico Hegemónico (2003) con el fin de abstraer las características estructurales de una conceptualización tipificada de la práctica biomédica, entre ellas: su biologicismo, a-sociabilidad, a-historicidad, la construcción de una relación médico/paciente asimétrica y subordinada, la exclusión del saber del paciente y su identificación ideológica con la racionalidad científica. Esta hegemonía de una teoría biologicista de las enfermedades se traduce en una legitimación de la biomedicina como saber profesional respecto de la salud, la enfermedad y el funcionamiento de los organismos biológicos. Esto implica la construcción de una autoridad sobre el cuerpo de los otros — los legos — que, basándose en la división artificial entre mente y cuerpo, le permite dejar de lado la subjetividad como parte de su accionar terapéutico tanto de diagnóstico como de cura (Menéndez, 2003; Good, 2003).

Para mediados del siglo XX nos encontramos ya con una biomedicina que ha sabido configurar una noción racionalista y biologicista de la persona que, insistiendo en la separación de sus capacidades objetivas y subjetivas, termina por dejar de lado la necesidad de una reflexión moral y ética frente a la pretendida neutralidad ideológica del aparato biomédico — por portar una base científica positiva basada en la biología (Freidson, 1978). Tal como lo denunciara el moderno movimiento hospice a partir de la segunda mitad del siglo XX, la medicina dejó de ver a la persona en su totalidad para focalizarse únicamente en sus características biológicas (este enfoque no-holista de la práctica clínica será entendido por este tipo de movimientos como un proceso creciente de deshumanización de la persona enferma).

En cuanto a las actitudes que se desarrollan en esta época frente a la muerte y los moribundos, es curioso notar que el análisis de Ariès, bajo la figura de muerte prohibida, también va a ubicar la muerte del siglo XX precisamente en el hospital, y al médico como el dueño legítimo del proceso de morir. A partir de la mitad del siglo XIX en adelante, marca el autor, asistiremos a una actitud nueva ante la muerte: antaño tan presente y familiar, ahora tiende a ocultarse y desaparecer, siendo vergonzosa y objeto de censura. El entorno del moribundo comenzó a protegerlo, negándole la gravedad de su estado — lo que en el relato de la familia de La Ferronays aparecía como algo novedoso e impensable, es ya parte de una actitud general hacia el morir —, siguiendo con un sentimiento característico de la modernidad: evitar a la sociedad y al entorno el malestar provocado por la irrupción de la muerte en medio de la felicidad de la vida, la cual debía ser –o parecer- siempre feliz.

Esta evolución se precipitará entre 1930 y 1950 por un cambio material importante: ya no se muere rodeado de los afectos de uno en casa, se muere en el hospital y a solas. El hospital comienza a ser pensado como el lugar privilegiado de la muerte. La muerte es vista entonces como una cuestión técnica lograda mediante la suspensión de los cuidados. La misma fue desintegrada, fragmentada en una serie de pequeñas etapas de las cuales no se sabe cuál es la muerte verdadera: cuando se pierde la consciencia, o cuando se pierde el aliento. Todas estas pequeñas muertes silenciosas borraron la gran acción dramática de la muerte, ya que nadie esperaría durante semanas un momento que ha perdido gran parte de su sentido. Los médicos y su equipo, amos de la muerte, se esfuerzan ahora por hacer la muerte “aceptable” para los sobrevivientes, los cuales solo tienen derecho a emocionarse en privado, a escondidas. Una pena demasiado visible ha pasado a ser señal de desarreglo mental, repugnancia o mala educación: mórbida. El duelo solitario y vergonzoso es el único recurso. La cremación será la forma predilecta de inhumación, anulando y olvidando al muerto mediante la total desaparición del cuerpo.

Nos encontramos a finales de la Segunda Guerra Mundial con un panorama en el cual la muerte se ha vuelto propiedad exclusiva de la medicina. Ésta se aleja, no solo del ámbito religioso, sino también de la cotidianeidad de las personas y de la vida social en general. Los moribundos pasarán a representar en esta época el fracaso del progreso técnico que prometía acabar con la totalidad de las enfermedades. La biomedicina, volcada completamente hacia la cura, va a encontrar el límite de su eficacia en estos pacientes fuera de toda posibilidad terapéutica. Recapitulando las características del modelo biomédico, nos encontramos con una clara identificación ideológica con la racionalidad científica — positiva —, lo que le permitió constituirse como un aparato objetivo y moralmente neutro, eliminando la necesidad de incorporar la dimensión subjetiva de los enfermos en el proceso salud/enfermedad/atención. Sumado a esto tenemos una explicación unicausal y biologicista (interna) de la etiología de las enfermedades, por tanto componentes como la historia o el entorno social de los individuos no tienen injerencia en los procesos mórbidos. Finalmente el poder que les otorga a los médicos la constitución de la biomedicina como un saber profesional y científico les permite excluir de la atención el conocimiento del paciente, por ser considerado un lego, y constituir una relación médico-paciente que será considerada años más tarde como paternalista.

La modificación de la relación médico-paciente a lo largo de este trayecto será expuesta por Ariès a través de los relatos ya mencionados. Al respecto del caso de la familia La Ferronays (1836), el autor muestra cómo el médico está completamente ausente. Unos años más tarde, una novela de Balzac nos muestra a un médico que, estando presente, no cura. Se dedica simplemente a aliviar los sufrimientos de la persona enferma, cumpliendo una función moral que en esa época sigue compartiendo con el sacerdote. Finalmente llegamos a la narración de Tolstoi sobre Ilich (1886), en la cual el médico se encuentra presente desde un comienzo, pero simplemente figura como un introductor al mundo especializado de la enfermedad — aún no ejerce “el poder” en la toma de decisiones, dirá Ariès (2008: 253), el cual es conservado tanto por el enfermo como por su familia —. El ciclo se cierra con un relato más, la muerte de un padre jesuita, François de Danville, en 1973. Aquejado por una leucemia, uno de sus compañeros comenta sus últimos momentos en el hospital: “vi que el padre Danville se soltaba de un tirón los brazos atados y se arrancaba la máscara respiratoria. Y me dijo lo que, creo, fueron sus últimas palabras antes de hundirse en el coma: ‘me despojan de mi muerte’” (2008: 254).

b) Críticas al sistema biomédico (1945-1967)

Tal como se mencionó en la introducción, el surgimiento del moderno movimiento hospice, cuyo hito inicial se considera la fundación del St. Christopher’s Hospice en 1967, no surge aislado de otros movimientos que planteaban una filosofía de cuidado en final de vida similar a la expuesta por figuras como Cicely Saunders o Elizabeth Kübler-Ross (consideradas por las instituciones pertenecientes al movimiento como dos de las principales fundadoras). Tanto los desarrollos de la bioética, como los movimientos en favor de los derechos del paciente y las mismas ciencias sociales se encontraban en el período de posguerra criticando varias de las características del sistema biomédico en cuanto al trato que daba a las personas moribundas. En este apartado intentaré hacer un análisis de las principales críticas que se hicieron al modelo médico de principios del siglo XX y cómo estas mismas fueron configurando lo que más tarde surgiría como la filosofía sobre la cual se sustenta el cuidado tipo hospice.

En el surgimiento de la bioética como crítica al sistema biomédico, si bien existen diversos factores, podemos dividir estos, a grandes rasgos, en dos tipos: aquellos sucesos que han generado un debate acerca de los límites de la vida, la muerte y la persona como entidad moral y aquellos que han significado una crítica profunda a los criterios a través de los cuales opera la práctica clínica (tanto en lo que refiere a investigación como a la atención de la salud). Estos, sin embargo, se encuentran obviamente entrelazados.

En el primer grupo de sucesos nos encontraríamos, por ejemplo, con el desarrollo de nuevas tecnologías en el ámbito clínico y científico — si bien esto tiene que ver con la manera en que se desarrolla la práctica clínica en sí misma, separo estas cuestiones del segundo grupo en cuanto lo que provoca el dilema moral que posibilita la reflexión ética no tiene que ver tanto con una crítica al sistema médico sino con las potencialidades propias del desarrollo técnico —, tales como el respirador artificial, la implementación de órganos artificiales, el trasplante de órganos, las técnicas de reproducción asistida y, en un extremo, la clonación y el desciframiento del genoma humano. Tal como lo marca Reiser (1984), el surgimiento de gran parte de los cuestionamientos éticos en el ámbito de la medicina clínica tiene que ver con la necesidad de tomar decisiones frente a cuestiones, antes impensables, y hoy posibles gracias al desarrollo de nuevas tecnologías. El respirador artificial permitió mantener con vida a pacientes en estado de coma irreversible. Esto, en conjunto con la posibilidad brindada por el trasplante de órganos, requirió que se reconceptualizaran los criterios para considerar muerta a una persona — y, en oposición, los criterios para considerarla viva —, lo que provocó además un profundo cuestionamiento ético en relación a la definición de los derechos de todos los involucrados en cada caso.

Por otro lado, en el segundo grupo, tenemos aquellos sucesos que dieron lugar al desarrollo de la ética en investigación clínica, y que están relacionados mayoritariamente con una crítica al modelo de investigación representado por las acciones de los médicos y científicos nazis durante la Segunda Guerra Mundial e investigaciones posteriores a este período — como los casos que se dan en Estados Unidos durante la década de 1960 (Rothman, 1991) —. Estos abusos, que ponían en riesgo la vida y salud de las personas sin ningún tipo de consentimiento o aprobación de su parte, pusieron de manifiesto, tanto en la bioética en general como en la ética en investigación en particular, consideraciones morales y éticas en torno a la autonomía y los derechos de los sujetos (lo que provocó, entre otras cosas, el fortalecimiento del consentimiento informado y la creación de pautas éticas internacionales para el desarrollo de investigaciones con seres humanos tales como el Código de Nüremberg o la Declaración de Helsinki). Cabe destacar también, como lo marcan Luna y Salles (1996, 2008), la existencia de una modificación sustancial en el proceso de cuidado y organización de la medicina. La precarización y especialización de la práctica médica generaron una despersonalización del proceso de atención de la salud que tuvo como correlato una relación médico-paciente denominada paternalista. Parte del surgimiento de la bioética tiene que ver con la acción política de movimientos sociales en favor de los derechos del paciente — particularmente aquellos que se encontraban en el margen de las posibilidades terapéuticas que brindaba la medicina (como pueden ser las personas con enfermedades terminales) —, lo que puso de manifiesto la necesidad de reflexionar acerca de nuevos valores y principios en el marco de la atención en salud.

Teniendo esto en cuenta, y aclarando que estos párrafos no agotan en ningún sentido todos los factores relacionados con el surgimiento de la bioética como reflexión moral en el ámbito de las ciencias biológicas, podemos notar que esta disciplina nace con dos énfasis fuertes: por un lado la búsqueda por priorizar el respeto por la autonomía y dignidad de las personas (tanto en la atención en salud como en la investigación) y, por el otro, la necesidad de una reflexión moral frente a un nuevo marco de conceptualización de los límites de la vida y la muerte (y, por tanto, de la persona entendida como entidad moral).

Por otro lado, Clark (2000) señala que en el periodo de posguerra se produce la secularización del movimiento hospice (y el surgimiento en consecuencia de su variante moderna). Este proceso se da por la necesidad de determinados sectores dedicados a la atención de personas en final de vida de poder contar con argumentos técnicos que les permitieran oponerse a los pedidos de eutanasia de los propios pacientes. La posibilidad de una muerte digna — una muerte en la cual los factores que pudieran provocar el pedido de aceleración de la misma estuvieran eficazmente controlados — da lugar a la creación de sociedades de apoyo a la eutanasia: la Voluntary Euthanasia Legalisation Society en el Reino Unido en 1935 y la Euthanasia Society of América en Estados Unidos en 1937. A su vez, Healy (2004) señala, con relación al Our Lady’s Hospice Harold’s Cross de Irlanda, una modificación en el perfil epidemiológico en las personas residentes en los hospices que se genera por la introducción de los antibióticos y la modificación del estado del cuidado médico en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Para el año 1953 se revierte la mayor proporción de ingresantes al hospice con diagnóstico de tuberculosis para ir aumentando de manera sostenida la cantidad de enfermos por cáncer. En estos momentos se genera también un cambio epidemiológico y demográfico en las sociedades industriales que conlleva un envejecimiento de las poblaciones por el aumento de la esperanza de vida y una proliferación de enfermedades neuro-degenerativas por sobre las infecto-contagiosas (Del Rio y Palma, 2007; Soldevilla Ros, 2015).

A comienzos de la segunda mitad del siglo XX el interés profesional y público por el cáncer se focalizaba en los tratamientos potencialmente curativos. Esto provocó que los moribundos fueran derivados a sus casas para morir debido a que los médicos desconocían cómo cuidarlos. En el seno de la medicina tuvo lugar un proceso de especialización y proliferación de nuevos tratamientos que seguían poniendo el énfasis en la rehabilitación y la cura. Esta actitud, entendida por parte de diferentes colectivos como una negligencia médica ante el cuidado de los moribundos, genera una preocupación que es estimulada por los hallazgos que se dan en las investigaciones de posguerra, en los cuales médicos, trabajadores sociales y cientistas sociales identifican nuevas dimensiones de la enfermedad — aspectos psíquicos, sociales, espirituales — que eran previamente ignorados. Diferentes estudios sobre estos nuevos aspectos psico-sociales del cáncer fueron afianzando un nuevo modelo de atención centrado en el conocimiento de la persona sobre su estado terminal, los significados que ésta le asigna a su trayectoria personal, su enfermedad, y la dignidad y una búsqueda por desarticular un modelo de atención médico fatalista y paternalista, en pos de generar un enfoque activo en la atención de los moribundos (3). Es en este contexto, en el cual el cuidado de personas con enfermedades terminales en fases avanzadas pasó a tener un lugar central en la práctica oncológica, que se produce el desarrollo de lo que será conocido como el moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos.

Todas estas críticas hechas al sistema biomédico comenzarán a gestar una emergente filosofía de cuidado dedicada específicamente a la atención de personas con enfermedades terminales en final de vida, que se construirá en oposición al modo problemático con el cual la biomedicina tendía a dedicarse al trato de este tipo de pacientes — aquel abandono indicado por Ariès en su conceptualización de la muerte prohibida o denunciado por Norbert Elías en “La soledad de los moribundos” (2009) —. Esta filosofía tendrá, a grandes rasgos, las siguientes características: un énfasis en la dignidad de los sujetos como condición intrínseca de la persona, la búsqueda por desarticular el paternalismo en la relación médico-paciente a través de hacer foco en el respeto por la autonomía de los individuos enfermos, la introducción de un enfoque holístico e integral de la enfermedad, el dolor y la muerte, que entienda a la persona como una entidad con múltiples dimensiones (de la cual la biológica es solo una — otras dimensiones serán la psicológica, espiritual y social), promover que la muerte vuelva a producirse en las casas, rodeado el moribundo de sus afectos, y no aislado en el hospital (lo cual derivará en la incorporación de la familia de la persona enferma como parte de la unidad de cuidado) y, frente a una biomedicina que ponía el énfasis en la cura de las enfermedades, presentar un enfoque cuyo eje principal es el cuidado y acompañamiento en el proceso de morir (cuando la enfermedad ya se encuentra fuera de toda probabilidad terapéutica).

Las madres fundadoras: Cicely Saunders (1918-2005) y Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004)

Dentro del moderno movimiento hospice las reformulaciones tanto conceptuales como clínicas elaboradas por Dame Cicely Saunders y Elizabeth Kübler-Ross en la segunda mitad del siglo XX son consideradas como pilares fundamentales de la filosofía de cuidado. Cabe por tanto, como parte de esta reconstrucción histórica, centrarnos brevemente en sus figuras. Tal como marca Wainer (2003), la labor de ambas debe ser comprendida como una respuesta a la demanda social de una época que procuraba mejorar la calidad y dignidad de las personas con enfermedades amenazantes para la vida.

Dame Cicely Saunders (4)

Cicely Saunders nació el 22 de junio de 1918 en Barnet, Hertfordshire, en el norte de Londres, Inglaterra, en el seno de una familia de clase media alta. A los veinte años, en 1938, estudió Ciencias Políticas, Filosóficas y Económicas en la Universidad de Oxford. En 1940 interrumpe sus estudios académicos para convertirse en estudiante de la carrera de Enfermería en la Escuela Nightingale de Formación del St. Thomas Hospital de Londres. Una lesión en la espalda la obliga a abandonar el ejercicio de la enfermería, por lo que, para seguir manteniéndose cerca de los pacientes, decide volver a Oxford en 1944, graduarse en Letras y hacer una diplomatura en Administración Pública y Social. A partir de allí comenzará su formación como trabajadora social hospitalaria.

La dedicación de Saunders al cuidado de los moribundos es explicada por ella misma como parte de su conversión religiosa en 1945, lo que la lleva a acercarse a los Evangelios y entender el trabajo con los pacientes terminales como una manera de agradecer a Dios su fe (SECPAL, 1997). Dedicándose profesionalmente al trabajo social en 1947 conoce a David Tasma, un judío polaco de cuarenta años, camarero de profesión, sobreviviente de los guetos de Varsovia, que padecía un cáncer inoperable y no contaba con nadie a su lado que pudiera cuidarlo. La relación profesional entre Saunders y Tasma se vuelve pronto una relación de profunda amistad. David encuentra el sentido de su vida y su enfermedad en varias charlas con Saunders acerca de la inexistencia de lugares en los cuales se pudiera cuidar de personas en circunstancias similares a las de él. Ambos comenzaron a pensar en un establecimiento en el cual existiera un personal entrenado para el manejo del dolor y otros síntomas que estuvieran más allá de lo físico, para que padecer una enfermedad incurable no genere tanto sufrimiento como el que le producía a David. Cuando Tasma muere en 1948, le deja a Saunders una donación de quinientas libras con el siguiente estímulo: “yo seré una ventana en tu hogar”.

Al mismo tiempo que realizaba sus labores como trabajadora social, Saunders ayudaba como voluntaria en el St. Luke’s Hospital (anteriormente llamado St. Luke’s Home for The Dying Poor), una casa para moribundos ubicada en Bayswater, en el centro de Londres. Allí se dedicó con especial atención a leer las memorias del centro, en las cuales su fundador, el Dr. Howard Barret, detallaba el tipo de trabajo que allí se realizaba (estas memorias serán reconocidas por la misma Saunders como una de las principales influencias en los planes iniciales del St. Christopher’s Hospice). Una vez que pudo resolver sus problemas de salud pidió permiso para trabajar como enfermera en el St. Luke’s Hospital. Allí fue incentivada por el mismo Dr. Barret a estudiar medicina ya que, según él, son los médicos los que abandonan a las personas enfermas. A los 33 años vuelve al St. Thomas’s Hospital Medical School y a los 40 años, en 1957, se gradúa como médica. Durante estos años, igualmente, continúa ejerciendo sus labores como voluntaria en el St. Luke’s Hospital, hasta 1958. A partir de allí y hasta 1965 toma posesión del puesto de investigadora en la Escuela de Medicina de St. Mary, desarrollando trabajos de investigación en el St. Joseph’s Hospice de Londres, hospice fundado por las Hermanas Irlandesas de la Caridad.

En esos siete años de trabajo en el St. Joseph’s Hospice se dedica a escuchar a los pacientes, tomar notas y hacer registros sistemáticos respecto a los resultados del control del dolor y otros síntomas. Allí desarrolla una de sus reformulaciones clínica más importantes. En su libro “Velad conmigo” (2011) la misma Saunders comenta que, cuando trabajaba como enfermera en el St. Thomas’s Hospital en 1941, disponían de una farmacopea muy limitada, a la cual progresivamente se irían añadiendo algunos medicamentos hoy ya incorporados en nuestra cotidianeidad, como los antibióticos y las sulfonamidas. Luego del día D aparece la penicilina y, pese a la existencia de morfina inyectable, esta solo se usaba esporádicamente. En 1948 Saunders se encuentra en el St. Luke’s Hospital con la administración regular, cada cuatro horas, de un cóctel Brompton modificado: se omitían el cannabis y la cocaína, y las dosis de morfina se ajustaban a las demandas del paciente. Entre 1951 y 1957 se produce una revolución en los fármacos disponibles para el control de síntomas: comenzándose a utilizar las primeras fenotiacinas, los antidepresivos, las benzodiacepinas, los esteroides sintéticos y los antiinflamatorios no esteroideos.

Las investigaciones de Saunders en el St. Joseph’s Hospice le permitieron dedicarse plenamente al análisis del dolor terminal y sus formas de alivio. Allí nota que los dos médicos generales que atendían en el hospital no prescribían morfina ni por vía oral ni en pautas regulares (confiando el alivio del dolor en las inyecciones a demanda). Es en ese momento que introduce una de sus principales reformulaciones en la práctica clínica, específicamente en lo relacionado al alivio del dolor: la administración, por vía oral, de dosis regulares de morfina cada cuatro horas. La intención era que el fármaco se anticipara a la aparición del dolor en el paciente y no que este tuviera que sentir dolor para solicitarlo por vía inyectable.

Al mismo tiempo Saunders buscó promover la introducción del concepto de “dolor total” en la medicina moderna, esto es, una unidad de dolor que implica tanto el dominio físico, como el psicológico, el social y el espiritual. Como lo indica Juan Pedro Alonso (2011), esta innovación conceptual respecto del control del dolor permitió entender la articulación entre sufrimiento físico y mental de una forma dialéctica. Ambas dimensiones se encontraban vinculadas de forma indisociable y en constante retroalimentación. Bajo estos parámetros se desarrolló una filosofía de acompañamiento, cuidado y escucha sensible de personas en el final de vida, en la cual la muerte era interpretada como un acontecimiento natural que forma parte de la existencia misma, por tanto todo enfermo terminal merece hasta el último momento el trato conforme a su dignidad de persona. Esto lleva también a Saunders a considerar al paciente en el contexto familiar, incluyendo a la familia como parte de la unidad de cuidado — un elemento fundamental de la filosofía de cuidado hospice — y a mantener una mayor apertura y flexibilidad frente a la persona enferma, con el fin de hacer sentir al paciente más como en “su casa” y menos como en “un hospital” (como veremos más adelante con la fundación del St. Christopher’s Hospice, Saunders mantiene la palabra hospice por ser un intermedio entre hogar y hospital).

Su trabajo dio cuenta de dos límites: uno profesional, el hacer prevalecer el cuidado por sobre la cura cuando este no es posible, y uno humano, ya que este cuidado debía realizarse desde la aceptación de la mortalidad, la vulnerabilidad y la finitud propias de nuestra condición, tanto desde el punto de vista del muriente como de todos aquellos que lo asisten. Esto provocó la necesidad de una nueva comunicación en la relación entre profesionales, pacientes y familiares. Finalmente otro de sus objetivos fue volcar todos estos nuevos conocimientos en la práctica médica general. Lejos de querer ser una “nueva especialidad médica”, los cuidados tipo hospice aspiraban a reformular las bases mismas de la labor clínica (Wainer, 2003).

La fundación del St. Christopher’s Hospice

En 1960 Saunders conoce a Olive Wyon, una teóloga ecuménica, y al obispo Evered Lunt de Stepney. Junto con ellos, y siguiendo el estímulo generado por la donación de Tasma, comienza a gestar la idea de establecer una fundación cristiana, abierta a la comunidad, que tuviera la fuerza subyacente que ella había visto en el St. Joseph’s Hospice. Ese mismo año se forma el Grupo Fundacional del St. Christopher’s Hospice, y una Comisión Directiva comienza a reunirse para sentar las bases de la futura institución. En 1965 estos objetivos fueron condensados en una Declaración Fundacional. Bajo el epígrafe “El objetivo de St. Christopher’s Hospice” podía leerse lo siguiente:

El St. Christopher’s Hospice está basado en la fe cristiana en Dios, a través de Cristo. Su objetivo es expresar el amor de Dios a todo el que llega, y de todas las maneras posibles; en la destreza de la enfermería y los cuidados médicos, en el uso de todos los conocimientos científicos para aliviar el sufrimiento y malestar, en la simpatía y entendimiento personal, con respeto a la dignidad de cada persona como hombre que es, apreciada por Dios y por los hombres. Sin barreras de raza, color, clase o credo.”

Finalmente, el 24 de julio de 1967, es fundado en la ciudad de Sydenham, al sur de Londres, el St. Christopher’s Hospice. Este hito es reconocido por los autores que escriben sobre la temática como aquel que da nacimiento al movimiento hospice en su variación moderna. Como a menudo ha recalcado la misma Saunders con relación a la donación de Tasma: “me llevó 19 años construir el hogar alrededor de la ventana”. El nombre hospice se mantuvo debido a la búsqueda de Saunders de sintetizar en una sola palabra aquello que se pretendía conseguir: un lugar de cuidado para las personas enfermas y sus familias que contara con la capacidad técnico-científica de un hospital y el ambiente cálido y de hospitalidad de un hogar. En este proyecto intervinieron personas que en la actualidad han adquirido renombre internacional, por mencionar solo algunas: el psiquiatra Colin Murray Parkes, cuyos análisis sobre los aspectos psicológicos del paciente moribundo contribuyeron a mejorar la atención en el cuidado en final de vida, y el experto en el uso de narcóticos y tratamiento del dolor Robert Twycross, quien se suma al equipo en 1971 (antes de esto mantenía contacto con Saunders en el St. Joseph’s Hospice) cuando aún era estudiante de medicina.

El St. Christopher’s, considerado el primer hospice moderno de la historia, se centró en tres actividades vinculadas entre sí: el cuidado clínico, la docencia y la investigación. Con relación a este último punto, Saunders continuó realizando trabajos de análisis con relación a las formas de alivio del sufrimiento en la etapa terminal. A finales de la década de 1970 publica en Londres Cuidados de la enfermedad maligna terminal (Saunders, 1980), una compilación que recoge toda la experiencia del equipo de St. Christopher’s Hospice en sus primeros años de trabajo, y que ha sido reeditado y traducido a múltiples idiomas (entre ellos el castellano). Durante los dieciocho años siguientes en los cuales estuvo a cargo de la Dirección Médica del hospice Saunders se encargó de ampliar los servicios con el fin de incluir atención domiciliaria y desarrollar un centro de formación especializado (cubriendo los otros dos pilares, además de la investigación, sobre los cuales se fundamentó la creación del St. Christopher’s: cuidado y docencia).

El trabajo de Saunders fue aclamado internacionalmente, lo que le valió varios premios y menciones alrededor del mundo. En 1985 cede la Dirección Médica del hospice al Dr. Tom West, para dedicarse a la gestión y administración de la institución (aunque manteniendo un rol activo como escritora, profesora y brindando su apoyo al desarrollo de proyectos que estudiaran el cuidado en el final de la vida). Para el año 1997 el St. Christopher’s Hospice ya se encontraba atendiendo a 1200 pacientes anuales. En el año 2000 finalmente renuncia a su cargo de Gerente en el St. Christopher’s para asumir el cargo de Presidente/Fundadora, y poder dedicarse así al desarrollo de una gran iniciativa de investigación: la Fundación Cicely Saunders, que fue crucial para el proceso de internacionalización del moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos.

Actualmente el St. Christopher’s Hospice sigue siendo un lugar de acompañamiento de personas en el final de la vida bajo la filosofía de cuidado hospice, dedicándose al mismo tiempo a las labores de investigación y docencia que formaron parte de sus fundamentos iniciales. Para cerrar este apartado se transcribe textualmente la propia descripción de la institución, fragmento que sintetiza el núcleo de origen del moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos:

El St. Christopher´s Hospice es una Fundación Cristiana con un personal y un equipo de voluntarios de muchas religiones o de ninguna. Es una Fundación Médica que trabaja por mejorar la calidad de la vida que resta a personas aquejadas de enfermedades malignas avanzadas o del sistema nervioso central y al grupo de las personas de mayor edad.

Está abierto a todo el que necesita sus cuidados, sin discriminación de raza, creencias o poder adquisitivo. Las solicitudes de admisión proceden de los médicos del paciente y la comunicación y contacto cercanos asegura la continuidad del cuidado. Los pacientes se mueven entre el Hospice, sus propios domicilios y sus anteriores hospitales.

El equipo de atención domiciliaria trabaja en coordinación con el equipo de asistencia primaria de la zona, dentro de un radio flexible de siete millas del Hospice. Hay camas disponibles si surge necesidad. La mayoría de los pacientes son atendidos en las Consultas Externas y algunos acuden al Hospital de Día.

El Hospice tiene un programa a largo plazo de investigación clínica sobre alivio del dolor y otros síntomas terminales. Está también involucrado con estudios psicológicos sobre las necesidades de soporte del enfermo moribundo y sus familias, y de evaluación de sus prácticas, tanto para los enfermos ingresados como para los que se atienden en sus casas.

St. Christopher tiene disponible un programa de enseñanza multidisciplinar para personal de otros centros especializados, médicos generales, enfermeras y otros profesionales así como para su propio personal.”

Elizabeth Kübler-Ross (5)

Elizabeth Kübler-Ross nació en Zúrich, Suiza, en 1926. Desde joven sintió la necesidad de comprender científicamente que sucedía en la mente de las personas cuando se enfrentaban a una muerte inminente. Según su propio testimonio, este interés surgió cuando tomó la decisión de participar como voluntaria en la recuperación del campo de concentración de Meidaneck, Polonia. Así fue que se dedicó a estudiar la carrera de Medicina y Psiquiatría, especializándose en el estudio sobre el morir y los cuidados en el final de la vida. En 1958 se trasladó a Estados Unidos, donde ejerció como profesora en la Universidad de Chicago. Todos sus aprendizajes la llevaron a investigar las experiencias cercanas a la muerte y a trabajar, durante veintiocho años, en las secciones de enfermos terminales de diversos hospitales del país. En 1969, fruto de sus investigaciones, publica su obra más famosa: “Sobre la muerte y los moribundos”, en la cual, entre otras cosas, identifica los diversos sentimientos de los moribundos — negación, ira, pacto, depresión y aceptación — en el proceso de morir. Criticada por la sociedad norteamericana de su época por trabajar con poblaciones “problemáticas” (particularmente bebés con VIH/SIDA), hoy día es una referente del moderno movimiento hospice y los Cuidados Paliativos, y sus ideas siguen formando parte de los diversos manuales de cuidado en el final de la vida y de los fundamentos de la filosofía de cuidado hospice.

Uno de los aportes más reconocidos de Kübler-Ross a la disciplina de los cuidados en el final de la vida es el Seminario Interdisciplinario sobre la Muerte y los Moribundos que llevó adelante en la Universidad de Chicago. Este surgió en 1965, según ella misma comenta, cuando un conjunto de cuatro estudiantes de teología del Seminario Teológico de la institución le pidieron ayuda para llevar adelante un trabajo de investigación sobre “las crisis de la vida humana”. Para ellos la muerte era la mayor crisis que los seres humanos debían afrontar. Surge entonces la pregunta: ¿cómo investigar sobre la muerte y los moribundos? Juntos decidieron que la mejor manera sería observando y hablando con los pacientes que se encontraran en estado crítico, dejando que ellos fueran los maestros (Kübler-Ross, 2014). Esta modalidad llevó a entrevistar a una persona enferma por semana. Las conversaciones fueron grabas en cinta magnetofónica y analizadas por la misma Kübler-Ross. A partir de los resultados del seminario (que luego de dos años de desarrollo ya contaba con doscientas entrevistas hechas) elaboró una tipificación de las fases psicológicas transitadas por los enfermos durante el desenvolvimiento de la dolencia hacia la muerte. También quedaron al descubierto, al mismo tiempo, diferentes consideraciones que van a pasar a formar parte del sentido común de los cuidados en el final de la vida: tales como la exigencia de un manejo de la información sobre el diagnóstico y pronóstico de la enfermedad que sea abierto — según Kübler-Ross el dilema de los profesionales no debería ser jamás si revelar o no al paciente la verdad sobre su enfermedad, sino cómo decírsela — y, en consecuencia, la necesidad de que los profesionales de la salud estén formados para dar, recibir y compartir “mala información” tanto con la persona enferma como con su familia.

Las cinco fases presentadas por Kübler-Ross en su modelo — negación, ira, pacto, depresión y aceptación — deben ser entendidas, tal como lo marca Wainer (2003), como abstracciones no necesariamente concatenadas o excluyentes, ya que el desarrollo no era presentado por la autora como lineal ni forzosamente una persona debía pasar por cada uno de los estadios. Estas fases psico-físico-emocionales son por tanto dinámicas e inconstantes, “aunque presentadas analíticamente como parte de la evolución (internalización) de la relación del paciente con su enfermedad y con su entorno social” (Wainer, 2003:53). A este respecto es interesante resaltar dos cosas: la primera es la relación existente entre el concepto de “dolor total” de Saunders y la forma en la que Kübler-Ross entiende la depresión. La sensación de pérdida que aparece frente al avance de la enfermedad (que se presenta como una realidad imposible de negar) combina para la autora varios factores que incluyen el ámbito de lo físico (deformación del cuerpo), lo estético/emocional (pérdida del autoestima por alteración de la imagen propia), lo laboral (pérdida de la capacidad de mantener un trabajo), lo económico (pérdida de ingresos familiares) y lo social (desorganización tanto de la familia como del entorno cercano). La segunda cuestión tiene que ver con el hecho de que a partir de los desarrollos de Kübler-Ross la aceptación de la muerte por parte tanto de la persona enferma como de su familia — última fase de su modelo — va a pasar a constituir un elemento fundamental de la construcción de un buen morir tanto en la filosofía de cuidado hospice como dentro de los Cuidados Paliativos. Esto volverá a ser profundizado más adelante en los próximos capítulos.

Otro de los aportes de Kübler-Ross al cuidado en el final de la vida tiene que ver con el hecho de haber dado al núcleo familiar un rol central en el entendimiento de la situación del enfermo, mostrando la importancia que los lazos sociales establecidos tenían como mecanismo de alivio (o agravio) del sufrimiento psicológico. Esta insistencia en el entorno del moribundo, ante el abandono del mismo que ejercían los hospitales en el periodo de posguerra (Elías, 2009), pasaría más tarde a formar parte de una de las características del desarrollo de los Cuidados Paliativos y el movimiento hospice en los Estados Unidos: la preponderancia de la atención domiciliaria por sobre otras modalidades de cuidado (tales como los Centros de Día o la internación en instituciones específicas) como forma de preservar el entorno social de la persona enferma.

Palabras finales

Hemos visto cómo, desde sus inicios hasta la actualidad, el cuidado en el final de la vida y la filosofía de cuidado hospice han atravesado diversas transformaciones que fueron acompañadas por modificaciones históricas en la forma en que los seres humanos, particularmente aquellos pertenecientes a la cultura occidental, se han acercado a la muerte. Nos encontramos con los hospicios medievales, cuyo objetivo era dar albergue a los peregrinos que transitaban los largos caminos de una ciudad a la otra, en un contexto en el cual la muerte era un evento mucho más próximo y aceptado de lo que es hoy día. Más tarde surgieron los primeros hospices de finales del siglo XIX y principios del XX, en los cuales, habiéndose individualizado la muerte y el morir, existía un fuerte énfasis en el acompañamiento espiritual en el final de la vida. El siglo XX se desarrolló en sus inicios como un contexto propicio para que se geste y profundice la separación entre el cuidado y la cura, esta última vinculada a la labor científica del sistema biomédico y a una conceptualización de la persona que la entiende como un organismo biológico. La muerte será alejada de la vida cotidiana para pasar a ser parte de un conocimiento profesional ligado al ámbito hospitalario. La proliferación de enfermedades incurables demostró los límites de una biomedicina que era incapaz de afrontar la muerte de las personas, lo cual, en el contexto de crisis moral y crítica a la modernidad que se da en la posguerra, permitió la proliferación de movimientos políticos que buscaron rescatar los valores humanitarios que, por su sobre tecnificación y su impersonalismo, la medicina había perdido. En ese momento aparecieron figuras como Cicely Saunders y Elizabeth Kübler-Ross, quienes se encargaron de elaborar las reformulaciones tanto conceptuales como clínicas que sirvieron de base para el surgimiento de una filosofía de cuidado que más tarde se expandiría al resto del mundo.

Referencias

Aisengart Menezes, R. 2004 Em busca da boa morte. Antropologia dos Cuidados Paliativos. Rio de Janeiro. Editora FIOCRUZ.

Alonso, J. 2011 Trayectorias de fin de vida: gestión médica y experiencias del morir en cuidados paliativos. Tesis de Doctorado. Doctorado en Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires.

Ariѐs, P. 2008 Morir en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días. Buenos Aires. Adriana Hidalgo.

Ariѐs, P. 2011 El hombre ante la muerte. Buenos Aires. Taurus.

Asensio García, M. 2011 Evolución Histórica de los Cuidados Paliativos. Revisión Bibliográfica. Tesis de fin de grado. Facultad de Enfermería. Universidad de Múrcia.

Bonet, O. 1999 “Saber y sentir. Una etnografía del aprendizaje de la biomedicina”, en: Physis. Revista de Saúde Colectiva. 9 (1) pp. 123-150

Canseco, M. 2009 La espera. El proceso de morir en el mundo de los cuidados paliativos. Tesis Doctoral. Doctorado en Antropología Social y Cultural. Universidad Autónoma de Barcelona.

Centeno Cortés, C. y Gómez Sancho, M. 1997 “Programas de Cuidados Paliativos en España. Una realidad en auge. Datos del directorio SECPAL de Cuidados Paliativos”, en: Medicina Paliativa.

Centeno Cortés, C. 2006 “Cuidados Paliativos. Nuevas perspectivas y prácticas en Europa”, en: Nuestro tiempo. Pp. 34-41.

Centeno Cortés, C., Gómez Sancho, M., Nabal Vicuña, M. y Pascual López, A. 2009 Manual de Medicina Paliativa. Barañaín (Navarra). Ediciones Universidad de Navarra S. A.

Centeno Cortés, C. y Arnillas González, P. 1988 “Historia y desarrollo de los Cuidados Paliativos”, en: Cuidados Paliativos e Intervención Psicosocial en enfermos de cáncer. Marcos Gómez Sancho (Ed.). Las Palmas: ICEPS.

Clark, D. 2000 Palliative care history: A ritual process. European Journal of Palliative Care. 7 (2).

Clark, D. 2007 “From margins to centre: A review of history of palliative care in cancer”, en: Lancet Oncology. 8.

Conde Herranz, J. 2004 “Los Cuidados Paliativos: sus raíces, antecedentes e historia desde la perspectiva cristiana”, en: XIX Conferencia Internacional Les Soins Palliatifs/Palliative Care. Ciudad del Vaticano. Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud.

Conrad, P. 1982 “Sobre la medicalización de la anormalidad y el control social”, en: Psiquiatría crítica. David Ingleby (Ed.). Barcelona. Editorial Crítica.

Conrad, P. y Schneider, J. 1985 Deviance and Medicalization. From Badness to Sickness. Merrill Publishing Company. Columbus. Ohio.

Del Rio, I. Y Palma, A. 2007 “Cuidados Paliativos: historia y desarrollo”, en: Boletín Escuela de Medicina. Pontificia Universidad Católica de Chile. Volumen 32. Número 1.

Doyle, D. 2005 “Palliative medicine: the first 18 years of a new sub-speciality of General Medicine”, en: J R Coll Physicians Edinb. Volumen 35. Pp. 199-205

Du Boulay, Sh. 1984 Cicely Saunders. The founder of the modern hospice movement. Cox & Wyman. Londres.

Dumont, L. 1979 Homo Hierarquicus. París. Gallimard.

Dumont, L. 1987 Ensayos sobre el Individualismo. Madrid. Alianza.

Elías, N. 2009 La soledad de los moribundos. México: Fondo de Cultura Económica.

Foucault, M. 2013 El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.

Freidson, E. 1978 “La construcción popular de la enfermedad”, en: La profesión médica. Un estudio de sociología del conocimiento aplicado. Península. Barcelona.

García García, J. 1998 “El movimiento hospice y cuidados paliativos”, en: Enfermería en Cuidados Paliativos. López Imedio (Ed.). Madrid. Editorial Médica Panamericana. Pp. 25-29.

García Yanneo, E. 1996 “Asistencia al morir. El movimiento hospice”, en: Quirón. 27 (3): 82-88.

González Barón, M, Barón Saura, J.M., García De Paredes, M. L. y Berrocal, A. 1991 “Tratamiento paliativo del paciente terminal”, en: Revisiones en Cáncer. Volumen 5. Pp. 88-94.

Good, B. 2003 “El cuerpo, la experiencia de la enfermedad y el mundo vital: una exposición fenomenológica del dolor crónico”, en: Medicina, racionalidad y experiencia. Una perspectiva antropológica. Barcelona. Edicions Bellaterra.

Grimberg, M. 1995 “Teorías, propuestas y prácticas sociales. Problemas teórico-metodológicos en Antropología y Salud”, en: Cultura, Salud y Medio Ambiente. Instituto Nacional de Antropología. Secretaría de Cultura de la Nación. Buenos Aires.

Healy, T. M. 2004 125 Years of Caring in Dublin. Ours Lady’s Hospice, Harold’s Cross (1879-2004). Dublin: A. y A. Farmar.

Hernández Conesa, J. 2001 Historia de la enfermería. McGraw-Hill. Madrid.

Hilier, E. 1983 “Terminal Care in UK”, en: Hospice Care: principles and practice. New York. CA Corr & DM Corr (Eds.). Pp. 319-333.

Hockley, J. 1997 “The evolution of the Hospice approach”, en: New Themes in Palliative Care. Clark, D., Hockley, J. y Ahmedzai, S. (Eds.). Open University Press. Pp. 84-100.

Humphreys, C. 2001 “Waiting for the Last Summons. The establishment of the first hospices in England: 1878- 1914”. Mortality 6: 146-166.

Kübler-Ross, E. 2014 Sobre la muerte y los moribundos. Alivio del sufrimiento psicológico. Buenos Aires: Debolsillo.

Kübler-Ross, E. 2006 La rueda de la vida. Ediciones Zeta Bolsillo. Barcelona.

Laín Entralgo, P. 1983 “La relación médico-enfermo en la Grecia clásica”, En: La relación médico-enfermo. Madrid. Alianza Editorial.

Le Breton, D. 2012 Antropología del cuerpo y modernidad. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión.

Luczak, J. 1997 “Palliative Care in Eastern Europe”, en: New Themes in Palliative Care. Clark, D., Hockley, J. y Ahmedzai, S. (Eds.). Open University Press. Pp. 170-194.

Luna, F. y Salles, A. 1996 “Develando la bioética: sus diferentes problemas y el papel de la filosofía”, en: Perspectivas Bioéticas. Año 1. Nº1. Pp. 10-22.

Luna, F. y Salles, A. 2008 Bioética: nuevas reflexiones sobre debates clásicos. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica.

Luxardo, N. 2010 Morir en casa. El cuidado en el hogar en el final de la vida. Buenos Aires. Editorial Biblos.

Martínez Hernáez, Á. 2008 Antropología médica. Teorías sobre la cultura, el poder y la enfermedad. Barcelona. Anthropos Editorial.

Martínez, K. 2001 “Eutanasia y Cuidados Paliativos: ¿amistades peligrosas?”, en: Med Clin. Barcelona. Volumen 116. Número 4. Pp. 142-145.

Melzack, R. 1990 "The Tragedy of Needless Pain", en: Scientific American. Vol. 262. Nº 2.

Menéndez, E. 1990 Morir de alcohol. Ediciones de la Casa Chata. México.

Menéndez, E. 1992 “Modelo hegemónico, modelo alternativo subordinado y modelo de autoatención. Caracteres estructurales”, en: La antropología médica en México. México. Universidad Autónoma Metropolitana.

Menéndez, E. 1994 “Prácticas populares, grupos indígenas y sector salud: articulación cogestiva o los recursos de la pobreza”, en: Publicar Hanoi. 4. Pp. 7-32.

Menéndez, E. 2003 “Modelos de atención de los padecimientos: de exclusiones teóricas y articulaciones prácticas”, en: Ciencia & Saúde Coletiva. 8 (1). Pp. 185-207.

Menezes, R. 2004 Em busca da boa morte: antropologia dos Cuidados Paliativos. Rio de Janeiro. Editora Fiocruz.

Montes De Oca Lomeli, G. 2006 “Historia de los Cuidados Paliativos”, en: Revista Digital Universitaria. Volumen 7. Número 4. Disponible en: http://www.revista.unam.mx/vol.7/num4/art23/art23.htm.

Monton, C. 1996 "La eutanasia en Holanda lleva a descuidar la Medicina Paliativa". Aceprensa. Número 171.OMS (1987). Alivio del dolor en el cáncer. Ginebra.

Reiser, S. 1984 “Misconduct and the Development of Ethics in the Biological Sciences”, en: Cambridge Quarterly of Healthcare Ethics. Nº3. Pp. 499-505.

Rojas Alcántara, P. y Hernández Rojas, V. M. 2004 “Evolución histórica de los cuidados paliativos”, en: Cuidados Paliativos: avances sin final. Sánchez Manzanera R. (Ed.). Alcalá la Real (Jaén). Formación Alcalá S.L. Pp. 27-42.

Rothman, D. 1991 Strangers at the bedside. EE. UU. Basic Books.

Saunders, C. 1980 Cuidados de la enfermedad terminal. Salvat Editores. Barcelona.

Saunders, C. 1998 “Foreword”, en: Oxford Textbook of Palliative Medicine (2ª Ed.). Doyle, D., Hanks, G. y MacDonald, N. (comp.). Oxford University Press

Saunders, C. 2011 Velad conmigo. Inspiración para una vida en cuidados paliativos. Obra Social “La Caixa”. Barcelona.

Scheper-Hugues, N. 1990 “Three propositions for a critical applied medical anthropology”, en: Social Science and Medicine. Volumen 30. Número 2.

SECPAL 1997 Historia de los Cuidados Paliativos y el Movimiento Hospice. Disponible en: https://www.secpal.com/secpal_historia-de-los-cuidados-paliativos-1.

Singer, M. 1990 “Reinventing medical anthropology: toward a critical realignment”, en: Social Science and Medicine. Volumen 30. Número 2.

Soldevilla Ros, V. 2015 El cuidado paliativo: evolución histórica. Trabajo de fin de grado. Escuela Universitaria de Enfermería. Universidad de La Rioja.

Thomas, L. 1991 Antropología de la muerte. Barcelona. Ediciones Paidós.

Toscani, F. 2002 “Palliative care in Italy: accident or miracle”, en: Palliative Medicine. Volumen 16. Pp. 177-178.

Twycross, R. 1980 “Hospice care. Redressing the balance in medicine”, en: Journal of the Royal Society of Medicine. Volumen 73. Pp. 475-481.

Wainer, R. 2003 Vivir muriendo-morir viviendo. Construcción profesional de la “dignidad”, la “esperanza” y el “aquí-ahora” en un equipo de Cuidados Paliativos. Tesis de Licenciatura. Licenciatura en Ciencias Antropológicas. Universidad de Buenos Aires.

Notas

1. Otras páginas útiles de consulta son: a nivel internacional, la perteneciente a la Internacional Association for Hospice and Palliative Care (https://hospicecare.com/home/). A nivel regional, las pertenecientes a la European Association for Palliative Care (https://www.eapcnet.eu/) y la Asociación Latinoamericana de Cuidados Paliativos (https://cuidadospaliativos.org/). A nivel nacional, las pertenecientes a la Canadian Hospice Palliative Care Association (http://www.chpca.net/) y la Hospice UK Organization (https://www.hospiceuk.org/). Para el caso de Argentina, aquellas pertenecientes a la Asociación Argentina de Medicina y Cuidados Paliativos (https://aamycp.com.ar/wpnew/) y la Fundación Paliar (https://www.fundacionpaliar.org.ar/).
2. Quisiera hacer algunas aclaraciones conceptuales. Como puede verse en el desarrollo del artículo, la distinción entre Cuidados Paliativos y filosofía hospice de cuidado no es siempre precisa, lo que lleva a utilizar ambos conceptos como sinónimos. En mi caso utilizaré la palabra hospice, en cursiva, para hablar, o bien del moderno movimiento hospice en su totalidad, o en específico de la filosofía hospice de cuidado (al hablar de cuidado hospice o cuidado tipo hospice estaré haciendo referencia a un tipo de cuidado que se desarrolla bajo los preceptos de esta filosofía). En caso de estar hablando de una institución hospice, para hacer referencia al establecimiento físico utilizaré la palabra sin cursiva. Al hablar de un hospice en específico (como el Hospice San Camilo) la palabra irá siempre con la primera letra en mayúscula. En el caso de los Cuidados Paliativos, siempre que ambas palabras estén en mayúscula estarán haciendo referencia a la especialidad o subespecialidad médica dedicada a este tipo de cuidados (aún si no estuviera reconocida como especialidad en el país o lugar del cual se esté hablando). Para hablar de los cuidados, que si bien siguen la lógica de los cuidados paliativos no se encuentran insertos en la lógica formal del sistema sanitario, usaré las expresiones cuidados paliativos, en minúscula, o cuidados tipo paliativos. Para hablar de ambas tradiciones usaré la expresión “cuidados en el final de la vida”, aun entendiendo que tanto los Cuidados Paliativos como el movimiento hospice no se agotan en el cuidado de personas con enfermedades terminales en fin de vida.
3. La antropología social no quedó al margen de estas discusiones. Caben destacar los trabajos pioneros de la escuela de cultura y personalidad dirigidos a demostrar el rol de la cultura en el condicionamiento de la sintomatología de los procesos mentales (Martínez Hernáez, 2008). Por otro lado, tal como lo menciona Wainer (2003), la rama de la antropología médica denominada como crítica ha propuesto una visión reflexiva de la biomedicina en la cual se incentive una mirada que reconozca las relaciones conflictivas del sistema biomédico con otros sistemas humanos de comprensión del proceso salud/enfermedad y la inclusión de explicaciones que amplíen el análisis a través de la incorporación de factores estructurales tales como los procesos económicos, políticos e ideológicos de contextos históricos específicos. Entre estos autores se encuentran Freidson (1978), Singer (1990), Scheper-Hugues (1990), Grimberg (1998) y Menéndez (1990), entre otros.
4. Para este apartado y el siguiente fueron utilizados fundamentalmente los siguientes textos: Cicely Saunders. The founder of the modern hospice movement (Du Boulay, 1984) y Watch with me. Inspiration for a life in hospice care (Saunders, 2011).
5. Para este apartado fueron utilizados fundamentalmente la primera publicación científica de Kübler-Ross — Sobre la muerte y los moribundos (2014) — y su texto autobiográfico — La rueda de la vida (2006) —.
HTML generado a partir de XML-JATS4R por