DOSSIER
LA ANTROPOLOGÍA PERSPECTIVISTA Y EL MÉTODO DE LA EQUIVOCACIÓN CONTROLADA
Recepción: 24 Marzo 2022
Aprobación: 29 Junio 2022
El Americanismo Tropical ha probado ser una de las áreas más dinámicas y creativas de la antropología contemporánea, ejerciendo una creciente influencia en una agenda conceptual más amplia. Sin embargo, a pesar de este florecimiento, y de que la obra fundamental de Lévi-Strauss (dentro del cual el pensamiento amerindio tiene un lugar privilegiado) está circulando desde hace más de medio siglo, la originalidad radical de la contribución de los pueblos del continente a la herencia intelectual de la humanidad está lejos de ser totalmente absorbida por la antropología. Más particularmente, algunas de las implicaciones de esta contribución a la teoría antropológica están todavía esperando ser elaboradas. Esto es lo que tengo la intención de empezar a hacer aquí, sugiriendo algunas reflexiones adicionales sobre el perspectivismo amerindio, un tema con el que he estado ocupado (o tal vez obsesionado) en los últimos años.[1]
Traducción
El título de este texto es una alusión a un famoso artículo de Fred Eggan (1954) titulado “La antropología social y el método de la comparación controlada”, que formó parte de la caja de herramientas del bien conocido Proyecto Harvard-Brasil Central, del cual soy uno de los descendientes académicos. La doble diferencia entre los títulos registra la dirección general de mi argumento, que, a decir verdad, poco tiene que ver con el de Eggan. La sustitución de “perspectivista” por “social” indica, primero que nada, que la “antropología” a la cual me estoy refiriendo es una formación híbrida. El resultado de cierta imbricación recursiva entre los discursos antropológicos Occidentales (nuestra propia etno-antropología), los cuales están enraizados en nuestra moderna ontología multiculturalista y uninaturalista, y la imagen antropológica transportada por la cosmopraxis Amerindia en la forma de una teoría perspectivista de la persona transespecífica, que, por contraste, es unicultural y multinatural.
En segundo lugar, y de forma más general, esta sustitución expresa mi convicción de que la antropología contemporánea es social (o, para el caso, cultural), sólo en la medida en que la primera cuestión que afronta el antropólogo es averiguar qué constituye, tanto por extensión como por comprensión, el concepto de lo social (lo cultural) para la gente estudiada. Dicho de otra manera, la cuestión es cómo configurar a las personas como un agente teórico en vez de un “sujeto” pasivo. Como ya he argumentado en un texto reciente (Viveiros de Castro, 2002b: 122), el problema que define a la antropología consiste menos en determinar cuáles relaciones sociales constituyen a su objeto, y mucho más en preguntar qué es lo que su objeto constituye como una relación social -qué es una relación social en los términos de su objeto, o mejor aún, en los términos que emergen de la relación (una relación social, naturalmente) entre el “antropólogo” y el “nativo”.
En pocas palabras, hacer antropología significa comparar antropologías, nada más -y nada menos. La comparación no es sólo nuestra principal herramienta analítica. Es también nuestra materia prima y fundamento último, porque lo que comparamos son siempre y necesariamente, de una forma u otra, comparaciones. Si la cultura, como Marilyn Strathern escribió, “…consiste en la forma en que la gente establece analogías entre los diferentes dominios de sus mundos” (1992: 47), entonces, toda cultura es un gigantesco proceso multidimensional de comparación. Siguiendo a Roy Wagner, si la antropología “estudia la cultura a través de la cultura”, entonces “cualesquiera que sean las operaciones que caracterizan a nuestras investigaciones, éstas deben ser también propiedades generales de la cultura” (1981: 35). En resumen, el antropólogo y el nativo están implicados en “operaciones intelectuales directamente comparables” (Herzfeld, 2003: 7), y dichas operaciones son, sobre todo, comparativas. Las relaciones interculturales, o comparaciones internas (las “analogías entre dominios” stratherianas), y las relaciones interculturales, o comparaciones externas (la “invención de la cultura” wagneriana), están en estricta continuidad ontológica.
Pero la comparabilidad directa no significa necesariamente traducibilidad inmediata, así como la continuidad ontológica no implica transparencia epistemológica. ¿Cómo podemos restablecer las analogías trazadas por los pueblos amazónicos en los términos de nuestras propias analogías? ¿Qué sucede con nuestras comparaciones cuando las comparamos con las comparaciones indígenas?
Propongo la noción de “equivocación” como un medio para reconceptualizar, con ayuda de la antropología perspectivista amerindia, este emblemático procedimiento de nuestra antropología académica -la comparación. Lo que tengo en mente es algo distinto de la comparación de Eggan, que era la comparación entre diferentes instancias espaciales o temporales de una forma sociocultural dada. Desde el punto de vista de las “reglas del método antropológico”, este tipo de comparación es sólo una regla regulativa -y otras formas de investigación antropológica existen. Por el contrario, la comparación en la cual estoy pensando es una regla constitutiva de la disciplina. Concierne al proceso involucrado en la traducción de los conceptos prácticos y discursivos de los “nativos” en los términos del aparato conceptual de la antropología. Estoy hablando de la clase de comparación, la mayoría de las veces implícita o automática (y por tanto incontrolable), que incluye necesariamente el discurso del antropólogo como uno de sus términos, y que empieza desde el primer momento del trabajo de campo, sino antes. Controlar esta comparación traductiva entre antropologías es precisamente lo que compromete el arte de la antropología.
Hoy en día es, sin duda, un lugar común decir que la traducción cultural es la tarea distintiva de nuestra disciplina. Pero el problema es saber qué es, puede o debe ser precisamente una traducción, y cómo llevar a cabo tal operación. Es aquí donde las cosas empiezan a ponerse complicadas, como Talal Asad demostró en un artículo digno de mención (1986). Yo adopto la posición radical, que creo es la misma que la de Asad, y que puede resumirse de la siguiente manera: en la antropología, la comparación está al servicio de la traducción y no al revés. La antropología compara con el fin de traducir, y no de explicar, justificar, generalizar, interpretar, contextualizar, revelar el inconsciente, decir lo que no se dice y así sucesivamente. Agregaría, además, que traducir es siempre traicionar, como dice el refrán italiano. Sin embargo, una buena traducción -y aquí estoy parafraseando a Walter Benjamin (o más bien a Rudolf Pannwitz a través de Benjamin)[2], es una que traiciona la lengua de destino, no la de origen. Una buena traducción es aquella que permite a los conceptos ajenos deformar y subvertir la caja de herramientas conceptuales del traductor, de modo que la intentio de la lengua original pueda ser expresada dentro de la nueva lengua.
Voy a presentar una breve reseña (una traducción) de la teoría de la traducción presente en el perspectivismo amerindio, con el fin de ver si podemos conseguir modificar nuestras propias ideas acerca de la traducción -y por lo tanto, de la antropología- de tal manera que podamos reconstituir la intentio de la antropología amerindia en el lenguaje de la nuestra. Al hacer esto, afirmaré que el perspectivismo proyecta una imagen de la traducción como un proceso de equivocación controlada -“controlada” en el sentido que se puede decir que caminar es una forma controlada de caer. El perspectivismo indígena es una teoría de la equivocación, es decir, de la alteridad referencial entre conceptos homónimos. La equivocación aparece aquí como el modo de comunicación por excelencia entre diferentes posiciones perspectivas -y por tanto, como condición de posibilidad y límite de la empresa antropológica.
Perspectivismo
Uso “perspectivismo” como el rótulo de un conjunto de ideas y prácticas que se encuentran en toda la América indígena y a las cuales me referiré, por razones de simplicidad, como si se tratara de una cosmología. Esta cosmología imagina un universo poblado por diferentes tipos de agencias subjetivas, humanas así como no humanas, cada una dotada con el mismo tipo genérico de alma, es decir, el mismo conjunto de capacidades cognitivas y volitivas. La posesión de un alma similar implica la posesión de conceptos similares, lo que determina que todos los sujetos vean las cosas de la misma manera. En particular, los individuos de la misma especie se ven entre sí (y solo entre sí) como los humanos se ven a sí mismos, es decir, como seres dotados de figura y hábitos humanos, viendo aspectos de su cuerpo y comportamiento en la forma de la cultura humana. Lo que cambia cuando se pasa de una especie de sujeto a otra es el “correlato objetivo”, el referente de esos conceptos: lo que el jaguar ve como “cerveza de mandioca” (la bebida propia de las personas, de tipo jaguar o no), los humanos la ven como “sangre”. Donde nosotros vemos un depósito de barro salado a la orilla de un río, los tapires ven su gran casa ceremonial, y así sucesivamente. Tal diferencia de perspectivas (no una pluralidad de puntos de vista de un único mundo, sino un único punto de vista de diferentes mundos) no puede derivar del alma, debido a que esta última es el fundamento original y común del ser. Más bien, dicha diferencia está ubicada en las diferencias corporales entre especies, porque es el cuerpo y sus afecciones (en el sentido de Spinoza, como la capacidad de un cuerpo de afectar y ser afectado por otros cuerpos) el lugar e instrumento de la diferenciación ontológica y la disyunción referencial.[3]
Por consiguiente, donde nuestra moderna ontología, antropológicamente multiculturalista, es fundada en la implicación mutua de la unidad de la naturaleza y la pluralidad de culturas, la concepción amerindia supondría una unidad espiritual y una diversidad corporal -o en otras palabras, una sola “cultura” y múltiples “naturalezas”. En este sentido, el perspectivismo no es un relativismo como lo conocemos -un relativismo subjetivo o cultural-, sino un relativismo objetivo o natural -un multinaturalismo. El relativismo cultural imagina una diversidad subjetiva y parcial de representaciones (culturas) refiriendo a una naturaleza objetiva y universal, exterior a la representación. Los amerindios, en cambio, proponen una unidad representativa o fenomenológica de tipo puramente pronominal, aplicada a una diversidad radical y real. (Cualquier especie de sujeto se percibe a sí mismo y su mundo de la misma manera que nosotros nos percibimos a nosotros mismos y a nuestro mundo. La “cultura” es lo que uno ve de sí mismo cuando dice “yo”).
El problema para el perspectivismo indígena, por lo tanto, no es descubrir el referente común (digamos, el planeta Venus) de dos representaciones diferentes (“Lucero del Alba” y “Lucero de la Tarde”). Por el contrario, es hacer explícita la equivocación que supone imaginar que cuando el jaguar dice “cerveza de mandioca” se está refiriendo a la misma cosa que nosotros (es decir, una bebida sabrosa, nutritiva y embriagadora). En otras palabras, el perspectivismo supone una epistemología constante y ontologías variables. Las mismas representaciones y otros objetos, un único significado y múltiples referentes.
Por lo tanto, el objetivo de la traducción perspectivista -la traducción es una de las principales tareas del chamanismo, como sabemos (Carneiro da Cunha, 1998)- no es la de encontrar un “sinónimo” (una representación correferencial) en nuestro lenguaje conceptual humano para las representaciones que otras especies de sujeto utilizan para hablar sobre una y la misma cosa. Por el contrario, el objetivo es evitar perder de vista la diferencia oculta dentro de “homónimos” equívocos entre nuestro lenguaje y el de otras especies, ya que nosotros y ellos nunca estamos hablando de las mismas cosas.
Esta idea puede sonar en principio un poco contraintuitiva, porque cuando empezamos a pensar en ella, parece colapsar en su contrario. Así es como Gerald Weiss, por ejemplo, describe el mundo Campa:
Es un mundo de semejanzas relativas, donde diferentes clases de seres ven las mismas cosas de forma diferente; por eso, los ojos humanos normalmente solo pueden ver buenos espíritus en forma de relámpagos o pájaros, mientras que ellos se ven a sí mismos en su verdadera forma humana. De forma similar, a los ojos de los jaguares los seres humanos parecen pecaríes para ser cazados (1972: 170).
Ahora bien, la manera en que Weiss “ve las cosas” no es un error, sino más precisamente una equivocación. El hecho de que diferentes tipos de seres vean las mismas cosas de manera diferente, no es más que una consecuencia del hecho de que diferentes tipos de seres ven cosas diferentes de la misma manera. El fantasma de la cosa-en-sí persigue la formulación de Weiss, la cual en realidad expresa una inversión del problema planteado por el perspectivismo -una inversión típicamente antropológica.
El perspectivismo incluye una teoría de su propia descripción por la antropología –dado que es una antropología. Las ontologías amerindias son inherentemente comparativas: presuponen la comparación entre las maneras en que diferentes tipos de cuerpos experimentan “naturalmente” el mundo como una multiplicidad afectiva. Son, por lo tanto, una especie de antropología invertida, ya que nuestra antropología procede por medio de una comparación explícita entre las maneras en que diferentes tipos de mentalidad representan “culturalmente” el mundo, visto éste como el origen unitario o foco virtual de sus diferentes versiones conceptuales. Por lo tanto, una explicación culturalista (antropológica) del perspectivismo implica necesariamente la negación o deslegitimación de su objeto, su “retroproyección” (Latour, 1996) como un tipo primitivo y fetichista de razonamiento antropológico.
Lo que propongo como programa experimental es la inversión de esta inversión, que comienza con la siguiente pregunta: ¿Cómo sería un tratamiento perspectivista de la comparación antropológica? Como no tengo espacio en este ensayo para responder de manera extensa con ejemplos detallados de “equivocación controlada”, voy a discutir sólo sus principios generales.
Cuerpos y almas
Uno de los puntos de partida para mi primer análisis del perspectivismo, publicado en 1996, fue una anécdota contada por Lévi- Strauss en Raza e historia. Ésta ilustra la tesis pesimista de que uno de los aspectos intrínsecos de la naturaleza humana es la negación de su propia universalidad. Una avaricia congénita y narcisista, que impide la atribución de los predicados de la naturaleza humana a la especie como conjunto, parece ser parte de estos predicados. En suma, el etnocentrismo, al igual que el sentido común (que es quizás la traducción sociológica del etnocentrismo), es la cosa más compartida en el mundo. Lévi- Strauss ilustra la universalidad de esta actitud antiuniversalista con una anécdota basada en la Historia de Oviedo, y que tuvo lugar en Puerto Rico:
En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, mientras los españoles enviaban comisiones inquisitoriales para investigar si los indígenas poseían o no un alma, estos últimos se dedicaban a ahogar a los blancos prisioneros a fin de verificar, tras largas observaciones, si los cadáveres estaban o no sujetos a la putrefacción (1973 [1952]: 384).
La lección de la parábola obedece a un formato irónico familiar, pero aun así no deja de ser sorprendente. La preferencia de la humanidad de uno a costa de la humanidad del otro, manifiesta una similitud con ese otro despreciado. Y como el Otro del Mismo (del Europeo) resulta ser el mismo que el Otro del Otro (del Indio), el Mismo termina revelándose -sin saberlo- como exactamente el mismo del Otro.
La anécdota fue recogida por el autor en Tristes trópicos, ilustrando el choque cosmológico producido en la Europa del siglo XVI por el descubrimiento de América. La moraleja de la historia sigue siendo la del libro anterior, a saber, la incomprensión mutua entre Indios y Españoles, igualmente sordos a la humanidad de sus inauditos otros. Sin embargo, Lévi-Strauss introduce una asimetría, observando irónicamente que en sus investigaciones sobre la humanidad del otro, los Blancos invocaban a las ciencias sociales, mientras que los Indios confiaban más en las ciencias naturales. Los primeros llegaron a la conclusión de que los Indios eran animales, mientras que los segundos se conformaron en sospechar que los Blancos eran dioses. “En igualdad de ignorancia”, concluye el autor, esta última era una actitud más propia de los seres humanos (1955: 81-83).
Por eso, a pesar de compartir una ignorancia equivalente sobre el Otro, el Otro del Otro no era exactamente el mismo que el Otro del Mismo. Fue considerando cuidadosamente esta diferencia que empecé a formular la hipótesis de que el perspectivismo indígena situaba las diferencias cruciales entre la diversidad de sujetos en el plano del cuerpo y no del espíritu. Para los Europeos, el diacrítico ontológico es el alma (¿son los Indios humanos o animales?) Para los Indios es el cuerpo (¿son los Europeos humanos o espíritus?). Los Europeos nunca dudaron que los Indios tuvieran cuerpos. Al fin y al cabo, los animales también los tienen. En cambio, los Indios nunca dudaron que los Europeos tuvieran alma. Los animales y los espíritus también las tienen. En resumen, el etnocentrismo Europeo consistía en dudar si otros cuerpos tienen la misma alma que la de ellos (hoy llamaríamos al alma “la mente”, y el problema teológico del siglo XVII sería ahora el “problema filosófico de las otras mentes”). El etnocentrismo amerindio, por el contrario, consistía en dudar si las otras almas tenían el mismo cuerpo.
Antropología equivocada
Esta anécdota de las Antillas arroja algo de luz sobre uno de los elementos centrales del “mensaje” perspectivista: la idea de que la diferencia está inscrita en los cuerpos, y la idea del cuerpo como un sistema disposicional de afectabilidad (¿se pudren los Europeos?) en vez de una morfología material. Sin embargo, fue sólo hasta hace muy poco tiempo que me di cuenta de que la anécdota no era simplemente “acerca” del perspectivismo, sino que era perspectivista en sí misma, instanciando el mismo cuadro o estructura manifiesta en los innumerable mitos amerindios que tematizan el perspectivismo interespecífico. Aquí tengo en mente el tipo de mito donde, por ejemplo, el protagonista humano se pierde en lo profundo de la selva y llega a una aldea extraña. Allí, los habitantes le invitan a beber una refrescante calabaza de “cerveza de mandioca”, que él acepta con entusiasmo. Pero para su horrorizada sorpresa, sus anfitriones le colocan delante una calabaza rebosante de sangre humana. Tanto la anécdota como el mito giran en torno a un tipo de disyunción comunicativa donde los interlocutores no están hablando acerca de las mismas cosas, y lo saben. En el caso de la anécdota, el “diálogo” toma lugar en el plano de los razonamientos comparativos de Lévi- Strauss sobre el etnocentrismo recíproco. Así como los jaguares y los humanos aplican el mismo nombre para dos cosas muy diferentes, los Europeos y los Indios “estaban hablando” acerca de la humanidad, es decir, ellos estaban cuestionando la aplicabilidad de su concepto auto-descriptivo al Otro. Sin embargo, lo que Europeos e Indios entendían como el criterio definitorio del concepto (su intención y, por consecuencia, su extensión) era radicalmente diferente. En suma, la anécdota de Lévi- Strauss y el mito giran en torno a una equivocación.
Si lo pensamos detenidamente, la anécdota de las Antillas es similar a muchas otras que podemos encontrar en la literatura etnográfica, o en nuestras propias recolecciones del trabajo de campo. En realidad, creo que esta anécdota encapsula la situación o evento antropológico por excelencia, expresando la quintaesencia de lo que es nuestra disciplina. Es posible distinguir, por ejemplo, en el archifamoso episodio de la muerte del Capitán Cook, tal como es analizado por Marshall Sahlins (1985), una transformación estructural de los experimentos cruzados de Puerto Rico. Se nos presentan dos versiones del motivo antropológico arquetípico, es decir, un equívoco intercultural. La vida, como siempre, imita al arte -los eventos copian los mitos, la historia ensaya la estructura.
Voy a proponer uno o dos ejemplos de equivocaciones más adelante. Lo que me gustaría dejar en claro, es que la equivocación no es sólo una entre otras posibles patologías que amenazan la comunicación entre el antropólogo y el “nativo” -como la incompetencia lingüística, la ignorancia del contexto, la falta de empatía personal, la indiscreción, la ingenuidad literalista, la comercialización de información, la mentira, la manipulación, la mala fe, la falta de memoria, y otras diversa deformaciones y carencias que pueden afligir la discursividad antropológica a nivel empírico. En contraste con estas patologías contingentes, la equivocación es una categoría propiamente trascendental de la antropología, una dimensión constitutiva del proyecto de la disciplina de traducción cultural. Ésta expresa una estructura de jure, una figura inmanente a la antropología[4]. No es mera facticidad negativa, sino una condición de posibilidad del discurso antropológico, lo que justifica su existencia (¿quid juris? como en la cuestión Kantiana). Traducir es situarse en el espacio de la equivocación y habitarlo. No es deshacer la equivocación (ya que esto sería suponer que nunca existió en primer lugar), sino precisamente lo contrario. Traducir es enfatizar o potencializar la equivocación, es decir, abrir y extender el espacio imaginado como no existente entre los lenguajes conceptuales en contacto, el espacio que la equivocación precisamente ocultaba. La equivocación no es lo que impide la relación, sino lo que la funda e impulsa: una diferencia de perspectiva. Traducir es suponer que siempre existe una equivocación; es comunicar por las diferencias, en lugar de silenciar al Otro presumiendo la univocalidad -la similitud esencial- entre lo que el Otro y Nosotros estamos diciendo.
Michael Herzfeld observó recientemente que “la antropología se trata de malentendidos, incluyendo los malentendidos del propio antropólogo, porque estos son por lo general el resultado de la mutua inconmensurabilidad de diferentes nociones de sentido común -nuestro objeto de estudio” (2001: 2). Estoy de acuerdo, simplemente insistiría en el punto de que, si la antropología existe (de jure), es precisamente (y sólo) porque lo que Herzfeld llama “sentido común” no es común. También agregaría que la inconmensurabilidad de las “nociones” enfrentadas, lejos de ser un impedimento para su comparabilidad, es precisamente lo que la permite y justifica (como argumentó Michael Lambek [1998]). Puesto que sólo vale la pena comparar lo inconmensurable, comparar lo conmensurable es tarea para los contadores, no para antropólogos. Por último, debo añadir que concibo la idea de “malentendido” en el sentido específico de equivocalidad encontrado en la cosmología perspectivista amerindia. Una equivocación no es sólo una “falta de entendimiento” (Oxford English Dictionary, 1989), sino un fallo en comprender que los entendimientos no son necesariamente los mismos, y que estos no están vinculados a maneras imaginarias de “ver el mundo” sino a los mundos reales que están siendo vistos. En la cosmología amerindia, el mundo real de diferentes especies depende de sus puntos de vista, dado que el “mundo en general” consiste en las diferentes especies en sí mismas. El mundo real es el espacio abstracto de divergencia entre especies como puntos de vista. Porque no hay puntos de vista sobre las cosas, las cosas y los seres son los puntos de vista en sí (como diría Deleuze, 1988: 203). La cuestión para los Indios, entonces, no es conocer “cómo los monos ven el mundo” (Cheney y Seyfarth, 1990), sino que mundo es expresado a través de los monos, de que mundo son el punto de vista. Creo que esta es una lección de la cual nuestra propia antropología puede aprender algo.
La antropología, pues, trata de malentendidos. Pero como Roy Wagner dijo perspicazmente sobre sus primeras relaciones con los Daribi: “sus malentendidos sobre mí no eran los mismos que mis malentendidos sobre ellos” (1981: 20). El punto crucial aquí no es el hecho empírico de que los malentendidos existen, sino el hecho trascendental de que no es el mismo malentendido.
La cuestión no es descubrir quién está mal, y mucho menos quién está engañando a quien. Una equivocación no es un error, un descuido o un engaño. Por el contrario, es el fundamento mismo de la relación que la implica, y esta es siempre una relación con una exterioridad. Un error o un engaño solo pueden ser determinados como tales desde el interior de un determinado juego de lenguaje, mientras que una equivocación es lo que se despliega en el intervalo entre diferentes juegos de lenguaje. Engaños y errores suponen premisas ya constituidas -y constituidas como homogéneas- mientras que una equivocación no sólo supone la heterogeneidad de las premisas en juego, sino que las establece como heterogéneas y las presupone como premisas. Una equivocación determina las premisas en vez de ser determinada por ellas. Por consecuencia, las equivocaciones no pertenecen al mundo de las contradicciones dialécticas, ya que su síntesis es disyuntiva e infinita. Una equivocación es indisoluble, o mejor, “recursiva”: tomarla como objeto determina otra equivocación “más arriba”, y así hasta el infinito.
La equivocación, en resumen, no es una falla subjetiva, sino una herramienta de objetivación. No es un error ni una ilusión -no necesitamos imaginar la objetivación en el lenguaje postilustrado y moralizante de la reificación o fetichización (hoy mejor conocida como “esencialización”). Al contrario, la equivocación es la condición limitante de cualquier relación social, una condición que se vuelve superobjetivada en el caso extremo de las llamadas relaciones interétnicas o interculturales, donde el juego del lenguaje diverge al máximo. No hace falta decir, que esta divergencia incluye la relación entre el discurso antropológico y el discurso del nativo. Así, el concepto antropológico de cultura, por ejemplo, como argumenta Roy Wagner, es la equivocación que emerge como intento de resolver la equivocalidad intercultural, y es equívoca en la medida en que se desprende, entre otras cosas, de la “paradoja creada de imaginar una cultura para personas que no la conciben para sí mismas” (1981: 27). En consecuencia, incluso cuando los malentendidos son transformados en entendimientos -como cuando el antropólogo transforma su desconcierto inicial ante las formas de los nativos en “su cultura”, o cuando los nativos entienden que lo que los blancos llamaban, digamos, “regalos” eran en realidad “mercancías”- incluso aquí, tales entendimientos persisten en no ser los mismos. El Otro de los Otros es siempre otro. Si la equivocación no es un error, una ilusión o una mentira, sino la forma misma de la positividad relacional de la diferencia, su opuesto no es la verdad, sino lo unívoco, como la pretensión de la existencia de un significante único y trascendente. El error o ilusión por excelencia consiste, precisamente, en imaginar que lo unívoco existe por debajo de lo equívoco, y de que el antropólogo es un ventrílocuo.
Estar ahí afuera
Una equivocación no es un error –los teólogos Españoles, los Indios de Puerto Rico, los guerreros Hawaianos y los marineros Británicos no podían estar todos (y enteramente) en lo incorrecto. Ahora quiero presentar otro ejemplo de equivocación, esta vez tomado de un análisis antropológico. Este ejemplo ha sido extraído de una reciente monografía Americanista de la más alta calidad –quiero enfatizar fuertemente esto- escrita por un colega a quien admiro mucho. Consideremos, entonces, este metacomentario de Greg Urban en su excelente libro Metaphysical Community, sobre el discurso de “hacercomunidad” [communitymaking[5]] de los Shokleng. Explicando los poderes sociogenéticos del discurso, Urban observa que:
A diferencia de la cordillera de Sierra Geral, los jaguares o los pinos de araucaria, la organización de la sociedad no es una cosa que está ahí afuera, esperando ser entendida. La organización debe ser creada, y es algo elusivo e intangible lo que la crea. Es la cultura -entendida aquí como discurso circulante (1996: 65).
El autor está defendiendo una posición construccionista moderada. La sociedad, como la organización social Shokleng con sus grupos y emblemas, no es algo dado, como a los antropólogos tradicionales les gustaba pensar. Más bien, es algo creado a través del discurso. Pero el poder del discurso tiene límites, características geográficas y esencias biológicas que están ahí afuera. Son, por así decirlo, compradas “ya hechas” [ready-made], no fabricadas en casa a través de discurso circulante. Debo admitir que no hay nada fuera de lo común con el comentario de Urban. De hecho, parece evidentemente razonable y canónicamente antropológico. Además, también acuerda con lo que algunos filósofos igualmente razonables buscan enseñarnos sobre la estructura de la realidad. Por ejemplo, tomemos la doctrina de John Searle (1995), que argumenta que dos y solo dos tipos de hechos existen: los “hechos brutos”, como las colinas, la lluvia y los animales, y los “hechos institucionales”, como el dinero, las cajas de hielo o el matrimonio. Estos últimos, son hechos fabricados o construidos (performados), ya que su razón suficiente coincide enteramente con su significado. Los primeros, por el contrario, son hechos dados, debido a que su existencia es independiente de los valores que se les atribuyen. Esto puede entenderse en un par de palabras: naturaleza y cultura.
Sin embargo, ¿qué es lo que los Shokleng tienen que decir al respecto? Hacia el final de Metaphysical Community, el lector no puede sino sentir cierta molestia al notar que la división del mundo hecha por Urban –en una realidad dada de jaguares y pinos y un mundo construido de grupos y emblemas- no es la división hecha por los Shokleng. De hecho, es casi exactamente la contraria. Los mitos indígenas magníficamente analizados por Urban cuentan, entre otras cosas, que el Shokleng original, después de esculpir los futuros jaguares y tapires en madera araucaria, dio a estos animales sus características pieles cubriéndolos con marcas diacríticas pertenecientes a los grupos clánico-ceremoniales: manchas para el jaguar, rayas para el tapir (1996: 156-58). En otras palabras, es la organización social lo que estaba “ahí afuera”, y los jaguares y los tapires fueron performados por ella. El hecho institucional crea el hecho bruto. A menos, claro, que el hecho bruto sea la división clánica de la sociedad, y el hecho institucional los jaguares en la selva. Para los Shokleng, en efecto, la cultura es lo dado y la naturaleza lo construido. Para ellos, si el gato está en la alfombra,[6] o mejor dicho, si el jaguar está en la selva, es porque alguien lo puso ahí.
En resumen, nos encontramos ante una equivocación. La distribución discordante de lo dado y lo construido, que separa inexorablemente el discurso Shokleng de lo real del discurso antropológico del discurso Shokleng, nunca es explicitado como tal por Urban. La solución que ofrece implícitamente para este quiasma es la clásica solución de la antropología, que consiste en una operación de traducción muy característica, que implica la degradación metafísica de la distribución indígena del mundo a la condición de metáfora: “la creación del mundo animal es una metáfora de la creación de la comunidad” (Urban, 1996:158). ¿Dónde estaríamos sin esta distinción estatuaria entre lo literal y lo metafórico, que bloquea estratégicamente cualquier confrontación directa entre los discursos del antropólogo y del nativo, evitando cualquier incomodidad mayor? Urban considera que la creación de la comunidad es literal y la de los jaguares metafórica. O mejor dicho, que la primera es literalmente metafórica y la segunda metafóricamente literal. La creación de la comunidad es literal, pero la comunidad que se ha creado es metafórica (no es “algo que está ahí afuera”). Los jaguares, estarán complacidos de saber, son literales, pero su creación por la comunidad es, por supuesto, metafórica.
No sabemos si los Shokleng concuerdan con el antropólogo en considerar la creación de los jaguares y tapires como una metáfora de la creación de la comunidad. Podríamos aventurarnos a decir que probablemente no. Por el otro lado, Urban considera que los Shokleng sí coinciden con él acerca de la naturaleza metafórica de la comunidad creada por ellos mismos, o, mejor (y literalmente), por su discurso. A diferencia de otros antropólogos u (otros) pueblos con una mentalidad más esencialista, los Shokleng están conscientes, piensa Urban, de que su división en grupos (nominal pero no realmente) exogámicos no es un hecho bruto. Se trata más bien de una representación metadiscursiva de la comunidad, que se limita a desplegar el lenguaje de la afinidad y la alianza interfamiliar de una manera “lúdica” (1996: 168). Así, el antropólogo está de acuerdo con la construcción Shokleng de la comunidad como construida, pero disiente con su planteamiento de los jaguares como construidos.
Más adelante en su trabajo, Urban interpreta las ceremonias indígenas como una forma de representar la comunidad en términos de relaciones dentro de la familia. La familia es descrita a su vez (aunque no sabemos si por el antropólogo o los nativos) como una unidad elemental fundada en relaciones “psicológicamente primitivas” entre los sexos y las generaciones (Urban, 1996: 188-193). La sociedad, metaforizada en sus divisiones emblemáticas y sus rituales colectivos, es imaginada como el resultado de una alianza entre familias, o, en un nivel más profundo (“primitivo”), como una familia nuclear. Pero la familia no parece ser, a los ojos de Urban al menos, una metáfora de algo más –es literal. Es un hecho dado que sirve útilmente como metáfora para cosas menos literales. La familia es una imagen naturalmente apropiada, debido a su saliencia cognitiva y su pregnancia afectiva (1996: 171, 192-93). Por lo tanto, es más real que la comunidad. La sociedad es naturalmente metafórica, la familia es socialmente literal. La familia nuclear, los vínculos concretos de conyugalidad y filiación son un hecho, no una fabricación. El parentesco –no el metafórico e intergrupal de la comunidad, sino el literal e interindividual de la familia- es algo tan externo como los animales y las plantas. El parentesco es algo sin cuya ayuda, además, el discurso no podría construir la comunidad. De hecho, es posible que este ahí afuera por las mismas razones que los animales y las plantas, es decir, por ser un fenómeno “natural”.
Urban afirma que los antropólogos, en general, “han sido los incautos” de gente que puede haber tomado “demasiado en serio su propio metadiscurso sobre la organización social”, y que por lo tanto han demostrado ser sobreliteralistas, es decir, horresco referens[7], esencialistas (1996: 137, 168-169). Puede ser que la antropología realmente haya adoptado una actitud literalista respecto a la esencia de la “sociedad”. Pero en contrapartida, en términos del discurso indígena sobre la “naturaleza” al menos, la antropología jamás ha sido engañada por el nativo, o sobre todo, acerca del nativo. La llamada interpretación simbolista (Skorupski, 1976) de la metafísica primitiva ha estado en circulación discursiva desde Durkheim. Es la misma interpretación que Urban aplica al discurso Shokleng de los jaguares –cuya literalidad rechaza-, pero que rechaza en favor de una interpretación completamente literalista del discurso Occidental sobre “las cosas de ahí afuera”. En otras palabras, si los Shokleng coinciden (por el bien de la hipótesis) con la ontología anti-durkheimiana de la sociedad de Urban, este coincide con Durkheim sobre la ontología de la naturaleza. Lo que Urban defiende es simplemente la extensión de la actitud simbolista al caso de los discursos sobre la sociedad, que dejan de ser el sustrato referencial de las proposiciones cripto-metafóricas sobre la naturaleza (como lo era con Durkheim). Ahora, la sociedad también es metafórica. La impresión que nos deja es que el construccionismo discursivo tiene que reificar el discurso –y, según parece, la familia– para poder des-reificar la sociedad.
¿Estaba Urban errado -haciendo una afirmación falsa- al declarar que las montañas y especies naturales están ahí afuera, mientras que la sociedad es un producto cultural? No lo creo. Pero tampoco creo que estuviera en lo correcto. En lo que respecta a cualquier punto antropológico en juego aquí, el interés de su declaración radica en el hecho de que contrainventa la equivocación a la que da lugar, y esta contrainvención le da su poder objetivante. La fe profesada por Urban en la autosuficiencia ontológica de las montañas y animales y en la demiurgia institucional del discurso es, en última instancia, indispensable para que podamos evaluar adecuadamente la enormidad de la brecha que separa las ontologías indígenas y antropológicas.
Creo que sí puedo hablar de un error o fallo por parte de Urban, porque estoy situado dentro del mismo juego de lenguaje que él –la antropología. Por lo tanto, puedo decir legítimamente (aunque ciertamente puedo estar mal) que Urban está cometiendo un error antropológico al no tener en cuenta la equivocación dentro de la cual él estaba implicado. La distribución discordante de lo dado y lo construido entre Urban y los Shokleng no es una elección anodina, un mero intercambio de señales que deja los términos del problema sin tocar. Hay “toda la diferencia en el mundo” (Wagner, 1981: 51) entre un mundo donde lo primordial es experimentado como una trascendencia desnuda, como pura alteridad antiantrópica (lo no-construido, lo no-instituido, lo que es exterior a las costumbres y el discurso), y un mundo de humanidad inmanente, donde lo primordial toma forma humana (lo cual no lo hace necesariamente tranquilizador; porque donde todo es humano, lo humano es algo totalmente distinto). Describir este mundo como si se tratara de una versión ilusoria del nuestro, unificándolos mediante la reducción de uno a las convenciones del otro, es imaginar una forma demasiado simple de relación entre ellos. Esta facilidad explicativa termina por producir todo tipo de incomódas complicaciones, ya que el deseo de monismo ontológico usualmente se paga con una emisión inflacionaria de dualismos epistemológicos -emic y etic, metafórico y literal, consciente e inconsciente, representación y realidad, ilusión y verdad, etc. “La perspectiva es la metáfora incorrecta”, fustiga Stephen Tyler en su manifiesto normativo para la etnografía posmoderna (1986: 137). La equivocación que articula el discurso Shokleng con el discurso de su antropólogo me lleva a concluir, por el contrario, que la metáfora es quizás la perspectiva incorrecta. Este es ciertamente el caso, cuando la antropología se encuentra cara a cara con una cosmología que es en sí misma literalmente perspectivista.
No todos los hombres
Concluyo narrando un pequeño equívoco traductivo en el que me vi involucrado hace unos años atrás. Milton Nascimiento, el célebre músico brasileño, había hecho un viaje a la Amazonia, guiado por unos amigos míos que trabajan para una ONG[8] ecologista. Uno de los puntos fuertes del viaje había sido una estancia de dos semanas entre los Cashinahua del río Jordão. Milton se sintió abrumado por la cálida acogida que recibió de los Indios. De vuelta a la costa brasileña, decidió utilizar una palabra indígena como título para el álbum que estaba grabando. La palabra elegida fue txai, que los Cashinahua habían utilizado ampliamente al dirigirse a Milton y los demás miembros de la expedición.
Cuando el álbum Txai estaba a punto de ser lanzado, uno de mis amigos de la ONG me pidió que escribiera una nota de álbum. Quería que le explicara a los fans de Milton qué significaba el título, y que dijera algo sobre el sentido de solidaridad fraternal expresada por el término txai y su significado de “hermano”, y así. Respondí que me era imposible escribir la nota en esos términos, porque txai puede significar casi todo excepto, precisamente, “hermano”. Expliqué que txai es un término utilizado por un hombre para dirigirse a ciertos parientes, por ejemplo, a sus primos cruzados, el padre de su madre, los hijos de su hija, y, en general, siguiendo el sistema Cashinahua de “alianza prescriptiva”, a cualquier hombre a cuya “hermana” [sister ego] trata como equivalente a su esposa, y viceversa (Kensinger, 1995: 157-74). En resumen, txai significa algo parecido a “cuñado”. Se refiere a los cuñados reales o posibles de un hombre, y cuando es usado como un vocativo amistoso para hablar con forasteros no-cashinahua, la implicación es que estos últimos son un tipo de afines. Además, expliqué que no es necesario ser amigo para ser un txai. Basta con ser un forastero, o incluso -y aún mejor-, un enemigo. Por eso, los Incas en la mitología Cashinahua son a la vez caníbales monstruosos y txai arquetípicos, con los que uno, debemos señalar de paso, no se debería o no se podría casar (McCallum, 1991).
Pero nada de eso iba a funcionar, se quejó mi amigo. Milton piensa que txai significa “hermano”, y, además, sería bastante ridículo ponerle al disco un título cuya traducción es “cuñado”, ¿no es así? Tal vez, concedí. Pero no esperes que pase por alto el hecho de que txai significa “otro” o afín. El resultado final de la conversación fue que el álbum siguió llamándose Txai, y la nota de álbum terminó siendo escrita por otra persona.
Nótese que el problema con este malentendido sobre txai no reside en el hecho de que Milton Nascimento y mi amigo estuvieran errados en relación al sentido de la palabra Cashinahua. Por el contrario, el problema es que tenían razón -en cierto sentido. En otras palabras, estaban “equivocados”. Los Cashinahua, como tantos otros pueblos indígenas de la Amazonía, utilizan términos cuyas traducciones más directas son “cuñado” o “primo cruzado” en diversos contextos en los que los brasileños, y otros pueblos de tradición euro-cristiana, esperarían realmente algo así como “hermano”. En ese sentido, Milton tenía razón. Si me hubiera acordado, le habría mencionado a mi interlocutor que la equivocación ya había sido anticipada por una etnóloga de los Cashinahua. Hablando de la diferencia entre la filosofía social de este pueblo y la de los Blancos de los alrededores, Barbara Keifenheim concluye: “El mensaje ‘todos los hombres son hermanos’ encontró un mundo en donde la expresión más noble de las relaciones humanas es la relación entre cuñados...” (1992: 91). Es por esta misma razón, precisamente, que “hermano” no es una traducción adecuada para txai. Si existe alguien a quien un hombre Cashinahua sería reacio de llamar “txai”, ese sería a su propio hermano. Txai significa “afín”, no “consanguíneo”, incluso cuando se utiliza con fines similares a los nuestros, cuando nos dirigimos a un extraño como “hermano”. Si bien los propósitos pueden ser similar, las premisas decididamente no lo son.
Mi percance traductivo sonará, sin duda, completamente banal a los oídos de los Americanistas que se interesan desde hace mucho tiempo por las innumerables resonancias simbólicas del idioma de la afinidad en la Amazonía. No obstante, el interés de esta anécdota en el presente contexto es que me parece que expresa, en la diferencia real entre los idiomas de “hermano” y “cuñado”, dos modos inversos de concebir el principio de comparación traductiva: el modo multiculturalista de la antropología y el modo multinaturalista del perspectivismo.
Las poderosas metáforas occidentales de la hermandad privilegian ciertas (no todas) propiedades lógicas de esta relación. ¿Qué son los hermanos [siblings] en nuestra cultura? Son individuos relacionados idénticamente con un tercer término, sus progenitores o sus análogos funcionales. La relación entre dos hermanos deriva de su relación equivalente con un origen que los engloba, y cuya identidad los identifica. Esta identidad común hace que los hermanos ocupen el mismo punto de vista sobre un mundo exterior. Al derivar su similitud de una relación semejante con un mismo origen, los hermanos tendrán relaciones “paralelas” (para usar una imagen antropológica) con todo lo demás. Por eso, las personas que no están relacionadas, cuando se conciben como emparentadas en un sentido genérico, lo son en términos de una humanidad común que nos hace a todos parientes, es decir, hermanos, o al menos, para seguir usando la imagen anterior, primos paralelos, hermanos clasificatorios: hijos de Adán, de la Iglesia, de la Nación, del Genoma, o de cualquier otra figura de trascendencia. Todos los hombres en cierta medida son hermanos, porque que la hermandad es en sí misma la forma general de la relación. Dos socios en cualquier relación se definen como conectados en la medida en que se puede concebir que tienen algo en común, es decir, que están en la misma relación con un tercer término. Relacionar es asimilar, unificar e identificar.
El modelo amazónico de la relación no podría ser más diferente a éste. “Diferente” es la palabra adecuada, porque las ontologías amazónicas postulan la diferencia en vez de la identidad como el principio de la relacionalidad. Es precisamente la diferencia entre los dos modelos lo que fundamenta la relación que estoy tratando de establecer entre ellos (y aquí ya estamos utilizando el modo amerindio de comparar y traducir).
La palabra común para la relación, en los mundos Amazónicos, es el término traducido como “cuñado” o “primo cruzado”. Este es el término con el que llamamos a personas que no sabemos cómo llamarlas, a aquellas con quienes deseamos establecer una relación genérica. En resumen, “primo/cuñado” es el término que crea una relación donde no la había. Es la forma a través de la cual lo desconocido se vuelve conocido.
¿Cuáles son las propiedades lógicas de la conexión de afinidad puestas de manifiesto en estos usos indígenas? Como modelo general de relación, la conexión del cuñado aparece como una conexión cruzada con un término mediador, que es visto de manera diametralmente opuesta por los dos polos de la relación: mi hermana es tu esposa y/o viceversa. Aquí, las partes involucradas se encuentran unidas por aquello que las divide, vinculadas por lo que las separa (Strathern, 1992: 99-100). La relación con mi cuñado se basa en que tengo otra clase de relación que la suya con mi hermana o mi mujer. La relación amerindia es una diferencia de perspectiva. Mientras nosotros tendemos a concebir la acción de relacionar como una omisión de las diferencias en favor de las similitudes, el pensamiento indígena ve el proceso desde otro ángulo: lo contrario de la diferencia no es la identidad sino la indiferencia. Por lo tanto, establecer una relación –como la de los cashinahua con Milton Nascimento- es diferenciar la indiferencia, insertar una diferencia donde se presumía la indiferencia. No es de extrañar, entonces, que los animales sean tan a menudo concebidos como emparentados por afinidad con los seres humanos en la Amazonía. La sangre es para los humanos lo que la cerveza de mandioca es para los jaguares, de la misma forma que una hermana para mí es una esposa para mi cuñado. Los numerosos mitos amerindios que presentan matrimonios interespecíficos y discuten las difíciles relaciones entre el afín casado y sus suegros aloespecíficos, no hacen más que combinar las dos analogías en una sola.
Las implicaciones de estos dos modelos de relación social para una teoría antropológica de la traducción son evidentes. Tales implicaciones no son metafóricas. En todo caso, sucede lo contrario, ya que las relaciones de sentido son relaciones sociales. Si el antropólogo parte del meta-principio de que “todos los hombres son hermanos”, él (o ella) está presuponiendo que su discurso y del nativo manifiestan una relación de naturaleza, en última instancia, fraternal. Lo que funda la relación de significado entre los dos discursos –y, por tanto, justifica la operación de traducción- es su referente común, del que ambos presentan visiones paralelas. Aquí, la idea de una naturaleza externa, que es lógica y cronológicamente anterior a las culturas que la representan parcialmente, desempeña el papel del padre que funda la relación entre dos hermanos. Podríamos imaginar aquí una interpretación jerárquica de este paralelismo fraternal, con el antropólogo asumiendo el papel del hermano literal y racionalmente mayor y al nativo como su hermano metafórica y simbólicamente menor. O, por el contrario, podríamos adoptar una interpretación radicalmente igualitaria, con los dos protagonistas vistos como gemelos, y así sucesivamente. En cualquier caso, en este modelo la traducción sólo es posible porque los discursos están compuestos de sinónimos. Expresan la misma referencia parental a algún (de hecho cualquier) tipo de trascendencia con el estatus de naturaleza (physis, socius, gen, la cognición, discurso, etc.). Aquí, traducir es aislar lo que los discursos tienen en común, algo que solo está “en ellos” (y que ya estaba antes que ellos) porque está “ahí afuera”. Las diferencias entre los discursos no son más que el residuo que impide una traducción perfecta, es decir, una superposición de identificación absoluta entre ellos. Traducir es presumir la redundancia.
Sin embargo, si todos los hombres son cuñados en lugar de hermanos -es decir, si la imagen de la conexión social no es la de compartir algo en común (un “algo en común” que actúa como fundación), sino, por el contrario, la de la diferencia entre los términos de la relación, o mejor, la diferencia entre las diferencias que constituyen los términos de la relación- entonces una relación solo puede existir entre lo que difiere y en la medida en que difiere. En este caso, la traducción se convierte en una operación de diferenciación -una producción de diferencia- que conecta los dos discursos en la medida en que precisa que no están diciendo lo mismo, en la medida en que apuntan a exterioridades discordantes más allá de los homónimos equívocos entre ellos. Al contrario de Derrida, creo que el hors-texte existe perfectamente, de facto y de jure -pero a diferencia de los positivistas, creo que cada texto tiene su propio hors-texte. En este caso, la traducción cultural no es un proceso de inducción (la búsqueda de puntos comunes en detrimento de las diferencias), ni mucho menos un proceso de deducción (aplicando, a priori, un principio de unificación natural a la diversidad cultural con el fin de determinar o decretar su significado). Se trata más bien, de un proceso del tipo que el filósofo Gilbert Simondon denominó transducción:
La transducción opera la inversión del negativo en positivo: aquello por lo que los términos no son idénticos entre sí, aquello por lo que son dispares (en el sentido sostenido que toma este término en la teoría de la visión) es integrado al sistema de resolución y deviene condición de significación; la transducción se caracteriza por el hecho de que el resultado de esta operación es un tejido concreto que comprende todos los términos iniciales… (1995: 32).
En este modelo de traducción, que creo que converge con el presente en el perspectivismo amerindio, la diferencia es, por lo tanto, una condición de la significación y no un obstáculo. La identidad entre la “cerveza” del jaguar y la “cerveza” de los humanos se plantea solo para ver mejor la diferencia entre los jaguares y los humanos. Como en la visión estereoscópica, es necesario que los dos ojos no vean la misma cosa dada para que otra cosa (la cosa real en el campo de visión) pueda ser vista, es decir, construida o contrainventada. En este caso, traducir es suponer una diferencia. La diferencia, por ejemplo, entre los dos modos de traducción que se han presentado aquí. Pero, tal vez, esto sea una equivocación.
*: Viveiros de Castro, Eduardo (2004). “Perspectival Anthropology and the Method of Controlled Equivocation”, Tipití: Journal of the Society for the Anthropology of Lowland South America: Vol. 2: Iss. 1, Article 1. Disponible en: http://digitalcommons.trinity.edu/tipiti/vol2/iss1/1 Este ensayo fue presentado como el discurso de apertura en las reuniones de la Sociedad para la Antropología de las Tierras Bajas de América del Sur (SALSA), celebradas en la Universidad Internacional de Florida, Miami, 17-18 de enero de 2004.
redalyc-journal-id: 1690