Democracia y populismo en la Atenas de Pericles: una mirada desde la actualidad
Democracy and Populism in the Athens of Pericles: a look from the present
Democracia y populismo en la Atenas de Pericles: una mirada desde la actualidad
Procesos Históricos, núm. 32, pp. 72-87, 2017
Universidad de los Andes
Recepción: 01 Abril 2017
Aprobación: 01 Junio 2017
Resumen: El populismo, como fenómeno recurrente en las democracias modernas, y tratado últimamente como una suerte de patología política de las mismas, hunde sus raíces, al igual que la democracia de la cual se vale y a la que tiende a desvirtuar, en la Grecia clésica y, particularmente, en la Atenas de Pericles, cuyos personajes y accionar político presentan interesantes paralelos con los observados en la actualidad.
Palabras clave: Populismo, Democracia, Atenas, Pericles.
Abstract: Populism, as a recurrent phenomenon in modern democracies, lately treated as a sort of political pathology of this ones, sinks its roots, as well as the democracy itself -from which populism try to take advantage and tends to distort-, in classical Greece and particularly in the Athens of Pericles, whose political characters and actions present interesting parallels with those observed today. Keywords: Populism, Democracy, Athens, Pericles.
Keywords: Populism, Democracy, Athens, Pericles.
En política no se suele estar ni por principios ni por ideales, sino por ambición de poder. Y para alcanzar el poder se necesitan apoyos, esto es, construir coaliciones de intereses comunes lo bastante amplias como para legitimar socialmente que una pequeña camarilla de personas gobierne sobre las demás (…) quien gana las elecciones — según las relativamente arbitrarias reglas de agregación de votos vigentes en una sociedad — deviene legitimado para mandar.
Juan Ramón Rallo 1
Introducción
¿Se puede evaluar el pasado a la luz de las experiencias del presente?
La historia no es algo muerto en el pasado. A lo largo del tiempo se aprecian reiteraciones de formas y comportamientos -especialmente en la política- que llegan al presente desde tiempos pretéritos y pueden hacernos dudar o, cuando menos, pensar, en hasta qué punto las sociedades realmente “aprenden” algo de su pasado o si son plenamente conscientes de él, en sus diversos matices. El conocimiento y la comprensión del pasado son herramientas esenciales para alcanzar el conocimiento y la comprensión del presente, pero las experiencias vivas del presente también pueden darnos luces para una mejor comprensión del pasado en tanto quehacer vivo, de personas reales, movidas por necesidades, deseos y voliciones, tal como ocurre hoy día, independientemente de sus diferencias culturales. Sin duda, la experiencia política del mundo de nuestros días nos permite, con todas las prevenciones respecto a época o cultura a que haya a lugar, “reevaluar” y contextualizar acontecimientos y personajes del pasado a la luz de las experiencias del presente, sobre todo respecto a comportamientos que parecen trascender a cualquier diferencia de carácter temporal o de sustrato cultural, como lo es la simple ambición de poder, los comportamientos y acciones – tanto individuales como colectivos – tendentes a la satisfacción de dicha ambición y los discursos desarrollados para explicarlos y justificarlos.
La historia como realidad a ser estudiada y la Historia como disciplina de carácter científico que posibilita dicho estudio, no son morales, ni éticas, ni tienen por qué serlo; como no lo son el clima y la Climatología. La historia, como realidad, es una agregación de hechos y situaciones dadas y concretas producto del accionar del ser humano en el tiempo y en el espacio; y la función de la Historia, como disciplina de carácter científico, es exponer dichos hechos y situaciones reales desde todos los puntos de vista posibles, tratando de comprender y explicar objetivamente cómo y por qué se dieron. Las consideraciones morales, éticas y prácticas de esta comprensión ya las dilucidará cada quien a partir de su propia escala de valores.
En los estudios históricos se advierte con razón sobre la inconveniencia del uso de categorías y nociones éticas, propias de una determinada época y cultura, en otras, como es el caso, por ejemplo, del empleo de nociones de Derecho aplicables con toda su carga moral desde el siglo XXI, a procesos como el descubrimiento, conquista y colonización de América en los siglos XVI y XVII, o el de términos como “feudalización” que, como noción derivada de una forma de organización sociopolítica y económica concreta, es aplicable sólo a la Edad Media europea, pero del que diversos autores hacen uso para referirse, por ejemplo, a los períodos de debilitamiento de los poderes centralizados del cercano Oriente antiguo o a la deriva política observable durante los Períodos Intermedios de la historia egipcia. No obstante, aun cuando defiendo la utópica conveniencia de una inexistente univocidad terminológica en el estudio y tratamiento de los temas históricos que nos permita entendernos sin sobreabundar en explicaciones, lo cierto es que, ante la falta de dicha univocidad, el uso de conceptos tomados de unas épocas para explicar fenómenos históricos de otras con evidentes semejanzas, permite rotular comportamientos que en el continuum histórico reaparecen y por tanto son susceptibles de ser explicados usando los mismos términos. Tales son los casos referidos al populismo y al uso discursivo de términos como democracia, por nombrar sólo dos de gran interés en el presente.
Populismo y Democracia
El populismo es el fenómeno de moda en la sociopolítica del siglo XX y comienzos del XXI. El mismo puede seguirse en América Latina con sus muy pocas luces y sus muchísimas sombras dependiendo de las opiniones, puntos de vista y posicionamientos ideológicos, en gobiernos como los de Juan Domingo Perón en Argentina o Haya de la Torre en Perú, o los más recientes de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en Brasil, entre otros, y siempre como un concepto problemático y peyorativo en el que ninguno de los actores se reconoce. Pero es sobre todo desde el momento en que salta de los países del tercer mundo a las democracias occidentales avanzadas (Podemos, Marine Le Pen, Brexit y hasta Donald Trump), cuando empieza a ser considerado como una suerte de patología política2 del sistema democrático mismo. La gran dificultad en el tratamiento del fenómeno del populismo, cualquiera sea la época en que se le trate de estudiar, radica en su vinculación con lo que, de modo natural y la mayoría de las veces superficial, definimos por costumbre como “democracia” ¿Dónde termina la democracia y comienza el populismo? ¿Se puede de un modo claro establecer esta distinción? ¿No es el populismo connatural a momentos y formas de la democracia misma?
Grandes enemigos de la democracia han nacido y se han desarrollado dentro de ella y han utilizado sus propios mecanismos para asaltarla y desnaturalizarla o, incluso, hasta para destruirla −bien de modo abierto y declarado, bien de modo solapado−, siendo ejemplos palmarios de ello el nacionalsocialismo alemán, los movimientos islamistas como el del Frente Islámico de Salvación argelino o los Hermanos Musulmanes egipcios, los avances del primer ministro turco Recep Tayyip Erdoğan o, en nuestro entorno y época inmediatos, el chavismo venezolano, todos los cuales se hicieron con el poder −o casi− mediante elecciones democráticas legítimas.
La discusión sigue abierta y probablemente no llegue a cerrarse, pues el populismo parece responder no tanto a “doctrinas”, contenidos o proyectos políticos precisos y concretos - pudiendo estos, por el contrario, ser muy diversos y hasta aparentemente contradictorios -como a “formas” y estilos de hacer política cuyo mayor elemento común es la simplificación de la misma, la “histerización” de los antagonismos y la exacerbación de los conflictos, 3 junto con la demagógica apelación al “pueblo”, al “ciudadano común”, o a la “mayoría silenciosa”, identificados sólo y exclusivamente con los propios adeptos. Se trata de la elaboración de un discurso movilizador y victimista, tanto para la obtención del poder, como para la conservación del mismo, en una casuística recurrente en todo el “merchandising” y “marketing‖ político “democrático” que, en la práctica, termina echando mano de las mismas tácticas como respuesta y contraoferta al populismo, deslizándose él mismo hacia el populismo. Esto último se puede prever dado que el elector promedio no evalúa ni los costos ni la viabilidad real de los ofrecimientos políticos o su sustentabilidad en el tiempo, sino que se deja llevar la mayoría de las veces por su interés inmediato o por la carga emocional, individual o colectiva, de la “oferta” presentada.
En la Historia no sólo carecemos de univocidad en el vocabulario, sino que carecemos de “unicidad” en cuanto a la interpretación y valoración del conocimiento de ella derivado. Este “conocimiento” ya es, efectivamente, terreno de disputa según sea el posicionamiento ético, moral, ideológico o cultural tanto del productor como del receptor del mismo. De este modo, y ya entrando en materia, se pone al siglo de Pericles como el punto de origen de la democracia moderna, cosa que, si consideramos las necesarias matizaciones y profundizaciones, es sólo hasta cierto punto cierta, pero como cierta −sin las matizaciones que muestren las muchas diferencias entre una y otras− se asume mayoritariamente. Pero no solo la democracia representativa moderna, sino esa versión “patológica” de la misma, como lo es el populismo, tiene “orígenes”, “antecedentes” o, cuando menos, “equivalentes” rastreables en el tiempo que nos llevan hasta el “Siglo de Pericles” y hasta Pericles mismo.
Desde Thomas Carlyle, con mayor o menor contestación y crítica, más aparente que real, la “teoría del gran hombre” ha permeado los estudios y la divulgación de la Historia hasta nuestros días. La búsqueda del modelo a seguir, la ejemplaridad y el culto a la personalidad del héroe militar, político o cultural, son elementos recurrentes y esenciales tanto de las historias oficiales nacionales como de las historias ideológicas en general, con la consiguiente incuestionabilidad de según qué personajes paradigmáticos como Mandela, Bolívar o Pericles y ocurriendo algo similar con procesos o ideas, igualmente paradigmáticos, como las que involucra a los movimientos “emancipadores” en general o la Democracia ateniense, evitando reevaluar estas concepciones con una perspectiva histórica más amplia en busca de una mayor comprensión.
Pericles: el “gran hombre” de la democracia ateniense
La figura de Pericles, hasta donde la Historia nos permite documentarla, es la figura de un indiscutible “gran hombre” en un momento clave en el desarrollo histórico de la sociedad ateniense, el cual se venía desarrollando desde tiempos de Solón y, sobre todo, de Clístenes, y que tras Pericles continuaría con altibajos hasta las conquistas macedónica y romana. La Democracia ateniense por su parte es, indudablemente, el precedente inspirador de las democracias modernas, que con mayor o menor honestidad y con variadas formas de materialización atribuyen la “soberanía” al conjunto total del cuerpo ciudadano. Sin duda, Pericles y la Atenas del siglo V a.C., representan elementos inéditos en la evolución política del mundo mediterráneo antiguo, al ampliar la base y establecer un nuevo modelo para la toma de decisiones en el seno de la comunidad que conocemos como polis, modelo que tuvo un éxito práctico más bien limitado en el tiempo histórico específico (la antigüedad) y en el espacio histórico específico (el mundo mediterráneo), aunque haya devenido en paradigmático para los tiempos futuros. Esta traslación del poder de una minoría a una mayoría ampliada, aunque muy relativa, de la población considerada como cuerpo cívico, resulta más aparente y teórica que real y práctica, pues su resultado final es el de su ejercicio efectivo por un “líder”, como lo será Pericles; y tras él por personajes como Alcibiades o Cleón, los llamados “demagogos”, quienes basaron su ascenso y permanencia en el poder en la complacencia de las apetencias crecientes e insaciables de las masas, siendo en este punto donde se evidencia cómo las formas de acción política de la democracia ateniense coinciden con lo que hoy día se denomina “populismo”.
No hablar “bien” de la democracia griega, o más específicamente ateniense, es intelectual y emocionalmente difícil para quienes amamos la Grecia clásica y preferimos la democracia a cualquier otra forma de gobierno, claro está, dejando de lado las utopías inmaterializables en la realidad.4 Y lo mismo ocurre cuando nos referimos al dēmos, al populus, al “pueblo”, concebido como un dechado de potenciales virtudes intrínsecas a su mera condición de tal. Autores tan solventes y de tanta categoría como un William George Forrest en su obra La Democracia Griega, defiende –y no sin razones válidas– los grandes logros de la democracia ateniense ¡qué quién podría poner en cuestión desde un punto de vista contemporáneo!, como una realización colectiva del hombre común ateniense5a quien, sin embargo, se pretende finalmente culpar por el fracaso de Atenas en la Guerra del Peloponeso (431-404 a. C.) y por los evidentes desmanes en que la democracia incurrió. Pero, a la luz de los incuestionables logros materiales y espirituales del período clásico, si “lo bueno” –que lo hay– es obra de “todos” ¿es ilógico o sesgado asumir que “lo malo” –que también lo hay– igualmente lo sea y que las responsabilidades deban medirse y atribuirse con la misma “objetividad” que los méritos? En cualquier caso, proceso y personajes tan trascendentes merecen de una lectura completa, que incluya lo que para unos pueden ser “sombras” y que, a fin de cuentas, no son más que hechos históricos que deben también ser contemplados y calibrados.
En los siglos VII, VI y casi todo el V a.C, no hay todavía propiamente teorización política, sino formas de acción política y narración de las mismas, que, en el siglo siguiente, serán realmente teorizadas por Platón y Aristóteles. Ni siquiera podemos decir que haya una real conciencia de los cambios que están ocurriendo a lo largo de esos años en los campos políticos, militar, económico, intelectual y “psicológico” 6 en ciertas partes del mundo griego, no en todas, precisamente por lo novedoso e inédito de dichos cambios, cuya puesta en práctica precede a la intelectualización y definición de los mismos, los cuales, a su vez, fomentarán y condicionarán los cambios y desarrollos posteriores. La acción política de las masas, impulsada por sus líderes de turno, estaba fundada – como vemos en el accionar del populismo moderno – en la filia y en la fobia, además del interés puntual y particular de cada individuo o grupo de individuos. Como señala W. G. Forrest, refiriéndose a los siglos VII y VI a.C, pero que en mi opinión es una consideración perfectamente operativa en el siglo V a.C (y en los siglos XX y XXI d.C.), especialmente en relación con las causas de la tiranía:
… incluso un juicio de por sí evidente, e inocente en apariencia, tal como e l de “el descontento con el gobierno aristocrático trajo la tiranía en Grecia”, es falso, y realmente lo es, si con ello entendemos que la gente se decía en el Ágora “odio el gobierno aristocrático”, de la misma manera que hoy podría decir “odio el capitalismo”. Lo que se oía decir era más bien “odio a Fulano o Mengano de las familias A, B o C que nos gobiernan”, y la explicación no sería “porque son aristócratas”, sino “porque nos han hecho X o no nos han dejado hacer Y”. En cada Estado los hombres a quienes se odiaba eran diferentes y también diferentes las razones del odio. Y también fueron diferentes los políticos que se aprovecharon del odio, así como los métodos que se emplearon para explotarlo.7
Actualmente, es muy improbable que la movilización política de las masas se vea impulsada por razonamientos muy diferentes más allá de ciertos matices. Así, pocos son los anticapitalistas que tienen una idea clara – o no – de qué es el capitalismo más allá de un término, de connotación peyorativa, aplicada a una “otredad” social a la que se considera inmerecidamente privilegiada y empoderada política y económicamente.
Pericles y la Democracia ateniense son indisociables tanto en las luces como en las sombras. Pericles es, con todo su genio individual que es suyo e intransferible, resultado y producto de ese proceso histórico que condujo a la democracia, y producto de la democracia misma. Empezando por esta última, la democracia griega fue un desarrollo básicamente ateniense de un proceso mucho más amplio en el espacio helénico que se vino dando desde mediados del siglo VII a.C, en virtud del cual, en diversas partes de Grecia – no en todas – las oligarquías gobernantes, basadas en la consanguinidad, en la riqueza o en ambas, 8 empiezan a ser sustituidas en el ejercicio del poder por hornadas de gobernantes de “nuevo cuño” conocidos, genéricamente, como “tiranos”; casi siempre vinculados no al dēmos, sino a la élite misma a la cual sustituye.
Estos “tiranos” tuvieron, según podemos entender por Aristóteles, 9 un precedente en los aisymnetas, a los que considera una suerte de ―tiranos electivos‖, dado el poder casi absoluto de que podían ser revestidos por el conjunto de la comunidad, en su labor legisladora a fin de poner término al estado de continua stasis o confrontación interna entre facciones, en que vivían sumidas las poleis griegas arcaicas10; elevadísima misión esta, acabada en contados éxitos momentáneos y en el fracaso a mediano y largo plazo, como lo demuestran tanto la continuidad de la stasis, como el ascenso de los ―tiranos” en casi todo el mundo griego. Pero el “tirano arcaico” que terminará de demoler la sociedad gentilicia del período oscuro, abriendo sin pretenderlo el camino para el desarrollo del individuo fuera del marco del genos, será ese individuo que, como dice Aristóteles, actúa, a diferencia del aisymneta, “en vista del propio interés y no del de sus súbditos”,11 instaurando una forma de gobierno eminentemente personal que supera el interés grupal de los antiguos genos o clanes y lo traslada al círculo más inmediato, a la familia “nuclear” de quien, por la fuerza, el engaño, o ambas, se hace con el poder violando las antiguas constituciones, las antiguas normas de convivencia, y dando lugar a la aparición y desarrollo de otras nuevas, mientras busca cimentar su endeble piso político tratando de ganarse el apoyo de los más desfavorecidos. Como expresa Glotz:
Antes de convertirse en un siniestro personaje de leyenda, el tirano desempeñó un papel histórico. Fue el demago go que conduce a los pobres contra los ricos, o a los plebeyos contra los nobles, el jefe al que la masa sigue ciegamente y al que consiente hacer todo lo que quiera a condición de que trabaje a su favor12
La tiranía, si bien ampliamente extendida, no lo fue uniformemente por todo el mundo griego, sino fundamentalmente en las poleis más desarrolladas desde el punto de vista “industrial” y comercial, y que habían dejado de tener a la agricultura y a la ganadería como las bases exclusivas de su economía. A este respecto, pues, la generalidad de los autores, desde Tucídides hasta nuestros días, coincide en que la tiranía es un fenómeno vinculado con el desarrollo de las nuevas formas económicas que rompen el monopolio que sobre la riqueza tenía la aristocracia agropecuaria gentilicia. A propósito de ello escribirá Tucídides:
Haciéndose de día en día la Grecia más poderosa y rica, se levantaron nuevas tiranías en las ciudades a medida que iban creciendo las rentas de ellas. Antes, los reinos se heredaban por sucesión y tenían su mando y señorío limitado...13
Porque el “tirano‖ hace la ley a su medida con un poder, en la práctica, infinito, con base no sólo y no tanto en el uso de las armas, cuanto en el respaldo, por acción u omisión, de amplios sectores de la población que se sienten representados y hasta protegidos por las acciones del mismo. En este sentido, el “tirano” es, en cierto modo, “democrático” en tanto que su oposición no proviene, por lo general, de “las mayorías”, del dēmos, sino de la élite aristocrática que monopolizaba el gobierno antes de él y que por él ha sido desplazada del mismo.
La mayor parte de los tiranos de Grecia continental fueron siendo derrocados a la siguiente generación con la ayuda de los grandes “tiranicidas” de Grecia, los espartanos. Incluso en Atenas, Hipias, hijo y sucesor de Pisístrato, fue desalojado del poder gracias a los sobornos ofrecidos por los Alcmeónidas al oráculo de Delfos con los que este ayudó a convencer a los espartanos de “liberar Atenas”,14 tras lo cual, recomenzó la lucha de facciones entre los cabecillas aristocráticos que se disputaban la sucesión de los Pisistratidas: Iságoras, hijo de Tisandro y el Alcmeónida Clístenes que, al llevar la peor parte en la disputa, y sólo en ese momento “se asoció con el pueblo”.15 Fue una lucha por el poder entre facciones aristocráticas en la que el pueblo, simplemente, fue el instrumento del aspirante peor posicionado; porque “el pueblo” – noción por demás, bastante relativa y variable – desde tiempos de Pisistrato, se había acostumbrado a dar su apoyo cada vez más condicional a quien creyese que mejor servía a sus intereses, y la intervención espartana a favor de Iságoras, junto con su mal hacer mientras estuvo en el poder, lo llevó a considerar que quien mejor servía estos intereses era Clístenes; es decir, un miembro de la familia de los Alcmeónidas, familia de la más rancia aristocracia y muy vinculada a la alta política ateniense, pero también muy enfrentada con los de su propia clase en la lucha por el poder.
Lejos de retrotraer a Atenas a la situación previa a la llegada de los Pisistrátidas, y menos aun a la situación previa a Solón, Clístenes estableció las bases de una verdadera “demokratia” en Atenas, reformando la constitución timocrática de Solón e introduciendo el principio de la isonomía o igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. A partir de este momento, en Atenas, el pueblo, como agregación mayoritaria de voluntades, de manera efectiva, “manda” , o mejor dicho, manda quien goza de su favor (del favor de la agregación mayoritaria de voluntades). Según Aristóteles, los tiranos empiezan siendo demagogos y acaban en tiranos por ser militares;16 a partir de las reformas de Clístenes y con el desarrollo de la retórica, al menos documentadamente en Atenas, una nueva generación de políticos guiará –y también engatusará– al pueblo, no con las armas, sino con la palabra.
La Democracia ateniense era una democracia directa y asamblearia, en la que casi toda decisión política era activada por lo que, en la práctica, se constituía en un continuo referéndum o plebiscito sobre los asuntos tratados, desde el libre usufructo, en beneficio propio por parte de Atenas, del tributo de los antiguos aliados (y a partir del ascenso al poder de Pericles, súbditos) hasta el ostracismo, práctica de control político instituida por Clístenes, y sobre la que se pueden hacer las valoraciones más variadas, pero que fue el mecanismo, activado repito plebiscitariamente, con el que Pericles, al igual que todos los políticos atenienses ante s y después de él, se deshizo de sus principales oponentes: Cimón y Tucídides hijo de Melesías.17 Este tipo de democracia directa y asamblearia también constituye, por cierto, el ideal organizativo y participativo, al menos en el plano inicial y teórico, de los movimientos populistas actuales, y su mejor vía para la desnaturalización institucional de la democracia representativa moderna a favor de la voluntad del líder.
Ante la todo poderosa Asamblea ateniense, con el establecimiento de la llamada “Democracia radical” de Efialtes y Pericles, era el poder de convicción del orador el que movía las decisiones de la masa en un juego basado no en la moralidad o en los principios, sino en la mera agregación de voluntades mayoritarias frente a las minoritarias, sin que la calidad de dichas voluntades juegue ningún papel por encima de la cantidad. Ante la necesidad práctica y efectiva de comprar la voluntad del dēmos, empieza por parte de los líderes de todas las facciones que se disputan el poder, una competencia de ofrecimientos -no de ideas, sino de beneficios y prebendas directas- para lograr la buena pro del nuevo “tirano colectivo” en que el dēmos acaba convirtiéndose. Ya Cimón, sucesor de Arístides al frente del partido aristocrático, refuerza su popularidad, muy justamente obtenida por sus múltiples victorias en el campo de batalla, con una prodigalidad material que llega a considerarse legendaria cuando, por ejemplo, hace derribar los cercados que guardan sus propiedades para que todo ateniense que lo desee y necesite pueda tomar libremente los frutos de sus tierras. 18 Pericles no duda en utilizar casi los mismos métodos de Cimón para ganarse el favor popular en contra de aquel, pero con una diferencia esencial: mientras que Cimón derrochaba sus liberalidades con los pobres echando mano de su propio patrimonio personal, Pericles no dudó en usar para tal fin el tesoro público, acostumbrando al pueblo de Atenas a obtener beneficios del Estado que, además, no eran costeados − al menos no en su totalidad − por su propia economía y producción, sino por el saqueo del tributo de los aliados. La dorodokia o aceptación de “regalos” (o de sobornos) tiene pues una faceta colectiva imputable al dēmos.
La política imperialista siempre gozó en la Atenas democrática del favor del hombre común, que veía en la misma una gran fuente de beneficios morales y sobre todo materiales para sí mismo; y es que desde tiempos de Temístocles, la política marítima impulsada por la creciente economía artesanal y mercantil que se enfrentaba a la facción agropecuaria, y sobre todo la potenciación de la flota de guerra por encima de la fuerza militar terrestre hoplita, como hizo Temístocles, magnificaba la importancia en el campo de la defensa de la clase inferior de los tetes, que constituía la mayor parte de las tripulaciones de dicha flota, 19 con el consiguiente fortalecimiento, en el ámbito político, de la democracia como mecanismo de obtención y mantenimiento del poder. Pero como consecuencia de estos beneficios por cuenta del Estado, esta “demokratia” directa era muy costosa y, primero Pericles, y los demagogos como Alcibiades y Cleón después de él, no dudaron en ver en el imperio una fuente de exacción de recursos para complacer a un pueblo insaciable.
Este volcamiento del dēmos ateniense y de su dirigencia a la política exterior naval, que terminaría primero con la constitución del Imperio Ateniense y, finalmente, con la Guerra del Peloponeso, se precipitó con el entusiasmo producido en el pueblo por la victoria en las guerras médicas, y muy especialmente, en lo que se refiere a la política marítima e imperial, en la segunda, tras la triunfo de la flota en Salamina en 480 aC., entusiasmo que, cada vez más, se manifestará en lo que León Homo calificará como “formas agresivas e incluso fanfarronas”20 del dēmos ateniense espoleado sobre todo por los líderes del partido democrático. Moses Finley señaló al respecto: “No hay aquí ningún programa imperialista, ninguna teoría, simplemente es una reiteración de la antigua creencia universal en la naturalidad de la dominación… El imperialismo ateniense empleó todas las formas de explotación material disponibles y posibles en esa sociedad”.21
No obstante, estas formas “agresivas y fanfarronas” no se dieron desde el inicio de la política marítima de Atenas, de hecho, la guerra contra los persas y el peligro de destrucción que ésta conllevaba, tuvo como consecuencia, en el plano de la política interna ateniense, el logro de lo que se conoce como la “Unión Sagrada”, una suerte de Pacto de Punto Fijo22 entre las dos grandes figuras políticas del momento: Temístocles, del partido democrático, vencedor de Salamina y Arístides, del partido aristocrático, vencedor de Platea, quien, bajo la dirección del Areópago, actuó para que las disensiones políticas internas no precipitasen a Atenas a la ruina ante el peligro persa. Una segunda consecuencia de dicho peligro, fue la constitución de la Liga de Delos que, posteriormente a instancias de Pericles y con el beneplácito de la Asamblea popular, derivará de alianza entre ciudades libres, a imperio ateniense. Será la entrada en escena de Cimón por los aristócratas y de Efialtes y Pericles por los demócratas, lo que marcará el fin de la política que caracterizó a la Unión Sagrada y el recrudecimiento de la lucha entre ambos partidos.
De entre los varios campos en que se libró la lucha partidista ateniense tras el fin de la Unión Sagrada, uno de los más significativos en cuanto a sus consecuencias finales para el mundo griego, fue precisamente el de la política exterior. La unión sagrada había significado una política panhelénica de alianza con Esparta contra el enemigo común, Persia, y la conformación en 477 -cuando Esparta se hizo a un lado y propuso trasladar a los Jonios a la Grecia continental y abandonar Asia a su suerte- de la Liga de Delos que, en su momento de mayor expansión, llegó a contar con más de 200 ciudades confederadas bajo el liderazgo de Atenas en la defensa común contra los persas. Pero, mientras Cimón intentó mantener viva la alianza con Esparta y la beligerancia contra Persia, Pericles movilizó a la opinión pública hasta lograr liquidar la guerra contra esta última mediante la llamada “Paz de Calias” de 449 a.C; y concentrar así su política exterior en rivalizar con Esparta en una política eminentemente ateniense, casi cabría decirse “nacionalista”, en pro de la hegemonía de Atenas sobre el mundo griego y de dominio imperial sobre los antiguos aliados y cada vez más súbditos de la Liga de Delos.
El imperialismo ateniense ha sido evaluado de variadas maneras, pero casi siempre favorables, sobre todo en comparación con la política exterior espartana, como un intento de lograr la “unidad griega”. El punto es que esta unidad, no se planteó nunca como una unidad entre iguales, sino como la sujeción del mundo griego a las necesidades y designios de Atenas y su dēmos. No sabemos cómo habría evolucionado el imperio ateniense de haber tenido una vida menos efímera, lo que sí sabemos es que, mientras duró, el mismo no dio muestras de ser menos opresivo que cualquier otro imperio contemporáneo pues, como decían los embajadores atenienses ante la Asamblea lacedemonia:
… no hemos hecho nada digno de extrañeza ni fuera de la naturaleza humana al aceptar un imperio que se nos daba y no abandonarlo cediendo a los tres motivos más fuertes: la honra, el miedo y el interés; dado por otra parte, que en esto no hemos sido los primeros, sino que siempre ha sido normal que el más débil sea reducido a la obediencia por el más poderoso, y que además creemos ser dignos de ello…23
Por otro lado, como hizo Pisistrato en su momento, Pericles se embarcó en un programa grandioso de obras públicas que los amantes del arte aun hoy le agradecemos y admiramos sin interesarnos en quién y cómo se financió. El punto es que este programa constructivo – justificado tras las destrucciones producidas durante las guerras médicas − y que incluyó la construcción del Partenón, consumió una ingente cantidad de recursos económicos que, en 444, dejó a la Hacienda ateniense agotada, razón por la cual Pericles decide, para la continuación de las obras, recurrir al tributo de los aliados, chocando con la oposición de los aristócratas, según los cuales…
…e l pueblo perdía su crédito y era difamado, porque se traía de Delos a Atenas los caudales públicos de los Griegos, (…) y así parece, decían, que a la Grecia se hace un terrible agravio, y que se la esclaviza muy a las claras, cuando ve que con lo que se la obliga a contribuir para la guerra doramos y engalanamos nosotros nuestra ciudad con estatuas y templos costosos, como una mujer vana que se carga de piedras preciosas.24
Pero Pericles convenció al pueblo de que ninguna cuenta debían a los aliados por el uso de esos fondos, pues a fin y al cabo, eran los atenienses los que llevaban sobre sus hombros el peso efectivo de la guerra contra los persas – guerra que, por otro lado, Pericles ya se había ocupado de desactivar − y que era muy justo que el pueblo de Atenas sacase provecho de los mismos… y el pueblo estuvo de acuerdo con Pericles.
Pericles es, junto con su tío abuelo Clístenes, la gran figura paradigmática de la democracia ateniense. Conductor de hombres excepcional, curiosamente, no recurrió al carisma chillón que caracteriza a los populistas modernos – o a sus contemporáneos como Cleón− pues era poco dado a los baños de masas; de hecho, su inclinación personal no se dirigía al contacto directo y constante con el populacho sobre el que basaba su poder. Plutarco en su Vida de Pericles, VII, 1, afirma ―Ὁ δὲ Περικλῆς νέος μὲν ὢν ζθόδρα ηὸν δῆμον εὐλαβεῖηο‖ cuyas interpretaciones varían desde las que hablan directamente de ―repugnancia” por el pueblo, como la de Alexis Pierron (“Périclès avait, pour le peuple, une extrême répugnance dans sa jeunesse”),25 a las que simplemente hacen referencia a una marcada renuencia o desconfianza hacia el mismo, como las de Bernadotte Perrin (“As a young man, Pericles was exceedingly reluctant to face the people”),26 o la de Antonio Ranz Romanillos (“Pericles ya desde joven se iba con mucho tiento con el pueblo”).27. Margarita García Roig en su traducción desde la edición francesa de la muy laudatoria y apologética biografía de Pericles de León Homo, vierte que, según Plutarco, “desde su juventud Pericles sentía repugnancia por el pueblo”.28
Podemos entrever dos causas posibles y en lo absoluto excluyentes −del grado y la calidad que cada quien interprete y traduzca en las palabras de Plutarco− que explicarían esta prevención extrema por parte de Pericles hacia el dēmos. Una es la que directamente expresa el autor en el texto cuando imputa la misma al temor de Pericles al ostracismo; la otra, bien podría ser un resabio de su condición aristocrática. Si nos limitamos exclusivamente a la razón dada por Plutarco, este supuesto temor de Pericles al ostracismo, perfectamente avalado por la triste suerte de otros grandes de la política ateniense como Temístocles, es una muestra del gran poder potencial que, desde las reformas de Clístenes, estaba a disposición de quien controlase al voluble dēmos ateniense. En tal sentido, muy razonablemente pudo considerar la conveniencia, primero, de mantener cierta distancia de la vida pública y, posteriormente, estando la jefatura del campo aristocrático ya ocupada por Arístides primero y por Cimón después, pensar que no había mejor y más prometedora estrategia para medrar políticamente como algo más que un segundón, que tomar partido por el dēmos, así:
…se fue Pericles aproximando al pueblo, con tal arte que tomó la causa de la muchedumbre y de los pobres, en vez de la de los pocos y los ricos, no obstante que su carácter nada tenía de popular, sino que temeroso, a lo que parece, de caer en sospecha de tiranía, y observando que Cimón era aristocrático y muy preciado de lo mejor de la ciudad, se puso del lado de los muchos, tanto para labrarse su seguridad propia, como para formar contra éste un partido poderoso.29
El camino de Pericles fue allanado por su mentor y jefe de partido: Efialtes. En los escasos cuatro años que duró su acción política antes de su asesinato en 46130, se centró esencialmente en el desmantelamiento del poder del Areópago, órgano de antigua tradición conservadora y que desde las guerras médicas, en virtud del acuerdo de unión sagrada, había fungido como cuerpo de control de la actividad cívica de Atenas y balanza del equilibrio de poderes de las dos grandes facciones políticas de la ciudad. Con la pérdida de sus prerrogativas, se anulaba la única institución que hubiese podido oponerse con efectividad a cualquier exceso de la Asamblea e, indirectamente, de quien la dominase y Pericles dominará la Asamblea, casi siempre, de manera indirecta desde uno de los pocos cargos − acaso el más importante de entre todos los de la democracia ateniense − que no eran asignados por sorteo sino por elección y, además, con posibilidad de reelección sucesiva e indefinida: el de estratego. Este cargo militar, si bien no era de naturaleza política, en razón de ser otorgado por elección directa a candidatos específicos a los que se atribuía una especial capacidad para su desempeño, fue, durante mucho tiempo (de hecho durante todo el gobierno de Pericles) susceptible de tener una gran influencia política y una amplia capacidad de iniciativa, pese la permanente espada de Damocles que implicaba la responsabilidad ante la Asamblea por acciones u omisiones y a la cual Pericles parecía invulnerable; así lo demuestran no sólo el caso de Pericles, sino los de los mismos Temístocles, Arístides, Cimón y Efialtes antes que él.
Desde su constantemente ratificada posición de estratego, es Pericles quien empieza no sólo a enamorar carismáticamente al pueblo – esto ya lo hizo Temístocles y en cierto modo Cimón −, sino a apoyar este indudable carisma directamente con dinero público, estableciendo la retribución a los ciudadanos por su participación en la vida cívica y por el desempeño de variados cargos y servicios. La primera de estas dietas o misthoi, se establece hacia el 461 para retribuir a los jueces y jurados del tribunal de la Heliea que pasarían a hacerse efectivamente cargo de los procesos que, antes llevaba el ahora mermado Areópago. Todavía este misthoi era pagado con cargo a fondos propios de la ciudad, mediante las cargas judiciales y las multas,31 luego vendrían los pagos a los miembros del Consejo y a los pritanos, entre otros. Antes de 447 Pericles introduce un pago destinado a los soldados y marineros, el llamado misthoi militar, como el stipendium romano de Marco Furio Camilo y, posteriormente, de Mario, en un movimiento por demás lógico en un momento en que la guerra en Atenas, como ocurrirá en su momento en Roma, pierde su carácter defensivo y pasa a ser imperialista y expansiva, requiriendo una progresiva “profesionalización” de la tropa.
Una “mirada actual”
Desde un punto de vista actual, resulta muy razonable que se remunere el ejercicio de los cargos públicos, dado que de hecho, hoy día, el desempeño de los mismos normalmente esa dedicación exclusiva y sujeto por ley a múltiples incompatibilidades económicas; pero este no era el caso en las poleis griegas. La introducción de las misthoi indudablemente permitió que muchos ciudadanos atenienses de las clases más bajas, que simplemente por el hecho de tener que trabajar por la subsistencia diaria no podían distraer su día en la actividad pública, pudiesen hacerlo y que, de hecho, lo hicieran. Esto, desde el punto de vista teórico contemporáneo, es indudablemente un avance en lo que puede entenderse como democratización de la vida política y, en general, cívica de Atenas que, de otro modo, habría quedado en la práctica limitada a quienes por sus bienes de fortuna, disponían de suficiente tiempo libre para dedicarlo gratuitamente a los asuntos de la ciudad. Pero esta remuneración de la función pública, en una sociedad en que dicha remuneración constituye una absoluta novedad contraria a toda usanza y precedente, no sólo constituyó un elemento de áspera fricción entre detractores y beneficiarios de la misma que agriaron aun más la vida política ateniense, sino que fue una carta de triunfo para los políticos que la promovieron, empezando por Pericles que, entre 461 y 449, llegó incluso a establecer una remuneración a los ciudadanos por asistir a ciertas representaciones teatrales consideradas de carácter nacional; tales como las Grandes Dionisíacas (que duraban tres días).
Se puede ser justo en la evaluación de este misthoi en particular al tener en cuenta que no podemos ver estas representaciones como una actividad meramente lúdica, como lo sería ir hoy día al cine; ni siquiera era una actividad “cultural” en el sentido moderno de la palabra, sino una actividad de alto sentido cívico y patriótico, vivido muy intensamente por la sociedad ateniense, pero aun así, no deja de ser cierto que, en cierto modo, en todas estas remuneraciones al civismo del dēmos, se desarrolló una fuerte carga de interés personal y para muchos, llegó a ser un auténtico medio de vida. En su Constitución de Atenas (24, 3), Aristóteles nos muestra la magnitud que llegaron a alcanzar las citadas dietas. “Los tributos, los impuestos y los aliados mantenían a más de 20.000 hombres…”,32 es decir, entre la mitad y los dos tercios del total del cuerpo cívico, hasta el punto de que Platón llega a atribuir a Sócrates la siguiente afirmación:
Tanto si se dice que los atenienses se han hecho mejores por causa de Pericles, o por el contrario han sido corrompidos por él. Lo que yo, por mi parte, oigo es que Pericles ha hecho que los atenienses se volvieran ociosos, cobardes, habladores y avaros, al iniciar el sistema de honorarios públicos 33
Otro aspecto de la democracia ateniense del siglo V a.C en que observamos paralelos con el populismo moderno, es en la exacerbación del “nacionalismo” excluyente del dēmos ateniense que, si en la política exterior se materializó con la preferencia en la beligerancia contra Esparta antes que contra Persia, en la política interior lo hará al seguir a Pericles en la aprobación de una ley que excluirá de la ciudadanía plena a los hijos de los matrimonios mixtos entre atenienses y extranjeros.
En una sociedad como la griega en que se aceptaba como natural la función tutelar del Estado, esta función tutelar, a decir de Robert Cohen, aumenta sobremanera en una democracia. En la misma hay que hablar al ciudadano no de sacrificios y cargas, sino de beneficios y ventajas; pero claro, a mayor número de ciudadanos, menos beneficios hay para repartir, por lo que hacía 451 Pericles hace aprobar una ley que reduce el número de ciudadanos de pleno derecho a aquellos hijos de padre y madre ateniense. “A aquel cuerpo cívico sabiamente reducido – dice Robert Cohen – único juez de sus actos, Pericles le dispensa los favores que transforman a sus miembros en clientes”.34 Esta ley duró lo que tardó Pericles en necesitar cambiarla para su propia conveniencia. Cuando Pericles pasó la ley (451 a.C) aun no se había unido a Aspasia, la brillante mujer milesia que fue su compañera y madre de su tercer hijo varón conocido como Pericles el joven y que se verá afectado por esta ley. Cuando los dos hijos mayores y ciudadanos plenos de Pericles mueren, este hace votar por la Asamblea una ley especial que concede al hijo de Aspasia, una extranjera, el derecho de ser considerado ciudadano de pleno derecho y conservar el linaje de su padre.35
Finalmente, otra característica de los populistas modernos, es su sensibilidad respecto a la crítica y sus intentos más o menos solapados de acallarla. En Atenas, junto con los filósofos y las discusiones en el Ágora, un instrumento de la crítica política y de lo que llamaríamos, “formación de opinión” lo constituía el teatro, y en especial, la comedia. Dice León Homo 36 que, durante el predominio político de Pericles, habiendo este logrado deshacerse de toda la oposición política, subsistió lo que él denomina una “oposición literaria”, con figuras como Esquilo en la tragedia y, sobre todo, Cratino y Aristófanes en la comedia. Pericles fue fuertemente atacado por esta oposición literaria durante su mandato y después de su muerte y, aunque no se puede hablar de “censura” en el sentido estricto de la palabra, al igual que los populistas modernos trató de maniobrar para disminuir el tono de la crítica sin intentar frontalmente acallarla. Consiguió aprobar una serie de prohibiciones de llevar a la escena a las personalidades contemporáneas y también ponerlas en ridículo, haciendo denunciable ante el Consejo al autor que hiciera burla de los magistrados. No obstante, para lo que eran los usos y costumbres de la antigüedad, la actitud de Pericles respecto a la feroz crítica hacia su persona y su entorno, fue muy moderada.
6. A modo de conclusión
Si bien en la actualidad, con siglos de reflexión y teorización política es posible aunque difícil intentar hacer una distinción más o menos clara entre el populismo y la verdadera democracia moderna y representativa debido a su mutua imbricación, en la Atenas del siglo V a.C, esto parece aun más difícil, pues, en primer lugar, la democracia está en sus inicios y, además, es directa, no representativa, y como democracia naciente carece aún de teoría política, aunque no de praxis, y esta praxis implica, en la época, de un modo perfectamente natural, la utilización de formas de hacer política que hoy se considerarían populistas, muy poco democráticas y menos aun “modélicas”. El modelo lo constituye la ―democracia‖ como idea y como desarrollo per se, más no tanto así su implementación misma en la antigua Grecia, más allá de la convicción de que la misma representa la apertura de un camino por el que, con altibajos, tratamos de transitar en la convicción de que no siempre es el mejor camino, pero siempre es el menos malo. Empero si aceptamos, al menos hasta lograr un mejor criterio de individualización, que el populismo es una exacerbación artificial de conflictividades prexistentes para movilizar a las masas, más por la emotividad o el interés que por las ideas o la racionalidad, en beneficio de un líder, entonces este fenómeno se ha observado siempre, de mayor o menor grado, en todas las sociedades históricas en las que se ha trasladado la capacidad decisoria política a la agregación mayoritaria de voluntades del cuerpo cívico.
En cualquier caso, la comparación de los aspectos menos excelsos, pero igualmente reales de la democracia, tanto en el caso de la ateniense como de la actual, nos sitúan en los mismos cuestionamientos morales y existenciales, independientemente de las diferencias de época y de “formas”: ¿Qué es, realmente, en los hechos, eso que llamamos democracia? ¿Es la masa orteguiana lo mismo que el dēmos? ¿Existe realmente un gobierno del dēmos? y si existe, ¿dónde y cómo queda la libertad individual? ¿Aprenden las sociedades – no los individuos al margen de las masas – algo, realmente, de la Historia?
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Notas
Notas de autor