Resumen: ¿Son posibles en un mismo cristiano dos posiciones ético-teológicas distintas ante la mayor o menor licitud de la guerra? En el centenario del final de la I Guerra Mundial, hacer memoria de un personaje clave para la Iglesia Católica romana del momento pone de presente la disyuntiva a la que se vio enfrentado el genovés Giacomo Della Chiesa, primero como arzobispo de la Bolonia italiana, por la campaña de Libia (1911-1912), y luego como papa Benedicto XV, por la Gran Guerra (1914-1919). La investigación procede con una hermenéutica de documentos suyos y de contemporáneos, en Bolonia y el Vaticano; acude también a historiadores de su actuación en ambas investiduras. La conclusión revela el alcance que el asunto tuvo en el ejercicio pastoral de un creyente casi desconocido, y sugiere algunas líneas de examen del problema que la guerra continúa planteando a la teología cuando es adjetivada como justa.
Palabras clave:Benedicto XVBenedicto XV,cristianismocristianismo,éticaética,guerra justaguerra justa,I Guerra MundialI Guerra Mundial.
Abstract: Is there the possibility of two different ethico-theological positions in the same Christian believer about the lawfulness or the unfairness of war? In the centenary of the end of World War I, to recall a key figure for the Catholic Roman Church in that moment, arises Giacomo Della Chiesa’s dilemma facing the war as Archbishop of Italian Bologna, regarding the Libian campaign (1911-1912) and afterwards as pope Benedict XV regarding the Great War (1914-1919). Research proceeds with a hermeneutics of his documents and of his contemporary chroniclers in one and other venue, also going to historians of his performance in both tasks. Conclusion reveals the scope that the matter had for the pastoral exercise of an almost unknown believer; furthermore, it suggests some lines in studying the problem that war continues to pose to the discourse of Theology when it is qualified as just.
Keywords: Benedict XV, Cristhianism, Ethics, Lawfulness of War, World War I.
Artículos
Entre la “guerra justa” y “una inútil masacre”: Benedicto XV, el papa desconocido∗
Between the “Just war” and “a Useless Massacre”: Benedict XV, the Unknown Pope

Recepción: 14 Mayo 2019
Aprobación: 23 Septiembre 2019
A mi amiga Carla Rossi, Misionera de la Inmaculada del padre Kolbe, por su diligente búsqueda, en la biblioteca pública de Bolonia, de los documentos atinentes al periodo de Giacomo de la Chiesa en esa sede arzobispal; y al bibliotecario mismo –de cuyo nombre no dispongo–, por su generosa acogida y sugerencias ante mi solicitud.
Durante los últimos meses de 1915, las pocas salas de cine de la Colombia neutral1 ante el conflicto que afligía a Europa desde julio del año precedente sufrieron la censura del gobierno conservador de la época para proyectar la película La novela de un joven pobre, producida por los hermanos italianos Francesco y Vincenzo Di Domenico sobre Rafael Uribe Uribe.
Sostenían los liberales que dicha película no presentaba “decorosamente” el asesinato de su líder, ocurrido el 15 de octubre de 19142. Un año antes de la prohibición, el recién elegido papa Benedicto XV publicaba su primera encíclica, Ad beatissimi apostolorum (1914), una franca requisitoria que iniciaba con la invitación, a los gobernantes de las naciones en armas, a “deponerlas” para dar fin a “las gigantescas carnicerías” provocadas por la “desastrosísima Guerra”; y a buscar “con recta conciencia […] otras vías ciertamente existentes” para razonar sobre los mutuos “derechos lesionados”3. Se trataba de la misma que los libros de historia llamarían la “Gran Guerra”.
Giacomo Della Chiesa fue papa a la edad de 60 años, hasta su muerte en 1922, poco después de cumplir los 67. Había sido elegido arzobispo de Bolonia en 1907 y cardenal en 1914, y contaba entre sus antepasados a otro pontífice, el culto y diplomático Calixto II (1119-1124), Guido de Borgoña o de Vienne, antes designado para esa antigua sede arzobispal francesa. Calixto condujo el problema de las investiduras a política solución con Enrique V, hijo del conflictivo Enrique IV, por medio del Concordato de Worms (1122), que fue el primer acuerdo jurídico entre un papa y un rey, ratificado por el Sínodo de Letrán (1223), incluido después como I Concilio de Letrán y IX ecuménico.
Los Migliorati de la línea materna habían contribuido con otro papa, Inocencio VII (1404-1406), el cardenal Cosimo dei Migliorati, nombrado arzobispo de Bolonia en 1390, sin que se posesionara ni ejerciera nunca su cargo. Gobernó la Iglesia durante el cisma de Occidente al tiempo con el aragonés Benedicto XIII instalado en Aviñón; debido a su nepotismo, se vio enfrentado a la furia armada de la aristocracia romana por lo menos en dos ocasiones, acusado de no hacer nada por recomponer el cisma mientras lanzaba excomuniones a diestra y siniestra4. Sin duda, en su desempeño arzobispal y papal, Della Chiesa se dejó influir por la actitud conciliatoria de Calixto, pero ciertamente se alejó de Inocencio.
A diferencia de cuanto ocurrió en el pontificado de Benedicto XV, la actitud del predecesor San Pio X (1903-1914) frente al conflicto inminente había sido de renunciación. Párroco de montaña más que culto intelectual, preocupado siempre por la orientación religiosa de los fieles, temeroso frente al modernismo invasivo que tanto había ocupado a su antecesor León XIII, el papa Ratti se replegó sobre la herencia recibida de la Contrarreforma católica: “No logró aceptar una sociedad que abandonaba las formas tradicionales de sacralidad abriéndose al laicismo”5.
Ya como Patriarca de Venecia había afirmado: “La sociedad está enferma; la única esperanza, el solo remedio es el papa”6. En favor suyo ha subrayado la historia su respuesta –“yo bendigo la paz”–, con la que se negaba a bendecir las armas del Imperio austrohúngaro cuando este se aprestaba a invadir la Bélgica neutral, si bien el 24 de enero de 1909 había beatificado a Juana de Arco, “la santa de una Europa cristiana y belicosa”7.
Hacia el interior de la Iglesia, el papa Sarto desencadenó “una verdadera depuración en la que las excomuniones, las expulsiones y la prohibición de los libros alcanzaron proporciones epidémicas”, un auténtico “reino del terror”8. Organizador de la administración de la Sede apostólica cuyo gobierno le resultaba “desordenado, variopinto y arbitrario”9, en su encíclica Vehementernos de 1906 reafirmó la estructura jerárquica de la Iglesia, “una sociedad compuesta de dos clases de individuos, los pastores y el rebaño”10: a los primeros correspondía la guía de las multitudes, y a los segundos la obediencia11.
Murió en agosto de 1914, muy golpeado por la guerra apenas iniciada; la mayoría de sus expresiones hacia ella habían tenido un tono más de conmiseración que de condena; el crítico acerbo Claudio Rendina habría de recordar la expresión de un innominado biógrafo de Pío X, quien lo describe como uno que “se extendió como víctima sobre el altar” de la guerra12.
Análoga situación vivió el sucesor de Benedicto, Pío XI (1922-1939). Muy interesado en la ciencia y la técnica, patrocinador del arte y la cultura, rehabilitó discretamente a algunos estudiosos censurados durante la crisis modernista; pero no tolerará la oposición: “La suya fue una Iglesia militante, cuyo comandante era él”13. Negoció los Pactos Lateranenses con Benito Mussolini (1929) y firmó, por medio del cardenal Eugenio Pacelli, un concordato con Adolfo Hitler (1933).
Su encíclica en italiano Non abbiamo bisogno, de dos años antes, denunció las actuaciones del premier de Italia, a quien había considerado un bastión contra el comunismo y el socialismo, aunque sin buscar ni augurar el derribamiento del régimen14. En 1937, la siguiente encíclica, en alemán, Mit brennender Sorge, tachó de intolerable –por anticristiano– al gobierno del canciller alemán y denunció al mismo tiempo los mitos de la raza y la sangre15. Dio la espalda a Hitler cuando este visitó Roma, en 1938, como jefe de Estado en la vigilia de la II Guerra Mundial. Y trató de mediar en el conflicto, “una inútil carnicería”, según él mismo, invitando repetidamente a la ecuanimidad, al perdón y a la mutua caridad16, y promoviendo innumerables concordatos con los países que –para poner fin a la Gran Guerra– se habían reunido en la fracasada Sociedad de las Naciones de la que en tiempos de Benedicto XV había sido excluida la Iglesia Católica17.
Aunque son distintas las posiciones que ante una guerra, en dos momentos diferentes, asumió el personaje al que estas páginas dedican su atención, la imagen que la historiografía del siglo XX nos ha conservado de Giacomo Della Chiesa señala casi en exclusiva su papel como papa y en contadísimas ocasiones su desempeño en Bolonia como arzobispo diocesano. En mi opinión, examinar uno y otro desde una perspectiva crítico-hermenéutica puede contribuir a iluminar la historia de un cristiano que vivió y actuó cuando por primera vez el mundo se vio ante una tormenta de rasgos catastróficos por la que la modernidad estaba dando paso a otra manera de afrontar la realidad: la caracterizada por lo que pocos decenios más tarde filósofos y sociólogos empezarían a llamar posmodernidad, y que para los historiadores y politólogos sería la era de la Guerra Fría.
El soldado no debe debilitarse con el ocio del momento pues las causas justas para la guerra no faltan nunca. Juan de Mariana, jesuita (1536-1624)18
“Ninguno de los cuatro papas de esta época estimó la democracia en cuanto tal”19, incluido por tanto Benedicto XV. La historia del cardenal Della Chiesa había empezado tiempo atrás. Tres años antes de su ordenación presbiteral finalizaba el Concilio Vaticano I, con la aprobación de dos constituciones dogmáticas, una “sobre la fe católica” y otra “sobre la Iglesia”20. Resulta obvio entonces que este par de documentos hiciera parte de su formación en el camino hacia el ministerio presbiteral para el que fue consagrado a los 23 años de edad: aunque ambos textos rechazaban los numerosos errores filosóficos y teológicos por ser contrarios al cristianismo, no había en ellos una mínima palabra dirigida al belicismo de los católicos estados europeos que extendían los conflictos armados a las colonias asiáticas y africanas, mientras los países de las tres Américas, también católicas en su mayor parte, luchaban todavía por su independencia. La era de la defensa de los derechos humanos por parte de las iglesias cristianas no había comenzado aún, ni siquiera cuando empezaba su pontificado Benedicto XV21, a pesar de la requisitoria socializante de León XIII en la Rerum novarum, que llevaba ya más de un decenio.
Las devociones hacia el Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, que tenían su propia historia, se tornaron en una de las claves de la pastoral católica desde mediados del siglo XIX, en especial por mano de León XIII, quien les dedicó hasta doce encíclicas: una “politización de la devoción” –observa Daniele Menozzi22–, cuando poco tiempo después la formal consagración de las naciones hacia los Sagrados Corazones llegó a transformarse en condición para lograr el triunfo de la causa católica frente a los múltiples enfrentamientos armados de fines de ese siglo y de comienzos del XX.
La Iglesia Católica se convertía así en garante de la paz, pues “la supremacía espiritual y la independencia del pontífice romano pertenecen a la esencia misma del cristianismo”, había asegurado antes de los sucesos de Porta Pia el arzobispo de Poitiers, Étienne Pie23. Las lanzas y espadas de los cruzados (monseñor Pie acababa de subrayar que “esta gran palabra, cruzada, no tendría en los tiempos modernos una aplicación más apta”) fueron remplazadas por las de los corazones heridos de Cristo y María; no en vano los dos elementos harían parte, en tiempos de Benedicto XV, y aun hoy, de la respectiva imaginería devocional; y tanto desde la sede arzobispal como desde la pontificia invocaría ambos cultos.
Los párrafos precedentes son apenas una muestra del mundo católico con el que tuvo que vérselas el arzobispo Della Chiesa desde el inicio de su ministerio episcopal en Bolonia, en diciembre de 1907. En palabras suyas, había sido enviado allí “para limpiar los establos de Augías” –el tirano que en los tiempos del Hércules también mitológico nunca aseaba los suyos– “de las insidias políticas y teológicas”24; en síntesis, el fruto de una “Roma desorientada entre la devoción y la indiferencia”25 durante el periodo de 1823 a 1903.
En Italia influía directamente la disolución de la “obra de los congresos y comités católicos”, nacida desde 1874, en tiempos de Pío IX, para respaldar las acciones eclesiales tendientes a la defensa de los derechos de la Santa Sede y de los intereses religiosos y sociales de los italianos, que sería clausurada por Pío X en 1904 ante el conflicto interno suscitado por el respaldo mayoritario a la línea socialista sobre la minoritaria, que prefería a los liberales; pero sobre todo era determinante, en el ambiente católico, la represión pontificia del modernismo teológico y político.
En la sede arzobispal Della Chiesa encontró enfrentados a los antiguos católicos intransigentes con los clericalistas moderados “eleccionistas” y otros variados grupos26; unos y otros se respaldaban con la prensa, a veces católica (L’Avvenire d’Italia, La Se-mente, Il Mulo) y en ocasiones socialista o masónica (Il Giornale del Mattino, L’Asino), unos por ser opositores acérrimos del fantasma socialista que veían cernirse sobre una Italia siempre temerosa de la Rusia que apenas conocía, y otros porque rechazaban acérrimamente las ideologías conservadoras o católicas.
El arzobispo logró advertir que en la sombra se movía siempre el intento vindicador de los católicos fieles al papado por los hechos de Porta Pia y la subsiguiente creación del reino de Italia con la derrota de Pio IX: “La cuestión romana27 es el plato de lentejas por el que Italia vendió su primado en el Mediterráneo”, había subrayado Il Mulo en 191128. En el escenario confluía un difuso y mezquino pero desorganizado anticlericalismo, por demás evasivo y vulgar29.
Desde los primeros años del siglo XX, los conservadores de tipo tradicional censuraban la democracia, antesala del socialismo, sin poner en discusión el liberalismo; otros más radicales acusaban al régimen liberal. En la coyuntura de 1904, cuando los socialistas perdieron el poder en las elecciones y prevaleció por breve tiempo el anarquismo, Pio X, favorecedor del non expedit de Pio IX y León XIII –que prohibía a los católicos acceder a los comicios de su época– permitió votar a los católicos que simpatizaban con los liberales30.
Enfrentados los sindicalistas revolucionarios con los nacionalistas que luchaban contra la naciente democracia y la exaltación de la violencia, se difundió un conservadurismo destructivo que rechazaba las reformas del primer ministro Giovanni Giolitti por demasiado avanzadas y sustituía la solidaridad social sostenida por liberales y socialistas con el individualismo y el desprecio del pueblo en pro de una lucha entre las naciones como instrumento esencial del progreso. Al mismo tiempo, patriotismo y racismo favorecían el colonialismo que buscaba la pureza de la raza. No faltó la efectiva síntesis de cierto delegado al Congreso nacionalista de Roma en 1912: “Yo soy uno a quien le dan asco los inmortales principios de la Revolución francesa”. En definitiva, “la única forma verdaderamente nacional, italiana, de revolución habría sido la guerra de expansión y de conquista”31.
Para el tema que nos ocupa hay que relevar un hecho significativo: el que a tres años de la elección de Giacomo della Chiesa al episcopado estallaría la guerra de Italia en Libia. Datada por los libros de historia entre 1911 y 1912, patrocinada desde 1908 por el naciente nacionalismo italiano32, en realidad la veloz y entusiasta campaña de conquista colonial se prolongó, a pesar de la firma de la paz de Lausanne, en octubre de 1912, hasta 1931, con un costo de cien mil muertos libios cuando el país tenía apenas ochocientos mil habitantes.
La simultánea declaración de guerra contra Turquía, oficializada por Giolitti el 29 de setiembre de 1911, había sido animada por una “infestante retórica nacionalista” a cargo de la opinión pública prevalente y secundada por las “Canciones de ultramar” del poeta Gabriele D’Annunzio. En medio de la crisis económica mundial iniciada desde 1907, la nación “reivindicaba una Italia más grande” que si expandía sus dominios coloniales podía “alcanzar la propia redención”.
La propaganda gubernamental difundió una imagen del árabe ansioso por desembarazarse de la opresión turca, pronto a secundar la acción del invasor apenas este desembarcara. Según Simone Colonnelli, ni siquiera en 1913 “cien mil soldados italianos habían obtenido un seguro control de las regiones ocupadas, sino que resultaron empantanados en una guerrilla que se prolongó un ventenio”. Solo el gobierno fascista lograría la reconquista definitiva de Libia, en 1931, y la perdería a manos del Reich alemán doce años después. “La campaña de Libia” –continúa Colonnelli– “evidenció un indubitable interés de numerosos obispos y prelados hacia la guerra: en ella se percibía la oportunidad de una verdadera y propia cruzada en tierra de infieles” 33.
Al mismo tiempo se habían reforzado las oposiciones de derecha e izquierda; entre otros factores, ello condujo a que –sin que la opinión pública le diera mayor relieve– un simpatizante del sindicalismo revolucionario empezara a consolidarse en la esfera pública al confiársele, en 1912, la dirección de Avanti!, el cotidiano histórico del Partido Socialista: se llamaba Benito Mussolini. Y así, justamente en torno del tema colonial, la Iglesia Católica y el gobierno italiano volverían a encontrarse tras el divorcio anunciado desde el Resurgimiento y consumado en Porta Pia34.
La bibliografía contemporánea que reseña el pontificado de Benedicto XV, escasa en textos35, con noticias escuetas al respecto, y difícil de hallar en las bibliotecas especializadas, lo es en mayor proporción acerca de la posición adoptada por Giacomo Della Chiesa ante la guerra libia desde su sede en Bolonia36. Por añadidura, la historiografía diocesana acerca de la época ha dedicado poca atención a cuanto se refiere al papel del arzobispo bolonés37. Se ha dicho de él (no todavía cardenal38, pues carecía de la plena confianza de Pío X) que se mostró de acuerdo con la campaña de Libia pues ponía en marcha una “guerra justa”.
En realidad, su actitud frente al hecho fue más matizada. En octubre de 1911 encomendó a todos los párrocos de la región incluir en la misa la oración pro tempore belli, con lo que se sumaba a la mayoría de los obispos en sintonía con la decisión de Pío X39. Poco después, el 26 de noviembre, respaldó el documento que –con el nombre de “Súplicas y oraciones por la victoria de las armas italianas y sufragios perpetuos a los valientes soldados caídos en la guerra de Tripolitania”– había producido un comité de mujeres pertenecientes a la nobleza de Bolonia: ellas pedían celebrar una misa en sufragio por los muertos caídos y construir una capilla dedicada a San Pío V; consciente de que la iniciativa dependía de su aprobación, reescribió de su propia mano los tres parágrafos iniciales que hablaban de las glorias de Lepanto, moderando en ellos el énfasis nacionalista, y firmando solo una nota remisoria del texto que, por otra parte, ordenó atribuir al comité promotor.
Resultaba claro su interés pastoral, cargado de una sutil diplomacia. Como en su futuro pontificado, comprometió recursos humanos y financieros en la atención a los soldados heridos y a las viudas y huérfanos de los fallecidos, civiles y militares. Sin embargo –hay que reconocerlo–, Giacomo Della Chiesa aprobaba en el fondo la acción bélica, pues los católicos debían obedecer al poder constituido y la guerra podía contribuir a una renovación religiosa tras la crisis de la “cuestión romana”, cuya solución continuaba siendo prioritaria para el arzobispo; aunque insistió una y otra vez en mantener alta la vigilancia, para no caer en un nacionalismo exacerbado que, a diferencia suya, exaltaban otros obispos y clérigos italianos.
El sucesor de Della Chiesa en Bolonia, Giorgio Gusmini –que en el primer mes de episcopado prefirió hablar de paz interior, paz social y paz política, tras soslayar cualquier referencia a la guerra en curso–, reconoció poco después que, a pesar de ser un “gran mal”, por “amor de patria” había que hacerla menos grave en sus consecuencias; una vez ingresada Italia a ella, la patria debía estar convencida de su victoria porque “defendía sus propios derechos”; en consecuencia, el nuevo arzobispo impetraba la bendición de Dios sobre las armas italianas y, a pesar de la requisitoria en contrario del papa Benedicto, recibido el birrete cardenalicio repitió la misma actuación “por la victoria del ejército italiano”; los años en la diócesis lo tornarían más reflexivo y reservado con el avance del “inmenso desastre” –son sus palabras– y del altísimo precio de la paz sucesiva pagado en millares de muertos, viudas y huérfanos y en destrucción40.
La guerra justa estaba afincada en el derecho natural, patrimonio de la Iglesia como base del orden social, heredado a su vez del iustum bellum de los tiempos del Imperio romano. En el fondo, con el armamento de los soldados católicos, la Iglesia podía recuperar territorios y gentes que habían pertenecido muchos siglos atrás a la fe cristiana, arrebatados por las invasiones otomanas y sangrientamente sometidos al islam. Es posible que esa actitud hiciera parte de la “guerra civilizada” que, por el año de 1911 –lo recuerda Eric Hobsbawm41–, aceptaban los manuales. Mientras tanto, un número significativo de obispos italianos estaba de acuerdo en que a los soldados correspondía sufrir, obedecer y combatir42. En todo caso, “con la referencia a un medioevo ideal se conectaban estrechamente guerra justa y hierocracia”43.
Es indispensable remontarse a los tres siglos del alto Medioevo (VI a IX) para encontrarse con la Iglesia cristiana que reconocía al Estado el ejercicio de una violencia legítima. Se trataba del triunfo de la idea de universalidad que prevalecería sobre la de barbarie: atribuible en un primer momento a San Gregorio Magno, desde fines del siglo VI, y a Carlomagno, “rey padre de Europa”, en palabras de un poeta de su época cuando estaba por iniciarse el siglo IX44. Los habían precedido el teórico de la guerra justa, el romano Cicerón, su admirador San Ambrosio y el discípulo de este, San Agustín, quien –con el papa Gregorio Magno– fueron tres de los cuatro padres de la Iglesia occidental. “El hombre lleva consigo la guerra donde quiera que huya”. De ahí que la paz sea el fruto positivo de una lucha que tiende al retorno del orden, escribía el obispo de Hipona; y el de Milán se mostraba persuadido de que la paz del emperador Augusto fuese la paz de Cristo45.
Siglos después, cuando el llamado “descubrimiento de América” se preguntó si los indígenas allí encontrados eran hombres u homúnculos, con la bula SublimisDeus (1537), el papa Pablo III habría de reconocer que se trataba de seres humanos; entre tanto, más de un teólogo y un conquistador señalarían que, dado su género de vida inmersa en la naturaleza salvaje, eran inferiores al resto de europeos, violaban sin saberlo el derecho natural y, por tanto, la necesidad de ser bautizados para procurar su salvación eterna bien podía resolverse con el uso de la violencia, si se negaran a la predicación del Evangelio; en tal caso –concluía el teólogo dominico Francisco de Vitoria–, la guerra era justa porque los rebeldes “cometían una injusticia”46. Lo habían demostrado hasta la saciedad las Cruzadas de los siglos precedentes.
Della Chiesa pertenecía, en definitiva, al clero surgido de los largos pontificados de Pio IX y León XIII. Poco importaba que cien años antes “desde finales de 1820, el mundo hubiese avanzado decisivamente hacia la era democrática”47. Al fin de cuentas, todavía más de medio siglo después se subrayaba la idea de que “la matriz de los males de la modernidad había que buscarla en la ausencia de reconocimiento de la Iglesia como custodio de las reglas de la justicia y como autoridad reconocida para dirimir las controversias entre las naciones”48. En consecuencia, el papa era el “jefe natural de una civilización que se defiende, también con las armas, de la barbarie y la superstición”49: léase, del socialismo y el ateísmo.
Ya entre los siglos XI y XIII la tradición medieval había venido considerando “por definición malvados a los opositores del papa, cristianos y no cristianos” y que por serlo llegaban a ser la encarnación “del mal”50, con mayúscula. Y muy cerca de nuestro arzobispo, León XIII señaló que “un buen ciudadano no puede dudar en deber dar la vida por la patria”51: la perspectiva del papa Pecci identificaba al buen ciudadano con el buen católico. La Juventud Católica Italiana, respaldada por el clero, añadió que el “buen soldado católico” estaba llamado no solo al sacrificio sino a ser “capaz de tal autocontrol que le permitiera matar sin una implicación emotiva”52.
Estos son días de gracia… es el grande jubileo de la guerra. Yves de la Brière, jesuita, 191453
El proceso europeo que condujo a la Gran Guerra había comenzado en el último cuarto del siglo XIX. Las grandes potencias, una tras otra sin excepción, fueron repartiéndose el mundo circundante en posesiones coloniales para Rusia, Alemania, Bélgica, Italia, Francia, Gran Bretaña, Austria. La ola del colonialismo imperialista, creador de protectorados en la casi totalidad del África y buena parte de Asia, una suerte de lamento tardío por el desaparecido Napoleón Bonaparte, exasperó sin embargo los enfrentamientos entre los países europeos porque las corrientes migratorias –sobre todo a los Estados Unidos pero fuertes en el interior del continente– aumentaron en desmesura la población; lo que habría de dejar al siglo XX y aun al XXI “el enorme problema del subdesarrollo”54.
España entró con retardo en la misma contienda por sus últimas posesiones en América Latina y el Caribe, favoreciendo el ingreso de Estados Unidos, que se apoderó de ellas; el Japón aprovechó entonces la coyuntura para alargar su dominio sobre China; entre tanto, Alemania –que continuaba fortaleciendo sus recursos militares– dejaba de lado el esfuerzo defensivo bismarckiano en los reinos europeos y lo remplazaba por un “pangermanismo” que incrementaba a su vez el racismo55. A ello se sumaron las revoluciones surgidas en varios continentes: en Turquía, Persia y México, entre otros países.
El siglo XX se había inaugurado con un optimismo notable: “progreso era la palabra mágica que habría abierto todas las puertas”56; eran innegables los descubrimientos científicos y técnicos, la reacción contra el positivismo de los dos siglos precedentes, la propuesta socialista de un revisionismo de la doctrina marxista, el abandono parcial de un cierto paternalismo asistencialista y caritativo, el reconocimiento legal de los sindicatos.
Completó la escena el belicismo de los nacionalistas que predicaban una guerra “regeneradora” y polemizaban con la democracia y el socialismo, junto a la carrera por el rearme y la tendencia a crear una evasión de las luchas políticas y sociales internas, a medida que estas se intensificaban por la presión de las clases trabajadoras y la resistencia de los industriales. Ni siquiera el socialismo –“que había hecho del pacifismo y del internacionalismo su propia bandera”– escapó al “clima general de unión sacra”: la Segunda Internacional, “nacida como expresión pacífica de la solidaridad de las clases trabajadoras”, había dejado de existir. En los años sucesivos los reformistas continuarían siendo pacifistas y los revolucionarios propondrían la utilización de la guerra como bandera para sus propios fines57.
En la Italia que incluía los territorios pontificios aún en discusión, campesinos y trabajadores eran contrarios a la guerra, auspiciada con ardor por la burguesía y los intelectuales. Cuando convergieron las presiones de los grupos que la favorecían y la voluntad del rey, de su primer ministro y del ministro de Relaciones Exteriores, el país ingresó en la contienda: el 24 de mayo de 1915 declaró la guerra a Austria, tras el voto mayoritario del parlamento y el negativo de los socialistas. Sin embargo, una amplia parte de las masas populares se conservaría extraña a los valores patrióticos58.
Il Picoletto (el Pequeñito), como era llamado al interior de la Curia romana –en cuya Secretaría de Estado se había iniciado como simple documentarista en 1887 y sustituto del mismo Secretario desde 1901–, fue elegido como Benedicto XV tras diez escrutinios de entre una minoría de cardenales en el cónclave; este, a pesar de las preferencias ya expresadas por el Imperio austrohúngaro y la perspectiva de la guerra en curso que obligaba a decidir entre la política progresista –eclesiocéntrica, claro está– de León XIII, y la integrista de Pío X, se prolongó durante tres días. Y bien pronto, el arzobispo Della Chiesa, a solo tres meses de ser nombrado cardenal, empezó a mostrar su estatura interior: comenzó decidiendo ser coronado en la Capilla Sixtina y no en la basílica de San Pedro, para que –fueron sus palabras públicas– “en el luto en que la guerra ha arrojado a la humanidad sea excluido cuanto pueda tener aspecto de fiesta”59.
Exactamente dos meses después de su elección, publicó la primera de tres encíclicas que se habrían de ocupar de la Gran Guerra: Ad beatissimi apostolorum principis, del 1º de noviembre de 1914, en la que definió su posición ante el conflicto; en la segunda, Quodiam diu, del 1º de diciembre de 1918, celebró el final del mismo60; y en la tercera, Pacem Dei munus pulcherrimum, del 23 de mayo de 1920, advirtió sobre las actitudes internacionales en curso que presagiaban tiempos peores para la paz 61.
Benedicto XV lanzó tres documentos más, sucesivamente, en forma de exhortación apostólica: Ubiprimum (el 8 de setiembre de 1914)62; Allorché fummo chiamati (el 28 de julio de 1915)63; y Dès le début (el 1º de agosto de 1917)64.
Fueron varias las alocuciones en torno de la guerra. Entre ellas pueden contarse al menos seis significativas: cinco a los cardenales con ocasión de la Navidad de 1914, 1916, 1917, 1918 y 1919, y una más al reunirse la Conferencia Internacional de Washington por el Desarme (noviembre de 1921).
El papa ya había dirigido una homilía con ocasión de la visita de los niños romanos (julio de 1916) en el aniversario del inicio de la guerra, en la que los invitaba a hacerse “autores de la paz”65; y no faltó otra a las viudas francesas peregrinas a Roma (marzo de 1919).
Movido por la que suponía fuese su autoridad moral, Benedicto XV insistió en todo momento sobre la necesidad de una paz justa, sin vencedores ni vencidos, si quería ser duradera; pero “no encontró eco alguno entre los responsables políticos: esta fue su gloria y al mismo tiempo su fracaso”66.
Aunque la voz “guerra” de la Enciclopedia Británica incluyó –en su decimoprimera edición, de 1915– la derivación “guerra civilizada”, ni a lo largo de la ahora encuestada ni en la posguerra ahorró el papa adjetivos y nombres para caracterizarla. Si bien la expresión “inútil masacre” (inutile strage) ha sido escogida por los historiadores para significar lo que el pontífice subrayaba, en sus textos son abundantísimas y variadas otras cualificaciones del “tremendo fantasma de la guerra”: “furibunda guerra […] sanguinaria […] desastrosísima”67; “espantoso espectáculo”68; “desmesurada lucha”69; “lucha tremenda”70; “calamidad”71… Y lo que en ella sucede no es otra cosa que una “gigantesca […] horrenda”72y “deshonrosa masacre […] un horrible enfrentamiento”73; un “terrible flagelo”74; un “verdadero […] suicidio”75; “una prolongada masacre […] una incomparable calamidad”76 que “colma el alma de horror y amargura”77 y “ha encendido luctuosísimos incendios […] en casi toda Europa”78; una “lucha fratricida [que] deshonra a Europa”79 con las “tinieblas de una muerte bélica”80 en la que “los hombres se despedazan y se masacran”81.
En fin, “la más tenebrosa tragedia del odio humano y de la humana demencia”, señaló Benedicto XV ante los niños de Roma en el segundo aniversario (1916) del inicio de la guerra82; y ante el Colegio de Cardenales, en la Navidad de 1917, advertió que el ya vivido “doloroso trienio” ha llevado a que “florecientes naciones hayan sido empujadas al paroxismo de la mutua destrucción, temiendo siempre más cercano el suicidio de la Europa civilizada”83.
Para entonces, la ofensiva de paz lanzada por los imperios centrales, bajo la mediación del presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson, había sido seguida por el rearme submarino de Alemania y el acuerdo secreto de Francia, Inglaterra y Rusia para repartirse el Medio Oriente84.
Tres fueron siempre sus comportamientos durante la guerra, como recordó él mismo en su carta a los jefes de Estado de los pueblos beligerantes: “una absoluta imparcialidad hacia todos los beligerantes”, “un esfuerzo continuo por procurar a todos el mayor bien posible” a la Sede Apostólica, y “el cuidado permanente por no omitir nada que ayudase a terminar esta calamidad induciendo a los pueblos en litigio a unas serenas deliberaciones para lograr una paz justa y duradera”85.
A pesar de que no todas sus actuaciones fueron hechas públicas en su momento, los documentos pontificios conservan las huellas de cuanto realizaron el papa Benedicto XV y, por mandato suyo, las diversas congregaciones de la Curia romana, e incluso las diócesis y las congregaciones religiosas de Europa. En ese mismo texto, conocido también como su “Nota de paz”, propone un entero programa de reconciliación: “un justo acuerdo de todos para la simultánea y recíproca disminución de los armamentos” y, para sustituirlos, “la institución de un arbitraje con una alta función pacificadora”; “una total y recíproca condonación de los daños y gastos” ocasionados por la guerra; por último, para hacer posibles las dos iniciativas, “la recíproca restitución de los territorios actualmente ocupados”, de los que enumera los correspondientes a cada Estado86.
Sin embargo –lo reconoció en diciembre del mismo año ante los cardenales–, “vio caer la invitación en el vacío”. Su neutralidad total había llevado, desde los primeros tiempos de la guerra, a que los burlones franceses lo apodaran le pape boche87, los alemanes der französische Papst88 y los menos reverentes italianos jugaran con su nombre tildándolo de maledetto XV89.
A poco tiempo de la publicación de la “Nota de paz”, el predicador dominico Antonin-Dalmace Sertillanges declararía desde el púlpito de la iglesia parisiense de La Magdalena: “Santo Padre, ¡nosotros no queremos vuestra paz!” No pocos obispos y otros clérigos se sumaron en los distintos países al ya famoso predicador. Sin embargo, el pontífice continuaría insistiendo, incluso a pesar de que dos años más tarde no fuera invitado a la Conferencia de París que firmaría el Tratado de paz de Versalles (28 de junio de 1919), uno de los cinco90 con que se pretendía poner fin a la lucha, y a que tampoco el Vaticano hiciera parte de la Sociedad de las Naciones91, fruto inmediato del pacto internacional por deseo expreso del presidente Wilson.
La aguda sensibilidad del papa lo condujo a denunciar, en noviembre de 1921, a casi dos años de Versalles, que “el solemne Tratado de paz no había sido sellado por la paz de los espíritus” y que “casi todas las naciones, sobre todo las de Europa, se estaban todavía lacerando entre sí empantanadas en agrias disputas”; por eso, “no se trataba tan solo de aligerar a los pueblos de pesos ya insoportables, asunto de no poca monta, sino también, lo más importante, de alejar lo más posible los peligros de nuevas guerras”92.
Benedicto era consciente de que la conflagración europea y mundial que se suponía terminada estaba degenerando en una serie de guerras civiles en el continente, planteadas como conflictos de identidad, de las que Irlanda y Alemania eran dos ejemplos emblemáticos93. Por otra parte, seguía alimentando el secreto temor de que la influencia del derrotado Imperio austrohúngaro podía desaparecer definitivamente, y con este, el baluarte del catolicismo en las fronteras con los países ortodoxos94.
Programática y alternativa a la vacilante Sociedad de las Naciones fue la encíclica PacemDei munus, en la fiesta de Pentecostés de 1920, una de las últimas en torno de la guerra, sobre la restauración cristiana de la paz. Al reivindicar para sí como “misión de la Iglesia la de curar las heridas de la humanidad”, sabedor de que se había “conseguido en cierto modo una paz precaria” y de que “subsistían todavía las semillas del antiguo odio”, el papa invitaba a “los cristianos dignos de este nombre” a “imitar la misericordia y benignidad de Jesucristo, para la cual no hay nadie extranjero, perdonando a quienes los hubiesen ofendido de cualquier manera durante la guerra”. De esa manera podía construirse “una sola sociedad o, mejor, una familia de pueblos, para garantizar la independencia de cada uno y conservar el orden en la sociedad humana”, porque “hoy más que nunca están los pueblos unidos por el doble vínculo natural de una común indigencia y una común benevolencia”95.
Sin embargo, la visión que Benedicto XV tenía de lo que era y debía ser la Iglesia (aunque mitigada por su mirada decididamente pastoral y la conciencia de las implicaciones de sus acciones en las estructuras de la sociedad), no superaba la tradicional de una entidad querida por Cristo, su fundador, en modo tal que poseyese todas las características de una “sociedad perfecta”96, conformada por la jerarquía que dirigía hacia el cometido de la salvación eterna a los fieles, a los cuales correspondía seguir a quienes los gobernaban: “divina es la autoridad de los obispos, que el Espíritu Santo ha destinado a regir la Iglesia de Dios”, argumentaba en su primera encíclica, con las palabras de Pablo a los ancianos de la Iglesia de Éfeso: “La congregación en la cual el Espíritu Santo los ha puesto como pastores (episkopói) para que cuiden de la Iglesia de Dios” (Hch 20,28)97. En realidad, se trataba de un término griego que, desde antiguo, la tradición cristiana ha traducido y entendido como obispos con el sentido de pastores, intendentes, dirigentes, supervisores, guardianes, inspectores98.
Según Benedicto, se resistía a Dios quien lo hacía ante cualquier autoridad legítima, y el posible “divorcio de la la religión de Cristo” que parecían buscar los poderes públicos y los jefes de Estado comportaba el de un “poderoso sostén de la autoridad”; y el “desprecio” de la autoridad era uno de los “desórdenes” que habían llevado a la guerra, había advertido desde su primera enciclica99.
Más todavía, se ponía en contra de Dios, que hacía “justicia de los pecados de los pueblos con este flagelo de su ira”, comparable a los terremotos italianos de Reggio Calabria y de Messina100, y por eso se le pedía alejarlo del mundo; un “flagelo terrible”, consecuencia “del espíritu de insubordinación e independencia que reinaba en el mundo”, de la “grandísima cantidad de mentes pervertidas por el error y de corazones corroídos por el odio”101.
En muchas de sus intervenciones escritas y orales, Benedicto XV se dirigió a los destinatarios, cristianos para él en su mayor parte, como un padre que habla con hijos desviados del buen camino y de los que percibía buena voluntad: “No cesamos de exhortar a los pueblos y gobiernos beligerantes a tornar a ser hermanos”; “hay otros caminos, otras maneras para que los derechos lesionados puedan alegar razones, y a ellos, depuestas las armas”, recurran los interesados, si están “sinceramente animados por una recta conciencia y un espíritu de buena voluntad”. “La razón y la experiencia” dictaban a los regentes de las naciones los remedios para los males sociales pues era “su papel proveer al bien común”, pero resultaba “nefasto hacerlo sin la ayuda de Dios”102.
De ahí que la suya fuese una “invitación paterna que se les dirigía en nombre del divino Redentor, príncipe de la paz”, que refrendó en abril de 1919 ante las viudas de los militares y civiles franceses que acuden “a los pies del padre de la grande familia católica” para hacerlo “testigo” del compromiso educador de sus hijos” en “el amor a la Iglesia”103. Queda claro, sin embargo, que su “aflicción”, su “profundo dolor” –que ya había compartido con las viudas como “mujeres con el corazón partido”, adviértase el vocabulario–, por la indiferencia de los litigantes ante la propuesta de paz de 1917, no provenía –lo reconocería ante los cardenales en la Navidad del mismo año– de “una frustrada satisfacción personal sino de una retardada tranquilidad para las naciones”104.
En suma, se trata de un magisterio por cierto abundante, pero a distancia de la actitud aristocratizante de muchos de sus predecesores, que de ordinario preferían subrayar los poderes de la Sede apostólica sobre el del Evangelio del que se decían portadores.
Por otra parte, si la mirada de este papa sobre las relaciones entre los pueblos del mundo dejaba traslucir la que la misma Iglesia tendría en un futuro no lejano, la que asumía sobre la interacción de los diversos estratos de la sociedad no superaba la del magisterio pontificio que lo antecedía. Desde su encíclica programática pedía justicia para proletarios y trabajadores; pero, al mismo tiempo, invitaba a unos y otros a conformarse más bien con la posición que “con sus propias dotes y habida cuenta de las circunstancias” cada quien “se hubiese procurado”, so pena de caer en “el odio y la envidia” y de “ofender la justicia, la caridad y aun la razón” por atender “dulcísimamente” a los “engaños de los instigadores” que buscaban persuadirlos de que su igualdad por naturaleza equivalía a que todos ocuparan un mismo grado en la escala social. Era una falsedad que, según el papa, evidenciaba “lo absurdo del socialismo y de otros errores semejantes”105.
Ya en su episcopado bolonés había tratado de obstaculizar que los socialistas estuviesen a cargo de la administración de la ciudad; pero el partido, igual que Benedicto, se declararía siempre intensamente neutral frente a la Gran Guerra106. En la Italia de 1914, ni los socialistas, ni los liberales eran “íntimamente pacifistas” al respaldar el pronunciamiento de neutralidad ante el conflicto asumido por el gobierno, y los católicos se unieron a ellos, ya que no querían una guerra combatida al lado de naciones descristianizadas o protestantes, como Francia e Inglaterra, o contra una nación católica; solo que la cultura nacionalista de la época, alimentada por la retórica patriotera de muchos católicos, había ido inflamando el orgullo italiano hasta comprometerlo en la contienda, un escaso año más tarde107.
Todas las definiciones del concepto de civilización […] se conforman al siguiente paradigma: “Yo soy civilizado, tú perteneces a una cultura, y él es un bárbaro”. F. Fernández Armesto108
El que el teólogo moralista católico Joseph Capizzi, profesor en la Catholic University of America, con sede en Washington, haya adscrito su elogio de los bombardeos durante el actual conflicto interno de Siria en la dinámica de la guerra justa –porque remplazan el potencial uso de armas químicas por parte de las facciones enfrentadas109– prolonga hasta hoy, sin duda alguna, la discusión sobre la mayor o menor legitimidad de los enfrentamientos bélicos.
Al ser entrevistado años atrás, el filósofo italiano de la ciencia Giulio Giorello argumentó así una de sus respuestas:
Los principios identitarios son lo más inmoral que pueda existir […]. La ética de las consecuencias tiene que ver con las situaciones reales y evalúa el placer o el dolor de los actores directamente implicados en ellas. La ética de los principios en cambio […] es totalitaria.110
Quizás un esbozo de referencia a la lingüística española pueda contribuir a dilucidar hoy la disyuntiva entre “lo justo” y “lo injusto” desde una ética de las consecuencias, sobre todo cuando se trata de adjetivar el fantasma siempre amenazante de la guerra. La discusión en torno de ambos términos, al menos en el ámbito de nuestra lengua, resulta ser casi tan vieja como el mismo idioma: si para el diccionario “legítimo/legítima” es sinónimo de “justo/justa”, este –que en su versión latina original lee iustus y deriva de ius (derecho, justicia)– entra en el uso corriente del idioma hacia el año 1140; de “justicia” se conoce su procedencia hispánica en 1132, pero “justificar” se remonta a 1490, e “injusticia” a 1495111.
Cierto es que en el fondo campea la noción de “ley”, en español desde 1158, mientras su eventual derivado “legítimo/legítima” está en uso desde 1339, “legitimidad” y “legitimar” a partir de 1438; pero “legal” (del latín legalis) solo hacia 1520112, lo que significa que la íntima relación entre “ley”, “derecho”, “justicia/injusticia” y “legitimidad/ilegitimidad”, en el espacio de la lengua española, solo llega a consolidarse a poco de iniciado el siglo XVI. Sin embargo, ya el latín medieval conocía el debate sobre la guerra justa.
De entre la infinita discusión a propósito de los escenarios propios de la ética y los de la moral convengamos por ahora en que la ética apunta al talante propio de los miembros de una cultura y la moral a la regulación de las costumbres o normas que nacen de dicho talante. Así las cosas, son por lo menos siete en la lengua española los sinónimos del adjetivo “justo” (iustum): equitativo, conforme a derecho o ley, legítimo, religiosamente quien vive según la ley divina, cabal (exacto), preciso (adecuado), crítico113; pero su significado aparece bastante preciso: “Se aplica a las acciones o situaciones en las cuales cada quien tiene lo que le corresponde como […] partícipe en lo que pertenece a varios o a todos”114; señala pues más a la esfera de lo moral.
Ello (“le corresponde”, “pertenece a”) nos conduce a la “equidad” (aequus): igual, “liso o uniforme”, “sin desniveles o desigualdades que alteren la lisura o la rectitud”; por tanto, si “se da o se trata a cada uno como corresponde a sus méritos o deméritos”, “cualidad de un trato en que ninguna de las partes sale injustamente mejorada en perjuicio de otra”115.
Aceptado que en el espacio de un conflicto al que quiere ponerse fin pueda hablarse de “cualidad de un trato”, pregunto si en el de la guerra misma resulta lógico argumentar sobre méritos y/o deméritos: ¿Los tiene superiores quien, mediante la inevitable violencia ejercida en mayor proporción, ha llegado de esa manera a vencer al adversario? Además, ¿qué significa la expresión “lo que le pertenece”? Un territorio puede ser intercambiado, pertenecer indistintamente a uno u otro propietario, pero ¿qué hacemos con la vida misma? ¿Es coherente llamar “legítimas” –adjetivo que a mi parecer apunta más a lo ético116– a cualquier forma de lo “ecuo”,que el habla común ha remplazado en la práctica por su sinónimo “igual”? En definitiva, ¿qué alcances y límites tiene hoy la “igualdad”?117
Sea de ello lo que fuere, rinde homenaje a Benedicto XV su rechazo frontal de la Gran Guerra, que mantuvo infatigable a lo largo de sus escasos ocho años de gobierno de la Iglesia118. Era la primera vez que un papa se oponía con tal empeño a un conflicto armado de proporciones gigantescas: no se trataba ahora de una guerra “legítima”, pues no era una lucha contra la Iglesia y ni siquiera contra la fe, como en cambio había sucedido en tiempos de otros numerosos predecesores que cohonestarían más de una que retenían justa119. Y lo hizo a pesar de que ponía en riesgo la mera sobrevivencia del pequeñísimo territorio pontificio, que por entonces manejaba una difícil convivencia con el Estado italiano resultante de la brecha de Porta Pia desde tiempos de Pío IX y que solo los Pactos Lateranenses de 1929 conducirían a una legal pero siempre discutida posesión.
El papa Della Chiesa radicaba el problema en que quienes se enfrentaban a sangre y fuego eran cristianos, más aún, católicos en su mayor parte, que no solo contradecían su profesión de tales sino que, por añadidura, ponían en peligro varios continentes. De su experiencia bolonesa había aprendido que el nacionalismo arrastraba consigo a desastrosas consecuencias. Y los conflictos que estaban a las puertas le darían razón en muchos aspectos.
Como algunos antecesores, pero sobre todo sucesores, el papa mostró especial interés en varias de las minorías, que resultaban ser las más perjudicadas120.
Los casi siete millones de prisioneros que provocó la guerra, las poblaciones civiles de Alemania y Rusia que sufrían desde entonces el hambre y los racionamientos de todo género, los cristianos ortodoxos en buena proporción también inmersos en la contienda, las viudas y los huérfanos de soldados y civiles muertos fueron defendidos con su palabra, la gestión diplomática del secretario de Estado cardenal Pietro Gasparri121, y con su propia acción caritativa122. Estas gestiones se vieron complicadas por la desconfianza del gobierno italiano, que veía en su cruzada pacificadora el ardoroso deseo de una reconquista pontificia de Roma123. Recuérdese que los resquemores de las minorías, que nunca se sintieron atendidas por la paz de Versalles, conducirían en poco menos de dos decenios a la Segunda Guerra Mundial. Lo habría de decir Bertrand Russell en su obra histórica sobre las ideas del siglo XIX:
Las fuerzas de expansión que habían encontrado su desahogo en el imperialismo se vieron obligadas a actuar no ya en lejanas regiones poco avanzadas sino más cerca, y en directa rivalidad con las naciones limítrofes. Y aunque los hombres de Estado hubiesen percibido las consecuencias de ello, les faltó la inteligencia y la voluntad para impedirlas; no ciegos, sino impotentes, fueron arrastrados a la catástrofe.124
“Hoy –sostiene Niall Ferguson125– la principal amenaza contra la civilización occidental no está representada por las otras civilizaciones sino más bien por nuestra propia mezquindad. Y por la ignorancia histórica que la alimenta”. De hecho, será su país de origen el que en la medalla de la victoria conferida a los combatientes en la contienda grabará la inscripción “Gran Guerra por la civilización”126. Es de presumir que ni siquiera en privado Benedicto XV se expresaría en forma tan desairada como la del historiador británico un siglo después.
Sin embargo, su amplia cultura lo hacía particularmente sensible al dolor y sufrimiento humanos; y el recorrido diplomático cumplido durante los periodos de León XIII y Pío X, como estrecho colaborador de los cardenales Mariano Rampolla del Tindaro y Rafael Merry del Val, sucesivamente secretarios de Estado del papa Sarto, lo había enfrentado a las contradicciones y laberintos de la voluntad de los hombres, incluidos los funcionarios curiales, así fueran cristianos.
“Cristiano es mi nombre, y católico mi apellido; que a cada quien baste decir así pero que se dedique a ser verdaderamente tal, como se llama a sí mismo”, afirmaba Benedicto XV desde su primera encíclica. Y a insistir en ello sin descanso dedicó todo su pontificado. Por eso, su volcarse sobre las diversas modalidades del mensaje evangélico, más que el terciar en el alegato acerca de la guerra justa, le traía quizás a la memoria de jurista culto la dura amonestación de uno de los padres de la jurisprudencia internacional y primer especialista en derecho público, el italiano Alberico Gentili (1552-1608): “Callad teólogos sobre un argumento que nada tiene que ver con vosotros”127.
Entre tanto, Colombia vivía una época que la mayoría de historiadores ha caracterizado de tranquilidad política. A solo ocho años del conflicto interno entre conservadores y liberales, la Guerra de los Mil Días (1899-1902) –declarada contra las políticas centralistas y en exceso presidencialistas de la Constitución de 1886 con la que había nacido la República– dio lugar a otro estado de cosas con la reforma constitucional de 1910.
La declaración de neutralidad ante la conflagración europea, por parte del presidente conservador José Vicente Concha (1914-1918), sería en el fondo una protesta contra las presiones de las potencias, sobre todo de Inglaterra y Estados Unidos, por sumarse a ella: “A mí no me podrán juzgar nunca por los ladrillos nuevos que puse, sino por las ruinas tremendas que evité”, afirmaría el mandatario más tarde128. Refrendaba así el desacuerdo nacional con la cesión a Estados Unidos del otrora departamento de Panamá, asunto iniciado con un tratado entre ambas repúblicas (1913) y seguido por una ley colombiana en 1914, pero corroborado por el Parlamento estadounidense solo en 1921, tema permanente durante su gobierno y los dos sucesivos, que lo verían terminado con una indemnización de 25 millones de dólares129.
Si bien el país reconocía en esa forma su dependencia del vecino del norte130, mayor que la de muchas otras naciones latinoamericanas, el predecesor de Concha, Carlos Eugenio Restrepo (1910-1914), también conservador, nunca había cedido ante las pretensiones del conservatismo católico, que practicaba –según él mismo– una especie de “gamonalismo pontificio”, y que a su vez recordaba los conflictos bélicos permanentes del siglo XIX131.
“La buena política está al servicio de la paz” subrayaba el papa Francisco a inicios de 2019, al recordar los cien años del fin de la primera conflagración mundial, una de tantas “guerras fratricidas” cuya “terrible enseñanza” ha sido que “la paz jamás puede reducirse al solo equilibrio de las fuerzas y del miedo”.
Parecieran resonar en el mensaje del papa más de uno de los argumentos de Benedicto XV; solo que en Francisco hay una conciencia ética que supera los límites de la disyuntiva entre guerra justa e injusta, a la que ni siquiera alude, prefiriendo –como Juan XXIII al que cita– la línea de los derechos humanos de cuya declaración universal rememora la celebración contemporánea de los setenta años. Porque “la paz es fruto de un gran proyecto político que se funda sobre la recíproca responsabilidad y la interdependencia de los seres humanos”; y por eso “paz con nosotros mismos”, “paz con el otro”, “paz con la creación”132.
Lo había cantado hermosamente el profeta Isaías desde su primera visión del futuro Israel: “…la casa del Dios de Jacob […] será el árbitro entre las naciones […] de las espadas forjarán arados, de las lanzas, hoces […] ya no se adiestrarán para la guerra” (Is 2,3-4).
Cómo citar: Echeverri, Alberto. “Entre la ‘guerra justa’ y ‘una inútil masacre’: Benedicto XV, el papa desconocido”. Theologica Xaveriana (2020): 1-32. https://doi.org/10.11144/javeriana.tx70.gjim
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: escarabajo4747@gmail.com