PRESENTACIÓN DEL DOSSIER

Antropoceno. Un caleidoscopio para vislumbrar el fin (del Holoceno)

Omar Arach
Universidad Nacional de la Patagonia Austral, Argentina
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Silvana Rabinovich
Universidad Nacional Autónoma de México, México

Antropoceno. Un caleidoscopio para vislumbrar el fin (del Holoceno)

Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 6-17, 2021

Universidad Nacional de Misiones

Presentación

La noción de Antropoceno ha propiciado un debate que reverbera en múltiples esferas de la vida contemporánea. Inicialmente esbozada en los ’80 por el biólogo Stoermer, comenzó a popularizarse a partir del breve artículo de Crutzen y Stoermer (2000), aparecido en un boletín del Programa Internacional Geósfera-biósfera de la UNESCO. Rápidamente desbordó los confines de las Ciencias de la Tierra propiciando un “giro antropocénico”, en muchas disciplinas, entre ellas la Antropología. Su influencia se extendió también hacia el arte y el activismo, así como a la burocracia administrativa encargada de la cuestión ambiental, pasando a ser, a su modo, una categoría nativa. Con ello ha crecido también el número de denominaciones que se proponen como alternativa. Una recensión sobre el asunto registró, sólo en idioma inglés, 88 nombres asociados a la noción de Antropoceno (Chwałczyk, 2020). Todas las denominaciones son neologismos y coinciden en el sufijo, pero se diferencian en la raíz (Capitaloceno, Plantacionceno, Urbanoceno, etc.), dejando en claro que hay acuerdo en que estamos ante un cambio de época, pero no con relación a qué es lo que caracteriza a esa época y a ese cambio.

Antropoceno remite, a la vez, a un diagnóstico y a una hipótesis. Sugiere que el ser humano se ha convertido en una fuerza geofísica global propiciando transformaciones planetarias que habrían dado nacimiento a una nueva época[1]geológica. No se trata de que los seres humanos modifican su ambiente, tampoco de que el planeta cambia con el tiempo, algo aceptado desde hace mucho, sino de que las intervenciones humanas (por ahora llamémosle así) han generado una verdadera “mutación ecológica” (Latour, 2017), volviendo al planeta un desconocido y tornando imprevisible su devenir. Como ha señalado Philippe Descola (2017), una cosa es la antropización, otra el Antropoceno. Con este último estaríamos dejando atrás al Holoceno, en el que habríamos estado viviendo hasta tiempos recientes, aunque la fecha de cambio aún está por determinarse. Por cierto, las fechas propuestas para el cambio de época, los indicadores para identificarlo y la denominación, son los puntos principales de debate, dentro de una extendida controversia que excede ampliamente el dominio científico, implicando también procesos políticos de responsabilización por la situación y de construcción de cursos de acción para enfrentar dicha época (Briones, Lanata, Monjeau, 2019).

En ese artículo seminal, Crutzen y Stoermer plantean que la noción de Antropoceno encuentra antecedentes en trabajos de científicos tales como el geólogo italiano Stoppani, que había acuñado la noción de era antropozoica, el antropólogo y jesuita francés Teilhard de Chardin, con su definición de noósfera, o incluso el ruso Vernardsky, artífice de la noción de biósfera, quien hablaba de psicósfera. Sin embargo, como señalan Hamilton y Grinevald (2015), estos conceptos destacan la influencia del ser humano en la Tierra pero lo ubican como una esfera evolutiva más dentro de su desarrollo y no como un acontecimiento catastrófico que altera drásticamente su devenir. Corrigiendo a los mentores de la noción, Hamilton y Grinevald plantean que la noción de Antropoceno inaugura una ruptura con el pensamiento evolutivo aunque, paradójicamente, sea una secuela del mismo.

En un ensayo temprano e inspirador, Chakrabarty (2009) planteó que la noción de Antropoceno acarrea una profunda conmoción en la concepción moderna de ser humano, fundiendo en su formulación el tiempo histórico del anthropos y el tiempo geológico del planeta. Esta fusión de temporalidades correspondientes a disciplinas científicas distintas se traduciría también en una especie de confusión de categorías, herramientas y procedimientos analíticos dispares repentinamente congregados para analizar un problema compartido, con la consiguiente sucesión de disonancias y paradojas. Por cierto, no deja de resultar llamativo que los sectores más críticos del mundo de la geología hayan abrazado con interés el concepto, dando curso a un verdadero terremoto epistemológico en la disciplina, en tanto que, en las ciencias sociales y humanas, los sectores más críticos han recibido con moderada reserva, cuando no con abierta hostilidad, la llegada de este hijo putativo engendrado por una tribu epistémica vecina.

Dentro de la geología, esta ciencia habituada a debates prolongados en sintonía con los rangos temporales que analiza[2], se ha dado un acelerado proceso de generación de pruebas y revisión de categorías y premisas fundantes de la disciplina, comenzando por los requisitos necesarios para inaugurar una nueva unidad de tiempo geológico. En el año 2008 se conformó el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno, dentro de la Subcomisión de Estratigrafía de la Asociación Internacional de Geología, el cual ha venido reuniendo pruebas e interpretaciones para fundamentar si realmente se puede hablar de una nueva época de la Tierra y cuándo sería el momento inaugural de la misma. Finalmente, en el 2019 acordaron que la fecha de inicio del Antropoceno sería en 1950, cuando los gráficos de los principales indicadores muestran una inflexión exponencial[3], aun cuando todavía quedan por identificar los marcadores estratigráficos de estos cambios (uno de los cuales sería la difusión de radionucleoides artificiales derivados de los testeos de bombas termonucleares).

Ian Zalasiewicz, al momento presidente del Grupo de Trabajo sobre Antropoceno, y la mayoría de sus integrantes, publicaron un artículo en el que podemos leer los fundamentos de esta posición (Syvitski, J., Waters, C.N., Day, J. et al., 2020). Allí presentan, bajo lo que consideran “un experimento para medir el impacto humano”, una serie de parámetros ambientales[4] que evidencian la modificación del paisaje, el clima, los ciclos biogeoquímicos, la biodiversidad y otros componentes del Sistema Tierra. También definen los principales “inductores” humanos de estas transformaciones, que se resumen en el consumo global de energía, la población y la productividad global a lo largo del tiempo. El trabajo, una especie de radiografía de la mutación ecológica, trata de ofrecer evidencias sobre la “extraordinaria explosión de consumo y productividad” por el cual el Sistema Tierra se ha alejado de su “estado holocénico”. Podemos leer algunos datos verdaderamente sorprendentes, como que el consumo global de energía desde 1950 a hoy ha superado lo consumido en los 11.700 años anteriores (correspondientes a todo el Holoceno), que el 80 % de la biomasa de origen animal actualmente existente en la Tierra corresponde al ser humano y sus animales domésticos, o que el número de especies minerales pasó de 5.300, creadas por el proceso geológico de la Tierra, a 180.000, resultado de la impaciente inventiva de los humanos del período.

Asimismo, intentan asociar esos indicadores con la organización social que los produjo, tratando de hacer corresponder tipos sociológicos surgidos en el devenir de la historia humana con las edades y épocas geológicas correspondientes[5]. En este esquema los intervalos de tiempo se hacen cada vez más cortos al ingresar en la historia próxima, al punto de perder sentido para la antigua escala geológica y sus modos de nominar edades y épocas. Seguramente podremos discordar con este esquema, y en las páginas sucesivas mostraremos algunas de las críticas, pero no deja de ser una invitación a pensar de manera inter y transdisciplinaria.

La noción de Antropoceno surgió en lo que Hamilton y Grinevald (2015) llaman “el corazón institucional de la ecología global”, cuyas bases fueron desarrolladas durante la Guerra Fría en torno a un nuevo espacio científico interdisciplinario en conformación denominado el Sistema de Ciencias de la Tierra[6]. Este corazón institucional es un entramado de institutos y laboratorios de investigación con agencias gubernamentales y multilaterales que tienen intereses no siempre coincidentes, y en muchos casos antagónicos, aunque apoyados sobre un consenso básico en torno al status de la Ciencia como autoridad principal para dirimir qué es lo real y, en especial, qué es la Naturaleza.

No es fácil ordenar esta historia, pero se pueden considerar algunos hitos mencionados en el artículo de Hamilton y Grinevald, que ilustran esta particular confluencia entre conquista del espacio y “cuidado ambiental” que se va desarrollando en esos años. El conocimiento del vínculo entre los gases de la atmósfera (especialmente el CO2) y el calentamiento global ya había sido planteada por el científico sueco Svante Arrhenius (por lo cual se hizo merecedor del Premio Nobel en 1903), pero adquirió un impulso decisivo con los estudios desarrollados en la Sección de Ecología de la Radiación del Laboratorio Nacional de Oak Ridge (Estados Unidos). Este laboratorio fue una consecuencia del Proyecto Manhattan, ideado para producir la bomba atómica, porque se hacía necesario conocer a fondo la composición de gases a fin de descartar que la explosión fuera la chispa que hiciera conflagrar a toda la atmósfera.

La noción de biósfera fue un legado del científico ruso Vernardsky, y su modelización dio saltos decisivos en el Instituto Internacional de Análisis de Sistemas Aplicados (Estados Unidos, Japón y varios países de Europa) y, posteriormente, en el Instituto de Potsdam para el Clima (Alemania). La metodología informática de la dinámica de sistemas fue desarrollada en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (Estados Unidos) en la década de 1950 y su aplicación al funcionamiento de la Tierra como "ecosistema mundial" estuvo en la base del Informe Meadow al Club de Roma, que luego fue conocido como “Los límites del crecimiento”, en la previa a la Conferencia sobre Medio Ambiente Humano convocada por la ONU, en 1972.

Poco antes, en 1969 se había creado el Comité Científico sobre Problemas del Medio Ambiente (SCOPE, por sus siglas en inglés), dentro del Consejo Internacional de Uniones Científicas (organización internacional fundada en 1931). Los informes del SCOPE sobre el ciclo global del carbono y otros ciclos biogeoquímicos, el efecto invernadero y el cambio climático desempeñaron un papel destacado en los primeros informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, publicados a partir de 1990. El IPCC, un ámbito interdisciplinario y multiactoral que ha venido desarrollando una tarea destacadísima en la pelea contra los negacionistas del cambio climático, fue creado en 1988 por la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), ambos de la ONU.

El fin de la segunda guerra mundial había dado inicio a una nueva onda expansiva del Sistema Mundial, conocida como carrera espacial, en la cual también convergían la curiosidad científica, la voluntad de cuidado y la ambición de conquista. El intervalo 1957-1958 fue declarado por la ONU como Año Geofísico Internacional y en ese marco más de 30.000 científicos y técnicos de 66 países participaron en una serie de observaciones sobre la Tierra y sus alrededores cósmicos, al tiempo que se lanzaban los primeros satélites artificiales para vigilar el cambio ambiental global. En 1961, el soviético Yuri Gagarin fue el primer ser humano en salir al espacio exterior, y en 1968 la Misión Apolo 8 circunvaló la luna y realizó la primera toma fotográfica de la Tierra desde el espacio. Frank Borman, comandante de la nave Apolo 8, recordando aquel momento declaró:

El contraste entre la tierra y la luna era increíble. La tierra era lo único, en todo el universo, que tenía algún color. Básicamente azul, podías ver las nubes. Los continentes marrones. Fue una hermosa vista. Somos muy afortunados de vivir en este planeta. No creo que ninguno de nosotros haya prestado atención al hecho de que iríamos a la luna y estaríamos más interesados en mirar la tierra. Hay una sensación de asombro, al menos de mi parte, de que este universo es más grande que todos nosotros. La fotografía de la tierra ascendiendo nos dio a todos la sensación de que vivimos en un planeta frágil, que tenemos recursos limitados y que deberíamos aprender a cuidarlo mejor (BBC News Mundo, 2018).

Esa toma fotográfica de la Tierra terminó siendo una imagen icónica, el “planeta azul”, que ha dado pie tanto a un “ecologismo sin fronteras” como a la globalización corporativa que quiere disponer para sí de todos los bienes de la Tierra (Sachs, 2001). Con todas las diferencias que puedan tener ambas posturas, que son muchas y muy significativas, ambas tienen en común una visión exterior y objetivista de la Tierra, en la cual aparece pequeña, frágil y que requiere “nuestro” cuidado.

Por cierto, el conocimiento de los procesos biogeoquímicos, la relación entre los gases atmosféricos y el clima, la modelización de los bienes del planeta, constituyen notorios avances en el conocimiento científico de la Tierra. Pero, no está desligado de la intención de control espacial y apropiación de recursos, en un marco más amplio de control del ambiente por parte de los grupos dominantes. En este sentido, una de las críticas que se ha hecho a la noción de Antropoceno es que está basada en una concepción de la Tierra que enfatiza interacciones y dinámicas globales, asignando funciones ecológicas a especies y biomas, pero ignorando que los mismos forman parte de territorios y mundos de vida de poblaciones humanas que tienen también sus propias maneras de comprenderlos. La concepción globalizada del Sistema Tierra suele ser presentada con el carácter de verdad universal, como si fuera la realidad misma, cuando en sentido estricto es una representación generada desde una perspectiva. Esta perspectiva produce incesantemente los datos que dan forma a esa representación, aunque no puede dar cuenta del modo en que la pertenencia a la Tierra es percibida y experimentada desde los innumerables puntos en que humanos y no humanos traban relación con ella en la trama de la vida (Latour, 2017).

Donna Haraway (2019) ha señalado que las ciencias del Antropoceno están demasiado restringidas por la teoría de sistemas y que han sido incapaces de pensar en simpoiesis y simbiogénesis, es decir, han permanecido aferradas a una noción de especie que está en revisión. Bajo el sugerente título de “nunca fuimos individuos” Gilbert, Sapp y Tauber (2012) plantean que una idea de agencia individual autónoma modeló la forma en que la biología abordó el estudio de las entidades vivas. Allí señalan que los criterios anatómicos, fisiológicos y de desarrollo se concebían únicamente en términos de individuos, y que la visión darwiniana de la vida consideraba a los agregados de individuos de ascendencia común como unidades identificables que compiten entre sí. Estudios más recientes han comenzado a desafiar la visión aceptada de “individuos”, sustituyéndola por otra donde los seres vivos aparecen en tanto compuestos de muchas especies que viven, se desarrollan y evolucionan juntos. Estos descubrimientos nos llevarían a direcciones que trascienden las dicotomías yo/no yo, sujeto/objeto, que han caracterizado el pensamiento occidental (p. 333).

No deja de ser significativo que la marca unificadora del Antropoceno, la “especie”, aquello que nos definiría como comunidad frente a algo que nos amenaza a todos por igual, comienza a ser puesta en cuestión. Veremos adelante que ello también abre una ventana para volver plausibles otras formas de conocer (otras epistemes, otras ontologías) que desde el vamos han puesto en cuestión el individualismo y el biologicismo subyacentes a la noción de especie.

Otra de las críticas que se ha hecho a la noción de Antropoceno es que atribuiría a todos los seres humanos la responsabilidad por esta situación, desconociendo desigualdades y alteridades bajo la genérica denominación de anthropos. La noción de Capitaloceno (al igual que Plantacionceno) trata de reinstalar la historia reciente y los mecanismos estructurales que modelan aquella “fuerza geofísica global”, buscando elucidar el modo en que se enlaza la historia del Sistema Mundo (Wallerstein, 1979) con el devenir del Sistema Tierra. La economía y ecología políticas apelan a reconocer las fuerzas que reordenaron el planeta a partir de la conquista de América, con la emergencia de una “ecología mundo” (Moore, 2020)[7]. Consecuentemente, también se proponen otras fechas posibles para marcar el inicio de esta nueva etapa, muy anteriores al reciente 1950, aunque estas fechas, que tienen sentido para el historiador, no encuentran fácilmente un correlato en las pruebas empíricas que reclama el geólogo.

El debate antropocénico ha ingresado de un modo sesgado en la realidad de las poblaciones en Latinoamérica, y a veces amenaza con engullir o desviar planteos y problemáticas candentes experimentadas y sentidas desde localizaciones específicas, especialmente con la expansión de actividades megaextractivas (Svampa, 2019; Ulloa, 2017). Si lo que sugieren los promotores de la noción de Antropoceno es la necesidad urgente de reconocer umbrales y límites planetarios, los procesos protagonizados a nivel de los territorios parecieran sugerir la existencia de otros modos posibles de poner límites, no a través de un “leviatán climático” (Mann y Wainwriht, 2018) informado por la racionalidad tecnocientífica, sino por la acción permanente de múltiples movimientos a nivel de la Tierra conectados en una extendida red de coaliciones cosmopolíticas. Para ello haría falta descolonizar el Antropoceno y dar lugar a otras ontologías figuradas por los pueblos que habitan los territorios, muchos de los cuales ya habrían experimentado previamente “el fin del mundo” (Danowsky y Viveiros de Castro, 2019; Tola et. al., 2019; Whyte, 2018).

En 1955 la Wenner Gren Foundation auspició una conferencia que reunió a destacadas figuras de la antropología, y ciencias afines, orientadas a pensar en el rol del ser humano en el planeta. La conferencia se tituló “Man's Role in Changing the Face of the Earth” y las principales contribuciones fueron publicadas poco después (Thomas, 1956). Por entonces estaba en pleno desarrollo la conformación del Sistema de Ciencias de la Tierra. Contemporáneo a ello se había lanzado ese gran programa de transformaciones a escala planetaria llamado desarrollismo, que correspondía a una nueva expansión del Sistema Mundial, ahora bajo hegemonía norteamericana, en el mundo bipolar de la posguerra (Escobar, 1999). A pesar del título de la conferencia, en las contribuciones no se advierte el sentido de urgencia que podemos leer en los teóricos actuales del Antropoceno. Más bien, parecería predominar todavía cierta confianza en la capacidad de los seres humanos para gobernar satisfactoriamente el proceso de cambiar la faz de la tierra.

Setenta años después, la Wenner Gren Foundation convocó a una nueva reunión con fines conmemorativos, o tal vez comparativos. Ciertamente, las transformaciones impulsadas dejaron su huella y el intervalo que lleva desde aquella conferencia de 1955 a la actual alberga la “gran aceleración” que ha conducido al Antropoceno, caracterizado no sólo por la mutación ecológica sino también por las profundas desigualdades que lo atraviesan. Tsing, Mathews y Bubandt (2019) señalan la tensión existente en una noción de Antropoceno que puede dar cuenta de las profundas perturbaciones ambientales generadas pero que, al mismo tiempo, tiende a encubrir las desigualdades existentes e ignorar otras perspectivas que partan de un estatuto diferente acerca de lo real. Por eso prefieren hablar de un “Antropoceno desigual”, para cuya comprensión sería necesario hacer converger tres tipos de pensamiento “sistémico”: los modelos ecológicos, las economías políticas y las cosmologías no seculares. Es decir, una convergencia que ponga en correlación las constataciones científicas acerca de la mutación ecológica, las estructuras de poder que enmarcan el modo desigual de apropiación de los bienes naturales y las formas ontológicamente diferenciadas de habitar la Tierra. Con ello también dejan una invitación para la antropología:

Ante los retos del Antropoceno, la antropología debe atreverse a ser más que la voz de la alteridad parroquial; debe atreverse a permitir los relatos antropológicos del "de otro modo" en conversaciones transdisciplinarias concretas sobre las estructuras planetarias que "lo cambian todo" (Klein 2015). Necesitamos reclamar, en un nuevo registro, la herencia de la antropología de atreverse a hacer grandes afirmaciones sobre los seres humanos y sobre los mundos que los seres humanos cohabitan con otros, en lugar de contentarse con deconstruir tales afirmaciones. Pero tenemos que hacer esas afirmaciones con todo lo que también es la marca registrada de la antropología. El Antropoceno es un regalo para la antropología, pero sin una cuidadosa reflexividad antropológica, es, como sugiere Bruno Latour (2014), un regalo envenenado (Tsing, Mathews y Bubandt, op.cit.: 187)[8].

Los trabajos de este dossier se animan a recibir este regalo.

En “Las pachas paralelas. Reflexiones etnográficas sobre arte, conflictos y comunidades en Salinas Grandes” José María Miranda analiza los avatares de la implementación de un proyecto de arte ambiental, Aeroceno Pacha, en un territorio de comunidades aborígenes actualmente afectadas por la “fiebre del litio”. El artículo documenta y analiza el proceso de negociación entre los “artivistas” y las comunidades del salar considerando el modo en que términos comunes (cosmos, comunidad, pacha) remiten a sentidos diferentes para unos y otros. A partir de indagar en las “controversias de lo no común”, el artículo muestra la diferencia entre el deseo de los “artivistas” por crear “comunidad” en torno a asuntos de interés global y los posicionamientos de las comunidades, que buscan el reconocimiento de los vínculos cosmoterritoriales con los dueños del lugar. El texto muestra también cómo se conectan, transversal y parcialmente, estos sujetos que habitan en dos “pachas paralelas”, ayudando a pensar sobre los desafíos que presenta este tipo de articulaciones crecientemente requeridas en nuestra contemporaneidad.

El texto de Gabriel Lopes, “O Homem quis ser o Herói. Especulaciones caatingueiras sobre el fin del mundo” trae un tema intrínseco a la noción de Antropoceno: la idea de fin (en principio, del fin de una época geológica). El autor se sumerge etnográficamente en el mundo de la caatinga (uno de los mil nombres de Gaia) y busca entender de qué se trata “o fim das eras” que experimentan y exploran sus habitantes. Indaga de qué modo este pensamiento puede constituir una referencia para interpelar al Antropoceno, esa realidad generada por “o povo da rua” y su prometeísmo que lo empuja incesantemente a “querer ser héroe”. En tanto concepción científica, el Antropoceno sería un estado que llegó para quedarse, pero “el fin de las eras” sugiere algo a superar para que llegue otro tiempo. Con ello, la manera “caatingueira” de estar en el mundo podría ser vista como un modo menos aplastante de experimentar la tragedia del Antropoceno, buscando acortar su duración para que advenga lo “completamente otro”.

El texto de Maximiliano Varela, “Conflictos ambientales en el Antropoceno. La alteridad como expresión de otro mundo posible” estudia las disputas y controversias por la instalación de una planta de tratamiento de uranio en la provincia de Formosa, poniendo énfasis en la perspectiva de integrantes del pueblo Qom. El autor sostiene que, además de un conflicto socioambiental, con argumentos en disputa que exigen pruebas de verificación científica, hay también un conflicto ontológico, en donde el polígono en el que se evalúan los impactos de la planta es, desde la experiencia Qom, la materia de un tejido relacional fundamental para la continuidad de la vida social y el balance cosmológico. En este artículo, el concepto de Antropoceno, con sus derivas cuestionadoras de la “constitución modernista”, funcionaría como un contexto que podría otorgar plausibilidad a estas otras versiones encarnadas por el “tercero excluido” del conflicto socioambiental. Esto también interpela a su propia posición como investigador, preguntándose qué pasa si se rechaza la primacía del discurso del antropólogo sobre el discurso nativo y se interioriza este último para producir nuevas formas de mirar la realidad.

Juan Pablo Restrepo en “Sobre el Plantacionceno”, aborda uno de los ejes que constituyen el debate antropocénico: la cuestión de la denominación (qué nombre ponerle a la cosa) y qué conjunto de conexiones y asociaciones se tejen en torno a ella. El artículo hace confluir los planteamientos de Tsing y Haraway, con la noción de Plantacionceno en tanto forma de producción/destrucción que ha sido y sigue siendo una vía de ocupación colonial del territorio, y los de los geógrafos Lewis y Maslin, quienes proponen una marca estratigráfica para el cambio de época asociado a las transformaciones ambientales generadas por la conquista europea de América. Con ello se plantearía un desafío al anthropos del Antropoceno, el cual quedaría escindido en dos visiones antagónicas sobre el proceso histórico que produjo la nueva época: una visión desde las carabelas de los conquistadores (frente de avanzada de un Sistema Mundial en permanente expansión) y, otra visión desde las islas a las que estas carabelas fueron a desembarcar, con los mundos perturbados o extintos por esa expansión. Lejos de ser un antagonismo anclado en un pasado concluido, estas perspectivas animarían las principales controversias en el interior del debate antropocénico, referenciándolo también en términos de una justicia ambiental no antropocéntrica.

Rita Guidarelli en “Construir a partir de la catástrofe. Del mito del progreso al ángel de la historia” trae otra cuestión crecientemente discutida dentro del “debate antropocénico” (también tratada en los textos de Lopes y de Restrepo): con base en qué concepción de tiempo e historia debemos mirar esa realidad llamada Antropoceno (que aquí es equiparada a catástrofe y debacle), a fin de poder afrontarla o revertirla. Siguiendo a Walter Benjamin, para quien el progreso es un proceso destructivo que se presenta como un mundo de ensueño, el artículo parte de una crítica a la identificación entre progreso e historia, característica del pensamiento moderno. La figura del ángel de la historia, ese que se ve empujado hacia adelante por el huracán del progreso pero que mira hacia atrás contemplando horrorizado la catástrofe que deja a su paso, constituye una alegoría para pensarnos en la situación actual. El Antropoceno sería la acumulación de las catástrofes contempladas con horror por el ángel, quien no sólo revelaría la destrucción sino que también haría brotar la esperanza desde las ruinas, a partir de redescubrir los mundos y posibilidades negados por la ideología del progreso.

Para finalizar el dossier traemos la traducción realizada por José María Miranda de una conferencia presentada en inglés por Eduardo Viveiros de Castro en el año 2004 “La antropología perspectivista y el método de la equivocación controlada”, un texto muy referido en la antropología actual y muy presente en la mayoría de los artículos de este dossier. Allí se propone pensar a “las diferencias como una condición de posibilidad del discurso antropológico” y al “equívoco como una categoría trascendental de la antropología”. La novedad es que la persistente pregunta antropológica (y ética) por el Otro aparece reformulada a partir del encuentro con el pensamiento amerindio, en donde lo que se opone a la diferencia no es la identidad sino la indiferencia. Viveiros de Castro adopta el concepto de transducción, el cual no busca una síntesis basada en un terreno semántico común sino que reconoce un irreductible a través del que los distintos términos continúan afirmándose en su diferencia. Lejos de reunir las discrepancias en una identidad englobante e indiferenciadora (la especie, el mundo en común) la transducción apuesta a la proliferación de las diferencias.

Esta perspectiva resulta fecunda para orientarnos en los dramas del Antropoceno y en la compleja situación de articular una cosmopolítica (una política que incluya al cosmos) que nos permita ser más sensitivos con la Tierra a fin de “reconciliarnos” con ella. Pero, ello implica una cosmopolítica que parta de una pregunta primera: ¿el cosmos de quién? Como señala Latour (2014): “(…) necesitamos otra definición de cosmopolítica, que no descanse en el sueño de la ‘primera modernidad’ de una Esfera común ya existente. Sería un trágico error buscar la paz acarreando el Globo muerto para que sirva de locus del mundo común del cosmopolitismo” (p. 57).

Los “debates antropocénicos” no tienen que permanecer confinados a una disciplina ni ser resueltos según criterios de verdad y verificación impuestos a priori. Son más bien el terreno de la política (y de la ética), donde el desacuerdo es el punto de partida. Allí también habría un lugar para nuestras disciplinas, aunque no tanto desde la posición del experto, con su afán de sincronizar en el acuerdo bajo una teoría pretendidamente universal, sino en el del diplomático, que cultiva el desconcierto, y demora el desacuerdo, con base en una idea de perspectivismo pluriversal: al señalar el desacuerdo entre los mundos, desnuda la beligerancia encubierta del saber universal que el experto pretende inocuo y benéfico para todas las partes (Stengers, 2014: 37).

Como podemos deducir de los trabajos de este dossier, no se trata de partir de una idea de cosmos ya dada, sino como figura emblemática de aquello desconocido de los mundos múltiples que habitan nuestra contemporaneidad. Se trata más de cultivar el desconcierto que de tramar concertaciones que aplastan, con su peso colonial, a una de las partes, a fin de que ceda su voluntad ante la otra. Tal vez con ello se abone a una “utopía cosmopolítica” que profundice la heterogeneidad desde las múltiples perspectivas de los mundos vividos actualmente existentes. Figuración utópica que se diferencia de la utopía tradicional (incluida en esta aquello que ahora se erige en nombre de la “sustentabilidad”), la cual traza un futuro en común respondiendo a una operación intelectual de representación globalizante. En este sentido, las contribuciones de este dossier asumen el desafío de debatir el Antropoceno y se muestran como un buen antídoto contra este regalo envenenado.

Bibliografía

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Notas

[1] Quienes escribimos sobre este tema desde las ciencias sociales y las humanidades solemos usar, con cierto descuido, de manera indistinta los términos edad y época, pero en la escala de tiempo geológica las edades son subdivisiones de las épocas.
[2] La categoría de Holoceno tardó 52 años en ser homologada como la denominación oficial. Charles Lyell la propuso en 1833 y recién en 1885 fue adoptada por el Congreso Internacional de Geología, reunido ese año en Bologna.
[3] Evidencias de la “gran aceleración” planteada en el artículo de Crutzen y Stoermer.
[4] Toman 16 parámetros, entre los que se cuentan el ciclo del nitrógeno (alterado por el uso de fertilizantes por la agricultura industrial); la transformación de los ríos y alteración de cuencas por la construcción de represas y otras obras de infraestructura; la cantidad de materia movilizada, especialmente con la megaminería; la construcción de carreteras y la producción de cemento y la liberación de gases para su producción; la proliferación de especies invasoras y el aumento exponencial de la biomasa humana y sus animales domésticos; la existencia de nuevos elementos químicos generados por el ser humano y la difusión planetaria de radio-nucleoides asociados a las bombas nucleares (que podrían llegar a ser los marcadores estratigráficos de la nueva época).
[5] Presentan un esquema “evolutivo” que inicia con las sociedades agrarias primitivas (edad groelandiense, entre 11720 y 8256 antes del presente (AP), pasa por las sociedades agrarias organizadas (edad northgripiense, entre 8256 y 4270 AP) y llega a las sociedades agrarias avanzadas (edad megalayense 4270 y 70 AP). Pero proponen dos nuevos intervalos que subdividirían el megalayense: las ciudades estados, naciones e imperios (intervalo pre-industrial, entre 350 y 170 AP) y las naciones e imperios (intervalo industrial, entre 170 y 70 AP). Finalmente, el último intervalo, que correspondería a la nueva época propuesta (ya no edad) del Antropoceno, en los setenta años recientes.
[6] También Foster (2016) presenta la vinculación entre la conformación de las Ciencias del Sistema Tierra y la Guerra fría.
[7] En esa línea, pero también haciendo críticas al planteo de Moore, está el trabajo de Saito (2017).
[8] Traducción nuestra.

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