Artículos
HABITAT Y ECOLOGÍA DE LA POBREZA
THE HABITAT AND ECOLOGY OF POVERTY
HABITAT Y ECOLOGÍA DE LA POBREZA
Urbano, núm. 33, pp. 6-13, 2016
Universidad del Bío Bío
Recepción: 04 Abril 2016
Aprobación: 13 Junio 2016
Resumen: No existe solo una geografía de la pobreza, también una ecología de la pobreza. La pobreza se ha urbanizado proporcionalmente más que la población, y la ecología de la pobreza ha conformado ecosistemas metropolitanos marcados por la adaptación para sobrevivir. En ellos, la degradación social se correlaciona con la degradación ambiental. El artículo trata de la ecología humana, la ecología de la pobreza y el hábitat de los pobres. No casualmente entre los primeros modelos urbanos están los basados en la “ecología humana”, sosteniendo que la segregación social es también ecológica. Y actualmente la vivienda y los servicios básicos, mayoritariamente urbanos, son variables relevantes en la medición de la pobreza multidimensional. En la ecología de la pobreza, la especie humana, la más protegida legalmente, resulta habitualmente la más depredada por su propia especie, como recurso sobreexplotado o subutilizado, fluctuando entre mercancía y cesantía. Los pobres, segregados y exiliados extramuros de la ciudad, habitan en áreas de riesgo ecológico, con densidades y promiscuidades patológicas, en relaciones ecosistémicas críticas social y ambientalmente. Son lugares estigmatizados y poblaciones discriminadas que sobreviven en condiciones suburbanas, peor aún, infraurbanas e infrahumanas.
Palabras clave: hábitat, ecología, pobreza, degradación, desigualdad.
Abstract: There is not only a geography of poverty, but also an ecology of poverty. Proportionately, poverty has become more urbanized than population, and ecological poverty has formed metropolitan ecosystems marked by survival adaptations, in which social and environmental degradation correlate. This article discusses human ecology, ecological poverty and the habitat of the poor. Not coincidentally, among the top urban models are those based on “human ecology”. They argue that social segregation is also ecological and nowadays housing and basic -mainly urban- services are relevant variables in measuring multidimensional poverty. In ecological poverty, the human species, which has the greatest legal protection, is usually the most preyed upon by its own species; as an overexploited or underused resource, it fluctuates between merchandise and unemployment. The poor, segregated and exiled from the city, live in ecologically risky areas, with pathological density and cohabitation, in socially and environmentally critical ecosystemic relationships. These are stigmatized places and discriminated populations that survive in suburban and even worse, sub-city and sub-human conditions.
Keywords: habitat, ecology, poverty, degradation, inequality.
INTRODUCCIÓN
En los años ‘60 y ‘70 se realizaron publicaciones que buscaban “las causas básicas de la degradación ambiental en el crecimiento de la población global y en la concomitante expansión de la producción industrial, sin distinguir entre los pobres y los ricos…” (Tetreault, 2008, pág. 57). En los años ochenta se comenzaron a construir modelos que relacionaban la pobreza con la degradación ambiental. En el Informe Brundtland se estableció la relación recíproca entre pobreza y degradación ambiental, indicando que la pobreza degrada el medio ambiente pero a su vez la pobreza también puede ser efecto de y estar afecta por la degradación ambiental (Tetreault, 2008). A esta relación recíproca entre pobreza y medio ambiente se debe sumar el ritmo de crecimiento poblacional, en especial en las áreas urbanas de los países en desarrollo, sin una adecuada planificación, ciertamente un problema social grave (Davis, 2004) que acentúa aún más las desigualdades e injusticias sociales.
En la actualidad, la crisis económica generalizada ha inducido una mayor “polarización”, debido a la acumulación de la riqueza en manos de algunos, mientras se produce una creciente precarización de vida de la mayoría, contribuyendo a generar más desigualdad (del Moral Ituarte, 2013). En veinte años de globalización se “han reforzado las desigualdades preexistentes, concentrando la riqueza y el poder en unos pocos territorios, empresas y grupos sociales, frente a la exclusión o la escasa participación en los beneficios de otros muchos» (Méndez, 2008, pág. 256). Piketty (2014) ha verificado que la desigualdad en el mundo sigue creciendo y el capital continúa concentrándose cada vez más en pocas manos, resultado al que se llega incluso sin considerar la evasión en la declaración de bienes e ingresos. El 8 de octubre del 2014, el Banco Mundial (BM) junto al Fondo Monetario Internacional (FMI) evaluó los avances en los objetivos de desarrollo del milenio, entre los que figuran los relacionados con la reducción de la pobreza. El comunicado del BM-FMI señala la necesidad de “trabajar mucho más para terminar con la pobreza” y así acortar la brecha existente entre los estándares de vida[1]. El BM se ha puesto como meta terminar con la pobreza extrema y lograr una prosperidad equitativa. “El mundo ha avanzado sustancialmente en reducir la pobreza –disminuyó de manera impresionante en dos tercios– en los últimos 25 años, y ahora tenemos la oportunidad de ponerle fin totalmente en menos de una generación”, sostuvo el presidente del BM, Jim Yong Kim. “Pero no terminaremos nuestra labor a menos que encontremos la manera de reducir la desigualdad, que persiste obstinadamente en todo el mundo. La visión de un mundo más igualitario significa que tenemos que encontrar maneras de repartir la riqueza con los miles de millones de personas que casi no tienen nada”[2].
La pobreza extrema - situación que afecta a las personas que tienen un ingreso menor a US$1,25 diario- se ha reducido considerando que entre 1990 y 2010 el porcentaje cayó al 22%, lo cual significa que 700 millones de personas menos vivían en pobreza extrema. En el año 2011, la pobreza era padecida por un poco más de 1000 millones de personas (14% de la población mundial), mientras que en el año 2008 la cifra era de 1200 millones (19% de la población mundial). Esta cifra seguirá elevada en las regiones del sur de Asia y África: en 2011, estas dos zonas sumaban 814 millones de los 1000 millones de pobres en el mundo (Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la Secretaría de las Naciones Unidas, 2014).
Recientemente se ha realizado un nuevo tipo mediciones de la pobreza, incluyendo varias dimensiones sociales adicionales al ingreso monetario. Para el caso de Latinoamérica, en el año 2014 la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) junto a Oxford Poverty & Human Development Initiative, realizaron una medición multidimensional de la pobreza de los países de la región. Se incluyeron variables asociadas a la satisfacción de necesidades de empleo, protección social, educación, vivienda, servicios básicos y acceso a bienes. Los resultados arrojaron que la pobreza multidimensional en América Latina ha disminuido en el período 2005-2012. Empero, en el año 2012 el 28% de la población regional continuaba en esta condición. En el año 2013, Chile incorporó la medición multidimensional en la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN), la que verificó que el 14% de chilenos se encontraba en situación de pobreza por ingresos y un 20,4% en situación de pobreza multidimensional (Ministerio de Desarrollo Social del Gobierno de Chile, 2014). La medición de distribución de ingresos realizada en esta encuesta comprobó que en Chile persisten altas tasas de desigualdad.
En el Informe del año 2014 del BM-FMI se exponen varios datos en referencia a la pobreza. Se estima que en 2012 a nivel global había 99 millones de niños de menos de 5 años con peso inferior al normal; que 48 de cada 1000 niños morían a causa de enfermedades prevenibles; y que 4 de cada 5 muertes de menores de 5 años se registraban en África subsahariana y en Asia meridional. El 22% de la población en regiones en desarrollo vive en pobreza extrema. En el período del 2011-2013, el 14% de la población sufrió hambre o nutrición insuficiente, esto es 842 millones de personas de las cuales 827 millones se ubicaban en las regiones en desarrollo. En sus países, el porcentaje de empleo informal y vulnerable era de 56%, en contrate con las regiones desarrolladas en donde el porcentaje era del 10%. La pobreza en América Latina en el año 2013 afectaba al 28,1% de la población y la indigencia o pobreza extrema al 11,7%. Eran 165 millones de personas viviendo en la pobreza y 69 millones de ellas en indigencia. Esto revela que los niveles de pobreza se mantuvieron con respecto al año 2012 y la indigencia aumento en 0,4% (CEPAL, 2014).
El desempleo es otro factor que agrava el problema de la pobreza. En el año 2013 el desempleo afectaba a 202 millones de personas, confirmando que el empleo crecía más lentamente que la oferta de fuerza de trabajo (Organización Internacional del Trabajo, 2014). El grueso del aumento del desempleo mundial se registró en las regiones de Asia oriental y meridional (45%). El empleo vulnerable (por cuenta propia) representaba un 48% del total del empleo (Organización Internacional del Trabajo, 2014) con la consiguiente inestabilidad y falta de acceso a sistemas de seguridad social. El empleo informal continúa siendo una constante en la mayoría de los países en desarrollo con ciertas diferencias entre regiones. En América Latina se han mantenido las tasas de informalidad cercanas al 50%, exceptuando los países andinos y América Central donde se registra un 70% o más.
DE LA ECOLOGÍA HUMANA A LA ECOLOGÍA DE LA POBREZA
“La ecología es, por definición, la relación recíproca entre organismos y sus ambientes biológicos y físicos” (Steiner, 2002, pág. 2). El hombre se encuentra en un medio ambiente que ha sido modificado por él mismo para su adaptación, a tal punto que su hábitat es en su mayoría un medio construido y urbanizado. “El esfuerzo bioético de análisis humano desde lo ecológico, lo ha venido haciendo la ecología-humana desde Ratzel y los geógrafos alemanes del siglo pasado con la llamada ecología antropológica” (Cely, 1998, pág. 16).
Hawley (1966), desde la teoría del Origen de las Especies de Darwin, define que “La lucha por la vida es un término amplio y general, que se refiere a las relaciones de los organismos con los elementos orgánicos e inorgánicos del medio” (p.19). Bajo esta condición, se sobreentiende que no todos se relacionaran en términos equitativos. Algunos grupos sociales pueden expulsar a otros con el objeto de acceder a los recursos naturales, generando competencia, exclusión, explotación y lucha por la sobrevivencia (Steiner, 2002). Botkin y Keller (1998) indican que, como estrategias para la interacción entre personas y grupos humanos, se pueden identificar la simbiosis, la competencia y la depredación[3], estas últimas con fuertes consecuencias sociales. “La lucha por la existencia es inexorable e inevitable; donde existe vida, existe también resistencia a la vida” (Hawley, 1966, pág. 29). ¿Es posible que de ser humano a ser humano se acepte socialmente esta resistencia?
“El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social” (Laudato si’, 48). Efectivamente el “metabolismo de la sociedad […] arrastra hacia un creciente deterioro de la base de recursos planetarios, acompañado de una creciente polarización social y territorial” (del Moral Ituarte, 2013, pág. 81). Esta polarización produce inequidad y en casos extremos una depredación de ser humano a ser humano.
Para luchar por sobrevivir, las familias adoptan ciertas estrategias como aumentar los miembros que trabajan, incluyendo mujeres y niños; incrementar la producción propia para satisfacer necesidades de vivienda, alimentos y otros bienes; endeudarse y postular a subsidios; cambiar los hábitos de consumo, privilegiando solo aquellos que son básicos para la sobrevivencia; lo que disminuye también la calidad de la dieta y causa desnutrición; distribuir los alimentos dentro de la familia privilegiando a los niños; emigrando… (Arteaga, 2007). Estas estrategias indudablemente afectan el núcleo familiar en su salud fisiológica y psicológica. Una de las prácticas cotidianas para solventar las necesidades es la colaboración comunitaria, la cual genera vínculos que van construyendo un capital social y sentimientos de solidaridad que ayudan a sobrellevar los tiempos de crisis (Hintze, 2004).
En términos de sustentabilidad ambiental, las desigualdades también son evidentes a nivel internacional. “Las externalidades están mal distribuidas, las positivas benefician a los contaminadores y las negativas a los habitantes pasivos y segregados” (Crespo, 1999, pág. 194). Existe una “problemática de dominación y exclusión alrededor del modelo capitalista, y la explotación que ejerce sobre los países llamados tercermundistas” (López & Calpa, 2011, pág. 2). Se reproduce así un sistema que sirve a una clase social que según Merrifield (2014) y usando un término socio-biológico, es “parásita”. A nivel subnacional, los países también reproducen este modelo inequitativo. En América Latina, según la CEPAL (2014), a pesar de que el índice Gini ha disminuido en la región, el nivel de desigualdad al interior de los países aún permanece muy alto, siendo la región que destaca por ser la más inequitativa a nivel mundial.
En el año 2001, 924 millones de personas habitaban en tugurios en el mundo, correspondiendo al 32% del total de la población urbana mundial. En el mismo año, el 78,2% de la población urbana de los países en vías de desarrollo vivía en tugurios (UN-Habitat, 2003). Una década después, “un tercio de los residentes urbanos de las regiones en desarrollo vive todavía en tugurios” (ONU, 2014, pág. 40). Es evidente la “huella territorial” que la pobreza genera, la cual expresa una degradación no solo ambiental, sino también social.
En el ámbito rural, los campesinos han padecido una degradación en su calidad de vida y la expulsión del campo debido a la expansión de monocultivos para satisfacción de las necesidades de la población urbana, como ha acontecido con el cultivo de soja en la Amazonía de Brasil y sus impactos ambientales y sociales. “Hoy estos grupos están siendo despojados de sus tierras, condenados a ser proletarios con condiciones laborales ínfimas en las grandes industrias, y bajo el efecto de agentes externos (pesticidas, fertilizantes, etc.) para incrementar la productividad, teniendo fuertes impactos en su salud” (López & Calpa, 2011, pág. 5).
Los campesinos más pobres, al no poder acceder a niveles superiores de educación, quedan descalificados en la competencia por los puestos de mayor remuneración. Así, “algunos regímenes de crecimiento son, tanto en materia de tasa de crecimiento como de inserción a la economía-mundo, más competitivos que otros. El tipo de inserción se traduce en una relación diferente entre el trabajo no calificado y el trabajo calificado, y por lo tanto por una distribución de ingresos diferentes” (Salama, 2008, pág. 155).
En general “los pobres venden barato su salud” (Martínez- Alier, 1999, pág. 62), también su trabajo y su vida. Ellos son los encargados de reciclar desperdicios, ya sea para venderlos, usarlos o incluso ingerirlos. Ellos son quienes trabajan en maquilas gigantescas durante jornadas extendidas. De ellos son los niños que venden barato servicios sexuales, y quienes venden órganos e hijos por no poderlos alimentar o por necesitar dinero (Martínez-Alier, 1999). Y lo más importante, si ellos son realmente seres humanos ¿por qué son tratados como objetos y por qué degradados y desechados?
La pobreza ciertamente no es natural. “Hombre y comunidad, recurso natural y artificializado a la vez. El más importante de los recursos y tal vez el más depredado. El más protegido legalmente y no por ello el mejor preservado” (Daher, 1989). La indiferencia tampoco debiera ser natural. Sin embargo, es una realidad interpelante la “distribución espacialmente desigual de los impactos del metabolismo social” (del Moral Ituarte, 2013, pág. 88). Se culpa de la falta de alimentos para los pobres a la incapacidad de satisfacer las demandas de todos debido al crecimiento de la población, pero “si bien ha habido hambrunas en diferentes partes del mundo y ciertos sectores de la población han vivido constantemente al borde de la subsistencia, lo cierto es que el hambre ha tenido más que ver con la distribución de alimentos que con la producción global” (Tetreault, 2008, pág. 43). De ahí que no se hable solo de una degradación ambiental sino de una social que parte de la inconciencia de aquellos quienes observan este fenómeno y no reaccionan ante él, pues aparentemente lo han naturalizado.
“Estamos viviendo una época de crisis ambiental y humana. El peligro es grave porque la causa del problema no es superficial, es profunda, no es solo una cuestión de economía, sino ética y de antropología”[4]. “Nunca el mundo había sido tan desigual y nunca los niveles de concentración de la riqueza habían alcanzado proporciones tan obscenas” (Nogué & Romero, 2006, pág. 20).
El modelo de sociedad así plasmado resulta indeseable para todos debido al tipo de condiciones de vida que se generan tanto en el aspecto social como en el ambiental (Latouche, 2003, en López & Calpa, 2011). No existe una verdadera integración, lo que resulta evidente en asentamientos humanos donde los sectores sociales y usos del suelo se separan drásticamente entre ellos (Steiner, 2002). Esta separación, “esta desapropiación del espacio urbano, esta enajenación del espacio propio y consecuente alienación, se produce no solo con la escala, sino que también y principalmente con la lógica del mercado que segmenta y destruye los espacios colectivos y nos empuja hacia un creciente individualismo” (Elizalde, 1999, pág. 467). Los pobres en general son segregados a las periferias, a ciertas áreas de la ciudad, y de cierto modo son invisibilizados, lo que redunda en una insensibilización hacia la población pobre. “Hoy el hombre sigue siendo, más que nunca, el enemigo del hombre, no sólo porque sigue entregándose como nunca a la matanza de sus semejantes, sino también porque sierra la rama donde está sentado; el medio ambiente” (Castoriadis 2006: 279, citado en López & Calpa, 2011, pág. 2).
Ciertamente “la adaptación es un fenómeno colectivo que implica a todos los organismos que ocupan un área concreta” (Hawley, 1966, pág. 43). Sin embargo, en el caso de la pobreza no existe adaptación, existe depredación acompañada de una constante degradación. De hecho “algunos autores han cuestionado por qué la relación entre la pobreza y la degradación ambiental ha sido enfatizada en el discurso dominante sobre el desarrollo sustentable, especialmente cuando se puede argumentar que la riqueza causa más degradación ambiental a través del sobreconsumo” (Tetreault, 2008, pág. 58). Ante esto, es cuestionable la falta de ética social, la falta de solidaridad, misma que debiese ser la base para generar cambios, ya que “la comunidad es el mecanismo adaptativo esencial” (Hawley, 1966, pág. 44).
Por cierto no debe asimilarse la ecología de la pobreza con el llamado ecologismo de los pobres. La primera no excluye a este último. Según R. Guha (1989), el “ecologismo de los pobres” se refiere a “los conflictos sociales (históricos y actuales) con un contenido ecológico, de los pobres contra los (relativamente) ricos, no solo pero si principalmente en contextos rurales” (citado en Martínez-Alier, 1999, pág. 57)[5]. Es decir, se trata de movimientos sociales que buscan el cuidado del medio ambiente y el acceso a sus servicios y beneficios por parte de la población de menores recursos económicos. La ecología de la pobreza de la cual se está reflexionando contendría estos aspectos como parte de sus dinámicas.
EL HÁBITAT DE LOS POBRES
La manera en que las personas pobres habitan el territorio puede generar una degradación ambiental, pero a su vez la misma degradación ambiental también puede generar pobreza. Esto se estableció en el Informe Brundtland y algunos autores han cuestionado la generalización de esta relación (Tetreault, 2008).
La pobreza misma contamina el medio ambiente, creando estrés ecológico de una manera diferente. Aquellos que sufren de pobreza y hambre con frecuencia destruyen los ecosistemas que los rodean para sobrevivir: talan los árboles, sus ganados sobre-pastan los pastizales; sobre- usan la tierra marginal; y en números crecientes se mudan a las ciudades ya congestionadas. El efecto acumulativo de estos cambios es muy grande, indicando que la pobreza misma es una gran amenaza (WECD, 1987:28) (traducción nuestra).
El hábitat de la extrema pobreza tiende a concentrarse en ciertas zonas a nivel mundial y “la mayoría de las personas extremadamente pobres vive en unos pocos países” (Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la Secretaría de las Naciones Unidas, 2014, pág. 9). Entre estos países se encuentran la India, China, Nigeria, Bangladesh y República Democrática del Congo, localizándose en ellos el 65,5% de la población extremadamente pobre del mundo. Asimismo, en referencia a mortalidad infantil asociada a la pobreza, “África subsahariana continúa enfrentando un desafío tremendo. La región tiene no solo la tasa de mortalidad más alta del mundo en cuanto a niños menores de 5 años (más de 16 veces el promedio de las regiones desarrolladas), sino que es también la única región donde se espera que tanto la cantidad de niños nacidos vivos como la población de menores de 5 años aumente sustancialmente durante las próximas dos décadas. En 2012, 1 de cada 10 niños de África subsahariana falleció antes de cumplir los 5 años” (Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la Secretaría de las Naciones Unidas, 2014, pág. 25). Adicionalmente, un 80% de los niños que presenta retraso en su crecimiento vive en 20 países del mundo; y cerca de 66 millones de niños sufren hambre en su etapa escolar, viviendo 23 millones de ellos en África[6].
En contraste, y como paradoja, “la destrucción medioambiental causada por la riqueza se distribuye igualitariamente en todo el mundo, mientras que la destrucción medioambiental causada por la pobreza golpea en lugares concretos y sólo se internacionaliza en forma de efectos colaterales que se manifiestan a medio plazo» (Michel Zürn, 1995, cit. en Beck, 2002: 54-55).
“Los cambios experimentados en el plano económico y político en las décadas recientes modificaron cualitativamente la antigua y siempre presente marginalidad, transformándola en exclusión” (Elizalde, 1999, pág. 470) El injusto manejo de las consecuencias del mejoramiento ambiental de los países ricos, posiciona a otros países más pobres como fuentes de recursos y sumideros de residuos (Naredo & Valero, 1999) lo cual confirma que las externalidades negativas siempre son absorbidos por aquellos en desventaja de poder.
Estos antecedentes y los datos referidos demuestran que la pobreza no es ubicua –aunque haya expresiones parciales de ellas por todas partes-. Su alta concentración territorial a escala planetaria se registra igualmente en algunas regiones subnacionales y en las propias ciudades y metrópolis. En efecto, en el informe “The Challenge of Slums: Global Report on Human Settlements”, realizado por Un-Habitat (2003), se expone un estudio de los asentamientos humanos irregulares. En estos “slums” (tugurios) se concentra la población con menores niveles económicos, construyendo y conformando en ellos el hábitat de la pobreza. En estos tugurios existen intolerables condiciones de vivienda; son lugares alejados, carentes de servicios básicos y por lo tanto insalubres. Tienen sobrepoblación y alta densidad. Se localizan cerca o en depósitos de basura y/o residuos tóxicos; en zonas de riesgo sin una tenencia legal, con viviendas construidas de manera insegura y de espacios reducidos. A la lejanía e insalubridad se suma el problema social que se vive en los mismos tugurios. En ellos habitan familias “disfuncionales” en condiciones de hacinamiento; existe desempleo, inseguridad e incluso en algunos delincuencia, lo cual implica una estigmatización y discriminación, limitando el acceso al empleo formal y al crédito. Un ejemplo de estas áreas de pobreza es Manshiet Nasser o “Rubbish City” (UN-Habitat, 2003, pág. XXX) ubicada en El Cairo. Este “slum” es uno de los mega tugurios de la ciudad con cerca de un millón de personas viviendo en él[7]. Este asentamiento informal se encuentra junto a un gran botadero de basura de la ciudad, del cual niños y adultos toman objetos para revenderlos, “reciclaje” observable en tantas ciudades de todo el mundo.
Por otro lado, el hábitat de los pobres trasciende más allá de sus propios lugares de asentamiento, con consecuencias también negativas. En su vida cotidiana, el tiempo que emplea la persona pobre para trabajar y trasladarse ha aumentado debido a las largas jornadas de trabajo y grandes distancias que debe recorrer, ya sea en transporte público en el mejor de los casos o a pie cuando el transporte público le resulta impagable. Se agota y cansa, restándole solo un tiempo mínimo para su provecho personal, para su vida en familia, para su esparcimiento –si este fuere posible- y descanso. Una agonía eterna para los pobres que “se hace más y más profunda y prolongada, más y más permanente, y se está convirtiendo en desesperación, en evasión, en acumulación de rabia, en que la creencia de que la necesidad de vivir en forma más humana no tendrá nunca satisfacción” (Elizalde, 1999, pág. 471).
Entre tantos aspectos críticos del hábitat de la pobreza, existen sin embargo algunos positivos. En ese hábitat también surgen movimientos sociales y culturales y, especialmente, significativas muestras de solidaridad no evidenciadas en los suburbios ricos (UN-Habitat, 2003). Este es un potencial a ser desarrollado y un signo de esperanza en medio de esta manera injusta e indigna de vivir.
CONCLUSIONES
En este artículo se ha planteado que, más allá de una geografía de la pobreza, es posible constatar la existencia de una verdadera ecología de la pobreza. Territorialmente, esta no es ubicua. Lejos de estar desterritorializada, la pobreza y su hábitat presentan altos grados de concentración geográfica, tanto a escala global como local. Si bien hay diversas manifestaciones de pobreza por todas partes, su localización prevalente en ciertos continentes y países, así como su mayor presencia en algunos espacios subnacionales y en determinadas áreas urbanas, induce a investigar ecológicamente la pobreza, más allá de describir su distribución geográfica específica.
La pobreza se ha urbanizado proporcionalmente más que la población, y si bien persiste fuertemente en áreas rurales de Asia y África, en América Latina se ha concentrado especialmente en las grandes ciudades, en parte como consecuencia de los procesos de inmigración urbana e hiperurbanización en el subcontinente. Esto ha ido conformando ecosistemas metropolitanos marcados por estrategias de sobrevivencia y adaptación dentro de una lógica de depredación donde la degradación social se asocia con la degradación ambiental.
El tránsito desde la ecología humana hacia una ecología de la pobreza es inducido precisamente por el hecho de que la segregación social es también ecológica, tal como es posible constatar a través de las metodologías de medición y análisis multidimensional de la pobreza. La especie humana, depredándose a sí misma, engendra, segrega y exilia “sobrevivientes” que cohabitan en relaciones ecosistémicas social y ambientalmente críticas, en espacios infraurbanos e infrahumanos.
Siguiendo la misma lógica, las externalidades negativas son socialmente endosadas al hábitat de los más vulnerables. Así, a la distribución inequitativa de ingresos y oportunidades, se suma la injusta distribución socio-territorial de los costos ambientales, incrementando la brecha en la desigual calidad de vida. En la ecología de la pobreza, “un número cada vez mayor de hombres y mujeres se ven obligados a considerar el futuro como una amenaza, y no como un refugio o una tierra de promisión” (del Moral Ituarte, 2013, pág. 82).
Como consecuencia, el hábitat de los pobres en general se conforma en lugares que la ciudad desprecia, que nadie quiere, lugares poco saludables, próximos a depósitos de desechos industriales y residuos tóxicos, terrenos en zonas de riesgo y alejadas (UN-Habitat, 2003). En esos contextos de estigmatización social, densidades enfermizas y vulnerabilidades ecológicas, emerge, sin embargo y como signo de esperanza, la solidaridad entre los más pobres, y el aprovechamiento de redes de apoyo para enfrentar aquellas funciones, actividades o necesidades que no se logran solventar bajo los propios medios por carencias económicas.
Las próximas generaciones deberán afrontar crisis económicas y sociales más profundas que las que vivimos actualmente (Fernández, 2011), por lo que es necesario un cambio radical. “Quién va a controlar la distribución espacial y el ritmo temporal del proceso; quién va a decidir y a favor de quién la naturaleza en la que queremos o podemos habitar” (del Moral Ituarte, 2013, pág. 100). Esas crisis socioeconómicas se agravarán aún más con las crisis ambientales. En efecto, el cambio climático incrementará y agudizará la pobreza[8], afectando mucho más a zonas en donde la población mayoritariamente vive en condiciones sociales de mayor vulnerabilidad, con una capacidad de resiliencia baja. En contraste, no se evidencian cambios en los modos de vida de las clases más pudientes, incrementándose la degradación ambiental y social, mientras va disminuyendo la solidaridad en medio de una cultura individualista.
Las políticas públicas y la asignación de recursos parecieran responder a otras prioridades. En efecto, y como ejemplo, el Instituto Internacional de Estocolmo de Investigación para la Paz señala que, en el año 2013, el gasto militar global alcanzó a 1,747 billones de dólares (SIPRI, Instituto Internacional de Estocolmo de Investigación para la Paz, 2014). Es casi paradójico que se destinen tantos fondos a ese fin mientras se está luchando, con recursos que nunca resultan suficientes, para superar la pobreza en el mundo.
Finalmente, desde la ecología y observando la interacción entre organismos, se puede concluir que, humana y socialmente, la competencia y la depredación serían las estrategias superlativas en nuestros días. Tales lógicas denotan la degradación social latente y confirmarían que “la lucha por la existencia es inexorable e inevitable; donde existe vida, existe también resistencia a la vida” (Hawley, 1966, pág. 29). La sociedad estaría actuando según el principio de lucha por la existencia planteado en la teoría de la selección natural de Charles Darwin, igual –o incluso peor- que los demás organismos de la naturaleza. Esto nos sitúa ante un gran desafío de ética social y política.
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Notas