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PENSAR EL CUIDADO A PARTIR DE LA NOCIÓN ANTROPOLÓGICA DE PERSONA

Thinking care from the anthropological notion of person

Darío Iván Radosta Rosas
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales/ Universidad Nacional de San Martín., Argentina

PENSAR EL CUIDADO A PARTIR DE LA NOCIÓN ANTROPOLÓGICA DE PERSONA

Scripta Ethnologica, vol. 45, no. 1, pp. 49-63, 2023

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen: En este artículo me propongo analizar el cuidado a partir de la noción antropológica de persona. En principio desarrollaré el marco teórico a través del cual comprendo la noción de cuidado, enfocándome en su carácter de productor y reproductor de los valores sobre los cuales se estructura la vida social. A partir de allí me centraré en cómo, dentro del contexto etnográfico que he abordado en investigaciones previas, el valor de la vulnerabilidad — entendida como un componente intrínseco de la persona humana — se presenta como un condicionador de las prácticas de cuidado. Finalmente abordaré diversas propuestas de cuidado conectadas con esta misma idea de vulnerabilidad, con el objetivo de elaborar una propuesta de análisis que permita conectarlas teóricamente entre sí, con relación al entendimiento social contemporáneo de la persona humana (intentando dar cuenta del potencial analítico de esta propuesta).

Palabras clave: cuidado, vulnerabilidad, persona, fin de vida.

Abstract: In this article I want to analyze care, as a social practice, using the anthropological notion of person. In principle I will develop the theoretical framework through which I understand the notion of care, focusing on its character as producer and reproducer of the values on which social life is structured. From there I will focus on how, within the ethnographic context that I have addressed in previous research, the value of vulnerability — understood as an intrinsic component of the human person — is presented as a conditioner of care practices. Finally, I will address various care proposals connected with this same idea of vulnerability, with the aim of elaborating an analysis proposal that allows them to be theoretically connected to each other, in relation to the contemporary social understanding of the human person (trying to account for the analytical potential of this proposal).

Keywords: care, vulnerability, person, end-of-life.

Introducción

Quisiera comenzar este artículo señalando algo que me parece importante de destacar, y que tiene que ver con la manera en que la antropología social como disciplina se vincula con el cuidado o, con más precisión, cómo ha hecho — o no — del cuidado un objeto pertinente de análisis antropológico. Lo cierto es que durante gran parte de lo que se entiende como la historia de la antropología social como disciplina, más que nada en los autores considerados “clásicos”, el cuidado no aparece como un objeto de estudio en el cual se haya hecho demasiado foco. Lo interesante aquí es notar cómo, en la mayoría de los análisis de corte social (sea antropología o sociología) existía una preocupación fundamental por el entendimiento de la reproducción de la vida social humana. Podemos encontrar este interés proyectado sobre diferentes tipos de prácticas, como es el caso de las relaciones de burla (Radcliffe-Brown, 1986), la magia y la brujería (Malinowski, 1986; Evans-Pritchard, 1976), el intercambio de dones (Malinowski, 1986; Mauss, 2010), las relaciones micropolíticas entre linajes (Evans-Pritchard, 1992; Leach, 1976) o los rituales (Turner, 1980), por mencionar algunos. Aun siendo una práctica considerada crucial en la reproducción tanto biológica como social de la especie humana, el cuidado no aparece en estos análisis como un objeto “típicamente” antropológico (o a lo sumo se encuentra subordinado a otros temas considerados de mayor relevancia).

Podemos aventurar algunas hipótesis que intenten dar respuesta al por qué de esta cuestión. La más lógica, considero, tiene que ver con cómo, con la profesionalización de la labor médica, el cuidado pasó a encontrarse en una jerarquía menor frente a la cura dentro del esquema social de las culturas occidentales (Lefève, 2006; Pfeiffer y Molinari, 2013). A esto se suma además la feminización que siempre ha operado sobre esta práctica — denunciada en gran parte por las ciencias sociales contemporáneas (Faur y Pereyra, 2018; Queirolo, 2019; Brovelli, 2019; Aguilar, 2019; Ramacciotti y Zangaro, 2019; Offenhenden, 2017; Esteban, 2017; Comas D’Argemir, 2017) —, lo cual se encuentra a su vez ligado con lo primero. El androcentrismo presente en la disciplina, en conjunto con la necesidad de estudiar prácticas consideradas culturalmente lejanas a las sociedades industrializadas, llevó en parte a que el cuidado no fuese entendido como un componente importante del análisis antropológico.

Este sesgo ideológico, sin embargo, no elimina el hecho de que el cuidado es una práctica fundamental para la reproducción y estructuración de la vida humana, tanto en su carácter social como biológico (Pérez-Orozco y López Gil, 2011; Esteban, 2017) — y, yendo aún más lejos, es una práctica compartida entre humanos y no-humanos —. Podríamos preguntarnos, a modo de ejercicio reflexivo, por qué sería importante para las ciencias sociales construir el cuidado (como práctica y como sentido) como un objeto de estudio pertinente. Creo que una respuesta posible a esa pregunta se encuentra en el estrecho vínculo existente entre el cuidado y algunos de los componentes fundamentales, desde el punto de vista de las ciencias sociales, del entendimiento de la vida social humana. Esto se conecta con lo ya mencionado: el cuidado, además de encontrarse al servicio de la supervivencia biológica de la especie, es una práctica ligada a la producción y reproducción de los valores culturales que estructuran nuestro esquema social (Offenhenden, 2017; Esteban, 2017; Aguilar, 2019; Faur y Pereyra, 2018). Además de esto, que es una idea compartida entre diversos autores que han estudiado el tema, quisiera ya adelantar parte de la perspectiva a partir de la cual abordaré la cuestión, y que me parece de importancia para justificar la necesidad de tratar el cuidado como un objeto de estudio pertinente para el análisis antropológico. Como argumentaré a lo largo del artículo, el cuidado como práctica se encuentra directamente conectado con el núcleo moral de nuestro entendimiento del mundo. Núcleo que, como han demostrado ya autores clásicos como Mauss y Durkheim — a través de la idea de reciprocidad (2010) y la construcción del lazo social como un lazo moral (2006)—, es un componente fundamental de toda configuración social.

Quisiera continuar entonces, y es por esto mismo que no abordo con mayor profundidad esta cuestión aquí en la introducción, delimitando conceptualmente qué entiendo por el cuidar como una práctica constitutiva de la interacción social humana, para finalizar el artículo considerando algunas reflexiones que han posibilitado mis investigaciones vinculadas al análisis del cuidado en el final de la vida, tal como es llevado a cabo por el movimiento hospice en el país (Radosta, 2022 y 2019).

Desarrollo conceptual de la categoría de cuidado

Por lo general el cuidado es entendido, desde las ciencias sociales, como el conjunto de acciones e ideas que una sociedad dispone para conseguir el bienestar de sus integrantes (Pérez-Orozco y López Gil, 2011; Esteban, 2017). Sin embargo, y es generalmente un denominador común de este tipo de investigaciones, suele destacarse su rol como reproductor (y potencial productor) de los valores sobre los cuales se articula la vida social. Siguiendo esta lógica, algunas propuestas teóricas se enfocan en mayor medida en cómo el cuidado produce y confirma las asociaciones de sentido sobre las cuales la sociedad se estructura (Aguilar, 2019), mientras que en otros casos el énfasis está puesto en el potencial que tiene el cuidado para discutir las ideas con las cuales se encuentra vinculado (Faur y Pereyra, 2018). Quisiera sostener entonces algunas de estas premisas teóricas: el cuidado es efectivamente una práctica constitutiva de la interacción humana, dedicada al sostener el bienestar de los integrantes de la especie y así, reproducirla. Al mismo tiempo, dada su estrecha vinculación con los valores que sostienen la existencia social de los seres humanos (lo cual no solo marca la bibliografía sobre el tema sino que seguiré profundizando a lo largo del artículo), este se presenta como un productor y reproductor de las diversas lógicas de entendimiento del mundo presentes en los contextos particulares y estructurales en los cuales es llevado a cabo.

Las consecuencias empíricas de estos postulados han sido ya abordadas por diversos autores. En cuanto a la forma en que el cuidado adquiere un sentido que se conecta con valores estructurales de la vida social, tal como se encuentra socio-históricamente condicionada, ya he mencionado algo al respecto, pero quisiera profundizar aquí. Como bien indican Lefève (2006) y Pfeiffer y Molinari (2013), gran parte del abordaje de la salud en las sociedades con tradiciones culturales occidentales estuvo atravesado por una superposición entre cura y cuidado (que queda incluso explicitada en el juramento hipocrático). No es sino recientemente que, con la hegemonización de la medicina moderna, basada en el positivismo propio de la racionalidad científica, se distinguen estos dos polos de la labor clínica, quedando la cura por encima del cuidado en cuanto a jerarquía. Frente a esto, la cura fue vehiculizada como único objetivo de la medicina, quedando el cuidado relegado al carácter de práctica no-profesional (siendo ejercida por sectores desdeñados del sistema sanitario, tales como la enfermería o grupos religiosos). Esto también, considero, explica la demora de parte de las ciencias sociales en construir el cuidado como un objeto de estudio pertinente.

Por otra parte, pero en conexión con el proceso anterior, la asociación de sentido que vincula al cuidado con las tareas de tipo reproductivas antes que productivas, también ha orientado su significado social. Es generalmente comprendido como una práctica “naturalmente” ligada a lo femenino, y llevada a cabo necesariamente en un contexto doméstico — a diferencia de la cura, que es llevada a cabo en un contexto profesional —. La generización de esta práctica tiene consecuencias empíricas bien palpables: la distribución de las tareas de cuidado es inequitativa en función del género, siendo llevado a cabo, tanto a nivel doméstico como profesional, mayoritariamente por mujeres (Faur, 2018; Queirolo, 2019; Brovelli, 2019; Aguilar, 2019; Ramacciotti y Zangaro, 2019; Offenhenden, 2017; Esteban, 2017; Comas D’Argemir, 2017). Efectivamente, el cuidado es una práctica que reproduce valores que estructuran la interacción social entre seres humanos, como las relaciones de poder entre géneros o el entendimiento que tenemos de la división entre dominios públicos y domésticos de existencia.

Además de lo mencionado, quisiera desarrollar otro punto: el cuidado produce y reproduce valores constitutivos de los contextos sociales en los cuales es llevado a cabo porque él mismo se encuentra estrechamente vinculado con un factor fundamental de toda configuración social, a saber, la dimensión moral de la existencia humana. Tal como menciona Comas D’Argemir (2017) al analizar los principios morales a partir de los cuales se articula la responsabilidad de cuidar, el “estar en deuda” funciona como un sistema moral sobre el cual esta práctica se asienta. El cuidado aparece de esta forma inscripto en una lógica de reciprocidad generalizada que surge de la deuda social existente debido a la interdependencia necesaria para la reproducción de la especie. La obligación de cuidar es entendida entonces como un imperativo moral producto de este escenario. Si a la comprensión del cuidado como un reproductor y potencial productor de los valores que sostienen los vínculos sociales entre humanos le agregamos la estrecha conexión existente entre sociedad y moral, idea ya presente en autores clásicos como Durkheim (2006) y Mauss (2010) — en cuanto las sociedades se estructuran en función de sistemas morales que condicionan la acción de sus individuos —, podemos conceptualizar esta práctica desde un enfoque moral. Esto implica entenderla como un imperativo a realizar hacia un otro (o incluso hacia uno mismo, dependiendo la situación). Llevaré un paso más adelante este argumento, con el fin de vincular el entendimiento moral del cuidado con el concepto antropológico de persona.

Si bien, como marca Comas D’Argemir (2017), considero que el cuidado surge como una obligación moral frente a la interdependencia característica de la especie humana, es necesario agregar que, para que este imperativo se exprese como tal, lo humano — aquella entidad para con la cual tenemos esta obligación de cuidado — tiene que ser previamente definido como una entidad con una jerarquía y/o existencia moral específica. Sostener la idea de la interdependencia de cuidado entre los humanos como una característica “natural” de la especie oculta de alguna manera los procesos sociales y culturales a partir de los cuales lo humano se define moralmente a través del tiempo. Para la existencia cultural de los seres humanos, la tendencia al cuidado se expresa como una obligación moral que surge a partir de formas específicas de entender los lazos de reciprocidad producto de los vínculos sociales — que, como bien ha marcado Durkheim (2006), se constituyen como lazos morales —.

Es aquí donde considero que el concepto antropológico de persona (o personeidad quizá, con mayor exactitud) puede ser útil para un análisis de las prácticas de cuidado que conecte los valores específicos a partir de los cuales se expresa con procesos macrosociales de mayor alcance. Tal como la desarrollé en investigaciones anteriores (Radosta, 2022), entiendo esta noción en su carácter moral y performático: es una categoría que define, construye y reproduce una unidad moral específica, con características que la vuelven poseedora de un valor determinado, sobre el cual se termina construyendo el imperativo moral de cuidado. Es de esta forma cómo, tanto a nivel teórico como empírico, se vinculan las nociones de persona y cuidado: el cuidado como práctica produce y reproduce los valores a través de los cuales nuestra sociedad construye un entendimiento moral de la persona humana, al mismo tiempo que el imperativo moral que justifica la existencia de cuidado se genera a partir de la reciprocidad generalizada que produce la significación moral de lo humano — a partir, como he sostenido anteriormente, de ideas que nuclean los valores considerados positivos dentro de nuestro entorno social (como es el caso de la noción de dignidad y su vinculación con la persona humana).

Presentado este esquema, quisiera desarrollar a continuación algunas de las implicaciones que esta propuesta teórica tiene para el análisis de situaciones etnográficas específicas, las cuales construiré a partir del trabajo de campo que he llevado a cabo en contextos de cuidado en el final de la vida dentro de una institución hospice. La idea es dar cuenta de cómo, a partir del estudio sistemático de prácticas de cuidado, se pueden visibilizar las ideas que utilizamos para construir nuestro entendimiento moral de la persona humana, al mismo tiempo que esta idea se conecta con valores estructurales que exceden al contexto específico en el cual el cuidado es llevado a cabo.

El cuidado en contextos de final de vida

En principio me gustaría presentar algunas precisiones metodológicas acerca del material que va a ser expuesto a continuación. Todas las situaciones etnográficas que siguen forman parte de un extenso trabajo de campo llevado a cabo entre 2014 y 2020 en una institución hospice ubicada en la Provincia de Buenos Aires. Para quienes no conocen este tipo de establecimientos, los mismos se dedican al cuidado voluntario de personas con enfermedades amenazantes para la vida que se encuentran transitando el final de su vida — o sea, los últimos estadios de la enfermedad —. A diferencia de las unidades de cuidados paliativos de los hospitales o las instituciones privadas de cuidado de la salud, se encuentran — al menos en el país — por fuera del sistema sanitario formal, por lo cual se mantienen enteramente con donaciones de terceros (sean personas o empresas). La mayor parte del trabajo de campo realizado se llevó a cabo sosteniendo un turno como voluntario dentro del hospice, en el cual desarrollé tareas típicas vinculadas con el cuidado no-farmacológico de personas que se encontraban en el final de su vida.

El cuidado que se lleva a cabo en estas instituciones, quizá sea importante destacar desde el comienzo, se basa en una filosofía particular, la filosofía hospice, con valores específicos que ya fueron sistematizados en diferentes investigaciones (Radosta, 2022 y 2021) y que se corresponden mayormente con el ideal paliativista de buena muerte (Menezes, 2004). Estos son: el respeto por la autonomía de la persona enferma, un abordaje holístico e integral de todas sus dimensiones y, quizá lo menos compartido con los cuidados paliativos y aquello en lo que voy a centrarme más adelante, la necesidad de cuidar desde la vulnerabilidad, entendida como un universal humano. Hechas estas aclaraciones quisiera traer a colación el esquema conceptual presentado anteriormente para dar cuenta de cómo, a partir del cuidado centrado en la filosofía hospice, no solo se producen y reproducen valores propios del entendimiento nativo de la persona, sino que estas mismas ideas se conectan con nociones de la personeidad que exceden la especificidad del contexto en el cual son construidas.

Ser y saberse vulnerable

Tal como he mostrado anteriormente (Radosta, 2022; Radosta y Ham, 2021), la idea de vulnerabilidad en el marco de la filosofía hospice se presenta a partir de la lógica de una vulnerabilidad ontológica de la especie humana. Sin embargo, existe un matiz conceptualmente útil para entender mejor la manera en la que se expresa esta noción, y que tiene que ver con la distinción hecha por Roselló (2010) entre ser . saberse vulnerable. Para este autor la vulnerabilidad se presenta como una condición intrínseca de lo humano, dada la fragilidad producto de nuestra experiencia de finitud. Como humanos, al mismo tiempo, somos conscientes de nuestra propia vulnerabilidad, en el sentido de que podemos hacernos cargo de ella. Lo que sería característico de nuestra configuración cultural occidental es una ideología que apunta a desconocer nuestra propia fragilidad ontológica, dado el valor positivo asignado a aquello que no puede ser herido. Sin embargo, existen diferentes experiencias a lo largo de la trayectoria vital de una persona que ponen de relieve esta condición: la enfermedad, y más aún cuando amenaza la propia vida, es una de ellas. La vulnerabilidad, sintetiza Roselló, se patentiza en los límites que no podemos cruzar, y nos revela el carácter precario de la existencia humana.

En varios de los espacios de formación dirigidos a los equipos de voluntarios de los hospices — quienes comúnmente llevan a cabo las tareas de cuidado en las instituciones —, se insiste con el hecho de que la relación de cuidado debe ser planteada en términos de simetría, partiendo del encuentro entre dos personas vulnerables. Esta simetría ontológica también se expresa en ideas que intentan desarticular directamente la visión del cuidado como un vínculo unidireccional. Suele insistirse comúnmente en el hecho de tener en consideración que la persona enferma dispone de recursos para gestionarse tanto su cuidado como para cuidar a otros — sean personas enfermas o voluntarios —, al mismo tiempo que el voluntario (quien generalmente cuida) es invitado constantemente a reflexionar acerca de sus propios límites (sobre esto profundizaré más adelante).

A esta idea de simetría ontológica en la relación de cuidado, dado que tanto quien cuida como quien es cuidado son ontológicamente vulnerables, se suma otro factor: la necesidad de saberse vulnerable, esto es, reconocer en uno mismo esa vulnerabilidad que nos caracteriza como humanos. Nuevamente, esto se expresa de múltiples maneras. La más común tiene que ver con esta invitación constante a reflexionar acerca de los límites que nuestra condición de vulnerabilidad nos impone. En los espacios de formación de los equipos de voluntariado de los hospices suele sostenerse la idea de que, como primera aproximación a la relación de cuidado, el voluntario debe asumir su propia muerte (o sea, su carácter frágil, finito y, por tanto, vulnerable). El creerse inmortal, alejándose de lo que es visto como una condición propia de nuestra existencia — nuestra conciencia de finitud —, es entendido como una “tentación” del voluntario, y evita que podamos establecer una relación de cuidado simétrica con el otro — debido a que lo estaríamos abordando, no desde nuestra vulnerabilidad intrínseca, sino desconociéndonos como seres vulnerables (y desconociendo al otro como tal) —.

Esta cuestión, el cuidar a partir del reconocimiento de la propia vulnerabilidad con el objetivo de establecer una relación de simetría ontológica con el otro, también es utilizada como una marca que pone de relieve la diferencia entre las lógicas del hospice y el sistema biomédico. En una oportunidad quien coordina el voluntariado en el hospice donde llevé a cabo mi trabajo de campo contó una anécdota en la cual, conversando con médicos de un hospital de la zona sobre cuestiones de elevada carga emocional, estos le confesaron que “tuvieron que hacer fuerza” para no llorar mientras charlaban. La respuesta a esto fue: “hubiesen llorado”, lo cual fue utilizado como una manera de distinguir un espacio como el hospice, en el cual se reconoce el impacto emocional que las situaciones que se viven generan en el voluntario, del entendimiento del médico como una persona que debe aguantar y mostrarse como un ser que no se ve afectado por lo que vive. En este caso, La imposibilidad de aceptar el impacto emocional que nos provocan las situaciones que atravesamos es leída justamente como un desconocerse vulnerable, ya que intenta ignorar la conexión que nuestra fragilidad intrínseca genera con los padecimientos de aquellos que nos rodean.

Reconocimiento de los propios límites

Esta idea de saberse vulnerable, como valor que guía el cuidado llevado a cabo dentro del hospice, se presenta además como un trabajo activo sobre uno mismo, con el objetivo de ser consciente de los límites que nuestra vulnerabilidad ontológica nos impone (como ya hemos visto con la cuestión de la propia muerte). Los voluntarios entienden que parte de su labor de cuidado está atravesada por la necesidad de “estar presentes”, como una manera de verificar constantemente cómo uno se encuentra a nivel emocional. El cuidar aparece, desde esta óptica, como una práctica que debe ser realizada desde un lugar que se aleje del “yo puedo todo”, para así colocarnos nuevamente en una posición de simetría para con el otro: somos ontológicamente igual de vulnerables. Son constantes las menciones de los voluntarios al hecho de que cuidar es “entender los límites de cada voluntario”, “saber reconocer hasta dónde podemos”, “reconocer nuestros propios límites”, “aprender a decir no puedo” y entender que “no tenemos la respuesta/solución para todo”. Lo que estas expresiones sintetizan es justamente la constante necesidad de que el cuidado se encuentre atravesado por el reconocimiento de la propia vulnerabilidad (ese saberse vulnerable), lo cual se lleva a cabo a partir de un trabajo activo sobre uno mismo y sobre los demás que ponga el foco en cómo uno se encuentra, cómo se siente frente a lo que está haciendo y cómo lo que sucede les impacta emocionalmente.

Cómo ya he demostrado (Radosta, 2022), el hospice se encuentra atravesado de principio a fin por instancias que se dedican principalmente a este trabajo activo de reconocimiento de los propios límites y la fragilidad que nos caracterizaría como especie. Esto sucede debido a un factor fundamental: dado que la herramienta de cuidado es el propio voluntario, y dado también el hecho de que éste se ve afectado emocionalmente por las situaciones que vive debido a su fragilidad constitutiva, el cuidado de uno mismo se vuelve un imperativo propio de este tipo de espacios — donde existe una elevada carga emocional por las situaciones de sufrimiento que se viven constantemente —. Esto, incluso, ha sido conceptualizado por la bibliografía dedicada al estudio del cuidado de personas con enfermedades que amenazan su vida, mayoritariamente a partir de las nociones de burnout o fatiga por compasión (Kearney, 2009; Kearney y Weininger, 2011; Benito y Rivera-Rivera, 2019; Benito et al, 2020; Bermejo, 2012). Lo que se establece, en resumidas cuentas, es que nuestra vulnerabilidad intrínseca nos mantiene en una posición de apertura frente a las situaciones de alto impacto emocional y sufrimiento que vivimos cotidianamente. El desarrollo constante de vínculos de cuidado con personas que sufren presenta, dentro de este esquema, un riesgo: el grado de implicación emocional del propio cuidador con relación al sufrimiento de los otros, si no es correctamente gestionado, puede derivar en estados de displacer psicológico cuyas consecuencias pueden comprometer la labor de cuidado.

Teniendo el reconocimiento de la vulnerabilidad como valor, cuestión ligada al ser conscientes de los límites que nos impone esta condición, el cuidado dentro del hospice adquiere esta particularidad: además de cuidar de otros, uno debe cuidar de sí mismo con el fin de evitar situaciones de distrés emocional. Para este fin, por ejemplo, los voluntarios cuentan con espacios de apertura emocional coordinados institucionalmente, en los cuales gestionan las emociones vinculadas a las vivencias cotidianas de situaciones de sufrimiento (hayan sido vividas en el hospice o no). Al mismo tiempo, es común que los espacios de formación estén atravesados por ideas tales como “entrar descalzos” en la habitación de las personas enfermas, como una forma de registrar cómo uno se encuentra — si está trayendo o no “cuestiones del afuera” al hospice y cómo estas se encuentran interviniendo negativamente en sus labores de cuidado —. La necesidad de trabajar en equipo también puede ser comprendida a partir de esta misma lógica. Nuestra fragilidad intrínseca, por el hecho de ser vulnerables, nos lleva a hacer un trabajo activo para reconocernos como tales. En ese reconocimiento nos damos cuenta de que “no podemos con todo” y, por tanto, siempre es necesario contar con alguien que nos ayude a cuidar (lo cual es generalmente entendido también como un cuidado de ese otro hacia uno). La vulnerabilidad también se expresa en esta interdependencia asociada a nuestra condición, lo cual modifica el entendimiento del cuidado al volverlo una práctica que es entendida como multidireccional.

Como puede ya notarse hasta este punto, el cuidado como práctica reproduce parte de los valores que constituyen la filosofía hospice, y que no sólo son compartidos por los voluntarios de la institución, sino que se vinculan íntimamente con una idea de lo que la persona humana es o debe ser — una entidad ontológicamente vulnerable, lo que la lleva a ser necesariamente interdependiente, frágil y expuesta al sufrimiento ajeno —. La personaaparece entonces como una entidad merecedora de cuidado en cuanto es entendida como poseedora de una condición que nos une e iguala moralmente — nuestra vulnerabilidad intrínseca —. De allí que el cuidar surja como un imperativo moral, más aún en una situación en la cual esta vulnerabilidad se expresa a partir de limitaciones específicas producto del padecimiento de una enfermedad que amenaza la vida. Me gustaría, como una manera de continuar desarrollando mi argumento, mostrar a continuación cómo parte de las ideas que se expresan en el hospice acerca de la vulnerabilidad en la relación de cuidado exceden este contexto, conformando lo que podríamos llamar una estructura de entendimiento de la persona.

El modelo del sanador-herido

En parte, la idea de cuidar desde la propia fragilidad que nos caracteriza como personas, se encuentra nucleada también en un modelo de cuidado que es común encontrar en el contexto de los hospices o los cuidados paliativos, y que suele estar basado en la metáfora del sanador-herido. La formación de los equipos de voluntariado de los hospices incorporan directamente esta idea — yo mismo he presenciado cursos y eventos en los cuales se nos educó al respecto de este modelo de cuidado —, que, como continuaré desarrollando, se vincula coherentemente con el entendimiento de la persona como una entidad ontológicamente vulnerable, haciendo de este valor una guía fundamental de la práctica de cuidado. Lo interesante de este cómo la metáfora del sanador-herido se ha vuelto un modelo de cuidado (con particular fuerza en los contextos de final de vida) es que permite dar cuenta de cómo la idea de una vulnerabilidad ontológica de la persona, como valor que condiciona la relación de cuidado, excede el contexto específico del hospice. Intentaré mostrar en este último apartado cómo esta idea de vulnerabilidad se imbrica culturalmente con diferentes fenómenos contemporáneos, conformando una estructura de entendimiento social de la persona (justamente, lo que comparten en común los diversos ámbitos que quiero tratar, son el funcionar como un esquema de reflexión acerca del estatus de la subjetividad humana).

En principio, la metáfora del sanador-herido posee diversos orígenes. Algunos autores la toman a partir de la fábula de Quirón, vinculada a la mitología griega (Bermejo, 2012; Mazzini, 2018). En el caso de los hospices, que son instituciones de tradición católica (al menos en Argentina), la referencia a este modelo de cuidado proviene de un libro escrito por Henri Nouwen, un sacerdote católico holandés, titulado justamente “El sanador herido” (1971). Este ensayo se presenta como una guía práctica para el desempeño de la labor de ministro católico en el mundo moderno, desde un lugar de reconocimiento de la propia fragilidad. Sus reflexiones se volvieron en la actualidad un insumo fundamental para la comprensión de las relaciones de ayuda a partir de la integración de las “propias heridas” (o la propia vulnerabilidad constitutiva de nuestro ser). Otra fuente de referencia, recuperada por Bermejo (2012), proviene del mundo de la psicología, a partir de Carl Jung. En este caso la figura del wounded healer .sanador herido en inglés) aparece como la figura arquetípica de la relación terapéutica establecida en la consulta psicológica. El profesional, advertía, es propenso a curar a otros debido a que él mismo sostiene una herida. En la medida en que se vuelve consciente de sus propias heridas, puede establecer una conexión con las de la persona analizada, más aún en el caso de que éstas se presenten con contenidos similares. De la conciencia de la propia fragilidad surge el imperativo de curar a otros.

Más allá de estas referencias, la popularización del concepto como un modelo de cuidado en contextos de final de vida proviene de la articulación cultural que se produce actualmente entre los ámbitos de la psicología y la espiritualidad (Uribe y Viotti, 2014). El caso de Carlos Bermejo ilustra bien este punto. Formado en teología pastoral y counseling, se ha dedicado entre otras cuestiones a conceptualizar los fundamentos de la relación terapéutica empática a partir de la metáfora del sanador-herido propuesta por Nouwen. Sus escritos están atravesados por una lógica similar a la que veíamos al comienzo del apartado. Solo quien se encuentra herido, quien haya integrado a partir de un trabajo activo de reflexión su propia vulnerabilidad, podrá acompañar al otro desde ella, estableciendo así una relación no sólo empática, sino simétrica. El otro es entendido como el eco de nuestra propia vulnerabilidad, siendo la fragilidad, no solo una condición ontológica de la persona, sino además un recurso resiliente en el proceso de curación. Podemos ver a partir de aquí cómo la introducción de la idea del sanador herido al universo del counseling la volvió una metáfora válida para pensar la interioridad humana con relación a sus dimensiones tanto cognitivas como espirituales(1).

Este tipo de nociones ha tenido un impacto significativo en el desarrollo de propuestas de humanización del cuidado de la salud, con gran presencia en los cuidados en final de vida. El mismo Bermejo, para ejemplificar, es director del Centro de Humanización de la Salud San Camilo, una institución que ofrece actividades tanto de acompañamiento como de formación profesional vinculadas a las herramientas terapéuticas provenientes del counseling. La difusión de este tipo de ideas provoca que, por ejemplo, gran parte del equipo de voluntariado del hospice se encuentre vinculado de alguna manera con las herramientas de acompañamiento terapéutico provenientes del counseling, ya sea por estar formados efectivamente en este tipo de recursos, o por encontrarse ligados a corrientes de pensamiento como la psicología positiva o el coaching ontológico — ambas relacionadas entre sí, y con el counseling, en el hecho de que buscan estudiar y promover las bases del bienestar psicológico de las personas —. Esta conexión genera, no sólo que los voluntarios apliquen el conocimiento proveniente de este tipo de recursos para el acompañamiento terapéutico dentro del cuidado que llevan a cabo, sino también la transmisión de las relaciones de sentido fundamentales a partir de las cuales estas herramientas operan (como es el caso del entendimiento de la persona como una entidad ontológicamente vulnerable).

De las conexiones explicitadas a lo largo de este apartado puede verse cómo, a partir del counseling, la narrativa terapéutica, al conceptualizar los fundamentos de las relaciones humanas — particularmente en lo que tiene que ver con el cuidado —, comienza a tomar forma como un esquema básico de entendimiento del yo (Illouz, 2010). Creo que es a partir de la formulación conceptual de la metáfora del sanador herido como un modelo de cuidado guiado por el valor de la fragilidad intrínseca de lo humano se pueden conectar los sentidos que sujetos específicos les dan a sus prácticas e interacciones en un contexto socio-históricamente situado — como es en este caso el hospice o el cuidado en final de vida — con procesos más amplios. Aquí quedan en evidencia ciertas imbricaciones típicas de la psicologización de la religiosidad (Uribe y Viotti, 2014; Viotti, 2014), que ponen en evidencia cómo la espiritualidad y el análisis del bienestar psicológico, llevados al terreno de las prácticas de cuidado, confluyen como dos ámbitos propicios para la reflexión acerca del estatuto de la subjetividad humana (y, con relación a la cuestión de la vulnerabilidad, de las condiciones de su existencia). Es aquí donde considero que el abordaje del cuidado — siguiendo el esquema teórico propuesto al comienzo del artículo —, a partir de la noción antropológica de persona, puede ser útil como forma de vislumbrar este tipo de conexiones que se generan en un nivel estructural, conformando formas sociales de entendimiento de la persona — y, dado el carácter moralmente performático de esta categoría, dando a esa entidad una jerarquía moral específica que la vuelve merecedora de cuidado (y vuelve el cuidado de los otros, en el mismo proceso, un imperativo moral) —.

Reflexiones finales

A lo largo de este artículo he intentado dar cuenta de cómo, a partir de diferentes formulaciones teóricas, el cuidado puede ser construido como un concepto analítico de la teoría social, haciendo énfasis en su rol constitutivo de los vínculos sociales, su carácter moral y moralizante y la manera en la que, no solo se encuentra ligado a sentidos específicos del contexto, sino que produce y reproduce significados que lo exceden como práctica, y que se conectan estrechamente con la categoría antropológica de persona.

En este recorrido hemos podido ver cómo el valor de la vulnerabilidad, tal como es comprendido desde la lógica de los voluntarios del hospice — como una condición ontológica de lo humano —, guía la práctica de cuidado que llevan a cabo, otorgándole sentidos particulares que condicionan los modos de significarlo y realizarlo (como es el caso de la necesidad de reconocer activamente los propios límites como forma de tenerlos presentes en la relación de cuidado). Este valor, al mismo tiempo, se conecta directamente con un entendimiento de la persona atravesado por la idea de fragilidad intrínseca, que justifica, entre otras cuestiones, la interdependencia humana y, por tanto, el imperativo moral de cuidar a otros (más en los casos en los cuales esta vulnerabilidad se expresa con mayor fuerza, como sucede frente al padecimiento de una enfermedad que amenaza la vida). Finalmente, a través de la metáfora del sanador herido como un modelo de cuidado, intenté rastrear algunas de las conexiones existentes entre el cuidado propio de la filosofía hospice y otras propuestas de cuidado no necesariamente vinculadas al contexto de final de vida. Si uno toma esas diversas propuestas, considero, puede notarse que estructuralmente adquieren un contenido similar — al menos con relación a sostener el valor de la vulnerabilidad humana como un eje central de la relación de ayuda —. Es a partir de dar cuenta de cómo estas propuestas responden a una noción de lo que la persona es que considero que pueden ser entendidas como parte de un proceso más amplio, del cual son expresiones: sea el counseling, la espiritualidad o el cuidado en contextos de final de vida, lo cierto es que estos espacios funcionan como lugares propicios para reflexionar acerca de las condiciones propias de lo humano, de aquello que una personahumana, en un sentido moral, es (y, por el carácter normativo de lo social, debe ser).

Entender el carácter moral y moralizante del cuidado, en conexión con la noción antropológica de persona, nos permite comprender con mayor profundidad cómo se sostienen los lazos morales constitutivos de nuestra vinculación social, ya que nos lleva necesariamente a analizar cómo es que significamos a diferentes entidades (en este caso lo humano) como merecedoras de ciertos tratos (en este caso el ser cuidados) en función de jerarquías morales que se conectan estrechamente con el núcleo de nuestra existencia social.

Referencias bibliográficas

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Notas

(1) Para mencionar algunos ejemplos: http://www.cescap.org/2016/05/14/el-sanador-herido-y-la-dignidad-del-enfermo/; https://www.noticiasensalud.com/psicologia/2020/10/14/el-sanador-herido-y-la-empatia/; https://centroarrupevalencia.org/el-sanador-herido-formacion/; https://rei.iteso.mx/handle/11117/3964.
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