Resumen: Ante una crisis de esta naturaleza, tan dramática, universal y resistente, me propongo analizar los retos más urgentes e inaplazables que esta situación tan excepcional presenta al quehacer educativo. Afrontar la incertidumbre, la complejidad y sofisticación de un sistema de relaciones tan universal en el que emergen de forma continua problemas, posibilidades y desafíos de naturaleza tan impredecible, compleja e inabarcable requiere el desarrollo de la sabiduría individual y colectiva, es decir, cualidades y recursos personales y sociales de orden superior, de carácter cognitivo, emocional, ético y social. Con este propósito, me parece imprescindible desbrozar la naturaleza compleja, abierta e indeterminada de los mecanismos y procesos de construcción del sujeto humano, en las coordenadas extrañas de esta era digital, global y pandémica. ¿Qué significa y cómo se promueve el aprendizaje educativo de conocimientos, habilidades, actitudes, emociones y valores? ¿Cómo entender la reconstrucción consciente de los mecanismos subconscientes que se adquieren en la experiencia cotidiana? Una nueva cultura pedagógica y otra manera de entender la escuela como institución se abre paso con tanta necesidad como urgencia para procurar el diseño de contextos, proyectos, relaciones, formas de enseñar y evaluar y modos de concebir la función docente verdaderamente “educativos”, que acompañen y provoquen el desarrollo posible de individuos autónomos, cultos y solidarios.
Palabras clave:EducaciónEducación,Construcción del sujetoConstrucción del sujeto,Aprendizaje educativoAprendizaje educativo,Enseñanza reflexivaEnseñanza reflexiva,Ecología pedagógicaEcología pedagógica,ComplejidadComplejidad,IncertidumbreIncertidumbre.
Abstract: Faced with a crisis of this nature, so dramatic, universal and resistant, I propose to analyze the most urgent and pressing challenges that this exceptional situation presents to the educational task. Facing the uncertainty, complexity and sophistication of such a universal system of relationships in which problems, possibilities and challenges of such an unpredictable, complex and immeasurable nature continually emerge require the development of individual and collective wisdom, that is, qualities and personal and social resources of a higher order, of a cognitive, emotional, ethical and social nature. For this purpose, it seems to me essential to unravel the complex, open and indeterminate nature of the mechanisms and processes of construction of the human subject, in the strange coordinates of this digital, global and pandemic era. What does it mean and how is the educational learning of knowledge, skills, attitudes, emotions and values promoted? How to understand the conscious reconstruction of the subconscious mechanisms that are acquired in everyday experience? A new pedagogical culture and another way of understanding the school as an institution makes its way with both necessity and urgency to seek the design of contexts, projects, relationships, forms of teaching and evaluating and ways of conceiving the truly “educational” teaching function, which accompany and provoke the possible development of autonomous, cultured and supportive individuals.
Keywords: Education, Construction of the subject, Educational learning, Reflective teaching, Pedagogical ecology, Complexity, Uncertainty.
Resumo: Perante uma crise deste tipo, tão dramática, universal e resistente proponho analisar os desafios mais urgentes e impostergáveis que esta situação excepcional apresenta no trabalho educativo. Enfrentar a falta de certezas, a complexidade e a sofisticação de um sistema de relações tão universal no qual emergem de maneira continua problemas, possibilidades e desafios de natureza não predizível, complexa e inabordável requer o desenvolvimento da sabedoria individual e coletiva, isto é, qualidades e recursos pessoais e sociais de ordem superior, de caráter cognitivo, emocional, ético e social. Com este propósito, acredito indispensável remover a natureza complexa, aberta e indeterminada dos mecanismos e processos de construção do sujeito humano nas coordenadas estranhas desta era digital, global e pandêmica. O que significa e como se promove a aprendizagem educativa do conhecimento, das habilidades, atitudes, emoções e valores? Como entender a reconstrução consciente dos mecanismos subconscientes que adquirem na experiência cotidiana? Uma nova cultura pedagógica e outra maneira de entender a escola como instituição abre-se juntamente com a necessidade de procurar novos contextos, projetos, relações, formas de ensino e avaliação e modos de conceber a função do professor verdadeiramente “educativo”, que acompanhem e provoquem o desenvolvimento possível de indivíduos autônomos, cultos e solidários.
Palavras-chave: Educação, Construção do sujeito, Aprendizagem educativo, Ensino reflexivo, Ecologia pedagógica, Complexidade e incerteza.
Artículos
Los desafíos educativos en tiempos de pandemias: ayudar a construir la compleja subjetividad compartida de los seres humanos
Educational challenges in times of pandemics: helping to build the complex shared subjectivity of human beings.
Os desafios educativos em tempos de pandemia: ajudar a construir a complexa subjetividade compartilhada dos seres humanos.
Recepción: 07 Agosto 2020
Aprobación: 27 Agosto 2020
"En este panorama dantesco, la escuela deberá ser un pequeño pulmón de esperanza, un frágil ecosistema de reforestación del alma” (Torralba, 2020)
"Somos lo que alimentamos: nuestra capacidad para la generosidad sin límite o nuestro ciego egoísmo” (Santandreu, 2018)
Son innumerables las aportaciones y reflexiones sobre los fenómenos vividos en estos seis aciagos meses de emergencia sanitaria mundial, sus causas, su desarrollo y sus consecuencias. Me permito resumir de forma breve aquellas que me parecen más críticas y relevantes para situar el marco del pensamiento pedagógico que considero imprescindible para afrontar los nuevos retos de esta era tan extraña e incierta. En las citas que acompañan, el lector podrá encontrar desarrollos más completos de este apasionante territorio:
La complejidad humana se ubica tanto en la enmarañada red de relaciones económicas, técnicas, políticas y culturales que constituyen el cada día más complejo y sofisticado mundo — mundos—interpretado que vivimos (Inerarity, 2020; Sennet, 2018; Harari, 2018), como en la complicada estructura de nuestros propios mecanismos personales cognitivos y afectivos de comprensión, toma de decisiones y actuación (Kahneman, 2015; Pozo, 2014,2017; Pugh, 2019; Barrett, 2018). Estos dos polos, externo e interno, en permanente interacción y tensión, constituyen la complejidad y la potencialidad de lo que consideramos el sujeto humano, como individuo y como colectivo. Entender la complejidad de esta interacción es, a mi entender, requisito imprescindible para nuestras descripciones, explicaciones y prescripciones pedagógicas.
Es evidente que el ser humano necesita un largo proceso de dependencia social para poder desenvolverse de manera relativamente autónoma como ser biológico. Su grandeza, y, tal vez, también su miseria, es su carácter radicalmente inacabado, en formación, lo que le impide sobrevivir sin ayuda y le permite, a su vez, aprender y adaptarse a los cambios y realidades más diferentes. Durante todo ese largo proceso de desarrollo biológico se producen infinidad de aprendizajes de todo tipo y calidad, contingentes, condicionados por la peculiaridad del entorno natural y de forma muy especial por la configuración de las redes y estructuras sociales y culturales que enmarcan e inducen los intercambios y las interacciones en el limitado espacio y tiempo que habita cada individuo.
En este sentido, las aportaciones de los descubrimientos actuales de la epigenética3 y de la neurociencia, de manera muy destacada (Barrett, 2018), dejan pocas dudas sobre la importancia definitiva de los influjos decisivos del contexto (natural y social) en la formación de los recursos que cada individuo adquiere para percibir, interpretar, tomar decisiones y actuar en cada situación concreta de su vida personal.
Conviene destacar la insistencia de las investigaciones en neurociencia cognitiva sobre la ilimitada la plasticidad del cerebro. Rompiendo los supuestos clásicos y los prejuicios que han rodeado nuestra formación académica, la neurociencia está comprobando que el cerebro es un órgano con capacidad prácticamente ilimitada de aprender a lo largo de toda la vida (Damasio, 2005, 2010; Gazzaniga, 2015, 2019; Davidson, 2015; Barrett, 2018). Nuestro cerebro puede adaptarse al cambio vertiginoso del contexto aprendiendo, es decir, cambiándose a sí mismo de manera permanente, tanto al formar nuevos circuitos neuronales con neuronas multifuncionales ya existentes, como generando e incorporando nuevas neuronas a partir de las células madre. El cerebro se modela y modela su entorno en las experiencias que vive cada individuo, por los estímulos que recibe, por los problemas a los que se enfrenta y por las emociones que experimenta (Doigde, 2008). Las experiencias cambian nuestro cerebro, nos cambian, pero de manera compleja, puesto que percibimos el mundo a través de la lente de nuestras propias necesidades, nuestras metas y nuestras experiencias anteriores, al cambiar las experiencias cambiamos las percepciones, los conceptos y los mapas mentales (Barrett, 2018). Por eso es tan decisiva la naturaleza y calidad de las actividades en las que cada individuo se implica, voluntariamente o no, en la vida cotidiana y, por supuesto, en la vida escolar. El significado y el sentido de los mapas y guiones que elabora cada aprendiz es el resultado de la cualidad y sentido de sus experiencias vitales en los contextos que transita. Por otra parte, la peculiaridad de las neuronas espejo, de imitar los comportamientos emocionales y cognitivos de las personas que nos rodean, supone la interiorización personalizada, lenta, progresiva e inconsciente de las creencias, el sentido y los comportamientos de la cultura social que rodea la existencia peculiar de cada individuo. Esta portentosa plasticidad del cerebro supone un decidido apoyo al optimismo pedagógico y también a la responsabilidad por la relevancia de las experiencias y de los contextos que proponemos o aceptamos. Todos los seres humanos pueden aprender, a lo largo de toda la vida, si somos capaces de crear los contextos que requieran las actividades adecuadas que estimulen de forma activa su interés.
El contexto, por tanto, no es un continente neutro e indiferente, sino un complejo, persistente y difuso interlocutor que permea e infiltra sus orientaciones, sus formas de entender la vida, configurando el contenido y los instrumentos que cada individuo adquiere y utiliza para su interacción con el medio. Parece cada día más evidente que los escenarios y contextos condicionan, pero no determinan, las interacciones y, con ello, los patrones de percepción y respuesta desde la misma concepción del nuevo ser humano, influyendo su desarrollo biológico, fisiológico y mental a lo largo de toda la vida. Para comprender el largo y decisivo proceso de socialización del individuo humano,4 me parece muy oportuno y relevante el concepto de habitus de Bourdieu,5 por cuanto alude a un conjunto de disposiciones sociales e individuales, un territorio intermedio entre las estructuras materiales y los patrones subjetivos. No refiere a un continente contextual amorfo, natural o indiferente, sino perfectamente artificial, contingente a cada época y lugar y configurado para cumplir unas determinadas funciones sociales y no otras, con un sentido y un propósito, explícito u oculto, más o menos coherente, mejor o peor organizado, pero, sin duda, con una potente intencionalidad, que constituye la atmosfera material y simbólica que rodea el crecimiento de cada ser humano. De la cualidad y del sentido de dicho habitus, tanto del contexto general como de sus concreciones para cada escenario singular que habita cada nuevo ser humano, depende la cualidad y sentido de las interacciones vitales y, en consecuencia, los recursos de percepción y reacción que cada uno va formando a lo largo de su vida. No obstante, la variabilidad y el inevitable componente de indeterminación que preside todos los intercambios, físicos, biológicos y mentales de los seres humanos, así como la ilimitada plasticidad del cerebro, provoca la singularidad y diferenciación progresiva de estos recursos personales de interacción y la variabilidad y diversidad de cada concreción personal.
Por tanto, para entender el peculiar modo de formarse de cada individuo y el sentido y cualidad de su singular desarrollo, parece imprescindible comprender la naturaleza, sentido y complejidad del contexto que rodea su vida desde su concepción. La antropología, la sociología, la economía, la política y el resto de las ciencias sociales, de las humanidades y de las artes ofrecen aportaciones sustanciales para entender el hábitat y el habitus que rodea, influye y condiciona los hábitos, de todo tipo, que adquiere y construye cada individuo. No podremos, en consecuencia, desarrollar ninguna teoría de la educación consistente y sostenible sin la consideración decisiva de este componente explicativo del desarrollo humano, que podríamos denominar el polo externo de la interacción existencial y formativa.
Desde la perspectiva educativa, me parece imprescindible interrogarnos sobre la naturaleza potencialmente educativa de los contextos generales y concretos que rodean el crecimiento de cada individuo. ¿Qué habitus o ethos cultural se deriva de las formas sociales y económicas actuales de producir, distribuir y consumir en la compleja era global y digital? (Torres, 2018; Sennet,2018; Byung, 2017).Las formas contemporáneas de vida, los modos de establecer las relaciones personales, grupales e institucionales, con los seres humanos y con la naturaleza, ¿pueden ser compatibles con lo que consideramos deseable para la supervivencia, la vivencia y la convivencia más satisfactoria? ¿Qué valores, qué actitudes, qué emociones y estados de ánimo inundan las relaciones, las aspiraciones y los sueños humanos contemporáneos? ¿Estos modos de vivir concretos en el ámbito familiar y social favorecen u obstaculizan el desarrollo de los recursos cognitivos y emocionales de comprensión, toma de decisiones y actuación más favorables y adecuados para que cada individuo vaya creando su propio camino, su propio relato, su singular proyecto de vida en común, como personas, ciudadanos y profesionales?
Ahora bien, el influjo externo no es homogéneo, uniforme y cerrado. Es siempre, y de manera muy especial en las sociedades complejas contemporáneas, plural, cambiante, contradictorio, de modo que cada individuo recibe influjos con sentidos e intencionalidades convergentes y divergentes con el statu quo, el orden o desorden establecido. En consecuencia, la construcción evolutiva, errática, sinuosa y secuencial de la personalidad de cada individuo produce tanto homogeneidad básica como singularidad diferencial y puede suponer la consolidación de la convergencia y sumisión o el fortalecimiento de la discrepancia. Es cierto que el habitus social, el ethos cultural dominante, así como las estructuras sociales e institucionales que lo sustentan, empapa y permea la trama de nuestras relaciones y actividades, así como las creencias que compartimos y las aspiraciones mayoritarias que conformamos, por lo que es imprescindible conocer de manera crítica y exhaustiva sus características, sus peculiares y complejos modos de funcionamiento, así como el sentido e intensidad de sus orientaciones explicitas y fundamentalmente ocultas en el entramado complejo de la vida contemporánea (Klein, 2019; Inerartity, 2020). Vamos a encontrar sus tentáculos en el sustrato de todos y cada uno de los aprendices, limitando o potenciado sus posibilidades. Pero también es cierto que, en el desarrollo evolutivo de cada individuo o grupo humano, aparecen ocasionales quiebras, rupturas, contradicciones, divergencias que abren grados de libertad, que permiten la progresiva singularidad de la urdimbre que cada uno teje a partir de la trama recibida, de los patrones comunes heredados. Tan decisivo será comprender la trama externa común, como la urdimbre interna singular.
Este polo interno de la interacción humana no es menos complejo. La formación y desarrollo del individuo humano supone un proceso sin duda sinuoso, impredecible y, en cierta medida, caótico de diferenciación de recursos y funciones. El reflejo activamente mediado en el cerebro de la realidad compleja del contexto y de sus peculiares interacciones con cada individuo supone la creación de infinidad de circuitos neuronales, caminos, perspectivas, donde se sustentan los ilimitados matices que configuran las distintas experiencias que vive cada uno en un escenario cada vez más cambiante, líquido e imprevisible. De modo que, estos circuitos, que constituyen nuestras lentes y patrones de percepción, interpretación y actuación, se van especializando para cumplir funciones diferentes6.
Las aportaciones actuales de la neurociencia y las ciencias cognitivas amplían nuestras posibilidades de entender la complejidad de tales interacciones al disolver barreras, dogmas y mitos, al abrir cajas negras y descubrir nuevas vías de influencia recíproca de la mente, el cuerpo y el entorno físico y social (Church, 2018; Barrett, 2018). No obstante, de manera análoga a como ocurría al indagar el polo externo, también aquí los seres humanos sucumbimos fácilmente a la tentación de la simplificación, al reduccionismo, a la tendencia a proponer atajos unilaterales y parciales que intentan explicar el todo complejo a partir de un único elemento. “Somos lo que pensamos”, “somos lo que comemos”, “somos lo que leemos”, “somos lo que hacemos”, “somos las emociones que experimentamos”, “somos información”, “somos lenguaje”, “somos las creencias que profesamos”. No podemos considerar que estas afirmaciones aisladas sean falsas, pero sí insuficientes y, al proponerse como explicaciones del todo, totalitarias; sin duda, deforman y pervierten la comprensión.
En mi opinión, no puede entenderse la complejidad de cada ser humano sino desde el respeto a su consideración como sistema vivo, orgánico y mental,7 una compleja combinación de elementos que interaccionan entre sí de manera peculiar dentro del propio ecosistema del que forman parte (Bronfenbrenner, 1999; Godfreyy Brown, 2019). Al menos los siguientes elementos son claves para entender la pluralidad de matices e influjos que circulan y se precipitan en el funcionamiento de este sistema humano, cuando percibe, interpreta, toma decisiones, actúa y valora: conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores. En Educación, a mi entender, no nos sirven aproximaciones que no asuman este enfoque holístico, esta pluralidad viva de elementos que interactúan permanentemente, cambiándose a sí mismos y al todo como efecto de dicha interacción.
Aprender significa adquirir estos recursos subjetivos múltiples en el trascurso de la interacción con el medio natural y social. Esta adquisición es secuencial, contingente y acumulativa, pero no necesariamente lineal, ni sumativa. El ser humano se presenta a las primeras interacciones cotidianas equipado con los escasos y limitados recursos heredados (reflejos instintivos, genoma y epigenoma) y con aquellos que va adquiriendo en las sucesivas experiencias que vive. Recursos que sirven tanto como lentes y palanca de comprensión, como de orejeras que limitan y sesgan la interacción. Como consecuencia de las sucesivas interacciones y experiencias, el individuo, en mayor o menor medida, reformula y modifica tales recursos, tales sistemas de comprensión y de acción, fortaleciendo unos patrones y descartando otros.
La calidad epistemológica y la cualidad ética de estos recursos depende, en definitiva, de la riqueza y sentido del contexto, así como de las vivencias que cada uno experimenta en dicho contexto, el orden o desorden establecido. Por otra parte, me parece clave entender la naturaleza de estas adquisiciones. Es decir, advertir que el cerebro humano automatiza y consolida aquellos patrones de comprensión y actuación que repetidamente experimenta como funcionales para su adaptación singular al entorno, convirtiéndolos en recursos ágiles de respuesta que no necesitan la conciencia para funcionar (Khaneman, 2015; Pozo, 2017; Pugh, 2019; Barg, 2018; Barrett, 2018).8Todos los aspectos de nuestra personalidad se encuentran saturados de estos mecanismos automáticos de comprensión y acción. Los automatismos cerebrales son imprescindibles para actuar con eficacia y economía en la vida cotidiana, pero también al permanecer por debajo de la conciencia son difíciles de detectar y cambiar cuando fuere necesario, cuando se hayan convertido en obsoletos o insuficientes. Los automatismos que componen la mochila tácita de recursos de cada individuo constituyen el denominado conocimiento práctico, bien consolidado, muy potente desde el punto de vista operativo, pero muy pobre desde su consideración epistemológica, saturado de lagunas, prejuicios, contagios emocionales irreflexivos, contradicciones sin identificar, simplificaciones reduccionistas, clausuras cognitivas precipitadas, generalizaciones injustificadas, así como creencias y dogmatismos incuestionados,9 que obstaculizan la apertura del sujeto humano a nuevos y distintos horizontes de aquellos que configuran su habitual statu quo, su zona de confort, la “incorporación” singular del habitus social. En momentos posteriores, el individuo humano puede y debe reconsiderar conscientemente el valor epistemológico y existencial de estos modos aprendidos de entender y reaccionar, así como reformular los que considere inadecuados o tóxicos para su desarrollo.
Por otra parte, y para entender mejor lo que consideramos conocimiento humano, es necesario atender a otra aportación sustancial de la neurociencia, la primacía funcional de las emociones (Damasio, 2010; Gazzaniga, 2015; Klein, 2014, 2019; Tizón, 2011; Barrett, 2018; Pugh, 2019; Church, 2018). El cerebro humano no es una máquina de calcular desapasionada, objetiva y neutral que toma decisiones razonadas basadas en el análisis frío de los hechos correspondientes, es más bien, y ante todo, una instancia emocional, preocupada por la supervivencia, que busca la satisfacción y evita el dolor y el sufrimiento. Cualquier estímulo antes de alcanzar la corteza cerebral, la conciencia, recala en las zonas más primitivas del cerebro (tronco, amígdala, hipotálamo), contagiándose emocionalmente. Los seres humanos, por tanto, no somos seres pensantes que sienten, sino seres sentimentales que piensan. Abrazamos o rechazamos ideas, situaciones o personas en virtud de las emociones que nos despiertan.10
La complejidad interna del ser humano reside, a mi entender, en este complicado mecanismo múltiple de procesamiento de los estímulos, categorización y formulación de predicciones en permanente interacción. Procesamos la información de manera secuencial y paralela, con instrumentos y herramientas adaptativas contingentes, circunstanciales e interesadas, frecuentemente divergentes e incluso contradictorias en su orientación. Categorizamos, predecimos y construimos relatos interesados, no necesariamente verídicos, para dotar de coherencia ad hoc a una identidad desparramada en múltiples orientaciones, vínculos, prejuicios e ignorancias, en virtud de la experiencias e influjos contingentes y circunstanciales que vivimos. Solamente la conciencia cultivada puede y debe interesarse por la objetividad y la calidad epistémica del saber.
En todo caso, la emoción es el matiz, el tono o el color con el que percibimos los estímulos de la realidad en función de su potencial positivo, negativo o neutro, en primer lugar, para nuestra supervivencia y, con posterioridad, en función de los intereses, intenciones, valores y propósitos de nuestro proyecto vital. Parece decisivo, por tanto, entender que nadie puede aprender nada de manera relevante y duradera a menos que aquello que se vaya a aprender le motive, le afecte, le diga algo, posea algún significado “incorporado” que encienda su curiosidad. Por ello, el juego, combinación de curiosidad, actividad y placer, es el arma más poderosa del aprendizaje, de manera muy especial en las primeras etapas del desarrollo humano.
En definitiva, para entender el desarrollo humano necesitamos miradas holísticas que comprendan la interacción del cuerpo y la mente, las emociones y la razón, la conciencia y los mecanismos subconscientes, el yo y el otro, bien alejados de los dualismos maniqueos o de los dogmas reduccionistas.
Entender y responder a la complejidad de las interacciones que presiden la construcción del sujeto humano requiere, a mi entender, una nueva cultura pedagógica, orientada al fortalecimiento de los procesos verdaderamente educativos, no solo a los procesos de socialización e instrucción (Pérez Gómez, 2010). Es decir, el desarrollo en cada individuo de recursos cognitivos, afectivos y sociales de orden superior: reflexivos, críticos y creativos. El desafío pedagógico es diseñar y organizar el espacio, el tiempo, las relaciones sociales, las actividades, el currículum y la evaluación para ayudar a formar el ciudadano culto, solidario y autónomo que exige la complejidad de este escenario global y digital contemporáneo. Lo que, a mi entender, supone el tránsito de la información al conocimiento y del conocimiento a la sabiduría en todos y cada uno de los aprendices (Pérez Gómez, 2017; Maxwell, 2013; Sternberg, 2015). Para Russell Ackoff (1999) los datos son símbolos que representan propiedades de objetos, personas, eventos. La información consiste en los datos procesados para incrementar su utilidad y responde a los siguientes interrogantes descriptivos: ¿quién?, ¿qué?, ¿cuántos?, ¿dónde?, ¿cuándo? Por su parte, el conocimiento refiere al conjunto organizado de informaciones que pretenden comunicar y explicar fenómenos, problemas y situaciones de la realidad y responde a interrogantes más complejos, funcionales y explicativos: ¿cómo?, ¿por qué? La sabiduría corresponde ya a otro nivel y puede considerarse como la utilización de los mejores recursos cognitivos y socioemocionales de los que dispone el sujeto para el gobierno de su propia vida como persona, ciudadano y profesional. Implica inevitables opciones de valor y responde fundamentalmente a preguntas éticas y teleológicas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿qué merece la pena? Como he desarrollado con mayor detenimiento en mi último libro titulado Pedagogías para tiempos de perplejidad (Pérez Gómez, 2017), el conocimiento humano no puede considerarse como un objeto que se posee, que se adquiere, se compra y vende, se almacena y se reproduce. El conocimiento es una combinación subjetiva compleja de significados, apoyados en las informaciones-datos-hechos, que dice algo de la realidad, natural, social o personal. Significados que conforman estructuras mínimas funcionales: esquemas, modelos, mapas y guiones mentales, que orientan nuestra comprensión y actuación. A partir de estos esquemas, se desarrollan las teorías y paradigmas. De este amplísimo intervalo epistémico que va de las informaciones a los paradigmas, la escuela convencional enfatiza de manera abrumadora en el escalón inferior del conocimiento: retención y reproducción de datos, hechos, fechas, algoritmos. ¿Qué sentido tiene, en la era digital, almacenar datos, más o menos efímeros, que no utilizamos? Somos incapaces de almacenar la cantidad de datos que crecen cada día de manera exponencial y acelerada en todos los ámbitos del saber y, además, tenemos acceso, ubicuo, inmediato y fácil a esos datos actualizados, a golpe de ratón, móvil o cualquier otro artificio cada vez más sofisticado y asequible. Solo merece la pena aprender de memoria lo que utilizamos con frecuencia, como por ejemplo el lenguaje. Por lo tanto, dediquémonos a trabajar con los aprendices al menos los esquemas, modelos y mapas mentales que ayudan a pensar y a enseñarles dónde buscar los datos requeridos, cómo buscarlos, evaluarlos y seleccionarlos. Por otra parte, es urgente preguntarnos qué hacemos en la escuela trabajando exclusivamente ese 10% de conciencia, de conocimiento declarativo, explícito, teórico, como si tuviera vida propia, independiente y aislada, abandonando el 90% de los mecanismos que deciden, en gran medida, cómo percibimos e interpretamos, quiénes somos, cómo somos o cómo actuamos. Nuestra mochila implícita, nuestro piloto automático, nuestro subconsciente adaptativo es el responsable de gran parte de las percepciones, interpretaciones y decisiones que condicionan nuestro sentir y actuar cotidiano. Los automatismos cerebrales son imprescindibles para actuar con eficacia y economía en la vida diaria, pero también, al permanecer por debajo de la conciencia, son difíciles de detectar y cambiar cuando fuere necesario. Por ello, la tarea pedagógica realmente educativa requiere diseñar procesos y actividades que permitan que cada aprendiz, observando y analizando su propia práctica y su propio comportamiento en el escenario concreto que habita, tome conciencia de la relevancia decisiva de sus mecanismos implícitos, subconscientes (hábitos, actitudes, creencias), su calidad y sentido, así como de la necesidad de establecer un diálogo permanente entre la conciencia y el subconsciente (Kahneman, 2015) para reconstruir los que limitan sus posibilidades de crecimiento y estimular los que las potencian. Las aportaciones recientes de la neurociencia y de las ciencias cognitivas nos obligan a repensar el concepto de aprendizaje humano y a redefinirlo como proceso continuo de construcción, deconstrucción y reconstrucción del entramado de representaciones emocionales y cognitivas, conscientes y subconscientes que gobiernan nuestras percepciones, interpretaciones, toma de decisiones y conductas. Frente a la idea del aprendizaje como la adquisición o incorporación a la mente de un conocimiento que no estaba en ella, la ciencia del aprendizaje asume, hoy en día, que aprender es cambiar lo que ya somos. Aprender es transformar la información que uno recibe y convertirla en conocimiento propio, autónomo y activo para comprender y actuar (Pozo, 2014, 2016; Korthagen, 2018; Barret, 2018).11 La escuela educativa, no solo instructiva, debe asumir la responsabilidad de preparar a los futuros ciudadanos para comprender e interpretar la complejidad técnica, política, económica y cultural, navegar en la incertidumbre, desarrollar empleos desconocidos hasta ahora, crear nuevas alternativas, participar en la vida colectiva de un mundo, siempre interpretado, complejo y cambiante, global y local. Es decir, asumir el compromiso de provocar aprendizaje educativo, profundo, relevante.12 Se requiere desarrollar cualidades cognitivas y afectivas de orden superior: el desarrollo de las competencias o cualidades humanas más valiosas. Es decir, un pensamiento práctico informado, independiente y creativo, dejando en manos de las máquinas las tareas que consisten fundamentalmente en rutinas cognitivas y operativas de carácter mecánico, reproductor y algorítmico.
Pues bien, en mi opinión, aquí se sitúa la responsabilidad principal de la educación y de la enseñanza educativa: asumir de manera intencional y sistemática la responsabilidad de provocar, promover, orientar y ayudar a cada estudiante en la reconstrucción consciente de sus modos habituales de pensar, sentir y actuar, es decir, promover el aprendizaje educativo del sistema complejo de recursos (conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores) que utiliza cada individuo para diseñar y experimentar su propio camino, su propio propósito, su singular proyecto de vida. En definitiva, el desarrollo de la sabiduría o el pensamiento práctico de los sujetos y grupos humanos (Pérez Gómez, 2017). A este respecto, y ante la crítica de enfoques actuales de filosofía de la educación sobre lo que denominan la moda del aprendizaje (Larrosa, 2019; Biesta, 2018; Masschelein y Simons, 2014), me gustaría matizar lo siguiente. En primer lugar, coincido con su denuncia de la utilización de un modo de entender el aprendizaje como opuesto a la enseñanza para defender una política neoliberal que reduce la educación al desarrollo de habilidades al servicio del intercambio mercantil. Una política del aprendizaje que desconsidera el valor de los conocimientos reduce los procesos de enseñanza a la programación de rutinas para la adquisición de habilidades, a la consecución de resultados predeterminados, así como la evaluación a la constatación objetiva de la eficacia del proceso, mediante la aplicación de test estandarizados y la asignación de calificaciones. Pero esta crítica, bien motivada y urgente por la potencia y extensión de la deriva de la pedagogía neoliberal actual, no debe, a mi entender, extenderse y generalizarse hasta el punto de convertirla en una cruzada contra el mismo término y concepto de aprendizaje, y de cuantos se encuentran supuestamente contaminados por su asociación como “constructivismo”, “aprendiz”, “comunidades de aprendizaje”… desterrándolos incluso de la terminología pedagógica (Larrosa, 2019; Biesta, 2018). Larrosa, en su reciente diccionario pedagógico, titulado P de Profesor (2019), propone una serie de términos descartados, entre los que se encuentra en lugar destacado el de aprendizaje. Cabe recordar aquí la metáfora de tirar al bebé para desalojar el agua sucia del barreño. Biesta, en su trabajo devolver la enseñanza a la educación (2016), cuestiona el valor educativo del concepto de aprendizaje, porque el lenguaje del aprendizaje es incapaz de capturar las dimensiones propias de la educación (propósito, contenido…), es decir, porque denota un proceso que, en sí mismo, es vacío en cuanto a contenido y dirección. Es cierto, pero esa misma crítica puede hacerse al concepto de enseñanza, que en sí mismo también puede ser un término vacío o neutro en cuanto a contenido, dirección y sentido. La enseñanza puede ejercerse como adoctrinamiento, como instrucción de habilidades perversas, como transmisión de contenidos falsos, como inhibición o como apertura de mundos maravillosos… A mi entender, la enseñanza requiere también, al igual que el aprendizaje, el calificativo de “educativa” para poder denotar y abarcar lo que consideramos deseable: el desarrollo de la sabiduría. Qué entendemos por educación y educativo se convierte, pues, en el eje sustancial del estudio, debate y compromiso pedagógicos. En mi opinión, la enseñanza educativa abarca todas las estrategias y marcos de intervención que pueden favorecer, estimular y potenciar el aprendizaje que consideramos educativo. Por ello, mi oposición crítica a la utilización perversa del concepto de aprendizaje por la ideología pedagógica neoliberal no deriva en el rechazo, sino en el fortalecimiento de lo que considero aprendizaje educativo. Este convencimiento implica una mayor y mejor profundización en lo que significan los procesos de aprendizaje e identificar aquellos que manifiestan mayor potencialidad para la construcción de un sujeto relativamente autónomo, creativo, sensible y autorregulado. Con este propósito, y asumiendo la naturaleza sistémica, compleja, imprevisible y multidimensional de cada ser humano, creo que es útil atender y enfocar dos ejes integradores, dinámicos y complementarios para entender este poderoso, complejo y controvertido fenómeno: el eje cognitivo y el eje teleológico. El eje cognitivo, explicativo, episteme: incluye fundamentalmente los conocimientos y las habilidades que desarrollamos y utilizamos para comprender y para actuar. Son adquisiciones y/o construcciones en nuestras experiencias cotidianas, conscientes o subconscientes, que responden a las preguntas descriptivas qué, cuándo, dónde, cuántos; así como a los interrogantes explicativos: ¿cómo funciona y porqué? Tanto en las costumbres, tradiciones y culturas incrustadas en la vida cotidiana como en el saber organizado en las disciplinas científicas, en las humanidades y en las artes, podemos encontrar respuestas de distinta naturaleza, profundidad y potencialidad a estas cuestiones cognitivas que cada sujeto va encontrando y respondiendo en su caminar existencial. Cada individuo, en interacción singular con su contexto familiar, social y escolar va construyendo este saber técnico e instrumental con el que afronta mejor o peor los requerimientos, problemas y propósitos de su vida. Este saber, científico, técnico, a partir de los datos e informaciones, va configurando de forma progresiva los conceptos, las ideas, los mapas mentales, las teorías y los paradigmas humanos. Es decir, las representaciones humanas más o menos complejas y consistentes, extensas e intensas con las que interpretamos y decidimos. ¿Cómo se provoca en cada aprendiz la apropiación del conocimiento que consideramos deseable? ¿Cómo ayudar a reconstruir el conocimiento práctico, experiencial, de cada estudiante? El eje teleológico, ético, inseparable del anterior, responde, sin embargo, a una pregunta de naturaleza claramente distinta. ¿Para qué? ¿Hacia dónde? Incorpora un interrogante de naturaleza valorativa, existencial. Conociendo en parte las peculiaridades de la realidad natural y artificial, así como la manera de funcionar y algunos porqués, el ser humano se interroga por el sentido de la vida y por la manera más satisfactoria posible de orientar su trajinar existencial. ¿Qué merece la pena? ¿Hacia dónde dirigir el devenir más satisfactorio? El eje teleológico incluye, a mi parecer, un amplísimo intervalo de disposiciones subjetivas que van desde las emociones más primitivas, incorporadas e inconscientes, procedentes de la naturaleza animal, preocupadas por garantizar la supervivencia y la reproducción de la especie, a las aspiraciones más espirituales que se relacionan con el sentido de la vida y la trascendencia, con la liberación de los límites que impone el espacio, el tiempo y las relaciones, es decir, con las elaboraciones culturales más sofisticadas y diversificadas (Barrett, 2018). En el largo, contingente y caótico devenir evolutivo, cada individuo y cada grupo humano va configurando una manera prioritaria de manejar sus emociones, sentimientos, actitudes y valores que condicionan la orientación del propio caminar y el grado de satisfacción que acompaña su travesía existencial. Desde las emociones más primitivas, el ser humano introduce la opción ética de lo deseable o rechazable, de lo conveniente o peligroso, del bien y del mal, que luego irá complejizando con multiplicidad de matices y sutilezas a lo largo de todo el amplio espectro de su sinuosa producción mental adulta hasta el límite de la experiencia mística y/o de la contradicción patológica e irresoluble. Parafraseando a Victoria Camps (2019): somos seres contradictorios y paradójicos, capaces de querer y no querer al mismo tiempo las mismas cosas. Como propone Markus Gabriel (2020), somos seres esquizoides que pueden crearse y creerse ideologías que mezclan verdad y mentira, sobre el mundo y sobre si mismos.13 De lo que no cabe duda es que tejemos nuestro propio relato para dar sentido a este tránsito existencial y que la vida es más bien una obra de arte en construcción, cuyo sentido vamos elaborando al observar y experimentar la calidad del vínculo que establecemos con lo que nos rodea y la satisfacción que nos proporciona (Torralba, 2020).Somos portadores de múltiples huellas de experiencias vitales distintas, divergentes e incluso contradictorias, que de manera muy mayoritaria permanecen por debajo de la conciencia y que luchan en cada momento decisivo por imponer sus propias orientaciones a la hora de percibir, interpretar, tomar decisiones y actuar. Para entender el desarrollo humano necesitamos miradas holísticas que comprendan la interacción del cuerpo y la mente, las emociones y la razón, la conciencia y los mecanismos subconscientes. Si las emociones son la energía que activa y orienta el aprendizaje, la pedagogía educativa ha de diseñar contextos, programas y actividades que sean relevantes para la vida cotidiana de los aprendices, que estimulen su deseo de descubrir, indagar, experimentar, satisfacer necesidades y perseguir sus expectativas, ilusiones y sueños.En todo caso, en este devenir personal y social desde las necesidades y emociones más básicas a los propósitos e ilusiones más espirituales y al objeto de evitar que, en educación, este recorrido se convierta en una simple especulación teórica, me parece interesante distinguir entre valor y virtud. La virtud —las virtudes— ha de considerarse como la incorporación, la encarnación del valor, la integración del valor en el comportamiento cotidiano deseado y deseable de cada sujeto y de cada comunidad. El desarrollo y construcción de las virtudes requiere práctica, ejercicio y persistencia para ir armonizando las formas de percibir, organizar y actuar con la orientación de los valores deseables, los principios de procedimiento que proponía Stenhouse (1978). Las virtudes son el resultado de un compromiso constante y paciente con los valores elegidos, hasta que esos valores se convierten en una forma generalmente automática, aunque siempre en parte provisional, de pensar, sentir y actuar e impregnen los escenarios culturales, económicos, normativos e institucionales básicos de nuestra comunidad local y global. Es decir, se constituye en el nuevo e informado conocimiento práctico (Pérez Gómez, 2017), individual y colectivo, nuevos hábitos y automatismos de comprensión y actuación, derivado de la asunción de una nueva forma de pensar y valorar.14 La singularidad y la relevancia de la tarea educativa, tanto respecto al aprendizaje como respecto a la enseñanza, en mi opinión, reside precisamente aquí, en esta quiebra o desfiladero, a cuyo vértigo nos asomamos de manera permanente. ¿Cómo ayudar a que cada individuo que se construye como sujeto conozca y organice de manera consciente el complejo entramado de interacciones que configuran los automatismos de su mochila existencial, fundamentalmente responsables silenciosos de cómo piensa, siente, y reacciona? ¿Cómo contribuir a que cada individuo armonice su propia construcción personal más satisfactoria con las circunstancias concretas, interesadas, cambiantes y cargadas de incertidumbre del mundo de la naturaleza, la cultura y las relaciones sociales de esta época tan líquida, abundante, desigual y contradictoria? No debemos olvidar que, en la adquisición de estos automatismos individuales y colectivos, el contexto económico, político y cultural ejerce una influencia decisiva, la trama de nuestros recursos de comprensión y actuación se teje con los hilos de los valores, creencias y actitudes dominantes del espacio y tiempo que habitamos, en nuestro caso el entramado ideológico del capitalismo neoliberal. Provocar, por tanto, el proceso educativo en cada aprendiz supone sin duda el cuestionamiento inevitable, complicado y frecuentemente doloroso, del valor antropológico de ese entramado, statu quo, que se incorpora en los valores, creencias, emociones y actitudes de cada individuo (Barrett, 2018; Rodgers, 2020).
Este complejo y ambicioso propósito, que constituye para mí la tarea educativa, no puede afrontarse con visiones restrictivas, reduccionistas, sectarias o totalitarias, requieren, a mi entender, aproximaciones abiertas, ecológicas, flexibles, holísticas e integradoras (Bronfenbrenner, 1999;Goodlen, 2019; Rodgers, 2020), abriendo el horizonte a todas las vías y caminos de aprendizaje que potencien el complejo e imprevisible proceso de construcción de la subjetividad compartida: la imitación, la observación, la experimentación, la improvisación, la imaginación creativa, el dialogo, el debate y la comunicación, la transmisión oral y multimedia, el estudio y elaboración de discursos y de textos, la colaboración, la introspección, la reflexión y metacognición, la meditación, el diseño y desarrollo cooperativo de proyectos de investigación, producción e intervención, la contemplación, admiración, valoración y evaluación de fenómenos, situaciones y procesos. Todos ellos pueden constituir herramientas y procedimientos pedagógicos válidos de enseñanza educativa para ayudar, estimular y orientar el aprendizaje educativo de cada estudiante, si los docentes tenemos relativamente claro lo que significa nuestra tarea, hacia el valor de la “presencia”: ayudar a construir la compleja subjetividad compartida de los seres humanos, bajo el paraguas del interrogante constante del sentido, del para qué (Rodgers,2020). En esta tarea, la dimensión ética, como descentramiento para comprender los propios límites, como pensar en el cuidado del otro y del mundo natural, como búsqueda comprometida del bien común, me parece la clave prioritaria de nuestro quehacer pedagógico. Es el docente—las y los docentes— con su “presencia” el protagonista clave de este entramado con potencialidad educativa.