Resumen: En los últimos años, la informalidad habitacional ha resurgido en las principales ciudades de Chile, en cuyas periferias se ha incrementado considerablemente el número de familias residentes en campamentos (asentamientos irregulares). A partir del análisis de fuentes documentales y de entrevistas, en este artículo estudiamos uno de los aspectos más sobresalientes de la informalidad habitacional: la autoconstrucción. Frente al énfasis predominante de la literatura en los objetos producidos por la autoconstrucción, proponemos potenciar un enfoque que busca comprender las formas de subjetividad e intersubjetividad que emergen en el autoconstruir. Concluimos que la autoconstrucción no es solo un medio para resolver las necesidades habitacionales de los pobres, sino también un modo de agencia urbana que propicia la emergencia de dos fenómenos concurrentes: por un lado, la aparición de subjetividades políticas entre las clases populares; y, por otro, la constitución de formas situadas de reconocimiento intersubjetivo entre autoconstructores.
Palabras clave: campamentos, periferia urbana, vivienda.
Abstract: Housing informality has reemerged in Chile’s major cities, with a dramatic increase on the number of families living in peripheral “campamentos” (informal settlements) over the last years. Using archival materials and interviews, in this article we analyze one of the main aspects of housing informality: self-construction. Unlike dominant literature on self-construction which put an emphasis on the objects that are produced through it, we aim to offer a perspective that seeks to understand the types of subjectivity and intersubjectivity that emerge through self-construction. We conclude that self-construction is not only a means to solve poor people’s housing needs, but also a mode of urban agency that fosters the emergence of two converging phenomena: on one hand, the appearance of political subjectivities among the working classes; and, on the other, the constitution of situated forms of intersubjective recognition among self-constructors.
Keywords: slums, urban periphery, housing.
Dossier: La ciudad como espacio de acción colectiva
Autoconstrucción e (inter)subjetividad política. Prácticas y semánticas en las periferias del Gran Santiago
Recepción: 06 Octubre 2022
Aprobación: 13 Enero 2023
El déficit habitacional ha aumentado significativamente en Chile en los últimos años. Según estimaciones recientes, actualmente existen 650.000 hogares sin vivienda, esto es, 150.000 unidades más que en 2019 (Déficit Cero, 2022). En este contexto, el número de familias que viven en “campamentos” (asentamientos irregulares) ha pasado de 47.050 en 2019 a 113.887 en 2022 a nivel nacional y de 5.991 a 20.355 en la Región Metropolitana (CES-TECHO, 2023). La cantidad de hogares allegados, por su parte, se incrementó de 189.884 en 2015 a 269.747 en 2020 (Urrutia & Cáceres, 2020).
Si bien la composición de estos asentamientos es en muchos aspectos novedosa –entre otros factores, por la fuerte presencia de migrantes latinoamericanos (Pérez & Palma, 2021)–, la irrupción de este tipo de “territorios informales” (Contreras & Seguel, 2022) es un fenómeno antiguo y resultaría reduccionista tratar de entender su fisonomía actual sin insertarla en una historia más larga. La aparente discontinuidad que generaron décadas de políticas intensivas de “saneamiento” residencial y producción de vivienda subsidiada durante la dictadura y tras el retorno a la democracia (Özler, 2012), no logró romper con formas residenciales enraizadas en la informalidad. Esta forma de vivir en la ciudad, en efecto, se consolidó en prácticas y semánticas durables que han moldeado hasta hoy la relación de las clases populares con la vivienda, la ciudad y el Estado.
Este artículo examina una de las dimensiones sobresalientes de la informalidad urbana en la periferia del Gran Santiago: la autoconstrucción. Combinando el análisis documental y de entrevistas sobre semánticas en torno a dicha práctica, examinamos la autoconstrucción como un proceso de constitución de subjetividades políticas; esto es, como un proceso en que las personas no solo resuelven el problema práctico del acceso a la vivienda –produciendo tanto la casa como la ciudad–, sino que el autoconstruir participa de la constitución de subjetividades por medio de la emergencia de dos fenómenos concurrentes: por un lado, la aparición de agencias entre las clases populares ancladas en las demandas por el derecho a la vivienda; y, por otro, la constitución de formas situadas de reconocimiento intersubjetivo, basadas en la capacidad de actuar creativamente delante de y en conjunto con otros. Esta reflexión, pensamos, aporta elementos para comprender las expresiones actuales en que se manifiesta la autoconstrucción en Chile, al tiempo que nos permite reflexionar sobre sus efectos políticos y subjetivos entre las clases populares chilenas.
En América Latina, la autoconstrucción ha sido definida como el proceso de producción de espacios residenciales en el que los habitantes son los principales agentes en la urbanización (Caldeira, 2017; Holston, 1991; Mangin, 1967). La autoconstrucción emerge dentro de la “urbanización periférica” (Caldeira, 2017; Holston, 1991), una modalidad específica de producir el espacio que, según Caldeira (2017), tiene cuatro características: i) Implica un proceso prolongado en el tiempo, en el que los autoconstructores están constantemente haciendo y redefiniendo sus espacios residenciales; ii) Gatilla un modo específico de relacionamiento con las lógicas oficiales del Estado y el mercado; si bien operan en la informalidad, los autoconstructores lidian constantemente con problemas de legalización, regulación y especulación, al tiempo que consumen mercancías para erigir sus viviendas; iii) Genera nuevos tipos de ciudadanía y circuitos de contestación, a partir de los cuales los residentes se constituyen como sujetos políticos capaces de reivindicar legítimamente derechos a los Estados; iv) Produce ciudades heterogéneas y altamente desiguales.
Desde mediados del siglo XX, los procesos de autoconstrucción han sido determinantes en la constitución de los pobres urbanos como actores políticos. En diversas metrópolis del Sur global, las aspiraciones de los sectores populares por alcanzar la vivienda en propiedad han llevado a la emergencia de movilizaciones sociales, las que han dado reconocimiento político a las familias sin casa (p.e., Adler Lomnitz, 1977; Holston, 2008; Mangin, 1967; Pérez, 2022). En Chile, el reclamo por el derecho a vivienda se materializó en el “movimiento de pobladores” que, entre mediados de la década de 1950 y 1973, tuvo como práctica fundante la toma de terrenos urbanos y la autoconstrucción de barrios y viviendas (Angelcos & Pérez, 2017; Espinoza, 1988; Garcés, 2002). No obstante, el golpe de Estado de 1973 puso fin drásticamente a la tolerancia gubernamental frente a los mecanismos “espontáneos” de acceso a terrenos y autoconstrucción de vivienda (Hidalgo, 2002). Junto con reprimir a los pobladores, la dictadura militar implementó una nueva política de vivienda basada en la asignación individual de subsidios a familias pobres. Este subsidio a la demanda fue acompañado, por un lado, de erradicaciones masivas de asentamientos irregulares localizados en zonas de alto ingreso y su traslado a grandes conjuntos nuevos de vivienda social en zonas periféricas; por el otro, de procesos extensos de regularización de campamentos con políticas de saneamiento legal y sanitario (Greene & Cortés, 2018).
Ya restaurada la democracia en 1990, el Estado reforzó las políticas de asignación masiva de subsidios habitacionales. La participación creciente de los pobres en “comités de allegados” –asambleas de postulantes a vivienda reguladas por el Estado– significó no solo una nueva forma de acceder a subsidios públicos, sino también un mecanismo efectivo para incorporar a los pobladores a la burocracia estatal (Özler, 2012). La desmovilización de los sectores populares en la década de 1990 se dio en un contexto en que el Estado redujo el margen para la práctica de autoconstrucción. Frente al carácter progresivo propio de esta modalidad de acceso a la vivienda, la vivienda subsidiada se sustenta en la idea de que la casa es un objeto estático, una “vivienda definitiva”, destinada a contener la vida de sus habitantes (Tapia et al., 2012). Ello se materializa tanto en la morfología de las casas, diseñadas y construidas en formatos estandarizados en función de una familia nuclear pequeña y que obstaculizan cualquier transformación posterior, como en las prescripciones jurídicas y administrativas que regulan los programas. Estas últimas imposibilitan que una misma persona se beneficie más de una vez de un subsidio habitacional a lo largo de su vida y restringen las posibilidades de poner en arriendo o vender la vivienda así lograda (Araos, 2016).
Con esta lógica, los programas masivos de vivienda parecieran romper con formas residenciales ancladas en la autoconstrucción. No obstante, a pesar de todas las limitaciones arquitectónicas y regulatorias que enfrentan las lógicas habitacionales populares, buena parte de ellas ha permanecido vigente y, junto con ello, las prácticas de autoconstrucción no han desaparecido. Aunque los pobres ya no conciben la autoconstrucción como la principal estrategia para alcanzar la vivienda en propiedad (Angelcos & Pérez, 2017; Pérez, 2022), esta forma de producir la ciudad continúa siendo un mecanismo importante para enfrentar el déficit habitacional. Además del ya mencionado aumento en el número de familias en campamentos, los habitantes de conjuntos de vivienda social comúnmente desarrollan técnicas de autoconstrucción a pequeña escala para acomodar sus necesidades familiares. Por su parte, en las antiguas poblaciones autoconstruidas predomina la vivienda plurifamiliar formada por la corresidencia entre grupos familiares emparentados (Araos, 2016; Tapia et al., 2012).
En Chile y América Latina, la autoconstrucción ha sido una estrategia usada frecuentemente por los pobres para acceder a la vivienda. Es el caso de ciudades como Lima (Mangin, 1967; Turner, 1968), la actual Ciudad de México (Adler Lomnitz, 1977), Río de Janeiro (Perlman, 1976), São Paulo (Holston, 2008) o Santiago (Murphy, 2015; Pérez, 2022), entre otras. Como alternativa popular para conquistar la vivienda, la autoconstrucción ha sido comprendida desde distintas aproximaciones. Una de ellas la concibe principalmente como estrategia racional de las clases populares para alcanzar la propiedad, ya sea vía formalización en el mismo sitio (De Soto, 1987) o facilitando una postulación más expedita a subsidios habitacionales (Brain et al., 2010). Hernando De Soto (1987) señala que “la historia de los asentamientos informales es la historia de la lucha de los informales por acceder a la propiedad privada inmobiliaria” (p. 59). Esta perspectiva entiende la autoconstrucción en función de los objetos que produce (casas y barrios), a la vez que comprende estos últimos en términos económicos. Desde esta perspectiva, la autoconstrucción es un mecanismo eficiente de acceder a la propiedad y que dinamiza informalmente la economía cuando existen impedimentos para su operación formal. Por su parte, Brain et al. (2010) proponen que, en contextos de alta segregación residencial, como el de Santiago, la vivienda informal mejora la “geografía de oportunidades” de sus residentes, ya que los campamentos suelen localizarse en áreas con mejores atributos urbanos que los conjuntos de vivienda subsidiada. Pero a través de las viviendas autoconstruidas, señalan estos autores, los pobladores no solo buscan una mejor localización, sino también visibilizar sus demandas y conquistar de manera más rápida la vivienda en propiedad.
Una perspectiva distinta ha centrado la atención en cómo, al tiempo que conquistan la propiedad, los pobres se valen de la autoconstrucción para sostener proyectos políticos de carácter popular y colectivo (ver, p.e., Caldeira, 2017; Holston, 1991; Murphy, 2015; Pérez, 2022). En esta misma dirección, Alberto Corsín Jiménez (2017) propone llevar más lejos las posibilidades conceptuales y comprensivas de la autoconstrucción, migrando desde el énfasis puesto en sus objetos a uno que se enfoca en sus procesos y métodos. Este giro se hace cargo de una de las características más notables de las prácticas autoconstructivas, a saber, el hecho de que nunca producen resultados definitivos, sino que las casas y sus entornos barriales que generan están siempre “en progreso” (cf. Caldeira, 2017; Pérez & Palma, 2021). Resulta forzado, entonces, separar el proceso de producción, de un lado, del objeto producido, por el otro, así como ambos del sujeto que (se) produce. Siguiendo en esto la reflexión de Heidegger (1994), podemos entender la autoconstrucción como una práctica en la cual “construir” y “habitar” no pueden ser pensados separadamente ni relacionados en términos de medio y fin, respectivamente, puesto que en la autoconstrucción se habita construyendo y se construye habitando.
En línea con esta última perspectiva, nos proponemos aportar a una revitalización de la comprensión de la autoconstrucción en Chile interrogando las semánticas que ella promueve y restituyendo las subjetividades que ella posibilita. Buscamos con ello dar cuenta de la emergencia de subjetividades políticas –esto es, de la capacidad de actuar y transformar creativamente la realidad– en tanto resultado de procesos intersubjetivos en torno al habitar autoconstruido. Mostramos así la autoconstrucción como un conjunto de procesos creativos (Jiménez, 2017) a través de los cuales van constituyéndose recíprocamente lugares y personas.
En términos metodológicos, recurrimos primero al análisis de documentos históricos. Revisamos archivos de prensa que recogen crónicas, noticias y editoriales publicados entre inicios de la década de 1950 y el año 1973, con el objetivo de examinar el rol desempeñado por la autoconstrucción en la formación de los pobres urbanos como una subjetividad política. Luego, analizamos una selección de entrevistas (n=39) realizadas entre 2006 y 2021 en distintas áreas del Gran Santiago, en el marco de investigaciones sucesivas sobre luchas urbanas y configuraciones residenciales. Dichas entrevistas se llevaron a cabo en un formato de conversación semidirigida, en el marco de visitas reiteradas a las casas y otros lugares donde ocurre la vida cotidiana de las personas, incorporando elementos contextuales y situacionales por medio de la observación y la interacción con otros miembros del grupo familiar cercano. Se trata así de entrevistas cualitativas con “sensibilidad etnográfica” (McGranahan, 2018), concebidas como “una relación social a través de la cual se obtienen enunciados y verbalizaciones en una instancia de observación directa y de participación” (Guber, 2001, p. 76). Los encuentros tuvieron lugar a lo largo de distintos trabajos de campo, sucesivos y acumulativos, realizados entre 2006 y 2021 en el marco de una investigación sobre configuraciones residenciales, parentesco práctico y condiciones de vida (Araos, 2019).
Para este artículo, consideramos el subgrupo de entrevistas que fueron realizadas en barrios autoconstruidos de diversas comunas del pericentro y la periferia de la Región Metropolitana. Un primer grupo de entrevistas (18) tuvo lugar entre 2006 y 2007 en dos poblaciones de Peñalolén y un campamento en Conchalí; un segundo grupo de entrevistas (15) se dio entre 2014 y 2015 en poblaciones de Peñalolén, Macul, La Pintana y Recoleta, así como en un campamento en Lampa. Por último, un tercer grupo de entrevistas (6) se hizo online (debido a las restricciones de movilidad impuestas por la pandemia de Covid-19 entre 2020 y 2021) en una población de la comuna de El Bosque. En el total de las personas entrevistadas, una parte mayoritaria estuvo compuesta por mujeres adultas, lo cual es relevante de considerar desde el punto de vista analítico en cuanto al rol central que las mujeres tienen y han tenido en los procesos de autoconstrucción de poblaciones populares urbanas en América Latina (Gatica, 2022; Rivera et al., 2022).
Para efectos del análisis presentado en este artículo, haremos referencia explícita a fragmentos seleccionados de un subconjunto de las entrevistas realizadas. El material empírico de documentos históricos y entrevistas etnográficas fue analizado mediante la codificación abierta (inductiva) de la teoría fundamentada de Glaser y Strauss (2017). Al emplear este tipo de codificación, buscamos transformar el texto “bruto” en un conjunto de categorías emergentes para reflexionar teóricamente sobre las prácticas y semánticas de la autoconstrucción. Para referir a los interlocutores que colaboraron en esta investigación usamos seudónimos. Los nombres de barrios y comunas, en cambio, son reales.
La ocurrencia de ocupaciones masivas de terrenos en Santiago a mediados del siglo XX desempeñó un papel central en la transformación de los habitantes populares en sujetos políticos (Angelcos & Pérez, 2017; Pérez, 2022). Desde principios de los sesenta, los residentes de asentamientos ilegales dejaron de ser considerados callamperos –término usado para referirse a los habitantes de las “poblaciones callampa”–, pasando a ser concebidos como “pobladores”. Si bien la categoría “poblador” era frecuentemente empleada para aludir a los habitantes de las “poblaciones” (barrios populares), fue solo en este periodo cuando dicho término comenzó a ser utilizado para nombrar a un colectivo de sujetos que, eficazmente organizados, luchaban por el derecho a la vivienda (Espinoza, 1988; Garcés, 2002). Esa nueva identificación se basó, de manera importante, en un proceso de “interpelación” –esto es, en un ritual de reconocimiento ideológico (Althusser, 2001)– en el cual el Estado comenzó a identificar a los individuos pobres como autoconstructores de ciudad. La categoría “poblador” asumió, así, un carácter “performativo” (Austin, 1962), ya que, más que describir a un segmento de los sectores populares, los constituyó como un tipo específico de sujetos. John Austin (1962) señala que los enunciados son performativos o realizativos cuando, en vez de reportar o señalar algún fenómeno, realizan o ejecutan una acción. Para que opere como tal, el enunciado performativo debe satisfacer un cierto número de convenciones sociales. Por ello, el discurso performativo asume el carácter de un “ritual o ceremonial” (Austin, 1962, p. 19), lo que implica que su poder se materializa principalmente mediante la repetición (ver también Bourdieu, 1991; Butler, 1997). Es precisamente la repetición de discursos públicos en torno a los pobladores lo que facilitó su formación como sujetos políticos, fenómeno que se consolidó cuando, a mediados del siglo XX, el Estado buscó integrar a estos actores a la esfera político-institucional.
La subjetividad de los pobladores, sin embargo, no se deriva única y exclusivamente de la emergencia y circulación de discursos públicos sobre ellos. Siguiendo a Butler (1997), sostenemos que los términos de ese ritual de interpelación, en lugar de estar limitados por el interés del Estado, estuvieron siempre abiertos a una resignificación subversiva. Además, afirmamos que el proceso de formación de sujetos no resulta solo de su participación en instancias de reconocimiento ideológico, como la interpelación, sino también de los encuentros corporales de quienes se involucran en los rituales (Butler, 1997; Yurchak, 2005). En ese sentido, la práctica misma de la autoconstrucción, en tanto acción ritualizada de producción de ciudad, puede también operar performativamente. Atendiendo al carácter generativo de palabras y acciones, afirmamos que el término ‘poblador’ funciona como una categoría política cuya fuerza performativa hace posible la constitución de los pobres urbanos como sujetos capaces de demandar derechos al Estado. Abordaremos este proceso de formación de sujetos explorando los discursos públicos en torno a los pobladores, así como las prácticas ritualizadas de autoconstrucción a través de las cuales, en un momento específico de la historia política del país, estos sujetos ganaron considerable reconocimiento social y político.
Aunque el fenómeno de la autoconstrucción ya era observable en las primeras décadas del siglo XX (Castillo & Vila, 2022), fue a mediado de los años cuarenta cuando dicha modalidad de radicación y crecimiento urbano comenzó a ser reivindicada por los pobladores. Desde los sectores populares, se levantaba una demanda creciente por el derecho a autoconstruir las viviendas, la misma que implicaba la solicitud al Estado de asesoría técnica y préstamos para adquirir materiales de construcción. La autoconstrucción, entonces, ya estaba presente tanto en el lenguaje político de los pobladores organizados como en aquella institucionalidad pública que buscaba regular aspectos como la distribución de tierras. En 1947, por ejemplo, los residentes de la Población Zañartu solicitaron al Estado la expropiación de un predio que habían ocupado ese mismo año, así como materiales para erigir sus viviendas (El Siglo, 1947, enero 28). Un requerimiento similar hicieron durante los años siguientes muchas otras familias pobres que veían en la autoconstrucción la manera más efectiva de alcanzar la vivienda en propiedad (El Siglo, 1953, febrero 17). A fines de los cincuenta, los residentes en otras poblaciones de renombre, como la San Gregorio y la José María Caro, ambas fundadas en 1959, realizaron procesos de autoconstrucción mediante la participación de los pobladores en los programas del Estado. Lo propio ocurrió en dos de los barrios más grandes resultantes del Plan Habitacional del presidente Jorge Alessandri (1958-1964).
Las crecientes experiencias en autoconstrucción fueron cruciales para la implementación de la Operación Sitio durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva (1964-1970). La Operación Sitio se basó en la asignación de títulos de propiedad e, idealmente, de parcelas urbanizadas, en las que los pobladores autoconstruirían sus casas bajo la supervisión de agencias estatales. El Estado comenzó a ver a los pobres como individuos con altas habilidades organizativas. Según he señalado antes, ya no eran “callamperos”, sino “pobladores”, pues la autoconstrucción tutelada por el Estado representaba el espíritu de progreso moral y superación personal de los sin casa. En una columna de opinión publicada en el diario oficialista La Nación (1966, octubre 16), el autor indicaba que “el pueblo” podría acostumbrarse a recibir ayudas y asistencia de políticos paternalistas. Sin embargo –agregaba–, los pobres “prefieren participar, con su propio esfuerzo, en la solución de sus problemas”. Luego, argumentaba que tanto la formación de cooperativas de vivienda como la autoconstrucción eran la forma ideal a través de la cual “el Estado y el Pueblo” se asocian entre sí. Fue precisamente el establecimiento de dicho vínculo el que, en primera instancia, permitió el reconocimiento de los pobres como sujetos capaces de intervenir políticamente en la esfera pública. Ilustraremos los términos de la relación pobladores-Estado a través de un evento, que tiene como protagonista al presidente Eduardo Frei Montalva.
Al inaugurar la Población Irene Frei en Conchalí en 1965, el jefe de Estado dijo a los pobladores: “No me den las gracias por estas casas, porque las hicieron ustedes”. Frei Montalva, además, declararía: “Les aseguro que, al término de mi Gobierno, habrán desaparecido las poblaciones callampas del territorio Chileno” (La Nación, 1965, junio 18). Aunque estuvo lejos de cumplirse, la promesa de Frei Montalva es simbólicamente significativa, ya que adquiere los atributos de una interpelación (Althusser, 2001); esto es, de un acto de reconocimiento ideológico por el que el Estado y sus aparatos transforman a individuos en sujetos. El acto de habla que articuló Frei Montalva fue dirigido directamente a los habitantes populares en el espacio residencial que ellos mismos autoconstruyeron, no existiendo mediación aparente entre el presidente y los pobres. Así, la interpelación resulta en la identificación de los pobres como un tipo particular de sujeto: como pobladores constructores de ciudades. Tal acto de reconocimiento, por supuesto, tenía como meta obtener el apoyo de los pobladores para los objetivos partidistas del gobierno. Sin embargo, es significativo en un sentido performativo, ya que revela un momento muy particular en la historia política chilena: aquel en el cual el Estado imaginó a los pobres urbanos como sujetos agenciales con quienes era posible construir un vínculo político, a partir de su identificación como autoconstructores.
En ese contexto, la dimensión performativa de la categoría de poblador comenzó a prevalecer sobre la constatativa. Este “giro performativo” –adaptando la terminología de Yurchak (2005, p. 24)– produjo que la utilización de ese término, ‘poblador’, no solo describiera un segmento de la clase trabajadora, sino que a la vez posibilitara la formación de nuevas subjetividades políticas. Los pobres urbanos, en tanto pobladores, desarrollaron capacidades políticas nunca antes vistas. Al mismo tiempo, la interpelación estatal hacia ellos tendría efectos performativos inesperados, relacionados con la emergencia de una subjetividad cuyas orientaciones políticas superaron las anticipadas por el gobierno populista de Frei Montalva. La formación de pobladores como sujetos políticos culminará una vez que tomen parte decisiva en la implementación de proyectos de transformación social enmarcados en la elección de Salvador Allende como presidente de Chile (1970-1973). En un contexto de creciente polarización social, la autoconstrucción adquirirá una renovada significación política.
A principios de los setenta, los pobladores llevaron a cabo ocupaciones de suelo no solo para reclamar el derecho a la vivienda, sino también para crear nuevas formas de poder popular (Espinoza, 1988). La propagación de “tomas” altamente politizadas fue acompañada por un cambio en el lenguaje para dar cuenta de ellas. Desde entonces, el término “campamento” se usó cada vez más para designar asentamientos ilegales, lo que de alguna manera coincide con el retiro progresivo de la expresión “poblaciones callampa”. Si este último concepto representaba la expresión más grave de la marginalidad urbana, el campamento simbolizaba la radicalización política de los pobladores y su participación en procesos de transformación social profunda.
¿Cuáles fueron los elementos distintivos de estos asentamientos? ¿Qué tipo de actos performativos realizaron los pobladores mientras construían un campamento? Desde la ocupación de La Victoria en 1957, una de las más conocidas por su masividad y organización, las tomas desarrollaron un patrón similar. Generalmente ocurrían durante la noche y siguiendo una serie ritualizada de eventos. Luego de buscar un terreno baldío (público o privado) con anticipación, las asambleas de viviendas –las que podían reunir a más de mil familias– irrumpían furtivamente en el predio, rompiendo cercos y vallas. Posteriormente, instalaban carpas y mediaguas. Los ocupantes, quienes a menudo llegaban en camiones o carretas, llevaban no solo sus pertenencias, sino también banderas chilenas que, como en un acto de colonización, se colocaban de inmediato en el territorio. El acto fundacional de un asentamiento en 1967, el que más tarde dio origen a la Población Herminda de la Victoria, fue descrito de esta manera por El Siglo:
Un bosque de banderas chilenas surgió bajo la densa niebla que cubrió en la madrugada de ayer parte de la capital, y sostenidas por las manos firmes de cuatro mil sin casas… fueron clavadas en los terrenos del ex fundo Santa Corina… Vimos nacer una población de cuatro mil almas en 15 minutos. (El Siglo, 1967, marzo 17)
Además de apoderarse físicamente de un predio desocupado, los pobladores realizaban otro acto performativo: le asignaban un nombre al nuevo campamento. Los nombres usados para bautizar una ocupación se basaron comúnmente ya sea en la fecha de la ocupación; en consignas políticas o en un político vivo, generalmente de izquierda, que apoyaba las demandas de los pobladores; en una figura marxista prominente (artistas, intelectuales, etc.) o en el recuerdo de acontecimientos históricos relacionados con movilizaciones populares; o respondían simplemente a la imaginación de los ocupantes ilegales que, a través del nombre, buscaban mostrar su espíritu de lucha.1 La serie de eventos que venía después seguía, igualmente, un patrón establecido: una represión policial que buscaba desalojar a los ocupantes; la resistencia popular a esos desalojos; y la llegada, a veces minutos después de ocurrida la toma, de políticos –en su mayoría de izquierda– que ayudaban a negociar con las autoridades estatales la permanencia de los pobladores en los terrenos ocupados. Una vez autorizada la estancia de los pobladores, comenzaba la construcción del campamento, proceso en el cual era común ver colaborando a estudiantes universitarios, sacerdotes católicos y una diversidad de voluntarios de otras organizaciones de la sociedad civil.
La creciente importancia política de los pobladores entre mediados de los años sesenta y principios de los setenta dio origen a nuevas narrativas sobre los asentamientos irregulares. Si para la izquierda se trataba de una acción revolucionaria, para los grupos conservadores los campamentos operaban incluso como “campos de concentración” donde los pobladores estaban siendo adoctrinados por “elementos de extrema izquierda” (El Mercurio, 1967, mayo 31; El Ilustrado, 1970, abril 30).
El temor a los campamentos expresado en los periódicos de derecha respondía a realidades tanto materiales como simbólicas. En el primer caso estaba asociado a la amenaza al derecho de propiedad privada que implicaba el aumento de los asentamientos. Tal visión llevó a la aparición de varias editoriales en los diarios El Ilustrado y El Mercurio, donde se argumentaba que los campamentos podrían ser el escenario para el desarrollo de algunas formas de “guerrilla urbana” (El Ilustrado, 1969, febrero 24), discurso con que se justificaba su represión. En su dimensión simbólica, el temor se manifestada en una crítica a dos prácticas performativas características de los campamentos: la colocación de banderas chilenas en la tierra tomada y el nombramiento de las ocupaciones. Las opiniones editoriales argumentaban que tales acciones representaban el “abuso” de los emblemas nacionales de Chile y el resquebrajamiento de los valores patrios (El Mercurio, 1967, mayo 13; Tribuna, 1971, julio 19).
El simbolismo de las dos prácticas que mencionamos –el nombramiento de los campamentos y el “abuso” de la bandera chilena– se hizo aún más evidente cuando Augusto Pinochet llegó al poder en 1973. La dictadura, además de reprimir físicamente a los pobladores, cambió rápidamente la denominación de los campamentos. Nueve días después del golpe de Estado, el almirante Jorge Paredes dijo en Concepción que el reemplazo de los nombres de los campamentos buscaba “restaurar los valores patrióticos de nuestra nación” (El Mercurio, 1973, septiembre 20). Además, la dictadura dejó de usar la palabra “campamentos”, por su evocación guerrillera, y comenzó a llamar indistintamente “poblaciones”, una palabra que parecía menos cargada ideológicamente, a los barrios populares. Los nombres utilizados por el régimen militar para rebautizar los campamentos se basaban principalmente en personajes históricos de Chile, nombres de batallas o frases alegóricas que representaban ideales “verdaderamente patrióticos”.
En tanto gesto (ocupar y erigir) y palabra (nombrar), los procesos de autoconstrucción de mediados del siglo XX remiten a acciones fundacionales e inaugurales. En torno a ellos se han creado mitos de origen en cada barrio, los cuales aún despiertan la memoria colectiva, y ello a pesar de las décadas transcurridas, del recambio generacional y de los esfuerzos explícitos de la dictadura por minarla. Como señala Mircea Eliade (1992), los mitos narran los “acontecimientos primordiales”, pues remiten al “tiempo fuerte” de la primera emergencia de una cosa significativa. Son relatos que resguardan la memoria de esa creación originaria y, con ello, configuran un “modelo ejemplar”, es decir, una referencia de lo que es sagrado y valioso para quienes se reconocen como parte de ese origen. El mito fundante de la toma de terrenos desde la cual emergieron las poblaciones autoconstruidas produce un orden moral cuya eficacia sobre el presente, como veremos en la próxima sección, permanece mientras esa memoria sea reactivada ritualmente.
En nuestros trabajos de campo en distintas poblaciones autoconstruidas, hemos registrado la importancia que nuevas generaciones de pobladores y pobladoras asignan a la autoconstrucción al momento de anclar sus experiencias vitales. En esta sección, proponemos complementar el análisis documental con una perspectiva vivencial de la autoconstrucción, elaborada a partir de entrevistas de historias de vida a habitantes –en su mayoría mujeres adultas– de barrios autoconstruidos sitos en diversas comunas del pericentro y la periferia de la Región Metropolitana. Si en el apartado anterior centramos nuestra atención en el rol que tuvo la autoconstrucción en la emergencia del movimiento de pobladores, ahora buscamos dar cuenta de los efectos de dicha práctica sobre el ámbito doméstico, es decir, aquella porción de mundo que las personas transforman cotidianamente en algo familiar.
Planteamos que la constelación de prácticas y discursos de la autoconstrucción en el presente revelan una forma residencial donde las casas no son vividas como objetos preconstituidos y fijos contenedores de la vida cotidiana, sino como algo que acompaña el transcurso vital de las personas, siendo a la vez resultado y condición de posibilidad del mismo. Si, por un lado, la autoconstrucción suele tener un evento fundacional mítico –expresado en la “ocupación” del sitio–, la edificación paulatina y nunca acabada de las casas por quienes las habitan abarca el arco biográfico completo de cada persona y lo trasciende, acogiendo varias generaciones y múltiples casas anidadas. En este proceso, las personas se constituyen en los entornos que ellas mismas producen, descubriéndose como agentes y protagonistas de una vida hecha materialidades, palabras, corporeidades y circulaciones intersubjetivas. En los procesos de autoconstrucción, señalan Rivera et al. (2022), las mujeres suelen tener un papel preponderante, pero poco valorado. Aunque las tareas concretas de edificación de casas y barrios suelen estar a cargo de los hombres, las mujeres sí desempeñan un rol fundamental en diversos procesos que hacen posible la autoconstrucción, tales como el aseguramiento de la tierra y la demanda por servicios urbanos (Rivera et al., 2022), el liderazgo comunitario y la formación de redes de cooperación (Gatica, 2022). En lo que sigue, mostraremos principal, aunque no únicamente, el caso de mujeres cuya autocomprensión resulta inseparable de su experiencia cotidiana y durable como autoconstructoras.
En el invierno de 2015, conocimos a Rosa Quintana, madre y abuela de 66 años. Rosa era presidenta de un comité de allegados de Bosque Hermoso, Lampa, en la periferia norte de la Región Metropolitana. La casa de Rosa se encontraba en el límite superior de Bosque Hermoso, en una zona que no había sido regularizada, con calles sin pavimentar y que no contaba con servicios básicos. Después de casi diez años de trabajo, el comité que presidía Rosa y otros comités estaban ad portas de recibir sus nuevas casas. Desde el amplio balcón de su vivienda, construida enteramente de madera e instalada sobre unos palafitos hábilmente incrustados en las faldas del cerro Chicauma, podíamos divisar, a poco más de un kilómetro, el nuevo conjunto habitacional donde Rosa se trasladaría dentro de poco. Apuntando, nos decía: “Allá, al fondo, eso amarillo que se ve allá, esas son nuestras casas […] yo pude ver todo el proceso desde aquí”. Con casi una década como dirigenta social, Rosa sabía que era un gran logro haber levantado las casas en un terreno tan cercano, no solo porque sus futuros habitantes habían podido asistir e incluso supervisar cotidianamente todo el proceso de construcción, sino porque ello les permitía mantener sus hábitos locales y la proximidad con familiares y conocidos una vez que se cambiaran. Tres de los hijos y una nieta de Rosa habían obtenido una vivienda en el mismo conjunto. Aunque todavía estaban en espera de la entrega, trámite que estaba atrasado por asuntos burocráticos, para Rosa y muchos otros pobladores de Bosque Hermoso, la imagen de las casas en el horizonte representaba el final de un largo camino recorrido desde que llegaron a “tomarse” esos terrenos. Antes, alrededor de 2003, Rosa había arrendado una casa en Lampa, junto a su segundo marido. En 2006, un conocido le comentó que en una toma cercana al cerro había un sitio libre. En sus palabras:
Una persona que me conocía me fue a ofrecer el sitio porque nadie lo quiso ocupar, porque era ganársela al cerro. Entonces, yo todos los días me venía acá, emparejaba un poquito, después cuando llegaba mi esposo del trabajo venía otro poquito… Ellos mismos me ofrecieron una piececita de tres por tres para que la instalara, para que asegurara el sitio.
Las dos expresiones que resaltamos en este fragmento, “ganársela al cerro” y “asegurar el sitio”, dan cuenta de elementos fundamentales de la vivencia de la autoconstrucción. Sin ayuda de máquinas, Rosa, su marido, su hijo y otros familiares, fueron aplanando pacientemente parte de la ladera del cerro, “ganándole” suficiente terreno para poder instalar una primera mediagua, a partir de la cual fue creciendo y consolidándose su casa. En su uso popular, en Chile el verbo “ganar(se)” significa no solo vencer en una lucha, sino apropiarse de un lugar, tomar posesión y posición. Este trabajo de domesticación del cerro ha implicado también construir dispositivos que hagan posible sostener una casa en la pendiente. La casa de Rosa llama la atención porque está sostenida por “palotes”, como ella llama a los palafitos. Lo mismo vale para la autoconstrucción del pozo séptico y de un baño “más o menos decentito”, en sus palabras, en un lugar donde no hay alcantarillado ni agua potable. Este esfuerzo de domesticación no es definitivo, pues Rosa cuenta cómo cada invierno la presencia del cerro vuelve a hacerse amenazadora. Una lluvia abundante puede arrastrar violentamente barro desde arriba e inundar la casa, amenazando incluso la vida. Muchas veces hay que volver a construir lo ya construido.
En la expresión “ganarle al cerro” se trasluce la vivencia de este último como algo activo, una entidad contra la cual se lucha, pero también se llega a ciertos acuerdos y, finalmente, se domestica y apropia, aunque provisionalmente. La casa-cerro constituye una unidad de agenciamiento, en el sentido de Deleuze y Guattari (2020), por medio de la cual la propia agencia de los habitantes emerge y se distingue.
Si bien pocos pobladores estaban originalmente interesados en este terreno acorralado por el cerro, siempre existía el riesgo de que otras familias pudieran ocuparlo. Por eso, afirmaba Rosa, resultó necesario “asegurar el sitio” instalando rápidamente una mediagua. Como lo han analizado otros autores (Cortado, 2020; de L’Estoile, 2014), este acto de ocupación equivale, en los códigos de la informalidad habitacional en América Latina, a una apropiación pública y legítima del terreno. “Ganarle al cerro” y “asegurar el sitio” constituyen, para Rosa, las acciones fundantes de la autoconstrucción de la casa. Por medio de su transformación material, el carácter hostil e inseguro de su entorno se va aplacando, volviéndose habitable. “Ocupar(se)” es la expresión que usa Heidegger (1997) para describir el modo de habitar cotidianamente el mundo, esto es, de vivenciarlo como un mundo-a-la-mano. Por medio de este ocuparse, una porción propia y familiar del mundo –un dwelling environment (Ingold, 2011)–, va emergiendo en torno al sitio conquistado y a la casa en construcción.
La autoconstrucción es un trato transformador y domesticador del mundo por medio del cual se hace posible activar y distinguir la propia agencia. Hay en dicho acto un componente creativo y un gesto fundacional, una iniciativa radical de la cual Rosa se entiende como protagonista. Hannah Arendt (1995) afirma que actuar “significa tomar una iniciativa, comenzar, como indica la palabra griega arkhein, o poner algo en movimiento, que es significado original del agere latino” (p. 103). En la misma línea, Hans Joas (1996) ha enfatizado el componente creativo de la acción, por sobre el racional-normativo, definiéndola como el proceso en el cual surge algo nuevo. Allí donde alguien inaugura algo delante de otros, entonces cada quien puede a su vez reconocer su propia originalidad. Planteamos que, lejos de reducirse al aseguramiento de la sobrevivencia –que corresponde para Arendt al nivel biológico de la “labor”–, y más allá de producir sus condiciones materiales de vida –correspondiente al nivel productivo del “trabajo”–, la autoconstrucción de la casa alcanza el nivel propiamente político de la acción. Ello no solo por el componente de creatividad ya señalado, sino por el hecho de que, en el horizonte de la autoconstrucción, la casa constituye la concreción de acciones con alcance público.
Arendt (2002) señala que no hay verdadera acción si no está acompañada por el discurso, entendido como la capacidad de hablar en público acerca de los asuntos comunes. Si, por un lado, el discurso expresa el hecho de que, perteneciendo a un mundo común, cada persona lo experimenta y significa desde un punto de vista particular, por otro es también lo que permite articular entre sí las perspectivas individuales por medio del diálogo, abriendo las oportunidades para la construcción de un mundo común. En esta dirección, es interesante cómo Rosa reconstruye su trayectoria como dirigenta en los términos de un proceso de aprendizaje y formación en el cual fue adquiriendo no solo conocimiento técnico sobre el tema de la vivienda social, sino sobre todo una capacidad de luchar por medio de la palabra, de defender en público sus objetivos y, con ello, descubrir un estilo propio de expresión, un “hablar a su pinta”:
Hice cursos también de dirigenta… Porque cuando esto se formó… yo no tenía la personalidad como pa’ ser dirigenta… De a poco fui tomando… personalidad y haciéndome lo que era mío y lo que me gusta hacer, que ahora no me calla nadie, ¡ni el caballero [marido] me calla! Porque inclusive ahora defiendo, o sea, la peleo… ¡A la final, yo termino hablando las cosas a la pinta mía! [risas].
La acción, como capacidad de poner en movimiento algo nuevo y original en el mundo, aparece asociada a la capacidad de performar un discurso transformador de ese mundo y que se presenta delante de otros. En este sentido, la estricta oposición entre aquello que la misma Arendt describe oikos, como lugar privado de la labor, y polis, como el ámbito público de la acción, en los territorios autoconstruidos en cierta forma desaparece. Aquí, la casa propia es resultado no de una transacción financiera individual o de una asignación gubernamental, sino de una movilización colectiva de carácter político.
El acceso a cada sitio, la construcción de cada casa, es inseparable del hecho de que otros, reconocidos como iguales, también han concurrido a apropiar (y apropiarse de) su sitio y construir su casa. En la prolongación temporal que atraviesa la emergencia de las casas, se va tejiendo una interdependencia profunda en virtud de la cual las casas, aunque erigidas para proteger un ámbito propio, se vuelven un hecho colectivo. En esta dirección, hay otra expresión en el primer fragmento citado de la conversación con Rosa donde vale la pena detenerse: “Yo todos los días […] emparejaba un poquito, después cuando llegaba mi esposo del trabajo venía otro poquito”. Esta semántica del hacer “de a poquito” es muy recurrente en nuestros interlocutores y ha sido también identificada en otros contextos donde prevalece la autoconstrucción (Caldeira, 2017; Cortado, 2020; Motta, 2014; Pérez & Palma, 2021). El caso de Tamara nos permite profundizar en ello.
Cuando la encontramos en 2020, Tamara tenía 30 años. Madre de dos niños de 9 y 15 años, Tamara ha vivido toda su vida en Las Acacias, una población de la comuna de El Bosque que surgió de una toma en 1970. Ella compartió con nosotros imágenes de la casa que, sobre el techo de la casa de su madre, ha ido construyendo junto a su marido y con la ayuda de familiares. Como en otros casos que hemos conocido, estas extensiones de la casa original se iniciaron a partir de una mediagua, facilitada por la Municipalidad o algún conocido. Tamara nos contaba: “Así empecé mi casa, era una mediagua […]. Ahora ya tengo tres dormitorios, gracias a Dios, living, comedor, cocina y baño […]. Me faltan hartas cosas que terminar, pero de a poquito…”.
En el horizonte de la autoconstrucción, las casas se hacen lentamente, igual que las personas: nacen pequeñas y frágiles, dependientes, y van creciendo, fortaleciéndose, haciéndose más “independientes” –parafraseando a Tamara–, al mismo tiempo que quienes las construyen-habitan van haciéndose adultos, incrementando su independencia relativa y formando sus familias. Aunque la autoconstrucción suele tener en su origen un gesto radical y súbito, se despliega luego en una temporalidad lenta que abarca el arco biográfico de varias generaciones y que permanece siempre abierta, en la medida en que la casa nunca está propiamente terminada. Para el caso de la autoconstrucción popular en Minaçu, Brasil, André Dumans Guedes (2017) describe cómo el transcurrir de la vida está acompañado en su totalidad por el movimiento inacabado de la fabricación de la casa. Janet Carsten (2018) ha descrito algo similar en referencia a la relación entre personas y casas estudiadas en Malasia, donde las casas pueden ser comprendidas “como objetos biográficos y como personas” (p. 105). Al igual que la vida, la casa rara vez es experimentada como algo terminado. Este movimiento perpetuo de la casa tiene, sin embargo una direccionalidad, pues está orientado hacia un proyecto, tiene una “orientación prospectiva” (Guedes, 2017, p. 412). En la misma línea, Thomas Cortado (2020, p. 208), en su etnografía sobre loteamientos periféricos de Río de Janeiro, describe el movimiento “aos poucos” (de a poco) de la autoconstrucción, en el cual se materializa la expectativa de “progreso” personal, familiar y barrial.
Ir construyendo su casa de forma paulatina no exige un ahorro sustantivo, sino que hace posible ir acumulando materiales con montos irregulares y bajos de dinero, así como por medio de materiales recolectados o regalados. En las palabras de Tamara, “igual me ahorré hartas cosas, porque mis hermanos, cuando hicieron el baño de abajo, tenían pedazos […] en realidad mi baño es puras cosas que reciclabas […] el closet me lo regaló mi hermana”. Una casa autoconstruida está generalmente hecha de “pedazos” de otras casas, de flujos de materiales y cosas que circulan. Eso nos contaba Soledad, una mujer de unos 40 años a quien encontramos en varias ocasiones en 2014 en una población de Peñalolén. Aquí, en una conversación junto a su hijo Antonio:
Soledad: Cuando nos empezamos a cambiar hace casi un año, tuvimos harta ayuda, varios nos ayudaron, de mis cuñados, de mis tíos, unos pasaron cortinas, otros pasaron el piso […] la [alfombra] del dormitorio es la que sacó [mi patrona] de su casa, cuando cambiaron el piso y yo la puse allá y esto me lo regaló un tío, y la de los dormitorios también me lo regaló mi tío.
Antonio: Y a mí lo que me gustó fue que, cuando empezamos, venían mis primos grandes, mis tíos, todos los sábados a construir, hasta nosotros los más chicos sacando de las tablas los clavos, claro, todos ayudaban, eran como quince personas.
Soledad: Yo les dejaba cocinado el día viernes, una olla de comida pa’l sábado.
Tal como lo describe Soledad, la misma lógica colectiva de la acumulación del material se aplica a la mano de obra que un conjunto de personas –familiares, amigos, vecinos– aportan cada vez que “tienen un tiempito”. Volviendo a Tamara:
Cada vez que mi suegro tiene un tiempito se viene para acá. Pero ahora en este tiempo no ha podido, porque ha tenido harta pega; entonces igual… por ser, el balcón de mi casa está sin techo, se me moja cuando llueve y todo eso. El cielo todavía no se termina.
En la temporalidad del “de a poquito” de la autoconstrucción, cosas y personas se vinculan durablemente a través de un ritmo irregular, pero continuo, de regalos, préstamos, favores y servicios, remitiendo a una pluralidad de participaciones sin la cual la emergencia de la casa y su transformación sucesiva no serían posibles. En este proceso, la autoconstrucción performa una intersubjetividad concreta y práctica, que resulta muy bien descrita por Heidegger (1997) a propósito de la idea de coexistir. Según el autor, el “estar de los unos con los otros se funda inmediata y a menudo exclusivamente en aquello sobre lo que recae la ocupación común. Un convivir que deriva de hacer las mismas cosas… el compromiso en común con una misma causa, […una] auténtica solidaridad” (p. 147).
Por último, esta intersubjetividad inscrita en los procesos de autoconstrucción se extiende también a lo largo de las distintas generaciones y sobrepasa los límites de cada casa, conectando varias viviendas entre sí. La casa de la madre de Tamara está en proceso de construcción desde que ella tiene memoria. Ahora, ella misma es quien continúa ese trabajo construyendo su propia casa dentro de la casa materna, y acompaña su proceso de irse convirtiendo en mujer adulta, madre y esposa. Es muy común que, a nivel del sitio, una casa esté hecha de varias casas “independientes”, término que varios de nuestros interlocutores usan para referirse a una extensión que no es solo dormitorio, sino que cuenta con baño, cocina y entrada propia. Por medio de la autoconstrucción, nuevas casas van siendo diferenciadas a partir de la casa original, acompañando el proceso de extensión intergeneracional del grupo familiar y las lógicas de allegamiento (Araos, 2019). Eugênia Motta (2014) menciona un fenómeno similar en su estudio sobre las configuraciones de casa en una favela de Río de Janeiro. Allí, los habitantes utilizan el concepto de casas pouxadas, es decir, casas “sacadas” unas de las otras, para aludir a la concatenación sucesiva de viviendas que emerge de la autoconstrucción. En ese proceso, pareciera que, con el tiempo, los vínculos familiares intergeneracionales van adquiriendo mayor prominencia sobre los vínculos vecinales en las lógicas de intersubjetividad. Estos últimos, sin embargo, permanecen como un fondo de sociabilidad disponible, sostenido por la memoria colectiva en torno a la autoconstrucción.
En suma, en los territorios autoconstruidos cada casa emerge y se desarrolla en conexión con otras casas, algo que diversos autores estudiosos de la realidad residencial en América Latina han llamado “configuración de casas” (Marcelin, 1996; Motta, 2014; Pfirsch & Araos, 2019). Por medio de las prácticas autoconstructivas –circulación de materiales, mano de obra, favores y cuidados, y préstamos, solidaridades y conflictos entre vecinos–, cada casa está imbricada con otras hacia afuera del sitio. Pero, también, la autoconstrucción tiende a producir configuraciones de casas hacia adentro del sitio, las cuales emergen acompañando los procesos de allegamiento de las nuevas generaciones. La semántica del “de a poquito”, que engloba la temporalidad de estos procesos, expresa una vivencia en que casas y personas se producen unas por medio de las otras.
A través de materiales documentales y cualitativos, en este artículo hemos dado cuenta de las semánticas que, en distintos periodos de la historia reciente de Chile, han promovido los procesos de autoconstrucción. La autoconstrucción gatilla una serie de fenómenos más allá de la evidente edificación de casas y barrios. En las páginas precedentes, hemos puesto nuestra atención en cómo la autoconstrucción, en tanto práctica performativa, forma subjetividades políticas, cuestión materializada en dos ámbitos: i) la emergencia del “poblador” como un tipo específico de subjetividad entre las clases populares, fenómeno que resulta particularmente notorio en el marco del movimiento de pobladores de mediados del siglo XX; ii) la capacidad de los pobladores contemporáneos de constituir tanto una porción domesticada de mundo, como formas situadas de reconocimiento intersubjetivo al momento de responder creativamente a la falta de vivienda.
Desde mediados de los años cincuenta, la acción ritualizada resultante de extendidos procesos de autoconstrucción propició un “giro performativo” (Yurchak, 2005) de la categoría “poblador”, permitiendo la formación de nuevos sujetos, cuya agencia e identidad se concibieron como íntimamente ligadas a la producción social del espacio. Ello derivó en la emergencia de una serie de discursos sociales que empezaron a reconocer a los pobres urbanos, ahora identificados como pobladores, en tanto agentes centrales en la urbanización de la periferia y actores políticos por derecho propio. Dicho proceso culminó con la consolidación del movimiento de pobladores y la construcción de campamentos altamente politizados, en donde los pobres urbanos imaginaron formas alternativas de sociedad.
La función política de la autoconstrucción se ha modificado significativamente en las últimas décadas. Los pobladores contemporáneos, aunque han revitalizado el movimiento por la vivienda a través de una participación crítica en los programas de subsidios habitacionales, no conciben la autoconstrucción como la principal estrategia de presión al Estado ni esperan transformarse en propietarios a través de ella (Angelcos & Pérez, 2017; Pérez, 2022). Eso, sin embargo, no equivale a afirmar que la autoconstrucción haya dejado de ser una práctica empleada por las clases populares para enfrentar colectivamente las crisis de vivienda, cuyos efectos se han hecho patentes en distintos contextos históricos. Como mostramos en las secciones precedentes, la autoconstrucción es un vehículo que, tanto en el pasado como en el presente, permite conectar las aspiraciones individuales de una familia con un proyecto colectivo de mayor alcance. La autoconstrucción de casas, si bien responde a una necesidad familiar, adquiere necesariamente una dimensión colectiva y creativa cuando se trata de producir material y simbólicamente un barrio. En ese proceso, los recuentos de la autoconstrucción aglutinan recuerdos entre distintas generaciones de familias y vecinos en los cuales se destacan eventos fundantes de cualidades míticas, como el día específico en que ocurrió la ocupación del terreno. Las memorias colectivas en torno al mito de origen de la toma y a la autoconstrucción, en el sentido de Eliade (1992), tienen una eficacia simbólica (Lévi-Strauss, 1963), pues dotan a los pobladores de un conjunto de símbolos mediante los cuales pueden significar su experiencia urbana en términos de acción colectiva y lucha. La autoconstrucción, en ese sentido, sigue operando como un mecanismo de formación de agencias, de reconocimiento intersubjetivo y domesticación del mundo.
En un contexto en que la informalidad residencial ha resurgido con fuerza en las principales ciudades chilenas (Pérez & Palma, 2021), creemos que el análisis propuesto en este artículo puede dar luces importantes para analizar las manifestaciones concretas que, en el presente, adquiere la autoconstrucción. La magnitud actual del fenómeno, así como los nuevos actores que dan vida a los campamentos, nos invitan a considerar las diversas formas que puede asumir la autoconstrucción de las periferias. No obstante, aun afirmando la multiplicidad de expresiones de la autoconstrucción, parecen existir ciertas continuidades en las implicancias políticas de esa práctica. No resultaría extraño que, en un marco de crecientes demandas por derechos sociales y vida digna, la autoconstrucción retome el papel movilizador que dio cuerpo al movimiento de pobladores a mediados del siglo XX.
Proyecto Anillos ANID/PIA SOC180033, FONDECYT 1210743 y ANID/FONDAP 15130009.