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Del desarrollismo al dependentismo: ideas, protagonistas y tramas institucionales tras la 'ciudad latinoamericana' como proyecto (1940-1970)
EURE, vol. 50, núm. 149, pp. 1-5, 2024
Pontificia Universidad Católica de Chile

Reseñas

Gorelik Adrián. La ciudad latinoamericana. Una figura de la imaginación social del siglo XX. 2022. Siglo XXI editores. 9789878011370

DOI: https://doi.org/10.7764/eure.50.149.14

En La ciudad latinoamericana. Una figura de la imaginación social del siglo xx, Adrián Gorelik recupera una serie de debates que tuvieron por objeto distintos aspectos constitutivos de la rápida y traumática urbanización que atravesaron las ciudades de la región entre 1940 y 1970. Fue un periodo de alta efervescencia política, económica y social, en el cual fenómenos como migración, marginalidad, vivienda, entre otros, ocuparon un lugar destacado en el pensamiento académico y en la agenda de policy makers. En efecto, a través de la detallada reconstrucción de tales discusiones, Gorelik da cuenta de cómo fue organizada la cuestión urbana no solo por unas ciencias sociales que, en la región, estaban redefiniendo sus perfiles y objetos de estudio, sino también por universidades, think tanks y gobiernos estadounidenses interesados en mantener a América Latina bajo su hegemonía.

En palabras del autor, el libro propone “una historia intelectual del pensamiento sobre la ciudad latinoamericana” (p. 12), historia estructurada a lo largo de cuatro secciones. La primera (“Apertura: El ciclo de la ciudad latinoamericana”) presenta la red teórica e institucional que operó como telón de fondo del proceso. Se centra en el recorrido que va desde el optimismo con que el modernismo desarrollista de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) proyectó la ciudad durante los años cincuenta por estas latitudes, hasta el desencanto dependentista de fines de los sesenta, principios de los setenta, cuando, entre la Revolución cubana y la experiencia socialista de Salvador Allende en Chile, esa misma ciudad comenzó a ser vista ya no como vía, sino como obstáculo para una transformación social radical. Aquí, Gorelik reconstruye el clima de época de posguerra y Guerra Fría en el que Estados Unidos definió, por un lado, los marcos conceptuales con los que orientar las problematizaciones legítimas que se efectuarían desde la academia (sociología funcionalista, teoría de la modernización); y, por otro, el entramado institucional que organizó y financió las “asistencias técnicas” y buena parte de la labor de investigación (la misma CEPAL, la Sociedad Interamericana de Planificación, las fundaciones Rockefeller y Ford, etcétera).

La primera parte (“Por el camino de la etnografía. La aldea, del campo a la ciudad”) repasa algunas de las aristas que, durante el periodo, estructuraron en la región la reflexión (y orientaron las intervenciones de política pública) en torno a cómo lidiar con la población que migraba desde el campo a la ciudad (al punto de volver urbano un continente eminentemente rural). La primera de esas aristas remite a los debates en torno a los procesos de adaptación/integración de esos migrantes “tradicionales” a un medio urbano “moderno”. Examinando las posiciones antagónicas del funcionalista Robert Redfield (en la ciudad, quien procede del ámbito rural ajusta su conducta desarrollando una cultura marcada por vínculos impersonales, instrumentales y transitorios) y del culturalista Oscar Lewis (los grupos de migrantes amortiguan la llegada a la ciudad reproduciendo en ella, a modo de recurso de supervivencia, su cultura tradicional), Gorelik advierte que ambas figuras no dejaban de compartir la idea de continuo folk-urbano y la preocupación por la asimilación de estas poblaciones.

Gorelik también aborda los modos en que fue problematizada la cuestión sociohabitacional que los migrantes representaban. Distingue, por un lado, el “modelo latinoamericano” de concentración metropolitana, en el que el Estado se asumía como agente de la modernización social, edificando para ello grandes conjuntos habitacionales, de elevadas densidades y provistos con equipamientos colectivos, llamados a evitar la disolución de los lazos sociales –cuya responsabilidad era atribuida al mundo urbano– y a generar nuevos hábitos comunitarios entre quienes los habitaban. Por el otro, caracteriza el “modelo panamericano” de autoconstrucción de vivienda (self-help), el que apelaba a reducir el déficit de unidades habitacionales recurriendo a la ayuda mutua, al esfuerzo y a las costumbres de la propia población afectada. Puerto Rico fue el laboratorio de dicho modelo; el autor reconstruye minuciosamente la red de actores e instituciones (estadounidenses reformistas de perfil new dealer como Rexford Tugwell, universitarios locales, asesores contratados –John K. Galbraith, Walter Isard, Wassily Leontief, entre otros–, fundaciones de asistencia financiera, también estadounidenses) que dio allí sustento a la rehabilitación de barrios periféricos de baja densidad y produjo evidencia con la que argumentar sobre la conveniencia técnico-económica de esa alternativa. En la perspectiva de ese modelo, tal opción reportaba menores costos y tiempos de ejecución que la política de vivienda llave en mano del “modelo latinoamericano”, a la par de contribuir al “desarrollo de la comunidad”, a “activar” las bases de las colectividades locales en la conformación de escuelas y cooperativas como recursos con los que superar su atraso.

Gorelik tampoco olvida señalar la trascendencia de los debates de la izquierda latinoamericana de los años sesenta sobre la categoría “marginalidad” y el rol de la “población marginal” en la ciudad, debates que representaban el paso en la región desde el estructural-funcionalismo de la sociología de la modernización, al estructuralismo marxista althusseriano de la sociología urbana francesa. Figura destacada de tal coyuntura fue Manuel Castells quien, intermitente residente en Santiago de Chile entre 1966 y 1972 y opositor a los postulados integracionistas y transicionales de la Escuela de Chicago, vio en esa “población marginal” y en los movimientos sociales que encarnaba “los elementos contestatarios del urbanismo dependiente” (p. 142), el sujeto desestabilizador que repondría la ciudad para los sectores populares tradicionalmente excluidos de ella.

En la segunda parte del libro (“Bajo el signo de la planificación. Recorridos latinoamericanos del planning”), Gorelik repasa, en primer lugar, la influencia de los planes de cuenca a partir de la experiencia del Plan para el Valle de Tennessee (1933) durante la administración Roosevelt, intervención que portaba logros reformistas equiparables a los exhibidos por la planificación soviética, aunque sin resignar el respeto por la propiedad privada ni por la libertad individual. Esta influencia explica, por ejemplo, en Argentina, la realización del Primer Congreso Regional de Planificación Integral del Noroeste Argentino, tendiente a operar sobre las cuencas de los ríos Salado y Dulce y, en Brasil, la conformación de la comisión de la cuenca del Paraná-Uruguay, buscando estimular, en ambos casos, el desarrollo de regiones relativamente rezagadas. Gorelik caracteriza luego la denominada “planificación para el desarrollo”, la cual, a diferencia de la anterior “planificación regionalista para la emergencia” de posguerra, postula que las regiones son un constructo social ad hoc sometidas a diferentes dinámicas económicas, de modo que las asimetrías y desequilibrios que manifiestan por el propio desenvolvimiento capitalista pueden compensarse –en línea con los aportes de François Perroux y Jacques Boudeville– estimulando en ellas polos de crecimiento supeditados a una estrategia nacional de planificación territorial integral. Este enfoque sería fuertemente criticado hacia fines de los años sesenta, principios de los setenta, cuando las perspectivas dependentistas denunciasen a los polos en tanto enclaves que difunden el desarrollo no en el territorio nacional, sino en el extranjero. El Seminario Internacional de Planificación Regional y Urbana organizado en 1972 por el Instituto de Planificación Económica y Social (ILPES-CEPAL) fue un hito de este cuestionamiento, destacándose por entonces las críticas en clave centro-periferia de Alejandro Rofman, José Luis Coraggio y Sergio Boisier, entre otros/as.

Además de dar cuenta de estos conocidos debates sobre polos de desarrollo y planificación regional, Gorelik se detiene en analizar el proyecto urbanista de construcción de Ciudad Guayana. Como a lo largo de toda la obra, no deja de ser notable la cantidad y minuciosidad de fuentes consultadas, así como la capacidad del autor para presentar en forma concisa pero profunda las numerosas tensiones que atravesó esa experiencia: la creación de una nueva ciudad que simbolizaba el compromiso de la sociedad con el desarrollo, pero en condiciones de escasez de soportes materiales; las distancias entre la ciudad proyectada por los planificadores y las urgencias de una ciudad que se transformaba espontáneamente con la llegada de inmigrantes; los dilemas del gobierno venezolano entre reformismo social y conservadurismo, entre otras. Compartiendo rasgos con este ensayo de pretendida integración territorial, Gorelik también ofrece una lectura del proyecto de creación de Brasilia, símbolo del ethos de voluntad planificadora del periodo y de la convicción en que el desarrollo podía estimularse implantando ciudades en el espacio.

En el cierre a esta segunda parte, al autor problematiza los fracasos de la planificación hacia fines de los años sesenta, la cual comenzaba a ser denunciada por haberse constituido en un “mecanismo de reproducción de una elite técnica y académica desconectada de los cambios sociales en los que no dejaba, sin embargo, de legitimarse” (p. 268). Destaca a Chile, la “Ginebra de América Latina” (p. 40), como país en el que fueron macerándose las posiciones críticas al reformismo, ya que la densa trama institucional enfocada en la planificación territorial concentrada en ese país no lograba dar respuestas a los crecientes reclamos de las bases sociales movilizadas por la posibilidad de acceso –vía tomas de tierra– al suelo urbano y a la vivienda. Este declive de las expectativas reformistas que representaba Chile permitiría recuperar y reposicionar los ensayos iniciados a comienzos de los sesenta por la Revolución cubana: su exitosa política de urbanización rural y ruralización urbana, de planificación territorial integral, parecía indicar que los fracasos de la planificación en la región no se debían tanto a cuestiones técnicas como a razones políticas: no habría “reforma urbana o territorial posible dentro del sistema capitalista” (p. 41). La planificación sería exitosa una vez producido el cambio –revolucionario– social y político.

La última sección (“Cierre: Compañeros de ruta. La historia y la crítica cultural ante los dilemas de la ciudad latinoamericana”) vuelve a transitar por las etapas ya expuestas del ciclo, pero desde el ángulo de los estudios histórico-culturales, apelando a los aportes de Richard Morse, José Luis Romero y Ángel Rama. Gorelik muestra cómo, hacia los años ochenta, la “ciudad latinoamericana”, pensada hasta entonces en términos de procesos de urbanización, de concentración poblacional y de cambios asociados al paso de una sociedad tradicional a otra moderna, dispararía problematizaciones en clave de cultura urbana e historia cultural que reflejaban el agotamiento de aquellos iniciales ejes de análisis. “El fin del optimismo –desarrollista o revolucionario– que había dado un lugar preponderante en el terreno político y académico a los temas urbanos, produjo un parteaguas que afectó el dinamismo de los estudios de urbanización y alentó un interés diferente por la ciudad […] pensada ahora como problema cultural ajeno al paradigma modernizador/dependentista” (p. 325). En este contexto, la obra de Morse (“Ciudades ‘periféricas’ como arenas culturales”), Romero (Latinoamérica: las ciudades y las ideas) y Rama (La ciudad letrada) supo compendiar el proyecto de “ciudad latinoamericana”, por el que apostaron críticamente, dando paso –en paralelo– al novel campo de los estudios culturales urbanos. La crítica a la fragmentación positivista que impedía captar el significado general de la ciudad y la necesidad de contar para ello con un prisma cultural, la confianza en la cultura de la ciudad para mixturar e integrar grupos sociales segregados, la denuncia de la “ciudad latinoamericana” en tanto obstáculo al cambio que encarnaban estos autores, habilitaron una “recuperación culturalista de la ciudad” (p. 362), ciudad ahora singular, que ha pasado a competir globalmente para atraer capitales que la dinamicen vis á vis el ocaso del Estado-nación.

Son, en síntesis, numerosas las virtudes que porta La ciudad latinoamericana. Una figura de la imaginación social del siglo xx: invita a la pregunta por la productividad de los enfoques y las categorías con que se piensa actualmente la ciudad en la región (los que parecerían no asumirla como arena en la que promover el cambio social), recuerda cómo toda perspectiva teórica ensambla/expresa una red político-institucional con efectos de poder nunca neutrales socialmente, es un ejemplo de redacción que combina fluidez narrativa con el despliegue de un amplio acervo de rigurosa información. Obra erudita e indispensable, plantea, vale insistir, la necesaria –y quizás incómoda– tarea de reconsiderar las preguntas que las disciplinas urbanísticas de la región formulan para dar respuestas a los problemas de largo aliento que la ciudad latinoamericana sigue sin resolver.



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