Monográfico
Notas sobre modernidad, decolonialidad y agencia cultural en Latinoamérica
Notes on modernity, decolonialism and cultural agency in Latin America
Notas sobre modernidade, decolonialidade e agência cultural na América Latina
Notas sobre modernidad, decolonialidad y agencia cultural en Latinoamérica
Chasqui. Revista Latinoamericana de Comunicación, núm. 131, pp. 47-62, 2016
Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina
Recepción: 05 Marzo 2016
Aprobación: 28 Julio 2016
Resumen: Este artículo hace una reflexión sobre apropiaciones de la modernidad que in- fluyen en la condición latinoamericana en el marco de sus procesos decoloniales. Se discute cómo la diversidad de estrategias de agencia cultural de la zona construye una modernidad desde abajo constituida de manera transgresiva. Se establece que, pensar en Latinoamérica como un mero pastiche ideológico que combina discursos de la premodernidad, la modernidad y la posmodernidad, obedece más a una óptica eurocéntrica ajena a sus condiciones históricas, sociales y políticas, que a una reflexión contextual de las circunstancias que han ido determinando nuestra particular condición subalterna.
Palabras clave: modernidad, agencia cultural, eurocentrismo, políticas de emancipación.
Abstract: This article elaborates on how modernity is appropriated in Latin America in terms of its own decolonial disposition. Accordingly, it is reviewed to what extent cultural agency strategies are constitutive of a transgressive construction of a modernity from below. It is stated that the Latin American condition cannot be considered just as a mere ideological pastiche of discourses of premodernity, modernity and postmodernity, since such a view is buttressed on Eurocentric reductionisms. Hence, it is established that a contextual perspective of historical, political and social conditions is needed in order to understand our particular subaltern condition.
Keywords: modernity, cultural agency, eurocentrism, emancipatory politics.
Resumo: Este artigo propõe uma reflexão sobre apropriações da modernidade que incidem sobre a condição latino-americana e, consequentemente na construção de seus próprios processos decoloniais. Discutese como a diversidade de estratégias de agência cultural na região constrói uma modernidade desde abaixo cons- tituída de maneira transgressora. Demonstrase que, pensar a América Latina como um mero pastiche ideológico que combina discursos da pré-modernidade, modernidade e pósmodernidade, obedece mais a uma ótica alheia às condições históricas, sociais e políticas, que a uma reflexão contextual das circunstâncias que determinaram nossa particular condição de subalternização.
Palavras-chave: modernidade, agência cultural, eurocentrismo, políticas de emancipação.
1. Introducción
Uno de los debates más discutidos sobre la identidad latinoamericana ha sido, sin duda, aquel que incitó José Enrique Rodó con su obra Ariel, escrita en los albores del siglo XX y que retoma a los personajes de la obra La Tempestad, de William Shakespeare. En ella, el autor lleva a cabo una revisión de lo que consideraba que acontecía en aquel momento en la región y que reflejaba identidades y proyectos políticos antagónicos. En el ensayo, Ariel representaba ser para Rodó el personaje que caracteriza al espíritu latinoamericano, de origen grecolatino; en clara contraposición a Calibán, a quien el autor identificaba implícita y controversialmente con las pretensiones imperialistas estadounidenses, propias del materialismo sajón, y que resultaba ser un peligro inminente para el humanista Ariel. Roberto Fernández Retamar (2004), poco más de siete décadas después, hace una nueva interpretación de la obra de Shakespeare y comenta que, más que a Ariel, a quien el autor identifica con la intelectualidad latinoamericana es realmente al propio Calibán −quien nos representa, de quien procedemos y por medio del cual surge la resistencia: aquel que fue desposeído, sometido y humillado por el colonizador imperial, i.e. Próspero.
Con respecto a lo anterior, John Beverly (1993) toma esta discusión para emular las etapas y subjetividad histórica en las que ha estado inmersa la identidad latinoamericana en el imaginario occidental. Beverly construye una secuencia, a partir del personaje de Calibán, para representar las etapas de colonización, descolonización y poscolonialismo en Latinoamérica: Caníbal- Calibán-“By Lacan”. El primero se refiere a la objetivación del sujeto indígena en tanto salvaje, alienado de su propia identidad, imponiéndole una a la medida del horizonte eurocéntrico: las gentes del Gran Khan que Colón nunca encontró pero que tenía la certeza de que existían, no porque les hubiera visto, sino pro- ducto del imaginario derivado de los relatos de Marco Polo y Heródoto que lo determinaban (Hume, 1995). Calibán surge del proceso de descolonización que analiza Fernández Retamar descrito en el párrafo anterior. Por “By Lacan” −concepto que intencionalmente solo tiene sentido en inglés como lingua franca de la globalización− Beverly problematiza esa ausencia que nos persigue en nuestra identidad híbrida y que nunca se completa, son Ariel y Calibán inmersos en nuestra cultura; el intelectual y el rebelde, interpelados más a través de la cultura popular (local y global) que a través de la ciudad letrada.
De acuerdo a lo anterior, surge el interés por reflexionar sobre la condición de la modernidad latinoamericana: cómo los procesos coloniales-poscolo- niales-decoloniales van forjando un proyecto en construcción con elementos diferenciadores de otras modernidades. Por tanto, en la primera parte de este ensayo se intenta desentrañar el tipo de modernidad que nos caracteriza desde una perspectiva histórica. En la segunda parte, se discute cómo la diversidad de estrategias de agencia cultural de la región construye, de hecho, una modernidad desde abajo cimentada de manera transgresiva. Al final, se concluye que pensar en Latinoamérica como mero pastiche ideológico que combina discursos de premodernidad, modernidad y postmodernidad, obedece más a una óptica eurocéntrica ajena a sus condiciones históricas, sociales y políticas, que a una reflexión contextual de las circunstancias que han ido determinando nuestra particular condición subalterna.
2. Modernidad vs. Modernidad: problemas del reduccionismo y el determinismo histórico en Latinoamérica
En un escrito publicado hace algunos años, Enrique Dussel (1998) argumentaba sobre las particularidades de, al menos, dos modernidades identificables de manera filosófica, cronológica y geográfica: la primera, dice el autor, de corte humanista y renacentista, tiene origen hispánico durante el siglo XVI. La segunda, de origen anglosajón y germano, se desarrolla hacia el siglo XVII, imponiendo un nuevo sentido de racionalidad que corresponde a las exigencias de eficacia, ‘factibilidad’ tecnológica o gobernabilidad administrativa de un enorme sistema mundo en expansión, lo que le abriría las puertas al capitalismo como nueva actitud pragmática y productiva (pp. 13-15). Esta segunda modernidad se constituye como el discurso hegemónico de la modernidad in toto, que ha impuesto una “falacia reduccionista” en la que han caído −comenta Dussel− no solamente teóricos modernos como Habermas y Weber, sino también posmodernos como Lyotard o Baudrillard, que reaccionan solo a esta modernidad en particular e ignoran la primera.
En términos históricos, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) definiría ideológica y políticamente el declive de la primera modernidad y la supremacía de la segunda en el imaginario social de un nuevo sistema mundial en ciernes. Los Tratados de Westfalia quedarían como evidencia de la debilidad de España, que, a pesar de contar con recursos económicos incalculables provenientes de sus colonias, no pudo resistir más los embates de los franceses (que la derrota- rían finalmente); quienes, a pesar de ser también católicos, eran enemigos del Sacro Imperio Romano y de los Habsburgo, lo que llevó al Cardenal Richelieu a convencer a Luis XIII a aliarse con los protestantes para derrotar a España. Ello provocó que Ámsterdam se impusiera, en lugar de Sevilla, como centro del tráfico hacia América, como poco después lo serían París y Londres. Ello produjo al mismo tiempo el desplazamiento geográfico del centro de poder colonial e inicio de la segunda modernidad, si bien esto ya se había comenzado algunas décadas antes, pues Inglaterra había apoyado fuertemente a los protestantes holandeses hacia la segunda mitad del siglo XVII, una vez que derrotaron a la Armada Invencible de Felipe II. Sin embargo, a pesar de que la razón política principal fue la preservación del imperio de los Habsburgo, el sentido filosófico-religioso de la guerra, que enfrentó a católicos contra luteranos y calvinistas, fue también importante para la distinción ideológica de corrientes emanadas de los dos modernismos.
Esto tiene implicaciones importantes a la hora de estudiar la manera en que la modernidad es implantada en Latinoamérica, ya que la primera se inaugura a propósito de la llegada de los peninsulares a América, siendo España el primer estado moderno y el centro de un sistema mundial que estaba surgiendo en ese momento. La Conquista le daría a Europa la ventaja competitiva definitiva con respecto a los centros mundiales anteriores: los mundos árabe, indio y chino. Por tanto, Dussel afirma que en este momento España administra la centralidad sistémica a través de la implantación hegemónica de una cultura, un lenguaje y una religión integrales, así como de la ocupación militar, la organización burocrático-política, la expropiación económica y la presencia demográfica de habitantes de la península que llegaron para quedarse, además de la transformación ecológica de la región producto de la explotación de la flora y la fauna, entre otras formas de dominación (p. 13). No obstante, esta hegemonía fue un tanto efímera. Si bien España seguiría manteniendo simbólicamente su dominación en América, esta realmente fue ejercida de hecho por peninsulares y criollos que habitaban la región. Por eso Justo Sierra (1950, p. 71) sostendría que la Nueva España, por ejemplo, realmente nació independiente: conquistadores y colonizadores europeos se convirtieron en una clase dominante que tomó distancia del poder político de una monarquía lejana sumida en el asedio de sus enemigos continentales.
Así pues, a América llega la primera modernidad durante el siglo XVI, mientras que la segunda llega al norte del continente y, posteriormente, a África y Asia en los siglos XVIII y XIX. Esto, por supuesto, marcaría dos experiencias coloniales diametralmente distintas, ya que mientras en Latinoamérica se desarrolla un proceso de mestizaje que (con)funde a colonizador y colonizado, en los segundos la línea de separación entre unos y otros es mucho más evidente. Ya lo decía Roberto Fernández Retamar (2004) cuando se refería a nuestra cultura americana, que “mientras otros coloniales o excoloniales, en medio de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en sus lenguas, nosotros, los latinoamericanos y caribeños, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores” (p. 85-86). Esta experiencia colonial, por tanto, también marcaría irremediablemente nuestra condición postcolonial y posteriores rutas decoloniales: por un lado, el origen histórico de la modernidad latinoamericana y, por el otro, las formas de decolonización que retan a un imaginario eurocéntrico dominante a partir de la propuesta de una modernidad desde abajo.
Ahora bien, antes de abordar el tema de estrategias decoloniales, habría que hacer primero una breve reflexión sobre la modernidad latinoamericana. Las experiencias independentistas en América Latina en el siglo XIX iban a ser determinantes para que también aquí, por imitación ideológica y admiración al sistema republicano francés y el federalista estadounidense, se pensara en una sola modernidad: aquella que por circunstancias históricas (o, mejor dicho, por supremacía militar) había triunfado y había convertido al primer país independiente en América, Estados Unidos, en paradigma y posterior centro metropolitano global. Debido a eso, no es coincidencia que la doctrina del Destino Manifiesto que identifica a ese país como una suerte de “Nuevo Israel” a partir del siglo XIX, esté fuertemente fundada en la lógica calvinista que influenció filosóficamente a algunas corrientes de pensamiento que aparecen en la segunda modernidad (como el positivismo, el futurismo, el darwinismo social, la antropología victoriana, entre otras), las cuales, de manera particular, serían efectivamente retadas más adelante por el posmodernismo a partir de la segunda mitad del siglo XX (Foucault, 1970).
No obstante, la primera modernidad, a pesar de ser negada por razones de revanchismo histórico producto de narrativas nacionales independentistas, nunca estuvo fuera de los imaginarios de los pueblos americanos después de su independencia. Su huella y rastros se encuentran en el sueño bolivariano de una América Hispánica, el patriotismo criollo, la anhelada identidad diferenciada de los románticos latinoamericanos, el Arielismo, el Ateneo de la Juventud, entre otros. Aun así, ambas concepciones de modernidad se construyen desde una óptica elitista, a partir de una lógica intelectual que sentaba su campo de lucha siempre desde el eurocentrismo, dejando a la periferia a un lado de la discusión. Es decir, las tan mencionadas por dichas élites intelectuales solidaridad y unidad latinoamericana son, sin duda, un proyecto que remite a la primera modernidad −ya que estas se fundan en la concepción de Iberoamérica como espacio ideológico común− pero sigue siendo una posición hegemónica que no considera a la heterogeneidad cultural latinoamericana.
En esa línea, como menciona José Joaquín Brunner (2004, pp. 297-298), la heterogeneidad cultural de la región se muestra en una participación segmentada y diferenciada en el mercado internacional de mensajes que “penetran” por todos lados y de manera inesperada en los marcos referenciales de la cultura local, creando una implosión de significados consumidos/producidos/ reproducidos, así como a subsecuentes deficiencias de identidad, anhelos de identificación, confusión de horizontes temporales, parálisis de la imaginación creativa, pérdida de utopías, atomización de memorias locales y obsolescencia de tradiciones. Esto hace ver la modernidad latinoamericana como un posmodernismo avant la lettre (p. 296), del cual surge el malestar por racionalidades tecno-instrumentales que tratan de imponerse en agendas de corte positivista: el prefijo “post”, como aquí se menciona, más que indicar un sentido de posterioridad o sucesión (meta)narrativa, representa un sentido “anti”; es decir, un espacio de antagonismo de lecturas absolutas de modernidad, no anti-moderna en el sentido estricto, sino anti-eurocéntrica para liberarse de condiciones restrictivas y opresivas (Vattimo, 1985). En esos términos, si es que se puede llamar a la condición latinoamericana “posmoderna”, no es debido a que se viva en una especie de realidad rizomática donde cualquier elemento histórico puede incidir o afectar en otro; es decir, donde pasado, presente y futuro estén sujetos a una inestabilidad dialéctica, cuestionando con ello la historicidad lineal de la modernidad (Deleuzze y Guatari, 1977). En todo caso, es porque siempre ha sido así. Como dice García Canclini (1993), “esta heterogeneidad, resultado de la coexistencia de formaciones culturales originadas en diversas épocas, propicia cruces e hibridaciones que se manifiestan en el consumo con más intensidad que en las metrópolis” (pp. 35-36).
Por tanto, la modernidad latinoamericana es evidentemente híbrida y muestra constantemente, a la manera de discurso inverso (Foucault, 1978, pp. 100- 101), que todo discurso de dominación es también un discurso de subversión: el discurso dominante transmite y produce poder; lo refuerza, pero al mismo tiempo lo debilita y lo expone, lo muestra frágil y hace posible contrariarlo. John Kraniauskas (2004, p. 745), por ejemplo, comenta que las tensiones entre nuestra historia de colonialismo, así como las culturas de resistencia y supervivencia, acompañan a nuestra modernidad en forma de fuerza suplementaria que hace sentir su presencia a través de diversas formas complejas de agencia. Latinoamérica, como espacio geopolítico, fue producto de una invención Occidental de la cual emerge, como dice José Rabasa (1995, p. 365), la nueva Europa. Por tanto, hay un vínculo indeleble entre modernidad y Latinoamérica que debe ser estudiado para comprender los complejos entramados de cómo esta se manifiesta en la región, no ya desde la óptica de la metrópoli, sino desde la perspectiva de las culturas híbridas de la periferia (García Canclini, 1995). Esto es: la modernidad es parte inherente de la latinoamericanidad pero no su totalidad.
Ahora bien, desde un ángulo eurocéntrico se podrían percibir una serie de disonancias históricas que considerarían la realidad latinoamericana como una modernidad exóticamente plagada de premodernidad, produciendo con ello un sistema de representación fundado en la homogenización de la diferenciación cultural; es decir, en la naturalización del tradicionalismo como canon de representación (y, por tanto, convirtiendo la diferencia cultural en un fetiche). Esto da como resultado un reduccionismo epistémico que homogeniza a la alteridad latinoamericana, subjetivando sus particularidades culturales por medio de discursos provenientes de su exterior, desde la posición de construcciones metropolitanas (Richard, 2004, p. 66). Al respecto, Alberto Moreiras (2001, p. 96) dice que la no modernidad residual en Latinoamérica, como es expuesta en discursos periodísticos, cinematográficos e incluso académicos, sirve hoy como pretexto de invenciones epistémicas, por medio de las cuales la posmodernidad metropolitana narra para sí misma los desvíos de una supuesta heterogeneidad, que no es otra cosa que la contraparte de una estandarización universal que será el material que le servirá para producirse a sí misma.
Así, parecen prioritarias exigencias de pluralidad teórica que comprendan la necesidad de procesos de pensamiento que deconstruyan la realidad desde una amplitud ideológica que revierta discursos conservadores homologados. Retomando lo escrito en párrafos anteriores, si bien el proyecto de las modernidades europeas no puede ser ajeno a Latinoamérica pues representa una de sus partes fundacionales (ambas, la mediterránea y la sajona), también subsiste una realidad histórica y cultural que la disputa y la transforma en una modernidad sui generis; en este caso, una de carácter híbrido, producto de la influencia de la cosmovisión de las poblaciones originales y la mentalidad de re-invención de las migraciones europeas a América. Enclaustrar la condición latinoamericana de manera categórica en un tipo de modernidad hegemónica es una pos- tura problemática y limitada de las particularidades continentales, una perspectiva que no expresa la complejidad ideológica de un mundo cultural que se intentó formar como réplica europea −o, más bien, neo-europea−, pero que es más producto de una doble articulación que se traduce en el deseo por un Otro reformado y reconocible, como sujeto de una diferencia que es casi lo mismo, pero no del todo (Bhabha, 1994, pp. 85-92): insistir en entender a Latinoamérica exclusivamente desde la teleología eurocéntrica deja de lado su comprensión desde la ‘localidad’ periférica que también la define. Eso representa la ceguera hegemónica del eurocentrismo, que “naturaliza a la historia en tanto que sitúa configuraciones nacionales y el destino de la dominación europea sub specie aeternitatis” (Rabasa, 1995, p. 362).
3. Modernidad desde abajo: agencia cultural como estrategia transgresora
Encontrar el carácter subversivo en la modernidad requiere centrarse en el análisis profundo de discursos dominantes, de la manera en que surgen estrategias transgresoras que, de forma contestataria, retan a nociones de “verdad” convencionales y borran prácticas de alteridad. Es decir, es fundamental descentrar la modernidad (Martín-Barbero, 2001), la búsqueda de una que esté sustentada en la igualdad y la justicia; una que se encuentre más en los no privilegiados y excluidos, y menos en las torres de marfil institucionales, rutas democráticas que fomenten un bien vivir (Quijano, 2014). Es aquí donde surge el interés central de este artículo: la confección de una modernidad desde abajo que surja de las numerosas estrategias de agencia cultural que suceden por doquier en Latinoamérica, y que está presente en la solidaridad epistémica creada con las voces residuales o los silencios de la alteridad latinoamericana (Moreiras, 2001, p. 89).
Ya sea a través de la movilización, del performance, de exposiciones o de prácticas de desobediencia civil, la agencia cultural abre las grietas en la fachada−como decía Pierre Macherey (2006)− al referirse a esos silencios en los que el texto literario expone su dimensión ideológica, desde donde se hacen evidentes las inconsistencias y contradicciones de discursos dominantes en su afán de normalizar formas de subordinación u opresión. La cultura posibilita la agencia, comenta Doris Sommer (2006; 2014), quien establece que, ante estructuras y condiciones intolerables, surgen estrategias creativas que aportan ángulos de intervención y ofrecen espacios de maniobra. Esto lo comprendieron las Madres de la Plaza de Mayo con sus ensordecedores silencios simbólicos durante la dictadura militar y el posterior uso del escrache; el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad de Javier Sicilia a través de vídeos testimoniales y marchas del dolor; Augusto Boal y las narrativas subversivas originadas del Teatro del Oprimido; Antanas Mockus y el uso de mimos para fomentar una cultura cívica participativa; Jaime Lerner y el uso de la Acupuntura Urbana para recuperar espacios públicos y convertirlos en sitios de encuentro; el movimiento Zapatista con sus múltiples intervenciones a través de la creación de textos, su uso subversivo de la iconografía nacional mexicana y sus movilizaciones repletas de simbolismos transgresores; la metodología de José Balado en DocuPeru para realizar un documental colaborativo y fomentar el derecho a la autorrepresentación a través de narrativas audiovisuales; la puesta en marcha de modelos de educación basados en la Pedagogía del Oprimido de Paulo Freire para emancipar a través de la concienciación y la politización de la cultura popular; la instauración de laboratorios de innovación social como Medialab-Prado para potenciar inteligencias colectivas a través de redes digitales; la elaboración de murales participativos, como aquellos impulsados por el académico y activista Sergio “Checo” Valdez en Chiapas y otras ciudades o el movimiento Arte en Calle en la zona metropolitana de Guadalajara; así como muchas otras iniciativas de irritación al poder que se posibilitan a través de estrategias creativas. En resumen, nuestra modernidad transgresora nace primero de la superestructura para, de ahí, transformar la base.
Si la agencia humana puede ser definida como la construcción temporal de compromisos compartidos por actores provenientes de diferentes ambientes estructurales (temporal y relacional) que, a través de la interacción del hábito, la imaginación y el juicio, reproducen y transforman dichas estructuras en respuesta interactiva a los problemas planteados por situaciones históricas cambiantes (Emirbayer & Mische, 1998, p. 970), el enfoque crítico de Sommer (2014) apunta a explorar distintas formas de agencia a través de sensibilidades superestructurales, las cuales funcionan como acciones solidarias que usan el performance y el arte para desestabilizar discursos hegemónicos de carácter instrumental. Como bien dice la autora, a partir de las lecciones mostradas del que fuera alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, sin placer, las reformas sociales y el pragmatismo político se marchitan en pretensiones contraproducentes y cortoplacistas (p. 18). Este es el poder emancipador de una cultura ciudadana que combina arte y pedagogía para retar déficits democráticos y de justicia social, carencias de una modernidad inconclusa que se convierten en agenda política de la esfera pública (Habermas, 2002). Esto, por supuesto, se basa en una concepción de sociedad civil sustentada en un idealismo moral que utópicamente dirige sus anhelos de reconocimiento y redistribución hacia objetivos particulares de empoderamiento (Calabrese, 2004). En ese sentido, el concepto de emancipación en estas formas de agencia cultural hace referencia a la resistencia y al empoderamiento de múltiples identidades subalternas en contra de formas de dominación asociadas con la clase, el imaginario colonial, la raza, el contexto étnico, el género y la sexualidad, especialmente como parte de movimientos sociales y acciones colectivas (Morrow, 2006). Ahí encuentran epifanías emancipadoras las audiencias del Teatro Campesino de Luis Valdez, el Cine Pobre de Humberto Solás, las representaciones antirracistas del Grupo Afro Olodum en Salvador de Bahía, el activismo de cabaret de Jesusa Rodríguez, el movimiento literario de Cartoneras en Sudamérica, los memoriales de los colectivos de Bicicleta Blanca (Ghost Bikes) o los tours de apropiación urbana de Jane’s Walks, entre otros muchos ejemplos. Son parte, se puede considerar, de una de las acepciones de revolución pasiva de Antonio Gramsci (1971), en la que particular- mente se desarrolla una guerra de posición que de manera paulatina encuentra formas de desestabilización de relaciones de poder opresivas y las transforma (p. 108-109); en este caso a través del cuestionamiento de imaginarios a través de prácticas creativas.
Jürgen Habermas (1987) comenta que dinámicas de exclusión y privilegio, originadas por intereses utilitaristas, han modificado la manera en que se confecciona la vida social a través de interacciones culturales cotidianas. Como menciona el filósofo, el Estado y las corporaciones han desarrollado una racionalidad técnica que se ha desligado del mundo vital, el cual es colonizado por el sistema: imperativos estatales y corporativos, solo pensados en términos de poder y leyes de mercado, intentan dominar la vida cotidiana de los individuos. Como bien decía Pierre Bourdieu (2009, p. 180), “el economicismo no puede integrar en sus análisis y menos aún en sus cálculos ninguna de las formas de interés ‘no económico’”, tal como es el capital cultural. Esta imposibilidad se debe a que la racionalidad técnica, como mantienen Horkheimer y Adorno (2002, p. 95), es la racionalidad de la dominación: esta representa el carácter compulsivo de la sociedad alienada de sí misma. Por tanto, una modernidad sustentada en premisas del mercado forja parámetros de dominación y nos convierte en sociedades unidimensionales (Marcuse, 1976), en donde se borra la distancia necesaria requerida para fomentar el pensamiento crítico y se privilegia una realidad cuya sustancia es representada exclusivamente por su forma técnica.
Ante esto, resulta iluminador el pensamiento de Boaventura de Sousa Santos (2009). La primera modernidad discutida en la sección anterior es abordada por el autor pero desde su naturaleza barroca. Ahí, de Sousa Santos encuentra uno de los rasgos más distintivos de nuestra condición moderna:
Sea que se le mire como un estilo artístico o como época histórica, el barroco es específicamente un fenómeno latino y mediterráneo, una forma excéntrica de la modernidad, del Sur al Norte, digamos. Su excentricidad deriva, en gran medida, del hecho de que haya ocurrido en países y en momentos históricos en los cuales el centro del poder era débil e intentaba esconder su debilidad dramatizando una sociabilidad conformista. La relativa ausencia de un poder central confiere al barroco un carácter abierto e inacabado que permite la autonomía y la creatividad de los márgenes y las periferias. Debido a su excentricidad y su exageración, el centro se reproduce a sí mismo como si fuera un margen. Es una imaginación centrífuga que se torna más fuerte conforme transitamos de las periferias internas del poder europeo a sus periferias externas en américa latina (p. 242).
El carácter abierto e inconcluso de este ethos barroco, de acuerdo al autor, permitió condiciones para el desarrollo de la autonomía y la creatividad, de esos espacios de maniobra mencionados anteriormente por Sommer (2006). Y, no solo eso, facilitó también, de origen, el desarrollo híbrido de nuestra identidad (y modernidad), aspecto que de Sousa Santos (2001) elabora a través de la discusión del pensamiento de José Martí, Oswald de Andrade, Fernando Ortiz, Darcy Ribeiro y Roberto Fernández Retamar. El autor es contundente: es necesario, desde la periferia, la construcción de un nuevo patrón de relaciones locales, nacionales y transnacionales que se basen en un principio de redistribución (igualdad) y de reconocimiento (diferencia). Estos conceptos, modernos por excelencia, han estado permanentemente presentes en los movimientos sociales decoloniales latinoamericanos, particularmente en aquellos de carácter transnacional posteriores a la insurrección neozapatista de 1994 (Leetoy, 2011A), es decir, de insurgencias cosmopolitas (Santos, 2006).
Ante esto, es evidente el encuentro de la modernidad en lo subalterno, en el cuestionamiento a estructuras de poder que operan en las dinámicas de la práctica social, tal como sucede en la violencia epistémica y factual del logocentrismo, las estructuras patriarcales, el eurocentrismo, el clasismo, la “normatividad” sexual y otros discursos opresivos que han condenado a poblaciones enteras a ser excluidas a través de la acción de un fascismo social (Santos, 2001, p. 186). Por tanto, es necesaria una rebeldía interdisciplinaria que no claudique en la exploración de postulados modernos con, por ejemplo, el consumo cultural de sectores populares en búsqueda de una vida más humana y respetable (Martín-Barbero, 2004, p. 312), la imaginación poscolonial de artistas de la periferia y de aquellos de la diáspora diseminados en Occidente, que nos permiten vislumbrar un futuro conquistado por la diferencia y la voces políglotas de los marginados y oprimidos (McCarthy & Dimitriadis, 2000), o en reconocimiento del pobre como agente activo en lo social, lo político y heurístico (Rodríguez, 2001, p. 3). Así, la idea de la modernidad desde abajo que se tiene en mente integra desde el poscolonialismo hasta el discurso político-cultural que se desarrolla como reacción contestataria al colonialismo, y se convierte en fuente de resistencia a la simplificación ‘imperial’ del Otro por medio de sistemas de “representación” (Slemon, 1995, pp. 45-47). De la misma manera, acuerda con el posmodernismo el rechazo al maniqueísmo e historicismo absolutista de la centralidad Occidental, en donde, al cuestionar a las grandes narrativas de esta misma, se observa la realidad como un fenómeno construido a partir de patrones ideológicos que rebasan su propia objetividad o materialidad (Lyotard, 1999, pp. 371-380;Baudrillard, 1994, pp. 1-42).1
Así pues, lo que aquí se presenta es que el proyecto moderno latinoamericano es abiertamente intertextual y complejo. Es una modernidad en construcción que, por su naturaleza barroca, está sujeta al descentramiento ideológico y a la continua posposición de sus preceptos. No obstante, debido a las lógicas excluyentes de un imaginario colonial persistente y al terrible autoritarismo y elitismo que nos agobia, resulta sumamente complicado transitar hacia las promesas de bien vivir postuladas por la modernidad. Dicho de otra manera, la dificultad de la modernidad latinoamericana no es que solo sea un proyecto inconcluso, sino que su implementación institucional se ve obstaculizada por la persistencia exclusiva de racionalidades instrumentales. Por tanto, ante estos déficits de bienestar, la opción es la instauración de una modernidad surgida desde abajo, de las prácticas cotidianas y la creatividad de la gente para ganar espacios de igualdad. Y sí, la ruta que más frutos ha rendido para visibilizar falsas conciencias y dinámicas de opresión, así como la posterior confección de políticas públicas emanadas de dichas concienciaciones, es el uso subversivo del arte y de la cultura popular, pues estos son los vehículos de agencia fundacionales en Latinoamérica y desde donde parten −las posiblemente lentas, pero más efectivas− estrategias de emancipación.
4. Conclusiones
Necesitamos promover proyectos de investigación que acompañen, y compren- dan, experiencias concretas de revitalización social a través de agencias culturales, dice Jesús Martín-Barbero (2006, p. 34). La agencia cultural ha sido la pauta que varios movimientos y organizaciones sociales en Latinoamérica han seguido como forma de resistencia a diversos discursos dominantes que mantienen y promueven dinámicas de exclusión. Ante el grave déficit de representatividad democrática en varios países de la región, surgen formas de ganar espacios a través de la cultura, ya que esta es usada como herramienta para la construcción de políticas de emancipación encaminadas a cuestionar la segregación de pobres en la geografía urbana, la violencia de Estado y la discriminación social en contra de poblaciones indígenas, la inequidad de género y preferencia sexual, las deficiencias en la rendición de cuentas y corrupción, entre otros muchos casos que determinan la importancia fundamental de ponernos a la tarea de contrarrestar los déficits de los valores fundamentales de la modernidad: libertad, igualdad y solidaridad.
Al respecto, la facultad perfomática de la agencia cultural permite una dialéctica que visibiliza y problematiza luchas cotidianas de grupos no privilegiados y, al mismo tiempo, (re)construye memorias colectivas tejidas en identidades subalternas, las cuales están imbuidas en discursos ocultos que se manifiestan a través de las voces de la alteridad (Scott, 1990). En línea con Diana Taylor (2003), estas prácticas se muestran como repertorio: una historia viva que trasciende temporalidades para usar los cuerpos y expresiones de actores sociales, a través del performance, como un recordatorio permanente de tensiones del mundo vital para la construcción de un mejor futuro. Dicho repertorio, por tanto, establece una guerra de posiciones encauzada a lograr espacios de empoderamiento de sujetos subalternos para la ampliación de libertades de una democracia siempre en posposición y, por tanto, de una modernidad desde abajo que entienda y atienda las particularidades culturales latinoamericanas:
A la derrida, se puede decir que al definir o intentar cerrar un concepto, se están limitando las posibilidades de interpretación… si determinamos que esto es democracia y solamente algunos son los invitados a su disfrute de igualdad y libertad, entonces se están coartando las condiciones de participación del otro; pues los iguales y los libres se convierten en una casta exclusiva de entre quienes surge el discurso de lo que es la democracia. Esto es, si se dice categóricamente de manera convencida y sin un ápice de ansiedad que somos democráticos, entonces se está renunciando a la condición ética que la propia ansiedad nos produce y que dice que aún no se ha sido lo suficientemente democrático para incluir a todos, que aún hay sujetos agraviados que no son reconocidos plenamente como iguales y por quienes se deben replantear parámetros de justicia. La conformidad con el statu quo es la renuncia al reconocimiento incondicional de la alteridad (Leetoy, 2011b, pp. 48-49).
De acuerdo a ello, este ensayo propone una discusión que problematiza la complejidad de la modernidad latinoamericana, así como presenta una ruta histórica y teórica para tratar de comprenderla. Al respecto, esta modernidad ha estado sujeta a una lucha hegemónica en donde la disputa se centra en lo denotativo, en el cierre de definiciones de lo que se intenta imponer como única definición de lo moderno desde posiciones de poder institucional. No obstante, desde lo connotativo, se abren espacios anti-hegemónicos que, a través del arte y la cultura, descentran a la modernidad y muestran las contradicciones del Orden Simbólico, en un sentido Lacaniano, desde donde se normalizan distintas formas de dominación. Las estrategias creativas de la agencia cultural, por lo tanto, devuelven intempestiva y fugazmente al Orden Imaginario para concienciar, A LA Freire, acerca de las fuerzas opresivas de dichas contradicciones. Así pues, aquí se establece que ahí es desde donde se podrían sentar los cimientos de una modernidad desde abajo en Latinoamérica que surge de manera colectiva, participativa y solidaria, vía las voces residuales, para diseñar políticas de emancipación sustentadas en mínimos de justicia para un buen vivir.
Referencias bibliográficas:
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Notas