Resumen: La memoria colectiva desempeña un papel crucial tanto en los procesos de continuidad social, como en los de cambio. Su carácter dinámico y abierto, su construcción a partir de coordenadas culturales, históricas, políticas y sociales le confieren una pertinencia analítica insoslayable. El presente trabajo es una reflexión teórica que tiene como objetivo central analizar de qué forma las relaciones sociales, las prácticas sociales, los procesos de construcción de sentido y el componente espaciotemporal confluyen en la constitución de la memoria. Finalmente, se aborda cómo la dimensión política de la memoria remite al espacio público en su doble acepción: como arena de discusión, confrontación y negociación, así como en su expresión física.
Palabras clave:Memoria intersubjetivaMemoria intersubjetiva,prácticas socialesprácticas sociales,sentidosentido,conmemoraciónconmemoración,poderpoder.
Abstract: Collective memory plays a crucial role in the process of social reproduction and social change. Its dynamic and open nature, its construction from cultural, historical, political and social coordinates gives it and undeniable analytical relevance. This work is a theoretical reflection in which the main goal is to analyze how the social relationships, the social practices, the process of construction of meaning and the space-time component shape memory. In this paper, the way in which the memory’s political dimension refers to the public space in its double meaning will also be addressed: first as an arena of discussion, confrontation, and negotiation, and second as its physical expression.
Keywords: Intersubjective memory, social practices, sense, commemoration, power.
Notas para el debate
SENTIDO, PRÁCTICAS SOCIALES Y CONFLICTO: LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL Y POLÍTICA DE LA MEMORIA
Meaning, social practices and conflict: The social and political construction of the memory
Recepción: 20 Junio 2017
Aprobación: 09 Febrero 2018
Como es sabido la modernidad, como proyecto civilizatorio, centró su interés en el futuro como horizonte de expectativas en aras de construir una sociedad más libre, justa, e igualitaria. Sin embargo, este amplio espectro de expectativas, necesidades, prácticas, estructuras, instituciones e ideologías de la vida moderna ha representado diversas formas de dominación y violencia. Así, el progreso como utopía, fungió como catalizador de diversos movimientos sociopolíticos y proyectos societales de diferente naturaleza filosófica y política –lo cual, como se verá más adelante, no ha significado que la memoria no haya jugado un papel relevante en la edificación de utopías-. En las últimas décadas la memoria se ha convertido en un tema recurrente tanto en el terreno de ciertas políticas culturales –la proliferación de museos de diversa índole en varias naciones occidentales, por ejemplo- como en el ámbito de las ciencias sociales, como la historia, la sociología, la psicología social y la antropología. El presente artículo es una problematización sociológica sobre cómo la memoria se construye intersubjetivamente, el peso que tiene el espacio y el tiempo en su constitución, así como la propia dinámica del poder. En este tenor, este trabajo está dividido en tres apartados: en el primero, se expondrá la dimensión social en la constitución de la memoria colectiva, es decir, la forma en que la cultura, la historia, las relaciones intersubjetivas, la experiencia y las prácticas sociales inciden en la configuración memorística; en el segundo, se presentará cómo el espacio y el tiempo, como pilares que articulan la vida social, vertebran a la memoria y finalmente en la tercera parte, se analizará la dimensión política de la memoria, cómo ésta y el olvido son objeto de disputa por parte de diferentes actores sociales y políticos en aras de erigir una visión del pasado -y una proyección del futurohecho que muestra, a fin de cuentas, que toda lucha por la memoria es una lucha simbólica constituida a partir de las necesidades cambiantes del presente.
Abordar el tópico de la memoria colectiva representa aludir a un fenómeno que se distingue por su complejidad, por contar con diferentes niveles de análisis. Así, se puede hablar de la dimensión sensorial –en donde el espacio y el cuerpo cuentan con una importancia crucial - de la simbólica –que engloba ingredientes de carácter afectivo y axiológico- y de la política –atravesada por la conflictividad de diferente índole- . Estos planos en muchas ocasiones se encuentran imbricados en el terreno empírico. Al igual que la historia, la memoria es una de las vías por las cuales los sujetos sociales en interacción se relacionan con el pasado, además de suponer una concepción histórica y culturalmente labrada sobre el tiempo.
En su conocido trabajo El orden de la memoria, el historiador francés Jacques Le Goff (1991) analiza cómo la memoria como constructo social e histórico estuvo moldeada por una serie de transformaciones epocales, una de las más relevantes se refiere a la invención de la escritura que condicionó una nueva forma de concebir, edificar y grabar la memoria en objetos y en el espacio, aserción a la que se le puede añadir cómo la escritura significó nuevas modalidades de aprendizaje, y con ello, nuevas formas de construir la realidad social. Además de la escritura, la invención de la imprenta, la Ilustración, la revolución francesa –amén de otros eventos políticos- y la actual revolución tecnológica, han representado para Le Goff momentos históricos clave que han expandido los procesos de rememoración. La lectura de este historiador, permite colegir cómo acontecimientos históricos de enorme impacto en las sociedades occidentales han pergeñado las formas en que se subjetiva y objetiva la memoria y, por ende, el modo en que los actores sociales van cambiando la manera en que se relacionan con el pasado desde un presente determinado. En este sentido, resulta conveniente resaltar que la memoria no es el pasado en sí, sino que es un indicio, una huella, una representación de lo acontecido. El hecho de que sea una re-presentación del pasado supone reconocer que la memoria es un proceso abierto, dinámico, sujeto a nuevas interpretaciones acordes con los dilemas políticos, culturales, éticos y sociales que en el presente se van gestando. Asimismo, la práctica de la memoria supone un ejercicio selectivo que se manifiesta en algo elemental: no recordamos todo, sólo una(s) parcela(s) de lo acontecido. Como se verá en las páginas subsecuentes, la memoria es un campo semántico abierto, sellado por la confrontación.
Hablar de la memoria colectiva desde una óptica sociológica exige referirse a uno de sus pensadores pioneros, Maurice Halbwachs. Discípulo de Durkheim, Halbwachs sentó las bases para comprender cómo la memoria siempre es una edificación social, a partir del análisis que efectúa sobre la reproducción de ésta en la familia, las clases sociales y los grupos religiosos. En su célebre libro Los Cuadros Sociales de la Memoria, este autor francés afirmó que toda producción memorística es posible gracias a la existencia de un conjunto de construcciones sociales, de representaciones sociales, como el espacio, el tiempo y el lenguaje, los cuales denominó como los cuadros sociales de la memoria, mismos que se encargan de regular el mundo social (Halbwachs, 2004). De acuerdo a este sociólogo, todo cambio vivido por dichos cuadros tendrá un impacto en la memoria de los grupos sociales, de manera tal que ésta puede mutar o bien desaparecer.
La relevancia que según Halbwachs tiene el lenguaje en el proceso memorístico se trasluce en el estudio que realizó sobre la memoria en un grupo social concreto, el de los músicos: “los músicos necesitan tener ante los ojos unas hojas de papel en las que todos los signos y su sucesión se encuentran materialmente fijados. Hay una parte de sus recuerdos que sólo se conserva bajo esa forma, es decir, fuera de ellos, en la sociedad de aquellos que, como ellos, se interesan exclusivamente por la música”. (Halbwachs, citado por Huici, 2007: 36).
¿Qué se puede inferir de los planteamientos de Halbwachs? Por principio de cuentas lo que ya se ha mencionado: el lenguaje es un medio por el cual se transmiten los recuerdos dentro de un grupo social específico –a lo que se puede agregar cómo la rememoración se articula gracias a un sistema lingüístico-. Asimismo, lo dicho por este sociólogo posibilita apreciar la importancia de la materialidad, de la objetivación de la memoria como un medio de preservación de la misma y como su propio anclaje – aseveración que será retomada en páginas más adelante-. En este tenor, hay que enfatizar la relevancia medular que el lenguaje tiene como instrumento de objetivación de la subjetividad que permite romper con la experiencia inmediata y transmitirla en otro contexto espaciotemporal. (Berger y Luckmann, 2001).
¿Qué se puede inferir de los planteamientos de Halbwachs? Por principio de cuentas lo que ya se ha mencionado: el lenguaje es un medio por el cual se transmiten los recuerdos dentro de un grupo social específico –a lo que se puede agregar cómo la rememoración se articula gracias a un sistema lingüístico-. Asimismo, lo dicho por este sociólogo posibilita apreciar la importancia de la materialidad, de la objetivación de la memoria como un medio de preservación de la misma y como su propio anclaje – aseveración que será retomada en páginas más adelante-. En este tenor, hay que enfatizar la relevancia medular que el lenguaje tiene como instrumento de objetivación de la subjetividad que permite romper con la experiencia inmediata y transmitirla en otro contexto espaciotemporal. (Berger y Luckmann, 2001).
Otra de las contribuciones teóricas de Maurice Halbwachs, reside en haber puntualizado cómo la memoria mantiene un vínculo inquebrantable con el mundo social. Así, para él no sólo no hay recuerdo sin vida social, sino que tampoco hay vida social sin recuerdo; en otros términos, para este pensador la memoria juega un rol fundamental en la estructuración de la sociedad. En esta misma lógica, Halbwachs consiguió identificar que otro de los rasgos distintivos de toda memoria yace en su heterogeneidad, en el hecho de que existan tantas memorias colectivas como grupos sociales - los cuales están definidos bajo coordenadas espaciotemporales determinadas-. Esta pluralidad de memorias encierra otra implicación sociológica: la existencia de diferentes formas sociales de concebir y de apropiarse del tiempo.
La propuesta heurística de Halbwachs, sin embargo, ha sido criticada por otros pensadores como Roger Bastide (2006) y Florencia Rivaud (2010), quienes han señalado que el concepto de memoria colectiva facturada por este sociólogo francés, remite a la existencia de una conciencia exterior a los actores sociales, a una conciencia que está por encima de éstos y que los trasciende y los determina. Bajo este razonamiento, Bastide ha enfatizado que la constitución de la memoria no se da al margen del campo de interacción de los individuos, sino que por el contrario se edifica dentro de un sistema de relaciones sociales, de forma tal que no es la existencia del grupo lo que explica la memoria colectiva, sino la interrelación subjetiva. Por su parte, Florencia Rivaud ha recogido preceptos de una sociología fenomenológica y de una mirada constructivista para así desarrollar la noción de memoria intersubjetiva:
La memoria intersubjetiva se construye a partir de la interacción cotidiana de los individuos, a través de las conversaciones en las que narramos los eventos pasados de una familia, un pueblo o un grupo; de los textos que se escriben en el ámbito académico o literario, de las películas, la música, las costumbres (…). Así, la memoria deja de emanar de un ser colectivo y se convierte en parte y resultado de la intersubjetividad, por lo que la dicotomía entre individuo y sociedad queda a un lado, ya que ambas son parte de un todo. (Rivaud, 2010: 159).
De este modo, la memoria se teje dentro de la vida cotidiana a partir del marco de relaciones sociales en donde los sujetos erigen, reproducen y transforman valores, afectos, significados, identidades, prácticas sociales, experiencias; elementos que, a su vez, están condicionados por estructuras e instituciones sociales de diferente índole. La memoria, en consecuencia, es fruto del mundo social y a la vez lo posibilita al ser un acervo de conocimientos sociales de muy variada naturaleza. Lo anterior, permite ver cómo toda memoria intersubjetiva es resultado de prácticas sociales y al mismo tiempo las produce. Así, la memoria es un dispositivo cognitivo, normativo, afectivo y axiológico que habilita y constriñe a los actores sociales dentro de un contexto cultural e histórico específico y que “guía” a éstos en la forma en que aprehenden la realidad social. Un elemento digno de considerar estriba en cómo toda dinámica de remememoración está condicionada por variables como el género, la clase social, la edad, entre otros factores, amén de la experiencia interpretada. En este punto, resulta oportuno enmarcar cómo justamente la experiencia es un magma que alimenta a toda memoria, al tiempo que ésta perfila el modo en que las nuevas experiencias serán significadas por los actores. Los lineamientos señalados, implican reconocer el carácter dinámico y maleable de todo proceso memorístico.
Por lo tanto, la memoria es una construcción social, histórica, cultural y política que encuentra en la cotidianeidad un nicho de constitución, reproducción y transformación. Ya Berger y Luckmann (2001) plantearon cómo la realidad de la vida cotidiana representa este plano de existencia social de carácter espaciotemporal que resulta aproblemática, que no es cuestionada –hasta nuevo aviso, es decir hasta que se presente un problema que conculque el relativo margen de certidumbre- y que está articulada a partir de rutinas –muchas de ellas efectuadas de forma irreflexiva- que la estructuran. Bajo este argumento, las rutinas, como prácticas sociales que son, constituyen una de las modalidades de acción social generadas precisamente gracias a la memoria; el otro tipo de prácticas sociales inminentemente vinculadas con ésta son los rituales, los cuales cuentan con una gran densidad simbólica, identitaria, como veremos en el apartado siguiente.
Pensar a la memoria intersubjetiva dentro del seno de la vida cotidiana supone, además, considerar el papel que tiene en los complejos procesos de reproducción social. En su obra seminal, La construcción social de la realidad, Berger y Luckmann (2001) dilucidaron cómo la vida social se articula a partir de dos dinámicas que mantienen una relación indisociable, dialéctica: los procesos de objetivación y subjetivación, en donde –como ha sido mencionado ya- el lenguaje cuenta con una importancia insoslayable.
De forma hipotética, sostengo que el hecho de que la memoria intersubjetiva sea objetivada y subjetivada constituye un mecanismo de preservación no sólo de recuerdos concretos, sino de procesos, estructuras e instituciones sociales. Así pues, la memoria se objetiva en prácticas sociales –como rutinas y rituales-, en el espacio – a través de museos, monumentos, placas, estelas, cementerios-, en objetos –obras artísticas, libros, fotografías-, en la escritura y en narraciones –leyendas, mitos-, en el cuerpo –cicatrices, huellas- y en la organización social del tiempo –calendarios-. Gracias a esta dinámica de objetivación, los sujetos sociales interiorizan, subjetivan, a la memoria gestándose así un proceso recursivo en donde se va reproduciendo la realidad social. Bajo este razonamiento, es posible deducir cómo la memoria intersubjetiva cuenta con un papel conservador del universo social, no obstante, resulta preciso subrayar cómo la memoria es también una fuente de transformación al ser una matriz de significados que orientan el quehacer social, cultural y político.
Las diversas modalidades de objetivación que la memoria puede tener, llevan consigo un discurso, y como tal, una intencionalidad que está inserta en un contexto histórico, político y cultural. No resulta difícil inferir que dar una forma material a la memoria, en muchas ocasiones obedece a una necesidad práctica, funcional, sin embargo es posible dilucidar otra lógica que también está operando:
Forma parte de su sentido de omnipotencia, la convicción de que poseer la memoria, encerrarla en un espacio físico o mental, significa mantener la realidad al borde de su evanescencia, evitar el destino del olvido, bloquear la caducidad de la existencia, y, por lo tanto, poseer la llave de todo el universo. Cualquier medio útil a tal fin asume, por eso, un alcance de gran relieve, que va más allá de una función meramente técnica, para ascender, en cambio, a un papel casi místico. (Montesperelli, 2014: 28).
De esta manera la objetivación de la memoria es una lucha contra el olvido; gesta que obedece a diversas necesidades, desde políticas, hasta emocionales. La memoria cuenta con un claro revestimiento simbólico; es decir con una densidad de significados labrados por los actores en interacción a lo largo del tiempo. Parte de esos significados tienen una resonancia emocional, de modo tal que es posible sostener la existencia de un lazo íntimo entre memoria y afectividad, de ahí que Todorov afirme: “la memoria no es sólo responsable de nuestras convicciones, sino también de nuestros sentimientos” (Todorov, 2002: 26), lo cual implica que la afectividad, como construcción social y simbólica que es, constituye un referente de acción de diferente valencia.
A lo largo de estas líneas, se ha desarrollado cómo la memoria es un artificio social que se gesta, reproduce y muta en la cotidianeidad. De la misma manera, se ha señalado cómo entre prácticas sociales y memoria intersubjetiva existe una relación de mutua incidencia en donde los procesos de construcción de sentido están presentes. En el siguiente apartado, se expondrá el modo en que la memoria se articula a partir del espacio y el tiempo, variables inseparables que, a su vez, estructuran al mundo social.
Tanto el tiempo como el espacio constituyen coordenadas indisociables e ineludibles para cualquier científico social que pretenda explicar cómo se erigen y transforman las sociedades, tanto las tradicionales como las modernas. Si bien el tiempo ha sido objeto de numerosas disertaciones filosóficas y teóricas, el espacio, dentro del pensamiento sociológico clásico, fue analizado de forma tangencial, situación que en los últimos años ha cambiado, de forma tal que el espacio ha dejado de ser visto como un telón de fondo de la acción social y política, para ser analizado como producto de las relaciones sociales, a la vez que incide en ellas. Al igual que la memoria colectiva, el espacio es una edificación social, cultural, histórica y política que cuenta con una dimensión material e instrumental, así como simbólica. Cada sociedad en el transcurso de la historia, ha tenido una forma particular de concebir, apropiarse y de nombrar al tiempo y al espacio, y al hacerlo, va también configurándose. En este apartado se problematizará la manera en que la memoria se erige y se despliega a partir de estos dos componentes de orden estructural a partir de un punto de partida basal: el espacio, el tiempo y la memoria desempeñan un rol central en la articulación y transformación de las sociedades.
La relación existente entre memoria y espacio cuenta con varias aristas. En primer lugar, resulta preciso señalar cómo éste es el soporte material y simbólico de la rememoración. Ya Georg Simmel (1986) en su labor por definir al espacio desde una mirada sociológica, balizó cómo el espacio, a diferencia del tiempo, cuenta con un mayor poder evocativo, aserción que puede advertirse en el encuentro intersubjetivo que hay en una cita:
La esencia sociológica de la cita consiste en la oposición que existe entre la brevedad y carácter pasajero del acontecimiento, por una parte, y su fijación en el espacio y en el tiempo, por otra (…). De este modo (la cita) adquiere un carácter insular y se separa del curso continuo de la vida, representando cierto punto de fijeza para la conciencia en los momentos formales de su tiempo y lugar. Generalmente, en el recuerdo, el lugar adquiere una mayor fuerza asociativa que el tiempo, porque el lugar tiene un carácter más sensible. Tanto es así, que, cuando se trata de un acontecimiento ocurrido sólo una vez, en el que se ha producido una fuerte conmoción sentimental, el recuerdo suele fundirse inseparablemente con el lugar y recíprocamente; de suerte que el lugar constituye el punto de rotación en derredor del cual el recuerdo liga a los individuos, en una correlación ideal. (Simmel, 1986: 665).
En este escolio de Simmel, se puede identificar cómo el espacio gracias a su materialidad constituye un referente donde el recuerdo se ancla, se fija, amén del revestimiento simbólico/afectivo que puede existir. En este tenor, Paul Ricoeur (2010) ha señalado cómo el hablar de la memoria remite al cuerpo, al espacio y al horizonte del mundo; en otras palabras, el nexo íntimo que hay entre espacio y memoria no sólo cuenta con una connotación simbólica, sino también sensorial en función de la corporalidad. Es así como este filósofo francés ha subrayado el carácter mundano de la memoria.
En este sentido, aludir a la corporalidad implica considerar que el cuerpo en sí es un espacio que en interacción con otros construye y recibe espacialidad, además de precisar de ésta para poder existir. Todo cuerpo es un dispositivo que produce experiencias, sentido y memoria y que las comparte. Es a través del cuerpo que se percibe al espacio en virtud justamente de la materialidad de éste. Anne Huffschmid (2013) ha puntualizado que el cuerpo es también materialidad –evidentemente diferente a la de las piedras, edificios, ruinas, etc-, aseveración que conduce a pensar el modo en que el cuerpo es también un territorio donde se inscribe la memoria a partir de la violencia y del placer, y en general, a partir de cualquier tipo de experiencia. Es así como el cuerpo cuenta también con marcas memorísticas -como cicatrices, heridas que son indicios que revelan que algo sucedió.
Gracias a la experiencia en el espacio, los sujetos sociales a lo largo del tiempo, y a través de su corporalidad, van fraguando un acervo de conocimientos espaciales que resultan fundamentales para que los actores puedan ubicarse y desplazarse en él en sus diferentes escalas. Dicho acervo constituye precisamente una memoria sensorial que, como se ha sostenido, es medular. Así, a través de la experiencia los sujetos van identificando y grabando en su memoria hitos, nodos, bordes, senderos – de acuerdo a la tipificación conceptual hecha por el urbanista Kevin Lynch (1998) -.
Por otra parte, el hecho de que el espacio sea concebido, habitado, nombrado – es decir, apropiado material y simbólicamente- supone que el espacio es significado y, como tal, es susceptible de ser elaborado como rememoración. Es así como se entrelaza la espacialidad con la afectividad de la cual geógrafos, sociólogos, antropólogos e historiadores han discutido.
En todos estos procesos en donde la subjetividad se cristaliza en el espacio, la identidad colectiva constituye una veta de exploración teórica y empírica fructífera. Al igual que el espacio y la memoria, la identidad es un constructo espaciotemporal, histórico, simbólico e intersubjetivo cuya naturaleza es cambiante y donde el conflicto en muchas ocasiones desempeña un rol destacado. En la identidad se expresa la tensión entre mutación y permanencia, donde el reconocimiento y el sentimiento de pertenencia a un lugar y/o a un grupo social –sea un barrio, una comunidad étnica, una región, una nación- están presentes.
Desde este ángulo, la identidad mantiene un maridaje estrecho y de mutua influencia con el espacio y con la memoria. Como es sabido, ésta es el sustrato de toda construcción identitaria por una llana razón: no es posible comprender lo que somos sin un ejercicio interpretativo de lo que hemos sido en el trascurso del tiempo, o sea, sin la memoria. Al igual que la relación espacio/memoria, el vínculo existente entre identidad y rememoración se objetiva a través de múltiples formas históricamente y culturalmente pergeñadas –libros, edificios, objetos, diferentes manifestaciones artísticas etc.-.
Como veremos más adelante, la memoria y el espacio son objeto de disputa política y simbólica por parte de diversos actores sociales y políticos que enarbolan diferentes visiones del mundo y proyectos societales. En estos procesos de confrontación, las mismas formas de objetivación memorística son también disputadas.
Bajo esta racionalidad, cabe preguntarse sobre cuál es el impacto que la destrucción de estas formas de materialización memorística pueda tener en términos identitarios, en un escenario de conflicto cultural y sociopolítico. Al respecto, habla Pablo Montesperelli:
Estas destrucciones, ocasionadas por imponer la amnesia colectiva, constituyen una forma de alienación: los productos de la exteriorización de la memoria son separados de los productores, se los vuelve indisponibles. Sustraído el producto, cae la relación con el productor: éste ya no tiene nada que valga la pena recordar. Puesto que la memoria constituye un componente fundamental de la identidad, la expropiación de la memoria arroja al sujeto a la indeterminación: deja de ser un testigo y un depositario de recuerdos, porque ya no es siquiera un sujeto. Así, la (destrucción) de la objetivación de la memoria se traduce en su alienación. (Montesperelli, 2005: 54-55).
De este modo, aquellos sujetos subalternos que a lo largo de la historia no han tenido acceso a medios que permitan materializar, objetivar, la memoria -o bien que han vivido su destrozo- han experimentado otra modalidad de la dominación: el silencio, y con ello, la posibilidad del olvido al paso del tiempo. No obstante, resulta pertinente subrayar que no basta el espacio o los artefactos de la memoria para resguardarla; las relaciones sociales, las prácticas y los procesos de construcción de sentido son otros factores vitales en la edificación y preservación de los recuerdos. Sin embargo, esta afirmación debe ser leída con cautela en virtud de la inobjetable relevancia que el poder desempeña en los procesos de construcción de los discursos memorísticos.
Por otra parte, junto con el espacio, el tiempo cristalizado en calendarios y en prácticas conmemorativas representa otra manera en la cual se despliega y se reproduce la memoria intersubjetiva. Como se señaló en páginas anteriores, las rutinas son un tipo de prácticas sociales en los que la memoria se expresa, rutinas que al institucionalizarse coadyuvan a la reproducción social. A la par de éstas, los rituales conmemorativos constituyen otra modalidad de quehacer intersubjetivo que al contar con densidad simbólica posibilitan la continuidad social. En las conmemoraciones, además, existe una manifestación identitaria en donde los sujetos sociales se (re)afirman en el presente a través del pasado y, de algún modo también, perfilan o proyectan su deseo de permanencia en el futuro. Existe una gran variedad de conmemoraciones, como las de índole religioso, político, cívico y funerario, y en muchas ocasiones su ropaje simbólico se vincula con la corporalidad y con las emociones. Toda conmemoración necesita del espacio para poder ser cristalizada, así como de un conjunto de cuerpos ejecutores. La espacialización de las conmemoraciones se efectúa en un sinnúmero de recintos creados o no exprofeso: iglesias, plazas públicas, monumentos, cementerios, entre otros. Por ende, en las conmemoraciones se condensan un nudo de temporalidades –presente, pasado y futuro- prácticas sociales cargadas de sentido, emociones, identidad, corporalidad, memoria, espacio y su propósito cardinal es, obviamente, la evocación.
Tanto las rutinas como los rituales conmemorativos forman parte de la constitución de la vida social y no están escindidos. Mientras que lo rutinario está inserto en el tiempo de la vida cotidiana -lo ordinario- la conmemoración pertenece al reino de lo extra-ordinario. Sin embargo, es tal la carga simbólica que puede acompañar a los rituales –resulta necesario resaltar que no todo ritual es memorístico- que su resonancia imbuye a la propia cotidianeidad -tal como acertadamente sostiene Rafael Farfán (2012)- y de esa forma contribuir a la cohesión social y a la refrendación identitaria. En síntesis, los rituales y las rutinas están estructurados espaciotemporalmente. De la misma manera que hay espacios para recordar, existen tiempos para rememorar. Ambos obedecen a las necesidades culturales, sociales y políticas que se forjan desde el presente, las cuales siempre están sujetas al cambio. Tal es la importancia de los rituales -tanto de los conmemorativos como de los que no lo son- que el poder político ha recurrido a ellos para afirmarse, refrendarse, legitimarse, magnificarse y sacralizarse; todo ello a través de una concepción y organización social del espacio y del tiempo.
Las prácticas sociales conmemorativas y los espacios consagrados a recordar denotan el vínculo íntimo que existe entre cultura, memoria, muerte y poder. Dichas prácticas, son luchas contra el olvido, contra la contingencia temporal y, por ende, revelan la profunda necesidad humana de trascender. Como veremos en el apartado siguiente, en esta constelación de elementos imbricados, en muchas ocasiones existe una connotación axiológica, que cobra forma en las díadas memoria/ justicia y memoria/verdad; o bien en la necesidad de honrar y dignificar la memoria de algún ser querido, por ejemplo. En la medida en que la rememoración tiende puentes de forma no lineal entre el pasado, el presente y el futuro, en esa misma medida constituye una vía de reproducción social y de cohesión. En el siguiente apartado, se abordará la dimensión política de la memoria, la manera en que ésta es objeto de disputa por parte de diferentes sujetos sociales y políticos, así como su cercanía con valores como la justicia y la verdad.
Como se ha sostenido, la memoria como edificación social, simbólica, histórica y cultural, se despliega y erige en el espacio y en el tiempo. En este proceso, hay una densidad simbólica muchas veces relacionada con elementos identitarios. Como se verá en esta última parte del artículo, el poder político está también involucrado en estas dinámicas de configuración memorística en virtud de que la memoria es una matriz de sentido que posibilita a los sujetos construir e interpretar la realidad social y política
Considero que la dimensión política de la memoria se manifiesta a partir de diversos niveles que pueden ser divididos de acuerdo a propósitos meramente analíticos de la siguiente manera:
a) La memoria colectiva y el olvido son instrumentos del poder al ser fuentes de legitimidad y de credibilidad, de ahí que sean disputados por diferentes actores en un terreno de confrontación político y simbólico específico;
b) La memoria colectiva se distingue por ser plural y por ser un proceso siempre abierto a las (re)interpretaciones sociales y políticas;
c) Al ser la memoria una fuente de sentido, en muchas ocasiones ha alimentado numerosos movimientos sociales de diverso calibre organizativo e identitario – laborales, étnicos, religiosos, territoriales, de género, entre otros-, y con variadas demandas sociopolíticas, situación que muestra la forma en que la memoria orienta acciones y prácticas no sólo sociales, sino también políticas;
d) La memoria puede ser vista como un campo de confrontación en el que confluyen diferentes agentes e instituciones como el Estado, los partidos políticos, los movimientos sociales, las organizaciones no gubernamentales, –por ejemplo las de derechos humanos- los académicos, etcétera;
e) La memoria en su revestimiento político se cristaliza en el espacio público; ambos comparten su carácter abierto, procesal y heterogéneo;
f) En muchas ocasiones, la memoria revela la compleja y cambiante relación Estado sociedad; de ahí que dicho nexo cobre forma en políticas de la memoria;
g) En muchas ocasiones, la memoria cuenta con una dimensión axiológica. Es así como se puede hablar de memoria, verdad, y justicia, particularmente en sociedades que han vivido bajo regímenes políticos autoritarios, totalitarios o bien bajo dictaduras.
Como se puede observar, el nexo poder/memoria cuenta con diversas aristas y está sujeta al devenir histórico y a las necesidades cambiantes del presente. Este lazo es una expresión de larga data histórica en gran parte debido a que la memoria puede ser una fuente de legitimación para quien detenta el poder, amén de ser una vía para trascender la contingencia temporal. En este terreno, Le Goff (1991) señala cómo los emperadores romanos se valieron de los monumentos y de las inscripciones en el espacio público para así edificar y resguardar su presencia y obra política. Tras la muerte del emperador, el senado –quien en muchas ocasiones había padecido el dominio de éste como una forma de revancha y como un ejercicio de contrapeso político a posteriori, llevaba a cabo la damnatio memoriae, o sea, la desaparición del nombre del emperador de todos los monumentos y archivos. Lo narrado por Le Goff muestra cómo el poder recurre al espacio y a la memoria como un modo de afirmarse, a la vez que denota cómo el olvido es también un instrumento del poder de acuerdo a las coyunturas cambiantes. Así pues, resulta preciso resaltar que tanto la memoria como el olvido constituyen no sólo armas políticas, sino que también forman parte de los objetivos y de las conquistas políticas de los actores.
Pero, ¿qué es el olvido; qué tipo de relación mantiene con la memoria? ¿Son acaso expresiones forzosamente antagónicas? ¿De qué modo el olvido y la memoria pueden servir al poder? Para Augé (1998), el olvido no es una manifestación contraria al acto de rememorar, sino una práctica necesaria para las sociedades que posibilita vivir el presente, amén de que el propio acto de recordar precisa de la desmemoria. El olvido es un componente de la memoria. Así, lo que olvidamos, sostiene este autor, no es el pasado en sí, sino aquellos indicios del pretérito, una interpretación del pasado. Lo que permanece, las huellas, los recuerdos, son moldeados por la desmemoria. En ese sentido, “el olvido, en suma, es la fuerza viva de la memoria y el recuerdo producto de ésta” (Auge, 1998:28).
Hablar del nexo entre memoria y olvido orilla a reflexionar sobre el papel que juega el silencio impuesto por el poder con el objetivo de conseguir, justamente, la desmemoria. En otros términos ¿el silencio de eventos del pasado es garantía de que al paso del tiempo el olvido triunfe? Resulta difícil dar una respuesta categórica a dicha interrogante. Evidentemente, los instrumentos materiales y simbólicos de los que dispone el poder estatal para silenciar y construir el olvido no es un asunto menor. No obstante, como bien acota Pollak (2006), una política del silencio no necesariamente germina en el olvido, por el contrario, en ocasiones el no hablar sobre sucesos sellados por la violencia y la dominación de un grupo social sobre otro implica que sentimientos colectivamente labrados, como el agravio, se agudicen y con ello en el futuro se gesten expresiones de resistencia que tengan como sustrato precisamente a la memoria. Así, si bien el silencio es una herramienta relevante para la desmemoria, existen casos donde ciertos recuerdos al ser reproducidos en diversos espacios de socialización perviven y pueden aflorar bajo nuevas coyunturas históricas y políticas.
A lo largo de este artículo se ha enfatizado que la memoria es una construcción social, tejida intersubjetivamente, en la que ingredientes históricos, culturales y políticos están presentes. Sostengo que el olvido es también una edificación social, en donde la dinámica política y el discurrir históricos ocupan un rol clave; por ende, si rememorar es una práctica social y política, el olvidar también. En ambos procesos, el poder funge como un mediador que opera sobre el qué y el cómo recordar u olvidar. Acorde a lo anterior, Mendoza (2012) habla del olvido social, como la imposibilidad de evocar o manifestar acontecimientos significativos del pasado, cuya reproducción o comunicación está prohibida u obturada por el poder en virtud de que la pluralidad de memorias que puedan existir sobre dichos sucesos le resultan incómodas dadas sus necesidades de legitimación en el tiempo presente. El olvido social, menciona Mendoza, supone la imposición de una visión de pasado, que se materializa en la historia oficial, la cual representa la negación de otras voces, de otras interpretaciones sobre un pretérito conflictivo.
Para este autor, hay varios tipos de olvido: aquel donde el poder está determinando su gestación –externo- y otro que se labra desde el seno del grupo social – interno-. Sobre este último, tal vez sea posible aseverar que la dinámica intersubjetiva va moldeando el qué recordar y cómo hacerlo en función de las transformaciones que el presente va tramando y con ello las nuevas necesidades y expectativas que van emergiendo. En suma, algún hecho pretérito que puede haber quedado soterrado, que no resulte significativo en un tiempo histórico determinado, puede ser (re)interpretado bajo la luz de las nuevas interrogantes que el presente va delineando. Otra de las modalidades del olvido que ameritan ser mencionadas es la que Andreas Huyssen (2002) ubica dentro de las sociedades contemporáneas. Según este pensador, el carácter vertiginoso de la modernidad tardía, la hiperconectividad, el exceso de imágenes y de información que circulan con celeridad -en resumen, la transformación del modo en que experimentamos el espacio y el tiempo- está incidiendo en la manera en que se erigen los discursos de la memoria, de forma tal que no hay oportunidad de macerar el pasado e interpretarlo. Por lo tanto al no haber siquiera la posibilidad de edificar discursos memorísticos, el resultado es el olvido. Paradójicamente, esta nueva forma de concebir el tiempo, acota Huyssen, ha redituado en la necesidad de resignificar diversos sucesos del pasado a través de diversos mecanismos –como la construcción de museos, por ejemplo-. Bajo esta óptica la memoria funge como un asidero, como un anclaje y como una fuente de sentido ante el tinte avasallador de las sociedades contemporáneas.
El olvido social impuesto por y desde el poder constituye un ejercicio en el que participan diferentes actores: instituciones políticas, educativas, militares, religiosas, académicas. De acuerdo a Mendoza, existen diversos mecanismos que al ser implementados pretenden la amnesia colectiva. Así, la omisión, la censura y el fuego – es decir la desaparición física de documentos, archivos y cualquier otro vehículo memorístico- son dispositivos del poder que fluctúan desde la forma más sutil hasta la más radical con el objetivo de imponer la desmemoria colectiva. Tal como se sostuvo en páginas anteriores, no resulta difícil colegir cómo una práctica del olvido impacta en la negación identitaria, al ser la memoria el sustrato de toda identidad. Como se verá en las próximas páginas, así como los agentes sociales despliegan una política de la memoria, también implementan una política del olvido. En ambas resulta palpable un ejercicio discriminatorio, selectivo: qué recordar, a través de qué canales se puede reproducir y comunicar; qué es susceptible de ser olvidado. Por ende, el poder político juega un papel insoslayable en la tensión tejida entre la memoria y el olvido.
Por otro lado, el hecho de que la memoria constituya un referente de sentido que habilita –y constriñe- a los agentes políticos y sociales, implica aludir a cómo el pasado es (re)interpretado dependiendo de las nuevas situaciones que los sujetos van enfrentando. En este tenor, muchos movimientos sociales han encontrado en la memoria una savia que ha nutrido su constitución, como se ha señalado. Es así como viejos agravios, el sentimiento colectivamente labrado de injusticia a lo largo del tiempo, la experiencia organizativa que los integrantes del actor colectivo van labrando y el perfil identitario, fungen como algunas expresiones memorísticas que -junto con otros elementos propios de la coyuntura presente- van imbricándose en el proceso de construcción de algunos sujetos colectivos. Sobre una de las irrupciones colectivas más importantes en la historia política de Occidente, la revolución francesa, Jacques Le Goff sostiene: “la memoria hasta entonces acumulada explotará en la revolución de 1789. ¿Y no fue aquella el gran detonante de ésta?". (Le Goff, 1991: 168).
Bajo esta lógica, se puede aseverar que en la edificación de los movimientos sociales está implícito un nudo de temporalidades en donde el pasado, no sólo incide en la configuración del presente -y el presente en la del futuro- sino también el mismo pasado alimenta al futuro. En otros términos, el pasado cristalizado en experiencia y en memoria, alimenta al horizonte de expectativas; lo cual supone decir que la memoria y la experiencia son ingredientes que inyectan a las utopías políticas y sociales en las que se busca erigir una sociedad más justa, libre e igualitaria. En esta dirección, Reinhart Koselleck afirma: “la experiencia y la expectativa son dos categorías adecuadas para tematizar el tiempo histórico por entrecruzar el pasado y el futuro. Las categorías son adecuadas para intentar descubrir el tiempo histórico también en el campo de la investigación empírica, pues enriquecidas en su contenido, dirigen las unidades concretas de acción en la ejecución del movimiento social o político” (Koselleck, 1993: 337).
Así pues, se puede sostener que la acción social y política está condicionada por una temporalidad que no es lineal, sino espiral. Asimismo, es factible recalcar un postulado fundamental, acorde a los objetivos de este artículo: la memoria no sólo es algo constituido, sino también constituyente. Esta facultad creativa e instituyente de toda memoria es advertible en ideologías, prácticas sociales y políticas, relaciones sociales, utopías, imaginarios, revoluciones, etcétera. Es por tal motivo que en el transcurso de este trabajo se ha enfatizado en que la memoria cuenta con una relevancia capital no sólo en la construcción y reproducción de la vida social y política, sino también en su transformación.
El territorio por antonomasia donde la memoria en su expresión política se articula, reconstituye y transforma es el espacio público, entendido éste en una doble acepción: como arena pública –es decir como esfera de conflicto, deliberación y negociación- y como espacialidad, como materialidad. Nora Rabotnikoff (2005) ha caracterizado al espacio público a partir de tres rasgos: como aquello que es de interés o utilidad común, lo que atañe a lo colectivo, lo concerniente a la comunidad y al Estado; lo que es visible en contraposición a lo secreto, a lo oculto; y finalmente lo que es accesible para todos, lo abierto. Estos tres componentes se han configurado históricamente de manera variable. Hablar del espacio público supone aludir a su contraparte -el espacio privado- con el cual ha mantenido a lo largo del tiempo una frontera porosa y compleja. Así como la pluralidad es un elemento que distingue a la memoria, el espacio público también lleva como sello a la heterogeneidad social, cultural, religiosa, étnica y política. Es justamente en él donde se materializan las desigualdades sociales y económicas, donde se cristalizan las relaciones de poder y los conflictos simbólicos y políticos. Sin embargo, al ser un espacio de socialización, de encuentros cotidianos, en el espacio público también se construyen y manifiestan relaciones sociales de solidaridad y de movilización colectiva por un orden societal más justo. Al igual que la memoria, el espacio público es una construcción social, cultural, política e histórica configurada a partir de prácticas sociales y políticas, de relaciones, experiencias y significados, de disposiciones legales, geográficas y urbanísticas. En esta esfera, la vida cotidiana de los sujetos sociales se despliega a partir de rutinas, pero también de rituales –incluyendo, claro está, los conmemorativos-. Por lo tanto, en el espacio público se imprimen la historia y la memoria, al respecto acota Jacobo García Álvarez: “la memoria y las políticas de la memoria se plasman en el espacio, igual que el espacio, como acumulador y totalizador histórico, se constituye de memorias y puede constituirse en sí mismo como una fuente y soporte para la memoria individual y colectiva”. (García Álvarez, 2009:193).
En este sentido, la memoria encuentra en el espacio público tanto un terreno de objetivación, como una arena donde se discute, configura y (re)interpreta el pasado. Como se ha dicho, el conflicto y la heterogeneidad son componentes que atraviesan el vínculo memoria/espacio público, nexo en permanente edificación. A lo largo de la historia política, el Estado-Nación ha encontrado en el espacio público un territorio donde grabar una visión del pasado desde las entrañas del presente y sus cambiantes necesidades. Ejemplo de ello son los innumerables museos, memoriales, paisajes, monumentos, esculturas, estelas, nombres de calles, placas, en donde se busca resguardar y fijar –materializar- significados sobre acontecimientos y figuras políticas y con ello no sólo legitimar un orden político, sino también contribuir a cimentar una identidad nacional. Estos propósitos, por supuesto, se han acompañado de otras estrategias que desde el poder buscan erigir una memoria oficial, como en la educación básica, por citar alguno de los más evidentes. Estas memorias oficiales, como muchas otras memorias, pretenden coadyuvar a la cohesión, a la construcción de un sentimiento de pertenencia y a la continuidad social. No obstante, la espacialidad de la memoria no es un fenómeno estático e irreversible, por el contrario, es un proceso cambiante donde los sujetos sociales (re)interpretan de manera dinámica dichas inscripciones memorísticas de acuerdo a su experiencia política, social y vivencial, por un lado; por otro, estas objetivaciones de la memoria están condicionadas a los cambios institucionales o bien a la realineación de fuerzas políticas - como el arribo de nuevos grupos al poder por ejemplo- tal como veremos más adelante. Junto con los lugares de memoria, la constitución de fechas conmemorativas representa otro mecanismo a través del cual se erige la memoria, como ha sido ya desarrollado en páginas anteriores.
Así, tanto la memoria como el espacio público se caracterizan por ser polisémicos, polivalentes, y por ser objeto de disputa simbólica y política por diferentes agentes que cuentan con variados intereses y racionalidades y donde se plantean, como se verá en las páginas subsecuentes, cómo representar al pasado. Nora Rabotnikoff (2007) ha explorado esta conexión entre poder y memoria mediante la confección teórica de dos conceptos que pueden en el terreno empírico estar interrelacionados: memorias de la política y políticas de la memoria. El primero, alude a los discursos políticos mediante los cuales los individuos que vivieron en una época determinada erigen recuerdos y narran sus experiencias, y con ello, articulan presente, pasado y futuro. Esta noción incluye aquellos relatos de aquellos que no fueron contemporáneos, pero que a través de documentos y testimonios coadyuvan a edificarlos, se trata de la memoria de otras memorias. En tanto, el segundo concepto consiste en las diversas formas de gestionar el pasado: medidas de justicia retroactiva, juicios históricopolíticos, la celebración de conmemoraciones, fechas y lugares, entre otras. Las políticas de la memoria son constituidas no sólo por las políticas oficiales, sino también por actores sociales y políticos que utilizan el espacio público con la finalidad de inscribir en él una visión del pasado.
Estas políticas de la memoria, de las cuales discurre Rabotnikoff, han cobrado gran impulso en las últimas décadas en países como Chile, Argentina, Uruguay y España, que tras haber vivido bajo dictaduras militares –en donde los encarcelamientos ilegales, las detenciones y desapariciones forzadas, los asesinatos, el robo y en general la violación a los derechos humanos fueron una política de Estado en contra de la legítima disidencia- han erigido procesos de transición política que les han posibilitado llevar al espacio público el tema de la memoria sobre la violencia estatal. En otras palabras, gracias a la apertura política en dichas naciones, el espacio público ha sido (re)configurado y (re)vitalizado en parte gracias a la necesidad sociopolítica y vital de recordar. Estos procesos políticos de apertura constituyen una viñeta que ilustra, en primer lugar, la forma en que la memoria no sólo es un derecho, sino también un deber en cualquier nación que pretenda fincar los cimientos de un régimen democrático; en segundo lugar, cómo la memoria es un puente para vincularse con acontecimientos pertenecientes a la historia reciente en función no sólo del presente, sino también de una proyección hacia el futuro; en tercer lugar, cómo los usos políticos del pasado no son necesariamente sinónimos de tergiversación o manipulación, sino que también remiten al modo en que fragmentos del pasado son llevados a una coyuntura presente –como bien acota Rabotnikoff- y finalmente cómo la memoria es un arma medular para el reclamo necesario y legítimo de verdad y justicia. Los puntos citados revelan un punto digno de resaltar: hablar de la dimensión política de la memoria implica también hacer referencia a su resonancia ética, axiológica, en donde de por medio está la impartición de justicia, el castigo a los responsables y honrar y dignificar la memoria de los muertos y los desaparecidos resultado de la violencia estatal.
Esta reverberación axiológica de la memoria, constituye una veta ineludible no sólo en la reflexión política y sociológica, sino también para los propios actores sociales y políticos involucrados. De nueva cuenta, la lucha contra el olvido se convierte en algo ineludible y en donde -como acertadamente baliza Todorov (2000)- el derecho a saber va de la mano con el derecho a narrar la propia experiencia vivida e interpretada. Es precisamente este filósofo, el que brinda algunas herramientas heurísticas sobre el ropaje ético de la memoria a través de la distinción conceptual que hace sobre la memoria literal y la memoria ejemplar. La primera supone preservar un recuerdo doloroso, no yendo más allá, centrándose en la singularidad del suceso y en el que el presente queda supeditado, anclado al pasado. En contraste, la memoria ejemplar:
Sin negar la propia singularidad del suceso, decido utilizarlo, una vez recuperado, como una manifestación entre otras de una categoría más general y me sirvo de él como de un modelo para comprender situaciones nuevas, con agentes diferentes. La operación es doble: por una parte como en un trabajo de psicoanálisis o un duelo, neutralizo el dolor causado por el recuerdo (…) por otra parte, -y es entonces cuando nuestra conducta deja de ser privada y entra a la esfera pública-, abro ese recuerdo a la analogía y a la generalización, construyo un exemplum y extraigo una lección. El pasado se convierte, por tanto, en principio de acción para el presente. (Todorov, 2000: 31).
Esta memoria ejemplar permite utilizar al pasado con vistas al presente, según Todorov. Los rasgos distintivos de esta modalidad memorística -la analogía y la comparación de diferentes actos de injusticia- permiten identificar otras iniquidades existentes en otros escenarios históricos y políticos –incluyendo los del tiempo presente-. De manera hipotética, se puede sostener que el ejercicio de la memoria ejemplar ha sido un dispositivo cognitivo, normativo y axiológico desplegado por organizaciones sociopolíticas como la Asociación Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, o bien el Comité ¡Eureka!, en México, que sin olvidar el profundo dolor de tener a sus hijos desaparecidos por el Estado, han emprendido una lucha en el espacio público –tanto a nivel nacional como internacional- por encontrarlos con vida y por enmarcar políticamente, moralmente y jurídicamente la existencia de las desapariciones forzadas. En otros términos, la memoria ejemplar practicada por este tipo de organizaciones ha significado que sus integrantes trasciendan el ámbito de lo privado-yendo más allá de la memoria literal- para arribar a lo público y de esa forma mostrar cómo las desapariciones forzadas han sido una práctica política sistemática, racionalmente planeada y orquestada por parte del Estado.
Las luchas por construir la memoria sobre la violencia estatal en algunas de las naciones del Cono Sur, por lo tanto, han sido gestas políticas y simbólicas que pueden ser vistas como expresiones de la memoria de la política que han, de algún modo, incidido en la confección de una política de la memoria dentro del ámbito institucional -de acuerdo a la tipificación conceptual de Rabotnikoff (2007)- proceso que, como hemos señalado, lleva implícita la práctica de una memoria ejemplar. Es así como en países como Argentina, la vieja Escuela de la Mecánica Armada (ESMA), un viejo centro de encarcelamiento ilegal, asesinatos y tortura, fue convertida en 2004 gracias a la iniciativa del entonces presidente Néstor Kirchner en un espacio de la memoria encaminado a preservar los recuerdos sobre las graves violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura militar (1976-1983). En Chile, existen otros sitios memorísticos equivalentes, como el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, también establecido para difundir y resguardar lo acontecido durante la dictadura militar (1973-1990). Tanto el caso argentino como el chileno muestran cómo las políticas de la memoria están condicionadas a los cambios de los regímenes políticos –en Argentina tras el arribo a la presidencia de la izquierda, y en Chile tras la desaparición de la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet-. Otro caso que revela la envergadura política y simbólica que el espacio tiene en la constitución memorística –pero en una dirección contraria- es el de Uruguay, donde una vieja cárcel, Punta Carretas en Montevideo, fue transformada en un centro comercial, derruyendo así la posibilidad de mantener aquellas marcas físicas que evidencien el uso social y político que este lugar alguna vez tuvo.
En México, existen dos museos orientados a concientizar sobre la violencia de Estado en contra de la oposición sociopolítica: el Memorial del 68 –que forma parte del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, de la Universidad Nacional Autónoma de México- centrado en difundir tanto lo que fue el movimiento estudiantil en 1968, como la represión y desmembramiento del cual fue objeto este actor tras la matanza del 2 de octubre en la Plaza de Tlatelolco; y el Museo Casa de la Memoria Indómita –ubicado en el Centro Histórico de la Ciudad de México-. El primero cuenta con notables recursos didácticos y estéticos perfilados no sólo a comprender el citado movimiento estudiantil, sino también lo que representa el 68 en la historia contemporánea en todo Occidente. Es en este tenor, un museo que versa sobre un movimiento social icónico en México en donde hay un reconocimiento político –hasta por parte de algunos sectores de la derecha mexicana- sobre su trascendencia y sobre su papel en la larga e inconclusa lucha por la democratización de un régimen político autoritario. Por otro lado, el Museo Casa de la Memoria Indómita es un recinto que fue creado gracias al impulso de un actor colectivo –el Comité ¡Eureka!- y del apoyo del Gobierno de la Ciudad de México –gobernada por un partido político de centro izquierda, el Partido de la Revolución Democrática- en el que se pretende concientizar y preservar la memoria sobre la violencia de Estado durante los años sesenta y setenta en contra de numerosos movimientos sociales, particularmente en contra de la guerrilla urbana y rural, así como sobre las desapariciones forzadas. A diferencia del Memorial del 68, administrado por la principal institución de educación superior en el país, el Museo Casa de la Memoria Indómita es gestionado por integrantes del Comité ¡Eureka!, es decir, por un sujeto sociopolítico conformado por familiares de desaparecidos políticos y en donde la batalla simbólica es aún más grande debido a que el tema de las desapariciones forzadas no ha encontrado el mismo eco en el espacio público y en donde estas prácticas estatales permanecen vivas –ahora con el plus de la violencia desbordada fruto de la guerra en contra del narcotráfico-. No obstante las divergencias existentes entre ambos museos, es pertinente puntualizar cómo estos proyectos memorísticos no se han acompañado de otras expresiones de la política de la memoria – como el llevar a juicio a los responsables de las múltiples violaciones a los derechos humanos- y, como tal, la impunidad ha sido un factor prevaleciente en estos hechos históricos. En este sentido, resulta importante enfatizar cómo las gestas por construir la memoria no sustituyen, bajo ningún motivo o circunstancia, a la justicia. Empero, la memoria es un instrumento de verdad y justicia medular, tal como ha sido ya suscrito a lo largo de este apartado.
Estas luchas por erigir la memoria colectiva desde y en el espacio público han estado selladas por la confrontación. Al tratarse - en los casos citados- de sucesos pertenecientes a la historia sociopolítica reciente, la controversia, el debate y en algunas ocasiones la vigente fuerza política de algunos de los actores estatales incriminados están presentes y contribuyen a erigir un campo político, jurídico y simbólico atravesado por el conflicto. De forma esquemática se puede sostener que mientras algunos lidian porque no se olvide, otros luchan porque la desmemoria triunfe. Asimismo, no se pueden soslayar los dilemas éticos, políticos y semánticos existentes en los procesos de edificación memorística y que en la construcción de museos y en el establecimiento de fechas conmemorativas afloran: ¿qué se va a conmemorar y por qué; cómo dar voz a los que ya no la tienen; cómo representar estéticamente a los desaparecidos; qué actores sociales y políticos pueden y/o deben participar; a quiénes irá dirigido el discurso; cuáles serán los recursos pedagógicos y museográficos? (Jelin, 2003). En todas estas interrogantes subyace el carácter selectivo de toda memoria, la discriminación de aquello que será representable y conmemorable y aquello que quedará fuera. Dicho ejercicio selectivo supone que el emisor del discurso labra una narración desde su propia experiencia política y de vida, en el que hay un despliegue de intencionalidad. Estas narrativas serán decodificadas por los receptores, cuya lectura está condicionada por su respectivo marco experiencial, cognitivo, axiológico, emocional y político. Bajo este razonamiento, es relevante puntualizar que las prácticas conmemorativas, los espacios de memoria, los libros, los discursos mediáticos –es decir las memorias de la política y las políticas de la memoria- permanecen como un terreno abierto a las múltiples (re)interpretaciones, por una parte, y por otra, que la simple existencia de dichas objetivaciones de la memoria no garantizan su preservación, de modo tal que la indiferencia y el olvido son siempre una presencia latente. Memoria y olvido, pues, se imbrican y pergeñan de acuerdo no sólo a lo que se gesta y desarrolla en el presente, sino también a lo que emergerá en el futuro. Por lo tanto, la memoria es un campo semántico fructífero, frágil, dinámico, siempre abierto a las múltiples y heterogéneas interpretaciones de los agentes sociales.
El objetivo fundamental de este artículo ha sido problematizar sociológicamente la manera en que la memoria se vertebra en la vida cotidiana a partir de las relaciones sociales, la experiencia, las prácticas sociales y la dinámica de poder. En todo este proceso, los mecanismos de objetivación y subjetivación de la memoria desempeñan un papel vital no sólo para el resguardo memorístico, sino también para la propia reproducción social. Asimismo, se ha desarrollado cómo la memoria intersubjetiva se articula a partir de la dimensión espaciotemporal. Es así como el espacio, merced a su materialidad, se torna en soporte para la elaboración intersubjetiva de experiencias afectivas y sensoriales, las cuales fungen como cimiento para la construcción de la memoria. Del mismo modo, el tiempo constituye un dispositivo vital mediante el cual las prácticas memorísticas se llevan a cabo. Tanto la memoria, el espacio, como el tiempo son construcciones sociales e históricas que coadyuvan a la articulación de las sociedades, y han sido empleadas por el poder político para manifestarse, reproducirse y legitimarse.
Por otra parte, la dimensión política de la memoria es advertible en el espacio público como arena de conflicto y de negociación, amén de ser el locus donde se materializan las relaciones de poder y las desigualdades sociales y económicas. Tanto el espacio público como la memoria comparten su carácter heterogéneo y el ser disputado por variados sujetos con racionalidades e intereses diferentes. Es justamente en el espacio público donde las políticas de la memoria cobran cuerpo. En cada una de ellas, es posible leer un intento por replegar el olvido, el silencio y la indiferencia. Toda objetivación de la memoria lleva en sí un carga semántica, siempre sujeta a muchas (re)lecturas acordes con los cambios históricos y políticos. De la misma manera, referirse al plano político de la memoria implica reconocer el revestimiento axiológico que la acompaña. Este punto es claramente identificable en sociedades que han vivido bajo regímenes autoritarios o dictaduras y que tras un proceso de apertura política y de revitalización del espacio público, la memoria se convierte en un arma política, moral, jurídica y simbólica no sólo para sobrevivientes, testigos y familiares de muertos o desaparecidos políticos, sino para el grueso de los actores sociales. Bajo esta lógica, la memoria ejemplar funge como un referente cognitivo, axiológico y político usualmente desplegado.
Así pues, la memoria colectiva como dispositivo constituido y constituyente representa una veta de reflexión en donde se puede observar la forma en que el pasado, el presente y el futuro se anudan y condicionan entre sí. El desafío analítico que la rodea tiene que ver con los dilemas e interrogantes que la realidad social y política contantemente plantea, en donde resulta necesario someter a discusión y a prueba las herramientas teóricas y los instrumentos metodológicos que se utilizan para comprender a cabalidad cómo es que éste constructo social se teje, transforma y hasta muta en olvido.