Tribuna

Constitución y hegemonía. Luchas contra la dominación global

Constitution and hegemony. Struggles against global domination

Constituição e hegemonia. Lutas contra a dominação global

Boaventura DE SOUSA SANTOS
Universidade de Coimbra, Portugal

Constitución y hegemonía. Luchas contra la dominación global

Chasqui. Revista Latinoamericana de Comunicación, núm. 136, pp. 13-31, 2017

Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina

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Resumen: El presente ensayo analiza los desafíos que se presentan a las izquierdas −en especial, latinoamericanas− a comienzos del siglo XXI en su lucha contra la dominación. Según el autor, si algo se puede afirmar con alguna certeza acerca de las dificultades que están pasando las fuerzas progresistas en América Latina, es que ellas se asientan en el hecho de que sus gobiernos no enfrentaron claramente dos cuestiones centrales para el diagnóstico: la definitiva consolidación de una Constitución y la efectiva formación de hegemonía. Se discuten en primer lugar la idea de dominación, las formas de lucha y el estatus de la globalización en la actualidad, para luego, analizar la situación de los gobiernos de izquierda.

Palabras clave: izquierda, neoliberalismo, capitalismo, América Latina, resistencia, pactos.

Abstract: This essay deals with the challenges presented to the left -especially the Latin American left- at the beginning of the 21st century in their struggle against domination. According to the author, If there is one thing that can be said with a degree of certainty about the difficulties currently experienced by the progressive forces in Latin America, it is that those difficulties stem from the fact that their governments have tackled neither the Constitution issue nor the hegemony issue. The idea of domination, the forms of struggle and the status of globalization are discussed in the first place, to finally analyze the situation of the left governments.

Keywords: left, neoliberalism, capitalism, Latin America, resistance, pacts.

Resumo: O presente ensaio analisa os desafios que se impõe às esquerdas –em especial, latinoamericanas– no início do século 21 em sua luta contra a dominação. Segundo o autor, se algo pode ser afirmado com alguma certeza a respeito das dificuldades que as forças progressistas estão experimentando na América Latina, é que seus governos não enfrentaram claramente duas questões centrais para o diagnóstico de que trata o texto: a consolidação definitiva de uma Constituição e a efetiva formação de uma hegemonia. Assim, são discutidas a ideia de dominação, as formas de luta e o status da globalização, em primeiro lugar, para então ser apresentada uma análise da situação dos governos de esquerda.

Palavras-chave: esquerda, neoliberalismo, capitalismo, América Latina, resistência, pactos.

1. Introducción: contra la dominación1

La dominación social, política y cultural siempre es resultado de una distribución desigual de poder, en la cual quien no tiene poder −o tiene menos− ve sus expectativas de vida limitadas o destruidas por quien tiene más poder. Esta limitación o destrucción se manifiesta de diferentes maneras: desde la discriminación hasta la exclusión, desde la marginación hasta la eliminación física, psíquica o cultural, desde la demonización hasta la invisibilización. Todas ellas pueden reducirse a una sola: la opresión. Cuanto más desigual es la distribución del poder, mayor es la opresión. Las sociedades con condiciones duraderas de poder desigual son sociedades divididas entre opresores y oprimidos. La contradicción entre estas dos categorías no es lógica sino dialéctica, ya que ambas forman parte de la misma unidad contradictoria.

Los factores que están en la base de la dominación varían de una época a otra. En la época moderna −digamos, desde el siglo XVI− los tres principales han sido: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. El primero es originario de la modernidad occidental, mientras que los demás existían antes, pero fueron reconfigurados por el capitalismo. La dominación capitalista se fundamenta en la explotación del trabajo asalariado a través de relaciones entre seres humanos formalmente iguales. La dominación colonial se asienta en una relación jerárquica entre grupos humanos por una razón supuestamente natural, ya sea la raza, la casta, la religión o la etnia. La dominación patriarcal implica otro tipo de relación de poder, pero igualmente basada en la inferioridad natural de un sexo o de una orientación sexual. La relación entre estos modos de dominación ha variado a lo largo del tiempo y del espacio, pero el hecho de que la dominación moderna se asiente en los tres es una constante (Santos, 2003). Al contrario de lo que vulgarmente se piensa, la independencia política de las antiguas colonias europeas no significó el fin del colonialismo, significó la sustitución de un tipo de colonialismo (el colonialismo de ocupación territorial efectiva por una potencia extranjera) por otros (colonialismo interno, neocolonialismo, imperialismo, racismo, xenofobia, etc.).

Vivimos en sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales. Para tener éxito, la resistencia contra la dominación moderna debe basarse en luchas −simultáneamente− anticapitalistas, anticoloniales y antipatriarcales. Todas deben tener como objetivo los tres factores de la dominación, y no solo uno, aunque las coyunturas puedan aconsejar que incidan más en un factor que en otro.

El siglo XX fue uno de los más violentos de la historia, aunque también se caracterizó por muchas conquistas: desde los derechos sociales y económicos de los trabajadores hasta la liberación e independencia de las colonias, desde los movimientos de los derechos colectivos de las poblaciones afrodescendientes en las Américas y de los pueblos indígenas hasta las luchas de las mujeres contra la discriminación sexual. Sin embargo, a pesar de los éxitos, los resultados no son sobresalientes. En las primeras décadas del siglo XXI incluso atravesamos un período de retroceso generalizado en muchas de las conquistas de esas luchas. El capitalismo concentra más la riqueza que nunca antes y agrava la desigualdad entre los países y dentro de ellos; el racismo, el neocolonialismo y las guerras imperiales asumen formas particularmente excluyentes y violentas; el sexismo, a pesar de todos los éxitos de los movimientos feministas, sigue ejerciendo violencia en contra de las mujeres con una persistencia inquebrantable.

Un diagnóstico correcto será una condición necesaria para superar este aparente estancamiento histórico. Sugiero varios componentes principales de ese diagnóstico. El primero reside en que, mientras que la dominación moderna articula siempre capitalismo con colonialismo y patriarcado, las organizaciones y movimientos que vienen luchando contra ella han estado divididos, cada uno privilegiando alguno de los modos de dominación y descuidando, o incluso ignorando, el resto; y cada uno defendiendo que su lucha y su forma de lucha son las más importantes. No sorprende, así, que muchos partidos socialistas y comunistas, que lucharon −cuando lo hicieron− contra la dominación capitalista, hayan sido durante mucho tiempo colonialistas, racistas y sexistas. Del mismo modo, no sorprende que ciertos movimientos nacionalistas, anticoloniales y antirracistas hayan sido capitalistas, procapitalistas y sexistas, y que movimientos feministas hayan sido conniventes con el racismo, el colonialismo y el capitalismo. De este hecho histórico resulta claro que los avances serán escasos si la dominación continúa unida y su oposición desunida.

El segundo componente tiene que ver con el modo en que se organizaron las resistencias anticapitalistas, anticolonialistas y antipatriarcales. Trabajadores, campesinos, mujeres, personas esclavizadas, pueblos colonizados, pueblos indígenas, pueblos afrodescendientes, poblaciones discriminadas por la discapacidad o por la condición u orientación sexual recurrieron a muchas formas de lucha, unas violentas, otras pacíficas, unas institucionales, otras extrainstitucionales. A lo largo del siglo pasado, esas múltiples formas se fueron condensando en partidos políticos, movimientos de liberación y movimientos sociales; y, salvo algunas excepciones, fueron dando preferencia a la lucha institucional y no violenta. El régimen político que se impuso como la mejor respuesta a estas opciones fue la democracia de origen liberal, la democracia actualmente existente. Ocurre que la potencialidad de este tipo de democracia para responder a las aspiraciones de las poblaciones oprimidas siempre fue muy limitada y las limitaciones se fueron agravando en tiempos más recientes. El modelo que más desarrolló esa potencialidad fue la socialdemocracia europea; y su mejor momento −conseguido, en buena medida, a costa del colonialismo y el neocolonialismo, o sea, de las relaciones económicas desiguales con las colonias y las excolonias− está hoy bajo ataque, no solo en Europa, sino también en todos los países que buscaron imitar su espíritu moderadamente redistributivo para reducir las enormes desigualdades sociales (Argentina, Brasil, Venezuela).

En todas partes esta democracia de baja intensidad está siendo cercada por fuerzas antidemocráticas y, en algunos países, transita hacia dictaduras atípicas muchas veces basadas en la abolición de la separación de poderes −desde Brasil a Polonia y Turquía− o en la manipulación de los sistemas mayoritarios −fraude electoral sistemático, como en México; sistemas electorales que no garantizan la victoria del candidato más votado, como Hillary Clinton en Estados Unidos.

Conocíamos que la democracia se defiende mal de los antidemocráticos pues, de otro modo, Hitler no habría ascendido al poder a través de elecciones. Y nótese que, si bien de modo fraudulento, su partido ostentaba la palabra “socialismo” en su nombre. Hoy, la democracia está siendo secuestrada por fuerzas económicas poderosas −bancos centrales, Fondo Monetario Internacional, agencias de calificación de crédito− no sujetas a ninguna deliberación democrática. Sus imposiciones pueden ser legales (¿y legítimas?): intereses de deuda pública, imposición de tratados de libre comercio, políticas de austeridad, rules of engagement de las multinacionales, control corporativo de los grandes medios de comunicación; o ilegales: corrupción, tráfico de influencias, abuso de poder, infiltración en las organizaciones democráticas, incitación a la violencia.

La democracia es hoy servil a los intereses imperiales, cuando no directamente uno de sus instrumentos. Para imponerla se destruyen países enteros, sean ellos Irak, Libia, Siria o Yemen. Está bien documentada la intervención imperialista para desestabilizar procesos democráticos dotados de algún ánimo redistributivo y animados por algún posicionamiento nacionalista para protegerse del mercado internacional depredador de recursos estratégicos, sean ellos petróleo, minerales o, de modo creciente, tierra o agua. Esta desestabilización se nutre siempre de los errores, a veces graves, de los gobiernos nacionales (algunos considerados progresistas) y cuenta con la activa complicidad de las oligarquías que dominaron estos países. La descaracterización de la democracia es de tal magnitud que hoy ya se habla de posdemocracia: un nuevo régimen político basado en la conversión de los conflictos políticos en conflictos mediáticos minuciosamente gestionados por técnicos de publicidad y comunicación, y últimamente apoyados por la posverdad mediática de las fake news (Joselit, 2017).

El tercer componente del diagnóstico tiene que ver precisamente con los errores de los gobiernos nacionales. ¿Por qué se equivocan con tanta frecuencia, sobre todo cuando son considerados gobiernos progresistas? Son muchos los factores: no hay alternativas anticapitalistas creíbles y las conquistas contra el colonialismo, el racismo o el sexismo parecen depender de que no interfieran con la dominación capitalista. Una vez obtenido el poder del gobierno las fuerzas progresistas se comportan como si tuviesen, al mismo tiempo, el poder económico, social y cultural que se reproduce en la sociedad en general, y con eso se deja de reconocer la gravedad o incluso la existencia de antagonismo de clases, razas y sexos. Las luchas contra el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado se conciben siempre como una disputa contra los “excesos” de estos modos de dominación, y no contra su fuente. De tal “autocontención”, voluntaria o impuesta, devienen dos consecuencias fatales. La primera es tolerar o incluso promover un sistema de educación que fomenta los valores y las subjetividades que sustentan el capitalismo y las relaciones coloniales, racistas y sexistas. La segunda es negarse a imaginar −o ignorar, cuando emergen− formas alternativas de organizar la economía, concebir la democracia, organizar el Estado, practicar la dignidad humana, dignificar la naturaleza, promover formas de sentir y de solidaridad, sustituir cantidades y gustos infinitos por la proporcionalidad, dejar de lado euforias desarrollistas en beneficio de límites justos y fruiciones comedidas, promover la diferencia y la diversidad con la misma intensidad con la que se promueve la horizontalidad. Al presentarse como fatales, estas dos consecuencias son inhumanas; por la simple razón de que ser humano es no ser todavía completamente humano. Es no tener que ser para siempre lo que se es en un determinado contexto, tiempo o lugar.

2. Las formas de lucha

Hay temas que, a pesar de tener una presencia constante en la vida de la gran mayoría de las personas, aparecen y desaparecen del radar de aquellos a quienes corresponde reflexionar sobre ellos, sea en el plano científico, cultural o filosófico. Algunos de los temas hoy desaparecidos son, por ejemplo, la lucha social −más aún, la lucha de clases−, la resistencia, la desobediencia civil, la rebeldía, la revolución y, subyacente a ellos, la violencia revolucionaria. A lo largo de los últimos ciento cincuenta años estos temas tuvieron un papel central en la filosofía y la sociología políticas, porque sin ellos era virtualmente imposible hablar de transformación social y de justicia. Hoy en día la violencia está omnipresente en los noticieros y las columnas de opinión, pero raramente se refiere a los temas anteriores. La violencia de que se habla es la violencia despolitizada, o concebida como tal: la violencia doméstica, la criminalidad, el crimen organizado. Por otro lado siempre se habla de violencia física, raramente de violencia psicológica, cultural o simbólica y, nunca, de violencia estructural. Los únicos contextos en que a veces la violencia adquiere una condición política es la que ocurre en los países “menos desarrollados” o “Estados fallidos”, y la violencia terrorista, considerada −y bien− como un modo inaceptable de lucha política.

En términos de debate filosófico y político nuestro tiempo es simultáneamente infantil y senil. Gatea, por un lado, entre ideas que lo atraen por la novedad y le confieren el orgullo de ser protagonista de algo inaugural −autonomía, competencia, empoderamiento, creatividad, redes sociales. Y, por otro, se deja perturbar por una ausencia, una falta que no puede nombrar plenamente −solidaridad, cohesión social, justicia, cooperación, dignidad, reconocimiento de la diferencia−, una falta obsoleta pero lo suficientemente impertinente como para hacerle tropezar en su propia ruina.

Como la lucha, la resistencia, la rebeldía, la desobediencia y la revolución siguen constituyendo la experiencia cotidiana de la gran mayoría de la población mundial; que, además, paga un precio muy alto por eso. La disyunción entre el modo como se vive y lo que públicamente se dice sobre ello hace que el nuestro sea un tiempo dividido entre dos grupos muy asimétricos: los que no pueden olvidar y los que no quieren recordar. Los primeros solo en apariencia son seniles y los segundos solo en apariencia son infantiles. Son contemporáneos todos, unos de otros, pero se remiten a contemporaneidades diferentes.

Revisemos, pues, los conceptos senilizados. Una lucha es toda disputa o conflicto sobre un recurso escaso que confiere poder a quien lo detenta. Las luchas sociales siempre existieron y siempre tuvieron objetivos y protagonistas muy diversificados. A finales del siglo XIX Marx otorgó un papel especial a un cierto tipo de lucha: la lucha de clases. Su especificidad residía en su radicalidad −la parte perdedora perdería todo−, en su naturaleza −entre grupos sociales organizados en función de su posición frente a la explotación del trabajo asalariado− y en sus objetivos incompatibles −capitalismo o socialismo− (Marx, 2015). Las luchas sociales nunca se redujeron a la lucha de clases. A mediados del siglo pasado surgió el término “nuevos movimientos sociales” para dar cuenta de actores políticos organizados alrededor de otros conflictos, según criterios de agregación diferentes a la clase y con objetivos muy diversificados (Santos, 2006). Esta ampliación no solo ensanchaba el concepto de lucha social, sino que daba más complejidad a la idea de resistencia −un concepto que pasó a designar a los grupos disconformes con el estatuto de víctima. Es resistente todo aquel que se niega a ser víctima. Esta ampliación recuperaba algunos debates de finales del siglo XIX entre anarquistas y marxistas, en particular el debate sobre la revolución y la rebeldía.

La revolución implicaba la sustitución de un orden político por otro, mientras que la rebeldía significaba el rechazo de un determinado −o de cualquier− orden político. La rebeldía se distinguía de la desobediencia civil, porque ésta, al contrario de la primera, cuestionaba una política específica (por ejemplo, el servicio militar obligatorio) pero no el orden político en su conjunto. El concepto de revolución se fue alimentando con la Revolución rusa, la Revolución china, la Revolución cubana, la Revolución argelina, la Revolución egipcia, la Revolución vietnamita o la Revolución portuguesa del 25 de abril de 1974 −aunque muchos, como yo, dudásemos de su carácter revolucionario. La caída del Muro de Berlín restó actualidad a este concepto, aunque el mismo resucitase algunos años después en América Latina con la Revolución bolivariana (Venezuela), la Revolución comunitaria (Bolivia) y la Revolución ciudadana (Ecuador); aunque incluso en estos casos hubiesen muchas dudas sobre su carácter revolucionario. Con el levantamiento neozapatista de 1994, el Foro Social Mundial de 2001 y, años después, los movimientos indígenas y afrodescendientes, los conceptos de rebeldía y de dignidad volvieron a predominar. Hasta hoy.

Subyacente a las vicisitudes de estos diferentes modos de nombrar las luchas sociales contra el statu quo, siempre estuvieron presentes dos cuestiones: la dialéctica entre institucionalidad y extrainstitucionalidad; y la dialéctica entre lucha violenta o armada y lucha pacífica. Las dos son autónomas, aunque relacionadas: la lucha institucional puede o no ser violenta y la lucha armada, si es duradera, crea su propia institucionalidad. Ambas comenzaron a ser discutidas a lo largo del siglo XIX y explosionaron en momentos diferentes al final de ese siglo y comienzos del siguiente. ¿Por qué las menciono aquí? Porque a pesar de ser consideradas −en los últimos treinta años− obsoletas o residuales, ganaron recientemente una nueva vida.

La cuestión entre lo institucional y lo extrainstitucional se agudizó con las divisiones en el seno del partido socialdemócrata alemán en vísperas de la Primera Guerra Mundial. ¿Luchar dentro de las instituciones? ¿O presionarlas, e incluso transformarlas, desde fuera por vías consideradas ilegales? La cuestión siguió su curso durante cincuenta años y pareció haberse agotado con el fin de la revuelta estudiantil de mayo de 1968. Obviamente que en diferentes partes del mundo continuaron habiendo insurrecciones, guerrillas, protestas, huelgas generales, luchas de liberación; pero de algún modo se consolidó la idea de que representaban el pasado y no el futuro; teniendo en cuenta que la democracia liberal, ahora apadrinada por el neoliberalismo global, el FMI, el Banco Mundial y la ONU, acabaría por imponerse como el único modo legítimo de dirimir los conflictos políticos. Todo cambió en 2011 con la ola de movimientos de protesta en diferentes países: las distintas primaveras de revuelta, el movimiento Occupy Wall Street, los movimientos de los indignados, etcétera. ¿Por qué este cambio? Sospecho que la crisis de la democracia liberal se ha venido profundizando de tal modo que movimientos y protestas por fuera de las instituciones pueden pasar a ser parte de la nueva normalidad política.

En la cuestión que plantea la lucha armada versus la lucha pacífica, la violencia es el tema que el pensamiento político dominante −tan viciado en el estudio de los sistemas electorales− evitó a toda costa a lo largo del siglo pasado. Sin embargo, los protagonistas de esas luchas se enfrentaron continuamente con esta disyuntiva en el terreno. Obviamente que no toda violencia es revolucionaria. Durante el siglo XX quienes más recurrieron a ella fueron los contrarrevolucionarios, los nazis, los fascistas, los colonialistas, los fundamentalistas de todas las confesiones y los propios estalinistas después de la perversión de la revolución que emprendieron. Pero en el campo revolucionario las divisiones fueron intensas: entre los marxistas y maoístas de la India y Gandhi, entre Martin Luther King Jr. y Malcom X, entre diferentes movimientos de liberación del colonialismo europeo y Frantz Fanon, entre movimientos independentistas en Europa (País Vasco, Irlanda del Norte) y movimientos revolucionarios de América Latina. También aquí −a pesar de la continuidad de la lucha armada en el Delta del Níger y en las zonas rurales de la India dominadas por los naxalitas (maoístas)− las ideas de violencia revolucionaria y de lucha armada han perdido legitimidad, de lo cual las negociaciones de paz en curso en Colombia son una demostración elocuente.

Empero, hay dos elementos perturbadores de los que quiero dar cuenta. En muchos países donde la violencia política terminó con negociaciones de paz, esta volvió −muchas veces contra líderes políticos y de movimientos sociales− bajo la forma de violencia despolitizada o criminalidad común. El Salvador y Honduras son casos paradigmáticos y Colombia podría serlo. Por otro lado, la lucha armada fue deslegitimada porque falló muchas veces en sus objetivos y porque se creyó que estos serían más eficazmente alcanzados por la vía pacífica y democrática.

¿Y si se profundizara la crisis de la democracia? Uno de los revolucionarios que más admiro y que pagó con la vida su dedicación a la revolución socialista, el padre Camilo Torres, de Colombia, doctorado en sociología por la Universidad de Lovaina, respondió así en 1965 a la pregunta de un periodista sobre la legitimidad de la lucha armada:

El fin no justifica los medios. Sin embargo, en la acción concreta, muchos medios comienzan a ser impracticables. De acuerdo con la moral tradicional de la Iglesia la lucha armada es permitida a una sociedad en las siguientes condiciones: (1) haber agotado los medios pacíficos; (2) tener una probabilidad bastante cierta de éxito; (3) que los males resultantes de esta lucha no sean peores que la situación que se quiere remediar; (4) que exista el concepto de algunas personas de criterio ilustrado y correcto sobre el cumplimiento de las condiciones anteriores. (Torres, 2016, p. 272)

A un pacifista como yo, que siempre luchó por la radicalización de la democracia como vía no violenta para construir una sociedad más justa, le provoca escalofrío pensar que en muchos países los patrones de convivencia pacífica y democrática no se estarán degradando a tal punto que las cuatro condiciones del padre Camilo Torres puedan tener una respuesta positiva.

3. ¿Desglobalización?

En círculos académicos y en artículos de opinión en los grandes medios de comunicación se ha mencionado con frecuencia que estamos entrando en un período de reversión de los procesos de globalización que han dominado la economía, la política, la cultura y las relaciones internacionales en los últimos cincuenta años. Se entiende por globalización la intensificación de las interacciones transnacionales más allá de lo que siempre fueron las relaciones entre Estados nacionales, las relaciones internacionales, o las relaciones en el interior de los imperios, tanto antiguos como modernos. Son interacciones que no están, en general, protagonizadas por los Estados, sino por agentes económicos y sociales en los ámbitos más diversos. Cuando están protagonizadas por los Estados, pretenden cercenar la soberanía del Estado en la regulación social, sean los tratados de libre comercio, la integración regional, de la que la Unión Europea es un buen ejemplo, o la creación de agencias financieras multilaterales, como el Banco Mundial y el FMI.

Escribiendo hace más de veinte años, dediqué al tema muchas páginas y llamé la atención sobre la complejidad e incluso el carácter contradictorio de la realidad que se aglomeraba bajo el término “globalización” (Santos, 1995). En primer lugar, mucho de lo que se consideraba global había sido originalmente local o nacional, desde la hamburguesa tipo McDonald’s, que había nacido en una pequeña localidad del oeste de Estados Unidos, al estrellato cinematográfico, activamente producido al principio por Hollywood para rivalizar con las concepciones del cine francés e italiano que antes dominaban, o incluso la democracia como régimen político globalmente legítimo, ya que el tipo de democracia globalizada fue la democracia liberal de matriz europea y norteamericana en su versión neoliberal, más norteamericana que europea.

En segundo lugar, la globalización, al contrario de lo que el nombre sugería, no eliminaba las desigualdades sociales y las jerarquías entre los diferentes países o regiones del mundo. Por el contrario, tendía a fortalecerlas.

En tercer lugar, la globalización producía víctimas (normalmente ausentes en los discursos de sus promotores) que tendrían ahora menor protección del Estado, ya fueran trabajadores industriales, campesinos, culturas nacionales o locales, etc.

En cuarto lugar, a causa de la dinámica de la globalización las víctimas quedaban más sujetas a sus propios territorios y, en la mayoría de casos, solo salían de ellos forzadas (refugiados, desplazados internos y transfronterizos) o falsamente por voluntad propia (emigrantes). Llamé a estos procesos contradictorios globalismos localizados y localismos globalizados.

En quinto lugar, la resistencia de las víctimas se beneficiaba a veces de las nuevas condiciones tecnológicas ofrecidas por la globalización hegemónica (transportes más baratos, facilidades de circulación, internet, repertorios de narrativas potencialmente emancipadoras, como, por ejemplo, los derechos humanos) y se organizaba en movimientos y organizaciones sociales transnacionales. Llamé a estos procesos globalización contrahegemónica y en ella distinguí el cosmopolitismo subalterno y el patrimonio común de la humanidad o ius humanitatis. La manifestación más visible de este tipo de globalización fue el Foro Social Mundial, que se reunió por primera vez en 2001 en Porto Alegre (Brasil) y del que fui un participante muy activo desde el inicio.

¿Qué hay de nuevo y por qué se diagnostica como desglobalización? Las manifestaciones referidas son dinámicas nacionales y subnacionales. En cuanto a las primeras, se subraya el Brexit, y las políticas proteccionistas del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, así como su defensa del principio de soberanía, oponiéndose a los tratados internacionales (sobre el libre comercio o el cambio climático), mandando erigir muros para proteger las fronteras, involucrándose en guerras comerciales −entre otras, con Canadá, China y México.

En lo que se refiere a las dinámicas subnacionales, estamos en general ante el cuestionamiento de las fronteras nacionales que emergieron en tiempos y circunstancias históricas muy distintas: las guerras europeas, desde la Guerra de los Treinta Años y el consecuente Tratado de Westfalia (1648) hasta las del siglo XX que, debido al colonialismo, se transformaron en mundiales (1914-18 y 1939-45); el primer (¿quizá segundo?) reparto de África en la Conferencia de Berlín (1884-85); las guerras de fronteras en los nuevos Estados independientes de América Latina a partir de principios del siglo XIX. Se asiste a la emergencia o reactivación de la afirmación de identidades nacionales o religiosas en lucha por la secesión o el autogobierno en el interior de Estados que, de hecho, son plurinacionales. Entre muchos ejemplos: las luchas de Cachemira, de Irlanda del Norte, de varias nacionalidades en el interior del Estado español, de Senegal, de Nigeria, de Somalia, de Eritrea, Etiopía y de los movimientos indígenas de América Latina. Está también el caso trágico del Estado ocupado de Palestina. Algunos de estos procesos parecen (¿provisionalmente?) terminados; por ejemplo, la fragmentación de los Balcanes o la división de Sudán. Otros se mantienen latentes o fuera de los medios de comunicación −Quebec, Escocia, Cachemira− y otros han estallado de forma dramática: sobre todo, los referéndums en Cataluña (2017), el Kurdistán iraquí y Camerún.

En mi opinión, estos fenómenos, lejos de configurar procesos de desglobalización, constituyen manifestaciones −como siempre, contradictorias− de una nueva fase de la globalización, más dramática, más excluyente y más peligrosa para la convivencia democrática −si es que no implican su fin. Algunos, contrario las apariencias, son afirmaciones de la lógica hegemónica de la nueva fase, mientras otros constituyen una intensificación de la resistencia a esa lógica. Antes de referirme a ellos, es importante contextualizarlos a la luz de las características subyacentes a la nueva fase de globalización. Si analizamos los datos de la globalización de la economía, concluiremos que la liberalización y la privatización de la economía continúan intensificándose con la orgía de tratados de libre comercio actualmente en curso. La Unión Europea acaba de acordar con Canadá un amplio tratado de libre comercio; el cual, entre otras cosas, expondrá la alimentación de los europeos a productos tóxicos prohibidos en Europa pero permitidos en Canadá, un tratado cuyo principal objetivo es presionar a Estados Unidos para que forme parte. Fue ya aprobada la Alianza Transpacífico, liderada por Estados Unidos, para enfrentar a su principal rival: China. Y toda una nueva generación de tratados de libre comercio está en curso, negociados fuera de la Organización Mundial del Comercio, sobre la liberalización y la privatización de servicios que en muchos países hoy son públicos, como la salud y la educación. Si analizamos el sistema financiero, verificaremos que estamos ante el sector más globalizado del capital y más inmune a las regulaciones nacionales (Dowbor, 2017).2

Ante esto, no considero que estemos en un momento de desglobalización. Estamos más bien frente a nuevas manifestaciones de la globalización, algunas de ellas muy peligrosas y patológicas. El recurso al principio de soberanía por parte del presidente de Estados Unidos es solo la huella de las desigualdades entre países que la globalización neoliberal ha acentuado. Al mismo tiempo que defiende el principio de soberanía, se reserva el derecho de invadir Irán y Corea del Norte. Tras haber destruido la relativa coherencia de la economía mexicana con el NAFTA y provocado la emigración, Estados Unidos pretende construir un muro para frenarla y pide a los mexicanos que paguen su construcción. Ello, además de ordenar deportaciones en masa. En ninguno de estos casos es pensable una política igual, pero de sentido inverso. El principio de la soberanía dominante surgió antes en la Unión Europea, con la forma en que Alemania puso sus intereses soberanos −esto es, del Deutsche Bank− sobre los intereses de los países del sur de Europa y de la UE.

La soberanía dominante, combinada con la autorregulación global del capital financiero, da lugar a fenómenos tan diversos como el subfinanciamiento de los sistemas públicos de salud y educación, la precarización de las relaciones labores, la llamada crisis de los refugiados, los Estados fallidos, el descontrol del calentamiento global, los nacionalismos conservadores. Las resistencias dan señales políticas diferentes, pero a veces asumen formas semejantes, eso que origina la llamada crisis de la distinción entre izquierda y derecha. De hecho, esta crisis es resultado de que cierta izquierda haya aceptado la ortodoxia neoliberal dominada por el capital financiero y hasta se haya autoflagelado con la idea de que la defensa de los servicios públicos era populista. El populismo es una política de derecha, particularmente cuando la derecha puede atribuirla con éxito a la izquierda. Residen aquí muchos de los problemas que enfrentan los Estados nacionales. Incapaces de garantizar la protección y el mínimo bienestar de sus ciudadanos, responden con represión a la legítima resistencia de estos.

Ocurre que la mayoría de esos Estados son, de hecho, plurinacionales. Incluyen pueblos de diferentes nacionalidades etnoculturales y lingüísticas. Fueron declarados naciones por la imposición de una nacionalidad sobre las demás, a veces de modo muy violento. Las primeras víctimas de ese nacionalismo interno arrogante, que casi siempre se tradujo en colonialismo interno, fueron el pueblo andaluz después de la llamada Reconquista de Al-Ándalus, los pueblos indígenas de las Américas y los pueblos africanos después del reparto de África. Fueron también ellos los primeros en resistir. Hoy, la resistencia articula las raíces históricas junto al aumento de la represión y la corrupción endémica de los Estados dominados por fuerzas conservadoras al servicio del neoliberalismo global. A ello se añade el hecho de que la paranoia de la vigilancia y la seguridad interna han contribuido, bajo pretexto de la lucha contra el terrorismo, al debilitamiento de la globalización contrahegemónica de los movimientos sociales, dificultando sus movimientos transfronterizos. Por todo esto, la globalización hegemónica se profundiza usando, entre muchas otras máscaras, la de la soberanía dominante, que académicos desprevenidos y medios de comunicación cómplices toman por desglobalización.

4. La izquierda del futuro: una sociología de las emergencias

El futuro de la izquierda no es más difícil de predecir que cualquier otro acontecimiento social. La mejor manera de abordarlo es haciendo lo que llamo sociología de las emergencias. Consiste en prestar especial atención a algunas señales del presente para ver en ellas tendencias, embriones de lo que puede ser decisivo en el futuro. Aquí doy especial atención a un hecho que, por inusual, puede señalar algo nuevo e importante. Me refiero a los pactos entre diferentes partidos de izquierda. La familia de las izquierdas no tiene una fuerte tradición de pactos. Algunas ramas de esta familia tienen incluso más tradición de pactos con la derecha que con otras ramas de la familia. Diríase que las divergencias internas en la familia de las izquierdas son parte de su código genético, tan constantes como han sido a lo largo de los últimos doscientos años. Por razones obvias, las divergencias han sido más amplias o notorias en democracia. La polarización llega a veces al punto de que una rama de la familia ni siquiera reconoce que la otra pertenece a la misma familia. Por el contrario, en períodos de dictadura los entendimientos han sido frecuentes, aunque terminen una vez acabado el período dictatorial.

A la luz de esta historia, merece una reflexión el hecho de que en los últimos tiempos estamos asistiendo a un movimiento pactista entre diferentes ramas de las izquierdas en países democráticos. El sur de Europa es un buen ejemplo: la unidad en torno a Syriza en Grecia a pesar de todas las vicisitudes y dificultades; el gobierno dirigido por el Partido Socialista en Portugal con el apoyo del Partido Comunista y del Bloco de Esquerda a raíz de las elecciones del 4 de octubre de 2015; algunos gobiernos autonómicos en España, salidos de las elecciones regionales de 2015 y, en el momento en que escribo, la discusión sobre la posibilidad de un pacto a escala nacional entre el PSOE, Podemos y otros partidos de izquierda como resultado de las elecciones generales de diciembre. Hay indicios de que en otros lugares de Europa y en América Latina pueden surgir en un futuro próximo pactos similares. Se imponen dos cuestiones. ¿Por qué este impulso pactista en democracia? ¿Cuál es su sostenibilidad?

La primera pregunta tiene una respuesta plausible. En el caso del sur de Europa, la agresividad de la derecha (tanto de la nacional como de la que viste la piel de las “instituciones europeas”) en el poder en los últimos cinco años ha sido tan devastadora para los derechos de ciudadanía y para la credibilidad del régimen democrático que las fuerzas de izquierda comienzan a estar convencidas de que las nuevas dictaduras del siglo XXI surgirán en forma de democracias de bajísima intensidad. Serán dictaduras presentadas como dictablandas o democraduras, como la gobernabilidad posible ante la inminencia del supuesto caos en los tiempos difíciles que vivimos, como el resultado técnico de los imperativos del mercado y de la crisis que lo explica todo sin necesidad de ser explicada. El pacto resulta de una lectura política de que lo que está en juego es la supervivencia de una democracia digna de ese nombre y de que las divergencias sobre lo que esto significa ahora tienen menos urgencia que salvar lo que la derecha todavía no ha logrado destruir. La segunda pregunta es más difícil de responder. Como decía Spinoza, las personas −y también las sociedades, diría yo− se rigen por dos emociones fundamentales: el miedo y la esperanza (Spinoza, 1966).

El equilibrio entre ambas es complejo pero sin una de ellas no sobreviviríamos. El miedo domina cuando las expectativas de futuro son negativas (“esto es malo pero el futuro podría ser aún peor”); por su parte, la esperanza domina cuando las expectativas futuras son positivas o cuando, por lo menos, el inconformismo con la supuesta fatalidad de las expectativas negativas es ampliamente compartido. Treinta años después del asalto global a los derechos de los trabajadores; de la promoción de la desigualdad social y del egoísmo como máximas virtudes sociales; del saqueo sin precedentes de los recursos naturales, de la expulsión de poblaciones enteras de sus territorios y de la destrucción ambiental que esto significa; de fomentar la guerra y el terrorismo para crear Estados fallidos y tornar las sociedades indefensas ante la expoliación; de la imposición más o menos negociada de tratados de libre comercio totalmente controlados por los intereses de empresas multinacionales; de la total supremacía del capital financiero sobre el capital productivo y sobre la vida de las personas y las comunidades; después de todo esto, combinado con la defensa hipócrita de la democracia liberal, es plausible concluir que el neoliberalismo es una inmensa máquina de producción de expectativas negativas para que las clases populares no sepan las verdaderas razones de su sufrimiento, se conformen con lo poco que aún tienen y estén paralizadas por el miedo a perderlo.

El movimiento pactista al interior de las izquierdas es producto de un tiempo, el nuestro, de predominio absoluto del miedo sobre la esperanza. ¿Significará esto que los gobiernos salidos de los pactos serán víctimas de su éxito? El éxito de los gobiernos pactados por las izquierdas se traducirá en la atenuación del miedo y en la devolución de alguna esperanza a las clases populares, al mostrar, mediante una gestión de gobierno pragmática e inteligente, que el derecho a tener derechos es una conquista civilizatoria irreversible. ¿Será que, cuando brille nuevamente la esperanza, las divergencias volverán a la superficie y los pactos serán echados a la basura? Si ello ocurriese, sería fatal para las clases populares, que rápidamente regresarían al silenciado desaliento ante un fatalismo cruel, tan violento para las grandes mayorías cuanto benévolo para las pequeñísimas minorías. Pero también sería fatal para las izquierdas en su conjunto, pues quedaría demostrado durante algunas décadas que las izquierdas son buenas para corregir el pasado, pero no para construir el futuro. Para que tal cosa no suceda, deben ser llevadas a cabo dos tipos de medidas durante la vigencia de los pactos. Dos medidas que no se imponen por la urgencia del gobierno corriente y que, por eso, tienen que resultar de una voluntad política bien determinada. Llamo a estas dos medidas Constitución y hegemonía.

5. Constitución y hegemonía

La Constitución es el conjunto de reformas constitucionales o infraconstitucionales que reestructuran el sistema político y las instituciones con el fin de prepararlas para posibles embates de la dictablanda y el proyecto de democracia de bajísima intensidad que esta conlleva. Dependiendo de los países, las reformas serán diferentes, como diferentes serán los mecanismos utilizados. Si en algunos casos es posible reformar la Constitución con base en los Parlamentos, en otros será necesario convocar Asambleas Constituyentes originarias, dado que los Parlamentos serían el mayor obstáculo para cualquier reforma constitucional.

También puede suceder que, en un determinado contexto, la “reforma” más importante sea la defensa activa de la Constitución existente mediante una renovada pedagogía constitucional en todas las áreas de gobierno. Pero habrá algo común a todas las reformas: volver el sistema electoral más representativo y más transparente; fortalecer la democracia representativa con la democracia participativa. Los teóricos liberales más influyentes de la democracia representativa han reconocido (y recomendado) la coexistencia ambigua entre dos ideas (contradictorias) que aseguran la estabilidad democrática: por un lado, la creencia de los ciudadanos en su capacidad y competencia para intervenir y participar activamente en la política; por otro, un ejercicio pasivo de esa competencia y de esa capacidad mediante la confianza en las élites gobernantes. En los últimos tiempos, y como lo demuestran las protestas que han sacudido muchos países desde 2011, la confianza en las élites ha venido deteriorándose sin que, sin embargo, el sistema político −por su diseño o por su práctica− permita a los ciudadanos recuperar su capacidad y competencia para intervenir activamente en la vida política. Sistemas electorales asimétricos, partidocracia, corrupción, crisis financieras manipuladas –he aquí algunas de las razones de la doble crisis de representación (“no nos representan”) y de participación (“no vale la pena votar, todos son iguales y ninguno cumple lo que promete”). Las reformas constitucionales obedecerán a un doble objetivo: hacer la democracia representativa más representativa; complementar la democracia representativa con la democracia participativa. Estas reformas darán como resultado que la formación de la agenda política y el control del desempeño de las políticas públicas dejarán de ser un monopolio de los partidos y pasarán a ser compartidas por los partidos y ciudadanos independientes organizados democráticamente para este propósito.

El segundo conjunto de reformas es lo que llamo hegemonía. La hegemonía es el conjunto de ideas sobre la sociedad e interpretaciones del mundo y de la vida que, por ser altamente compartidas, incluso por los grupos sociales perjudicados por ellas, permiten que las élites políticas, al apelar a tales ideas e interpretaciones, gobiernen más por consenso que por coerción, aun cuando gobiernan en contra de los intereses objetivos de grupos sociales mayoritarios (Gramsci, 1999). La idea de que los pobres son pobres por su propia culpa es hegemónica cuando es defendida no sólo por los ricos, sino también por los pobres y las clases populares en general. En este caso son, por ejemplo, menores los costes políticos de las medidas para eliminar o restringir drásticamente la renta social de inserción. La lucha por la hegemonía de las ideas de sociedad que sostienen el pacto entre las izquierdas es fundamental para la supervivencia y consistencia de ese pacto. Esta lucha tiene lugar en la educación formal y en la promoción de la educación popular, en los medios de comunicación, en el apoyo a los medios alternativos, en la investigación científica, en la transformación curricular de las universidades, en las redes sociales, en la actividad cultural, en las organizaciones y movimientos sociales, en la opinión pública y en la opinión publicada. A través de ella, se construyen nuevos sentidos y criterios de evaluación de la vida social y de la acción política (la inmoralidad del privilegio, de la concentración de la riqueza y de la discriminación racial y sexual; la promoción de la solidaridad, de los bienes comunes y de la diversidad cultural, social y económica; la defensa de la soberanía y de la coherencia de las alianzas políticas; la protección de la naturaleza) que hacen más difícil la contrarreforma de las ramas reaccionarias de la derecha, las primeras en irrumpir en un momento de fragilidad del pacto. Para esta lucha tenga éxito es necesario impulsar políticas que, a simple vista, son menos urgentes y compensadoras. Si esto no ocurre, la esperanza no sobrevivirá al miedo.

6. Aprendizajes globales

Si algo se puede afirmar con alguna certeza acerca de las dificultades que están pasando las fuerzas progresistas en América Latina, es que tales dificultades se asientan en el hecho de que sus gobiernos no enfrentaron ni la cuestión de la Constitución ni la de la hegemonía. En el caso de Brasil, este hecho es particularmente dramático. Y explica en parte que los enormes avances sociales de los gobiernos de la época Lula sean ahora tan fácilmente reducidos a meros expedientes populistas y oportunistas, incluso por parte de sus beneficiarios. Explica también que los muchos errores cometidos3 no sean considerados como errores, sino que sean omitidos y hasta convertidos en virtudes políticas o, al menos, sean aceptados como consecuencias inevitables de un Gobierno realista y desarrollista.

Las tareas incumplidas de la Constitución y de la hegemonía explican también que la condena de la tentación capitalista por parte de los gobiernos de izquierda se centre en la corrupción y, por tanto, en la inmoralidad y en la ilegalidad del capitalismo, y no en la injusticia sistemática de un sistema de dominación que se puede realizar en perfecto cumplimiento de la legalidad y la moralidad capitalistas.

El análisis de las consecuencias de no haber resuelto las cuestiones de la Constitución y de la hegemonía es relevante para prever y prevenir lo que puede pasar en las próximas décadas, no solo en América Latina, sino también en Europa y otras regiones del mundo. Entre las izquierdas latinoamericanas y las de Europa del sur ha habido en los últimos veinte años importantes canales de comunicación, que están todavía por analizarse en todas sus dimensiones. Desde el inicio del presupuesto participativo en Porto Alegre (1989), varias organizaciones de izquierda en Europa, Canadá e India −de las que tengo conocimiento− comenzaron a prestar mucha atención a las innovaciones políticas que emergían en el campo de las izquierdas en varios países de América Latina.

A partir del final de la década de 1990, con la intensificación de las luchas sociales, el ascenso al poder de gobiernos progresistas y las luchas por Asambleas Constituyentes, sobre todo en Ecuador y Bolivia, quedó claro que una profunda renovación de la izquierda, de la cual había mucho que aprender, estaba en curso. Los trazos principales de esa renovación fueron los siguientes: la democracia participativa articulada con la democracia representativa, una articulación de la cual ambas salían fortalecidas; el intenso protagonismo de movimientos sociales, de lo que el Foro Social Mundial de 2001 fue una muestra elocuente; una nueva relación entre partidos políticos y movimientos sociales; la sobresaliente entrada en la vida política de grupos sociales hasta entonces considerados residuales, como los campesinos sin tierra, pueblos indígenas y pueblos afrodescendientes; la celebración de la diversidad cultural, el reconocimiento del carácter plurinacional de los países y el propósito de enfrentar las insidiosas herencias coloniales siempre presentes. Este elenco es suficiente para evidenciar cuánto las dos luchas a las que me he estado refiriendo (la Constitución y la hegemonía) estuvieron presentes en este vasto movimiento que parecía refundar para siempre el pensamiento y la práctica de izquierda, no solo en América Latina, sino en todo el mundo.

7. A modo de conclusión

La crisis financiera y política, sobre todo a partir de 2011, y el movimiento de los indignados, fueron los detonantes de nuevas emergencias políticas de izquierda en el sur de Europa, en las que estuvieron muy presentes las lecciones de América Latina, en especial la nueva relación partido-movimiento, la nueva articulación entre democracia representativa y democracia participativa, la reforma constitucional y, en el caso de España, las cuestiones de la plurinacionalidad. El partido español Podemos representa mejor que cualquier otro estos aprendizajes, incluso cuando sus dirigentes fueron desde el principio conscientes de las diferencias sustanciales entre los contextos político y geopolítico europeo y latinoamericano.

La forma en que tales aprendizajes se irán a plasmar en el nuevo ciclo político que está emergiendo en Europa del sur es, por ahora, una incógnita. Pero desde ya es posible especular lo siguiente: si es verdad que las izquierdas europeas aprendieron con las muchas innovaciones de las izquierdas latinoamericanas, no es menos cierto −y trágico− que éstas se “olvidaron” de sus propias innovaciones y que, de una u otra forma, cayeron en las trampas de la vieja política, donde las fuerzas de derecha fácilmente muestran su superioridad dada la larga experiencia histórica acumulada.

Si las líneas de comunicación se mantienen hoy, y siempre salvaguardando la diferencia de contextos, quizá sea tiempo de que las izquierdas latinoamericanas aprendan también con las innovaciones que están emergiendo entre las izquierdas del sur de Europa. Entre ellas destaco las siguientes: mantener viva la democracia participativa dentro de los propios partidos de izquierda, como condición previa a su adopción en el sistema político nacional en articulación con la democracia representativa; pactos entre fuerzas de izquierda (no necesariamente solo entre partidos) y nunca con fuerzas de derecha; pactos pragmáticos no clientelistas (no se discuten personas o cargos, sino políticas públicas y medidas de Gobierno), ni de rendición (articulando líneas rojas que no pueden ser cruzadas con la noción de prioridades o, como se decía antes, distinguiendo las luchas primarias de las secundarias); insistencia en la reforma constitucional para blindar los derechos sociales y tornar el sistema político más transparente, más próximo y más dependiente de las decisiones ciudadanas, sin tener que esperar elecciones periódicas (refuerzo del referendo); y, en el caso español, tratar democráticamente la cuestión de la plurinacionalidad.

La máquina fatal del neoliberalismo continúa produciendo miedo a gran escala y, siempre que falta materia prima, trunca la esperanza que puede encontrar en los rincones más recónditos de la vida política y social de las clases populares, la tritura, la procesa y la transforma en miedo. Las izquierdas son la arena que puede atajar ese aparatoso engranaje a fin de abrir las brechas por donde la sociología de las emergencias hará su trabajo de formular y amplificar las tendencias, los “todavía no”, que apuntan a un futuro digno para las grandes mayorías. Por eso es necesario que las izquierdas sepan tener miedo sin tener miedo del miedo. Sepan sustraer semillas de esperanza a la trituradora neoliberal y plantarlas en terrenos fértiles donde cada vez más ciudadanos sientan que pueden vivir bien, protegidos, tanto del infierno del caos inminente, como del paraíso de las sirenas del consumo obsesivo. Para que esto ocurra, la condición mínima es que las izquierdas permanezcan firmes en las dos luchas fundamentales: la Constitución y la hegemonía.

Referencias bibliográficas

Dowbor, L. (2017). A Era do Capital Improdutivo. Sao Paulo: Outras Palavras & Autonomia Literária.

Gramsci, A. (1999). Cuadernos de la cárcel. México, DF: Ediciones Era.

Joselit, D. (2017). Fake News, Art, and Cognitive Justice. October, 14-18.

Marx, K. (2015). Crítica do programa de Gotha. Sao Paulo: Boitempo Editorial.

Santos, B. (2006). Conocer desde el sur. Para una cultura política emancipatoria. Lima: Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales.

Santos, B. de S. (1995). Toward a New Common Sense: Law, Science and Politics in the Paradigmatic Transition. New York: Taylor & Francis Group.

Santos, B. de S. (2003). Critica De La Razón Indolente: Contra El Desperdicio De La Experiencia. Para un nuevo sentido común : la ciencia, el derecho y la política en la transición paradigmática (Vol. 1). Bilbao: Desclée de Brouwer.

Spinoza, B. (1966). Spinoza : Obras completas. Madrid: Ediciones Ibéricas.

Torres Restrepo, C. (2016). Textos inéditos y poco conocidos, (Vol. 1). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Notas

1 Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez. Algunas partes de este ensayo fueron ya publicadas en los idiomas portugués e inglés en los siguientes sitios: Revista Jornal de Letras - JL. −jornaldeletras.pt− (16 de agosto, 13 de septiembre y 11 de octubre de 2017); y Critical Legal Thinking −http://bit.ly/2BV7Kev− (8 de enero, 2016)
2 Los datos que son de conocimiento público son alarmantes: 28 empresas del sector financiero controlan 50 billones de dólares, esto es, tres cuartas partes de la riqueza mundial contabilizada (el PIB mundial es de 80 billones y además habría otros 20 billones en paraísos fiscales). La gran mayoría de esas instituciones está registrada en América del Norte y en Europa. Su poder tiene también otra fuente: la rentabilidad de la inversión productiva (industrial) a nivel mundial es, como máximo, del 2,5 %, en tanto que la de la inversión financiera puede llegar al 7 %. Se trata de un sistema para el cual la soberanía de 200 potenciales reguladores nacionales es irrelevante.
3 Para comenzar, el haber desistido de la reforma política y de la regulación de los medios de comunicación. Y algunos errores dejan heridas abiertas en grupos sociales importantes, tan diversos como los campesinos sin tierra ni reforma agraria, los jóvenes negros víctimas del racismo, los pueblos indígenas ilegalmente expulsados de sus territorios ancestrales, pueblos indígenas y quilombolas cuyas reservas permanecen archivadas mucho después de ser formalmente aprobadas, militarización de las periferias de las grandes ciudades, poblaciones rurales envenenadas por agrotóxicos, etcétera.

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