Resumen: Este artículo considera el legado que Jacques Derrida dejó a la antropología sociocultural anglo-americana. Comienza con un estudio del interés de Derrida por algunos temas que han sido históricamente fundantes para el campo: (a) la crítica de la teoría del signo y, con ella, la crítica del lenguaje y de la ley en el estructuralismo levistraussiano; (b) la cuestión del inconsciente; (c) la crítica del performativo y sus consecuencias para la idea de ritual; (d) la relectura del concepto de don de Marcel Mauss y de la economía en general; y (e) el análisis del fundamento metafísico de la ley, tanto en las formaciones religiosas como en las ostensiblemente seculares. Seguidamente, el artículo aborda el estado del campo antropológico en el momento que estaba siendo influenciado por diferentes formas de posestructuralismo, explorando los distintos posicionamientos de estos discursos en relación a la deconstrucción. Finalmente, luego de trazar las convergencias y las divergencias entre la deconstrucción derridiana y la teoría en la antropología sociocultural, aborda dos importantes ejemplos de trabajos producidos contra y bajo la influencia del pensamiento de Derrida, respectivamente.
Palabras clave:LenguajeLenguaje,DeconstrucciónDeconstrucción,PosestructuralismoPosestructuralismo,EscrituraEscritura,DifféranceDifférance,DonDon.
TRADUCCIÓN
LEGADOS DE DERRIDA: ANTROPOLOGÍA
Recepción: 15 Diciembre 2018
Aprobación: 23 Enero 2019
El primer ensayo que Jacques Derrida presentó en los Estados Unidos, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, planteó una crítica a la teoría del lenguaje de Lèvi-Strauss y emprendió una reconsideración radical de la oposición entre naturaleza y cultura dentro de la etnología estructuralista (Macksey y Donato, 1970; Powell, 2006). Derrida ya había publicado “Fuerza y significación” (Force and Signification, 1978b [1963]), que denunciaba, en una nota al pie, la denigración por parte de Alfred Kroeber (1948) del concepto de “estructura” como un término de moda en las ciencias sociales (Derrida, 1978b: 301). Para ello había invocado tanto a Marcel Mauss como a Maurice Leenhardt. Así, desde el principio y a pesar de estar articulado al interior de la filosofía, el trabajo de Derrida interpela a la antropología ¿Cuáles son los legados de este requerimiento? ¿En qué se convertirán?
De la Gramatología fue publicada en 1967, aunque un ensayo bajo el mismo nombre ya había aparecido en 1965. Comenzaba remarcando el “etnocentrismo que, siempre y en todo lugar, ha controlado el concepto de escritura”, prometiendo un análisis de “el declarado rousseaunismo de un antropólogo moderno”, a saber, Lévi-Strauss. De la Gramatología transitaba el terreno sagrado de la antropología y retomaba los tópicos que habían sido constitutivos de la disciplina desde sus inicios: la relación entre naturaleza y cultura, el origen del lenguaje, la relación entre el lenguaje y la ley, el tabú del incesto, la emergencia de la escritura [script, en inglés], la cuestión de la historia y la memoria en sociedades con y sin escritura y el problema del etnocentrismo.
Inicialmente, sin embargo, el llamado a la antropología fue mayormente ignorado. Esto se debió a que, en no poca medida, la crítica enunciada por Derrida tenía menos que ver con la cuestión de cómo reformar la disciplina –sobre lo cual él no tenía nada para decir– que con el problema de si la antropología podía ser librada de la metafísica en la que se fundaba su humanismo residual. El ensayo de Derrida de 1968 (1982b), “Los fines del hombre” (The Ends of Man), fue particularmente importante en este sentido. Siguiendo a Hegel, Husserl y Heidegger en sus tentativas de romper con la tradición occidental de la metafísica –a través del desplazamiento del concepto de hombre por el de conciencia (Hegel); o el reemplazo de la idea de humanidad racional por la de humanidad trascendental (Husserl); o rechazando el “metafísico nosotros–hombres” en favor de la proximidad a un ser esencial (Heidegger)– Derrida no encuentra en ellos nada más que el relevo [Aufghebung, en alemán] de un viejo concepto (Zaner, 1972: 385). Este concepto, Hombre, es un a priori, que no es ni empíricamente observable ni lógicamente deducible. De ahí que su invocación continua dentro y por la filosofía y la antropología requiera de una explicación. Tanto el repudio general de Derrida a la metafísica –y la mala fama que le ha granjeado su estilo complejo– como su rechazo de la tentativa de Husserl de reemplazar una “antropología empírica” por una interrogación fenomenológica del mundo como conscientemente intencionado, parecieron haber impedido un involucramiento más amplio de su pensamiento dentro de y por parte de la antropología. Ambos compromisos epistemológicos –empirismo y fenomenología– han sido centrales sino fundacionales para la metodología del trabajo de campo, aun cuando no hayan sido teorizados como tales.
Ahora bien, si en la actualidad los antropólogos se acomodaron a la idea de que su objeto de estudio no es unitario, si cada vez con mayor frecuencia conciben a la disciplina como una investigación de formaciones sociales particulares situadas en coyunturas históricas particulares y relacionadas, a su vez, tanto con sus propios pasados como con los procesos extra-locales mediante los cuales se vinculan a otras formaciones, la disciplina, empero, aún no ha logrado y quizás nunca logre prescindir de la idea de lo humano como base de su comparativismo. Por esta razón, habría que admitir que no existe propiamente una antropología derridiana, y que incluso Derrida rechazó a la antropología per se, aunque esto debería suavizarse reconociendo que no solamente leyó y afirmó algunas de las perspectivas de los antropólogos, sino que también se relacionó con ellos en sus seminarios en París y en conferencias (ver, por ejemplo, Vries y Weber 2001). Sin embargo, esta afirmación no significa que no existan antropólogos cuyos trabajos no hayan sido modelados por sus lecturas de Derrida o que la erudición de Derrida no haya tenido ningún impacto significativo en el campo. El propósito de este artículo es trazar la trayectoria de la influencia de Derrida y comprender cómo, cuándo y contra qué resistencias su pensamiento provocó nuevos tipos de preguntas y nuevos tipos de análisis dentro de la disciplina. Mi foco aquí es la academia norteamericana de habla inglesa. Podrían contarse diferentes historias del impacto de Derrida en Inglaterra o en Alemania donde, de hecho, ha tenido mucha menos influencia, o en Quebec, donde la relación con la filosofía francesa no depende de las decisiones de mercado que afectan a la traducción. La relativa falta de referencia a Derrida en los círculos antropológicos franceses ya ha sido remarcada, si bien no analizada en profundidad (Marcus, 1999: 421). Sin embargo, estas historias esperan otro narrador y un juego diferente de referencias. Dados estos parámetros, debe quedar claro que la presente lectura de los legados de Derrida a la antropología es la del movimiento de su pensamiento al idioma inglés, y por eso debe ser considerada contra el trasfondo del problema de la traducción, problema que es, a la vez, lingüístico, económico y temporal, en la medida misma en que las traducciones y, más específicamente, las publicaciones de traducciones llevan su tiempo.
Tedlock (1980) emprendió una de las primeras evaluaciones significativas del pensamiento de Derrida en el marco de una importante publicación de antropología americana en la que, aparte de De la gramatología, se reseñaron varios libros, incluyendo Culler (1977), Hawkes (1977), Sebeok (1977) y Sperber (1975). Tedlock entiende que Derrida, a quien describe “como una especie de contraparte teológica de Marx” (Tedlock, 1980: 827), propone una inversión de la concepción heredada del lenguaje por la cual el habla tiene un estatuto temporal y metafísico anterior en relación a la escritura. Se trató de una interpretación defectuosa aunque nada extraña del argumento derridiano. Derrida no invierte simplemente el orden del binarismo habla/escritura, sino que describe el proceso por el cual esta misma diferenciación emerge, dando el nombre de “archi-escritura” a la categoría más amplia dentro de la cual surge la oposición escritura y habla.
Como muchos, Tedlock encuentra confusa la distinción esbozada por Derrida entre escritura en el sentido literal [script, en inglés] y escritura en el sentido más amplio [writing, en inglés], en la que incluye todos los procesos de formación de huella [trace, en francés e inglés], diferimiento [del verbo francés, différer,; deferral, en inglés] y retraso o aplazamiento [retard, en francés, delay, en inglés], el entrecruzamiento de la presencia y de la ausencia, etc. Esta confusión lo conduce a una afirmación irónica acerca de la relevancia de Derrida para la antropología en su lucha contra lo que él percibe como el error de la lingüística, a saber, la reducción del lenguaje hablado a la notación (Tedlock, 1980: 828). En definitiva, Tedlock concluye rechazando el concepto derridiano de escritura en favor de una vocalidad [vocality, en inglés] a la cual le atribuye las capacidades y cualidades de naturalidad, espontaneidad y plenitud. De este modo, Tedlock reafirma todo aquello que Derrida pone en cuestión.
Desde entonces, la antropología cultural en el contexto anglo-americano ha experimentado enormes transformaciones y, con respecto a los escritos de Derrida, se ha vuelto más flexible en algunas áreas pero más hostil en otras. Esta ruptura marca por sí misma un cambio irreversible, que puede ser interpretado en ambas dimensiones como siendo parte del legado de Derrida en y para la que bien podría ser la última de las ciencias “humanas” (Bruner, 1986). Comprender esta herencia requiere tanto de una explicación de las principales intervenciones teóricas de Derrida como de un examen del espacio discursivo dentro del cual aquellas fueron realizadas. Esto último demanda considerar las formas del posestructuralismo que estaban en competencia, así como las críticas a las cuales éstas fueron sometidas y la labor antropológica que, en última instancia, se inspiró en el deconstructivismo. Las limitaciones de espacio requieren brevedad. Por lo tanto, lo que sigue es una esquematización provisoria de las facetas del pensamiento deconstructivista que han sido particularmente significativas para el campo de la antropología. Ellas son (a) la crítica de la teoría del signo y, con ella, las cuestiones del lenguaje y la ley en el estructuralismo levistraussiano; (b) la cuestión del inconsciente; (c) la crítica del performativo y sus consecuencias para la idea de ritual; (d) la relectura del concepto de don de Marcel Mauss y de la economía en general; y (e) el análisis del fundamento metafísico de la ley, tanto en las formaciones religiosas como en las ostensiblemente seculares. Comienzo con el análisis del estructuralismo antropológico.
Al igual que su predecesor Lévy-Bruhl (1923 [1922]), Lévi-Strauss postula una oposición categorial entre culturas con y sin “escritura” y, por lo tanto, con y sin historia. La escritura está, para él, asociada con la violencia, el olvido y la jerarquía política. Es el instrumento de la colonización y el medio para diseminar una lógica económica cuyas características más sobresalientes son su abstracción de valor, su devaluación simultánea del uso y su tendencia al derroche.
El atractivo moral de tal modelo manifiestamente anti-etnocéntrico enmascara, según Derrida, un profundo etnocentrismo construido sobre presuposiciones metafísicas (1976: 114). Aun reconociendo la violencia de la escritura, Derrida, no obstante, pone en cuestión la base conceptual sobre la cual descansa la bifurcación estructuralista del mundo (106). Esto lo conduce a examinar el modelo saussureano sobre el cual Lévi-Strauss se apoya.
Saussure se refiere a la escritura como un desarrollo secundario, una reproducción del habla. En este análisis, la escritura es separada de una comunicación originalmente espontánea e inmediata, aunque esta pérdida es compensada con la permanencia y una capacidad para la abstracción. Saussure entiende que la escritura es un desarrollo histórico; por lo tanto, el lenguaje es independiente de la escritura. Sin embargo, como Derrida advierte, la escritura provee el modelo para su análisis del lenguaje. Es entonces que Derrida (1976: 43) asevera que revelará lo que Saussure “veía sin verlo,” esto es, que el habla implica la escritura. ¿En qué sentido? Saussure define el signo como una unidad de dos dimensiones: la imagen acústica sensible (significante) y el concepto inteligible (significado). El signo es inmotivado y adquiere su significado únicamente a través de las relaciones diferenciales con todos los otros signos. Pero, Derrida nos recuerda, esto no se debe a que exista una diferencia sustantiva entre ellos; los propios signos están conformados de dos elementos, significantes y significados, ambos producidos a través de relaciones diferenciales. En otras palabras, argumenta Derrida, el lenguaje está escindido por una ausencia o alteridad (Spivak, 1976). Está constituido no por figuras o reproducciones de una presencia ausente, sino por huellas –noción que toma ampliamente de Freud. No existe presencia original a partir de la cual otros signos hayan sido diferenciados. O, al menos, uno no puede postular tal presencia originaria sin realizar un gesto metafísico, el mismo que las ciencias humanas –aunque cualitativamente orientadas– habían afirmado haber abandonado.
La noción de Derrida de la escritura como aquello que condiciona la posibilidad del habla, está vinculada al reconocimiento de que el discernimiento de los signos, especialmente las palabras, presupone la percepción de espacios o intervalos, de manera que una palabra puede separarse de otra en la audición y en la lectura (Derrida, 1976: 39). Hay que recordar que un lenguaje extranjero se experimenta como la incapacidad de diferenciar palabras de la corriente continua de sonido recibida por el oído. En la medida en que el discernimiento del intervalo es un “espaciamiento,” existe un elemento gráfico o grafemático, inclusive en el lenguaje hablado. Para reconocer estos elementos gráficos, sin embargo, hay que conceptualizarlos en oposición a otros elementos, y por lo tanto a través de gestos que implican tanto abstracción como iteración. Ambos gestos convergen en la práctica de la citación, a través de la cual una palabra o marca es puesta entre comillas, y por lo tanto extraída del contexto. En Limited Inc. (Derrida 1995c) tal “descontextualización” es leída como la posibilidad que acecha a cada enunciado performativo, y de hecho a cada acto ilocucionario. Esta es el nudo de la crítica de Derrida a las teorías del lenguaje de Austin y Searle. La comprensión de Austin (1975 [1962]) del performativo –esa declaración que hace realidad aquello que nombra– excluye la cita como algo anormal y amenazante a la situación ideal en la que el performativo, de otro modo, ejercería su fuerza; es esta exclusión y re-designación de una posibilidad estructurante como mera excepción la que Derrida pone en cuestión y lee en términos ético-políticos como el fundamento secreto de una normativización en la teoría del acto de habla y en la teoría del ritual político.
Derrida designa el espaciamiento y la necesaria susceptibilidad del lenguaje a la (de)contextualización con el neologismo “différance” [traducido a veces al español como diferancia, pero conservamos el vocablo francés por razones de uso]. El término apunta a evocar los sentidos de diferimiento, diferenciación y desvío (Derrida 1982a, Spivak 1976.) La différance es un proceso sin fin. Como repetidamente Derrida insiste, la totalidad que los estructuralistas plantean como hipótesis para fijar provisionalmente el significado de los términos (sean mitos o signos) nunca puede ser actualizada salvo que se imagine haber arribado al otro lado del tiempo y de la historia (Derrida 1978d: 289-291; 1982b). Pero los procesos de diferenciación y diferimiento se extienden indefinidamente. El espaciamiento es también una “temporización”.
Este argumento acerca de la différance del lenguaje es, en el mejor de los casos, tangencial a un abordaje del desarrollo empírico de las formas de escritura (en el sentido estrecho), sean jeroglíficas, ideográficas o alfabéticas, ni que decir de su posible relación con diferentes tipos de organización social. En efecto, Derrida (1976: 78) reconoce que su análisis quizá deba tener que ser reprimido para que la ciencia positiva pueda desarrollarse y cita, en actitud aprobatoria, la investigación antropológica sobre los sistemas de notación prealfabéticos. Algunos antropólogos han arribado, con independencia y sin ninguna referencia a Derrida, a la conclusión que, contra Walter Ong (1958, 1982) y Jack Goody (1977), no existe una relación necesaria entre el desarrollo de las formas de escritura y la abstracción conceptual (Swearingen, 1986: 153). Si se rechaza la oposición categorial entre habla y escritura como una oposición entre inmediatez y abstracción, se debe también rechazar la bifurcación entre una humanidad con escritura y otra sin escritura, histórica y ahistórica respectivamente. Una vez más, el abordaje lógico-filosófico de Derrida encuentra apoyo en las investigaciones de los antropólogos lingüístico-históricos como Swearingen, quien sobre fundamentos empíricos muy diferentes, señala la distribución extremadamente heterogénea del conocimiento de sistemas de notación, incluso dentro de las sociedades que supuestamente tienen escritura y, en base a esto, rechaza los esfuerzos por clasificar las sociedades como poseyendo escritura o como orales (1986). Esta clase de historicismo, sin embargo, se queda corto respecto de la afirmación más radical realizada por Derrida, especialmente en relación a Lévi-Strauss, en el sentido de que las formas no escriturales de los fenómenos sociales también son parte de la estructura de la escritura.
¿Qué significa, pues, decir que una cultura aparentemente oral “tiene” escritura? Esta pregunta parece nuevamente relevante, en el momento en que surge un público más amplio para refrendar la afirmación de Everett (2005) acerca de que los pirahã del noroeste de Brasil hablan un idioma (de la familia lingüística Mura) definido por una inmediatez casi total: un idioma que carece de números, términos abstractos de cantidad, colores y el tiempo perfecto, así como también de la capacidad de escribir. Everett cree que la gramática de los pirahã no sólo carece sino que es incapaz de sostener una memoria a largo plazo y una conciencia histórica, o estética imaginativa (Colapinto, 2007; Everett, 2005; Stranlaw, 2006). Sus afirmaciones recuerdan extrañamente a aquellas realizadas por Lévi-Strauss sobre los nambiquara y serán tratadas más abajo. Aquí, quiero considerar el análisis de Derrida sobre la descripción que Lévi-Strauss hizo de los nambiquara en la “lección de escritura” de Tristes trópicos, para aclarar lo que está en juego en la afirmación de Derrida de que la oralidad no carece de las cualidades generalmente reservadas para los sistemas de escritura, entendidos en sentido convencional.
Leyendo a Lévi-Strauss para desentrañar aquello que había sido reprimido dentro de su discurso, Derrida advierte que los nambiquara prohíben el uso de los nombres propios, y de este modo inscriben la idea del nombre propio dentro del lenguaje clasificatorio (no se puede prohibir nada si no es a través de la aplicación de una regla general). Ellos expresan un gran interés con respecto a las genealogías y poseen una nemotécnica elaborada por la cual recuerdan sus pasados. En la medida que esta ansiedad acerca de la genealogía (y por lo tanto, sobre la propiedad) ha sido típicamente asociada con el desarrollo histórico de la escritura entendida en sentido estrecho (Derrida, 1976: 124), Derrida se pregunta en qué sentido Lévi-Strauss puede afirmar que los nambiquara no tienen escritura. Incluso tienen un nombre para la escritura, y reconocen el poder del que se beneficia quien la posee. Dentro de su propio mundo, los nambiquara marcan su paisaje con senderos y signos, los cuales pueden referirse (o citarse) en las narrativas de la actividad diaria.
Estas desmentidas a la idea de ausencia de escritura llevan a Derrida a argumentar que debemos pensar el desarrollo de la escritura en sentido coloquial [script, en inglés], no como una derivación de una oralidad previa, sino en relación con otras formas de iterabilidad dentro de la historia de la escritura, entendida ahora en el sentido más amplio. El tabú del incesto, correlacionado por Lévi-Strauss y tantos otros antropólogos con la propia existencia humana, demuestra esta lógica; funciona a partir de la prohibición –o sea de la aplicación de una regla general– y por lo tanto a partir de una clasificación, y concibe y demanda a la vez la sustitución –de un objeto de deseo por otro. En efecto, el tabú del incesto se vuelve aquí otro de los tantos nombres del lenguaje. Y como sucede con toda ley, es inseparable de la violencia. Por eso, Derrida rechaza el romanticismo que querría borrar la violencia del mundo nambiquara, especialmente aquella que existe entre hombres y mujeres.
Derrida no está interesado en cómo podría recontarse más adecuadamente la historia de los nambiquara pero los antropólogos podrían –y de hecho deben– preguntarse qué es lo que les demanda tal crítica. Muchos antropólogos han intentado, por supuesto, describir los textos mudos de las culturas supuestamente orales en las diversas expresiones del paisaje simbólico (Munn, 1973, Stewart y Strathern, 2003), los “guiones o discursos ocultos” [hidden transcripts, en inglés] de la práctica cotidiana (Scott, 1990), las “estructuras estructurantes” de la arquitectura doméstica (Bourdieu, 1977), etc. Pero estos reconocimientos de una capacidad de “lecto-escritura” [literacy, en inglés] que excede la cuestión de una competencia alfabética o escritural, están todavía frecuentemente saturados con la creencia de que aquellas poblaciones sin escritura poseen una autenticidad y una proximidad a la naturaleza (una inmediatez) que señalan su prioridad histórica y su vulnerabilidad a la corrupción. Si existen excepciones a esta teleología implícita, como la Crónica de los indios guayaquís de Pierre Clastres (1998 [1972]), quien argumenta que los guayaquís no son primordialmente inocentes de civilización aunque han perdido la agricultura –y la vida sedentaria– ellas son raras, y el propio Clastres retorna en última instancia al romanticismo de un cierto anarquismo primitivo (Clastres, 1987 [1974], 1994 [19801]; Lefort, 2000 [1987]).
Habiendo considerado en detalle las lecturas particulares a las que Derrida expuso el trabajo de Lévi-Strauss, ahora es posible pasar más rápidamente hacia otras facetas de su pensamiento. Éstas se hallan en continuidad con los análisis de las primeras obras, aunque agregan nuevos términos y objetos, profundizando o aclarando aspectos del argumento acerca de la escritura. Entre las más importantes para la antropología se encuentra la del desarrollo que hace Derrida del concepto de inconsciente de Freud. Dada la mala fama en la que generalmente se tiene al pensamiento freudiano en la antropología –es un lugar común esgrimir el argumento de que la formación edípica es una estructura historizable y culturalmente relativa de concebir la filiación y la diferencia sexual– tal vez este aspecto del pensamiento de Derrida estaba condenado a ser resistido.
Ortner (2006) recapitula la ansiedad sobre el inconsciente como una ansiedad sobre lo político. Reclama, en cambio, que se reconozca la intencionalidad, la subjetividad y la agencia de los actores individuales, a riesgo de que de lo contrario borre la capacidad política de los individuos, quienes “[intentan] actuar sobre el mundo aun cuando son condicionados por éste” (110). Este no es el lugar para examinar los conceptos de subjetividad y agencia sugeridos por Ortner o su afinidad con los discursos del individualismo posesivo. Pero no podemos pasar por alto que este neohumanismo funciona como una coartada bajo la cual se combinan conceptos muy diferentes del inconsciente: el de Lévi-Strauss, para quien el inconsciente se compone de formas universales de pensamiento, y el de Freud, para quien el inconsciente proporciona la estructura en la que puede tener lugar la individuación, no obstante lo cual garantiza que la psiquis individual esté siempre fragmentada y desbordando sus límites.
Freud trata la psiquis como una estructura de mediación siempre particular, en cuyo seno las exposiciones al mundo de los fenómenos escapan precisamente a la reflexión inmediata (y por lo tanto a la “experiencia”), pasando por medio de y a través de la consciencia a un dominio en el que constituyen una reserva. El desvío y la demora que afectan a la psiquis constituyen, en el análisis de Freud, un mecanismo para diferir lo que de otra manera la pondría en peligro (Freud, 1955 [1920]; Derrida, 1982a: 181; 1978c: 201). La “reaparición” [resurfacing, en inglés] de las huellas producidas en este proceso, a menudo en respuesta a otros estímulos y formaciones de huellas, es aquello sobre lo que reflexiona la conciencia. La memoria es, por lo tanto, el efecto de una resistencia, pero también es una apertura a esos acontecimientos o estímulos que podrían de otro modo dañar la psiquis. Derrida habla de este proceso en el peculiar idioma de la huella, que está en función de la apertura de una “brecha” [breaching, en inglés], y afirma que la memoria es producida por el diferencial entre varias brechas (1978c: 203). Aquí, Derrida enfatiza la cualidad de diferimiento [deferral, en inglés] y de reserva [reserve, en inglés] en el sentido de que obstaculiza la posibilidad de un recuerdo simple o transparente. Se trata de un análisis que exige un replanteamiento de todos los discursos e instituciones ostensiblemente dedicados a la memoria: el museo, el archivo y, de hecho, cualquier movimiento dedicado a la recuperación de la relación genealógica (Derrida, 1995a).
Una comprensión de la memoria como différance y como huella constituye un desafío formidable para cualquier concepto de cultura que suponga referir, o bien a un repositorio de memoria colectiva, o bien a una estructura inconsciente que determina o habilita –siguiendo la analogía de guion y actuación, partitura y ejecución– acciones y posibilidades individuales o incluso colectivas. Los antropólogos que han trabajado en cuestiones relativas a la recuperación de la memoria como un fenómeno colectivo, asociado a acusaciones de abuso de niños o con abducción alienígena, por ejemplo, han tenido que enfrentarse al problema de la falta de transparencia de la memoria con respecto a un acontecimiento original, y no es por accidente que cierta lectura derridiana de Freud haga su aparición en esos textos así como en muchos otros (e.g. Battaglia, 2005; Lepselter, 1997, 2005). Pero la vasta industria doméstica sobre el tema de la memoria colectiva, particularmente durante períodos de normalización política o transiciones post-totalitarias ––muy influenciada, a su vez, por La memoria colectiva de Maurice Halbwachs (Collective Memory, 1980 [1950])–– podría sacar buen provecho de la intuición derridiana. En estos trabajos, el problema de análisis se piensa demasiado a menudo como el de una recuperación: de artefactos perdidos, de testigos fallecidos o de testimonios dañados. Este tipo de enfoque, a la hora de enfrentarse a la incoherencia o a la discontinuidad en el registro o el recuerdo de historias, que de otro modo están interrumpidas, conduce a hipotetizar el disimulo o la ignorancia (ya sea como trauma o como mistificación ideológica); luego, ambos factores pueden ser discutidos en el marco de descripciones de estilo constructivista social como “tradiciones inventadas” (Hobsbawm y Ranger, 1982). Irónicamente, dado su tema de interés, estos modelos comparten, al menos, un concepto implícito de intencionalidad colectiva. Lo que es representado como una perturbación de la conciencia histórica producida por el sufrimiento económico o la violencia política, por ejemplo, es concebido como un bloqueo de lo que de otro modo habría sido la producción y la reproducción continua de mundos significativos.
Sin embargo, si la cultura no puede ser interpretada como un repositorio de la memoria colectiva, tampoco puede ser concebida como aquello que es meramente reproducido a través de la lógica performativa del ritual. Al menos esta es la implicación del discurso de Derrida sobre el performativo desde “Firma, Acontecimiento, Contexto” (Signature, Event, Context, 1995d [1972]) en adelante. En este ensayo, Derrida afirma la iterabilidad simultánea de todas las marcas culturales y la irreductibilidad de tales iteraciones a una cuestión de reproducción (de repetición sin diferencia). Esto ya ha sido señalado pero las implicaciones de este análisis para la cuestión de la intencionalidad, y por lo tanto para aquellos tipos de culturalismo orientados por la idea de agencia, aún no han sido sondeadas. Éstas emergen más claramente en el debate de Derrida con los teóricos austinianos de la ilocución, y en especial Searle (1977; también Felman 1983; Norris 1987: 172-193; Spivak 1980).
Derrida comienza cuestionando el concepto de comunicación escrita como aquel que transmite significado entre emisores y receptores. Pero si partimos de la presuposición, que Austin y Searle reconocen y Derrida subraya, que tal comunicación puede tener lugar en ausencia de un receptor (quien puede estar físicamente distante, o incluso no haber nacido todavía) y de un emisor, nos quedamos con la impresión de que la escritura sólo puede tener lugar cuando se asume que tal ausencia no sólo es posible sino incluso inevitable. De lo contrario, ¿por qué escribir? Por supuesto, uno escribe para sí mismo también, y Searle aduce la lista de compras de la verdulería como un ejemplo de tal escritura para uno mismo, usándolo para sostener que la escritura no está determinada por la ausencia, y que de hecho está contenida en y por la presencia para sí mismo del emisor, cuyas intenciones determinan el hecho de la comunicación. Aunque Searle abandona la idea de que la proximidad elimina la necesidad de escribir, pasa por alto absolutamente las posibilidades que condicionan la comunicación. Derrida sostiene que la comunicación entre personas, incluso aquellas que están sentadas una junto a la otra, implica una distancia y una diferencia entre ellas. Ellas no están completamente presentes para sí mismas. Lo mismo puede ser dicho de la situación hipotetizada por Searle, a saber, la escritura para uno mismo de una lista de compras de la verdulería. Hablarse a uno mismo, en cualquier forma, es expresar el hecho que la psiquis individual está internamente dividida en sí misma. Para que esto no sea pensado como un modo de psicosis, uno debería tener en cuenta, como lo hace Spivak (1980: 32), que Derrida trata este hecho no como un fundamento del nihilismo sino como un reconocimiento de que la falta de presencia para sí misma es lo que habilita la comunicación y por tanto la socialidad. Se trata de un hecho positivo, una condición necesaria del ser-con-otros.
En cuanto al concepto de intención, éste es conservado por Derrida aunque repensándolo como la expresión de un deseo –hecho estructural realizado en individuos– de relación comunicativa en la cual los significados serían efectivamente recibidos e interpretados según las intenciones de sus remitentes (Spivak 1980: 30). Esta noción parece guardar, en principio, cierta similitud con el concepto de Habermas (1981) de situación ideal de habla, pero no es lo mismo una idealidad consciente (de significados compartidos) que un deseo inconsciente, y de la diferencia entre estos conceptos emerge una analítica de cariz muy diferente. Si la intencionalidad es la expresión de un deseo para aquello que no se puede asumir, entonces tenemos la base tanto para una antropología del malentendido “positivo” o “productivo” como para una antropología de los significados compartidos. Un ejemplo particularmente potente de esto se encuentra en The Rope of God (2000) de Siegel, donde describe las intenciones, simultáneas y conflictivas, de los hablantes femeninos y masculinos en una situación (Aceh [Indonesia] después del colapso de la economía de la pimienta) en la que las relaciones domésticas están afectadas por una traducción equívoca [mistranslation, en inglés]: las mujeres le ofrecían a los hombres lo que ellas entendían como indulgencia, mientras que los hombres creían estar recibiendo un aplazamiento.
Este es un tipo diferente de “fracaso” con respecto a aquel que, de acuerdo con Derrida, constituye la virtualidad universal de todos los actos de habla concebidos en su dimensión ilocutoria (como actos pensados en términos de sus efectos en el mundo antes que en su contenido semántico); sin embargo, no deja de relacionarse con éste. El punto de Siegel es que la efectividad de la comunicación es independiente del significado, y puede depender precisamente de la existencia de una brecha entre el sentido intencionado y el recibido. Ante tal crítica se hace añicos el concepto del performativo y las implicaciones no pueden ser más profundas que cuando se analiza ese fetiche antropológico, el ritual, especialmente esa categoría de ritual que acuerda un lugar central para los hechizos y los actos de habla dirigidos a la transformación del mundo a través de procesos de nominación autorizada. Los ejemplos del performativo más familiares a los antropólogos son, sin lugar a dudas, aquellos asociados con los rituales del ciclo vital: acontecimientos en los cuales la identidad o el estatuto de una persona es reasignado públicamente (nacimiento, iniciación, casamiento y muerte). En la medida que estos rituales fueron concebidos en la antropología clásica como instrumentos de producción y reproducción de la estructura social ––y operan disociando personas individuales de estructuras más perdurables (permitiendo tanto la transformación individual como la continuidad social)–– el análisis de Derrida reclama una seria consideración.
Esto es especialmente cierto cuando extendemos la categoría de ritual más allá de los ritos de pasaje, como Van Gennep (1960 [1909]) los denominó y Turner (1969) analizó, e incluimos todos aquellos gestos tratados bajo el título de “lo cotidiano”: formas habituales que “pesan” sobre los sujetos y sólo se vuelven conscientes en el momento en que son desatendidas, violadas o formalmente alteradas (Bourdieu 1977 [1972]). Se supone frecuentemente que este tipo de reiteración o hábito constituye el fundamento de la continuidad cultural. Turner, por supuesto, vio el espacio del ritual como el locus posible para la generación de nuevas combinaciones lógicas y, por ende, de sentidos novedosos dentro del campo simbólico; pero tal invención era excepcional en su análisis y parecía emerger con más probabilidad del espacio escenificado de la muerte ritual. Además, esta innovación es frecuentemente presentada, en su interpretación, del mismo modo que el fracaso de la citación en el análisis de Austin: como la excepción que debe ser necesariamente excluida del ideal normativo del ritual, o del performativo, para que el ritual (como reproducción social) pueda operar bajo “condiciones de felicidad.” En el mejor de los casos, quizá podemos decir que en la obra de Turner hay una intuición que, a pesar de estar contenida en el paradigma estructural-funcionalista, se ofrece para una relectura como la que Derrida lleva adelante con Lévi-Strauss. Se trata de la intuición de que el ritual, como todo lenguaje, se excede a sí mismo y está sometido al más absoluto de los acontecimientos, la muerte, de la que intenta derivar su poder y sobre la cual, con un esfuerzo aún mayor, trata de ejercer un dominio apaciguador: el de la metáfora (Derrida 2005: 152).
La excepcionalidad que Turner intuye en el ritual, ampliamente compartida en la antropología, contiene en sí misma la contradicción que Derrida detecta en la teoría de Austin. Ésta descansa sobre un acto de descontextualización que, simultáneamente, proporciona el contexto dentro del cual el acontecimiento puede ser leído como ritual per se. Si la frontera entre acontecimiento y contexto es entendida como indecidible, entonces la delimitación del ritual también debe ser cuestionada. Esto no significa que la gente no perciba estos acontecimientos como excepcionales, pues de hecho lo hacen. Pero en lugar de asumir que esta excepcionalidad es un atributo interno del ritual, se puede preguntar cómo y por medio de qué operaciones se produce la aparición de una frontera, como así también de qué manera y bajo qué circunstancias el acontecimiento alcanza el nivel de “ritual.” No es cuestión de demarcar meramente los gestos que separan un día o acto de los demás, sino de preguntar cómo la tematización de tales gestos en tanto que rituales los vuelve disponibles para legitimar el poder local o los somete a la represión colonial, por ejemplo. Una investigación antropológica de este proceso, entendida al modo de Derrida, se preguntaría cómo una variedad de diferentes actos puede ser clasificada como siendo de un tipo, “ritual”, cuando en otros tiempos y en otras circunstancias, ellos serían innocuos o nombrados diferentemente. Pemberton (1994), por ejemplo, ha interpretado hábilmente la historia del discurso ritual en Indonesia y especialmente de la política javanesa como un proceso de clasificación de una amplia variedad de prácticas que, cuando son interpretadas como ritual, pueden convertirse en la base para una mistificación del poder, elevándolo a la idea de cultura. Pemberton muestra que la designación de acontecimientos particulares como ritos y de los ritos como rituales no es una práctica terminológica inocente sino que en ella asoman los intereses de las clases dominantes, y deja en claro que la vinculación del ritual con la cultura borra tales intereses en la idea de orden.
El segundo corolario de este borramiento de la frontera entre acontecimiento y contexto es que los efectos intencionales del ritual nunca pueden ser entendidos como una clausura perfecta. El ritual, siempre dependiente del contexto del cual es separado, es de hecho insuficiente para producir aquello que nombra. Tal lectura del ritual se ha extendido, quizás, más efectivamente dentro del campo de los estudios de género, donde ha llevado a reconocer que el efecto de los ritos de asignación de género o matrimonio, por ejemplo, es menos la consumación de un nuevo estatuto categorial que la demanda de que los individuos continuamente reiteren las formas dentro de las cuales ese estatuto sería socialmente legible (Butler, 1993; Morris, 1995, 2006). Lo que Butler conceptualiza como “repeticiones estilizadas” [stylized repetitions, en inglés] (ella no utiliza el léxico derridiano en sus obras tempranas, sino que se apoya mayormente en Foucault y Althusser) puede ser entendido en términos de la siempre diferida naturaleza de la escritura (en su sentido amplio). Sobre esta base, algunos autores han visto en tales ritos una oportunidad de liberación de las normas sociales. Sin embargo, no es suficiente decir que una performance fallida es tan posible como una exitosa, y que por tanto el ritual se vuelve una ocasión para desaprobar el ideal (Kulik, 2000). Cada iteración debe, por definición, fracasar en su intento de alcanzar el ideal ficticio del performativo.
Al fin y al cabo, la cuestión de la iterabilidad ––antes que la reproducción sin diferencia–– plantea un desafío radical y absoluto a la antropología. El concepto de cultura nunca ha estado desligado, al menos provisionalmente, de la idea de la reproducción social ––evidenciada a través de prácticas de crianza de los hijos, instituciones formales de educación, rituales del ciclo vital, forma arquitectónica, mitología, ritual político, etc. Como destaca el propio Derrida en uno de sus últimos libros,Canallas (Rogues, 2005 [2003]), la retórica de la reproducción está adquiriendo una nueva fuerza en la era de la ingeniería genética y la clonación. Estas tecnologías expresan a menudo la fantasía de la repetición absoluta. El llamamiento de Derrida a una interrogación sobre cada uno de estos deseos de reproducción sin diferencia parece especialmente saludable, dado que esta lógica no se limita al ámbito de la biotecnología, sino que se extiende también a lo político como, por ejemplo, cuando se exige la mímica de las formas políticas occidentales como condición para recibir ayuda externa. Las implicaciones de esta doble tecnología ––tanto de auto-extensión biológica como cultural (y nacional-cultural) –– supone en última instancia la exclusión de la diferencia. Y no es sorprendente que mucho del ímpetu por desarrollar tecnologías genéticas venga de proyectos sociales, religiosos y políticos que apuntan a mapear las identidades raciales a lo largo del tiempo, en términos de descendencia desde un origen supuestamente puro que se procura preservar o restaurar (ver Abu El–Haj, 2007).
Pero la pulsión a la reproducción tiene enorme fuerza en la vida de los individuos y las comunidades. ¿Qué es esta fuerza que impulsa la pulsión a la reproducción, aun cuando la simple reproducción signifique la muerte? Con Derrida podemos aferrarnos a la observación de Freud en el sentido de que lo que asegura la vida cultural es el fracaso de la pura reproducción. Pensar la estructura de este extraño círculo que administra-la-muerte pero también da-la-vida es pensar el don.
No hay ningún lugar en la obra de Derrida más dependiente de las contribuciones de la antropología que el de la teorización del don. En su forma más destilada, el don es la figura de lo imposible para Derrida (1992:7), una imposibilidad asociada con la naturaleza tautológica de la economía en general. Recurriendo a la etimología griega, Derrida afirma que la palabra “economía” implica tanto el valor del hogar como la obligación de distribuir, circular e intercambiar (1992:6). Se trata de atributos de la economía en su sentido más general, incluyendo las ostensibles ––y aparentemente oximorónicas–– economías del don descriptas por Mauss. Para Mauss, por supuesto, el don es una figura de totalidad (Mauss, 1969 [1925]:1-3). Además, esta totalidad trasciende la división de la sociedad en las esferas de la economía, política y religión (ver también Sahlins, 1976). Los dones son aquellos que deben ser dados y circulados, pero cuyo movimiento no constituye una alienación para el dador (algo de la persona permanece en y del regalo, dice Mauss). Los dones también deben ser devueltos, pero de una manera que prohíbe mostrar que simplemente se los rechace. Por lo tanto, la “devolución” debe hacer visible una diferencia; la instantaneidad y la conmensuración perfecta están prohibidas por ella. El tiempo, como Derrida afirma en todos sus escritos sobre el tópico, es un elemento irreductible del don.
El propio Mauss especula que el don es el origen de las relaciones contractuales y el medio por el cual las comunidades dan fin a la guerra (Mauss, 1969 [1925]:80). Su argumento también ha sido aplicado al capitalismo y de hecho expresa algo de la ideología del liberalismo. Si como Janet Roitman (2003:212-213) ha señalado, esto explica el retorno a Mauss y la proliferación de estudios sobre el don (dentro de los cuales se inscribe la propia lectura de Derrida) durante la década de 1980 y con posterioridad a ella (e. g. Appadurai, 1986; Godelier, 1999 [1996]; Humprery y Hugh-Jones,1992; Munn, 1986; Strathern, 1988; Weiner, 1976, 1992), es algo que aún queda por analizar. En la mayoría de estos artículos, “la productividad de la deuda [es] (…) entendida en términos de una relación primaria que coloca las relaciones deudor-acreedor en la base de las relaciones sociales” (Roitman, 2003: 212). Estos estudios, sin embargo, se separan de la observación de Mauss de que la soberanía existe sólo cuando el don (y la deuda) son rechazados (Mauss, 1969: 71). El propio análisis de Mauss lo lleva a postular la soberanía como una interrupción de la socialidad, y no como aquello de lo cual el don libera a la gente al sustituir la guerra por las relaciones de intercambio. En otras palabras, uno siempre ya está en deuda, vale decir, necesitado de lo social.
Derrida toma a Mauss al pie de la letra y va más allá para enfatizar las contradicciones inherentes en “el don” como figura, y no meramente en el intercambio de dones como un hecho sociológico en desacuerdo con su propia ideología. Releyendo el análisis de Lévi-Strauss sobre Mauss, Derrida observa cómo la resolución de estas contradicciones se logra invariablemente en la antropología estructural invocando los términos y conceptos indígenas referidos a una fuerza misteriosa dentro de la cosa (Derrida, 1992 [1991]:77), siendo el más famoso el hau de los Maori. Estas unidades léxicas suplementan (en el sentido derridiano) la ambivalencia de las palabras indo-europeas para el don, las cuales frecuentemente implican dar y recibir (Derrida, 1992: 79; Mauss, 1969). En lugar de este significante trascendental, que permanece siempre sin traducción, Derrida habla de lo imposible y, en un trabajo relacionado, Dar la muerte (1995b [1992]), define el don como aquello que no puede ser reconocido sin ser anulado. Se trata del secreto más que del origen metafísico de la socialidad (1995b:29-30). El secreto, tómese nota, no es la cosa mantenida en secreto sino el discurso amañado de una retención, detrás de la cual puede haber tanto una ausencia como una presencia.
Indudablemente, el análisis del don, entre todos los escritos de Derrida, ha resultado ser el más simpático para los antropólogos, presentándose en muchos aspectos más como una exculpación que como una crítica de Mauss, en especial en relación con la lectura de Lévi Strauss. Maurer atribuye el atractivo de Derrida en la antropología económica al hecho de que el problema del dinero es, invariablemente, un problema de representación, “gir[ando] en torno a cuestiones de identidad, confianza y fe en la estabilidad de aquello que es evidente a los sentidos (…) [si bien] no está respaldado por nada en absoluto” (Maurer 2006:28; también 2005:157-158). Aquí retorna el problema platónico de la sensibilidad versus la inteligibilidad, y es mayormente en estos términos que también ha sido interpretada la revisión de Marx por parte de Derrida. En Espectros de Marx (1994 [1993]), Derrida pone en primer plano el análisis de Marx de la forma valor como una entidad espectralizada y espectralizante, basada en la abstracción y el borramiento temporario o suspensión de la diferencia sensiblemente perceptible en la actualidad material. Esta abstracción está presupuesta en una anticipación del uso y en un aplazamiento simultáneo del consumo, siendo éste último el punto final de la relación de intercambio y de la abstracción misma (Derrida 1994: 148-63). El intercambio supone una relación social y, a la vez, parece indispensable para la producción de esa relación. Por lo tanto, en un análisis que es tan kantiano (o incluso aristotélico) como marxista, Derrida enfatiza la prioridad lógica de la categoría de valor frente a la determinación empírica tanto del valor de uso como del valor de cambio (ver también Keenan, 1997).
El objeto de análisis en Espectros es, primero, el dinero, y segundo, el capital financiero, entendido como dinero que se reproduce a sí mismo. El espectro que Derrida identifica es por tanto aquel a través del cual el dinero parece generar su propio exceso, su plusvalor. Como Spivak ha indicado, este argumento está peligrosamente cerca de reproducir la economía burguesa que el propio Marx ha evitado, y reprende a Derrida por no considerar el lugar del capital industrial en general o el hecho de que, en la extracción de plusvalía de los trabajadores bajo el sistema económico actual [en el que, según algunos estudiosos, la circulación ha suplantado la producción como el locus de producción de valor (Baudrillard 1981; Goux 1973)], los pobres privados de sus derechos, y en especial las mujeres, van quedando sometidos creciente y específicamente a las operaciones del capital transnacional. Son éstos los cuerpos particulares que están siendo espectralizados al desaparecer bajo las abstracciones de “derechos reproductivos,” “control poblacional” y “trabajo domiciliario post-fordista,” entre otras (Cheah, 2007; Ong, 1999; Rofel, 1999; Wright, 1999, 2001). Tales procesos, nos recuerda Spivak, están habilitados no sólo por el derecho, sino también por las complicidades específicas entre las organizaciones de tratados internacionales, el capital transnacional y los aspirantes al capitalismo nacional en el sur global (Spivak, 1995).
No se puede evitar observar que es en este borramiento relativo del trabajo en el análisis del capital que las limitaciones de Derrida como un pensador de género se vuelven más transparentes. Hay mucho en los escritos de Derrida sobre asuntos de diferencia sexual ––desde el juego erótico en La tarjeta postal (The Post Card, 1987) hasta la cuestión de la heredabilidad dentro de la tradición abrahámica en Circonfesión (Circumfession, 1993), pasando por la problematización de lo fraternal en Políticas de la amistad (The Politics of Friendship, 1997) y el replanteo de la “chora” femenina como una dimensión de la escritura en Khôra (1993). Pero su preocupación con la diferencia sexual nunca generó un análisis sobre el trabajo de las mujeres como algo diferente de la operación (conceptual o estructural) de lo femenino. Una valoración completa del pensamiento de Derrida debería tener en cuenta esto, así como también debería considerar que, más allá del enorme aporte conceptual realizado por Derrida con la idea de auto-inmunidad, casi nunca menciona el SIDA o el capital farmacéutico ––otro factor significativo en el realineamiento de la soberanía estatal bajo el neoliberalismo–– ni siquiera como una figura de catástrofe. Esta espectralización de las mujeres y de aquellos afectados con HIV debería necesariamente incomodar a los antropólogos que, por otra parte, se conmueven con el esfuerzo de Derrida por rescatar la aspiración a la justicia del fantasma de Marx y de la religión.
Quizás uno podría decir que lo que ocupa a Derrida en Espectros de Marx no es tanto el capital y mucho menos el capitalismo, sino el compromiso de Marx con lo mesiánico, y en este sentido sigue siendo un libro sobre el don, y por lo tanto sobre la economía en un sentido amplio. Derrida se aferra a la “afirmación mesiánica” de Marx que, a pesar de todo, resiste la “determinación metafísico-religiosa” (1994:89). Esto exige una autocrítica implacable y la voluntad de romper con el partido y “producir acontecimientos”. La orientación y la receptividad al acontecimiento no necesitan en realidad postularlo o “revelarlo”, al estilo cristiano; simplemente debe pensar la posibilidad del acontecimiento (1995b:49). Bajo la influencia de Levinas, Derrida interpreta esta apertura al acontecimiento como una forma de responsabilidad radical hacia el Otro, y es por esta razón que su meditación sobre Marx y el marxismo lo llevan a insistir en la necesidad de pensar conjuntamente lo político y lo religioso. Su esfuerzo por redimir a partir de Marx una mesianidad sin mesianismo va de la mano con el mismo esfuerzo para redimir a partir de la religión, y también a partir de Hegel, una religión sin un contenido determinado (Derrida, 2002b [1996]; Smith, 1998).
Es significativo, sin embargo, que uno de los textos más populares de Derrida, incluso y quizás especialmente entre los estudiantes de antropología, sea el que más se aproxima a un texto metafísico; y cabe cuestionar si la invocación de un mesianismo sin metafísica es suficiente para escapar a los cargos de mistificación teológica, o al menos de una religiosidad determinada. Caputo (1997), por ejemplo, lee la respuesta de Derrida al marxismo como un quinto mesianismo, que localiza al marxismo en la tradición de los mesianismos occidentales históricamente determinados, incluyendo el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam (140). En su intento de purgar el mesianismo de Marx de sus inherentes tendencias violentas, no obstante, Derrida pasa de largo por las preguntas sociológicamente significativas de Marx. Los antropólogos pueden y deben lamentar el hecho que Espectros de Marx no aborde la organización histórica de las relaciones productivas o el hecho de que la financiarización no elimina el sistema industrial, especialmente dado el interés de Derrida en lo mecánico y lo automático como principios dentro del lenguaje que son movilizados por los desarrollos religiosos y tecnológicos de maneras diferentes. Y esta omisión puede confirmar la intuición de algunos escépticos respecto de que Derrida es, al fin y al cabo, no simplemente eurocéntrico en sus referencias, sino etnocéntrico en su perspectiva (Caputo, 1997; Rorty, 1995); hay muy poco sobre el sur global en este libro, y aunque ocasionalmente surjan preguntas sobre los migrantes, especialmente en Francia, éstas son secundarias. La categoría de lo mesiánico, sea metafísica o no, es pensada completamente dentro de la tradición abrahámica; no hay mención, por ejemplo, de los mesianismos alternativos ofrecidos por un budismo al menos ostensiblemente antimetafísico, y nada acerca de aquellas tradiciones que carecen por completo de lo mesiánico. Además, el fantasma del socialismo soviético, cuya caída es la provocación original del libro, inspira tanta melancolía como horror; ni los escenarios grotescos del gulag ni la usurpación criminal de la renta social, ayudada e instigada por las instituciones financieras respaldadas por los Estados Unidos después de 1989, reciben un análisis muy cuidadoso, a pesar de que también estas situaciones podrían haber sido pensadas en términos de un mesianismo negativo.
Uno de los cambios más significativos en el pensamiento contemporáneo que se atribuye a las intervenciones de Derrida es el giro desde los análisis normativos de lo político hacia la consideración de la ética. Una vez más, dado que Derrida cree que todos los regímenes políticos determinados descansan sobre formas de exclusión y tienden inevitablemente hacia la violencia, su proyecto crítico parece bosquejar una ética de la apertura o de la no exclusión. En su lectura sobre la violencia en el Medio Oriente, por ejemplo, cuestiona los esfuerzos por “apropiarse” de Jerusalén que dependen de la exclusión de los palestinos (Derrida, 2002b). En su análisis del discurso acerca de los llamados estados “canallas” [rogue states, en inglés], Derrida identifica los dilemas de los inmigrantes norafricanos en Francia y pone en entredicho la hipocresía de la hospitalidad cuando ésta es interpretada como una relación de reciprocidad limitada por la ley, y en consecuencia como una demanda de espejamiento (Derrida, 2005 [2003]).
En estas lecturas, la ley está habitada por la lógica del doble vínculo. Los seres humanos deben intentar buscar la justicia a través de una ley que, al mismo tiempo, la limita y la reduce o, incluso, la inhibe. La economía es el dominio de la ley, el nombre de una demanda para la conmensuración y normativización. La relación entre ley y lenguaje, ley y fuerza, tal como es analizada particularmente en la lectura que Derrida realiza de Walter Benjamin y Hannah Arendt, ha sido extremadamente productiva para muchos antropólogos, particularmente aquellos que trabajan en contextos afectados por la violencia de Estado y sus “otros fantasmáticos,” la criminalidad y el terrorismo (Aretxaga, 2003, 2005a; Sánchez, 2001; Siegel, 1998).
En muchos casos, empero, la invocación de la lectura derridiana de Benjamin no destaca la diferencia entre ésta y el argumento original de Benjamin (1979 [1921]), a saber, que la ley se separa de la justicia en el momento en que la propia policía asume el trabajo de la decisión, administrando la violencia para anular la violencia. Y debe advertirse también que Derrida (1991) rechaza la fantasía metafísica de una violencia divina que aparece al final del ensayo de Benjamin, al tiempo que refrenda la idea de que la justicia y la ley deben mantenerse siempre heterogéneas entre sí. Resulta por lo tanto irónico que sea en torno a la cuestión de la justicia que a menudo se acuse a Derrida de falta de realismo político y relevancia.
Eagleton (2003) retrocede espantado ante un imaginario caso legal que tiene a Derrida como parte del jurado y es incapaz de decidir nada porque las decisiones éticas son, según la representación que tiene Eagleton del pensamiento de Derrida, “completamente ʽimposiblesʼ (…) fuera de las normas, de las formas de conocimiento y modos de conceptualización.” De un modo similar, Das (2007:9) se muestra preocupada por que la crítica de la presencia a partir de la cual Derrida desestabiliza la noción de la firma pueda ser utilizada por las instituciones de poder, y específicamente por el Estado, para negar autenticidad a los testimonios de aquellos cuyas heridas se niega a reconocer (especialmente cuando las ha causado). Tal vez podamos reconocer la improbabilidad de que algún Estado despliegue una crítica de la presencia como un medio para esquivar el testimonio de los demandantes contra la violencia estatal; de hecho, Clifford (1988) nos ofrece una sobria descripción de lo que puede suceder en un tribunal que opera bajo presupuestos positivistas, cuando los “testigos expertos” despliegan una forma cruda de constructivismo social para defender la posición de los demandantes indígenas, repudiando al mismo tiempo las ideas de la tradición y de autenticidad cultural. Povinelli (2002), que ciertamente no es derridiana, ha defendido sin embargo la posibilidad de que se pueda emprender una crítica del archivo y su ideología de autenticidad, tanto como de las políticas de reconocimiento, y al mismo tiempo intervenir en el campo del derecho en favor de las comunidades minoritarias. No hay ninguna necesidad de señalar a nadie con el dedo de la exigencia política para evitarnos las demandas de una lectura derridiana (Beardsworth, 1996).
¿Cómo, pues, se han entablado las relaciones con esta forma de lectura al interior de la antropología? El “deconstructivismo” de Derrida ingresó a un espacio disciplinario que se encontraba bajo la presión de varias escuelas críticas muchas de las cuales tomaban, como su punto de partida, las premisas del estructuralismo. La suerte cambiante de Derrida dentro y para la disciplina debe ser entendida contra el trasfondo de una incitación más general. Lamont (1987) intenta explicar la “dominancia” del pensamiento de Derrida dentro de la academia americana en función de su “ajuste” a un “sistema cultural altamente estructurado”, en parte a través de la orientación de su trabajo hacia la intelligentsia francesa y el “mercado” estadounidense a través de publicaciones periódicas y grupos de investigación compuestos por sus estudiantes, así como por una alianza estratégica con miembros de la “universidades de élite privadas que habían sido los centros de la crítica literaria”. Lamont sugiere además que el estilo de Derrida le ha servido para cosechar capital cultural, simplemente porque su inaccesibilidad significaba erudición filosófica y además, generaba “prestigio” o aquello que Bourdieu (1984) llamaría “distinción.” Si Derrida alguna vez llegó a la “dominancia” es un tema abierto a discusión, pero ciertamente éste no es el caso en las ciencias humanas. Sin embargo, sumado a sus descripciones incorrectas sobre las intervenciones conceptuales de Derrida, y la improbable identificación de su pensamiento con el de otros dialécticos marxistas (Lamont, 1987:591-595), el análisis de Lamont resulta incapaz de captar las tensiones con y las resistencias a la escritura de Derrida, así como la relación compleja y a menudo antagónica que ésta mantuvo con otras formas de posestructuralismo. A este respecto, empero, Lamont no es la única. Derrida incluso ha sido descripto como participando con Foucault en una única “línea de ataque” contra aquellas concepciones de la esfera pública basadas en la presuposición de una comunicación transparente, y fundadas metafísicamente en el yo individual (Reddy, 1992). El asunto merece un escrutinio más cuidadoso.
En el mismo año en que Derrida dio a luz “La estructura, el signo y el juego”, Foucault, uno de los profesores de Derrida, publicó Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas (The Order of Things: An Archaeology of the Human Sciences). Allí, Foucault (1994 [1966]) atribuyó a la antropología un “rol constitutivo en el pensamiento moderno” pero en cuyo seno la pregunta kantiana “¿qué es el hombre?” producía una confusión entre lo trascendental y lo empírico (1994:340-331). La antropología era, para Foucault, lo “durmiente” de la filosofía, un dogmatismo redoblado ––Derrida (1978b) también usaría esta retórica de la somnolencia para describir el estructuralismo. Al igual que Derrida, Foucault cuestionó el deseo de la antropología de encontrar en una actualidad empírica el asiento para la búsqueda metafísica del fundamento de todo conocimiento. Y también como Derrida, identificó la dominación emergente en las ciencias humanas de los modelos derivados del lenguaje y la lingüística [Cuando Schildkraut (2004: 319) indica el interés preponderante por la inscripción en la antropología del cuerpo, citando a Foucault y Derrida como ejemplos, corrobora las observaciones de éstos últimos y al mismo tiempo los reconoce equívocamente como los objetos de esas observaciones].
De acuerdo a Foucault, las ciencias humanas han estado históricamente organizadas en pares binarios: conflicto y regla, función y norma, y finalmente, signo y significación. A medida que los modelos basados en el lenguaje asumían un lugar dominante en la teoría social, estos pares pasaron a estar dominados por sus segundos términos (regla, norma, significación) (Foucault 1994: 357). En tanto que esto ocurría las ciencias del hombre entraron en complicidad con la postulación de la alteridad como criminal, no normativa o insignificante (Foucault, 1994:350). Es más, la tarea de las ciencias humanas pasó a ser la de entender la relación entre los dos términos en cada grupo. La dominancia del psicoanálisis y la etnología en el siglo XX puede ser explicada, asevera Foucault, porque ambos interpretaron esta relación en términos del inconsciente (1994:373).
En una discusión sobre sus respectivas lecturas de Descartes y la historia de la locura, Derrida acusa a Foucault de complicidad con la misma metafísica que ridiculiza (1978a). Foucault le retruca acusándolo de reducir el discurso a huellas y omitir los acontecimientos, y también de consolidar la soberanía del pedagogo, cuya maestría consiste meramente en leer (Foucault, 1979 [1972]; Spivak, 1976:LXI-LXII). Esta crítica sedujo a los antropólogos y por lo tanto Foucault, aunque con detractores y ambivalencias incluso entre sus seguidores, llegó a dominar la escena antropológica estadounidense como el portador de un pos-estructuralismo auto-conscientemente politizado (ver, por ejemplo, Comaroff, 1985; Dreyfus y Rabinow, 1982; Stoler, 1995). Derrida mismo rechazó el término pos-estructuralismo (2005:174), si bien su trabajo fue frecuentemente clasificado como parte del mismo fenómeno.
¿Cuál fue el atractivo de Foucault y por qué condujo a una relativa resistencia contra Derrida? Para comenzar, sus metáforas privilegiadas de la genealogía y la arqueología tuvieron una resonancia obvia para aquellos que trabajaban frecuentemente en el estudio diagramático del parentesco y la excavación de ruinas. Pero fue quizás la afinidad del concepto de episteme de Foucault con el concepto de cultura de la antropología americana, atemperado bajo la influencia del estructuralismo, lo que condicionó la relativa receptividad de la disciplina a su pensamiento. Y aun cuando, como Marcus y Cushman (1982) argumentan, los conceptos de Foucault de “episteme” y “discurso” parecen estar muy alejados de aquellas minucias empíricas que los antropólogos suelen investigar, el alcance de sus conclusiones no ha impedido a muchos adoptarlas.
La fascinación por Foucault aumentó debido a su enfoque en el cuerpo como base de la normatividad y la transgresión. El análisis del cuerpo emergió como una lectura de la gubernamentalidad moderna como forma de (bio)poder, operando a través de la administración microscópica de la vida (Foucault, 1984 [1975]). Estas ideas encontraron un campo fértil en un ámbito que ya estaba confrontando los legados del colonialismo pero que todavía permanecía metodológicamente orientado hacia la descripción de la vida cotidiana. Aún más, se dirigía abiertamente a las formas de liberacionismo que dominaban a los Estados Unidos en ese momento. La política radical en la década de 1970 fue influida menos por la memoria de Bandung, “la solidaridad con el pueblo afro-asiático” y la idea de no alineamiento, que por los derechos civiles, el antiestatismo, y las varias agendas del feminismo y la liberación queer (en las cuales la política del placer a menudo se destacaba tanto como la justicia social). Dentro de la antropología, por supuesto, había más preocupación por la difícil situación del Tercer Mundo, abordado como espacio de pérdida tanto como locus de construcción de futuro. Sin embargo, Clifford Geertz estaba adoptando un análisis antropológico de las nuevas naciones (1963, 1971) mientras que Dell Hymes iba reuniendo aquellos que quisieran repensar las raíces imperiales de la disciplina (1972; ver también Asad, 1973; Gough 1968; Fabian, 1983; Stocking, 1991).
Hacia los años ochenta la cultura popular y la teoría antropológica parecían converger en torno a un deseo por un fundamento discursivo a partir del cual concebir una política corporizada de la emancipación. En este contexto, la referencia al pasar de Derrida a Vietnam en “Los fines del hombre” (The Ends of Man, 1982b:114) y su argumento que la etnología es uno de los esfuerzos de compromiso para producir una autocrítica a través de la “salida falsa” de un encuentro con el afuera de Occidente (1982b:1934-35), sin dudas parecían inadecuados o incluso contrarios a esta tarea. Mientras tanto, los críticos de izquierda, como Terry Eagleton, lo acusaban de derrotismo después del fracaso de los levantamientos estudiantiles en mayo de 1968 (Eagleton, 1983:143; 1986).
Y si no era Foucault, entonces era Bourdieu. Sin el elemento nietzscheano de la trasgresión que es central al pensamiento de Foucault, el concepto de práctica de Bourdieu (1977) ofrecía a los antropólogos tanto la fascinación de la estructura como la tentación de la corporalidad, concebidas como parte de una dialéctica en la cual la experiencia ––piedra basal de la fenomenología y de la idea de observación participante–– es la esencia de la historicidad (Ortner, 1984). Todo esto amoldado a un discurso de clase bastante convencional, pero reconociendo que la exhibición conspicua de conocimiento cultural ––y ya no meramente el consumo–– funciona ahora como piedra de toque del reconocimiento. Al igual que Foucault y muchos otros posestructuralistas de izquierda, Bourdieu (1984) discrepa con Derrida y con la crítica derridiana hacia su propia obra, aludiendo también a que Derrida borra las exigencias de la realidad política.
Para muchos antropólogos Derrida fue simplemente uno de los tantos que lanzaban estocadas a una ciencia anticuada. Marcus y Cushman (1982:56-57) no sólo lo ubican junto a Foucault sino también con Roland Barthes, Edward Said y Raymond Williams. Más tarde Geertz (2002) categoriza a Derrida como parte de un movimiento “equívoco y evasivo” ––junto a otros tantos movimientos que incluyen el feminismo, el anti-imperialismo, los derechos indígenas y la liberación gay–– entre cuyos miembros se contaban Foucault, Lacan, Deleuze y Guattari. Marshall Sahlins (1999), evitando la idea de “tradiciones inventadas” (Hobsbawn y Ranger, 1982), denuncia a los antropólogos “pos-lógicos” [afterlogical, en inglés] por ser la única gente que carece de cultura y que tampoco la desea (404). Tomando prestada la ocurrencia de Jacqueline Mraz, usa “pos-lógico” como un término general para todas las formas de “posmodernismo, posestructuralismo, poscolonialismo y similares”, incluidas las que están influenciadas por Derrida (sin embargo, ver Derrida, 2005:174).
En esas áreas de la disciplina y aún bajo la influencia del estructuralismo, la crítica de Derrida a Lévi-Strauss tuvo pequeño impacto. Así, por ejemplo, en las más de 1.400 páginas del volumen doble, Échanges et Communications (Pouillon y Maranda, 1970), en el que aparecen más de 88 autores diferentes incluidos autores franceses, ingleses y norteamericanos como Pierre Bourdieu, Louis Dumont, Luc de Heusch, E. E. Evans-Pritchard, Raymond Firth, Jack Goody, Edmund Leach, Julian Pitt-Rivers, Marshall Sahlins, Evon Vogt, James Peacock, David Schneider, y Thomas Sebeok, hay únicamente una mención a Derrida. Hugo Nutini (1970) da cuenta brevemente de la importancia de Derrida al situar a Lévi-Strauss dentro de la tradición intelectual francesa, aunque sólo después de destacar la resistencia de los anglo-americanos a su lenguaje difícil y al “tono casi metafísico del argumento” (544).
Las acusaciones de oscurantismo han adquirido el estatuto de un cliché (Hicks, 1981: 964; también Doja, 2006). La respuesta de Derrida (2005: 113) a tales críticas, en el sentido de que su obra no es más ardua que la de sus predecesores ––Platón, Kant, Hegel, Heidegger, Husserl–– es difícil de disputar, aunque quizás sea un pobre consuelo para los defensores de la transparencia.
Tal vez se podría haber imaginado una lectura de Derrida un poco más simpática en aquellas regiones abiertas por Geertz, considerando que éste rechazó cualquier idea de una humanidad anterior al lenguaje, la simbolización y la cultura. Además, Geertz parece haber reconocido una falta originaria, no localizable, a partir de la cual podría comprenderse el ser lingüístico/humano de la humanidad como un devenir infinito: “nosotros somos (…) animales incompletos o sin terminar que nos completamos a nosotros mismos a través de la cultura” (Geertz, 1973a [1966]:49). Sin embargo, la antropología interpretativa de Geertz no se movería hacia la deconstrucción sino hacia la hermenéutica de Ricoeur y la filosofía lingüística de Wittgenstein. Geertz nunca pensó la falta originaria como una aporía. Precisamente, era esta aporía la que podía satisfacerse dentro y por la cultura. La noción de suplemento de Geertz, si se puede usar este término aquí, suponía una satisfacción y completitud casi teológicas. De hecho, y por esta misma razón, fue atacado por muchos que vieron en el concepto de cultura en tanto que “red de significados” públicos y compartidos (Geertz, 1973c), una estrategia para borrar las cuestiones de poder y diferencia dentro de la sociedad.
Por otra parte, los antropólogos lingüísticos que estaban preocupados, al igual que Derrida, por cuestionar la fantasía de las representaciones transparentes, eran igualmente propensos a recurrir a la semiótica pierceana como a la deconstrucción (Daniel, 1984; Gell, 1998; Keane, 1997(a)(b), 2003; Maurer, 2005, 2006; Munn, 1986; Silverstein, 1976). Derrida (1976) reconoce que Pierce, y especialmente su concepto de secundidad, “avanza mucho en la dirección que yo he denominado (…) deconstrucción” (49). Pero para muchos pierceanos, la noción derridiana de indecibilidad y juego parecen demasiado ilimitadas. Ellos insisten en el análisis de las metacondiciones dentro de las cuales tal juego está contenido, tales como el debate religioso, los discursos culturales y los contextos políticos en los cuales, para usar el lenguaje de Foucault, se implementa la oposición interesada entre normatividad y alteridad (Keane, 1997(a):10). Esta preocupación cae de maduro, y los antropólogos no pueden esquivarla, pero sería injusto no reconocer que los movimientos particulares, los argumentos filosóficos y las expresiones textuales de estas metacondiciones también son objeto de las lecturas críticas de Derrida, aunque raramente éste aluda a sus manifestaciones institucionales.
Tal vez la más profunda aunque irónica condición de la posible receptividad a Derrida no yazca en la obra de los culturalistas o en el “giro lingüístico,” sino en la idea de Malinowski del trabajo de campo, de carácter fundacional para la disciplina. Frecuentemente interpretada como un discurso ingenuo basado en la premisa de la fantasía de lo inmediato, la defensa de Malinowski del trabajo de campo estaba sin embargo en sintonía con el problema del significado de un modo radical. En su ensayo asombrosamente perspicaz, “Baloma, los espíritus de los muertos en las Islas Trobriand” (Baloma, the spirits of the dead in the Trobriand Islands, 1974 [1916]), Malinowski describe el problema de la definición en el marco de un encuentro intercultural en el que los términos europeos para “sustancia,” “naturaleza,” “causa” y “origen” carecen de contraparte. Y, sin embargo, los kiriwinanos con quienes él conversa no dejaban de responder a las escépticas preguntas del antropólogo acerca de la naturaleza de los espíritus. Malinowski destacó que en el mejor de los casos estas respuestas eran tanto símiles como definiciones (1954:167). Es decir, se refieren a otro lugar y se anuncian como parte de una cadena de signos, ninguno de los cuales puede ser anclado en última instancia en las piedras de toque metafísicas de “causa” u “origen.” Si bien Malinowski no enfatiza este punto, su intuición acerca de que el proyecto antropológico es inherentemente una confrontación con esta cualidad infinitamente divisible del lenguaje y con la imposibilidad de obtener un espejo metafísico para Occidente, pueda quizás devolvernos a una reconsideración de cómo y qué podría ser una antropología deconstructivista, a saber: un antipositivismo que no conduce al abandono del empirismo [lejos de rehuir al empirismo, Derrida se confiesa como parte de éste en De la Gramatología (Of Grammatology, 1976:162)].
El deseo de hallar tal apertura ya ha sido formulado con anterioridad, y es posible descubrir anticipaciones de Derrida en el archivo de la antropología. La más obvia es la de Bateson, cuya definición de información como “cualquier diferencia que haga una diferencia” (Bateson 2000c [1970]:459) y su uso de los conceptos de “cismagénesis” y “doble vínculo” (Bateson, 2000b [1969], 2000d [1956]) ha sido ampliamente señalado por su proximidad idiomática a los conceptos traducidos de Derrida. De hecho, Sahlins (1993a) acusa a los antropólogos contemporáneos de olvidar estas intervenciones tempranas en favor de las reinvenciones posestructuralistas, poniendo de manifiesto un “olvido en la conexión y el conocimiento antropológico” (851). Pero no se necesita a Derrida para observar que, sin embargo, las semejanzas aparentes pueden enmascarar divergencias más profundas.
El concepto de Derrida (1986, 1998 [1996]) de doble vínculo tiene una genealogía freudiana. Se refiere no solamente a un problema que afecta a la toma consciente de decisiones, sino también a la dinámica interna del análisis y al lenguaje como différance (Derrida 1998:33). Derrida deriva esta noción de Freud, y especialmente del Freud de Mas allá del principio del placer (1955 [1920]), para quien la vinculación y la desvinculación [binding y unbinding, en inglés] son los términos peculiares para entender las relaciones del psiquismo a los estímulos externos. Tomando prestada y partiendo de esta comprensión, la deconstrucción radicaliza dos impulsos aparentemente contrarios: aquel que procura lo originario y aquel que se involucra con la “descomposición-recomposición de una síntesis activa o pasiva” (Derrida, 1998:28). Esta estructura subyace a todo el análisis deconstructivista que aspira a revelar la inextricabilidad de los términos que, de otra manera, parecen oponerse. Quizá esto puede ser visto claramente en la lógica del fármacon, dentro de la cual la cura y la enfermedad están mutuamente implicadas, pero la estructura se aplica de manera más general y en cierto modo constituye un rechazo al cierre analítico (Derrida, 1998:34). La indecidibilidad del análisis implicada en esta lógica no deshabilita la capacidad para decidir, en sentido práctico, entre alternativas dentro de la vida cotidiana, a pesar de que Derrida sea frecuentemente acusado de esto. Más bien, la indecidibilidad describe la gravedad de la decisión, la provisionalidad y, por lo tanto, la carga ética de la decisión, la cual debe tomarse en ausencia de determinaciones absolutas.
El concepto de Bateson del doble vínculo es significativamente diferente. Describe una secuencia patológica de circunstancias, usualmente dentro de un grupo familiar, por la cual una figura materna (o de otro miembro de la familia) no sólo emite mensajes contradictorios al niño, sino que también falla en proveer las señales metacomunicativas que podrían ayudarlo a distinguir y priorizar las demandas. En consecuencia, el niño no desenvuelve la habilidad para diferenciar entre órdenes de significación y puede desarrollar esquizofrenia. La teorización más temprana de Bateson (2000b [1956]) sobre este proceso enfatiza la confusión del esquizofrénico entre el sentido metafórico y el literal, así como las formas del comportamiento defensivo o paranoide que resultan de tal confusión (209-211). En su última consideración sobre este fenómeno, Bateson reconoce que “hay un componente experiencial en la determinación o etiología de los síntomas esquizofrénicos y los patrones de comportamiento relacionados tales como el humor, el arte, la poesía, etc.” (2000d [1969]: 272). El esquizofrénico es, por lo tanto, alguien que no puede salvar o transformar el derrumbe de las distinciones entre lo literal y lo metafórico. En cualquier caso, el punto importante para una consideración de la diferencia entre Bateson y Derrida es que para el primero la indeterminación de la frontera entre metaforicidad y literalismo es excepcional mientras que, para Derrida, es intrínseca a todos los gestos analíticos y, de hecho, a todo proceso de toma de decisión en la esfera política.
En cuanto a la cismagénesis, en la concepción de Bateson (2000a [1935]) refiere a la diferenciación interna de las sociedades en grupos, a veces lo suficientemente extremas como para fracturar las sociedades, que puede ser o bien simétrica, como cuando la rivalidad produce un conjunto de oposiciones mutuamente incitadoras entre subconjuntos de la cultura, o bien complementaria, como cuando se desarrollan entre grupos jerarquías marcadas por dominación y sumisión (68). Los grupos, sin embargo, permanecen relativamente homogéneos en su interioridad. Esto está muy distanciado del concepto de différance de Derrida.
Pero Sahlins (1983:4) vuelve a la carga: “si la cultura debe ser pensada como siempre y únicamente cambiante (…) entonces no puede existir una cosa como la identidad, o incluso la cordura, y mucho menos la continuidad.” Pero, por supuesto, la différance no es cambio. Es divisibilidad y diferimiento. Y deberíamos recordar que fue Sahlins quien demandó a la antropología que tuviera en cuenta el “acontecimiento” y no sólo las estructuras persistentes (1983:534). Si bien su concepto de “estructura de la coyuntura” (Sahlins,1985) anula la “acontecialidad” del acontecimiento, el llamamiento de Sahlins liberó la antropología para explorar un tipo completamente nuevo de historicismo. Derrida renueva el don.
Más allá de las interpretaciones erróneas, las desestimaciones y los rechazos, existe sin embargo un cuerpo de literatura antropológica significativo y cada vez más convincente, que ha incorporado algunas de las “lecciones de lectura” (no sólo la “lección de escritura”) de Derrida. Si bien no es posible repasar todo este trabajo o proporcionar una descripción de su impacto institucional, se pueden identificar brevemente algunos de los intereses dominantes que hay en esa literatura. No resulta irrelevante, empero, que gran parte de esta obra haya sido producida por aquellos que fueron estudiantes de Siegel en la Universidad de Cornell durante el período en que el deconstructivismo se debatía ampliamente en los círculos de las humanidades. Siegel, como se analiza a continuación, sigue siendo el antropólogo derrideano más completo y riguroso en el campo al día de hoy [2007]. Otros, por supuesto, abrazaron algunos de los argumentos e implicaciones de las lecturas de Derrida de los textos antropológicos, las cuales han sido apropiadas e incorporadas de formas variadas. No obstante, podemos observar una cierta convergencia temática en estos trabajos, más allá de su foco en diversas áreas culturales. Todos ellos comparten el compromiso de leer y releer el discurso local para encontrar las fuentes de la diferencia interna y, de hecho, la posibilidad crítica. Así, por ejemplo, Rafael (2005) y Rutherford (2002) enfatizan para varias partes de Indonesia y Filipinas, la idea de lo extranjero y su forma de operar, como un objeto tanto de rechazo como de deseo, simultáneamente interno y externo a la identidad local.
Ivy (1995) escribe sobre la compleja imaginación retrospectiva de un pasado a partir del cual podría fantasearse la unidad actual de Japón, examinando cómo la etnología y el culturalismo japonés funcionan aliando el pasado a una oralidad que se había superado. De manera similar, Willford (2006) considera el surgimiento de un fetiche étnico en Malasia y la dinámica extraña que encuadra el pasado como algo simultáneamente “superado” y “familiar.” La lectura de Spyer (2007) acerca de la estructura de parergon[1] en cuyo seno el casuario fue excluido de la representación aunque en última instancia quedó disponible para la inscripción fotográfica cuando Aru [Indonesia] entró en la modernidad, está basada en La verdad en pintura de Derrida (Truth in Painting, 1987 [1978]). En la descripción de Sánchez (2001) sobre la posesión espiritual y la política de cultos en Venezuela, abordadas en el sentido derridiano de formas de inscripción, se indica cómo el valor de la sustitución se eleva al estatuto de fetiche en tiempos de crisis política. El sentido que le otorga Sánchez al carácter fantasmático del derecho en este contexto le debe mucho a Derrida y se hace eco de las lecturas de Aretxaga (2005b) sobre las insurgencias vascas y del norte de Irlanda frente a un Estado que se percibe principalmente en la forma de una violencia policial, un Estado que produce sus otros fantasmáticos al mismo tiempo que se produce a sí mismo, ejerciendo violencia sobre ellos (Aretxaga, 2003).
En los estudios sobre el archivo (E.g. Bracken, 1997; Kelly y Morton, 2004) y en los análisis de la religión y los medios, las intervenciones de Derrida son pensadas cada vez más a menudo como ofreciendo a los antropólogos nuevos instrumentos para comprender la producción de la normatividad ––y no meramente del poder, incluso en su sentido foucaultiano de dispersión. Esto se debe en parte a que problematizan cierta tendencia pos-weberiana en la disciplina que plantea la cuestión del vínculo entre la religión y los medios de comunicación como una oposición, e invoca los medios de comunicación, en el sentido de reproducción mecánica, como un factor causal del fenómeno denominado revitalización religiosa. El argumento de Derrida, a saber, que lo técnico forma parte de la idea de religión y que los medios masivos de comunicación sólo pueden ser abordados como un desarrollo dentro de una historia más general de la mediación, ha contribuido a dar lugar a una revisión de los modos en que los antropólogos problematizan la religión. Así, por ejemplo, Morris (2000) interpreta la respuesta de los médiums tailandeses a las nuevas formas de mediación tecnologizada no como algo que revive una tradición fracturada, sino como una reduplicación de una tendencia que ya está inserta en esa forma de mediación que es la posesión, al mismo tiempo que dicha respuesta genera la fantasía y el sentimiento de pérdida de una tradición pre-mediática (véase también Mazzarella, 2004:357). Más allá de repetir la observación de Derrida (2002, 2005) acerca de que la religión, pensada desde el interior de los discursos de la filosofía europea, es ya una latinización y que la globalización es también una “globa-latinización”, aún queda mucho por hacer en esta dirección. Este proyecto ya se está en marcha, comenzando con una reflexión sobre la falsa oposición entre el secularismo y lo teológico (Asad, 2003; Csordas, 2004; Mahmood, 2005).
Si estas referencias dan la impresión de una verdadera “escuela de pensamiento” dentro de la antropología, esto es exagerado. No obstante la visión de Derrida como filósofo dominante defendida por Lamont, pocos antropólogos que no estén ya predispuestos a la ruminación filosófica se han visto afectados por las intuiciones de Derrida. Para entender más completamente lo que se podría ganar leyendo a Derrida y, por lo tanto, cuál podría ser su legado, se puede considerar tanto el trabajo realizado bajo su influencia como aquel otro que habría resultado muy diferente si hubiera tenido en cuenta la crítica deconstructivista. Comienzo con este último, considerando el debate actual sobre los pirahã. Este debate ha entrado en la mainstream de la cultura intelectual general en los Estados Unidos, y lo reviso aquí porque reproduce de muchas maneras los problemas que Derrida identificó en la descripción de Lévi-Strauss sobre los nambiquara, pero también porque es consiente e inclusive promueve los sentimientos etnocéntricos y primitivistas de un público que continúa deseando al otro auténtico como el medio para legitimar sus propios reclamos de superioridad.
En abril de 2007, la revista New Yorker publicó un largo artículo sobre las controvertidas afirmaciones de Everett (2005) acerca de los pirahã, una comunidad del Amazonas que describía como teniendo un lenguaje constreñido por la “restricción de la comunicación a la experiencia inmediata de los interlocutores” (622, énfasis en el original). Con esto, Everett quería decir que la “gramática y otras formas de vivir están restringidas a una experiencia concreta e inmediata (para los pirahã, una experiencia es inmediata si ha sido vista o narrada como vista por una persona viva al momento de contarla), y la inmediatez de la experiencia está reflejada en la inmediatez de la información-codificación ––un acontecimiento por enunciado” (622). Everett define un enunciado como una oración. Así, proporciona un serie de transliteraciones, diagramas y traducciones para argumentar que a los pirahã les faltan números, numerales o un concepto de cuenta; términos de cuantificación o de color; e incrustación [embedding, en inglés]. Afirma que ellos tienen el “inventario de pronombres más simple conocido” y que incluso el “inventario pronominal entero puede haber sido prestado”. El lenguaje no tiene tiempo perfecto ni “memoria individual o colectiva de más de dos generaciones.” Además, se dice de los pirahã que carecen de ficción, mitos de creación y la capacidad de dibujar, excepto “figuras crudas que representan el mundo de los espíritus”. No solamente no escriben, sino que no pueden, dice Everett (2005: 626).
En una larga nota al pie de su artículo publicado en Current Anthropology (referido incorrectamente en el New Yorker como Cultural Anthropology), Everett sostiene que no considera a los pirahã como primitivos y, además, asevera que poseen un complejo sistema prosódico y formas elaboradas de bromas y mendacidad (Everett, 2005:621). El mismo etnocentrismo que “siempre y en todo lugar ha controlado el concepto de escritura” (Derrida, 1976:3) se encuentra aquí controlando el concepto del lenguaje per se. El primer signo de este etnocentrismo reside en la descripción de Everett de los pirahã en términos de “vacíos” o ausencias de las formas gramaticales presentes en otros lenguajes (Surrallés, 2005:639; Tomasello, 2005:640). Esta falta, sin embargo, no es considerada en función de una pérdida o trauma. En la versión de Everett, esta comunidad no ha cambiado desde el tiempo en que fue “registrada” por primera vez por los colonizadores europeos en 1784, una improbable atemporalidad asociada por él al firme monolingüismo de los pirahã. Ante esta afirmación, nos sorprende descubrir que algunos de los pirahã, dicho por el propio Everett, hablan portugués cuando negocian con los traficantes brasileños (2005:626; Surrallés, 2005:639) y que “sus pronombres fueron tomados en préstamo de la lengua tupí-guaraní, sea de la lingua geral o del kawahib” (Everett, 2005:628). Ambos hechos indican contacto con otros y una transformación lingüística, incluyendo bilingüismo, nacida de tal contacto. Sin embargo, una vez publicado el relato de Everett en el New Yorker, ya había quedado a buen seguro el mito de una autenticidad obstinada y exclusiva: “a diferencia de otras tribus cazadoras-recolectoras de la Amazonia, los pirahã han resistido los esfuerzos hechos por los misioneros y las agencias del gobierno de enseñarles a cultivar”, incluso han “ignorado las enseñanzas para preservar la carne en sal o ahumándola” (Colapinto, 2007:122).
En este contexto, no es irrelevante que Everett describa que las prácticas comunicativas de los pirahã se dan tanto a través del canto y el silbido como a través del habla [forma de comunicación entre los guaraníes que el Padre Pedro Lozano (1768) ya destacaba a mediados del siglo XVIII], aunque él mismo no analiza los cantos como formas de habla. Esta es una observación importante porque se relaciona con otra de Pierre Clastres sobre los indios guayaquís, grupo que fue “guaranizado” durante el proceso de su expulsión de sus territorios agrícolas originales hacia el monte (1998 [1972]:114). Los pirahã parecen haber compartido con otros grupos del área la experiencia de haber sido guaranizados, para usar el término de Clastres, lo que no resulta sorprendente, dado el grado de movilidad forzada en la frontera esclavista. Euclides da Cunha (1992), uno de los primeros nacionalistas brasileños, creía que los mura (que no están extintos, contrariamente a lo que afirmó el New Yorker) se habían visto obligados a ingresar en la Amazonía brasileña desde Bolivia. Manuela Carneiro da Cunha (1992) también especula que los mura y los pirahã de las tierras bajas podrían haber sido originalmente desplazados de una región más montañosa, si bien sugiere que han residido en el área por un tiempo más prolongado (980). En cualquier caso, los mura, al menos, fueron reconocidos por los colonizadores portugueses por su enfático militarismo, su dominio del comercio ribereño y, más tarde, por su aparentemente repentina capitulación ante la autoridad colonial. Hecht (observaciones no publicadas, 2007) atribuye esto último a los efectos combinados de las enfermedades, la guerra, la esclavitud y, posteriormente, la pérdida por parte de los mura de sus interlocutores misioneros (a quienes habían recurrido en busca de protección y ayuda en sus conflictos con otras tribus locales) los que, a su vez, según Hecht (comunicación personal, 2007), se vieron obligados a retirarse de la zona cuando el ardientemente secular Marqués de Pombal deportó a todas las órdenes religiosas (también Hemming, 1987:21-23, 217-18).
Precisamente, lo que no está claro es cómo los antepasados de los pirahã contemporáneos experimentaron todas estas violentas transformaciones, y Everett afirma que ellos no las narran. Pero no es irrazonable imaginar que depredaciones tales como las sufridas por los mura y los pirahã, motivarían alguna que otra desconfianza hacia los extranjeros hablantes de portugués en el área, y quizá también llevarían al ocultamiento del conocimiento. Sin embargo, Everett atribuye la antipatía hacia los portugueses a un rechazo cultural hacia el conocimiento encastrado en la lengua portuguesa la cual, nos dice, es “inconmensurable con el pirahã (...) y culturalmente incompatible” porque “al igual que todos los idiomas occidentales, viola la determinación de la inmediatez-de-experiencia” (2005:634). Esta preponderancia del valor de la inmediatez es también mencionada para explicar el lenguaje “musical” de los pirahã (2005:626).
Clastres menciona que el lenguaje del silbido entre los guayaquís era hablado en contextos que demandaban secreto ––incluyendo aquellos en los que su propia escucha casual no era deseada–– e hipotetiza que, en tanto que forma, este susurro silbado fue desarrollado dentro del lenguaje hablado cotidiano como un modo de evadir enemigos, incluyendo en ellos no sólo los espíritus de los muertos sino también otros indios hostiles y, muy especialmente, blancos (Clastres, 1998 [1972]:137-138). Keren Everett (apellidada Graham de soltera), ex esposa de Daniel Everett y también lingüista, quien trabajó con él por más de 25 años ––período durante el cual en su mayor parte ambos fueron contratados por la organización misionera del Instituto Lingüístico de Verano–– es descripta por Colapinto como una de las pocas extranjeras que aprendió un “lenguaje cantado” amazónico. Aparentemente ella cree que su elaboración tonal y prosódica no sólo es altamente compleja sino que se trata de un modo primario de comunicación íntima, usado para enseñar a hablar a los niños y también para transmitir sueños (Colapinto, 2007:137). Concibiendo al lenguaje de los pirahã menos como una defensa estratégica que como un medio de comunicación interpersonal entre propios, la tesis de Keren Everett apoya la extrapolación de la intuición de Clastres de que este pueblo guaranizado opera en (al menos) dos registros lingüísticos, de acuerdo con el grado de intimidad y confianza que estructura la comunicación. Como Derrida seguramente observaría, esta división y duplicación dentro del lenguaje tienen lugar dentro de una elaborada estructura de diferenciación y diferimiento (différance), haciendo insostenibles las afirmaciones sobre el monolingüismo de los pirahã. Todavía más, esto demanda una reconsideración de la afirmación de Everett en el sentido de que los pirahã no se relacionan con los portugueses porque su gramática garantiza la imposibilidad de la traducción y de la incorporación de estructuras lingüísticas culturalmente extranjeras. La disputa se plantea entre una incapacidad ontologizada, a la cual Everett llama cultura pirahã, y la descripción historizada de un encuentro continuo en la frontera con el capitalismo. Everett ha elegido reproducir la división binaria entre un mundo con escritura y un mundo congénitamente sin escritura.
Everett refiere sus esfuerzos fallidos al enseñar a contar a los pirahã y describe la “incapacidad” de éstos para aprender una forma de valor general a partir de la cual llevar adelante su comercio con los brasileños, si bien fueron ellos mismos quienes solicitaron que se les enseñara a hacer cuentas con el fin de “discernir si estaban o no siendo engañados” (Everett, 2005:626). Claramente, si los pirahã percibieron la posibilidad de ser engañados, de obtener menos de lo apropiado por sus bienes, es porque estaban involucrados en alguna forma de conmensuración, a pesar de lo cual Everett insiste en que esta capacidad estaba ausente. Finalmente, Everett nos cuenta acerca de una fallida “lección de escritura”. Los pirahã “escriben” historias para Everett haciendo marcas sobre el papel e imitando aparentemente sus anotaciones. Luego “re-leen” estas mismas “historias”, produciendo lo que Everett describe como descripciones “aleatorias” de sus actividades cotidianas y, una vez más, hacen como si leyeran pero sin repetir las marcas sobre el papel. La misma historia nunca es contada dos veces. “Ellos no entienden que todos (…) esos símbolos deben ser precisos”, explica Everett, siendo que “el concepto de hacer trazos ‘correctamente’ era profundamente extraño para ellos” (2005:626). Las lecciones de escritura, agrega este autor, eran la ocasión de un entretenimiento y los pirahã no creían que su propio lenguaje podía (¿o debería?) ser transliterado.
La escena es extrañamente reminiscente del relato de Lévi-Strauss sobre los nambiquara. Lévi-Strauss interpreta la imitación que hace el jefe de la escritura como un esfuerzo por “asombrar a sus compañeros y persuadirlos de que su intermediación era la responsable de los intercambios, que él se había aliado con el hombre blanco, y que podía compartir sus secretos” (Lévi-Strauss, 1955:289). Al igual que los nambiquara así retratados, Everett demuestra que los pirahã adquieren la escritura instantáneamente, lo que equivale a decir en virtud de una intervención extranjera, lo que conlleva consecuencias sociológicas más que intelectuales (Derrida, 1976:127). Dado que, de acuerdo con Everett, la escritura permanece en el exterior y no es asimilada por la cultura pirahã, aquella no conduce a una transformación en el pensamiento. Escribir es simplemente un acto, entre los muchos, que buscan el reconocimiento del antropólogo quien, en este caso, lleva a cabo una implacable batería de tests e invita a otros a llevar a cabo otras tantas baterías de tests (a veces computadorizadas) igualmente implacables, aliviadas cada tanto por la proyección de blockbusters hollywoodenses. Los pirahã no aprenden a escribir porque no pueden, dice Everett. Y no pueden escribir porque su lenguaje está condicionado por el valor de la inmediatez.
Muchos lingüistas han criticado la hipótesis de Everett. Algunos argumentan que los pirahã no son tan excepcionales como afirma, advirtiendo que otros lenguajes también carecen de numerales y palabras para los colores (Levinson, 2005:637; Wierzbicka: 2005:641) o de incrustación (Berlin, 2005:635). Otros rechazan su aseveración de que el lenguaje carece de términos de color (Kay, 2005:636). Wierzbicka cuestiona la preocupación de Everett por la rareza de pronombres y la tendencia a usarlos para referir solamente a los muertos o a objetos ausentes ––los nombres propios son utilizados en otras circunstancias–– y enfatiza como más importante el hecho de que los pirahã tengan capacidades pronominales para diferenciar “yo” y “tú,” dudando sobre la posibilidad de que éstos hayan sido “tomados prestado” del tupí-guaraní. Gonçalvez (2005:636), quien también trabaja con los pirahã, sostiene que Everett malinterpreta el valor de inmediatez al leerlo como una limitación. En cambio, interpreta el pirahã como un lenguaje y una cultura que privilegia la constitución constante del mundo a través de la acción humana: “dentro de esta concepción, el cosmos depende de que alguien lo viva y lo experimente para obtener el estatuto de un discurso organizado” (636).
Sin embargo, la historia de Everett se propaga porque repone, bajo el disfraz de una prueba científica, la fantasía etnocéntrica de un pueblo que vive en presencia y plenitud, sin abstracción, sin aplazamiento: un origen viviente. Lo que Derrida quiere decir cuando sostiene que todas las culturas están inscriptas dentro de la posibilidad estructurada del diferimiento (escritura), es que “desde el origen de la vida en general, a niveles muy heterogéneos de organización y complejidad, ya es posible diferir la presencia, es decir, el gasto y el consumo, así como organizar la producción, es decir, la reserva en general” (Derrida 1976:130-31). A pesar de las afirmaciones de Everett, esta organización de la vida no está ausente entre los pirahã, aun cuando almacenen harina de mandioca sólo por unos pocos días, a diferencia de sus vecinos, los kawahib, que la almacenan por períodos más largos (Colapinto, 2007:123-24). La producción de mandioca es un proceso complejo que implica varias etapas antes de que pueda transformarse en harina. Ciertamente, no es el tipo de planta que “crece cuando escupimos la semilla”, que es como Everett explica la existencia de otras plantas domesticadas en la aldea pirahã (Hecht, comunicación personal, 2007). La única alternativa que le queda para explicar la presencia de tales plantas es que fueron “plantadas por alguna otra persona”. Si así fuera el caso, entonces, cualquier afirmación de que los pirahã son decididamente monolingües y evasivos en sus relaciones con los demás tendría que abandonarse. Pero la cuestión más importante, planteada por primera vez por Derrida (1976:129) en su lectura de Lévi-Strauss, es la concepción cuantitativa del conocimiento que subyace a toda la estructura de oposición dentro de la cual los pirahã se distinguen de Occidente ¿En qué sentido el almacenamiento de la harina de mandioca durante unos días en lugar de unos meses proporciona evidencia de una diferencia categórica? ¿Qué legitima la traducción de un horizonte corto en inmediatez? La misma pregunta podría plantearse sobre la discusión de la memoria generacional, que se dice que está restringida a dos generaciones, a pesar de que Everett habla de algunos informantes que pueden recordar cuatro generaciones (una proeza improbable de ser reproducida para la mayoría de los jóvenes estadounidenses). Simplemente, no hay fundamentos lógicos para interpretar esta brevedad de la memoria generacional como una incapacidad para expresar cualquier cosa que no sea inmediatez. Los únicos motivos para tal afirmación son metafísicos, a saber, la bifurcación a priori del mundo.
La cuestión de la reserva y del diferimiento de la presencia no son, sin embargo, solamente cuestiones de almacenamiento literal. La misma falta de presencia para sí misma, que Derrida teoriza como condición necesaria para la comunicación ––incluso en el ejemplo de la lista de compras de la verdulería planteado por Searle–– se hace evidente entre los pirahã. Esta es la razón por la cual pueden hablar entre sí, ya sea en cantos o de otras maneras ¿Acaso el canto de los sueños y las relaciones continuadas con los muertos no testimonian el hecho de que las divisiones dentro del mundo social, que producen y son producidas por el lenguaje, persisten a través del tiempo y son la condición para la supervivencia de una comunidad? A las escalas normativizadas por el capitalismo se les ha otorgado el estatuto de canon contra el cual todo lo demás debe ser considerado en falta, deficiente o incapaz ¿En qué se basa este canon? ¿Por qué no podemos considerar un modelo de avión construido a partir de la llegada a la aldea de un avión real (algo de indudable placer para quienes no lo conocen), en lugar de preservarlo como un logro estético, tal cual lo harían las culturas de la nostalgia en Occidente?
Igualmente importante ¿por qué la ironía y la mentira no deben leerse como ficción ––lo que no debe confundirse con las instituciones de la literatura–– como el ejercicio de una facultad imaginativa que puede contradecir la realidad y, por lo tanto, apartarse de la inmediatez? Y ¿acaso un pronombre, por muy pocos que pueda haber, no es siempre una abstracción? En definitiva, Everett demuestra una adhesión, ampliamente aceptada por los medios de comunicación masivos, a la antigua oposición entre la escritura como marca de la mediación y la oralidad como condición de su ausencia. La lección de la lección de escritura, que Derrida escribió bajo el título “La violencia de la letra” (The Violence of the Letter), parece que todavía tiene que aprenderse. Sin embargo, no ha sido completamente perdida tal como lo atestigua la obra de Siegel.
Hoy en día, el abanderado más conspicuo del legado de Derrida en la antropología es Siegel. Desde su primer libro, The Rope of God (2000 [1969]), resultó evidente en su trabajo una tendencia deconstructivista, si bien no fue hasta su segunda obra, Shadow and Sound (1979), que ésta se identificó con el pensamiento de Derrida. The Rope of God se apartó de la mayoría del pensamiento antropológico sobre Sumatra que lo precedió ––y de mucho del que le siguió–– al rechazar el modelo de integración cultural coherente en boga en favor de otro por el cual los eruditos líderes religiosos (ulamas) y los sultanes, eran considerados como fuerzas extranjeras que sólo ocasionalmente se involucraban con las autoridades políticas locales, llamadas uleebalangs, quienes eran las que mantenían relaciones estructurales constantes y recíprocas con los pastores. La tarea de Siegel en esta obra es entonces explicar cómo la sociedad operó en la ausencia de unicidad o integración, y para tal fin desarrolla una noción de traducción o incluso de traducción equívoca ––antes que de significados compartidos, como Geertz argumentaría–– como aquello que está operando en el corazón de lo social. Siegel también interpreta el crecimiento de la autoridad de los ulamas a lo largo del siglo XX en términos de una disonancia creciente entre los intelectuales y la sociedad, la cual pudo ser movilizada por los proponentes de la reforma del Islam. Argumenta que precisamente debido a que los ulamas se mudaron de las aldeas a los pesantran[2], pudieron convertir la extranjeridad en una afirmación de universalidad, creando por medio de esta acción las fuerzas enormemente poderosas que sostendrían y a la vez amenazarían el desarrollo del nacionalismo.
Desde el principio, la obra de Siegel ofreció una alternativa radical a los modelos hermenéuticos que se proponían descubrir un último significado oculto. Sin embargo, es importante reconocer que los conceptos de discontinuidad y de traducción equívoca no implican que la gente viva en un estado de caos; más bien significan que diferentes individuos pueden operar con diferentes perspectivas precisamente porque sus gestos significantes son polisémicos ––como cuando los hombres y las mujeres perciben las relaciones de las mujeres hacia los hombres en términos de respeto o indulgencia. Esta última situación es descripta por Siegel como una consecuencia de la desaparición del cultivo de la pimienta y la pérdida de recursos económicos entre los hombres. En reseñas tempranas, Bruner (1970:741) y Kessler (1970:344) cuestionaron la evidencia aportada para este desarrollo histórico, pero sin embargo validaron el argumento general sobre una discontinuidad social como la clave del surgimiento del modernismo islámico en Aceh.
La edición ampliada de The Rope of God, publicada en el año 2000, contiene dos capítulos adicionales en los cuales se remedia la escasa atención prestada a las mujeres en el trabajo anterior (George, 2003:351) y se manifiesta el prolongado compromiso de Siegel con la problemática del lenguaje y la relación entre habla y escritura. La primera intervención sistemática en estos problemas, concebida en explícitos términos derridianos, aparece en Shadow and Sound, donde Siegel (1979) describe la historia de Aceh como un esfuerzo para “tener el lenguaje bajo control” (17). Aquí, quizás por primera vez, son ensayadas las implicaciones antropológicas del argumento de Derrida sobre la escritura ––y su refutación de la tradición metafísica que la interpretó como una revelación transparente del habla.
Siegel presenta traducciones del Hikayat Potjeot Moehamat y describe su recitado en las ejecuciones que ha observado. Se trataba de recitados aprendidos de memoria y dirigidos a audiencias, en su mayor parte iletradas, que se deleitaban en los placeres auditivos de la interpretación pero prestaban poca atención, dice Siegel, al “significado” de los textos, significado que, de hecho, era vaciado por la práctica prosódica del orador. No obstante, Siegel señala la autoridad del texto escrito bajo cuya égida se lleva a cabo la ejecución, y al que se considera como el origen del discurso a pesar del hecho de que permanece opaco para aquellos que son iletrados. Para éstos últimos, explica, el texto funciona como un signo gráfico, que revela la posibilidad de que la escritura siempre contenga secretos. Esta opacidad que puede albergar secretos es, según Siegel, la razón de un miedo a escribir o, lo que es más importante, un miedo a lo que él llama “escritura no leída” (1979:229). En este análisis, la escritura no sólo no es la mera transcripción del habla, sino que también es discontinua con ella. Además, la invocación constante del texto hace sentir a las audiencias que la fuente de su placer en la narrativa está simultáneamente presente e ilegible, y es ésta la estructura del pensamiento histórico que Siegel luego discierne como repitiéndose en la vida política. Siegel identifica un “exceso de significado” (263) que es generado dentro de esta estructura y que se manifiesta en una constante sospecha con respecto a aquello que resulta ilegible (los rostros de los comunistas, por ejemplo) y en los esfuerzos periódicos de contención a través de la eliminación.
Algunos admiradores de The Rope of God consideraron a Shadow and Sound como intragable e incluso, los lectores favorables criticaron la interpretación de Siegel del momento en que un personaje arroja excremento sobre los invitados en “La Boda de Si Meuseukin” como un gesto de significación gráfica ––junto con otras formas gráficas como insignias reales–– a través del cual se descarga un “miedo a la escritura no leída” (Siegel, 1979:227; Fox, 1980:557; Reid, 1980:669). Algunos encontraron que el argumento de la diferencia interna era desmentido por su discernimiento de un ideal inconsciente demasiado coherente: poner el lenguaje bajo control (Smail, 1981:764). Otros retrocedieron asustados ante el despliegue de la teoría de “lo extranjero”, ya sea con la esperanza de obtener una descripción pura del “orden de las cosas” o en la creencia de que algunas teorías, quizás las de Marx, Durkheim o Weber (por ejemplo, Reid, 1980). Sin duda, Shadow and Sound es un texto exigente, y ni éste ni ninguno de los otros trabajos de Siegel satisfarán a los críticos que quieren diagramas más consistentes de los niveles del habla, documentación estadística de transformaciones económicas y cambio demográfico o, por ejemplo, argumentos causales que vinculan los textos de los medios de comunicación con otros tipos de discursos y prácticas asociadas con la vigilancia (Hefner, 2000). Pero al plantear la pregunta de cómo se organiza la relación entre el habla y la escritura fuera de Occidente, y en su reconocimiento de que la comunicación nunca es completa, así como también de que siempre está en exceso, Siegel inauguró un nuevo enfoque radicalmente no funcionalista para cuestiones de profunda relevancia en relación con la recurrente violencia de masas, la revolución y sus fracasos, el nacionalismo y los límites de la política representativa.
La segunda edición de The Rope of God demostró cómo podría ser pensado el concepto de suplemento más allá del texto literario o incluso filosófico. El libro incluye la primera edición completa (publicada en 1969), con su índice y su bibliografía, seguida de un suplemento en sentido literal: dos capítulos adicionales. Estos textos suplementarios sugieren que había algo allí, en la historia original que no se había articulado previamente pero que, cuando se ve en retrospectiva, parece pertenecerle y estar determinado desde el principio. Leemos los suplementos como pensando que su ausencia en la primera edición fue una falta, pero desde luego que estos refieren a momentos posteriores en la historia de la vida de Indonesia y de Aceh, momentos que sólo pueden aparecer, a posteriori, como marcados por la huella de sus historias antecedentes. Esta es la (i)lógica del suplemento descripta por Derrida. Siegel utiliza la revisión de su libro para dar cuenta de esta estructura y hacerla visible como una propiedad organizativa no meramente del texto sino de la propia lengua acehnesa. El texto revisado no está sencillamente ampliado; lleva las huellas de Shadow and Sound y Solo in the New Order ––1986, que trata de la jerarquía en la sociedad javanesa–– en el cual Siegel desarrolla la noción de una fuerza en el lenguaje que excede la posibilidad de su articulación.
En su nueva forma, The Rope of God concluye con una concepción radical de revolución como un fenómeno en el cual algo que está más allá de la voz ––la de la gente pero también la voz como enunciación y legibilidad–– demanda ser escuchado pero que, carente de un modo de expresión, deja huellas “en el temor de la gente y en el intento del ejército de reconquistar ese poder para sí mismo (…) [así como en] el silencio de la gente hoy, en su disposición a esperar una autorización antes de desatar una violencia posiblemente ciega” (2000: 422). Estos mismos temas son retomados por Siegel en dos trabajos relacionados, Fetish, Recognition, Revolution (1997) y A New Criminal Type in Fakarta: Counter-Revolution Today (1998), escritos simultáneamente al “suplemento” de The Rope of God. Éstos también se relacionan uno con otro en el modo de una suplementariedad y A New Criminal Type solicita una relectura de Fetish, Recognition, Revolution para poder entender qué de ese texto y de la historia que narra parecieran ser necesarios en retrospectiva (sin embargo, ver Morris, 1999).
Fetish, Recognition, Revolution analiza el desarrollo del indonesio como una “lingua franca” en el contexto del comercio colonial. Como tal, dice Siegel, el indonesio no funciona como lengua madre para nadie ––los ciudadanos generalmente reclaman una lengua vernácula como lengua madre. De este modo, la subjetividad no queda del todo disponible dentro de la lingua franca. Esta nueva lingua franca ofreció una gran movilidad para los javaneses o, en este caso, para los habitantes de Aceh, frente a las elaboradas jerarquías locales de poder ritualizado y el mundo del colonialismo holandés. Pero también limitó el grado en que se le reconocería autoridad al sujeto hablante, ya que el holandés era el lenguaje de los derechos. En este contexto, dice Siegel, se montó el escenario para una política de relaciones [politics of connection, en inglés, en el sentido de “relaciones personales”] más que de comunicación e identificación (1997:44). La proximidad al poder y el reconocimiento por la autoridad, en lugar de la reciprocidad o la igualdad abstracta, se convirtieron en los ejes de la vida política en la nueva nación.
Al menos dos desarrollos surgen como resultado de esto y Siegel sigue sus huellas a lo largo del período de la Indonesia revolucionaria y postrevolucionaria. Primero, surge un fetichismo generalizado mediante el cual se vigila la apariencia de los indonesios, precisamente porque hay dudas sobre el grado en que ésta revela la identidad (este es el miedo a la escritura no leída en otra forma). Este fetichismo, respaldado por las nuevas tecnologías de la fotografía y el cine, está vinculado en última instancia a un cierto quietismo en el que el deseo de ser reconocido por la autoridad, y especialmente por el Estado, hace a los acehneses y los indonesios vulnerables al autoritarismo, de manera tal que no puede prohibirse la violencia. En segundo lugar, las condiciones lingüísticas de la lingua franca, que hacían del “escuchar incidental” [overhearing, en inglés] un riesgo que afectaba a todos los hablantes, se desarrollaron e intensificaron durante la revolución, período en que la inmediatez se valoraba ante todo pero también en el que todos eran afectados por la sospecha. Ésta última era la condición del terror, dice Siegel, interpretando varios testimonios extraordinarios de antiguos revolucionarios. Al final, muestra cómo la revolución diseminó sospechas y, en virtud de su demanda de inmediatez (demostrada, por ejemplo, en su impaciencia con cualquier lenguaje que no fuera el puramente instrumental), anuló la posibilidad de cualquier economía, incluso aquella de la venganza, por medio de la cual la muerte que caracterizaba a la revolución podría ser cancelada o dominada (1997:225).
Este análisis de ninguna manera es propuesto por Siegel como una descripción general de la cultura de Indonesia, pero le permite entender la extravagante violencia de las purgas anticomunistas de 1965, las oleadas de ejecuciones extrajudiciales por las cuales los “criminales” son constantemente eliminados y no obstante temidos en Jakarta (1998) y, finalmente, los asesinatos de brujas de Banyuwangi, Java Oriental, en 1998 y 1999. Lo que sería necesario para interrumpir este ciclo, dice Siegel, es una institución que asuma como valor el diferimiento. Al igual que Derrida, le da a esa institución el nombre de literatura, pero más de un antropólogo se ha resistido a esta sugerencia de que la literatura sería el final de la violencia de la revolución y la contrarrevolución. Después de todo, tal violencia está presente en sociedades con literatura. Quizás, sin embargo, podemos reconocer que los Estados y las sociedades que están más abocadas a controlar el poder del lenguaje son aquellos donde también el escritor es más perseguido. Es una afirmación difícil de demostrar pero Siegel ciertamente pone de relieve la vida de encarcelamiento a la que fue sometido el escritor más destacado de Indonesia, Pramoedya Ananta Toer, y se le unen otros, como Maier (2004), que insisten en que las instituciones malayas (aunque no sólo las malayas) de producción literaria se caracterizan por el didacticismo y por una concepción del escritor como culpable no solamente de su propio discurso sino también del de los personajes de su ficción. Esto no es literatura en el sentido de Derrida o Siegel. Según éstos la literatura es una institución que reconoce que escribir es contrario a la realidad y le permite al escritor, en tanto que autor, la libertad de fabricar verdades y mentiras. De acuerdo con Siegel, en Indonesia hay, pues, literatura pero no existe ninguna institución desarrollada de la literatura.
Cuando en su más reciente libro, Naming the Witch, Siegel retoma la pregunta por lo que resta cuando la muerte es lo extranjero que se intenta expulsar de lo social, plantea un desafío irresistible a todo lo que ha sido pensado bajo las categorías de cultura y de brujería. Tomando en cuenta tanto el archivo del discurso de la antropología sobre la acusación de brujería y los testimonios de aquellos que participaron en matanzas de brujas en Java Oriental, Siegel argumenta que la brujería es el nombre de una “institución extraña” que lleva a uno a esperar lo “contrario de la normalidad” (2006:101). Los esfuerzos para institucionalizar y contener la brujería, a través de la acusación y la denuncia, están condenados al fracaso porque la brujería opera tanto por metonimia como en base a un lenguaje mágico cuya forma característica es la cópula (Mauss, 1972 [1950]:51). Sin embargo, la cópula que la define no es de cualquier tipo sino la que puede generar las afirmaciones “estás muerto” o, más sorprendentemente, “estoy muerto” (Siegel, 2006:69). Releyendo (de nuevo en la estela de Lévi-Strauss) la descripción de un juicio de brujería entre los zuni, la historia de la muerte mágica entre los murngin, y la famosa explicación de Evans-Pritchard de la brujería azande, Siegel demuestra que los esfuerzos de los antropólogos para hacer de la brujería y como un discurso que de otro modo excede a la razón, como una racionalidad alternativa, son sólo parcialmente correctos, de la misma manera en que los esfuerzos para institucionalizar la brujería en cualquier sociedad son proyectos condenados al fracaso pues apuntan a dominar aquello que no se puede dominar: la muerte, que es interna a la sociedad misma. Estas lecturas reproducen una falacia antropológica y reflejan el error mortal que la extraña institución de la brujería implica para todos los que sufren su violencia.
Siegel no da la espalda a esta violencia y se enfrenta sin dudarlo al investimiento erotizado que se da al contar y recontar las historias de brujería y hechicería, el cual sobrevive a los textos incluso de aquellos que la explican como un instrumento del orden social ––reconocible sobre todo por su acción relativamente frecuente contra las mujeres y los ancianos. Decir que los acusadores se sienten atraídos por la fuerza en el lenguaje, que creen poder convertir en su propio poder y observar que denunciar a la bruja nunca puede mitigar definitivamente el miedo a la muerte, no significa abandonar la realidad social, como temen muchos críticos de la deconstrucción. Por el contrario, significa demostrar que las lecciones de la deconstrucción, el legado de Derrida, deben ser procuradas en la disposición para poner la fantasía de la reproducción social bajo borradura.
La antropología ha sido interpelada, en el sentido derrideano; de aquí en adelante debe estremecerse un tanto ante la perspectiva de que su objeto se encuentre bajo borradura, y ante la tarea, más exigente que nunca, de escuchar y comprender los dilemas humanos. Esta es la conclusión que debemos extraer de las últimas obras de Derrida. Y es la razón por la que el propio Derrida cierra su análisis de la democracia en el mundo que sigue al 11/9 afirmando que a las nuevas democracias, cultivadas o coaccionadas a través de diversas iniciativas de política exterior estadounidenses y europeas, no se les puede demandar que imiten o reproduzcan simplemente aquello que es imaginado como su forma originaria: a saber, los Estados Unidos, por lo menos desde el punto de vista de los defensores de la exportación de la democracia. Tampoco se puede permitir que la “democracia por venir” se vea restringida por el relativismo cultural o el nacionalismo (2003:204). La democracia debe habitar en el doble vínculo y consistir en la relación racional entre lo singular y lo universalizable, lo calculable y lo incalculable, lo condicional y lo incondicional. Derrida ofrece varias figuras para el tipo de impulso democrático radical que imagina. Hay que tener en cuenta que no promueve un final ni de la cultura ni del Estado-nación; estos son términos o formas de las cuales no podemos prescindir, así como la metafísica tampoco puede simplemente ser relegada al basurero de la historia intelectual. Pero dentro de estas historias, Derrida afirma que es posible encontrar una incondicionalidad que exceda la cuestión de la soberanía (como autonomía y voluntad propia) y de una democracia que no se reduzca a una lógica de cálculo electoral y a la representación indirecta. Estas figuras son (a) la hospitalidad, una apertura hacia el otro que no exige el reconocimiento como condición previa; (b) el don, una generosidad que no exige el autorreconocimiento y, por lo tanto, la economía, que es retorno o reembolso; (c) el perdón, la renuncia a una economía que exigiría el retorno de y a través la violencia; y (d) la justicia, que reconoce la inconmensurabilidad entre la ley y la singularidad.
Cada una de estas figuras también puede funcionar como una figura para las otras, y quizás el don lo haga más productivamente que el resto, porque en cada caso hay un escape de la economía, entendida como conmensuración y cancelación de la diferencia en tanto que deuda. A su modo, Derrida nos devuelve a la antropología, incluso a una antropología más antigua que la que ha surgido para resistir a su pensamiento. Esa antropología interpretó el don como la figura de las figuras para todo aquello que nosotros, que formamos parte del llamado Occidente o Norte letrado, no somos. Sin embargo, esa misma antropología malinterpretó el don como aquello de lo cual venimos, aquello que precede a la deuda, a la economía y a la jerarquía social, pero especialmente a las economías monetizadas y luego capitalizadas de la Europa industrial. Para Derrida, el don no es simplemente un modelo heurístico para una institución nunca observada en su inocencia empírica. Es el nombre de un futuro ético al que debemos dirigirnos ahora ––como en su momento lo fue para Mauss–– aunque sin las coartadas de la naturaleza y la cultura a las que la antropología generalmente recurre.