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CONFLICTOS AMBIENTALES EN EL ANTROPOCENO. LA ALTERIDAD COMO EXPRESIÓN DE OTRO MUNDO POSIBLE
Maximiliano Varela
Maximiliano Varela
CONFLICTOS AMBIENTALES EN EL ANTROPOCENO. LA ALTERIDAD COMO EXPRESIÓN DE OTRO MUNDO POSIBLE
Environmental conflicts in the Anthropocene. Alterity as an expression of another possible world
Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 64-84, 2021
Universidad Nacional de Misiones
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Resumen: El presente artículo se propone analizar el conflicto ambiental producto del traslado de una planta procesadora de dióxido de uranio a la provincia de Formosa, Argentina. A partir de un análisis de las diferentes perspectivas puestas en juego por parte de ambientalistas, científicos y población indígena, entre otros, se intentará mostrar que dicho conflicto puede entenderse mejor si lo encuadramos en un debate más amplio como es el del Antropoceno. Ambos se enfrentan con la paradoja moderna de si la solución consiste en avanzar con el desarrollo científico-tecnológico o disminuirlo y controlarlo. Se demostrará también que una de las formas de escapar a esta encrucijada es considerar otras epistemologías y ontologías alternativas a las de la modernidad.

Palabras clave: Conflictos ambientales, Antropoceno, Conflictos ontológicos, Antropología.

Abstract: In this article, we analyze the environmental conflict generated after relocating a uranium dioxide-processing plant to the province of Formosa, Argentina. We analyze the interplay of different points of view coming from environmentalists, scientists and Indigenous Peoples, among others, to show that this conflict could be better understood if framed into the broader debate of the Anthropocene. Both debates deal with the modern paradox stating whether we must continue whit the scientific-technological development or slow it down and put it under control. We will show that one way to escape this dilemma could be to consider other epistemologies and ontologies different from modernity’s.

Keywords: Environmental conflicts, Anthropocene, Ontological conflicts, Anthropology.

Carátula del artículo

DOSSIER

CONFLICTOS AMBIENTALES EN EL ANTROPOCENO. LA ALTERIDAD COMO EXPRESIÓN DE OTRO MUNDO POSIBLE

Environmental conflicts in the Anthropocene. Alterity as an expression of another possible world

Maximiliano Varela
CONICET, Argentina
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Núcleo de Etnografía Amerindia (NuEtAm), Argentina
Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 64-84, 2021
Universidad Nacional de Misiones

Recepción: 06 Julio 2021

Aprobación: 23 Diciembre 2021

Introducción

En memoria de Israel Alegre

Un imprescindible

Vivo en su legado

En el presente artículo[1] me propongo analizar el conflicto producto del traslado de la Planta Procesadora de Dióxido de Uranio de Dioxitek[2] en la provincia de Formosa. Abordaré la perspectiva de ambientalistas, políticos, científicos y miembros del barrio indígena Namqom[3] y contemplaré este conflicto en relación a procesos más amplios de crisis climática y ambiental. Para ello partiré de un breve repaso del debate acerca del Antropoceno y su potencia como concepto. Luego, a partir de una reconstrucción con base a fuentes secundarias y conversaciones formales e informales realizadas durante el trabajo de campo, analizaré qué discursos se ponen en juego en el conflicto. Identificaré desde la perspectiva de dichos actores sociales las preocupaciones que existen acerca de la instalación de la planta. Al centrarme en el debate público de aquel momento, en el cual la perspectiva indígena no fue tenida en cuenta, reflexionaré en torno a las consecuencias del monólogo en el que se incurre en esta clase de proyectos cuando parte de la población es excluida de la esfera de discusión. En el debate acerca de la planta se ponen en juego discursos que, por un lado, aluden a un progreso y desarrollo científico, tecnológico, económico y social y, por el otro, acusan los riesgos al desastre nuclear y la contaminación que este tipo de emprendimientos conlleva. Así, la disputa por Dioxitek requiere no solo ser considerada un conflicto ambiental, sino que el mismo se engloba en un debate más amplio como es el Antropoceno. Existen algunas similitudes entre las discusiones que atraviesan el caso de estudio y el Antropoceno como diagnóstico, pues ambos se enfrentan con la paradoja moderna de si la solución a los posibles perjuicios de Dioxitek, en particular, y a la crisis climática-ambiental, en general, consiste en avanzar con el desarrollo científico-tecnológico o disminuirlo y controlarlo. En esta encrucijada se enfrentan y ponen en juego verdades científicas de las cuales es posible escapar (al menos una de sus formas) si se consideran otras epistemologías y ontologías alternativas a la modernidad y los supuestos sobre los que esta se edifica.

Conflictos ambientales en el Antropoceno

Parte del debate mundial para el nuevo milenio gira en torno a las transformaciones ambientales y el cambio climático como producto histórico de la acción humana. La actual crisis ecológica ha conllevado a una amplia y variada multiplicidad de situaciones a lo largo del planeta Tierra. El fin del mundo como horizonte imaginario ha cobrado mayor fuerza a partir del consenso científico, académico y popular sobre la existencia de una verdadera crisis planetaria que desestabiliza y perturba como nunca antes nuestra contemporaneidad. Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro (2019) explican que dicha crisis se debe a que los dos principales agentes de nuestra mito-antropología, la humanidad y el mundo ―en otras palabras, la especie y el planeta, las sociedades y sus ambientes, el sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser― han entrado en una confrontación cosmológica sin precedentes. Dos nombres se encuentran asociados a este momento tan particular: Antropoceno y Gaia.

El químico Paul Crutzen y el biólogo Eugene Stoermer (2000) propusieron una nueva época geológica que llamaron Antropoceno. Según estos autores, esta nueva era es la continuación del Holoceno y se inició con la Revolución Industrial, ya que a partir de ella los seres humanos se convirtieron en una fuerza geológica poderosa. El Antropoceno vino a designar un nuevo tiempo en el cual se han invertido las diferencias de magnitud entre la escala de la historia humana y las escalas cronológicas de la biología y la geofísica (Danowski y Viveiros de Castro, 2019). Esto quiere decir que en la actualidad el ambiente cambia más rápidamente que la sociedad y, por lo tanto, el futuro se vuelve cada vez más imprevisible.

El segundo nombre, Gaia, bautizado así por James Lovelock y Lynn Margulis en los años setenta, fue difundido por la filósofa Isabelle Stengers (2017) en su obra En tiempos de catástrofes: Cómo resistir a la barbarie que viene. Con ese nombre, que evoca a una divinidad griega, la autora no nombra al planeta Tierra, ni a aquel sentido de pertenencia a ella, sino su intrusión. La filósofa argumenta que, por un lado, el acto de nombrar implica ayudar a la ciencia y a la política, y a la humanidad en general, a resistir la amenaza que viene y a enfrentar la tentación de pensar que no hay otra elección posible. Por el otro lado, designar a Gaia como una intrusión es caracterizarla como ciega a los destrozos que puede ocasionar; Gaia no busca responsables, pues no es vengativa y tampoco justiciera, pero su intrusión enfrenta a la modernidad y a su orgullosa seguridad intelectual con la imprevisibilidad, el pánico y desesperanza frente a la pérdida de control y comprensión de lo que está sucediendo. Gaia vino a designar una nueva manera de experimentar el espacio, lo cual alerta sobre el hecho de que la Tierra ha asumido la apariencia de una potencia salvaje y amenazadora para nuestra especie (Danowski y Viveiros de Castro, 2019).

En los tiempos de intrusión de la temible e indiferente Gaia, el Antropoceno resulta ser un concepto fundamental. Su trascendencia se debe, en parte, a que emerge de las Ciencias Geológicas, pero que luego fue ganando aceptación en diversos ámbitos académicos (Helmuth, 2017). Ya desvinculado de su inicio en las Ciencias de la Tierra, ha sido identificado por investigadores de múltiples disciplinas como un concepto cultural: representantes de múltiples comunidades académicas, así como medios de comunicación y difusión, han intentado dar sentido a esta nueva época a partir de sus respectivas miradas.[4]

La mayor importancia del Antropoceno como concepto cultural es que difumina el límite establecido en muchos ámbitos y abre la posibilidad de liberarnos de dicotomías tradicionales como el de ciencia/sociedad y naturaleza/cultura (Helmuth, 2017). El Antropoceno, en tanto concepto-diagnóstico (Svampa, 2019b), ha captado el interés de los medios de comunicación y de producción audiovisual y se ha convertido en una cuestión con implicaciones culturales, que disuelve las fronteras entre ciencia y sociedad. Al mismo tiempo, Astrid Ulloa (2017) sugiere que los planteamientos en torno al Antropoceno son claves porque destacan el papel de los humanos en las transformaciones biofísicas y presentan la necesidad de incluir a la naturaleza en el análisis histórico humano.

Tener en cuenta las múltiples, y mutuas, implicancias entre lo humano y natural es fundamental para repensar la episteme moderna, su pensamiento binario y su noción específica de naturaleza. Los trabajos de Bruno Latour (2012), entre muchos otros, han mostrado insistentemente que la separación naturaleza/cultura, que opone el mundo de los sujetos al mundo de los objetos, es una repartición ontológica característica de la sociedad moderna. Ulloa (2017) sostiene que la concepción moderna de naturaleza, contrapuesta y en oposición a la cultura, implica una visión de ella como externa y prístina, que no solo puede ser usada, explotada y cuantificada, sino también comercializada. A partir de esta dualidad naturaleza/cultura se desplegarían otras ya conocidas por la antropología como ellos/nosotros, primitivos/civilizados, pero también otras menos aparentes: cuerpo/mente, emoción/razón, etc.

En el debate sobre el Antropoceno, Ulloa advierte que si bien en la práctica hay quienes buscan un replanteamiento de lo que entendemos por naturaleza y cultura, estos terminan promoviendo un posicionamiento de la primera por sobre la segunda, o de un dominio de las Ciencias Naturales por sobre las demás, como una manera de invertir las relaciones desiguales entre los componentes de la dualidad. Estas posturas no promoverían una apertura conceptual a otras nociones de naturaleza y plantearían de manera implícita que todos los seres humanos tienen la misma relación ontológica con la naturaleza y lo no-humano en general. Ella explica que esta presuposición queda en evidencia cuando bajo el paraguas antropocénico se presenta al cambio climático como un problema mundial, que requiere de respuestas globales y unificadas. Estas consideraciones borran relaciones históricas de poder y desigualdades que son justamente las que han llevado a la actual crisis climática. Advierte que este proceso de culpabilidad mundial y búsqueda de una respuesta única rememora el ambientalismo de las décadas del setenta y ochenta que, a pesar del debate que despertó, al final generó una respuesta única a nivel global: el desarrollo sostenible.[5] Así, frente a la actual crisis ambiental y el cambio climático, pareciera que la solución global, centrada en una visión única de naturaleza y en su uso y operación a partir del conocimiento experto,[6] se convierte en responsabilidad de todos los ciudadanos del planeta.

Varios autores han explicitado como en Latinoamérica los procesos de cambio climático no pueden entenderse sin partir de las dinámicas extractivas instauradas desde la colonia y que se han agudizado en el siglo XXI. La implantación del modelo neoliberal en el continente reposó fundamentalmente en la explotación intensiva y en la exportación de recursos naturales. Con el nuevo milenio, en el contexto del Consenso de los Commodities y los altos precios internacionales de los productos primarios, estos procesos se fueron profundizando, esta vez ligados a actividades económicas diversificadas que se engloban bajo el concepto de neoextractivismo (Svampa, 2019a). Si bien la instrumentalización del neoliberalismo fue diferente en cada caso, todos compartieron la explotación de la naturaleza para sostener el crecimiento económico, la mercantilización de la vida social y el control y la represión de organizaciones críticas a dicho modelo (Briones, 2019).

En este contexto de implantación del modelo neoliberal, la defensa de los recursos naturales ha evidenciado numerosos puntos de conflictividad entre diferentes sectores sociales. En función de estos procesos que se han tornado cada vez más evidentes, algunas líneas de investigación en Economía, Antropología y Sociología se centraron en las desigualdades en el manejo de los diversos recursos naturales puestos en juego en estas confrontaciones. Uno de los pioneros de esta perspectiva es el economista catalán Joan Martinez Alier (2004), quien desde el campo de la Ecología Política define los conflictos ambientales o ecológico-distributivos como una disputa acerca del acceso, uso, control, distribución y contaminación de los recursos naturales, donde los distintos actores pueden poseer intereses divergentes, distintos grados y lenguajes de valoración, diferentes culturas, saberes y grados de poder, etc.

El antropólogo colombiano Arturo Escobar (2014), por su parte, sostiene que la actual crisis social y ambiental ha llevado a muchos visionarios a proponer la necesidad de una transición ecológica y cultural hacia órdenes diferentes a los actuales. Resalta el hecho de que hace varias décadas Latinoamérica ha convivido y padecido los avatares del pensamiento y la práctica del desarrollo.[7] Desde su perspectiva, si bien la doctrina del desarrollo en nuestro continente siempre se ha llevado a cabo bajo sus propias particularidades su objetivo general ha sido el mismo: reproducir las características de las sociedades “avanzadas” o “desarrolladas” (el Norte global), caracterizadas por altos niveles de industrialización y urbanización, un rápido crecimiento de la producción material y de los niveles de vida, la tecnificación de la agricultura y la adopción de valores modernos. Asimismo, desde los años noventa se fueron haciendo cada vez más visibles las críticas a los distintos paradigmas desarrollistas vigentes (Briones, 2019).

En este contexto se plantea la necesidad de ir más allá de las ideas de desarrollo, y sus derivados como desarrollo sustentable o sostenible, para proponer pensar en, y desde, otras concepciones como posdesarrollo (Escobar, 2005). Desde la perspectiva de Escobar (2014), este sería el único camino para trascender los modelos científicos, políticos, económicos y sociales de la modernidad capitalista a partir de los cuales lo humano se construye a expensas de la naturaleza. Los discursos de transición civilizatoria estarían surgiendo con fuerza en diversos espacios como la ecología, las ciencias de la complejidad, la espiritualidad, la economía, la academia crítica y en muchos movimientos sociales, entre otros. En nuestra contemporaneidad, puesta en jaque por la intromisión de Gaia como una fuerza capaz de destruirnos en el corto plazo, muchos de estos activistas, de orígenes muy diversos, estarían construyendo los imaginarios necesarios para una verdadera transición civilizatoria.

Conflictos ambientales: el caso de Dioxitek

Los primeros episodios del conflicto que me propongo analizar se remontan a una serie de hechos ocurridos en la Planta Procesadora de Dióxido de Uranio ubicada en el municipio de Alta Córdoba, en la ciudad y capital de la provincia homónima de Córdoba. Allí se registraron incidentes, clausuras, sucesivos pedidos de traslado —tanto dentro de la provincia (Despeñadero, Río Tercero y Embalse) como fuera de ella (La Rioja y Mendoza)— y negativas a recibir la planta.

En la provincia de Formosa el tema comienza a resonar con mayor fuerza en febrero de 2014 cuando varios medios de comunicación publicaron, según un comunicado del municipio de Alta Córdoba, que el por entonces ministro de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios de la nación, Julio De Vido, había informado que la empresa Dioxitek se instalaría en Formosa, donde ya habrían comenzado las obras. Para la construcción de la planta, el gobierno provincial expropió un predio de un total de 574 hectáreas para el funcionamiento del Polo Científico, Tecnológico y de Innovación sobre la Ruta Nacional N° 81, a unos quince kilómetros de la ciudad capital y a cuatro kilómetros del barrio indígena Namqom. Dicho polo ocupa el total de las hectáreas expropiadas y se divide en cuatro sectores de acuerdo a diferentes actividades: el Área de Desarrollo Científico; el Área Experimental; el Área de Conservación; y la última Área de Desarrollo Industrial. Es en este último espacio donde se lleva a cabo la instalación de la planta. De este modo, el polo funciona como sustento físico y legal de la planta de Dioxitek.

Frente a este panorama, parte de la población provincial y la opinión pública en general comenzó a expresarse al respecto. Si bien distintas posiciones comenzaron a cobrar protagonismo en diversos medios de comunicación y difusión, uno de los lugares donde la mayoría de estas voces se concentraron fue en la Audiencia Pública del 15 julio de 2014. El objetivo de este procedimiento administrativo era convocar a la población y a la opinión pública para que emitieran su opinión acerca del Estudio de Impacto Ambiental (EsIA) del “Proyecto Nueva Planta Procesadora de Uranio NPU” y su consiguiente aprobación o rechazo. A continuación realizaré un breve recorrido de los principales argumentos, tanto a favor como en contra de la planta de Dioxitek, utilizados en la Audiencia Pública sobre el EsIA de la planta de procesamiento de dióxido de uranio.

Las voces a favor[8] hablaron de la seguridad y confiabilidad que brindaría este tipo de tecnología y de las ventajas socioeconómicas, científicas y tecnológicas de incorporar la provincia al ciclo nuclear argentino. Muchos argumentaron que “velan” por un “desarrollo tecnológico consistente y sustentable” (Audiencia Pública sobre EsIA del Proyecto NPU-Formosa [AP], 2014: 23) y que “sueñan” con una “provincia inclusiva, pujante y desarrollada, meca de ciencia y tecnología en la región” (AP, 2014: 32). Asimismo, admitieron, en cuanto a la contaminación, que no existe la “descarga cero”, pero sí la descarga por debajo de los límites de detección. En este caso, la planta habría desarrollado todo un proceso de recuperación de efluentes líquidos que lograría un impacto ambiental realmente bajo.

En cuanto a las posiciones en contra de la instalación de la planta[9] varios participantes destacaron la ilegalidad del proyecto por violar la Constitución Nacional y la Constitución Provincial. La Ley ambiental N° 1060 de la provincia de Formosa en su artículo N° 13 prohíbe la realización de pruebas nucleares, así como la utilización y el almacenamiento de sustancias radioactivas y de sus desechos, salvo las utilizadas en investigación y salud. También cuestionaron su ubicación: primero, por un posible conflicto bilateral con la República del Paraguay y, segundo, por la falta de consulta a los habitantes del barrio Namqom. La Audiencia Pública no reemplaza el consentimiento libre, previo e informado, tal como establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, ambas normativas adoptadas por el Estado argentino. Por último, mencionaron el impacto socioambiental que podría acarrear. Sostuvieron que “El temor no es infundado porque primero tenemos que hablar que hay verdades científicas, cuando hablamos de uranio, el uranio es un material naturalmente radioactivo y no hay nadie que pueda decir que no es radioactivo” (AP, 2014: 38). Muchos se cuestionaron “si la cantidad de personas que pueden llegar a emplearse en la Planta justifica el riesgo ambiental que se genera” (AP, 2014: 43) y se opusieron “a la relocalización de Dioxitek, y a que Formosa se convierta en una zona de sacrificio” (AP, 2014: 49) o “continuar un círculo de contaminación insostenible para la vida y el ambiente” (AP, 2014: 50).

Una de las cuestiones más importantes a destacar es la presencia de uno de los líderes del barrio indígena Namqom, Israel Alegre.[10] Este líder qom ingresó a la Audiencia Pública de Dioxitek como miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de Formosa; de otra forma, no hubiera podido ingresar, tal como otro grupo de aborígenes que quedaron fuera de dicha audiencia. En su intervención manifestó que nadie consultó a los miembros de la comunidad sobre el traslado de la planta, quienes serían los principales damnificados.

En el debate en la Audiencia Pública se pusieron en entredicho “verdades científicas”, tanto entre quienes se encuentran a favor como en contra. Se argumenta, por un lado, que la instalación de la planta de Dioxitek se encuentra vinculada al desarrollo y progreso científico-económico necesario para el autoabastecimiento energético. Su construcción permitiría responder a la demanda de combustible de las centrales nucleares del país para la generación de energía nucleoeléctrica. También, desde la perspectiva científica, se admite que el uranio es un elemento contaminante y que no existe la “descarga cero”, pero sí por debajo de los límites de detección. Sin embargo, sigue abierta la pregunta sobre si las oportunidades laborales que la planta generaría, a través del desarrollo de industrias medianas y empresas de servicios, son suficientes para tolerar la contaminación y los riesgos que la misma conllevaría.

A partir de esta reconstrucción, es posible tomar la Audiencia Pública como una metáfora del debate público de aquel momento, puesto que sintetiza lo ocurrido con las distintas posiciones contrapuestas. Esta metáfora posee un doble sentido y ambos se fundamentan en nombre de una supuesta jerarquía epistémica. Por un lado, la jerarquía existente entre los discursos provenientes de los expertos científicos representantes de las Ciencias Exactas y Naturales, frente a las Ciencias Sociales y humanas. Por el otro, el conocimiento considerado como “verdadero” que detentan estos últimos, en tanto modernos, consultados e incluidos en la arena política, frente a los indígenas, inconsultos y excluidos. Este último punto, relativo a la población aborigen, lo analizaré en los dos siguientes apartados.

Con el objetivo de profundizar en los discursos acerca de la planta decidí ampliar el trabajo etnográfico a un grupo de ambientalistas que habían estado presente en las Audiencias públicas por el traslado de Dioxitek y por la creación del polo científico: la ONG Conciencia Solidaria. Presencié durante varias semanas reuniones de este grupo con otras organizaciones. Estas observaciones derivaron en una entrevista a una de las activistas en dónde profundicé en qué entendían por progreso, desarrollo y cómo concebían el conflicto con Dioxitek.

Los miembros de la ONG, representados en la figura de mi entrevistada, discuten y se enfrentan de forma activa con lo que reconocen como nociones hegemónicas de progreso. Estas son caracterizadas por ellos mismos como “espejitos de colores” y una gran “fantasía” que las corporaciones, en connivencia con los poderes políticos y mediáticos, ofrecen a la población en general. Todo ello a costa del “saqueo”, la “aniquilación” y “contaminación” del territorio. En contraposición a esta perspectiva, ellos como organización promueven la preservación del ambiente y el “equilibrio ecológico” a través de la administración eficiente y responsable de los recursos. Piensan que la realidad debería ser diferente, por ello, habría que preguntarse, “por ejemplo, energía para qué y para quién” (Comunicación personal, Buenos Aires, 15 de noviembre de 2018).

Sus nociones de progreso, desarrollo y sustentabilidad se encuentran estrechamente vinculados a lo que entienden como “ecológicamente correcto”, esto es, “anti extractivista; sería con biodiversidad; sería con custodia de la naturaleza, sin dilapidación de los recursos. Con armonía, con equilibrio” (Comunicación personal, Buenos Aires, 15 de noviembre de 2018). El equilibrio que permitiría el desarrollo sostenible es aquel que se alcanzaría a través de un uso coherente y responsable de los bienes comunes, con respeto a la biodiversidad y a la naturaleza en general. “Estamos explotando naturaleza y también estamos en un capitalismo salvaje de explotación a los seres humanos. Se explota tanto la naturaleza como a los seres humanos” (comunicación personal, Buenos Aires, 15 de noviembre de 2018). En este sentido, desde la organización prefieren no hablar en términos de “recursos naturales”, sino de “bienes comunes”, “porque los necesitamos para vivir, y son de todos, son bienes comunes: el agua, la tierra, lo que nos da la posibilidad de alimentarnos, de vivir en armonía, y nosotros somos los que podemos decidir qué hacemos con eso” (Comunicación personal, Buenos Aires, 15 de noviembre de 2018). Puesto que son los seres humanos quienes “custodian” la naturaleza, ellos conciben como imprescindible generar conciencia en las personas comunes e influenciar en los poderes políticos para alcanzar el equilibrio necesario para la vida. De allí el nombre de la organización (Conciencia Solidaria) y que ellos se consideren a sí mismos como “generadores de conciencia”.

En cuanto al conflicto con la planta de Dioxitek, desde su perspectiva, se trata de “un conflicto de intereses”. En palabras de mi entrevistada:

Nosotros lo entendemos como un conflicto de intereses, porque hay dos cosmovisiones en pugna. O sea, una cosmovisión que está incluyendo a la naturaleza y todos los seres, y otra cosmovisión que es dilapidadora de la naturaleza y de las relaciones humanas y de la vida misma. (…) O sea, el ambiente esta así por una visión capitalista, dilapidadora de la naturaleza, que la defienden muchos políticos, ciertas corporaciones internacionales, ciertos medios cómplices, ciertos jueces cómplices, y otros (comunicación personal, Buenos Aires, 15 de noviembre de 2018).

A partir del discurso ambientalista registrado en la Audiencia Pública y durante mi trabajo etnográfico, pude reconocer que el caso Dioxitek se vincula a un tipo de emprendimiento que produciría la reactivación de la industria minera asociada al uranio, caracterizado como contaminante, y el lobby asociado a él, que avanzaría “violando” las diferentes legislaciones. El discurso ambientalista pone en juego nociones de progreso diferentes a las hegemónicas y asociadas al concepto de desarrollo sustentable que apuntan a una utilización coherente y razonable de los bienes comunes. Por ello, su reclamo principal consiste en la denuncia del saqueo de los bienes comunes que atentan contra el desarrollo social y ecológico.

De esta forma, en función de las diferentes argumentaciones provenientes de ambientalistas, expertos científicos y otros miembros de la sociedad, es factible entender la disputa por Dioxitek como un conflicto ambiental. Como producto del traslado y posterior instalación de la planta, se produjo por parte de múltiples sectores de la sociedad una puja y enfrentamiento por el uso, la manipulación, distribución y contaminación de recursos naturales. Asimismo, este conflicto ambiental, siguiendo las advertencias de Gabriela Merlinsky (2016), no puede interpretarse como el resultado de comportamientos patológicos, es decir, por una supuesta irracionalidad de los actores que reclaman en contra de la planta o por una supuesta maldad intrínseca de los actores que buscan imponerse. Si diferentes actores sociales se movilizan frente a un evento que consideran amenazante para su salud, su territorio o su modo de vida, esto no se debe a una falta de información o a un sesgo científico-tecnológico por no ser expertos científicos. Son este tipo de controversias, sigue la autora, las que permiten ampliar las opciones disponibles para enfrentar los problemas que, en la actualidad, aquejan a la humanidad. Para un conocimiento profundo de los fenómenos de nuestro tiempo es necesario construir nuevas formas de colaboración entre ciencias y saberes locales, para trascender los modelos científicos, políticos, económicos y sociales de la modernidad capitalista. Por esta razón, a continuación, analizaré algunas de las consecuencias de ignorar aquellos saberes y conocimientos alternativos.

La paradoja del monólogo occidental

Antes comenté que la audiencia funcionó como una metáfora doble del debate público de aquel momento sobre la instalación de Dioxitek. Por un lado, el mayor peso de la postura de los expertos científicos: si prestamos atención a los expositores que argumentaron a favor de la planta, se halla entre ellos a químicos e ingenieros. Pese a los reclamos y las argumentaciones en contra por parte de ambientalistas, la planta fue aprobada. Por el otro lado, se destaca la ausencia de la opinión indígena. Si bien un líder pudo ingresar a la audiencia, este no lo hizo como representante de la comunidad o en los términos de un diálogo que incluya a todas las partes interesadas.

En cuanto a la primera asimetría, que otorga una supremacía epistémica a los expertos científicos vinculados a las Ciencias Exactas y Naturales, sus principales argumentos se resumen en la frase de uno de los ingenieros cuando sostiene que ellos velan por un desarrollo tecnológico, consistente y sustentable. Este tipo de argumentaciones se fundamenta principalmente en el supuesto potencial emancipador de la ciencia; en otras palabras, pensar que la ciencia y la técnica traerían un crecimiento, una plenitud y un mundo armónico al servicio del beneficio común. En el libro Crítica de la razón indolente. Contra el desperdicio de la experiencia, Boaventura de Sousa Santos (2003) lleva a cabo una hermenéutica crítica de la epistemología dominante con el fin de proponer una transición paradigmática hacia una nueva forma de conocimiento. Allí, explica que la modernidad occidental emergió, a partir de los siglos XVI y XVII, como un ambicioso y revolucionario paradigma sociocultural, asentado sobre la base de dos propósitos en tensión dinámica: la regulación social y la emancipación social (lo que el autor llamó el pilar de la regulación y el pilar de la emancipación, respectivamente). Asimismo, hacia mediados del siglo XIX, fruto de la consolidación de la convergencia entre el paradigma de la modernidad y el capitalismo, esta tensión entre regulación y emancipación entró en un largo y gradual proceso de degradación, caracterizado por una constante transformación de las energías emancipadoras en energías reguladoras.

La explicación de este proceso, continúa de Sousa Santos, reside en un desarrollo desequilibrado hacia dentro del pilar de la emancipación y del pilar de la regulación. Por un lado, “la colonización gradual de las diferentes racionalidades de la emancipación moderna por la racionalidad cognitivo-instrumental de la ciencia subsumió la concentración de las energías y de las potencialidades emancipadoras de la modernidad en la ciencia y en la técnica” (de Sousa Santos, 2003: 59-60). La hipercientifización del pilar de la emancipación prometía un futuro utópico, aquello que Stengers (2017) llamó la épica del materialismo, una verdadera epopeya de conquista de la naturaleza por medio del trabajo humano. Pero, con el tiempo, fue haciéndose evidente que no solo muchas de esas promesas quedarían incumplidas, sino que la ciencia moderna “lejos de eliminar los excesos y los déficits, contribuyó a recrearlos en moldes renovados, profundizando, incluso, alguno de ellos” (de Sousa Santos, 2003: 60). Por otro lado, también existió un desarrollo desequilibrado del pilar de la regulación, debido a que sus tres principios regulatorios ―Estado, mercado y comunidad― tampoco se han desarrollado equilibradamente. En estos siglos, hubo un despliegue excesivo del principio del mercado en detrimento del Estado y la comunidad. Esta hipercientifización de la emancipación, combinada con la hipermercantilización de la regulación, generó que el pilar de la emancipación fuera absorbido por el pilar de la regulación. De esta manera, la emancipación dejó de ser el opuesto de la regulación, para pasar a convertirse en su doble. Este proceso no solo ha neutralizado una transformación social profunda o una visión de futuros alternativos, sino que, al mismo tiempo, ha producido una nueva sensación de inseguridad provocada por la posibilidad real de desarrollos científico-tecnológicos incontrolables para el ser humano. Esta sensación de constante inseguridad encuentra sus raíces, dice de Sousa Santos, en la creciente asimetría entre la capacidad de obrar y de prever. Así, la ciencia y la tecnología aumentaron nuestra capacidad de acción sobre el mundo de una forma sin precedentes, puesto que expandió, al mismo tiempo, la dimensión espacio-temporal de nuestros actos. En sintonía con esta capacidad excesiva del ser humano de obrar sobre el mundo y las consecuencias que ello conllevaría, Danowski y Viveiros de Castro (2019) observan que uno de los aspectos más interesantes de estos tiempos que vivimos es su aceleración descontrolada. “El tiempo está fuera de eje, y marcha cada vez a mayor velocidad” (p. 33). Esto lleva a los autores a considerar que nuestro tiempo está dejando de ser kantiano, pues esta inestabilidad meta-temporal genera en nuestra experiencia la sensación de una descomposición del tiempo y el espacio, dos formas de condicionantes de la sensibilidad. Así, se produce el tránsito constante de este estatuto kantiano a otro condicionado por la acción humana. Esta asimetría en la capacidad de obrar y de prever puede ser considerada como un exceso y, al mismo tiempo, como un déficit. Es decir, la capacidad de acción es excesiva en comparación a la capacidad de previsión de las consecuencias del acto; o, por el contrario, la capacidad de prever las consecuencias es deficitaria en relación a la capacidad de producirlas. De Sousa Santos (2003) explica que estas dos lecturas no son intercambiables, pues refieren a procesos distintos y evidencian preocupaciones diferentes: “La primera cuestiona la noción de progreso científico, mientras que la segunda se limita a exigir más progreso científico” (de Sousa Santos, 2003: 62).

Si hacemos un paralelo con el caso de estudio, la primera lectura, la ciencia como exceso, es la que se lee en los discursos de los actores que rechazan el traslado de la planta, pues es factible de causar desastres nucleares y convertir a Formosa en una “zona de sacrificio”. Mientras que la segunda, es la que podemos asociar a las voces a favor, la que exige mayor progreso científico a través de mejores controles y sistemas efectivos de recuperación de desechos, y velar por un desarrollo tecnológico consistente y sustentable. De esta manera, para el caso de la tecnología nuclear en Formosa, resulta difícil elegir entre una y otra lectura. Esto lleva a la población local a convivir en un sistema muy inestable donde la mínima fluctuación rompe con la simetría, un estado de verdadera ambigüedad y complejidad donde ambas visiones son ciertas (pues se basan en verdades científicas) y a la vez ninguna.

El debate acerca del traslado o no de la planta de Dioxitek, al menos desde la perspectiva de ambientalistas, políticos y científicos, se fundamenta en una concepción moderna de naturaleza. Esta particular forma de habitar el mundo se erige sobre una fuerte separación de dos zonas ontológicas completamente distintas: la humana y la no-humana. Latour (2012) sugiere que es el trabajo científico el que cumple el rol central de purificar el mundo, es decir eliminar los seres no-humanos o híbridos humanos-no-humanos que constantemente brotan en la sociedad. En esta compleja y ardua tarea, las ciencias, sobre todo las Exactas y Naturales, tienen la potestad de definir la naturaleza como el reino de las cosas y la política como aquella zona que debe lidiar con los valores, intereses y derechos de las personas humanas. Así, se cede a la ciencia la cuestión de los hechos, las evidencias y, con todo ello, lo que se considera verdadero.

Desde la perspectiva de Escobar (1995), esta concepción moderna parte de la creencia en la posibilidad de alcanzar un conocimiento científico objetivo. Su veracidad se encontraría asegurada por el ejercicio instrumentado de los sentidos, frente a un mundo considerado como algo externo al observador y que puede ser aprehendido, conocido y manipulado por él (la famosa división entre el sujeto y objeto del cartesianismo). Así, dicha concepción se fundamenta en la insistencia en que la realidad y el cambio social pueden ser gestionados, planificados y mejorados paulatinamente, ya que los conocimientos al ser acumulativos y progresivos pueden retroalimentarse para mejorar las intervenciones en la realidad. Sin embargo, no es la oposición naturaleza/cultura por sí misma la causante del Antropoceno y la irrupción de Gaia. Escobar también explica que la modernidad no solo descansa en dicho dualismo, sino también en diferentes prácticas y concepciones económicas. Así, en la actualidad, bajo los ideales del progreso y desarrollo, dicha división ontológica contribuye a profundizar las contradicciones de la modernidad y estimula un proceso descontrolado de aceleración científica, tecnológica y productiva.

Se puede ver que las concepciones sobre las que se erige el debate por Dioxitek no posibilitan una apertura conceptual a otras nociones de naturaleza y todas las prácticas que dichas nociones podrían conllevar. Plantea de manera implícita que todos los seres humanos hemos tenido (y tenemos) la misma relación ontológica con la naturaleza y lo no-humano en general. El debate se centra en una visión única de naturaleza, por momentos reconfigurada, donde su utilización, cuidado y/o custodia quedan en manos del conocimiento considerado experto. En este contexto, hago propias las palabras de Danowski y Viveiros de Castro (2019), cuando frente a la utilización de conceptos como recursos, sustentabilidad, entre otros, argumentan:

Sería lamentable si, una vez más terminamos asistiendo a la reconstrucción del dualismo naturaleza/cultura a través de los mismos gestos que lo denuncian como insubsistente, con los cientistas naturales hipnotizados por los ‘parámetros geofísicos’ y equipados con una noción de ‘humanidad’ vaga y de escasa eficacia política, mientras los cientistas sociales simplemente rebautizan como ‘justicia ambiental’ a la perenne e inevitable lucha por los derechos de los desheredados de la Tierra, esto es, la ‘justicia social’ (p. 38).

Frente a este dilema, el concepto de Antropoceno es un aporte fundamental para repensar y deconstruir las características del pensamiento binario de la episteme moderna. En la actual situación de crisis climática y ecológica, enfrentar los conflictos ambientales requiere mucho más que cambios de conciencia; involucra también cambios de estructuras, prácticas institucionales y políticas, así como profundas transformaciones culturales y de la forma de habitar y experimentar el mundo. La respuesta que se debe dar no es a Gaia, sino, principalmente, a los procesos que causaron su intrusión y las consecuencias que ella dejará (Stengers, 2017).

Latour (2012) nos recuerda que la modernidad no solo se constituyó con base en una división entre naturaleza y cultura/sociedad, sino también a una división entre los occidentales “civilizados” y los no occidentales considerados “bárbaros” y “primitivos”; lo que más tarde, en Face à Gaïa (2015), redefinió como la guerra entre humanos (los modernos, aquellos que aún creen que debemos vivir en una naturaleza única y unificada) y terrícolas (el mundo no moderno, el pueblo de Gaia). El genocidio de los pueblos indígenas fue el inicio del mundo moderno europeo, puesto que sin el saqueo de las Américas no existiría el capitalismo, tampoco la revolución industrial y con ello tampoco existiría el Antropoceno (Danowski y Viveiros de Castro, 2019).

Esta ontología de la separación entre humanos y terrícolas remite a la segunda asimetría mencionada al comienzo del apartado, la que da el segundo sentido a audiencia como metáfora del debate público de aquel momento. Me refiero a la exclusión política de los indígenas de Namqom. En este caso, no solo estamos hablando de una hegemonía epistemológica, sino también ontológica. Esta cuestión será profundizada en el siguiente apartado.

Conflictos ontológicos en Namqom

Muchos pueblos indígenas nos advirtieron en reiteradas ocasiones que el complejo y débil equilibrio del mundo dependió de generar constantemente relaciones de cuidado, cortesía y diplomacia entre los seres que componen el universo, y que reglas morales no respetadas y excesos en el abastecimiento, entre otras formas de violación de las reglas cinegéticas, pueden ser las causas de la destrucción del mundo (Kopenawa y Albert, 2015; Krenak, 2019). Podríamos pensar que, si consideramos los presupuestos ontológicos de algunos pueblos originarios, el Antropoceno es un problema impuesto para ellos, puesto que para muchos indígenas dicha destrucción, latente o potencial, está lejos de ser un final de mundo al que se llega por la acción única y exclusiva de los seres humanos (Tola, et al., 2019). Sus ontologías, muy diferentes a la concepción lineal del tiempo moderno, en la que la acumulación de los acontecimientos es capaz de producir el final del mundo o de la especie humana, nos enfrentan con la posibilidad de pensar multiplicidades de mundos, de finales y de constantes resurgimientos (Tola, et al., 2019). Sin embargo, el Antropoceno sí es un problema real para los indígenas si lo tomamos como una época caracterizada por una crisis climática, ecológica y social. Esta crisis socioambiental también impacta en los discursos, las políticas y representaciones sobre lo indígena a nivel local y global y en sus condiciones de autonomía y espacios de participación (Ulloa, 2008). Incluso, muchas de las luchas ambientales de la actualidad tienen como actores principales a los pueblos indígenas que, en pos de revertir las desigualdades socioambientales, demandan justicia, reconocimiento y autonomía.

En un trabajo previo sobre el conflicto en cuestión (Varela, 2021), a partir de un análisis sobre las formas de relacionamiento qom con su territorio y los seres que habitan en él, mostré que este pueblo no establece un vínculo cuyo fin principal sea la explotación de recursos, sino una red de relaciones con diferentes seres (humanos y no-humanos) en donde el pedido, el intercambio y la reciprocidad siguen protocolos específicos. En palabras de Israel Alegre:

Todo el pueblo qom, él respeta la naturaleza. Sacar permiso a la naturaleza, hablar con las plantas medicinal, [explicarle] que función va a cumplir. Si es para tal enfermedad […] Entonces como que hay esa relación entre la planta y el ser humano. Pero tiene que respetarlo. [El respeto] incluye de pedirlo, pedir el favor. De que es una planta que está destinado a curar esa enfermedad y no es para vender, para comercializar sino que cumple la función de sanar a ese enfermo, a un ser querido. […] Y los animales, por ejemplo, uno pide al cuidador [no-humano] del monte de que le dé uno de esos que le está cuidando para que la persona pueda alimentar a su familia, a su vecino. Porque toda la carne de la caza se comparte. No importa si es poco, se comparte, no se vende (I. Alegre, comunicación personal, 4 de enero de 2019).

En dicho trabajo desarrollé cómo el conflicto con Dioxitek, si bien desde la perspectiva de mis interlocutores qom puede entenderse como un conflicto ambiental, también posee una dimensión ontológica. Es decir, existe un conflicto ontológico, un desacuerdo en cuanto a lo que existe y cómo lo existente se relaciona entre sí (Blaser, 2019). Para ellos su territorio no es con exclusividad un espacio delimitado y delimitable con recursos que Dioxitek va a “contaminar” o “perjudicar”. El monte (’aviaq), el campo (no’onaxa), el riacho, los lugares de marisca y recolección, entre otros espacios factibles de ser afectados, son canales estructurantes de un tejido relacional fundamental para su sociología y el mantenimiento del equilibrio cosmológico.

Más arriba mostré que el caso de Dioxitek, como producto de los ideales desarrollistas y del paradigma del progreso, entendido como un crecimiento indefinido hacia la plenitud social, se enfrenta con la paradoja moderna sobre si la solución a tal confrontación reside en avanzar con el desarrollo científico-tecnológico o disminuirlo y controlarlo. Expliqué que en este debate se vuelve necesario romper con el discurso científico hegemónico de Occidente y acudir a otras formas de conocimientos. Incluso, aquellos provenientes de los pueblos indígenas, como el pueblo qom, que muchas veces fueron considerados, y aun lo son, como trabas al progreso. De esta manera, es importante entender que detrás de este conflicto ambiental existe una dimensión ontológica sobre la cual indagar, ya que nos enfrenta con otras formas de habitar el mundo que nos pueden brindar pistas y puntos de fuga a la controversia. En este punto, es interesante resaltar que yo mismo pase por esta situación de encontrarme alternando entre ver a la ciencia como un déficit y cómo un exceso. Cuando mis interlocutores qom me consultaban si la planta contaminaría no podía decidir si responder por “sí” o por “no”. Mientras ellos hablaban de enfermedades y complicaciones que comenzaban a aparecer, yo no podía concebir cómo Dioxitek podría impactar si aún no se encontraba en funcionamiento. Mi formación y propio sentido común me indicaban que esto resultaba una contradicción y, atrapado en esta paradoja, intenté asumir una posición “neutral” o inexperta en la discusión. En ese momento era más fácil aceptar lo que ellos tenían que decir de los seres no-humanos (dueños del monte, espíritus que aparecen y se comunican a través de los sueños, etc.) que lo que podían opinar de Dioxitek.[11] En otras palabras, resultaba más fácil aceptar sus “creencias” que asumir las mías propias (la “fe” en la ciencia moderna).

En este tipo de situaciones, la antropología tenía mucho que ofrecer. Viveiros de Castro (2002) sostiene que algunas definiciones clásicas de antropología parten de la premisa de que el “antropólogo” es alguien que discurre sobre el discurso de un “nativo”. Desde estas perspectivas, el discurso del antropólogo (observador) establecería cierta relación de conocimiento con el discurso del nativo (observado). En esta relación el antropólogo usualmente tendría una ventaja epistemológica sobre el nativo: es el antropólogo quien explica, interpreta, traduce, textualiza, contextualiza y significa. Sin embargo, argumenta Viveiros de Castro, el conocimiento antropológico es inmediatamente una relación social, pues es el efecto de las relaciones que constituyen recíprocamente el sujeto que conoce y el sujeto que él conoce, y la causa de una transformación (toda relación es una transformación) en la constitución relacional de ambos. El autor se pregunta: ¿Qué sucede si rechazamos la ventaja estratégica del discurso del antropólogo por sobre el discurso del nativo? ¿Qué pasa cuando el discurso del nativo funciona dentro del discurso del antropólogo, produciendo recíprocamente un efecto de conocimiento sobre este? ¿Qué sucede si en lugar de partir de la premisa de que todos somos nativos no argumentamos mejor que todos somos antropólogos (Wagner, 1975), aunque fuera cada uno a su modo, es decir de modos diferentes y no uno mejores que otros?

Lo que sugiere Viveiros de Castro es la existencia de dos concepciones de antropología. Por un lado, tenemos una imagen del conocimiento antropológico como resultando de la aplicación de conceptos extrínsecos al objeto: sabemos de antemano lo que son la religión, la política, etc., y vamos a ver cómo tales entidades se representan en el contexto etnográfico. Por otro lado, hay una idea de conocimiento antropológico que caracteriza la investigación como conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados. Si la primera concepción de antropología imagina cada cultura o sociedad como encarnando una solución específica de un problema genérico ―universal―, la segunda, por el contrario, sospecha que los problemas en sí mismos son radicalmente diversos y no existen respuestas únicas a los diversos problemas. Esta última concepción parte del principio de que el antropólogo no sabe de antemano cuáles son esos problemas sobre los que incurrirá. Lo que la antropología pone en relación, en este caso, son problemas diferentes, no un problema único (natural) y sus diferentes soluciones (culturales).

Si lo que varía ya no es la visión de un único mundo cargado de múltiples representaciones, el método de la equivocación controlada (Viveiros de Castro, 2004) es el que permitiría acercarnos a las teorías nativas. Este método postula que la existencia de términos homónimos no significa que los referentes empíricos a los que ellos refieren sean idénticos e impulsa a reconocer el carácter relativo de nuestros conceptos (y aquello que ellos denotan). De esta manera, más que aplicar conceptos teóricos a “datos” etnográficos, se trata de habitar el equívoco de la univocalidad y reconocer la homonimia engañosa. El objetivo sería que la experiencia etnográfica y las conceptualizaciones nativas transformen el aparato conceptual del investigador y los presupuestos ontológicos sobre los que se fundan.

Es desde esta perspectiva que pude llegar a comprender de otra forma la disputa por Dioxitek y profundizar en aquello que desde nuestra ontología moderna definimos como un conflicto ambiental. En lugar de reducir sus conocimientos y formas de habitar el mundo a “creencias”, con el fin de poner en paridad epistémica sus argumentos y los míos, asumí que ellos también estaban capacitados de hablar de Dioxitek y de la ciencia. Incluso, supuse que yo podría aprender algo de lo que ellos tenían que decir. Habitar el equívoco de la homonimia engañosa favoreció a que mi ceguera ontológica se fuera haciendo a un lado. A partir de este posicionamiento metodológico, ético y político, la experiencia de campo me fue enseñando que todo el daño que ellos mencionaban, incluso la contaminación que la planta producía, sí era posible.

Reflexiones finales

En el presente artículo empecé por reflexionar acerca de las potencias que conlleva el concepto de Antropoceno en el contexto actual de crisis climática y ambiental. Luego, analicé los discursos puestos en juego en el conflicto con la planta de Dioxitek. En este caso, identifiqué la perspectiva de ambientalistas, políticos y expertos científicos sobre su traslado y posterior instalación. Así, consideré que la disputa por Dioxitek, en tanto conflicto ambiental, sería más cabalmente comprendida si se la considera dentro de los conflictos surgidos con el Antropoceno.

Como metáfora del debate público de aquel momento, dejé de lado la perspectiva indígena y problematicé sobre las consecuencias del monólogo occidental en el que se incurre por una supuesta hegemonía epistémico-ontológica. En un intento por reconstruir analíticamente el híbrido conformado por humanos y no-humanos que agencian en este debate, recuperé parte de la perspectiva indígena sobre la cuestión. Expliqué que el análisis ontológico del conflicto puede esclarecer algunos interrogantes sobre qué conceptos y métodos disponemos como antropólogos para pensar una verdadera transición civilizatoria a partir de aquellos mundos otros que apuntan a formas alternativas de conocimiento. Mostré que los conceptos de recurso, desarrollo y sustentabilidad son insuficientes, puesto que encubren parte del mundo que habitamos; invisibilizan e ignoran un universo poblado de otras agencias.

En concordancia con la ontología política (Blaser, 2019), aquel campo de estudio que focaliza cuando dos o más ontologías entran en disputa, el reconocimiento de los conflictos ontológicos son un paso (al menos inicial) en la construcción de una realidad comprometida con el pluriverso, con sostener el devenir de mundos heterogéneos e interconectados. Si la antropología “es la ciencia que enseña a uno cómo tomar el pensamiento del otro en serio (…), es una cuestión de darse (a sí mismo) los medios, o los instrumentos para poder tomar el pensamiento del otro en serio” (Viveiros de Castro, 2014: 238, énfasis en el original). Sin una simetrización epistémica-ontológica resulta casi imposible pensar en una verdadera transición civilizatoria. Porque efectivamente existe una paradoja, tal como señala el ya fallecido líder qom Timoteo Francia: “la marginación azota a los sectores de insuficientes recursos económicos y a la población deprimida y envuelta en la pobreza, mientras la ciencia y los avances tecnológicos, con sus enormes pasos victoriosos, descubren muchas cosas” (Francia y Tola, 2018: 58-59).

En este tipo de disputas, inicialmente concebidas como conflictos ambientales, confluyen algunos elementos que son importantes considerar. El primero de ellos, subyacente, consiste en la particular distinción occidental entre naturaleza y cultura o ambiente y sociedad. Resulta que nosotros, los que pertenecemos a la humanidad moderna, nos hemos olvidado que pertenecemos al mundo y no al revés (Viveiros de Castro, 2011). “Ya lo hemos sabido; algunas civilizaciones todavía lo saben; muchas otras, varias de las cuales matamos, lo sabían” (Viveiros de Castro, 2011: 8, traducción propia). El siguiente elemento reconocible está fundado en el primero pero es antes ideológico que ontológico. Este refiere al capitalismo como un sistema político-económico que promueve aquella vieja ilusión que ve en el progreso científico-tecnológico el desarrollo social. La confluencia de la modernidad occidental como paradigma socio-cultural con el capitalismo, a mediados del siglo XIX, ha causado una hipermercantilización y una hipercientifización de los ideales regulatorios y emancipatorios, respectivamente, de la modernidad. Como consecuencia, Occidente habita un mundo descontrolado de aceleración científica, tecnológica y productiva.

La perspectiva qom que nos proponen líderes como Israel y Timoteo no posee ansias de dominio y apropiación de la naturaleza mediante la ciencia y la técnica, o la explotación del cuerpo humano como mercancía. Esta noción de mundo, que la socio-cosmología toba nos plantea, no busca la universalidad de sus supuestos y su ampliación mediante el exterminio de la alteridad, sino una acción situada, con las raíces en la tierra, que busca el equilibro, la complementariedad y reciprocidad de los existentes que componen el universo. Ellos constituyen aquellos terrícolas que jamás confundirán la Tierra con el territorio, los recursos con la vida, el sujeto con el objeto (Danowski y Viveiros de Castro, 2019), porque “los desequilibrios y la inequidad hacen que la vida y los elementos naturales desarmonicen y que nuestras vidas entren en riesgo” (Francia y Tola, 2018: 87).

En un momento donde la escala de la historia humana y las escalas cronológicas de la biología y la geofísica se han invertido, en medio de cambios tan rápidos que vuelven al futuro cada vez más incierto, la presencia de otras ontologías podría ayudarnos a repensar nuestros mitos y vetustos dualismos y, más importante aún, a pensar el mundo por venir: quizás podamos pensar que hemos estado formulando preguntas equivocadas; quizás la pregunta no sea si la solución al Antropoceno reside en avanzar o disminuir el desarrollo científico-tecnológico; quizás antes sea necesario abandonar nuestras ansias de dominio y control de la naturaleza, para darle agencia real. Aunque la respuesta al dilema antropocénico y a la intromisión de Gaia no sea única, sí sabemos, a partir del caso analizado, que la alteridad siempre es factible de constituirse como la expresión de otro mundo posible.

Material suplementario
Información adicional

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Referencias
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Notas
Notas
[1] Las reflexiones aquí mencionadas constituyen una versión mejorada de uno de los capítulos de mi Tesis de Licenciatura.
[2] Dioxitek es una Sociedad Anónima Estatal, creada por el Decreto del Poder Ejecutivo Nacional N° 1286 de 1996. En la actualidad, el 51% de la titularidad del Capital Social lo posee la Secretaría de Energía y el 48% está bajo la Comisión Nacional de Energía Atómica, CNEA (organismo gubernamental del Estado argentino encargado de la investigación y el desarrollo de la energía nuclear), mientras que el Gobierno de la Provincia de Mendoza posee el 1% restante. Inicialmente, fue creada para suministrar el dióxido de uranio usado en la fabricación de los elementos combustibles de las centrales nucleares Embalse y Atucha I; luego también Atucha II.
[3] El “Lote 68” o Namqom, es un barrio periurbano ubicado a unos once kilómetros de la ciudad de Formosa, en ambos márgenes de la Ruta Nacional N° 11. Conformado a principios de los años setenta, se trata en su mayor parte de población indígena qom y en menor medida pilagás y wichís, con la presencia de unos pocos “criollos”.
[4] El término Antropoceno ha impulsado críticas y nuevas denominaciones que, sin desconocer sus diferencias, tienen un centro común: señalan que más allá del capitalismo global, las acciones humanas son las causantes del cambio climático (Haraway, 2016; Moore, 2015).
[5] El concepto de desarrollo sostenible o sustentable aparece por primera vez en el Informe Nuestro futuro común, publicado en 1987 bajo la coordinación de Gro Harlem Brundtland, por aquel entonces Primera Ministra de Noruega. El mismo fue elaborado por los distintos Estados integrantes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en condiciones históricas muy específicas, pues fue parte de un proceso más amplio de “problematización de la relación entre naturaleza y sociedad” (Escobar, 1995: 8). Este documento, que buscaba enfrentar y criticar la postura del desarrollo económico de aquella época y replantear las políticas de desarrollo económico globalizado, define al desarrollo sostenible como la búsqueda de la satisfacción de las necesidades de la presente generación, sin comprometer las de las futuras.
[6] “El experto es ese cuya práctica no se ve amenazada por el problema que está en discusión, y su rol va a exigirle que se presente, y que presente lo que sabe, de manera tal que no prejuzgue de la manera en que se tomará en cuenta su saber” (Stengers, 2014: 36).
[7] Escobar identifica retóricamente el inicio de la época del desarrollo con el discurso que dio Harry S. Truman en enero de 1949, durante su mandato como presidente de Estados Unidos, conocido como Four point speech (“Los cuatro puntos”). Allí, anunció al mundo la nueva doctrina del trato justo para los países que, desde ese momento fundacional, fueron considerados como subdesarrollados.
[8] Entre las posiciones a favor de la instalación de Dioxitek se encontraban el ingeniero Ricardo Ángel Chiaraviglio (gerente del proyecto de la planta en Formosa), Fabián Valentinuzzi (director de Estrucplan Consultora, ente encargado de realizar el EsIA), la licenciada en química Norma Boero (por entonces presidente de la CNEA), el ingeniero Hugo Edgardo Vicens (representante de la Autoridad Regulatoria Nuclear, ARN) y el ingeniero Mauricio Bisautta (en aquel entonces vicepresidente de la CNEA), entre otros.
[9] Entre estas posiciones se encontraban Claudio Roca (de la Asociación Movimiento Ecologista “Vida y Salud”), el Dr. Nuncio Toscano (de la Asociación de Médicos de la República Argentina, AMRA), Raúl Montenegro (biólogo y representante de la Fundación para la Defensa del Ambiente, FUNAM), Soledad Sede (de la ONG Greenpeace), el Dr. Luis Petcoff Naidenoff (Senador nacional por la provincia de Formosa) y Roxana Silva (abogada, miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, APDH), entre otros.
[10] Elegido por la comunidad para llevar adelante la causa en contra de Dioxitek, Israel Alegre (Tito) fue un referente del pueblo qom y líder histórico del barrio Namqom. En su trayectoria se enfrentó a represiones y denunció las constantes violaciones de los derechos humanos de los pueblos indígenas. En junio de 2021, la Covid-19 lo encontró débil a causa de afecciones previas y sin la atención médica adecuada. Muchos no dudamos en argumentar que su muerte se encuentra en continuidad con lo que siempre denunció: el genocidio de los pueblos originarios.
[11] Esta es una advertencia metodológica aprendida del trabajo de campo de Marcio Goldman (2016) cuando se pregunta si es posible tomar en serio lo que sus interlocutores tienen que decir, no sólo de su religión o “cultura”, sino también de la política y democracia brasileña. “Porque parece extrañamente más fácil aceptar lo que los otros dicen acerca de sus dioses que lo que dicen sobre nuestros políticos” (p. 29).
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